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Viejas y nuevas ideas

La esencia de la civilización que Europa estaba exportando al resto del mundo residía en las ideas. Los límites que estas imponían y las posibilidades que ofrecían moldearon la manera en que esta civilización actuaba, su estilo y el modo en que se veía a sí misma. Y, lo que es más, pese a que el siglo XX les ha causado grandes daños, las principales ideas bosquejadas por los europeos entre 1500 y 1800 aún proporcionan la mayoría de los puntos de referencia por los que nos guiamos en nuestro camino. En aquella época se dio a la cultura europea unos fundamentos laicos; también fue entonces cuando se implantó la noción del desarrollo histórico como un movimiento hacia una cumbre en la que los europeos creían que se hallaban. Por último, fue en ese momento cuando se consolidó la confianza en que el conocimiento científico usado de acuerdo con unos criterios utilitarios haría posible un progreso ilimitado. En suma, la civilización de la Edad Media concluyó por fin en la mente de los pensadores.

Pese a todo esto, las cosas raramente suceden de manera limpia y tajante en la historia, y pocos europeos eran conscientes de este cambio hacia 1800. En dos siglos se habían producido pocos movimientos en la manera en que la mayoría de las personas pensaban y se comportaban. Aquel año, las instituciones tradicionales de la monarquía, la sociedad de estatus hereditario y la religión todavía mantenían su dominio sobre millones de personas. Solo cien años antes, no había habido ningún matrimonio civil en toda Europa, y aún no se celebraban en gran parte de ella. Apenas veinte años antes de 1800, el último hereje había ardido en la hoguera en Polonia, e, incluso en Inglaterra, un monarca del siglo XVIII creía, al igual que los reyes medievales, que podía curar la escrófula con su simple contacto. En realidad, en algunos sentidos el siglo XVII supuso una regresión. Tanto en Europa como en América del Norte hubo una oleada de caza de brujas, la cual fue mucho más extensa que las de la Edad Media (Carlomagno condenó a muerte a personas que habían quemado a brujas, y la ley canónica prohibía creer en los vuelos nocturnos y en otras supuestas actividades de las brujas). Pero tampoco este fue el final de la superstición. La última hechicera inglesa fue acosada hasta la muerte por sus vecinos mucho después de 1700, y un suizo protestante fue ejecutado legalmente por sus compatriotas por brujería en 1782. El culto napolitano de san Genaro todavía conservaba importancia política en la era de la Revolución francesa, porque se creía que el hecho de que la sangre del santo se licuase o no indicaba la conformidad o disconformidad divina con la actuación del gobierno. La criminología era aún bárbara. Algunos crímenes se consideraban tan atroces como para merecer un castigo de una crudeza excepcional; el asesino de Enrique IV de Francia y la persona que intentó matar a Luis XV sufrieron unos tormentos terribles por ser considerados parricidas. El segundo murió a causa de esta tortura en 1757, solo unos pocos años antes de la publicación de la petición más influyente que nunca se ha escrito de una reforma penal. La pátina de modernidad del siglo XVIII puede engañarnos fácilmente; en sociedades que producen un arte de un refinamiento exquisito y que dan ejemplos notables de caballerosidad y honor, las diversiones populares se basan en el placer de presenciar luchas de perros contra un oso, peleas de gallos o decapitaciones de ocas.

La cultura popular es a menudo la que muestra más claramente el peso del pasado, pero, hasta casi el final de estos tres siglos, gran parte del aparato formal e institucional que sostenía el pasado también se conservaba intacto en gran parte de Europa. A los ojos actuales, el ejemplo más sorprendente sería la primacía de que aún gozaba la religión organizada en el siglo XVIII en casi toda Europa. En todos los países, tanto los católicos y protestantes como los ortodoxos, incluso los reformadores eclesiásticos daban por sentado que la religión debía estar respaldada y protegida por la ley y por el aparato coercitivo del Estado. Solo unos pocos pensadores avanzados ponían en duda este hecho. En gran parte de Europa, todavía no se toleraban posturas distintas de las establecidas por la Iglesia. El juramento de coronación que pronunciaba el rey francés le imponía la obligación de erradicar la herejía, y hasta 1787 los franceses no católicos no obtuvieron el reconocimiento de su estatus civil y, por tanto, el derecho a legitimar a sus hijos contrayendo matrimonio legal. En los países católicos, la censura, si bien distaba mucho de ser efectiva, todavía se esforzaba por evitar la difusión de textos contrarios a las creencias cristianas y a la autoridad de la Iglesia. Pese a que el espíritu de la Contrarreforma había decaído y los jesuitas habían sido disueltos, el índice de libros prohibidos y la Inquisición que lo había elaborado persistían. En todas partes, las universidades estaban en manos de los eclesiásticos; incluso en Inglaterra, Oxford y Cambridge cerraban sus puertas a los disidentes inconformistas y a los católicos. Además, la religión determinaba en gran medida el contenido de sus enseñanzas y definía qué estudios impartían.

