LIBRO SEXTO

La gran aceleración

A mediados del siglo XVIII, la mayoría de las personas del mundo (y probablemente la mayoría de los europeos) aún podían creer que la historia iba a continuar siendo básicamente como siempre había sido. En todas partes, el peso del pasado era enorme, y a menudo inamovible; ya se han comentado algunos de los intentos realizados en Europa por librarse de él, pero fuera de Europa ni siquiera se consideraba esta posibilidad. Aunque en muchas zonas del mundo las vidas de algunas personas ya habían empezado a verse revolucionadas por el contacto con los europeos, la mayoría de las poblaciones no se veían afectadas y quedaban al margen de esta contaminación de las formas tradicionales.

No obstante, en el siglo XVIII la conciencia del cambio histórico ya se estaba extendiendo entre los pensadores europeos. A lo largo del siguiente siglo y medio, los cambios iban a sucederse con rapidez en todas partes, y a partir de entonces sería muy difícil, si no imposible, no advertirlos. Hacia 1900, ya era obvio que en Europa y en el mundo europeo colonizado el cambio había cortado de forma irreversible con gran parte del pasado tradicional. Empezaba a generalizarse una visión de la historia fundamentalmente progresiva. Aunque no dejó de cuestionarse el mito del progreso, este fue dando una significación cada vez mayor a los acontecimientos.

Igualmente importantes eran los impulsos de Europa del norte y de los países del Atlántico, que se irradiaban hacia el exterior para transformar tanto las relaciones de Europa con el resto del mundo como, en el caso de muchos de sus pueblos, los propios cimientos de sus vidas, por mucho que algunas personas lo lamentasen y se opusiesen al cambio. Hacia finales del siglo XIX (pese a que esta fecha no es más que un hito aproximado y práctico), el mundo hasta entonces regulado por la tradición había emprendido un nuevo rumbo. Ahora su destino sería el de continuar y acelerar la transformación, y el segundo verbo era tan importante como el primero. Un hombre nacido en 1800 que hubiese vivido el lapso de tiempo indicado en los Salmos de tres veintenas más diez —setenta años—, habría visto un mundo más transformado lo largo de una sola vida de lo que había cambiado durante todo el milenio anterior. La historia estaba ganando velocidad.

La consolidación de la hegemonía europea en el mundo no solo era fundamental para estos cambios, sino que constituía uno de sus principales motores. Hacia 1900, la civilización europea había demostrado ser la más rica en cuestiones materiales que nunca hubiese existido. Tal vez no había consenso en qué es lo que era más importante de ella, pero pocos europeos podían negar que había generado riqueza a una escala nunca vista y que había dominado el resto del planeta mediante el poder y la influencia de un modo que ninguna civilización anterior lo había hecho. Los europeos (o sus descendientes) dominaban el mundo. Buena parte de su dominio era político, se trataba de un gobierno directo. Grandes territorios del planeta habían sido ocupados por poblaciones europeas. En cuanto a los países no europeos, todavía formal y políticamente independientes de Europa, en la práctica la mayoría de ellos tenían que someterse a los deseos de los europeos y aceptar la interferencia europea en sus asuntos. Pocos pueblos indígenas podían resistirse, y si lo hacían, Europa ganaba su victoria más sutil de todas, ya que una resistencia victoriosa requería la adopción de prácticas europeas y, por tanto, era una europeización con una forma distinta.