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Un nuevo tipo de sociedad: los inicios de la Europa moderna

«Historia moderna» es un término bien conocido, pero no siempre significa lo mismo. Hubo un tiempo en que la historia moderna era lo que había sucedido desde la historia «antigua», cuyo objeto era la historia de los fenicios, griegos y romanos. Este es un sentido que se usaba, por ejemplo, en mi época para definir una carrera en Oxford centrada en la Edad Media. Más tarde pasó a distinguirse también de la historia «medieval». Actualmente se precisa aún más, ya que los historiadores han comenzado a hacer distinciones dentro de ella, y en ocasiones hablan de un período «moderno inicial». Con ello, en realidad están centrando nuestra atención en un proceso, dado que aplican el término a la era en que surgió un nuevo mundo atlántico, distinguiéndose de una cristiandad de la Edad Media dominada por la tradición, agraria, supersticiosa y confinada en Occidente, lo cual tuvo lugar en diferentes momentos en los distintos países. En Inglaterra sucedió muy rápidamente, en España el paso aún no se había completado hacia 1800, mientras que en gran parte de Europa oriental el proceso apenas se había iniciado un siglo más tarde. Sin embargo, la realidad del proceso es obvia, pese a la forma tan irregular en que se manifestó. También lo es su importancia, dado que sentó los cimientos de una hegemonía europea en el mundo.

Un punto de partida útil para reflexionar sobre sus implicaciones es comenzar con la simple y evidente verdad de que, durante la mayor parte de la historia del hombre, la vida de la mayoría de las personas ha sido cruel y ha estado profundamente determinada por el hecho de que tenían pocas o ninguna elección en cuanto a la manera en que podían conseguir cobijo y alimentos suficientes para sí mismos y para sus familias. La posibilidad de que las cosas fuesen distintas no ha sido concebible hasta épocas recientes para una minoría de la población del mundo, y ha llegado a ser una realidad para un número sustancial de personas únicamente con ciertos cambios en la economía de la Europa de los inicios de la era moderna, en su mayor parte al oeste del Elba. La Europa medieval, al igual que la mayor parte del mundo en aquella época, todavía consistía en sociedades en las que los excedentes de producción que superaban las necesidades de consumo se obtenían básicamente de aquellos que los producían —los campesinos— por parte de instituciones sociales o jurídicas, y no a través de operaciones en el mercado. Cuando podemos reconocer la existencia de una Europa «moderna», esto ha cambiado; la extracción y movilización de estos excedentes se han convertido en una de las tareas de una entidad destacada, a menudo etiquetada como «capitalismo», la cual opera básicamente a través de transacciones comerciales en unos mercados de creciente complejidad.

Podemos seguir algunos de estos cambios de un modo que no era posible en el caso de los anteriores, porque contamos por primera vez con datos cuantificados, abundantes y continuos. En un sentido importante, los datos históricos son mucho más informativos en los últimos cuatro o cinco siglos; son sumamente más estadísticos. Con ello, los cálculos se ven facilitados. La fuente del nuevo material estadístico era a menudo el gobierno. Por muchos motivos, los gobiernos querían saber cada vez más acerca de los recursos o los posibles recursos que tenían a su disposición. Además, los registros privados, sobre todo acerca de negocios, también nos ofrecen más datos numéricos a partir de 1500. La multiplicación de las copias, cuando el papel y la impresión se generalizan, significa que la posibilidad de su conservación se incrementa enormemente. Aparecieron las técnicas comerciales, que requerían la publicación de los datos en impresos cotejados; los movimientos de barcos o los boletines de precios, por ejemplo. Por otra parte, a medida que los historiadores han perfeccionado sus técnicas, también han podido enfrentarse a fuentes más escasas o fragmentarias con unos resultados mucho mejores que los que eran posibles unos años atrás.

Todo ello ha proporcionado más conocimientos sobre el alcance y la forma del cambio en la Europa moderna inicial, si bien hay que ir con tiento para no exagerar ni el grado de precisión que dichos materiales permiten ni lo que se puede extraer de ellos. Durante mucho tiempo, la recopilación de materiales estadísticos de calidad ha resultado muy difícil. Incluso preguntas bastante elementales como, por ejemplo, quién vivía en un determinado lugar, no se han podido responder con precisión hasta fechas recientes. Uno de los grandes objetivos de los monarcas reformadores del siglo XVIII era simplemente elaborar relaciones exactas de las tierras que albergaban sus estados, mediciones catastrales, como las llamaban, o incluso averiguar cuántos súbditos tenían. En Gran Bretaña no se inició el primer censo hasta 1801, casi ocho siglos después del Domesday Book. Francia no contó con el primer censo oficial hasta 1876, y el imperio ruso no tuvo el único de que dispuso hasta 1897. En realidad, esta aparición tan tardía no debe sorprendernos. Un censo o un recuento requieren un aparato administrativo complejo y fiable. Y pueden suscitar una fuerte oposición (ya que, cuando un gobierno recaba nuevos datos, a menudo ello implica nuevos impuestos). Tales dificultades se ven enormemente incrementadas cuando la población es analfabeta, como era el caso de la población europea durante gran parte de la historia moderna.