Es cierto que el tejido institucional de la sociedad también mostraba el comienzo de la innovación. Una de las razones por las cuales las universidades perdieron importancia durante estos siglos es que dejaron de monopolizar la vida intelectual de Europa. A partir de mediados del siglo XVII, en muchos países y bajo los patrocinios más elevados, aparecieron academias y sociedades científicas, como la Royal Society de Londres, constituida en 1662, o la Académie des Sciences de París, fundada cuatro años después. En el siglo XVIII, este tipo de asociaciones se multiplicaron rápidamente. Llegaron a las poblaciones pequeñas, donde eran fundadas con unos objetivos especiales y más limitados, como el fomento de la agricultura. Se observaba un gran movimiento de socialización voluntaria; fue más visible en Inglaterra y en Francia, pero fueron pocos los países de Europa occidental donde no apareció. Los clubs y sociedades de todo tipo son una característica de una época que no se contentaba con agotar su potencial en las instituciones sociales del pasado, y en ocasiones llamaron la atención del gobierno. Algunas de ellas no tenían la pretensión de tener como único fin las actividades literarias, científicas o agrícolas, sino que daban lugar a reuniones o puntos de encuentro en que las ideas generales se debatían, se discutían o, simplemente, eran objeto de charlas. De esta manera, propiciaron la circulación de ideas nuevas. Entre estas asociaciones, la más notable fue la hermandad internacional de francmasones. Fue introducida desde Inglaterra en la Europa continental en la década de 1720, y al cabo de medio siglo ya estaba ampliamente extendida; para 1789, ya había quizá más de un cuarto de millón de masones. Más tarde serían objeto de calumnias; se propagó el mito de que, desde hacía tiempo, tenían objetivos revolucionarios y subversivos. Ello no es cierto de la entidad en su conjunto, pese a que pudo serlo respecto a ciertos masones en particular, pero es fácil creer que, en la medida en que las logias masónicas, al igual que otras reuniones, ayudaban a hacer públicas y a debatir las ideas nuevas, contribuyeron a romper el hielo de la tradición y la convención.

Por supuesto, la creciente circulación de ideas e información no reposaba básicamente en estas reuniones, sino en la difusión de textos escritos gracias a la imprenta. Una de las transformaciones cruciales de Europa a partir de 1500 fue que empezó a estar más alfabetizada; hay quien ha sintetizado este cambio como el paso de una cultura centrada en la imagen a otra basada en la palabra. Leer y escribir (sobre todo leer), aunque no eran algo universalmente difundido, eran capacidades extendidas y, en algunos lugares, frecuentes. Habían dejado de ser el privilegio y el conocimiento arcano de una reducida élite, y también habían dejado de ser algo misterioso por estar íntima y especialmente ligados a los ritos religiosos.

Al valorar este cambio, podemos salir un poco del reino de los imponderables y entrar en el de los datos mensurables, el cual muestra que, de algún modo, y pese a las grandes lagunas de analfabetismo que subsistían en 1800, Europa ya era una sociedad alfabetizada, lo cual no se podía decir en 1500. Obviamente, ello no es una afirmación muy útil por sí sola. Había niveles de capacidad muy distintos tanto en lectura como en escritura. Sin embargo, y dejando de lado cómo los definamos, en 1800, en Europa y sus dominios probablemente vivían la mayor parte de las personas alfabetizadas de todo el mundo. Ello fue un cambio histórico crucial. Para entonces, Europa ya estaba bien instalada en la era del predominio de la imprenta, que con el tiempo desbancó, para la mayoría de las personas con estudios, a la palabra hablada y a la imagen como medio principal para la instrucción y la dirección, y que duró hasta el siglo XX, cuando se restauró la supremacía oral y visual debido a la radio, el cine y la televisión.

