En 1800, muchos europeos todavía tenían ideas sobre la organización social y política que habrían sido comprensibles y apropiadas cuatrocientos años antes. La «Edad Media» no tuvo un final súbito en este sentido, al igual que en muchos otros. Algunas ideas sobre la sociedad y el gobierno que pueden describirse razonablemente como «medievales» sobrevivieron como fuerzas eficientes en una extensa zona, y a lo largo de los siglos se fueron encajando cada vez más hechos sociales en ellas. En términos generales, lo que se ha descrito como una organización «corporativa» de la sociedad —la agrupación de hombres en entidades con unos privilegios jurídicos que protegían a sus miembros y definían su estatus— seguía siendo la norma en la Europa continental del siglo XVIII. En gran parte de sus zonas central y oriental, como hemos señalado, la servidumbre se hizo cada vez más rígida y se fue expandiendo. En el ámbito de las instituciones políticas, muchas continuidades eran evidentes. El Sacro Imperio Romano Germánico todavía existía en 1800 tal y como era en 1500, y lo mismo puede decirse del poder temporal del Papa. En Francia, el rey aún era descendiente de los Capetos (pese a que no procedía de la misma rama de la familia que en 1500 y a que, en realidad, estaba en el exilio). Incluso en Inglaterra, en una fecha tan avanzada como 1820, el paladín del rey entró a caballo en Westminster, vestido con una armadura entera, con ocasión del banquete de coronación del rey Jorge IV para defender el título del monarca contra todos los asistentes. En la mayoría de los países todavía se daba por sentado que el Estado era una entidad confesional, que la religión y la sociedad estaban entrelazadas, y que la autoridad de la Iglesia estaba establecida por la ley. Pese a que estas ideas habían sido muy debatidas y a que en algunos países habían sufrido graves reveses, en esta y en otras muchas cuestiones el peso de la historia era aún enorme en 1800, y solo diez años antes aún era mayor.
Todo esto está bien reconocido, pero la tendencia general en Europa durante los tres siglos transcurridos entre 1500 y 1800 fue disolver o, por lo menos, debilitar los viejos lazos políticos y sociales característicos del gobierno medieval. En cambio, el poder y la autoridad habían tendido a avanzar hacia la concentración central que proporcionaba el Estado, y a alejarse de los pactos «feudales» de dependencia personal. (En realidad, la propia invención de la idea «feudal» como término técnico del derecho es obra del siglo XVII, y sugiere la necesidad de aquella época de definir algo cuya realidad se estaba desvaneciendo.) En este período, también la idea de la cristiandad, pese a que todavía era importante en el aspecto emocional, o incluso de forma subconsciente, perdió efectivamente cualquier realidad política. La autoridad papal había empezado a sufrir en manos de la opinión nacional en la época del cisma, y la de los sacros emperadores romanos había tenido poca importancia desde el siglo XIV. Tampoco surgió ningún principio unificador nuevo que integrase Europa. Un ejemplo al respecto era la amenaza de los otomanos. Los príncipes cristianos expuestos a los ataques otomanos podían acudir a sus hermanos cristianos en busca de ayuda, y los papas podían usar la retórica de las cruzadas, pero la realidad, tal como los turcos la conocían bien, era que los estados cristianos actuaban según sus propios intereses y, si era necesario, se aliaban con los infieles. Fue la era de la Realpolitik, de la subordinación consciente de los principios y del honor a los cálculos inteligentes de los intereses del Estado. Es curioso que, los europeos en una época en que coincidían cada vez más en que les separaban unas diferencias culturales crecientes (hay que admitir que estaban en lo cierto) respecto a otras civilizaciones, prestaran poca atención a las instituciones (y no hicieron nada para crear otras) que daban cuenta de su unidad esencial. Solo de vez en cuando un visionario postulaba la construcción de algo que trascendiese al Estado. Pero tal vez la explicación radica simplemente en una nueva conciencia de su superioridad cultural. Europa entraba en una época de expansión triunfal y no necesitaba instituciones compartidas para convencerse de ello. En cambio, la autoridad de los estados y, por ende, el poder de sus gobiernos crecieron en aquellos siglos. Con todo, es importante no dejarse engañar por las formas. A pesar de todos los argumentos sobre quién debía ejercerlo, y pese al gran volumen de textos políticos que sugerían todo tipo de limitaciones al mismo, la tendencia general era la de aceptar la idea de la soberanía legislativa. Es decir, los europeos opinaban que, con tal de que la autoridad del Estado estuviese en las manos adecuadas, no debería haber restricciones a su poder para elaborar leyes.
Incluso dada esta condición, se trata de una enorme ruptura con el pensamiento del pasado. Para un europeo medieval, la idea de que pudiesen no existir derechos y normas por encima de la interferencia humana, inmunidades jurídicas y libertades establecidas que no podían ser cambiadas por legisladores posteriores, leyes fundamentales que siempre serían respetadas, o leyes de Dios que nunca podían ser contravenidas por las del hombre, habría sido una blasfemia social y jurídica, además de teológica. Los legisladores ingleses del siglo XVII deliberaban, sin ponerse de acuerdo, sobre cuáles podrían ser las leyes fundamentales del territorio, pero todos pensaban que estas leyes debían existir. Una centuria después, los legisladores más avanzados de Francia estaban haciendo lo mismo. Sin embargo, al final, en ambos países (y, en mayor o menor medida, en la mayoría de los restantes) se impuso la aceptación de la idea de que un poder legislador soberano y sin limitaciones legales fuese el rasgo característico del Estado. No obstante, ello llevaría mucho tiempo. En gran parte de la historia de la primigenia Europa moderna, la formación del Estado soberano moderno quedó oscurecida por el hecho de que la forma de gobierno que prevalecía ampliamente era la monarquía. Las luchas por el poder entre los gobernantes conforman buena parte de la historia europea de aquellos siglos, y a veces resulta difícil distinguir exactamente qué es lo que está en juego. Al fin y al cabo, las reivindicaciones de los príncipes gobernantes se podían rebatir a partir de dos premisas distintas: había una resistencia basada en el principio de que no estaría bien que ningún gobierno tuviese poderes como los que los monarcas reclamaban (y esto podría denominarse la defensa de la libertad medieval o conservadora), y había una resistencia basada en el principio de que tales poderes realmente podían existir, pero se estaban concentrando en unas manos equivocadas (lo cual podría denominarse la defensa de la libertad moderna o liberal). En la práctica, ambas reivindicaciones a menudo están inextricablemente unidas, pero la propia confusión es un indicio significativo del cambio de ideas.
Dejando de lado el principio jurídico, el reforzamiento del Estado se manifestaba en la capacidad creciente de los monarcas de actuar según su voluntad. Un indicador es el declive casi universal, en los siglos XVI y XVII, de las instituciones representativas que habían surgido en muchos países a finales de la Edad Media. Hacia 1789, la mayor parte de Europa occidental (si no la central y la oriental) estaba gobernada por monarcas poco limitados por cuerpos representativos; la principal excepción era Gran Bretaña. En el siglo XVI, los reyes empezaron a gozar de poderes que les hubiesen parecido considerables a los barones y a los burgueses medievales. En ocasiones, el fenómeno se describe como el surgimiento de la monarquía absoluta. Si no exageramos las posibilidades que tenía el monarca de conseguir que se cumpliesen sus deseos (ya que podían existir muchos controles prácticos a su poder, que eran tan restrictivos como las inmunidades medievales o una asamblea representativa), el término es aceptable. En todas partes, o casi, la fuerza relativa de los gobernantes frente a sus rivales aumentó mucho desde el siglo XVI en adelante. Nuevos recursos financieros les proporcionaron unos ejércitos permanentes y una artillería que podían usar contra grandes nobles, los cuales no se los podían permitir. En ocasiones, la monarquía pudo aliarse con la lenta formación de un sentimiento de nacionalidad al imponer orden sobre los muy poderosos. En muchos países, a finales del siglo XV se percibía una nueva predisposición a aceptar el gobierno del rey si este iba a garantizar el orden y la paz. Prácticamente en cada caso se daban razones especiales, pero en casi todas partes los monarcas se alzaron por encima del nivel de la nobleza más alta y apoyaron sus nuevas pretensiones de respeto y autoridad con cánones e impuestos. El reparto obligatorio de poder con los principales súbditos, cuyo estatus les daba derechos de facto, y a veces de iure, a ciertos cargos, dejó de tener tanto peso para los reyes. En Inglaterra, el Consejo Privado bajo los Tudor a veces fue más una meritocracia que una asamblea de potentados.
En el siglo XVI y comienzos del XVII, ello supuso la aparición de lo que algunos han llamado un «Estado del Renacimiento». Es un término más bien ampuloso para referirse a burocracias abultadas, ocupadas por empleados reales y guiadas por aspiraciones a la centralización, pero explícito si recordamos la antítesis que implica: el reino medieval, cuyas funciones gubernamentales a menudo se delegaban en gran medida en personas o corporaciones con vínculos feudales (entre las cuales la Iglesia era la principal). Por supuesto, ninguno de estos modelos de organización política existió históricamente en una forma pura. Siempre hubo funcionarios reales, «hombres nuevos» con un origen oscuro, y los gobiernos actuales aún delegan ciertas tareas en organismos no gubernamentales. No hubo una transición súbita al «Estado» moderno, sino que el proceso duró siglos y con frecuencia utilizó formas antiguas. En Inglaterra, los Tudor se apropiaron de la institución existente del juez de paz real para unir a los patricios locales a la estructura del gobierno del rey. Esta fue otra etapa en el largo proceso de socavar la autoridad señorial, que en el resto de Europa todavía tenía siglos de vida por delante. Sin embargo, incluso en Inglaterra, los nobles debían ser tratados con cuidado si el rey no quería suscitar su antagonismo. En la vida del hombre de Estado del siglo XVI, la rebelión no era algo excepcional, sino un hecho constante. Al final, las tropas reales podían prevalecer, pero ningún monarca quería verse obligado a depender del uso de la fuerza. Tal como decía un célebre lema, la artillería era el último argumento de los reyes. La historia de la agitación de la nobleza francesa hasta mediados del siglo XVII, de los intereses locales contrarios en Inglaterra durante el mismo período, o de los intentos de los Habsburgo de unificar sus territorios a costa de los potentados locales, es un reflejo de ello. El Reino Unido vivió su última rebelión feudal en 1745; en otros países todavía estaba por llegar.
