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Cambio a largo plazo

En 1798, el clérigo inglés Thomas Malthus publicó el Ensayo sobre el principio de la población, que iba a convertirse en el libro más influyente que se ha escrito sobre este tema. Describía lo que parecían ser las leyes del crecimiento de la población, pero la importancia de su libro trascendió esta labor científica aparentemente limitada. Su impacto sobre la teoría económica y sobre la ciencia biológica, por ejemplo, sería tan primordial como la contribución que hizo a los estudios demográficos. Sin embargo, aquí estas consecuencias trascendentales importan menos que el estatus de la obra como indicador de un cambio en el pensamiento sobre la población. En líneas generales, a lo largo de aproximadamente dos siglos, los estadistas y economistas europeos coincidieron en que una población que crecía era un indicio de prosperidad. Se pensaba que los reyes debían procurar hacer incrementar el número de sus súbditos, y no solamente porque ello supondría más contribuyentes y más soldados, sino también porque una población mayor aceleraba la vida económica y, a la vez, era un indicador de esta activación. Obviamente, una población mayor mostraba que la economía ofrecía sustento a más personas. Esta opinión era secundada, en esencia, por nada menos que una autoridad como el propio Adam Smith, cuya obra La riqueza de las naciones, un libro de una enorme influencia, había sostenido en una fecha tan temprana como 1776 que un incremento de la población era una buena prueba de prosperidad económica.

Malthus echó un jarro de agua helada sobre esta opinión. Independientemente de cómo se juzgasen las consecuencias para la sociedad en su conjunto, concluyó que una población en alza significaba tarde o temprano un desastre y sufrimientos para la mayoría de sus miembros, los pobres. En una célebre demostración, argumentó que el producto del planeta tiene unos límites finitos, marcados por la cantidad de tierra disponible para producir alimentos. Ello, a su vez, fijaba un límite a la población. Sin embargo, a corto plazo la población siempre tendía a crecer. A medida que aumentaba, hacía retroceder progresivamente un margen de subsistencia cada vez más estrecho, y cuando este margen se agotaba, llegaban las hambrunas. Entonces la población se reducía hasta que podía ser mantenida con los alimentos disponibles. Solo era posible poner freno a este mecanismo si los hombres y las mujeres dejaban de tener hijos (y la prudencia, cuando consideraban las consecuencias, podía ayudarles fomentando los matrimonios tardíos), o mediante horrores como el control que imponían las enfermedades o la guerra.

Se podría decir mucho más sobre la complejidad y el refinamiento de esta tesis tan pesimista. Suscitó incontables argumentos y contraargumentos, y tanto si es verdadera como si es falsa, una teoría que atrae tanto la atención debe de ser muy reveladora sobre su época. De algún modo, el crecimiento de la población había empezado a preocupar a la gente, de modo que incluso una prosa tan poco atractiva como la de Malthus tuvo un gran éxito. Existía una conciencia sobre el aumento de la población que antes no había, y ello se debía a que este crecimiento era por entonces más rápido que nunca. En el siglo XIX, pese a lo que había dicho Malthus, la población de algunas zonas del mundo aumentó con rapidez, alcanzando unos niveles hasta entonces inconcebibles.

Para medir este cambio, es mejor tener cierta perspectiva. No hay nada que ganar y mucho que perder si nos preocupamos por las fechas precisas y las tendencias globales que se prolongan hasta bien entrado el siglo XX. Si incluimos a Rusia (cuya población hasta tiempos muy recientes se ha calculado a partir de datos estadísticos muy escasos), la población europea, de unos 190 millones en 1800, pasó a unos 420 millones un siglo más tarde. Puesto que el resto del mundo, al parecer, creció más lentamente, esto representó un aumento de una quinta a una cuarta parte en cuanto a la proporción europea de la población total del mundo; durante una breve etapa, su desventaja numérica en comparación con los grandes centros asiáticos de población fue reducida (mientras continuaba disfrutando de su superioridad técnica y psicológica). Además, al mismo tiempo Europa experimentaba una enorme emigración entre su población. En la década de 1830, la emigración europea al otro lado del Atlántico superó por primera vez la cifra de 100.000 personas al año, mientras que en 1913 la cifra era de más de un millón y medio. Tomando una perspectiva aún más amplia, entre 1840 y 1930, tal vez 50 millones de personas abandonaron Europa por mar, la mayoría para ir al hemisferio occidental. Todas estas personas y sus descendientes deberían sumarse al total para comprender hasta qué punto era acelerado el crecimiento de la población europea en aquellos años.

Este crecimiento no se repartía homogéneamente dentro de Europa, lo cual supuso diferencias sustanciales en cuanto a la posición de las grandes potencias. Su fuerza normalmente se calculaba en términos de efectivos militares, y fue un cambio crucial el que, en 1871, Alemania reemplazase a Francia como la mayor masa de población existente bajo un gobierno al oeste de Rusia. Otra manera de plantearse estos cambios sería comparar las respectivas proporciones de población europea que poseían las principales potencias militares en distintas fechas. Por ejemplo, entre 1800 y 1900, el porcentaje de Rusia aumentó del 21 al 24 por ciento del total, el de Alemania pasó del 13 al 14 por ciento, mientras que el de Francia bajó del 15 al 10 por ciento y el de Austria un poco menos, del 15 al 12 por ciento. No obstante, pocos incrementos fueron tan espectaculares como el del Reino Unido, que pasó de unos 8 millones de habitantes cuando Malthus escribió su obra a 22 millones en 1850 (alcanzaría los 36 millones hacia 1914).

Sin embargo, la población creció en todas partes, aunque a ritmos distintos y en diferentes momentos. Las zonas agrarias más pobres de Europa oriental, por ejemplo, no experimentaron sus índices de crecimiento más altos hasta las décadas de 1920 y 1930. Ello se debió a que el mecanismo básico para el incremento de población en aquel período, que dio lugar a cambios en todas partes, fue una reducción de la mortalidad. A lo largo de la historia, nunca ha habido una caída tan espectacular del índice de mortalidad como en los últimos cien años, y esta se dio primero en los países avanzados de Europa en el siglo XIX. En líneas generales, antes de 1850, la mayoría de los países europeos tenían unos índices de natalidad que superaban por poco los de mortalidad, y ambos eran aproximadamente los mismos en todos los países. Es decir, mostraban el poco impacto que se había ejercido en aquellas fechas sobre los condicionantes fundamentales de la vida humana en una sociedad aún eminentemente rural. A partir de 1880, esto cambió rápidamente. El índice de mortalidad en los países europeos avanzados bajó de forma continua, desde aproximadamente del 35 por 1.000 habitantes al año hasta alrededor del 28 hacia 1900. Y unos cincuenta años más tarde sería de unos 18. Los países menos avanzados aún mantenían índices del 38 por 1.000 entre 1850 y 1900, y del 32 hacia 1950. Ello provocó una marcada desigualdad entre dos Europas, en la más rica de las cuales la esperanza de vida era mucho más alta. Como, en gran medida, los países europeos avanzados se encontraban en el oeste (dejando de lado España, un país pobre con una mortalidad alta), ello supuso una nueva intensificación de las viejas divisiones entre este y oeste, una nueva acentuación de la frontera imaginaria que iba desde el Báltico hasta el Adriático.