Las fuentes para valorar la alfabetización no son de calidad hasta mediados del siglo XIX —cuando, al parecer, aproximadamente la mitad de los europeos aún no sabían leer ni escribir—, pero todas ellas sugieren que la mejora a partir de 1500 fue acumulativa pero irregular. Había diferencias importantes entre países, en un mismo país en períodos distintos, entre la ciudad y el campo, entre sexos y entre oficios. Todo ello sigue siendo cierto, aunque en un grado mucho menor, y simplifica enormemente el problema de realizar afirmaciones generales; hasta tiempos recientes, solo es posible efectuar afirmaciones muy vagas. Pero los hechos específicos revelan ciertas tendencias.

Los primeros indicios del esfuerzo educativo que sustentó el aumento de la alfabetización pueden apreciarse antes de la invención de la imprenta. Parecen formar parte del resurgimiento y fortalecimiento de la vida urbana entre los siglos XII y XIII, cuya importancia ya se ha señalado. Algunas de las pruebas más antiguas de nombramientos de maestros de escuela y de provisión de plazas proceden de ciudades italianas que entonces conformaban la vanguardia de la civilización europea. En ellas pronto apareció una nueva noción, la de que la alfabetización era una cualificación esencial para ciertos tipos de oficios. Encontramos, por ejemplo, disposiciones por las que se indica que los jueces deben saber leer, un hecho con implicaciones interesantes para la historia de épocas anteriores.

Hacia el siglo XVII, el primigenio liderazgo de las ciudades italianas había dado paso al de Inglaterra y los Países Bajos (para la época, ambos países tenían un alto nivel de urbanización). Se cree que estos fueron los países europeos con los niveles más altos de alfabetización alrededor de 1700; la transferencia del liderazgo a ellos ilustra la manera en que la historia de la creciente alfabetización es un proceso geográficamente irregular. No obstante, el francés sería el idioma internacional de las publicaciones en el siglo XVIII, y el grueso del público que lo sustentaba seguramente se encontraba en Francia. Ello no resultaría sorprendente si los niveles de alfabetización fuesen más altos en Inglaterra y en las Provincias Unidas, pero el número de personas alfabetizadas pudo ser perfectamente más elevado en Francia, donde la población total era mucho mayor.

Probablemente, en la tendencia global hacia la alfabetización hay que otorgar un lugar preponderante a la difusión de la imprenta. En el siglo XVII existía un corpus de publicaciones verdaderamente populares, representadas por los cuentos de hadas, historias de amor verdadero y no correspondido, almanaques, libros de astrología y hagiografías. La existencia de este material es una prueba de que había una demanda. Además, la imprenta había añadido un nuevo interés al hecho de saber leer, ya que, anteriormente, la consulta de manuscritos debía de ser difícil y requerir mucho tiempo, debido a su relativa inaccesibilidad. En cambio, ahora los conocimientos técnicos se podían difundir con la imprenta rápidamente, y ello significaba que los especialistas tenían interés en leer a fin de mantener su capacidad para su oficio.

Otra fuerza que impulsó la alfabetización fue la Reforma protestante. Casi todos los reformadores insistían en la importancia de enseñar a leer a los creyentes; no es una coincidencia que, en el siglo XIX, tanto Alemania como Escandinavia registrasen unos niveles más altos de alfabetización que muchos países católicos. La Reforma hizo que fuese importante leer la Biblia, y esta rápidamente circuló impresa en las lenguas vernáculas, que de este modo se reforzaron y se disciplinaron gracias a la difusión y a la estandarización que supuso la imprenta. La bibliolatría, pese a sus manifestaciones más obviamente desafortunadas, fue un gran impulso para la Ilustración. Constituyó un estímulo para leer y, a la vez, un foco de actividad intelectual. En Inglaterra y Alemania, su importancia en la formación de una cultura común no es una exageración, y en cada país dio lugar a una traducción de la Biblia que era una obra maestra.