Tampoco los tributos, debido al peligro de rebelión y a la incompetencia de la maquinaria administrativa para recabarlos, podían suponer una presión excesiva, si bien había que pagar a los funcionarios y a los ejércitos. Un procedimiento era permitir que los funcionarios cobrasen una cuota o un impuesto como emolumento a aquellos que necesitasen sus servicios. Por razones obvias, esta no era una solución completa. Por tanto, el gobernante debía recaudar sumas más elevadas. También se podía actuar explotando los dominios reales. Pero todos los monarcas, tarde o temprano, volvían a aplicar nuevos impuestos, lo cual constituía un problema que pocos lograron resolver. Existían problemas técnicos que no pudieron solucionarse hasta el siglo XIX o incluso más tarde, pero durante tres siglos se aplicaría una imaginación de lo más fértil a la hora de inventar nuevos impuestos. En general, el recaudador de impuestos solo podía gravar el consumo (a través de impuestos indirectos, como los de las aduanas y arbitrios, los tributos sobre las ventas, o mediante la exigencia de licencias y autorizaciones para comerciar, que debían pagarse) y los bienes inmuebles. Normalmente, ello era una carga mucho más onerosa para los más pobres que para los ricos, ya que los primeros gastaban una parte mayor de sus reducidos ingresos disponibles en productos de primera necesidad. Tampoco fue nunca fácil impedir que un propietario aplicase sus cargas impositivas al hombre que estaba en la base de la pirámide de la propiedad. También el sistema inmunitario estaba particularmente entorpecido por la idea medieval que pervivía de la inmunidad jurídica. En 1500, se aceptaba de forma general que había zonas, personas y esferas de acción que estaban especialmente protegidas de la injerencia por parte del poder de los gobernantes. En épocas pasadas, podían ser defendidas por una concesión real irrevocable, como eran los privilegios de muchas ciudades, por un pacto contractual, como se dice que era la Carta Magna inglesa, por una costumbre inmemorial o por derecho divino. El ejemplo supremo era la Iglesia. Sus propiedades normalmente no estaban sujetas a tributos laicos, tenía jurisdicción en sus tribunales en cuestiones inaccesibles a la justicia real, y controlaba importantes instituciones sociales y económicas (el matrimonio, por ejemplo). Pero una provincia, una profesión o una familia también podían gozar de inmunidades, normalmente frente a la jurisdicción y la tributación reales. Tampoco era uniforme la situación de los reyes. Incluso el rey de Francia solo era duque en Bretaña, y eso suponía una diferencia en cuando a lo que tenía derecho a hacer allí. Estos hechos eran las realidades con las que el «Estado del Renacimiento» tenía que convivir. No podía hacer nada salvo aceptar su pervivencia, aunque el futuro estuviese en los burócratas del rey y sus archivos.
A principios del siglo XVI, una gran crisis sacudió a la cristiandad de Europa occidental. Destruyó para siempre la antigua unidad medieval de la fe y aceleró la consolidación del poder real. Lo que, de forma simplificada, se llama «Reforma protestante», comenzó como una discusión entre otras sobre la autoridad religiosa, como un cuestionamiento de las reivindicaciones del Papa, cuya estructura formal y teórica había sobrevivido con éxito a muchos desafíos. En este sentido, fue un fenómeno completamente medieval. Pero intervinieron otros factores, y este no explica por sí solo la significación política de la Reforma. Dado que también hizo detonar una revolución cultural, no hay motivo para poner en duda su consideración tradicional de punto de partida de la historia moderna.
No había nada nuevo en la reivindicación de una reforma eclesiástica. La idea de que el papado y la curia no servían necesariamente a los intereses de todos los cristianos ya estaba muy fundamentada en 1500. Algunos críticos habían ido más allá de esta disensión doctrinal. La profunda e incómoda agitación de la fe del siglo XV había expresado una búsqueda de nuevas respuestas a preguntas espirituales y, además, una voluntad de buscarlas fuera de los límites marcados por la autoridad eclesiástica. La herejía nunca había sido aniquilada, solo reprimida, y el anticlericalismo popular era un fenómeno antiguo y extendido. Llevaba mucho tiempo reclamando un clero más evangélico. En el siglo XV, también había aparecido otra corriente en la vida religiosa, tal vez más profundamente subversiva que una herejía, porque, a diferencia de esta, contenía fuerzas que, con el paso del tiempo, podrían cortar de raíz la propia actitud religiosa tradicional. Se trataba del movimiento intelectual erudito, humanístico, racional y escéptico, el cual, a falta de un término mejor, podemos llamar «erasmismo», por la persona que encarnó sus ideales más claramente a ojos de sus contemporáneos, y que fue el primer holandés que desempeñó un papel destacado en la historia de Europa. Erasmo fue profundamente leal a su fe; se consideraba un cristiano, y ello significaba, indiscutiblemente, que se encontraba dentro de la Iglesia. Pero acerca de aquella Iglesia él tenía un ideal que plasmaba una visión conducente a una posible reforma. Él aspiraba a una devoción más sencilla y a una actividad pastoral más pura. No desafió la autoridad de la Iglesia ni del papado, pero, de una manera más sutil, se enfrentó a la autoridad desde sus principios, ya que su obra erudita contenía unas implicaciones profundamente subversivas. Igualmente crítico era el tono de la correspondencia que mantuvo con sus colegas a lo largo y ancho de toda Europa. Estos aprendieron de él a esclarecer su lógica y, por tanto, las enseñanzas de la fe a partir del embalsamamiento escolástico de la filosofía aristotélica. En su traducción del Nuevo Testamento al griego proporcionó una base firme para discutir sobre la doctrina, en un momento en que se estaba extendiendo el conocimiento del griego. Erasmo fue, asimismo, quien puso de manifiesto la falsedad de algunos textos a partir de los cuales se habían construido extrañas estructuras dogmáticas.
Pese a ello, ni él ni quienes compartían sus opiniones atacaron directamente la autoridad religiosa, ni tampoco convirtieron ciertos temas eclesiásticos en cuestiones universales. Eran buenos católicos. El humanismo, al igual que la herejía, descontento con el comportamiento del clero y con la codicia de los príncipes, flotaba en el ambiente a principios del siglo XVI, esperando —igual que muchas otras cosas habían esperado— al hombre y la ocasión que lo convertirían en una revolución religiosa. Ningún otro término es adecuado para describir lo que vino después del acto involuntario de un monje alemán. Se llamaba Martín Lutero, y en 1517 desencadenó unas sinergias que iban a fragmentar la unidad cristiana, intacta en Occidente desde la desaparición de los arrianos.
A diferencia de Erasmo, el hombre internacional, Lutero vivió toda su vida, a excepción de algunas breves ausencias, en una pequeña población alemana a orillas del Elba, Wittenberg, un lugar remoto. Era un monje agustino muy versado en teología, de espíritu algo atormentado y que ya había llegado a la conclusión de que debía predicar las Escrituras bajo una nueva luz, para presentar a Dios como un ser que perdona, no como uno que castiga. Esto no tenía por qué convertirle en un revolucionario; la ortodoxia de sus opiniones no se puso en tela de juicio hasta que discutió con el papado. Lutero había viajado a Roma y no le había gustado lo que había visto allí, ya que la ciudad papal parecía un lugar mundano y sus gobernantes eclesiásticos no eran lo que deberían ser. Esto no le predispuso a actuar con cordialidad ante un dominico itinerante que recorría Sajonia vendiendo indulgencias, unos certificados papales cuyo poseedor, gracias a haber pagado una suma (que se destinaba a la construcción de la nueva y magnífica basílica de San Pedro, que por entonces se estaba levantando en Roma), tenía la seguridad de que ciertos castigos que debían serle impuestos por pecar le serían perdonados en el otro mundo. A través de los campesinos que habían escuchado los sermones de este hombre y comprado sus indulgencias, Lutero tuvo noticia de lo que este monje estaba predicando. Ciertas investigaciones han revelado que lo que escucharon aquellos campesinos no era solamente engañoso, sino incluso escandaloso; la crudeza de la transacción incitada por el religioso muestra una de las caras más desagradables del catolicismo medieval. Ello enfureció a Lutero, que estaba casi obsesionado con la abrumadora gravedad de la transformación que era necesaria en la vida de un hombre para que pudiese estar seguro de su redención. Formuló sus protestas contra esta y otras prácticas papales en una serie de noventa y cinco tesis en que exponía sus opiniones positivas. Siguiendo la tradición del debate erudito, las redactó en latín y las colgó en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg el 21 de octubre de 1517. También envió sus tesis al arzobispo de Maguncia, el primado de Alemania, quien las trasladó a Roma junto con la petición de que, mediante su orden, se prohibiese a Lutero predicar sobre este tema. Para entonces, las tesis se habían traducido al alemán y la nueva tecnología de la información había transformado la situación; estaban impresas y ya circulaban por toda Alemania. De este modo, Lutero consiguió iniciar el debate que deseaba. Solo la protección de Federico de Sajonia, que gobernaba el Estado donde vivía Lutero y que se negó a entregarle, evitó que su vida corriese peligro. El tiempo transcurrido en acallar el germen de la herejía fue fatal. La orden monástica de Lutero le abandonó, pero su universidad no lo hizo. Muy pronto, el papado se vio confrontado a un movimiento nacional alemán de reivindicación contra Roma, apoyado e instigado por el súbito descubrimiento por parte de Lutero de que era un genio literario de una fluidez y productividad sorprendentes, el primero que explotó las enormes posibilidades del panfleto impreso, y por la ambición de los nobles locales.