Además de esta mortalidad más baja, contribuyeron a ello otros factores. Los matrimonios más tempranos y un aumento del índice de natalidad ya se habían reflejado en la primera fase de la expansión, cuando las oportunidades económicas crecieron, pero ahora pasaba a importar todavía más, ya que, desde el siglo XIX en adelante, los hijos de matrimonios anteriores tenían más posibilidades de sobrevivir gracias a una mayor preocupación humanitaria, a unos alimentos más baratos, al progreso médico y de la ingeniería, y a unas prestaciones mejores en materia de salud pública. Entre ellas, la ciencia médica y la prestación de servicios médicos fueron los últimos en incidir en la tendencia de la población. Los médicos no empezaron a luchar denodadamente contra las grandes enfermedades mortales hasta 1870. Estas eran las enfermedades que mataban a los niños: difteria, escarlatina, tos ferina y la fiebre tifoidea. Así pues, la mortalidad infantil se redujo drásticamente y la esperanza de vida tras el nacimiento aumentó enormemente. Pero, antes que esto, los reformadores sociales y los ingenieros ya habían hecho mucho para reducir la incidencia de estas y otras enfermedades (aunque no su mortalidad) al construir mejores drenajes y planificar mejores servicios de limpieza para las ciudades en expansión. El cólera fue eliminado en países industriales hacia 1900, aunque había devastado Londres y París en las décadas de 1830 y 1840. Ningún país europeo sufrió un brote importante de una plaga a partir de 1899. A medida que estos cambios afectaban cada vez a más países, en todas partes su tendencia general era la de elevar la edad de defunción, lo cual tuvo a la larga unos resultados espectaculares. Hacia el segundo cuarto del siglo XX, en América del Norte, el Reino Unido, Escandinavia y la Europa industrial, los hombres y las mujeres tenían una esperanza de vida del doble o el triple de años que sus antepasados medievales, lo cual tuvo enormes consecuencias.

Al igual que el incremento de población acelerado se anunció por primera vez en los países que económicamente eran los más avanzados, también lo hizo la ralentización del crecimiento, que fue la siguiente tendencia demográfica discernible. Ello se debió a un descenso del número de nacimientos, pese a que durante mucho tiempo quedó ocultado, porque la caída del índice de mortalidad era aún más rápida. En todas las sociedades, ello se manifestó en primer lugar entre los más acomodados; incluso hoy en día sigue siendo una buena norma general el que la fecundidad varía inversamente a los ingresos (a pesar de célebres excepciones entre las acaudaladas dinastías políticas americanas). En algunas sociedades (y más en la Europa occidental que en la oriental) ello respondía a que el matrimonio tendía a posponerse, para que las mujeres estuviesen casadas durante menos tiempo de su vida fértil; en otras, era porque las parejas preferían tener menos hijos (y podían hacerlo con confianza gracias a algunas técnicas anticonceptivas eficientes). Seguramente, en algunos países europeos se conocían tales técnicas; al menos, es seguro que el siglo XIX aportó mejoras (algunas posibilitadas por progresos científicos y técnicos en la fabricación de los útiles necesarios) y cierta publicidad que extendió el conocimiento de las mismas. Nuevamente, un cambio social presenta una enorme ramificación de influencias, porque es difícil no asociar la difusión de estos conocimientos con, por ejemplo, una mayor alfabetización y con unas expectativas mejores. Pese a que la gente empezaba a ser más rica que sus antepasados, estaba ajustando constantemente su concepto de lo que era una vida soportable y, por tanto, una familia de tamaño tolerable. El hecho de si hacían sus cálculos posponiendo la fecha de matrimonio (como acostumbraban los campesinos franceses e irlandeses) o adoptando técnicas anticonceptivas (como al parecer hicieron las clases medias inglesas y francesas), lo determinaban otros factores culturales.

Los cambios en la manera en que hombres y mujeres morían y vivían en sus familias transformaron las estructuras de la sociedad. Por un lado, los países occidentales de los siglos XIX y XX tenían más jóvenes y, durante un tiempo, también los tuvieron en una proporción mayor que nunca antes. Es difícil no atribuir gran parte del carácter sociable, el optimismo y el vigor del siglo XIX a este hecho. Por otra parte, las sociedades avanzadas gradualmente tuvieron una proporción más alta que nunca antes de miembros que vivían hasta una edad avanzada. Ello forzó cada vez más los mecanismos sociales que en siglos anteriores habían sostenido a las personas mayores y a los incapacitados para trabajar. El problema se agravó al intensificarse la competencia por los puestos de trabajo industriales. Hacia 1914, en casi todos los países europeos o de América del Norte se buscaban maneras de afrontar los problemas de la pobreza y la dependencia, pese a que hubo grandes diferencias en la escala y los resultados de los esfuerzos realizados por solucionarlos.

Estas tendencias no empezarían a mostrarse en Europa oriental hasta después de 1918, cuando su pauta general ya estaba bien establecida en los países occidentales avanzados. Los índices de mortalidad siguieron bajando más rápidamente que los de natalidad, incluso en los países avanzados, de modo que, hasta el presente, la población de Europa y del mundo europeo ha continuado creciendo. Este es uno de los temas más importantes de la historia de esta era, y está asociado a casi todos los demás. Sus consecuencias materiales pueden verse en una urbanización sin precedentes y en la expansión de enormes mercados consumidores para la industria manufacturera. Las consecuencias sociales fueron desde los conflictos y el malestar hasta el cambio de instituciones para afrontarlos. Hubo repercusiones internacionales cuando los estadistas tomaron en consideración las cifras de población para decidir qué riesgos podían (y tenían que) asumir, o cuando la gente se sintió cada vez más asustada por las consecuencias de la superpoblación. En el Reino Unido del siglo XIX, la preocupación por la perspectiva de tener demasiados pobres y desempleados llevó a fomentar la emigración, lo cual, a su vez, incidió en el pensamiento y los sentimientos de las personas hacia el imperio. Más tarde, los alemanes se opondrían a la emigración por temor a perder potencial militar, mientras que los franceses y los belgas encabezaban la concesión de asignaciones por hijos por el mismo motivo.

Algunas de estas medidas sugieren, acertadamente, que las sombrías profecías de Malthus tendieron a olvidarse a medida que los años pasaban y al ver que los desastres temidos no se producían. El siglo XIX aún trajo calamidades demográficas a Europa: Irlanda y Rusia sufrieron terribles hambrunas, y en muchos otros lugares se dieron condiciones similares, pero los desastres eran menos frecuentes. A medida que el hambre y la escasez eran erradicadas de los países avanzados, ello a su vez ayudó a que las enfermedades causasen menos daños demográficos. Mientras, la Europa al norte de los Balcanes disfrutaba de dos largos períodos de paz prácticamente ininterrumpidos desde 1815 hasta 1848 y desde 1871 hasta 1914; la guerra, otro de los factores de control de Malthus, ya no parecía tanto un azote. Finalmente, su diagnóstico pareció quedar refutado cuando un crecimiento de la población vino acompañado de un nivel de vida más alto y parecían detectarse subidas en la edad media de fallecimiento. Los pesimistas solo podían replicar (razonablemente) que no se había dado una respuesta a Malthus. Lo que había sucedido es que ahora había más comida disponible de lo que se había temido. De ello no se deducía que las existencias fuesen ilimitadas.