Tal como muestra el caso de los reformadores, la autoridad a menudo estaba a favor de una mayor alfabetización, pero esta característica no se limitaba a los países protestantes. En particular, los legisladores de las monarquías innovadoras del siglo XVIII procuraron con frecuencia fomentar la educación, lo cual significaba en gran medida la educación primaria. Austria y Prusia fueron casos destacables en este sentido. Al otro lado del Atlántico, desde el principio la tradición puritana había impuesto en las comunidades de Nueva Inglaterra la obligación de proporcionar escolarización. En otros países, la educación dependía de la actuación informal y no reglada de la iniciativa privada y de la beneficencia (como en Inglaterra), o bien de la Iglesia. A partir del siglo XVI, empieza la época álgida de ciertas órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza (como en Francia).

Una importante consecuencia, promotora y concomitante de la mayor alfabetización, fue el incremento de la prensa periódica. A partir de los periódicos de gran formato y de los boletines informativos publicados esporádicamente, hacia el siglo XVIII evolucionaron los periódicos de publicación regular, que satisfacían diversas necesidades. Los periódicos surgieron en la Alemania del siglo XVII, en Londres apareció un diario en 1702, y hacia mediados de siglo ya existía una importante prensa provincial y se imprimían millones de periódicos todos los años. En Inglaterra empezaron a aparecer revistas y periódicos semanales en la primera mitad del siglo XVIII, y el más importante de ellos, el Spectator, se convirtió en un modelo para el periodismo por su esfuerzo deliberado por modelar el gusto y el comportamiento. Era algo nuevo. Solo en las Provincias Unidas tuvo el periodismo tanto éxito como en Inglaterra. Probablemente, ello se debió a que todos los demás países europeos contaban con censuras de diversos niveles de eficacia, y con distintos niveles de alfabetización. Los periódicos científicos y literarios crecieron en número rápidamente, pero los reportajes y los artículos de opinión sobre política no menudeaban. Incluso en la Francia del siglo XVIII, era normal que los autores de artículos que contenían ideas avanzadas los difundiesen solo en forma manuscrita; en este baluarte del pensamiento crítico aún había censura, si bien era arbitraria e impredecible y, a medida que avanzaba el siglo, su actuación fue menos efectiva.

Tal vez fuera una conciencia cada vez mayor del potencial subversivo del periodismo fácilmente accesible lo que condujo a un cambio en las actitudes oficiales hacia la educación. Hasta el siglo XVIII, no existió la percepción de que la educación y la alfabetización pudiesen ser peligrosas y de que no debían extenderse. Pese a que la censura formal siempre había sido un reconocimiento de los peligros potenciales planteados por la alfabetización, había una tendencia a considerar esta cuestión en términos predominantemente religiosos. Uno de los deberes de la Inquisición era mantener la eficacia del índice de libros prohibidos. Retrospectivamente, podría parecer que las mayores oportunidades que la alfabetización y la imprenta daban a la crítica y al cuestionamiento de la autoridad en general, eran un efecto más importante que su subversión de la religión. Pero esta no fue su única importancia. La difusión de los conocimientos técnicos también aceleró otros tipos de cambio social. La industrialización seguramente no hubiese sido posible sin una mayor alfabetización, y una parte de lo que se ha denominado la «revolución científica» del siglo XVII debe atribuirse al simple efecto acumulativo de la información, que circulaba de forma más rápida y extensa.