Dos años más tarde, Lutero era tildado de husita. Para entonces, la Reforma ya se había mezclado con la política alemana. En la Edad Media, los futuros reformadores habían acudido a los gobernantes laicos en busca de ayuda. Ello no significaba necesariamente salir del regazo de la fe; un gran religioso español, el cardenal Cisneros, había intentado que los Reyes Católicos se interesasen por los problemas a que se enfrentaba la Iglesia en España. Los gobernantes no debían proteger a los herejes; su deber era dar apoyo a la fe verdadera. Sin embargo, un llamamiento a la autoridad laica siempre podía abrir el camino a cambios que tal vez irían más allá de lo que sus autores pretendían, y al parecer este fue el caso de Lutero. Sus argumentos rápidamente le llevaron más allá del deseo inicial y de los motivos de la reforma en la práctica, para pasar a cuestionar primero la autoridad del Papa y, más adelante, la doctrina. El núcleo de sus protestas iniciales no era teológico. No obstante, Lutero pasó a rechazar la transustanciación (sustituyéndola por un planteamiento de la eucaristía aún más difícil de comprender) y a predicar que los hombres y las mujeres estaban justificados —es decir, eran separados para la salvación— no solo por el hecho de observar los sacramentos («obras», tal como los llamaba), sino por la fe. Sin duda, era una postura sumamente individualista. Atacaba de raíz las enseñanzas tradicionales, según las cuales no había salvación posible fuera de la Iglesia. (No obstante, cabe señalar que Erasmo, ante esta opinión, no condenó a Lutero; además, era bien sabido que, en su opinión, Lutero había aportado muchas ideas válidas.) En 1520, Lutero fue excomulgado. Ante un público perplejo, quemó la bula de su excomunión en la misma hoguera que los libros de derecho canónico. Continuó predicando y escribiendo. Fue convocado a dar explicaciones ante la Dieta imperial, pero él se negó a retractarse de sus ideas. Alemania parecía estar al borde de una guerra civil. Después de abandonar la Dieta con un salvoconducto, desapareció, secuestrado por su propia seguridad por un príncipe adepto a sus tesis. En 1521, el emperador Carlos V lo puso bajo el Bando Imperial; Lutero se había convertido en un proscrito.
Las doctrinas de Lutero, que él extendió a la condena de la confesión y de la absolución y al celibato del clero, ya atraían a muchos alemanes. Sus seguidores las difundieron predicando y distribuyendo su traducción al alemán del Nuevo Testamento. El luteranismo también era un hecho político. Los príncipes alemanes, que lo incorporaron en sus relaciones ya de por sí complicadas con el emperador y su escasa autoridad sobre ellos, lo ratificaron. De todo ello se derivaron guerras y entró en uso la palabra protestante. Hacia 1555, Alemania ya estaba irremisiblemente dividida en estados católicos y protestantes. Ello fue reconocido, y en la Dieta de Augsburgo se acordó que la religión que prevalecería en cada Estado sería la de su gobernante; era la primera vez que en Europa se institucionalizaba el pluralismo religioso. Fue una concesión curiosa, al proceder de un emperador que se veía a sí mismo como el defensor universal del catolicismo. No obstante, ello era necesario si quería conservar la lealtad de los príncipes alemanes. Ahora, tanto en la Alemania católica como en la protestante, la religión miraba, como nunca antes, hacia la autoridad política, para sostenerla en un mundo de credos que competían entre ellos.
Pero la Reforma no fue un fenómeno sencillo; para entonces, ya habían surgido otras variantes del protestantismo a partir de la fermentación evangélica. Algunas explotaban la agitación social. Lutero pronto tuvo que distinguir entre sus propias enseñanzas y las opiniones de campesinos que usaban su nombre para justificar su rebelión contra sus señores. Un grupo radical fue el de los anabaptistas, perseguidos tanto por los gobernantes católicos como por los protestantes. En Munster, en 1534, la introducción por sus líderes del comunismo en la propiedad y de la poligamia confirmó los temores de sus oponentes y suscitó una cruenta represión contra ellos. Pero, de todas las otras formas de protestantismo, solo el calvinismo puede mencionarse en una perspectiva tan general como la de esta obra. Sería la aportación más importante de Suiza a la Reforma, pese a que fue creada por un francés, Juan Calvino. Fue un teólogo que formuló sus doctrinas esenciales en su juventud: la absoluta depravación del hombre después de la caída de Adán y la imposibilidad de la salvación excepto para aquellos pocos, «los elegidos», predestinados por Dios a la salvación. Mientras que Lutero, el monje agustino, hablaba con la voz de Pablo, Calvino recordaba al tono de san Agustín. No resulta fácil comprender el éxito de su fe pesimista, pero es testimonio de su eficacia la historia no solo de Ginebra, sino también de Francia, Inglaterra, Escocia, los Países Bajos holandeses y la América del Norte británica. El paso crucial era la convicción de los fieles sobre los elegidos. Como las muestras de esta eran la adhesión a los mandamientos de Dios y la participación en los sacramentos, conseguir esta convicción era menos difícil de lo que podría parecer.
En la época de Calvino, Ginebra no era un lugar para acomodadizos. Había elaborado la constitución de un Estado teocrático que ofrecía el marco para un ejercicio de autogobierno considerable. La blasfemia y la brujería se castigaban con la pena de muerte, pero esto no hubiese resultado sorprendente a los contemporáneos. También el adulterio era un crimen en la mayoría de los países de Europa, y estaba castigado por tribunales eclesiásticos. Pero la Ginebra de Calvino se tomó esta ofensa mucho más en serio, imponiéndole la pena de muerte. Las mujeres adúlteras eran ahogadas y los hombres, decapitados (en apariencia, una inversión de la práctica penal habitual de una sociedad europea dominada por los hombres, en que las mujeres, consideradas seres más débiles moral e intelectualmente, normalmente recibían unos castigos más leves que los hombres). También eran severos los castigos reservados a los culpables de herejía.
Después de hacerlo en Ginebra, donde se formaban los pastores, esta nueva secta arraigó en Francia, donde ganó conversos entre la nobleza, y en 1561 ya contaba con más de dos mil congregaciones. En los Países Bajos, Inglaterra, Escocia y, al final, Alemania, supuso un desafío para el luteranismo. También se expandió hasta Polonia, Bohemia y Hungría. La fuerza inicial del calvinismo superó la del luteranismo, que, salvo en Escandinavia, nunca arraigó con fuerza más allá de las tierras alemanas que lo adoptaron en un primer momento.
La diversidad de la Reforma protestante se resiste todavía hoy a la síntesis y la simplificación. En sus orígenes, fue compleja y estuvo muy arraigada; se debió en buena parte a las circunstancias, y fue diversa, rica y de gran alcance en sus efectos y expresiones. Si se toma el término protestantismo como un indicador fiable de la identidad fundamental que subyacía al desorden de sus muchas expresiones, esta identidad debe encontrarse en su influencia y sus efectos. Fue un factor de alteración. En Europa y las Américas, creó nuevas culturas eclesiásticas basadas en el estudio de la Biblia y en la predicación, a los que dio una importancia que a veces superaba la de los sacramentos. Iba a modelar las vidas de millones de personas, al habituarlas a un nuevo e intenso examen de la conducta privada y de la conciencia (y así, irónicamente, logró algo que los católicos romanos perseguían desde hacía mucho tiempo), y creó de nuevo el clero no célibe. En el aspecto negativo, menospreció o, por lo menos, cuestionó todas las instituciones eclesiásticas existentes, y creó fuerzas políticas nuevas en forma de iglesias que los príncipes ahora podían manipular para sus propios fines, a menudo contra los papas, a quienes consideraban simples príncipes, como ellos mismos. Con razón, el protestantismo pasaría a ser visto, tanto por sus partidarios como por sus detractores, como una de las fuerzas que iban a determinar la forma de la Europa moderna y, por tanto, del mundo.
No obstante, ni el luteranismo ni el protestantismo provocaron el primer rechazo de la autoridad papal por parte de un Estado-nación. En Inglaterra se produjo un único cambio religioso, casi por accidente. A finales del siglo XV, se había establecido una nueva dinastía surgida en Gales, los Tudor, y el segundo rey de este linaje, Enrique VIII, entró en pugna con el papado por su deseo de disolver el primero de sus seis matrimonios a fin de volver a casarse y tener un heredero, una preocupación comprensible. Ello condujo a una disputa y a una de las afirmaciones más notables de la autoridad laica de todo el siglo XVI; también tuvo una enorme significación para el futuro de Inglaterra. Con el apoyo del Parlamento, que aprobaba obedientemente la legislación necesaria, Enrique VIII se autoproclamó jefe de la Iglesia anglicana. Doctrinalmente, no concibió ninguna ruptura con el pasado; al fin y al cabo, había sido nombrado «defensor de la fe» por el Papa debido a una refutación de Lutero por la pluma real (su descendiente aún conservó ese título). Pero la declaración de la supremacía real abrió el camino a una Iglesia inglesa independiente de Roma. Pronto surgieron intereses creados en ella, debido a la disolución de monasterios y algunas otras fundaciones eclesiásticas, y a la venta de propiedades a compradores que pertenecían a la aristocracia y a la alta burguesía. Eclesiásticos que simpatizaban con las nuevas doctrinas trataron de acercar la Iglesia anglicana significativamente hacia la continental. En lo sucesivo, las ideas protestantes prevalecieron. Las reacciones populares fueron diversas. Algunos consideraban el cambio como la satisfacción de las viejas tradiciones nacionales de disconformidad con Roma; otros presentían innovaciones. A partir de un debate confuso y de una política turbia, surgió una obra maestra de la literatura, el Libro de la oración común, y hubo algunos mártires, tanto católicos como protestantes. Bajo el cuarto gobernante Tudor, la injustamente llamada e infeliz María la Sanguinaria, quizá la reina más cruel de Inglaterra, se produjo un retroceso hacia la autoridad papal (y se llevó a la hoguera a algunos herejes protestantes). Pese a ello, para entonces la cuestión religiosa ya se había mezclado por completo con intereses nacionales y con la política exterior, ya que los estados de Europa se estaban apartando cada vez más por motivos religiosos.