En realidad, se estaba produciendo otro de aquellos escasos grandes cambios históricos que han transformado verdaderamente las condiciones básicas de la vida humana. Puede denominarse, con toda razón, una revolución en la producción de alimentos. Sus inicios ya se han descrito. En el siglo XVIII, la agricultura europea ya era capaz de obtener cerca de dos veces y media más la producción de las semillas que era normal en la Edad Media. Ahora se estaba logrando una mejora agrícola aún mayor. La producción se incrementaría hasta niveles más espectaculares. Se ha calculado que, a partir de alrededor de 1800 la productividad agrícola de Europa creció a un ritmo de cerca del 1 por ciento al año, dejando muy atrás los progresos anteriores. Y lo que es más importante: a medida que pasaba el tiempo, la industria y el comercio europeos permitirían la explotación de las enormes reservas de otras zonas del mundo. Ambos cambios eran facetas distintas de un mismo proceso: la inversión creciente en capacidad productiva, que hacia 1870 convirtió claramente a Europa y a América del Norte en la mayor concentración de riqueza sobre la faz de la Tierra. La agricultura fue fundamental en este proceso. Se ha hablado de una «revolución agrícola», y siempre que no se piense que esta implica un cambio rápido, este término es aceptable. Un vocablo menos contundente no describiría el enorme aumento de la producción mundial logrado entre 1750 y 1870 (que más adelante se superó). Pero fue un proceso de una gran complejidad, en el que intervenían muchas fuentes distintas y que estaba asociado a los demás sectores de la economía de maneras indispensables. Fue solo uno de los aspectos de un cambio económico mundial que, al final, abarcó no solamente la Europa continental, sino también América y Australasia.

Una vez formuladas estas importantes generalizaciones, es posible particularizar. Hacia 1750, Inglaterra tenía la mejor agricultura del mundo. Se practicaban las técnicas más avanzadas, y la integración de la agricultura con una economía de mercado comercial había alcanzado su máxima expresión en este país, que mantendría su liderazgo durante aproximadamente otro siglo. Los agricultores europeos iban allí para observar los métodos, comprar ganado y maquinaria, y pedir asesoramiento. Mientras, el granjero inglés, que gozaba de paz en su país (el hecho de que no hubiese operaciones militares continuas a gran escala en suelo británico a partir de 1650 fue una ventaja literalmente incalculable para la economía) y de una población creciente que adquiría su producto, generaba beneficios que le proporcionaban capital para ulteriores mejoras. A corto plazo, su voluntad de invertir de este modo fue una respuesta optimista a las buenas perspectivas comerciales, pero también dice algo del carácter de la sociedad inglesa. En Inglaterra, los beneficios de una agricultura mejor recaían en los individuos que eran propietarios de su tierra o que la trabajaban como arrendatarios en unas condiciones definidas por la realidad del mercado. La agricultura inglesa formó parte de una economía de mercado capitalista en la que la tierra, incluso en el siglo XVIII, era tratada prácticamente como un artículo de consumo como cualquier otro. Las limitaciones a su uso familiar en los países europeos habían ido desapareciendo cada vez más rápido desde la incautación de propiedades eclesiásticas por parte de Enrique VIII. A partir de 1750, la última gran fase de esta incautación llegó con la avalancha de la Enclosure Act (la ley de cercamiento de tierras) a finales de ese siglo (coincidiendo significativamente con unos precios altos del grano), la cual movilizó, para beneficio privado del campesino inglés, derechos tradicionales a los pastos, a la leña o a otras ventajas económicas. Uno de los contrastes más sorprendentes entre la agricultura inglesa y la europea a principios del siglo XIX era que el campesino tradicional casi había desaparecido en Inglaterra. El país contaba con jornaleros y pequeños propietarios, pero las enormes poblaciones rurales europeas de individuos con algún derecho —aunque fuese minúsculo— que los vinculara al suelo por medio de usos comunales y una masa de propiedades muy pequeñas, no existían.

Dentro del marco proporcionado por la prosperidad y las instituciones sociales inglesas, el progreso técnico era constante. Durante mucho tiempo, buena parte de este proceso se dio al azar. Los primeros criadores de animales mejorados consiguieron sus progresos no por sus conocimientos de química, ciencia que estaba en sus albores, ni de genética, que aún no existía, sino porque acompañaban sus intuiciones con una práctica prolongada. Con todo, los resultados eran notables. El aspecto del ganado que poblaba el paisaje cambió; las flacuchas ovejas medievales cuya espalda, vista en sección, se asemejaba a los arcos góticos de los monasterios que las criaban, dieron paso a los animales rollizos, de espalda recta y aire satisfecho que hoy conocemos. «Simetría bien cubierta» era el lema del granjero del siglo XVIII. El aspecto de las granjas también cambió cuando el drenaje y los cercados mejoraron, y cuando los grandes campos abiertos medievales con sus estrechas fajas de tierra, cada una cultivada por un campesino distinto, dieron paso a campos cercados cultivados en rotación que convirtieron la campiña inglesa en un enorme mosaico. En algunos de estos campos ya se trabajaba con maquinaria hacia 1750. Se reflexionó mucho sobre su uso y mejora en el siglo XVIII, pero no parece que la maquinaria contribuyese notablemente a incrementar la producción hasta después de 1800, cuando hubo cada vez más campos grandes disponibles y las máquinas fueron más productivas en relación con sus costes. No pasó mucho tiempo hasta que las máquinas de vapor empezaron a impulsar las trilladoras. Con su aparición en los campos ingleses, se abría el camino que finalmente conduciría a una sustitución casi completa de la fuerza muscular por las máquinas en la granja del siglo XX.

Estas mejoras y cambios se extendieron, mutatis mutandis y tras un período de tiempo, a la Europa continental. Excepto en comparación con los siglos anteriores de casi inmovilidad, el progreso no siempre fue rápido. En Calabria o Andalucía, tal vez fue imperceptible durante un siglo. No obstante, la Europa rural se transformó, y los cambios llegaron por muchas vías. La lucha contra la rigidez del abastecimiento de alimentos al final dio resultados, pero fue el producto de cientos de victorias particulares sobre rotaciones de cosechas fijas, planes fiscales desfasados, niveles bajos de cultivo y ganadería, y una ignorancia absoluta. Se consiguió un ganado mejor, un mayor control de las plagas en las plantas y de las enfermedades de los animales, y la introducción de especies completamente nuevas, entre otras cosas. Unos cambios de un alcance tan amplio a menudo también tenían que vencer reticencias sociales y políticas. Los franceses abolieron formalmente la servidumbre en 1789, lo cual probablemente no tuvo mucha incidencia, dado que en esa época ya quedaban pocos siervos en Francia. La abolición del «sistema feudal» ese mismo año fue un acontecimiento mucho más importante. Lo que se denotaba con este término impreciso era la destrucción de una masa de usos y derechos tradicionales y jurídicos que obstaculizaban la explotación de la tierra por los individuos como una inversión igual a cualquier otra. Casi enseguida, muchos de los campesinos que creían estar a favor de esto descubrieron que, en la práctica, no lo deseaban. Distinguían entre aspectos distintos: les gustó que se aboliesen los derechos habituales que pagaban al señor de la finca, pero no recibieron bien la pérdida de los derechos de siempre a la tierra común. En conjunto, el cambio fue aún más confuso y difícil de ponderar por el hecho de que tuvo lugar al mismo tiempo que una gran redistribución de la propiedad. Mucha de la tierra que antes pertenecía a la Iglesia fue vendida en unos pocos años a particulares. El consiguiente incremento del número de personas que tenían tierra en propiedad de manera absoluta y el aumento del tamaño medio de las propiedades, según el ejemplo inglés, deberían haber desembocado en un período de progreso agrícola en Francia, pero no fue así. Hubo un progreso muy lento y una escasa consolidación de la propiedad según el modelo inglés.