Las fuentes fundamentales de esta «revolución» se hallan, sin embargo, a mayor profundidad, en unas actitudes intelectuales evolucionadas. Su núcleo era una visión transformada de la relación del hombre con la naturaleza. A partir de un mundo natural observado con un temor reverencial como una prueba de los caminos inescrutables de Dios, un mayor número de personas dieron el gran paso hacia una búsqueda consciente de medios para lograr su manipulación. Pese a que la obra de los científicos medievales no había sido, en absoluto, tan primitiva y poco creativa como antes se solía creer, es cierto que presentaba dos limitaciones críticas. Una de ellas era que ofrecía muy pocos conocimientos que tuviesen un uso práctico, y ello inhibía la atención hacia ellos. La segunda era su fragilidad teórica; debía ser superada a nivel conceptual y a nivel técnico. Pese a su beneficiosa fecundación con ideas procedentes del mundo árabe y al válido énfasis que se daba a la definición y a la diagnosis en algunas de sus ramas, la ciencia medieval descansaba en supuestos no probados, en parte porque no se aprovechaban los medios para probarlos, y en parte porque no existía un deseo de demostrarlos. Por ejemplo, la afirmación dogmática de la teoría según la cual los cuatro elementos (fuego, aire, tierra y agua) eran los constituyentes de todas las cosas, no fue refutada con experimentos. Aunque el trabajo experimental se mantuvo dentro de las tradiciones hermética y alquímica, y con Paracelso pasó a dirigirse a fines distintos de la búsqueda de oro, todavía estaba guiado por nociones míticas e intuitivas.

En general, ello no cambió hasta el siglo XVII. El Renacimiento tuvo sus manifestaciones científicas, pero normalmente estas encontraban expresión en estudios descriptivos (un ejemplo notable fue la anatomía humana de Vesalio, de 1543) y en la solución de problemas prácticos de las artes (como los de la perspectiva) y los oficios mecánicos. Una rama de esta obra descriptiva y clasificatoria fue particularmente impresionante, la orientada a esclarecer los nuevos conocimientos geográficos revelados por los descubridores y cosmógrafos. En geografía, según dijo un médico francés de principios del siglo XVI, «y en lo que respecta a la astronomía, Platón, Aristóteles y los antiguos filósofos hicieron progresos, y Ptolomeo incorporó muchos más. No obstante, si uno de ellos volviese hoy en día, encontraría la geografía tan cambiada que no la reconocería». Este fue uno de los estímulos para un nuevo enfoque intelectual del mundo de la naturaleza.

Este estímulo no actuó con rapidez. Es cierto que, ya en 1600, a una minúscula minoría de hombres con formación no les hubiese resultado fácil aceptar la imagen convencional del mundo basada en la gran síntesis medieval de Aristóteles y la Biblia. Algunos de ellos percibían una incómoda pérdida de coherencia, una súbita falta de orientación y una incertidumbre alarmante. Pero, para la mayoría que se planteaba la cuestión, la vieja imagen aún parecía verdad, con todo el universo centrado en la Tierra y la vida de la Tierra, en el hombre, su único habitante racional. El mayor logro intelectual del siglo siguiente fue hacer que a una persona educada le resultase imposible pensar de este modo. Ello tuvo tal importancia que se ha considerado el cambio esencial en el paso del mundo medieval al moderno.

A principios del siglo XVII, en la ciencia ya se percibe claramente algo nuevo. Los cambios que se manifestaron en aquella época implicaban que se había cruzado una barrera intelectual, y el carácter de la civilización se había alterado para siempre. En Europa surgió una nueva actitud, profundamente utilitaria, que incitaba al hombre a dedicar tiempo, energías y recursos a dominar la naturaleza mediante la experimentación sistemática. Cuando una época posterior miró atrás en busca de sus precursores en esta actitud, se dieron cuenta de que la figura más destacada había sido Francis Bacon, el que fuese lord canciller de Inglaterra, y que algunos admiradores posteriores creyeron que era el autor de las obras de Shakespeare, un hombre de una enorme energía intelectual y con numerosos rasgos personales desagradables. Al parecer, sus obras tuvieron poco o ningún efecto en sus contemporáneos, pero llamaron la atención de la posteridad por lo que parecía un rechazo profético de la autoridad del pasado. Bacon abogaba por un estudio de la naturaleza basado en la observación y la inducción, y dirigido a aprovecharla para fines humanos. «El verdadero y legítimo fin de las ciencias —escribió— es que la vida humana se vea enriquecida por nuevos descubrimientos y nuevas fuerzas.» Mediante ellos podía conseguirse una «restitución y fortalecimiento [en gran parte] del hombre hacia la soberanía y el poder ... que tuvo en el primer estadio de la creación». Era una idea realmente ambiciosa —nada menos que la redención de la humanidad de las consecuencias de la caída de Adán—, pero Bacon estaba convencido de que ello era posible si la investigación científica se organizaba de forma efectiva; en esto también fue una figura profética, precursora de sociedades e instituciones científicas posteriores.