Por otro lado, los materiales estadísticos nuevos pueden generar el mismo número de problemas históricos que son capaces de resolver. Pueden revelar una inmensa diversidad de fenómenos contemporáneos, que a menudo dificulta las generalizaciones. Ahora es mucho más difícil decir algo sobre el campesinado francés del siglo XVIII, ya que las investigaciones han puesto de relieve la diversidad que oculta este simple término y que tal vez no existía un campesinado francés, sino varios tipos distintos. Por último, las estadísticas también pueden ilustrar hechos sin arrojar luz alguna sobre sus causas. No obstante, a partir de 1500 estamos cada vez más en una época de mediciones, y el efecto global de ello es que resulta más fácil formular declaraciones defendibles sobre lo que pasaba entonces que hacerlo respecto a períodos anteriores o acerca de otros lugares.

La historia demográfica es el ejemplo más obvio. A finales del siglo XV, la población europea se encontraba al borde de iniciar el crecimiento que se ha mantenido desde entonces. A partir de 1500 podemos distinguir, a grandes rasgos, dos fases. Hasta aproximadamente mediados del siglo XVIII, el incremento de la población fue relativamente lento y estable (a excepción de algunas importantes interrupciones locales y temporales); ello corresponde aproximadamente a los «inicios» de la Europa moderna y ha sido uno de los factores que la han caracterizado. En la segunda fase, se produjeron un incremento muy acelerado y grandes cambios. Ahora solo nos interesa la primera fase, porque reguló la manera en que se modeló la Europa moderna. Los datos y tendencias generales dentro de esta fase son bastante claros. Pese a que se basan en gran medida en cálculos, las cifras tienen una base mucho más sólida que en épocas anteriores, en parte porque, desde los inicios del siglo XVII en adelante, hubo un interés casi continuo por los problemas de la población. Ello contribuyó a la fundación de la ciencia de la estadística (en aquellos tiempos denominada «aritmética política») a finales del siglo XVII, sobre todo en Inglaterra. Dio lugar a trabajos notables, si bien no eran más que una diminuta isla de método relativamente riguroso en un mar de conjeturas y deducciones. Con todo, la imagen global es clara: en 1500 Europa tenía unos 80 millones de habitantes, dos siglos más tarde no llegaba a los 150 millones, y en 1800 tenía poco menos de 200 millones. Antes de 1750, Europa había crecido de manera más o menos constante, a un ritmo que casi mantenía su proporción dentro de la población mundial en cerca de una quinta parte hasta 1700 aproximadamente, pero en 1800 ya contaba con casi una cuarta parte de los habitantes de todo el mundo.

Por lo tanto, durante mucho tiempo no hubo unas diferencias tan llamativas como las que aparecieron más tarde entre el índice de crecimiento de Europa y el del resto del planeta. Parece razonable concluir que esto significa que, también en otros sentidos, las poblaciones europea y no europea eran menos distintas de lo que empezaron a serlo a partir de 1800. Por ejemplo, la edad habitual de fallecimiento de los europeos siguió siendo baja. Antes de 1800, siempre era por término medio una edad mucho más temprana que en la actualidad; la gente moría joven. Al nacer, un campesino francés del siglo XVIII tenía una esperanza de vida de unos veintidós años y, aproximadamente, una posibilidad entre cuatro de sobrevivir a la infancia. En esa época, las probabilidades eran más o menos las mismas que las de un campesino indio de 1950 o que las de un romano de la Roma imperial. Comparativamente, pocas personas pasaban de los cuarenta, y como estaban peor alimentados que nosotros, debían de parecer mucho mayores a esta edad, y seguramente eran más bajos y tenían un aspecto menos sano. Al igual que en la Edad Media, las mujeres aún tendían a morir antes que los hombres. Eso significa que muchos hombres se casaban dos o incluso tres veces, y no como hoy en día, debido al divorcio, sino porque se quedaban viudos antes. La pareja media europea tenía una vida de casados bastante breve. Al oeste de una línea trazada más o menos desde el Báltico hasta el Adriático, el período conyugal era más corto que al este de dicha línea, porque los que vivían tendían a casarse por primera vez con más de veinte años, y durante mucho tiempo esta fue una costumbre que marcó pautas distintas en la población del este y del oeste. En general, sin embargo, si los europeos eran acomodados se podían permitir una familia bastante extensa, y si eran pobres tenían una familia más reducida. Hay pruebas deductivas claras de que, en el siglo XVII, en ciertos lugares ya existía alguna forma de limitación familiar, y de que para lograr dicha limitación se usaban métodos distintos del aborto y del infanticidio. Aun así, se necesitan más datos culturales y económicos para explicar este misterioso tema. Se trata de uno de los ámbitos en los que una sociedad mayoritariamente analfabeta es casi impenetrable históricamente. Podemos decir muy poco con certeza acerca del control de la natalidad en aquella época, y menos aún sobre sus implicaciones —si las había— en cuanto a las maneras en que, en los inicios de la Europa moderna, las personas pensaban sobre sí mismas y sobre el control que tenían sobre sus vidas.