Ello sugiere, acertadamente, que las generalizaciones sobre el ritmo y la uniformidad de lo que sucedía deben ser cautas y matizadas. Pese al entusiasmo que los alemanes mostraban por las exposiciones itinerantes de maquinaria agrícola en la década de 1840, el suyo era un país enorme, uno sobre los cuales (junto con Francia) un gran historiador económico comentó que, «hablando en términos generales, no puede registrarse ninguna mejora general y verdadera en la vida campesina antes de la era del ferrocarril». No obstante, el desmantelamiento de las instituciones medievales que se interponían en el camino del progreso agrícola prosiguió de manera constante antes del ferrocarril y preparó el terreno para el cambio. En algunos lugares, este se vio acelerado por la llegada durante el período napoleónico de ejércitos franceses de ocupación, que introdujeron la ley francesa, y más tarde por otras fuerzas, de modo que, hacia 1850, los campesinos atados al suelo y a los trabajos obligatorios habían desaparecido en casi toda Europa. Por supuesto, ello no significó que las actitudes del Antiguo Régimen no persistiesen cuando sus instituciones ya habían desaparecido. Para bien o para mal, al parecer los terratenientes prusianos, húngaros y polacos mantuvieron buena parte de su autoridad más o menos patriarcal en sus fincas incluso cuando su base jurídica había desaparecido, y lo hicieron hasta la reciente fecha de 1914. Eso era importante para asegurar una continuidad de los valores aristocráticos conservadores de una forma mucho más intensa y concentrada en aquellas zonas que en Europa occidental. La aristocracia terrateniente o junkers a menudo aceptó las implicaciones del mercado al planificar la gestión de sus fincas, pero no en sus relaciones con sus arrendatarios.

La resistencia más prolongada al cambio en las formas jurídicas tradicionales en la agricultura se produjo en Rusia. Allí, la servidumbre se mantuvo hasta su abolición en 1861. Este acto no puso totalmente y de inmediato la agricultura rusa bajo la gestión de los principios individualistas de la economía de mercado, pero con él se cerraba una era de la historia europea. Desde los Urales hasta La Coruña, en el marco de la ley ya no sobrevivía ningún trabajo sustancial de la tierra sobre la base de la servidumbre, y los campesinos tampoco estaban ligados a unos señores a quienes no pudieran abandonar. Era el fin de un sistema que había sido trasladado de la Antigüedad a la cristiandad occidental en la era de las invasiones bárbaras y que había constituido la base de la civilización europea durante siglos. A partir de 1861, el proletariado rural europeo de todos los países trabajó por un salario o por comida y cama. El modelo que se había empezado a extender en Inglaterra y Francia con la crisis agrícola del siglo XIV, había pasado a ser universal.

Formalmente, el uso medieval del trabajo servil duró más tiempo en algunos de los países americanos que formaban parte del mundo europeo. El trabajo obligatorio en su forma menos cualificada, la esclavitud, fue legal en algunos de los estados de Estados Unidos hasta el final de una gran guerra civil en 1865, cuando su abolición (si bien había sido promulgada por el gobierno vencedor dos años antes) se hizo efectiva en toda la república. La guerra que lo había hecho posible fue en cierta medida un paréntesis en el desarrollo ya rápido del país, que ahora proseguiría y pasaría a ser de vital significación para Europa. Incluso antes de la guerra, el cultivo de algodón, la labor agrícola que había sido el centro de los debates sobre la esclavitud, ya había mostrado que el Nuevo Mundo podía complementar la agricultura europea a una escala que podría llegar a ser casi indispensable. Después de la guerra, quedó abierto el camino al abastecimiento de Europa, y no solo con productos como el algodón, que allí no se podía producir fácilmente, sino también con alimentos.

Estados Unidos —además de Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Argentina y Uruguay— pronto demostró que podía proporcionar alimentos a unos precios mucho más bajos que los de la propia Europa. Dos cosas lo hicieron posible. Una fue la inmensa extensión de estas nuevas tierras, que ahora se añadían a los propios recursos de Europa. Las llanuras americanas, las enormes extensiones de pastos en las pampas de América del Sur y las regiones templadas de Australasia proporcionaron enormes territorios para producir cereales y criar ganado. La segunda fue una revolución en el transporte que hizo que estos territorios fueran explotables por primera vez. Los ferrocarriles y los barcos de vapor entraron en funcionamiento en un número creciente a partir de la década de 1860. Pronto hicieron bajar los costes del transporte, y lo hicieron rápidamente, porque el descenso de los precios estimulaba una demanda creciente. De este modo se generaron beneficios mayores, que posibilitaron más inversiones de capital en los territorios y las praderas del Nuevo Mundo. Este mismo fenómeno también se daba en Europa, aunque a una escala menor. A partir de la década de 1870, los granjeros alemanes y de Europa del este empezaron a ver que tenían un competidor en los cereales de Rusia, que empezaron a llegar a las ciudades en expansión a un precio más bajo cuando se construyeron ferrocarriles en Polonia y en Rusia occidental, y cuando los barcos de vapor pudieron traerlos desde los puertos del mar Negro. Hacia 1900, el contexto en el que trabajaban los agricultores europeos, tanto si lo sabían como si no, era todo el mundo; el precio del guano de Chile o de los corderos de Nueva Zelanda podía determinar lo que sucedía en sus mercados locales.

La historia de la expansión agrícola trasciende los límites incluso de una síntesis como esta. Tras crear la civilización y, más tarde, poner un límite a su progreso durante mil años, la agricultura se convirtió de pronto en su propulsor. En el lapso de aproximadamente un siglo, demostró que podía alimentar a más personas que nunca antes. La demanda de las ciudades que crecían, la llegada de los ferrocarriles y la disponibilidad de capital apuntan a su inseparable interrelación con otras facetas de una economía transoceánica creciente entre 1750 y 1870. Pese a su primacía cronológica y a su enorme importancia como generador de capital inversor, la historia de la agricultura en este período solo por razones de conveniencia debe separarse de la historia del crecimiento global registrado de la manera más obvia y espectacular por la aparición de una sociedad completamente nueva, basada en la industrialización a gran escala.

Este es otro tema colosal. Ni siquiera es fácil comprender su magnitud. Generó el cambio más sorprendente en la historia de Europa desde las invasiones bárbaras, pero se ha considerado incluso más importante, el mayor cambio en la historia humana desde la llegada de la agricultura, del hierro o de la rueda. En un período de tiempo bastante breve —alrededor de un siglo y medio—, las sociedades de campesinos y artesanos se convirtieron en sociedades de operarios de máquinas y contables. Paradójicamente, el cambio puso fin a la antigua primacía de la agricultura, de la que había surgido. Fue uno de los hechos cruciales que hizo pasar la experiencia humana de la diferenciación generada por milenios de evolución cultural a las experiencias comunes, que, una vez más, tenderían hacia la convergencia cultural.

Ni siquiera definirla resulta en absoluto fácil, si bien los procesos que se hallan en su base son obvios a nuestro alrededor. Uno es la sustitución de la fuerza humana o animal por máquinas impulsadas por fuerzas de otras fuentes, cada vez más de origen mineral; otro es la organización de la producción en unidades mucho más grandes, y un tercero es la creciente especialización de las manufacturas. Pero todos estos factores tienen implicaciones y ramificaciones que nos llevan rápidamente más allá de sí mismos. Pese a que la industrialización plasmó incontables decisiones conscientes de innumerables empresarios y clientes, también parece una fuerza ciega que barre la vida social con una fuerza transformadora, uno de los «agentes sin sentido» que un filósofo identificó en una ocasión como la mitad de la historia del cambio revolucionario. La industrialización implicó nuevos tipos de ciudades, la necesidad de nuevas escuelas y nuevas formas de enseñanza superior, y, muy pronto, nuevas pautas de existencia diaria y de vida en común.