Más tarde, la modernidad de Bacon fue exagerada y otros hombres, sobre todo sus contemporáneos Kepler y Galileo, hicieron numerosas aportaciones sustanciales para el progreso de la ciencia. Tampoco sus sucesores se adhirieron tan fielmente como él hubiera deseado a un programa de descubrimientos prácticos de «nuevas artes, creaciones y productos para la mejora de la vida del hombre» (es decir, a una ciencia dominada por la tecnología). Sin embargo, adquirió merecidamente parte del estatus de una figura mitológica porque llegó al centro del problema al defender la observación y la experimentación en lugar de la deducción a partir de principios a priori. Se dice, con razón, que incluso alcanzó el martirio científico, ya que se resfrió mientras llenaba un ave con nieve un día gélido de marzo para observar los efectos de la refrigeración en la carne. Cuarenta años más tarde, sus ideas centrales eran comunes en el discurso científico. «La gestión de esta gran máquina del mundo —dijo un científico inglés en la década de 1660— solo pueden explicarla los filósofos experimentales y mecánicos.» Estas son ideas que Bacon hubiese comprendido y aprobado, y que son básicas para el mundo en el que todavía habitamos. A partir del siglo XVII, una característica constante de los científicos ha sido que responden preguntas por medio de la experimentación, y durante mucho tiempo ello ha conducido a nuevos intentos de comprender lo que esos experimentos revelaban elaborando sistemas.

Al comienzo, esto llevó a una concentración en los fenómenos físicos que se podían observar y medir mejor con las técnicas disponibles. La innovación tecnológica había surgido a partir de la lenta acumulación de destrezas por parte de los trabajadores europeos durante siglos; ahora, estas habilidades podían orientarse hacia la solución de problemas que, a su vez, permitirían la resolución de otros enigmas intelectuales. La invención de los logaritmos y del cálculo fue una parte de una instrumentación que, entre otros componentes, tenía la creación de mejores relojes e instrumentos ópticos. Cuando el arte de los relojeros dio un gran paso adelante con la introducción en el siglo XVII del péndulo como dispositivo de control, ello facilitó a su vez la medición del tiempo con instrumentos de precisión y, por tanto, la astronomía. Con el telescopio llegaron nuevas oportunidades de escrutar los cielos. Harvey descubrió la circulación de la sangre a consecuencia de una investigación teórica por experimentación, pero la manera en que se producía la circulación no fue comprensible hasta que el microscopio hizo posible ver los diminutos vasos por los que fluye la sangre. La observación telescópica y microscópica no solo fue crucial para los descubrimientos de la revolución científica, sino que además hizo visible para los profanos algo de lo que estaba implícito en una nueva visión del mundo.

Lo que no se consiguió durante mucho tiempo fue establecer la línea de demarcación entre el científico y el filósofo que hoy reconocemos. No obstante, había surgido un nuevo mundo de científicos, una verdadera comunidad científica y, además, internacional. En este punto es preciso volver a la imprenta. La rápida difusión de los nuevos conocimientos era de gran importancia. La publicación de libros científicos no era su única forma; las Philosophical Transactions de la Royal Society se publicaban, al igual que, de forma creciente, las memorias y las actas de otras entidades científicas. Por otra parte, los científicos mantenían una voluminosa correspondencia privada, y gran parte del material que registraron en ella ha proporcionado algunas de las pruebas más valiosas sobre la manera en que se produjo realmente la revolución científica. Parte de esta correspondencia se publicó, y era más inteligible y leída por más personas que los intercambios entre los principales científicos actuales.