Esto no fue, sin embargo, lo único destacable de la Reforma inglesa, la cual, al igual que la alemana, supuso un hito en la evolución de la conciencia nacional. Se había llevado a cabo por medio de una ley del Parlamento, y en este acuerdo religioso había una pregunta constitucional implícita: ¿existía algún límite a la autoridad legislativa? Con el acceso al trono de la hermanastra de María, Isabel I, el péndulo osciló, si bien durante mucho tiempo no estuvo claro hasta qué punto. Isabel insistió en que ella debía conservar básicamente la posición de su padre, y el Parlamento legisló en este sentido. La Iglesia de Inglaterra, o la Iglesia anglicana, como la denominaremos en adelante, afirmaba ser católica en su doctrina, pero se fundamentaba en la supremacía real. Y, lo que era más importante, como esta supremacía estaba reconocida por una ley del Parlamento, al cabo de poco tiempo Inglaterra entraría en guerra con el rey católico de España, bien conocido por su determinación de cortar de raíz cualquier herejía en las tierras que él subyugaba. De este modo, otra causa nacional pasó a identificarse con el protestantismo.
La Reforma ayudó al Parlamento inglés a sobrevivir cuando otros organismos representativos medievales estaban pasando a manos del poder monárquico, de modo que esta no fue, con mucho, toda la historia. Un reino unido desde la época de los anglosajones y sin asambleas provinciales que pudiesen rivalizar con él, hacía que al Parlamento le resultase mucho más fácil centrarse en la política nacional que a cualquier otra institución de los demás países. Ello también fue propiciado por la despreocupación de los reyes. Enrique VIII había desperdiciado una gran oportunidad de lograr una base sólida para la monarquía absoluta cuando liquidó rápidamente gran parte de sus propiedades —aproximadamente una quinta parte de las tierras de todo el reino—, que dominó brevemente a consecuencia de las disoluciones. No obstante, sopesando debidamente tales imponderables, el hecho de que Enrique VIII decidiese buscar apoyo para hacer cumplir su voluntad en el cuerpo representativo nacional creando una Iglesia nacional, todavía hoy parece una de las decisiones más cruciales de la historia del Parlamento.
Los mártires católicos murieron bajo el reinado de Isabel porque fueron considerados traidores, no porque fueran herejes (Inglaterra estaba mucho menos dividida por la religión que Alemania y Francia). La Francia del siglo XVI estaba atormentada y dividida entre intereses católicos y calvinistas. En esencia, ambos eran un grupo de clanes nobles que lucharon por el poder en las guerras de religión, entre las cuales se han distinguido nueve entre los años 1562 y 1598. En ocasiones, sus luchas dejaron a la monarquía francesa en una posición muy débil: la nobleza de Francia casi llegó a ganar la batalla contra el Estado centralizador. Pero, al final, sus divisiones beneficiaron a la corona, que pudo utilizar una facción contra otra. La desafortunada población francesa tuvo que soportar la parte más dura de los desórdenes y la devastación, hasta que en 1589 llegó al trono (tras el asesinato de su predecesor) un miembro de una joven rama de la familia real, Enrique, rey del pequeño Estado de Navarra, que se convirtió en Enrique IV de Francia e inauguró el linaje de los Borbones, cuyos descendientes todavía reclaman el trono francés. Era protestante, pero aceptó el catolicismo como condición para su acceso al trono, reconociendo que esta era la religión a la que la mayoría de los franceses seguirían fieles, una tensión que persistía en la identidad nacional. Se concedió a los protestantes unas garantías especiales que les ofrecían un Estado dentro del Estado; serían dueños de ciudades fortificadas no sujetas al dominio del rey. Esta forma sumamente anticuada de solución aseguraba la protección de su religión creando nuevas inmunidades. Enrique y sus sucesores podían dedicarse a las tareas de restablecer la autoridad de un trono que se encontraba muy debilitado por los asesinatos y las intrigas. Pero la nobleza francesa no estaba en absoluto dominada.
Antes de esto, el antagonismo religioso había sido inflamado aún más por la reafirmación interna de la Iglesia romana, que recordamos como la Contrarreforma. Su principal expresión formal fue el Concilio de Trento, un concilio general convocado en 1543 que se reunió en tres sesiones a lo largo de los trece años siguientes. Estuvo dominado por los obispos de Italia y España, lo cual ayudó a darle forma, ya que la Reforma fue poco crítica con la Iglesia de Italia y no lo fue en absoluto con la de España. Las decisiones del concilio pasaron a ser la piedra de toque de la ortodoxia, en cuanto a disciplina y doctrina, hasta el siglo XIX, sentando unos valores morales que los gobernantes católicos adoptarían. Se dio más autoridad a los obispos, y las parroquias adquirieron una nueva importancia. El concilio también respondió, por implicación, a la vieja cuestión del liderazgo de la Europa católica; a partir de ese momento, recayó indiscutiblemente en el Papa. Sin embargo, al igual que la Reforma, la Contrarreforma fue más allá de las formas y los principios con una nueva intensidad piadosa, rejuveneciendo el fervor no solo en el clero, sino también entre los laicos. Además de hacer obligatoria la asistencia a la misa semanal, de regular el bautismo y el matrimonio de forma más estricta, y de poner fin a la venta de indulgencias por los «perdonadores» (la práctica que había hecho detonar el movimiento luterano), también pretendía redimir las zonas rurales, inmersas en la superstición tradicional y en una ignorancia tan profunda que los misioneros que intentaban penetrar en ella en Italia se referían a la población como «nuestros indios», señalando una necesidad tan grande del Evangelio como la había en el pagano Nuevo Mundo.
Con todo, entre los fieles del siglo XV alimentados por la Contrarreforma ya eran evidentes una espiritualidad y un fervor espontáneo. Una de las expresiones más potentes de esta nueva tendencia, y también una institución que iba a ser longeva, fue creada por un español, el soldado Ignacio de Loyola. Por una curiosa ironía, había estudiado en la misma facultad de París que Calvino, a principios de la década de 1530, pero no consta que llegaran a conocerse. En 1534, él y algunos compañeros hicieron sus votos; pretendían dedicarse a la labor misionera, y mientras se preparaban para ella, Loyola ideó una norma para una nueva orden religiosa. En 1540, esta fue reconocida por el Papa y se denominó Compañía de Jesús. Los jesuitas, como pronto empezaron a ser llamados, iban a desempeñar un papel importante en la historia de la Iglesia, similar al de los antiguos benedictinos o los franciscanos del siglo XIII. A su fundador, un soldado, le gustaba imaginarla como la milicia de la Iglesia, completamente disciplinada y subordinada a la autoridad papal a través de su general, que vivía en Roma. Transformaron la educación católica y estuvieron al frente de las expediciones misioneras a cualquier rincón del mundo. En Europa, su eminencia intelectual y su habilidad política les elevaron a los puestos más altos en las cortes de los reyes.
No obstante, pese a que reportó nuevos instrumentos de apoyo a la autoridad papal, la Contrarreforma (al igual que la Reforma) también podía reforzar la autoridad de gobernantes laicos sobre sus súbditos. La nueva dependencia de la religión respecto a la autoridad papal —es decir, sobre una fuerza organizada— extendió aún más el alcance del aparato político. Ello fue particularmente visible en los reinos hispánicos. Allí existieron dos fuerzas paralelas que crearon una monarquía intachablemente católica mucho antes del Concilio de Trento. La Reconquista, terminada muy poco tiempo antes, había sido una cruzada, y el propio título de los Reyes Católicos proclamaba la identificación de un proceso político con una lucha ideológica. En segundo lugar, la monarquía española hizo frente al problema de tener que absorber de pronto a un gran número de súbditos no cristianos, tanto musulmanes como judíos. Estos eran temidos como una potencial amenaza para la seguridad en una sociedad multirracial. Contra ellos se desplegó un nuevo instrumento, la Inquisición, pero no como su predecesora, bajo el control del clero, sino bajo el de la corona. La Inquisición española, creada por una bula papal en 1478, empezó a operar en Castilla en 1480. El Papa pronto sintió recelos; en Cataluña, tanto la autoridad laica como la eclesiástica se resistieron, pero en vano. En 1516, cuando Carlos I, el primer gobernante que ocupó a la vez los tronos de Aragón y Castilla, fue nombrado rey, la Inquisición era la única institución de los dominios españoles que, a partir de un consejo real, ejercía la autoridad en todos ellos: en América, en Sicilia y Cerdeña, y también en Aragón y Castilla. Su consecuencia más sorprendente fue lo que posteriormente se ha denominado «limpieza étnica», la expulsión de los judíos y una severa regulación de los moriscos (los musulmanes convertidos).
Ello dio a España una unidad religiosa inquebrantable frente a unos pocos luteranos, de los que la Inquisición se ocupó fácilmente. Al final, el precio que España pagó fue muy alto. No obstante, con Carlos I, católico ferviente, España aspiraba, tanto en el ámbito de la religión como en el de la vida laica, a un nuevo tipo de monarquía absolutista centralizada, el Estado renacentista por excelencia y, por cierto, el primer organismo administrativo de la historia que tuvo que tomar decisiones sobre hechos sucedidos en todo el mundo. Los vestigios del constitucionalismo formal existentes en la Península apenas afectaron a este Estado. España era un modelo para los estados de la Contrarreforma de todo el mundo; un modelo que se impondría en gran parte de Europa por la fuerza o mediante el ejemplo en el siglo que siguió al año 1558, cuando Carlos murió después de su retiro, dedicado sobre todo a su devoción en un remoto monasterio de Extremadura.
De todos los monarcas europeos que se identificaron con la causa de la Contrarreforma como extirpadores de la herejía, ninguno fue más decidido e intolerante que el hijo y sucesor de Carlos I, Felipe II, viudo de María Tudor. Había heredado la mitad del imperio de su padre: España, las Indias, Sicilia y los Países Bajos españoles. (En 1581 se anexionó Portugal, que perteneció a España hasta 1640.) Los resultados de su política de purificación religiosa en España han tenido interpretaciones diversas. Lo que no se discute es el efecto en los Países Bajos españoles, donde provocaron el surgimiento del primer Estado del mundo que escaparía al viejo dominio de la monarquía y de la nobleza terrateniente.