Los factores originales que posibilitaron tal cambio se remontan hasta más allá de los inicios de la era moderna. El capital para la inversión se había ido acumulando lentamente a lo largo de muchos siglos de innovación agrícola y comercial. Los conocimientos también habían aumentado. Los canales iban a constituir la primera red de comunicación para el transporte al por mayor una vez que la industrialización estuvo encarrilada, y a partir del siglo XVIII empezaron a construirse en Europa como nunca antes (por supuesto, en China todo fue muy distinto). No obstante, los hombres de Carlomagno ya sabían construirlos. Incluso las innovaciones técnicas más llamativas tenían sus raíces en un pasado remoto. Los hombres de la «revolución industrial» (tal como un francés de inicios del siglo XIX denominó el gran trastorno de aquella época) podían contar con innumerables artesanos de tiempos preindustriales que, lentamente, habían ido acumulando su pericia y experiencia para el futuro. Los renanos del siglo XIV, por ejemplo, aprendieron a hacer hierro forjado. Hacia 1600, la extensión gradual de los altos hornos había empezado a borrar los límites antes establecidos para el uso del hierro por su alto coste, y en el siglo XVIII llegaron los inventos que hicieron posible usar carbón en lugar de madera como combustible para algunos procesos. El hierro barato, incluso en lo que, según los baremos posteriores, serían cantidades pequeñas, permitió experimentar con nuevas maneras de usarlo; a ello seguirían otros cambios. La nueva demanda significó que las zonas donde el mineral se encontraba fácilmente ganaron importancia. Cuando las nuevas técnicas de fundición permitieron el uso de mineral en lugar de combustible vegetal, la ubicación de las reservas de carbón y hierro empezó a modelar la posterior geografía industrial de Europa y de América del Norte. En el hemisferio norte se hallan gran parte de las reservas de carbón conocidas del mundo, en un gran cinturón que va desde la cuenca del Don hasta Pensilvania y Virginia Occidental, pasando por Silesia, el Ruhr, la Lorena, el norte de Inglaterra y Gales.

Un metal y un combustible mejores hicieron una aportación decisiva a la industrialización inicial con la invención de una nueva fuente de energía, la máquina de vapor. De nuevo, sus raíces son muy profundas. Que la fuerza del vapor se podía utilizar para producir movimiento ya se sabía en la Alejandría helenística. Aunque, como algunos creen, hubiese existido la tecnología para desarrollar este conocimiento, la vida económica de aquella época no hacía que mereciese la pena esforzarse para hacerlo. El siglo XVIII trajo una serie de refinamientos a la tecnología tan importantes que pueden considerarse cambios fundamentales, y eso pasó cuando hubo dinero para invertir en ellos. El resultado fue una fuente de energía pronto reconocida como de importancia revolucionaria. Las nuevas máquinas de vapor no eran solo el producto del carbón y del hierro, sino que también los consumían, directamente como combustible y como materiales usados en su propia construcción. Indirectamente, estimularon la producción al hacer posible otros procesos que comportaban una mayor demanda de ellos. El más obvio y espectacular fue la construcción de ferrocarriles. Requería grandes cantidades de hierro primero, y más adelante de acero para los raíles y el material rodante. Pero también hizo posible el transporte de bienes a un coste muy inferior. Lo que los nuevos trenes transportaban podía ser perfectamente carbón o mineral, permitiendo así que estos materiales se usasen a un bajo precio lejos de donde se encontraban y se extraían fácilmente. Se formaron nuevas áreas industriales cerca de las líneas de ferrocarril, y los trenes podían transportar las mercancías desde estas zonas hasta mercados distantes.

El ferrocarril no fue el único cambio que el vapor introdujo en el transporte y las comunicaciones. El primer buque de vapor se hizo a la mar en 1809. Hacia 1870, pese a que aún había muchos barcos de vela y los astilleros todavía construían barcos de guerra propulsados por la fuerza del viento, ya eran habituales las líneas oceánicas regulares de «vapores». Su efecto económico fue espectacular. El coste real del transporte oceánico en 1900 era una séptima parte del que había sido cien años antes. La reducción de costes, de tiempo invertido en el recorrido y de espacio que generaban los barcos de vapor y los ferrocarriles dio un giro a las ideas convencionales acerca de lo que era posible. Desde la domesticación del caballo y la invención de la rueda, las personas y mercancías se habían trasladado a velocidades que variaban en función de las vías locales existentes, pero, probablemente, solo dentro de los límites de no más de ocho kilómetros por hora en cualquier distancia considerable. Los viajes más rápidos eran posibles en barco, sobre todo con el paso de los siglos, dado que los buques fueron objeto de notables modificaciones. Pero todas estas lentas mejoras quedaron empequeñecidas cuando, a lo largo de una vida, el hombre pudo ser testimonio de la diferencia entre viajar a lomos de un caballo y en un tren que podía circular a 60 a 80 km/h durante lapsos de tiempo prolongados.

Actualmente, hemos perdido una de las imágenes industriales más agradables, la alta columna de vapor saliendo de la chimenea de una locomotora a toda velocidad, que se mantenía suspendida durante unos segundos, sobre el fondo de un paisaje verde antes de desaparecer. Esta imagen sorprendía enormemente a quienes la veían por primera vez, al igual que lo hacían, aunque menos agradablemente, otros aspectos visuales de la transformación industrial. Uno de los más aterradores fue la ciudad industrial ennegracida, dominada por una fábrica con chimeneas humeantes, tal como la ciudad preindustrial lo había estado por la aguja de la iglesia o la catedral. En realidad, la fábrica resultó tan nueva y dramática que, a menudo, se ha olvidado que fue una expresión poco habitual de las primeras etapas de la industrialización, no una expresión típica. Incluso a mediados del siglo XIX, la mayoría de los obreros industriales ingleses trabajaban en empresas manufactureras con menos de cincuenta empleados. Durante mucho tiempo, las grandes aglomeraciones de trabajadores solo se dieron en el sector textil. Las enormes fábricas textiles de algodón del Lancashire, que fueron las primeras en dar a la zona un carácter visual y urbano distinto del de las ciudades manufactureras anteriores, resultaban sorprendentes porque eran únicas. No obstante, para 1850 ya era evidente que, en cada vez más procesos manufactureros, se tendía hacia la centralización bajo un solo techo —ahora más atractivo por el abaratamiento del transporte—, hacia la especialización de la función, al uso de maquinaria más potente y a la imposición de una fuerte disciplina de trabajo.

A mediados del siglo XIX, cuando los cambios fueron más sorprendentes, solo se había creado una sociedad industrial madura en un país, Gran Bretaña. Detrás de ello había una preparación prolongada e inconsciente. La paz nacional y unos gobiernos menos codiciosos que los del continente habían generado confianza para invertir. La agricultura ofrecía nuevos excedentes por primera vez en Inglaterra. Los recursos minerales estaban fácilmente al alcance para explotar el nuevo aparato tecnológico generado por dos o tres generaciones de inventos destacados. Un comercio ultramarino en expansión reportaba más beneficios para invertir, y la maquinaria básica de las finanzas y la banca ya existía antes de que la industrialización necesitase recurrir a ella. La sociedad parecía haberse preparado psicológicamente para el cambio; los observadores detectaban una sensibilidad excepcional hacia las oportunidades pecuniarias y comerciales en la Inglaterra del siglo XVIII. Por último, una población creciente empezaba a ofrecer mano de obra y también una demanda mayor de artículos manufacturados. Todas estas fuerzas confluyeron, y el resultado fue un crecimiento industrial continuado y sin precedentes, que por primera vez se vio como algo totalmente nuevo e irreversible en el segundo cuarto del siglo XIX. Hacia 1870, Alemania, Francia, Suiza, Bélgica y Estados Unidos se habían unido a Gran Bretaña al mostrar una capacidad de crecimiento económico autosostenido, pero esta última seguía siendo la primera entre ellos por la escala de su maquinaria industrial y por su primacía histórica. Los habitantes de la «fábrica del mundo», como a los británicos les gustaba considerarse, se enorgullecían de encabezar las cifras que demostraban cuánta riqueza y poder había generado la industrialización. En 1850, el Reino Unido poseía la mitad de los barcos transoceánicos y la mitad de las vías de ferrocarril del mundo. Sobre esos raíles, los trenes circulaban con precisión y regularidad, e incluso a una velocidad que no habría aumentado mucho cien años más tarde. Estaban regulados por unos timetables («tablas de horarios») que eran los primeros ejemplos de su clase (y que dieron pie al primer uso de la palabra inglesa), y para su regulación se empleaba el telégrafo eléctrico. En ellos viajaban hombres y mujeres que unos pocos años antes solo lo habían podido hacer en diligencias o carretas. En 1851, el año en que una gran exposición internacional de Londres anunciaba su nueva supremacía, Gran Bretaña produjo 2,5 millones de toneladas de hierro. Puede que no parezca mucho, pero era cinco veces más que la cantidad fundida en Estados Unidos y diez veces más que en Alemania. En aquel momento, las máquinas de vapor británicas producían más de 1,2 millones de caballos de vapor, más de la mitad de la cifra de toda Europa en conjunto.