Una de las características más destacables de la revolución científica a los ojos modernos es que en ella desempeñaron un papel fundamental los aficionados y los entusiastas a tiempo parcial. Se ha sugerido que uno de los hechos más importantes que explican por qué la ciencia progresó en Europa mientras el estancamiento se imponía incluso en los notables logros técnicos de China, fue la asociación que se dio en Europa de este progreso con el prestigio social del aficionado y del gentleman. Las listas de miembros de las sociedades científicas que empezaron a proliferar hacia mediados de siglo estaban llenas de aficionados acomodados que, ni con un esfuerzo de imaginación, podrían considerarse científicos profesionales, pero que aportaron a estas asociaciones el indefinible pero relevante peso de su posición y respetabilidad, tanto si se ensuciaban las manos con los trabajos experimentales como si no.

Hacia 1700, la especialización entre las grandes ramas de la ciencia ya existía, aunque no era tan importante como llegaría a serlo después. En aquellos tiempos, la ciencia tampoco exigía una dedicación exhaustiva: los científicos podían hacer grandes aportaciones a sus estudios mientras escribían libros de teología o desempeñaban tareas administrativas. Ello señala una parte de las limitaciones de la revolución del siglo XVII; esta tampoco podía trascender los límites de las técnicas disponibles, los cuales, si bien permitían grandes progresos en algunos campos, tendían a refrenar la atención dedicada a otros. La química, por ejemplo, alcanzó un progreso relativamente pequeño (aunque eran pocos quienes todavía aceptaban el esquema aristotélico de los cuatro elementos que aún dominaba las ideas sobre los constituyentes de la materia en 1600), mientras que la física y la cosmología progresaron rápidamente y alcanzaron una especie de meseta de consolidación que dio paso a un avance menos espectacular, pero constante, hasta bien entrado el siglo XIX, cuando los nuevos enfoques teóricos lo impulsaron.

En conjunto, el progreso científico del siglo XVII fue ingente. En primer lugar, reemplazó una teoría del universo que consideraba los fenómenos como la acción directa y a menudo imprevisible del poder divino por una concepción de los mismos como un mecanismo, en que el cambio surgía regularmente de la acción uniforme y universal de las leyes del movimiento. Ello todavía era bastante compatible con el hecho de creer en Dios. Su majestad no se mostraba en una intervención directa y diaria, sino en su creación de una gran máquina; en la analogía más popular, Dios era el gran relojero. Ni el típico estudiante de ciencias ni la visión científica del mundo del siglo XVII eran antirreligiosos o antiteocéntricos. Pese a que, indudablemente, era importante que los nuevos enfoques de la astronomía, al desplazar al hombre del centro del universo, cuestionaran implícitamente su singularidad (en 1686 apareció un libro en que se afirmaba que podía haber más de un mundo habitado), esto no es lo que preocupaba a los hombres que impulsaron la revolución cosmológica. Para ellos, solo era un accidente el que la autoridad de la Iglesia aceptase la teoría de que el Sol giraba alrededor de la Tierra. Las nuevas ideas que ellos presentaban, simplemente recalcaban la grandeza y lo misterioso de los caminos de Dios. Dieron por sentada la posibilidad de cristianizar los nuevos conocimientos, tal como Aristóteles había sido cristianizado en la Edad Media.

Mucho antes de que el filósofo alemán Kant acuñase la expresión «revolución copernicana» a finales del siglo XVIII, la lista de creadores de una nueva cosmología se consideraba encabezada por Copérnico, un eclesiástico polaco cuyo libro Sobre las revoluciones de las esferas celestes fue publicado en 1543. Aquel mismo año apareció la gran obra de Vesalio sobre anatomía (y, curiosamente, la primera edición de las obras de Arquímedes). Más que un científico, Copérnico fue un humanista renacentista, lo cual no debe sorprendernos, teniendo en cuenta la época en que vivió. En parte por razones filosóficas y estéticas, se le ocurrió la idea de un universo de planetas que giraban alrededor del Sol, y explicó su movimiento como un sistema de ciclos y epiciclos. Fue, por así decirlo, una intuición brillante, dado que no tenía medios para comprobar su hipótesis y el sentido común indicaba lo contrario.