Lo que algunos llaman la «revuelta de los Países Bajos» y los holandeses, la «guerra de los Ocho Años», fue, al igual que muchos otros incidentes que darían lugar a países, objeto de numerosos mitos, algunos de ellos intencionados. Sin embargo, incluso esto puede haber sido menos engañoso que la suposición de que, como al final surgió un tipo de sociedad muy moderna, fue una revuelta muy «moderna», dominada por una lucha apasionada por la tolerancia religiosa y la independencia nacional. Esta idea no es en absoluto cierta. Los problemas de los Países Bajos surgieron en un marco muy medieval, el legado de la antigua Burgundia de las tierras del Estado más rico de Europa del norte, el ducado que había pasado a los Habsburgo por matrimonio. Los Países Bajos españoles, diecisiete provincias de características muy distintas, formaban parte de ellas. Las provincias meridionales, donde muchos de sus habitantes hablaban francés, contenían la parte más urbanizada de Europa y el gran centro comercial flamenco de Amberes. Desde hacía mucho estaban agitadas, y en cierto momento de finales del siglo XV, pareció que intentaban convertirse en ciudades-Estado independientes. Las provincias septentrionales eran más agrícolas y marítimas. Sus habitantes mostraban un peculiar y tenaz sentimiento por su tierra, tal vez porque en realidad la habían estado ganando al mar, construyendo pólders, desde el siglo XII.
Al norte y al sur se constituirían más tarde los Países Bajos y Bélgica, pero esto era inconcebible en 1554. Tampoco era imaginable una división religiosa entre ambos. Pese a que la mayoría católica del sur creció un poco cuando muchos protestantes emigraron al norte, las dos creencias estaban mezcladas a ambos lados de la futura frontera. La Europa de principios del siglo XVI era mucho más tolerante a las divisiones religiosas de lo que lo sería después de que actuase la Contrarreforma.
La determinación de Felipe de aplicar los decretos del Concilio de Trento explica en parte lo que sucedería, pero los orígenes del problema se remontaban a mucho más atrás. Cuando los españoles se esforzaron por modernizar las relaciones del gobierno central y las comunidades locales (lo cual significaba explotar una creciente prosperidad con un sistema tributario más eficaz), lo hicieron con unos métodos más modernos y, quizá, con menos tacto que el que habían mostrado los borgoñones. Los mensajeros españoles del rey entraron en conflicto primero con la nobleza de las provincias del sur, las cuales, al ser tan enojadizas y susceptibles como otras aristocracias de la época en la defensa de sus «libertades» simbólicas —es decir, de sus privilegios e inmunidades—, se sintieron amenazadas por un monarca más remoto que el gran Carlos I, quien, según creían, les comprendía (hablaba su idioma), aunque Felipe fuese hijo de Carlos. Afirmaban que el comandante de los españoles, el duque de Alba, violaba los privilegios locales al interferir con las jurisdicciones locales en su persecución contra los herejes. Pese a que eran católicos, tenían intereses en la prosperidad de las ciudades flamencas, donde el protestantismo había arraigado, y temían que fuesen sometidas a la Inquisición española. Además, estaban tan preocupados como los demás nobles de la época por la presión de la inflación.
La resistencia al gobierno español comenzó con unas formas absolutamente medievales, en los estados de Brabante, y, durante unos años, la brutalidad del ejército español y el liderazgo de uno de ellos, Guillermo de Orange, unieron a los nobles contra su gobernante legítimo. Al igual que su contemporánea Isabel Tudor, Guillermo (apodado el Silencioso, supuestamente por no permitirse mostrar su ira al conocer la determinación de su gobernante de llamar al orden a sus súbditos herejes) sabía mostrar simpatía por las causas populares. Pese a todo, siempre hubo una escisión en potencia entre los nobles y los ciudadanos calvinistas, que tenían más que perder. Una táctica política mejor de los gobernantes españoles y las victorias de los ejércitos españoles fueron al final suficientes para obligarlos a ceder. Los nobles estuvieron de acuerdo, y así, sin saberlo, los ejércitos españoles definieron la moderna Bélgica. La lucha solo continuó en las provincias del norte (pese a estar todavía bajo la dirección política de Guillermo el Silencioso, hasta su muerte en 1584).
Los holandeses (como ya podemos llamarlos) se jugaban mucho y, a diferencia de sus correligionarios del sur, no soportaban la carga del ambiguo descontento de la nobleza. No obstante, estaban divididos, y las provincias no conseguían llegar fácilmente a acuerdos. Por otra parte, podían usar el lema de la libertad religiosa y una mayor tolerancia para ocultar sus divisiones. También se beneficiaron de una gran migración hacia el norte de capital y talentos flamencos. Sus enemigos estaban en dificultades; el ejército español era formidable, pero no conseguía dominar fácilmente a un enemigo que se retiraba tras las murallas de las ciudades y que las rodeaba con agua, abriendo diques e inundando el campo. Los holandeses, casi casualmente, concentraron sus mayores esfuerzos en el mar, donde podían causar un gran daño a los españoles en unas condiciones más equilibradas. Las comunicaciones españolas con los Países Bajos fueron más difíciles cuando la ruta del mar del Norte fue hostilizada por los rebeldes. Resultaba caro mantener un gran ejército en Bélgica por la larga vía que llegaba desde Italia, y aún más caro cuando había que vencer a otros enemigos. Pronto se dio este caso. La Contrarreforma había infundido en la política internacional un nuevo elemento ideológico. Junto con su interés por mantener un equilibrio de poderes en el continente y evitar un éxito completo de los españoles, esto llevó a los ingleses a una lucha primero diplomática y, luego, militar y naval con España, en la que tuvieron como aliados a los holandeses.
Casi de forma fortuita y casual, la guerra creó una nueva sociedad sorprendente, una federación flexible de siete pequeñas repúblicas con un débil gobierno central, llamada las Provincias Unidas. Pronto sus ciudadanos descubrieron un pasado nacional olvidado (como los africanos descolonizados lo descubrirían en el siglo XX) y celebraron las virtudes de unas tribus germánicas escasamente discernibles en algunos relatos romanos sobre rebeliones; se aprecian vestigios de este entusiasmo en las pinturas encargadas por potentados de Amsterdam, en las que se plasman ataques a campamentos romanos (ello fue en la época que recordamos por la obra de Rembrandt). Así pues, la peculiaridad de un nuevo país creada conscientemente es ahora más interesante que esta propaganda histórica. Una vez asegurada su supervivencia, las Provincias Unidas gozaron de tolerancia religiosa, una gran libertad cívica e independencia provincial; los holandeses no concedieron al calvinismo tener ventaja en el gobierno.
Generaciones posteriores pensaron que veían una asociación similar de libertad religiosa y cívica en la Inglaterra isabelina, pero era un anacronismo, si bien comprensible dada la manera en que las instituciones inglesas evolucionarían a lo largo del siglo siguiente. Paradójicamente, una parte de ello fue un enorme refuerzo de la autoridad legislativa del Estado, que llevó la limitación de privilegios tan lejos que, a finales del siglo XVII, a los demás europeos les provocaba extrañeza. Durante mucho tiempo, ello no debió de parecer un resultado probable. Isabel dio unos espectáculos reales sin precedentes. Cuando los mitos de la belleza y la juventud se desvanecían, ya había adquirido la majestad de aquellos que sobreviven a sus primeros consejeros. En 1603, llevaba cuarenta y cinco años reinando y era el centro de un culto nacional alimentado por su propio instinto Tudor para fusionar los intereses de la dinastía con el patriotismo, mediante poetas de genio, estrategias mundanas como unos viajes frecuentes (que reducían sus gastos, ya que se alojaba con su nobleza), los cuales la hacían visible al pueblo, y por su sorprendente habilidad en sus parlamentos. Tampoco persiguió en nombre de la religión; no quería, tal como dijo, crear «ventanas hacia el alma de los hombres». No es de extrañar que el día del acceso al trono de la «Good Queen Bess» se convirtiera en un festival de oposición patriótica al gobierno bajo sus sucesores. Desafortunadamente, no tuvo hijos a quienes legar el atractivo que aportó a la monarquía, y dejó un Estado endeudado. Como todos los demás gobernantes de su época, nunca tuvo unos ingresos suficientes. La herencia de sus deudas no ayudó al primer rey de la casa escocesa de los Estuardo que le sucedió, Jacobo I. Los defectos de los varones de esta dinastía son difíciles de describir con moderación. Los Estuardo dieron a Inglaterra cuatro reyes nefastos seguidos. Con todo, Jacobo no fue tan insensato como su hijo ni tan falto de principios como sus nietos y biznietos. Probablemente, lo que más envenenó la política en su reinado fue su falta de tacto y de modos, más que otros defectos más graves.
En defensa de los Estuardo, hay que admitir que no fue la única monarquía conflictiva. En el siglo XVII, hubo una crisis de autoridad más o menos contemporánea en varios países, curiosamente paralela a una crisis económica que afectó a toda Europa. Tal vez las dos estuvieran relacionadas, pero no es fácil estar seguro de cuál fue la naturaleza de esta relación. También es interesante que estas luchas civiles coincidiesen con la última fase de un período de guerras religiosas que había sido iniciado por la Contrarreforma. Como mínimo, podemos suponer que en muchos lugares, sobre todo en las islas británicas, Francia y España, la crisis en la vida política normal se debió en parte a la necesidad de los gobiernos obligados a tomar parte en ellas.
En Inglaterra, la crisis alcanzó un punto crítico en la guerra civil, el regicidio y el establecimiento de la única república de la historia de Inglaterra. Los historiadores todavía discuten sobre cuál fue el meollo de la disputa y sobre el punto en que no pudieron dar marcha atrás en lo que se convirtió en un conflicto armado entre Carlos I y su Parlamento. Un momento crucial fue cuando se encontró en guerra con un grupo de sus súbditos (ya que era rey de Escocia, además de Inglaterra) y tuvo que acudir al Parlamento para que le ayudase en 1640. Sin una nueva tributación, Inglaterra no podía ser defendida. Para entonces, algunos de sus miembros ya estaban convencidos de que existía una trama real para derrocar a la Iglesia mediante una ley establecida desde dentro y para reintroducir el poder de Roma. El Parlamento hostigó a los servidores del rey (enviando a los dos más destacados al patíbulo). En 1642, Carlos decidió que la fuerza era la única salida, y por ello empezó la guerra civil, en la que fue derrotado. El Parlamento estaba intranquilo, al igual que muchos ingleses, ya que si se abandonaba la antigua constitución del rey, los lores y los comunes, ¿dónde iba a terminar todo? Pero Carlos desperdició su ventaja al instigar una invasión extranjera en su ayuda (esta vez los escoceses iban a luchar por él). Aquellos que dominaban el Parlamento ya habían tenido bastante, y Carlos fue juzgado y ejecutado, a ojos de sus contemporáneos, un final asombroso. Su hijo se marchó al exilio.