Hacia 1870, ya había empezado a distinguirse un cambio en las posiciones relativas. Gran Bretaña seguía siendo pionera en muchos sentidos, pero de forma menos rotunda, e iba a perder su ventaja. Aún producía más caballos de vapor que ningún otro país europeo, pero Estados Unidos (que ya producía más que Gran Bretaña en 1850) la aventajaba y Alemania se le acercaba rápidamente. En la década de 1850, tanto Alemania como Francia ya habían realizado la importante transición llevada a cabo en Gran Bretaña, de fundir la mayor parte de su hierro con carbón vegetal a hacerlo con combustibles minerales. La superioridad británica en la fabricación de hierro se mantenía y su producción de hierro en lingotes seguía creciendo, pero por entonces era de solo tres veces y media la de Estados Unidos y cuatro veces mayor que la de Alemania. Todavía era una superioridad enorme; la era de la hegemonía industrial británica no se había terminado.

Los países industriales, de los cuales Gran Bretaña era el más destacado, eran entidades exiguas en comparación con lo que serían. Entre ellos, solo Gran Bretaña y Bélgica tenían una gran mayoría de su población viviendo en barrios urbanos a mediados del siglo XIX. El censo de 1851 mostraba que la agricultura todavía era el sector que ocupaba más mano de obra entre las industrias británicas (solo el servicio doméstico rivalizaba con ella). Sin embargo, en estos países, el número cada vez mayor de personas empleadas en las industrias manufactureras, el crecimiento de las nuevas concentraciones de riqueza económica y una nueva escala de la urbanización, hicieron patente el proceso de cambio que iba avanzando.

El cambio modificó la vida de regiones enteras cuando los trabajadores afluyeron a raudales a ellas. Se construyeron fábricas textiles y se levantaron chimeneas, transformando incluso el aspecto físico de lugares como el West Riding de Yorkshire, el Ruhr y Silesia, mientras las nuevas ciudades se multiplicaban. Crecieron a un ritmo espectacular en el siglo XIX, sobre todo en su segunda mitad, cuando la aparición de grandes centros que se convertirían en los núcleos de lo que una época posterior denominaría «conurbaciones», fue especialmente notable. Por primera vez, algunas ciudades europeas dejaron de depender de la inmigración rural para su crecimiento. Existen dificultades para calcular los índices de urbanización, en gran parte porque las zonas urbanas estaban definidas de manera distinta en función del país, pero ello no oscurece las líneas principales de lo que estaba sucediendo. En 1800, Londres, París y Berlín tenían, respectivamente, unos 900.000, 600.000 y 170.000 habitantes. En 1900, las cifras correspondientes eran de cerca de 4,7 millones, 3,6 millones y 2,7 millones. También en aquel año, Glasgow, Moscú, San Petersburgo y Viena tenían más de un millón de habitantes cada una. Eran las ciudades gigantes. Tras ellas venían otras dieciséis ciudades europeas con más de 500.000 habitantes, una cifra solo superada por Londres y París en 1800. Estas grandes ciudades y otras más pequeñas, que también eran enormemente más grandes que las anteriores, a las que eclipsaron, todavía atraían a emigrantes del campo en gran número, sobre todo en Gran Bretaña y Alemania. Esto reflejaba la tendencia a que la urbanización fuese notable en los relativamente pocos países donde la industrialización avanzó primero, porque fueron la riqueza y el empleo generado por la industria lo que empezó a atraer trabajadores a ellas. De las 23 ciudades de más de medio millón de habitantes en 1900, 13 pertenecían a cuatro países: el Reino Unido (6), Alemania (3), Francia (3) y Bélgica (1).

La opinión sobre las ciudades ha sufrido numerosos cambios. Cuando el siglo XVIII terminaba, estaba en pleno apogeo una especie de descubrimiento sentimental de la vida rural. Ello coincidió con la primera fase de la industrialización, y el siglo XIX se inició con una oleada de comentarios estéticos y morales sobre la aversión por una vida urbana que realmente iba a revelar un nuevo rostro, a menudo desagradable. Esta urbanización no se consideraba bienvenida; incluso el cambio poco saludable era visto por muchas personas como un tributo a la fuerza revolucionaria de los acontecimientos. Los conservadores desconfiaban de las ciudades y las temían. Mucho después de que los gobiernos europeos hubiesen demostrado la facilidad con que podían controlar el malestar urbano, las ciudades eran miradas con recelo como probables nidos de la revolución. Ello no es de extrañar, ya que las condiciones que se daban en muchos de los centros metropolitanos a menudo eran duras y terribles para los pobres. El East End de Londres ofrecía unas muestras terribles de pobreza, suciedad, enfermedades y privaciones a cualquiera que entrase en sus zonas depauperadas. Un joven hombre de negocios alemán, Friedrich Engels, escribió en 1844 uno de los libros más influyentes del siglo, La situación de la clase obrera en Inglaterra, donde exponía las terribles condiciones en que vivían los pobres de Manchester, y muchos otros escritores ingleses abordaron temas similares. En Francia, el fenómeno de las «clases peligrosas» (como eran llamados los parisienses pobres) preocupó a los gobiernos de la primera mitad del siglo, y la miseria impulsó una serie de brotes revolucionarios entre 1789 y 1871. Sin duda, no era infundado el temor a que las ciudades, en pleno crecimiento, pudiesen generar resentimiento y odio hacia los dirigentes y los beneficiarios de la sociedad, y a que ello fuese una fuerza potencialmente revolucionaria.