Los primeros datos verdaderamente científicos que apoyaban el heliocentrismo los proporcionó un hombre que no los aceptaba, el danés Tycho Brahe. Además de poseer el sorprendente distintivo de una nariz artificial, Brahe empezó a registrar los movimientos de los planetas, primero con instrumentos rudimentarios y, más tarde —gracias a un rey generoso—, desde el observatorio mejor equipado de su época. El resultado fue la primera colección sistemática de datos creados dentro de la órbita de la tradición occidental desde la era de Alejandría. Johannes Kepler, el primer gran científico protestante, que fue invitado por Brahe a ayudarle, llegó a realizar unas observaciones aún más esmeradas y dio un segundo gran paso teórico. Demostró que los movimientos de los planetas podían explicarse como movimientos regulares si sus cursos seguían elipses a velocidades irregulares. Ello rompió con el esquema de Ptolomeo, dentro del cual la cosmología había estado cada vez más encorsetada, y ofreció la base de la explicación planetaria hasta el siglo XX. Luego llegó Galileo Galilei, que pronto utilizó el telescopio, un instrumento al parecer descubierto hacia 1600, seguramente por casualidad. Galileo, un académico, era profesor en Padua de dos asignaturas típicamente asociadas a la ciencia primigenia: física e ingeniería militar. Su uso del telescopio hizo finalmente añicos el esquema aristotélico. La astronomía copernicana empezaba a ser visible, y en los dos siglos siguientes se iban a aplicar a las estrellas lo que ya se sabía acerca de la naturaleza de los planetas.

Sin embargo, la principal obra de Galileo no pertenece al ámbito de la observación sino al de la teoría, y contribuyó a vincular la teoría a la práctica técnica. Primero describió la física que hizo posible un universo copernicano al formular un tratamiento matemático del movimiento de los cuerpos. Con sus trabajos, la mecánica abandonó el mundo del saber de los artesanos y entró en el de la ciencia. Y, lo que es más, Galileo llegó a sus conclusiones a partir de la experimentación sistemática. En ella radicaban las que Galileo denominó «dos nuevas ciencias», la estática y la dinámica. El resultado publicado fue el libro en el que se ha apreciado la primera declaración de la revolución en el pensamiento científico, el Diálogo de los sistemas máximos (el de Ptolomeo y el de Copérnico), de 1632. Menos notable que su contenido, pero también interesante, fue el hecho de que no estaba escrito en latín, sino en lengua vernácula italiana, y que estaba dedicado al Papa. Sin duda, Galileo era un buen católico. Pese a ello, el libro provocó un gran alboroto, y con motivo, ya que significaba el fin de la visión cristiano-aristotélica del mundo, el gran triunfo cultural de la Iglesia medieval. Galileo fue sometido a un juicio, en el que fue condenado y se retractó, pero ello no hizo disminuir el efecto de su obra. A partir de entonces, los enfoques copernicanos y heliocéntricos pasaron a dominar el pensamiento científico.

El año en que Galileo murió, nació Isaac Newton. Fue un logro suyo el proporcionar la explicación física del universo copernicano. Verificó que las mismas leyes mecánicas explicaban lo que habían dicho Kepler y Galileo, reuniendo finalmente los conocimientos terrestres y los celestes. Utilizó una nueva matemática, el «método de fluxiones» o, en la terminología posterior, el cálculo infinitesimal. Newton no lo inventó, solo lo aplicó a fenómenos físicos. Aportó una manera de calcular la posición de los cuerpos en movimiento. Sus conclusiones fueron incluidas en una discusión sobre los movimientos de los planetas contenida en un libro que iba a convertirse en la obra científica más importante e influyente desde la de Euclides. Los Principios, tal como se abrevia (Principios matemáticos de la filosofía natural), demostraban que la gravedad sostenía el universo físico. Las consecuencias culturales generales de este descubrimiento fueron comparables a las repercusiones que tuvo en el seno de la ciencia. No tenemos un baremo para medirlas, pero tal vez incluso fueron mayores. Que una sola ley, descubierta mediante la observación y el cálculo, pudiese explicar tanto, era una revelación asombrosa de hasta dónde podía llegar el pensamiento científico. Alexander Pope ha sido citado en exceso, pero su epigrama sigue siendo la mejor síntesis del impacto que tuvo la obra de Newton en la mente europea:

La naturaleza y sus leyes yacían ocultas en la noche;

dijo Dios: «Que sea Newton», y todo se hizo luz.