En Inglaterra, se produjo un interregno durante el cual la figura dominante, hasta su muerte en 1658, fue una de las más destacadas entre los ingleses, Oliver Cromwell. Era un caballero rural que destacó en los consejos parlamentarios por su genio como soldado. Ello le dio un gran poder —ya que siempre que su ejército estuviese de su lado, podía prescindir de los políticos—, pero también le impuso limitaciones, ya que no podía arriesgarse a perder el apoyo de su ejército. El resultado fue una república inglesa sorprendentemente fértil en nuevos proyectos constitucionales, dado que Cromwell intentaba encontrar una manera de gobernar a través del Parlamento sin entregar Inglaterra a un protestantismo intolerante. Ello fue la Commonwealth.
La intolerancia de algunos parlamentarios fue la expresión de una tensión de múltiples facetas en el protestantismo inglés (y americano) que se ha dado en llamar «puritanismo». Hasta el reinado de la reina Isabel, fue una fuerza creciente pero poco definida de la vida inglesa. En un principio, sus portavoces solo buscaban una interpretación particularmente estricta y austera de la doctrina y de las ceremonias religiosas. La mayoría de los primeros puritanos eran anglicanos, pero algunos estaban impacientes porque la Iglesia conservaba el pasado católico; a medida que pasaba el tiempo, el nombre se fue aplicando cada vez más a esta segunda tendencia. Ya en el siglo XVII, el epíteto puritano también denotaba, además de una rígida doctrina y una desaprobación del ritual, la reforma de las maneras en un sentido fuertemente calvinista. En la época de la república, muchos de los que habían estado en el bando del Parlamento durante la guerra civil parecían desear utilizar su victoria para imponer por ley el puritanismo, tanto el doctrinal como el moral, no solo a los anglicanos conservadores y realistas, sino también a minorías religiosas discrepantes —los congregacionalistas, baptistas y unitaristas— que habían encontrado su voz bajo la Commonwealth. No había nada política o religiosamente democrático en el puritanismo. Aquellos que estaban entre los elegidos podían elegir libremente a sus propios mayores y actuar como una comunidad autorregulada, pero, fuera del círculo de los autodesignados «círculo de los salvados», parecían (y eran) una oligarquía que afirmaba conocer la voluntad de Dios para los demás y, por ello, aún era más inaceptable. Fueron unas pocas minorías atípicas, y no el establishment protestante predominante, las que generaron las ideas democráticas e igualitarias que tanto contribuyeron al gran debate de los años de la república.
La publicación de más de veinte mil libros y panfletos (palabra que entró en uso en inglés en la década de 1650) sobre cuestiones políticas y religiosas, habría hecho por sí sola de los años de la guerra civil y la Commonwealth una gran época en la educación política inglesa. Desafortunadamente, una vez fallecido Cromwell, la quiebra institucional de la república fue evidente. Los ingleses no llegaban a un acuerdo, en un número suficiente, para apoyar una constitución. Pero resultó que la mayoría de ellos aceptaron el viejo recurso de la monarquía. Así, la Commonwealth acabó con la restauración de los Estuardo en 1660. De hecho, Inglaterra vio el regreso de su rey bajo unas condiciones tácitas; como último recurso, Carlos II volvió a instancias del Parlamento, y creía que iba a defender a la Iglesia anglicana. El catolicismo de la Contrarreforma asustaba tanto a los ingleses como el puritanismo revolucionario. La lucha entre rey y Parlamento no había terminado, pero en Inglaterra no habría una monarquía absoluta. En lo sucesivo, la corona estaría a la defensiva.
Los historiadores han debatido largamente sobre lo que expresaba la denominada «Revolución inglesa». Sin duda, la religión desempeñó un papel destacado en ella. Se dio una oportunidad al protestantismo extremo de ejercer una influencia en la vida nacional que nunca volvería a tener; eso le valió una profunda antipatía de los anglicanos y convirtió a la Inglaterra política en anticlerical durante siglos. No sin motivo, un historiador inglés clásico de este conflicto ha hablado de la «Revolución puritana». No obstante, la religión no agota el significado de estos años, como tampoco lo hace la disputa constitucional. Otros han buscado una lucha de clases en la guerra civil. No cabe duda de los motivos interesados de muchos de estos, pero no encaja en ningún modelo general claro. También hay quien ha visto una lucha entre una «corte» hinchada, un nexo gubernamental de burócratas, cortesanos y políticos, todos ellos vinculados al sistema por su dependencia económica del mismo, y el «campo», los notables locales que pagaban por esto. Pero, con frecuencia, las poblaciones estaban divididas; una de las tragedias de la guerra civil fue que incluso las familias podían estar divididas por esta. Es más fácil hablar claramente sobre los resultados de la Revolución inglesa que sobre sus orígenes o su significado.
La mayoría de los países continentales quedaron horrorizados por el juicio y la ejecución de Carlos I, pero tenían sus propios conflictos sangrientos. Un período de afianzamiento consciente del poder real en Francia por parte del cardenal Richelieu, no solo redujo los privilegios de los hugonotes (tal como eran denominados los calvinistas franceses), sino que también estableció a funcionarios reales en las provincias como representantes directos del poder real; eran los intendants. La reforma administrativa no hizo sino agravar el sufrimiento casi constante del pueblo francés en las décadas de 1630 y 1640. En la economía aún casi esencialmente agrícola de Francia, las medidas de Richelieu iban a castigar sobre todo a los más pobres. En unos años, los impuestos que pagaban los campesinos se duplicaron y casi se triplicaron. El resultado fue un estallido de revueltas populares, reprimidas sin piedad. Además, algunas zonas de Francia fueron devastadas por las campañas en la última fase de la gran lucha por Alemania y la Europa central llamada «guerra de los Treinta Años», la fase en que esta se convirtió en un conflicto entre los Borbones y los Habsburgo. Lorena, Borgoña y buena parte de la Francia oriental quedaron reducidas a ruinas, y algunas zonas perdieron entre una cuarta y una tercera parte de la población. La noticia de que la monarquía francesa iba a imponer nuevos tributos (según algunos) inconstitucionales, finalmente hizo estallar la crisis política en tiempos de los sucesores de Richelieu. El papel de defensor de la constitución tradicional fue asumido por intereses especiales, sobre todo por el Parlement de París, la corporación de juristas que lo constituía, y que podía abogar ante el primer tribunal del reino. En 1648, provocaron una insurrección en París (pronto llamada la Fronda). Se llegó a un acuerdo, seguido, tras un intervalo de inestabilidad, por una segunda Fronda, esta mucho más peligrosa y dirigida por nobles. Pese a que el Parlement de París no mantuvo durante mucho tiempo un frente unido con ellos, estos hombres se sirvieron de los sentimientos anticlericales de la nobleza provincial, tal como mostraron las rebeliones regionales. Pese a todo, la corona sobrevivió (y con ella los intendants). En 1660, la monarquía francesa se mantenía en esencia intacta.
También en España los tributos provocaron agitación. Un intento por parte de un ministro de superar el provincianismo inherente a la estructura formalmente federal del Estado español, dio lugar a una revuelta en Portugal (que había sido absorbida por España con la promesa de Felipe II de que se respetarían sus libertades), entre los vascos y en Cataluña. En esta última zona, se tardaron doce años en sofocar la rebelión. En 1647, también hubo una revuelta en el reino español de Nápoles.
En todos estos ejemplos de turbulencias cívicas, la petición de dinero provocó resistencias. Por lo tanto, en el plano económico, el Estado del Renacimiento no fue, ni mucho menos, un éxito. En el siglo XVII, la aparición de grandes ejércitos en la mayoría de los estados no marcó solamente una revolución militar. La guerra era una gran devoradora de impuestos. Aun así, las cargas tributarias impuestas a los franceses parecen mucho mayores que las soportadas por los ingleses. ¿Por qué, entonces, la monarquía francesa parece que quedó menos resentida por la «crisis»? Por otra parte, Inglaterra vivió una guerra civil y el derrocamiento (durante un tiempo) de su monarquía sin la devastación que comporta una invasión extranjera. Y sus motines esporádicos por los precios no pueden compararse con los espantosos derramamientos de sangre que seguían a los levantamientos del campesinado en la Francia del siglo XVII. También en Inglaterra hubo un desafío específico a la autoridad a partir de la disensión religiosa. En España este ni siquiera existió, y en Francia fue reprimido mucho antes. En realidad, los hugonotes fueron un interés creado; pero en la monarquía vieron a su protector, de modo que se aliaron con ella en las Frondas. El regionalismo fue importante en España, lo fue menos en Francia, donde proporcionó un apoyo a los intereses conservadores amenazados por la innovación gubernamental, y parece que desempeñó un papel muy discreto en Inglaterra. El año 1660, cuando el joven Luis XIV asumió plenos poderes en Francia y Carlos II volvió a Inglaterra, fue en realidad un punto de inflexión. Francia no volvería a ser ingobernable hasta 1789, y durante el medio siglo siguiente iba a mostrar un poder militar y diplomático sorprendente. En Inglaterra no iba a producirse ninguna otra guerra civil, pese a las turbulencias constitucionales y a la deposición de otro rey. A partir de 1660 hubo un ejército inglés permanente, y la última rebelión ocurrida en el país, impulsada por un pretendiente inadecuado y unos miles de campesinos engañados, en 1685, no supuso una amenaza para el Estado. Visto en perspectiva, ello hace aún más sorprendente que los hombres fuesen tan reticentes a admitir la realidad de la soberanía. Los ingleses promulgaron solemnemente una serie de leyes en defensa de la libertad individual, la Bill of Rights («Declaración de derechos»), pero incluso en 1689 era difícil sostener que lo que había hecho un rey en el Parlamento, otro podía revertirlo. En Francia había consenso general en que el poder del rey era absoluto, si bien los juristas continuaban afirmando que había ciertas cosas que no podía hacer legalmente.