También era razonable predicar que la ciudad contribuía a la subversión ideológica. Era la gran destructora de los modelos tradicionales de comportamiento en la Europa del siglo XIX y un crisol de nuevas formas sociales y de nuevas ideas, una enorme y anónima selva dentro de la cual los hombres y las mujeres escapaban fácilmente al escrutinio del cura, el terrateniente y los vecinos, que habían sido los reguladores sociales de las comunidades rurales. En esto (y ello fue especialmente válido cuando la alfabetización se extendió a las capas bajas), las nuevas ideas incidieron en los planteamientos que durante mucho tiempo no se habían cuestionado. Los europeos de clase alta del siglo XIX se vieron particularmente sorprendidos por la aparente tendencia de la vida urbana al ateísmo y a la infidelidad, y una de las respuestas habituales fue construir más iglesias. Se percibía que había mucho más en juego que la verdad religiosa y la doctrina sensata (sobre las cuales las propias clases altas durante mucho tiempo habían tolerado cómodamente el desacuerdo). La religión era el gran sustento de la moral y la base del orden social establecido. Un escritor revolucionario, Karl Marx, comentó con desdén que la religión era «el opio del pueblo»; las clases que poseían bienes seguramente no lo hubiesen formulado con estas palabras, pero reconocían la importancia de la religión como aglutinante social. En los países católicos y también en los protestantes, uno de los resultados fue una serie prolongada de intentos de encontrar la manera de recuperar las ciudades para el cristianismo. El esfuerzo partía de una premisa falsa, dado que presuponía que las iglesias alguna vez habían tenido una implantación en las zonas urbanas, que desde hacía mucho tiempo habían ahogado las estructuras parroquiales tradicionales y las instituciones religiosas de los viejos pueblos y ciudades en sus corazones. Pero aquel esfuerzo tuvo expresiones muy diversas, desde la construcción de nuevas iglesias en los suburbios industriales hasta la creación de misiones que aunaban la evangelización con los servicios sociales y que enseñaban a los eclesiásticos la realidad de la vida urbana moderna. Hacia finales de siglo, las personas de mentalidad religiosa por lo menos eran conscientes del reto a que se enfrentaban, aunque sus predecesores no lo hubiesen percibido. Un gran evangelista inglés usó en el título de uno de sus libros palabras calculadas con precisión para recalcar el paralelismo con la labor misionera en tierras paganas de ultramar: Darkest England («La Inglaterra más oscura»). Su respuesta iba a erigirse en un nuevo instrumento de propaganda religiosa, ideado para atraer específicamente a un nuevo tipo de población y para combatir concretamente los males de la sociedad urbana, el Ejército de Salvación.

Aquí, nuevamente, la revolución provocada por la industrialización tenía un impacto que iba mucho más allá de la vida material. Es un problema inmensamente complicado distinguir cómo surgió la civilización moderna, la primera, por lo que sabemos, que carecía de una estructura formal de creencia religiosa en su base. Tal vez no podemos separar el papel de la ciudad en la disgregación de la observancia religiosa tradicional de, por ejemplo, el papel de la ciencia y la filosofía en la corrupción de la fe en las personas con formación. No obstante, un nuevo futuro era ya visible en la población industrial europea de 1870, en gran parte alfabetizada, alienada de la autoridad tradicional, de mentalidad laica y que empezaba a ser consciente de sí misma como una entidad. Esta era una base distinta para la civilización de todas cuantas hemos visto.

No obstante, aunque legítimamente, nos estamos anticipando, dado que esto sugiere nuevamente cuán rápido y profundo fue el impacto de la industrialización en todas las facetas de la vida. Incluso el ritmo de la vida cambió. En el conjunto de toda la historia anterior, el comportamiento económico de la mayor parte de la humanidad había estado regulado fundamentalmente por los ritmos de la naturaleza. En una economía agrícola o pastoril, imponían un modelo anual que era dictado por el tipo de trabajo que debía realizarse y por el que se podía llevar a cabo. Dentro de este marco fijado por las estaciones, actuaban las categorías subordinadas de la luz y la oscuridad, del buen tiempo y el mal tiempo. Los arrendatarios vivían en gran intimidad con sus herramientas, sus animales y los campos en los que se ganaban el pan. Incluso los escasos habitantes de las ciudades vivían, básicamente, vidas modeladas por las fuerzas de la naturaleza. En Gran Bretaña y en Francia, una mala cosecha aún podía arruinar toda la economía mucho después de 1850. Sin embargo, para entonces ya había muchas personas cuyas vidas seguían un ritmo marcado por pautas muy distintas. Sobre todo eran fijadas por los medios de producción y su demanda, y por la necesidad de tener las máquinas empleadas económicamente, por lo barato o lo caro de la inversión de capital y por la disponibilidad de mano de obra. El símbolo de esto fue la fábrica, donde la maquinaria marcaba una pauta de trabajo en la que una distribución del tiempo precisa era esencial. Los hombres empezaron a pensar de una manera completamente nueva sobre el tiempo a consecuencia de su trabajo industrial.

Además de imponer nuevos ritmos, el industrialismo también vinculó de maneras nuevas al trabajador con el trabajo. Es difícil, pero importante, evitar sentimentalizar el pasado al valorarlo. A primera vista, el desencanto de los trabajadores de la fábrica con su rutina monótona, su exclusión de una implicación personal y su trasfondo del sentido de trabajar en beneficio de otra persona, justifica la retórica que ha inspirado, ya sea en forma de añoranza por el mundo del artesano que ha desaparecido o de análisis de lo que se ha identificado como la alienación del trabajador respecto del producto. Pero la vida del campesino medieval también era monótona, y se pasaba gran parte de ella trabajando en beneficio de otra persona. Tampoco una rutina férrea es necesariamente menos dura por el hecho de que esté marcada por la puesta y la salida del sol en lugar de por un capataz, o más agradablemente variada por la sequía y la tormenta que por las recesiones o las expansiones comerciales. Con todo, las nuevas disciplinas implicaron una transformación revolucionaria en las maneras en que muchos hombres y mujeres se ganaban la vida, pese a que podamos evaluar los resultados en comparación con lo que sucedía antes.

Encontramos un ejemplo claro en lo que pronto se manifestó como uno de los males persistentes del incipiente industrialismo, su abuso del trabajo infantil. Una generación de ingleses, moralmente fortalecidos por la abolición del esclavismo y por la exaltación que la acompañó, también fue intensamente consciente de la importancia de la formación religiosa —y, por tanto, de algo que podía interponerse entre ellos y los jóvenes—, y una generación dispuesta a ser sentimental respecto a los niños de una manera en que no lo habían sido las generaciones anteriores. Todo ello ayudó a crear una conciencia acerca de este problema (primero en el Reino Unido), que tal vez desvió la atención del hecho de que la explotación brutal de los niños en las fábricas tan solo era una parte de la transformación total de los modelos de empleo. En el uso de mano de obra infantil en sí no había nada nuevo. Durante siglos, en Europa los niños habían hecho de porqueros, ahuyentadores de pájaros, espigadores, chicas para todo, barrenderos, prostitutas y, de vez en cuando, esclavos (y siguen haciendo estas tareas en la mayoría de las sociedades no europeas). La terrible imagen del grupo de niños desprotegidos de la gran novela de Victor Hugo Los miserables (1862) es un reflejo de su vida en una sociedad preindustrial. La diferencia marcada por el industrialismo fue que su explotación estaba regularizada y que se le dio una nueva dureza por las formas institucionales de la fábrica. Mientras que el trabajo infantil en una sociedad agrícola forzosamente debía diferenciarse por completo del trabajo de los adultos por su menor fuerza, en el control de las máquinas había toda una gama de actividades en las que el trabajo infantil competía directamente con el de los adultos. En un mercado laboral normalmente excedentario, ello significaba que había presiones irresistibles sobre los padres para que enviasen a los hijos a la fábrica a fin de que contribuyesen a los ingresos familiares lo antes posible, a veces a los cinco o seis años. Las consecuencias a menudo no solo eran terribles para las víctimas, sino también revolucionarias en el sentido de que la relación de los niños con la sociedad y la estructura de la familia quedaron arruinadas. Esta fue una de las «situaciones sin sentido» de la historia, una de las más terribles.

Los problemas creados por tales fuerzas fueron demasiado acuciantes como para no atraer la atención, y pronto se empezaron a aplacar los males más evidentes del industrialismo. Hacia 1850, las leyes de Inglaterra ya habían empezado a intervenir para proteger, por ejemplo, a las mujeres y los niños en las minas y las fábricas; en todos los milenios de la historia de economías basadas en la agricultura, en aquella fecha todavía había sido imposible erradicar el esclavismo, ni siquiera en el mundo atlántico. Dada la escala sin precedentes y la velocidad de la transformación social, no se debería culpar sin reservas a la primigenia Europa industrial por no actuar con mayor celeridad para poner remedio a unos males que, solo a grandes rasgos, podían intuirse vagamente. Incluso en las primeras fases del industrialismo inglés, cuando tal vez el coste social fue más elevado, era difícil desprenderse de la creencia de que la liberación de la economía de interferencias sociales era esencial para la enorme generación de nuevas riquezas que se estaba produciendo.

Es cierto que resulta casi imposible encontrar teóricos de la economía y publicistas de inicios del período industrial que defendiesen una no interferencia absoluta en la economía. Sin embargo, hubo una amplia corriente de apoyo que abogaba por la idea de que sería muy beneficioso si se dejase operar a la economía de mercado sin la ayuda o los impedimentos de los políticos y los funcionarios. Una de las fuerzas que actuaba en este sentido era la noción resumida a menudo en una expresión hecha célebre por un grupo de franceses: el laissez-faire. En líneas generales, los economistas posteriores a Adam Smith habían afirmado con un grado de consenso cada vez mayor que la producción de riquezas se vería acelerada, y que con ello aumentaría el bienestar general, si el uso de los recursos económicos seguía la demanda «natural» del mercado. Otra tendencia reforzadora fue el individualismo, encarnado en la suposición de que los individuos conocían mejor sus propios asuntos y en la creciente organización de la sociedad en torno a los derechos e intereses de los individuos.

Estos fueron los orígenes de la prolongada asociación entre industrialismo y liberalismo; los conservadores los deploraban, porque echaban de menos un orden agrícola y jerárquico de obligaciones y deberes mutuos, unas ideas establecidas y unos valores religiosos. No obstante, los liberales que dieron la bienvenida a la nueva era no adoptaron su actitud, en absoluto, simplemente por unas causas negativas y egoístas. El credo de «Manchester», tal como lo llamaban debido a la importancia simbólica de la ciudad para el desarrollo industrial y comercial inglés, era para sus líderes mucho más que una cuestión de simple autoenriquecimiento. Una intensa batalla política que preocupó a los ingleses durante años a principios del siglo XIX, lo hizo patente. Su foco era una campaña en pro de la revocación de las llamadas «Corn Laws», o «leyes de los cereales», un sistema tarifario inicialmente impuesto para dar protección a los agricultores ingleses frente a las importaciones de cereales del extranjero a precios más bajos. Los «revocadores», cuyo líder ideológico y político era un hombre de negocios no muy próspero, Richard Cobden, afirmaban que era mucho lo que estaba en juego. Para empezar, la retención de los derechos sobre los cereales demostraba la fuerza de los intereses agrícolas sobre la maquinaria legislativa, la clase dirigente tradicional, a la que no se debía permitir hacerse con un monopolio del poder. Enfrentadas a ellos estaban las fuerzas dinámicas del futuro, que aspiraban a liberar la economía nacional de estas distorsiones en interés de grupos particulares. La réplica de los antirrevocadores fue que: los fabricantes eran un interés particular, que solo quería importaciones de alimentos baratos a fin de poder pagar sueldos más bajos; pero si deseaban ayudar a los pobres, ¿acaso no podían mejorar las condiciones bajo las que empleaban a mujeres y niños en las fábricas? En esto, la crueldad del proceso de producción mostraba una desalmada indiferencia hacia las obligaciones de privilegios que nunca hubiesen sido tolerados en una Inglaterra rural. A esto, los revocadores respondían que unos alimentos baratos significarían mercancías más baratas para la exportación. Y en esto, para alguien como Cobden, había la posibilidad de mucho más que beneficios. Una expansión del libre comercio por todo el mundo, ilimitada por la interferencia de gobiernos mercantilistas, conduciría a un progreso internacional, tanto material como espiritual, opinaba. El comercio unía a los pueblos, intercambiaba y multiplicaba las ventajas de la civilización, y aumentaba el poder en cada país de sus fuerzas progresistas. En una ocasión, Cobden incluso suscribió la idea de que el comercio libre era la expresión de la voluntad divina (aunque en esto no llegaría a extremos tales como el cónsul británico de Cantón, quien había proclamado que «Jesucristo es el libre comercio, y el libre comercio es Jesucristo»).

En Gran Bretaña, había mucho más a favor del tema del libre comercio (cuyo punto central era el debate sobre la ley de cereales) de lo que puede reflejar un breve resumen. Cuanto más se analiza, más se hace evidente que el industrialismo implicaba ideologías creativas y positivas, las cuales suponían un reto intelectual, social y político respecto al pasado. Por esta razón, no debería ser objeto de juicios morales simples, pese a que tanto los conservadores como los liberales de aquel tiempo opinaban lo contrario. Una misma persona podía oponerse a unas leyes que protegían al trabajador contra unos horarios demasiado prolongados pese a ser un empresario modelo, que apoyaba activamente la reforma educativa y política y rechazaba la corrupción de los intereses públicos por privilegios de nacimiento. Su oponente podía luchar por evitar que los niños trabajasen en las fábricas y actuar como un terrateniente modelo, como un patriarca benévolo con sus arrendatarios, mientras se resistía férreamente a la ampliación del sufragio a quienes no formaban parte de la Iglesia establecida o a cualquier reducción de la influencia política de los terratenientes. Todo era muy confuso. En la cuestión específica de las leyes de los cereales, el resultado también fue paradójico, ya que un primer ministro conservador fue finalmente convencido por los argumentos de los revocadores. Cuando tuvo la oportunidad de hacerlo sin mostrarse demasiado claramente incoherente, convenció al Parlamento de hacer el cambio en 1846. En su partido había hombres que nunca se lo perdonaron, y este intenso clímax en la carrera política de sir Robert Peel —por la cual sería venerado por sus oponentes liberales una vez que estuvo sano y salvo fuera del camino— se produjo poco antes de que fuese apartado del poder por sus propios partidarios.

Solamente en Inglaterra esta cuestión se discutió de manera tan explícita y se zanjó de forma tan rotunda. Paradójicamente, en otros países, pronto consiguieron sus objetivos. Hasta mediados de siglo, un período de expansión y prosperidad, sobre todo para la economía británica, el libre comercio no consiguió un apoyo considerable fuera del Reino Unido, cuya prosperidad era considerada por los creyentes una prueba de lo acertado de sus opiniones e incluso calmó a sus adversarios; el libre comercio se convirtió en un dogma político británico, intocable hasta bien entrado el siglo XX. El prestigio del liderazgo económico británico también ayudó a darle una breve popularidad en los demás países. En realidad, la prosperidad de la época se debía tanto a otras influencias como a este triunfo ideológico, pero esta creencia se sumó al optimismo de los liberales en materia de economía. Su credo era la culminación de la visión progresista del potencial humano, cuyas raíces crecían en las ideas de la Ilustración.

Hoy en día, las sólidas razones para este optimismo pueden verse pasadas por alto fácilmente. Al valorar el impacto de la industrialización trabajamos con el impedimento de no tener ante nosotros la miseria del pasado que dejó atrás. Pese a la pobreza de los barrios bajos (y en aquel momento lo peor ya había pasado), las personas que vivían en las grandes ciudades de 1900 consumían más y vivían más tiempo que sus antecesores. Por supuesto, ello no significa que viviesen tolerablemente bien, según los valores posteriores, o que estuviesen satisfechos. Pero con frecuencia, y probablemente en su mayor parte, estaban mejor desde el punto de vista material que sus predecesores o que la mayoría de sus contemporáneos del mundo no europeo. Por muy sorprendente que parezca, formaban parte de la minoría privilegiada de la humanidad. Sus vidas más longevas eran la mejor prueba de ello.