Por lo menos un pensador, el mayor de los filósofos políticos ingleses, Thomas Hobbes, demostró en sus obras, sobre todo en Leviatán, de 1651, que discernía hacia dónde avanzaba la sociedad. Hobbes argumentó que las desventajas e incertezas de no coincidir en que alguien debía tener la última palabra al decidir qué era la ley, superaban claramente al peligro de que tal poder pudiese ser utilizado de forma tiránica. Los problemas de su época le impresionaron profundamente, y comprendió la necesidad de saber con certeza dónde debía encontrarse la autoridad. A pesar de que no eran continuos, siempre había el riesgo de que estallasen desórdenes; tal como Hobbes lo formuló (a grandes rasgos), no es preciso vivir constantemente bajo un aguacero para afirmar que está lloviendo. El reconocimiento de que el poder legislativo —la soberanía— descansaba, sin limitación alguna, en el Estado y no en otra entidad, y de que no podía restringirse con llamadas a la inmunidad, a la costumbre, a la ley divina y a nada más sin correr el peligro de caer en la anarquía, fue la aportación de Hobbes a la teoría política, si bien no se le manifestó agradecimiento por ello, y habría que esperar al siglo XIX para que llegase el reconocimiento debido. La gente a menudo actuaba como si aceptase sus opiniones, pero fue condenado casi universalmente.
En realidad, la Inglaterra constitucional fue uno de los primeros estados que operaron según los principios de Hobbes. A principios del siglo XVIII, los ingleses (los escoceses no estaban tan seguros de ello, aunque se incorporaron al Parlamento de Westminster al aprobarse la Ley de Unión en 1707) aceptaron en principio, y a veces mostraron en la práctica, que no podían existir límites, salvo de carácter práctico, al alcance potencial de la ley. Esta conclusión sería debatida explícitamente hasta la época victoriana, pero estaba implícita cuando, en 1688, Inglaterra por fin rechazó al descendiente directo del linaje masculino de los Estuardo, expulsó del trono a Jacobo II y sentó en él a su hija y a su consorte con sus propias condiciones. En aquel momento, uno de los índices del fortalecimiento del Parlamento había sido el crecimiento, durante un siglo o más, de la necesidad de que la corona dirigiese el Parlamento; con la creación de una monarquía contractual, Inglaterra rompió por fin con su Antiguo Régimen y empezó a funcionar como un Estado constitucional. Efectivamente, el poder centralizado era compartido; su principal componente estaba en la Cámara de los Comunes, que representaba los intereses sociales dominantes, las de las clases terratenientes. El rey aún conservaba importantes poderes propios, pero pronto fue evidente que sus asesores debían contar con la confianza de la Cámara de los Comunes. El poder legislativo, la corona en el Parlamento, podía hacerlo todo de acuerdo con la ley. Una inmunidad como la que protegía los privilegios en los países continentales no existía, y tampoco había ninguna persona que pudiese rivalizar con el Parlamento. La respuesta inglesa al peligro planteado por tal concentración de autoridad fue asegurar, si era necesario mediante una revolución, que la autoridad únicamente actuaría de acuerdo con los deseos de los elementos más importantes de la sociedad.
El año 1688 dio a Inglaterra un rey holandés, el marido de la reina María, Guillermo III, para quien el mayor interés de la «Revolución Gloriosa» de aquel año fue que Inglaterra pudiese ser movilizada contra Francia, que ahora amenazaba la independencia de las Provincias Unidas. Allí había en juego unos intereses demasiado complejos para que las guerras anglofrancesas que siguieron se interpreten meramente en términos constitucionales o ideológicos. Además, la presencia del Sacro Imperio Romano Germánico, de España y de diversos príncipes alemanes en las coaliciones que pasaron a ser antifrancesas en el cuarto de siglo siguiente, sin duda haría que no tuviese sentido ningún contraste claro de principios políticos entre ambos bandos. No obstante, algunos contemporáneos tuvieron la impresión acertada de que había un elemento ideológico oculto detrás de esta lucha. Inglaterra y Holanda eran sociedades más abiertas que la Francia de Luis XIV. Permitían y protegían la práctica de diferentes religiones. No censuraban la prensa, sino que dejaban que estuviese regulada por las leyes que protegían a las personas y al Estado contra la difamación. Estaban gobernados por oligarquías que representaban a los poseedores reales del poder social y económico. Francia estaba en el polo opuesto.
Bajo Luis XIV, el gobierno absoluto alcanzó su clímax en Francia. No es fácil precisar sus ambiciones en categorías familiares; para él, las grandezas personal, dinástica y nacional apenas eran discernibles. Tal vez por esto se convirtió en un modelo para todos los príncipes europeos. La política quedó reducida efectivamente a la administración; los consejos reales, junto con los agentes del rey en las provincias, los intendants y los comandantes militares, tomaron debida nota de datos sociales como la existencia de una nobleza y de las inmunidades locales, pero el reinado causó estragos en la independencia real de las fuerzas políticas, tan poderosas hasta ese momento en Francia. Fue la época de implantación del poder del rey en todo el país, y más adelante se vio como un tiempo revolucionario. En la segunda mitad del siglo, el marco que Richelieu había forjado se llenó por fin de una realidad administrativa. Luis XIV dominó a los aristócratas ofreciéndoles la corte más glamurosa de Europa. Su propio sentido de la jerarquía social le impulsaba a agasajarlos con honores y pensiones, pero nunca olvidó las Frondas y controló a la nobleza como lo había hecho Richelieu. Los familiares de Luis fueron excluidos de su consejo, formado por ministros no extraídos de la nobleza, en quienes podía confiar plenamente. Los parlements estaban restringidos a su función judicial, y la independencia de la Iglesia francesa respecto a la autoridad de Roma se afianzó, aunque solo para mantenerla más sujeta bajo el ala del «Rey Más Cristiano» (como indicaban algunos de los títulos de Luis XIV). En cuanto a los hugonotes, el rey estaba decidido, a cualquier precio, a no ser un gobernante de herejes. Los que no se exiliaron fueron sometidos a una implacable persecución para lograr que se convirtiesen.
La coincidencia con una gran época de logros culturales hace que a los franceses todavía les resulte difícil reconocer la cara severa del reinado de Luis XIV. Gobernó a una sociedad jerárquica, corporativa y teocrática, que, pese a estar al día en cuanto a métodos, buscaba sus objetivos en el pasado. Luis incluso aspiró a convertirse en sacro emperador romano. Se negó a dejar que se diese sepultura cristiana en Francia al filósofo Descartes, el defensor de la religión, debido a lo peligroso de sus ideas. Sin embargo, durante mucho tiempo, su tipo de gobierno parece que fue lo que querían la mayoría de los franceses. El proceso del gobierno efectivo podía ser brutal, como bien sabían los hugonotes que eran obligados a convertirse por tener soldados alojados entre ellos, y también los campesinos reticentes a pagar impuestos, que recibían la visita de una tropa de caballería durante quizá un mes. Sin embargo, la vida acaso era mejor que unas décadas antes, pese a que fueron unos años excepcionalmente duros. El reinado fue el final de una época de desorden, no el principio de ella. En general, Francia estuvo libre de invasiones y hubo una caída en los rendimientos esperados de las inversiones en tierras, que duró hasta bien entrado el siglo XVIII. Eran realidades sólidas para sustentar la fachada resplandeciente de una época que más tarde se denominaría el Grand Siècle.
La postura europea de Luis XIV se ganó en gran medida por los éxitos en las guerras (aunque al final del reinado sufrió graves derrotas), pero no eran solo sus ejércitos y la diplomacia lo que contaba. Elevó el prestigio francés a un máximo que iba a perdurar debido al modelo de monarquía que presentaba; era el monarca absoluto perfecto. El marco físico de los logros ludovicanos fue el nuevo y enorme palacio de Versalles. Pocos edificios y pocas de las vidas vividas en ellos han sido tan imitados y reproducidos. En el siglo XVIII, Europa estaría tan repleta de reproducciones en miniatura de la corte francesa, creadas penosamente a expensas de sus súbditos por los futuros «grands monarques» en las décadas de estabilidad y continuidad que, casi en todas partes, siguieron a los trastornos de las grandes guerras del reinado de Luis XIV.
Entre 1715 y 1740, no hubo importantes tensiones internacionales que provocasen cambios internos en los estados; tampoco hubo grandes divisiones ideológicas como las del siglo XVII, ni un desarrollo económico y social rápido, con sus tensiones inherentes. No es de sorprender, por tanto, que los gobiernos cambiasen poco y que, en todas partes, la sociedad pareciese calmarse después de aproximadamente un siglo turbulento. Aparte de Gran Bretaña, las Provincias Unidas, los cantones de Suiza y las repúblicas ya fósiles de Italia, la monarquía absoluta era la forma de Estado dominante. Y siguió siéndolo durante gran parte del siglo XVIII, en ocasiones con un estilo que pasó a denominarse «despotismo ilustrado»; un término ambiguo, que nunca ha tenido un significado claro, como sucede en la actualidad con los términos «derecha» e «izquierda». Lo que ello indica es que, desde aproximadamente 1750, el deseo de llevar a cabo reformas llevó a algunos gobernantes a realizar innovaciones que parecían estar influenciadas por el pensamiento avanzado de la época. No obstante, tales innovaciones, cuando se hacían efectivas, eran impuestas por la maquinaria del poder monárquico absoluto. Si bien en ocasiones eran humanitarias, las políticas de los «déspotas ilustrados» no eran necesariamente liberales en el plano político. Por otra parte, normalmente eran modernas en el sentido de que socavaban la autoridad social y religiosa tradicional, pasaban por alto las nociones aceptadas de jerarquía social o derechos jurídicos, y ayudaban a concentrar el poder legislativo en el Estado y afianzaban su autoridad no cuestionada sobre sus súbditos, los cuales eran tratados cada vez más como un conjunto de individuos y menos como miembros de una jerarquía de corporaciones.
No es de extrañar que casi resulte imposible encontrar un ejemplo en que la práctica se ajuste perfectamente a esta descripción general, al igual que hoy en día es imposible encontrar una definición de un Estado «democrático» o, en la década de 1930, de un Estado «fascista» que encajen en todos los ejemplos. Entre los países mediterráneos y meridionales, por ejemplo Nápoles, España, Portugal y ciertos Estados italianos (a veces incluso los Estados Pontificios), había ministros que aspiraban a una reforma económica. A algunos de ellos los impulsaba la novedad, mientras que otros —Portugal y España— se volvieron hacia el despotismo ilustrado con el objeto de recuperar el estatus perdido como grandes potencias. Algunos usurparon los poderes de la Iglesia, y casi todos servían a gobernantes que formaban parte del círculo de la familia Borbón. La implicación de uno de los estados más pequeños, Parma, en una disputa con el papado, desembocó en un ataque general en todos estos países contra el brazo derecho del papado de la Contrarreforma, la Compañía de Jesús. En 1773, el Papa se vio obligado por ellos a disolver la Compañía, una gran derrota simbólica, tan importante por su demostración de la fuerza de los principios avanzados anticlericales incluso en la Europa católica, como por sus efectos prácticos.
Entre estos estados, solo España tenía pretensiones a un estatus de gran potencia, y estaba en declive. Por otro lado, de los despotismos ilustrados del este, tres de cada cuatro sin duda las tenían. El caso distinto fue Polonia, un reino arruinado pero en expansión donde la reforma en la línea «ilustrada» encalló en las rocas de la constitución; allí la Ilustración arraigó, pero no así el despotismo para hacerla efectiva. Tuvieron más éxito Prusia, el imperio de los Habsburgo y Rusia, que lograron sustentar una fachada ilustrada mientras reforzaban el Estado. Nuevamente, la clave para el cambio se halla en la guerra, mucho más onerosa que la construcción de la réplica más lujosa de Versalles. En Rusia, la modernización del Estado se remontaba a los primeros años del siglo, cuando Pedro el Grande procuró garantizar su futuro como una gran potencia mediante cambios técnicos e institucionales. En la segunda mitad del siglo, la emperatriz Catalina II recogió muchos beneficios de ello. También dio al régimen una fina capa de barniz de ideas novedosas al anunciar profusamente su patrocinio de las letras y del humanitarismo. Todo fue muy superficial, y el orden tradicional de la sociedad se mantuvo intacto. En Rusia dominaba un despotismo conservador cuya política consistía en gran medida en las luchas entre las facciones y las familias nobles. Tampoco en Prusia la Ilustración cambió mucho las cosas; allí había una tradición bien consolidada de una administración económica eficiente y centralizada, que encarnaba gran parte de aquello a lo que los reformistas aspiraban en otros países. Prusia ya gozaba de tolerancia religiosa, y la monarquía Hohenzollern gobernaba una sociedad sumamente tradicional que apenas cambió durante el siglo XVIII. El rey de Prusia fue obligado a reconocer —y lo hizo por voluntad propia— que su poder descansaba en el consentimiento de sus nobles, y se ocupó de preservar sus privilegios jurídicos y sociales. Federico II estaba convencido de que, en el ejército, había que dar el rango de oficial solo a los nobles, y al final de su reinado había más siervos en territorio prusiano que los que había al comienzo.
La competencia con Prusia fue un estímulo decisivo para la reforma de los dominios de los Habsburgo. Hubo grandes obstáculos en el camino, pues los territorios de la dinastía eran muy diversos, en nacionalidades, lenguas e instituciones. El emperador era rey de Hungría, duque de Milán y archiduque de Austria, por mencionar solo algunos de sus numerosos títulos. La centralización y una mayor uniformidad administrativa eran esenciales si este imperio multicolor quería tener el peso deseado en los asuntos europeos. Sin embargo, había otro problema: al igual que los estados de los Borbones, pero a diferencia de Rusia o Prusia, el imperio de los Habsburgo era mayoritariamente católico romano. En todo el territorio, el poder de la Iglesia estaba profundamente arraigado. Las tierras de los Habsburgo incluían la mayoría de aquellas donde más había cuajado la Contrarreforma, salvo las que pertenecían a España. La Iglesia también poseía grandes propiedades; en todas partes estaba protegida por la tradición, la ley canónica y la política papal, y contaba con el monopolio de la educación. Finalmente, durante estos siglos, los Habsburgo proporcionaron, casi sin interrupción, los sucesivos ocupantes del trono del Sacro Imperio Romano Germánico. Por consiguiente, tenían unas responsabilidades especiales en Alemania.
Este panorama, previsiblemente, iba a dar a la modernización de los dominios de los Habsburgo un tono «ilustrado». En todas partes, las reformas prácticas parecían chocar con el poder social de la Iglesia, muy afianzado. La propia emperatriz María Teresa no sentía simpatía alguna por la reforma que había tenido tales implicaciones, pero sus consejeros pudieron mostrarle un argumento muy persuasivo a favor de esta cuando, a partir de la década de 1740, fue evidente que la monarquía de los Habsburgo tendría que luchar con Prusia por la supremacía. Una vez tomado el camino de la reforma fiscal y, por consiguiente, administrativa, ello finalmente tenía que conducir a un conflicto entre la Iglesia y el Estado. La situación llegó a su clímax durante el reinado del hijo y sucesor de María Teresa, José II, un hombre que no compartía la devoción de su madre y que, supuestamente, tenía unas opiniones avanzadas. Sus reformas consistieron especialmente en medidas de secularización. Los monasterios perdieron sus propiedades, se interfirió en los nombramientos religiosos, se suprimió el derecho de asilo y la educación fue arrebatada de las manos del clero. Como tuvo tal alcance, la reforma despertó una fuerte oposición, pero ello fue menos importante que el hecho de que, hacia 1790, José II se había enemistado hasta el punto de desafiar abiertamente a los nobles de Brabante, Hungría y Bohemia. Las poderosas instituciones locales —estados y dietas— a través de las cuales estas tierras podían oponerse a sus políticas, paralizaron al gobierno en muchas de las posesiones de José II al final de su reinado.
Las diferencias en las circunstancias en que se aplicaron, en las ideas preconcebidas que los gobernaban, en el éxito que lograron y en la medida en que encarnaron o no las ideas «ilustradas», todo ello indica cuán engañosa es la idea de que existiese, en cualquier lugar, un despotismo ilustrado «típico» que sirviese de modelo. El gobierno de Francia, claramente afectado por las políticas y las aspiraciones de reforma, no hace más que confirmarlo. Paradójicamente, los obstáculos al cambio se habían intensificado tras la muerte de Luis XIV. Bajo su sucesor (cuyo reinado comenzó en minoría de edad bajo una regencia), la influencia real de los privilegiados había crecido, y en los parlements fue surgiendo una tendencia a criticar las leyes que infringían los intereses especiales y los privilegios históricos. Había una nueva y creciente resistencia al hecho de que la corona no estuviese constreñida por alguna restricción en su soberanía legislativa. A medida que avanzaba el siglo, el papel internacional de Francia imponía unas cargas cada vez más pesadas sobre sus finanzas, y la cuestión de la reforma tendió a plasmarse en el problema de conseguir nuevos ingresos tributarios (un ejercicio que iba a encontrar resistencias). Contra esta roca chocaron la mayoría de las propuestas de reforma dentro de la monarquía francesa.
Paradójicamente, aunque en 1789 Francia era el país más asociado a la articulación y difusión de las ideas críticas y avanzadas, también era uno de los países donde parecía más difícil ponerlas en práctica. Pero esta era una cuestión de ámbito europeo en las monarquías tradicionales de finales del siglo XVIII. Allí donde se habían intentado la reforma y la modernización, los riesgos de los intereses históricos creados y la estructura social tradicional suponían un obstáculo en el camino. En última instancia, era improbable que el absolutismo monárquico pudiese resolver este problema en ningún lugar. No podía cuestionar la autoridad histórica muy estrictamente porque él mismo se sustentaba en ella. En el siglo XVIII, la soberanía legislativa no restringida aún parecía poner en duda muchos factores. Si se infringían los derechos históricos, ¿no se infringiría también la propiedad? Eso parecía lejano, pese a que la clase gobernante más exitosa de Europa, la inglesa, simulaba aceptar que nada escapase a la esfera de la competencia legislativa, que nada estuviese fuera del alcance de la reforma, sin temer que una idea tan revolucionaria probablemente pudiese volverse contra ella.
No obstante, con esta importante salvedad, el despotismo ilustrado también encarna el tema ya expuesto de que, en el centro del complejo relato de la evolución política en muchos países y a lo largo de tres siglos, la continuidad se basó en el aumento del poder del Estado. Los éxitos esporádicos de aquellos que intentaban retrasar el reloj casi siempre resultaron ser temporales. Es cierto que incluso los reformistas más decididos y los estadistas más capacitados tuvieron que trabajar con una maquinaria del Estado que a un burócrata moderno le parecería de una insuficiencia lamentable. Aunque el Estado del siglo XVIII pudiese movilizar unos recursos mucho mayores que sus antecesores, debía hacerlo sin ninguna innovación revolucionaria de la técnica. Cuando el siglo XVIII tocaba a su fin, las comunicaciones dependían por completo, al igual que tres siglos antes, del viento y los músculos; el «telégrafo» que entró en uso en la década de 1790 no era más que un código de señales accionado por cuerdas. Los ejércitos se movían solo un poco más rápido que trescientos años antes, y, si bien sus armas habían mejorado, el cambio no había sido sustancial. En ningún país existía una fuerza policial como las que operan hoy en día, y el impuesto sobre la renta era cosa del futuro. Los cambios en el poder del Estado, que ya eran observables, se produjeron debido a transformaciones en las ideas y al paso a unas instituciones bien conocidas de mayor eficiencia, no debido al uso de la tecnología. Antes de 1789, en ningún Estado importante se podía ni siquiera presuponer que todos sus súbditos entendían el idioma del gobierno, y ninguno, excepto tal vez Gran Bretaña y las Provincias Unidas, logró identificarse con sus súbditos de modo que el gobierno se preocupase más por defenderlos contra los extranjeros que contra sí mismo. En ningún país al este del Atlántico el poder soberano se parecía al de un Estado-nación moderno.