Globalmente, la demografía también reflejaba un predominio económico constante de la agricultura. Durante mucho tiempo, esta produjo tan solo un poco más de alimentos que los que se necesitaban, y solamente podía alimentar a una población que creciese despacio. En 1500, Europa todavía era un continente básicamente rural, de pueblos donde la gente vivía a un nivel de subsistencia bastante bajo. Según nuestros baremos, parecería bastante vacía. La población de Inglaterra, que era densa en relación con su superficie y en comparación con el resto del continente, en 1800 no era más que una sexta parte de la actual; en Europa oriental, había extensas zonas despobladas para las que los gobernantes buscaban ávidamente pobladores, fomentando la inmigración de numerosas maneras. Pese a todo, muchos pueblos y ciudades lograron crecer en número y en tamaño, y una o dos de ellas de forma espectacularmente más rápida que la población global. Amsterdam alcanzó un total de unos 200.000 habitantes en el siglo XVIII; la población de París probablemente se duplicó entre 1500 y 1700, creciendo hasta alcanzar casi el medio millón de habitantes, y Londres superó a París al pasar de unos 120.000 habitantes a casi 700.000 en esos dos mismos siglos. Por supuesto, en la población mucho más reducida de Inglaterra eso significó un paso mucho más grande hacia una vida urbana. Un significativo vocablo nuevo entró en uso en inglés: suburbs, «suburbios». En cambio, no es fácil generalizar sobre las poblaciones medianas y pequeñas. La mayoría eran bastante reducidas, de menos de 20.000 habitantes en 1700, pero las nueve ciudades europeas de más de 100.000 habitantes en 1500 se habían convertido por lo menos en una docena dos siglos más tarde. Con todo, el predominio de Europa en la urbanización no fue tan marcado en esos siglos como lo sería más tarde, y todavía existían muchas ciudades grandes en otros continentes. México, por ejemplo, superaba a todas las ciudades europeas del siglo XVI con sus 300.000 habitantes.

La urbanización y el crecimiento de la población no se extendían de manera uniforme. En aquella época, Francia seguía siendo el país más grande de Europa; en 1700 tenía cerca de 21 millones de habitantes, mientras que Inglaterra y Gales contaban con solo unos 6 millones. Pero no es fácil hacer comparaciones, porque los cálculos son mucho menos fiables en unas zonas que en otras, ya que los cambios en las fronteras a menudo hacen que sea difícil saber qué hay tras un mismo nombre en distintas épocas. Algunos países vivieron sin duda épocas de estancamiento o incluso retrocesos en el crecimiento de la población causados por una serie de desastres en el siglo XVII. España, Italia y Alemania sufrieron graves brotes epidémicos en la década de 1630, y se registraron otros focos locales, como la Gran Plaga de Londres de 1665. El hambre fue otro freno esporádico para el crecimiento; en Alemania se mencionan casos de canibalismo a mediados del siglo XVII. La escasez de alimentos y la menor resistencia que esta comportaba causaban rápidamente desastres cuando coincidían con la alteración de la economía que podía derivar de una mala cosecha. Cuando todo ello se veía acentuado por las guerras, que se sucedían constantemente en la Europa central, el resultado podía ser catastrófico. El hambre y las enfermedades que seguían a los ejércitos en los carruajes y con el equipamiento podían dejar despoblada fácilmente una zona reducida. En parte, ello era un reflejo de hasta qué punto la vida económica todavía estaba localizada; por otra parte, una población en concreto podía escapar indemne, incluso estando en una zona en guerra, si escapaba a un sitio o a un saqueo, mientras que, a solo unos kilómetros de distancia, otra era devastada. La situación siempre fue precaria hasta que el crecimiento de la población empezó a ser superado por los incrementos en la productividad.

En esto, como en muchos otros aspectos, diferentes países tienen historias distintas. Al parecer, a mediados del siglo XV se estaba produciendo una nueva expansión de la agricultura. Uno de los indicios fue la recuperación de tierras que habían quedado abandonadas con la despoblación del siglo XIV, si bien antes de 1550, aproximadamente, esta recuperación había avanzado poco, salvo en algunos lugares. Estuvo limitada a ellos durante mucho tiempo, pese a que ya se habían logrado mejoras importantes en las técnicas que elevaron la productividad de la tierra, básicamente con la aplicación de mano de obra, es decir, con el cultivo intensivo. Allí donde su impacto no se dejó sentir, el pasado medieval persistió durante mucho tiempo en el campo. Incluso la llegada del dinero tardó en irrumpir en algunas comunidades casi autosuficientes. En la Europa oriental, la servidumbre se extendió mientras en el resto del continente desaparecía. No obstante, considerando la Europa de 1800 en conjunto y algunos países avanzados en particular, la agricultura fue uno de los dos sectores económicos en los que el progreso resultó más notable (el comercio era el segundo). Globalmente, había sido capaz de mantener un crecimiento de la población continuado, al principio lento, pero progresivamente más rápido.

La agricultura era transformada lentamente por la creciente orientación hacia los mercados y por las innovaciones técnicas. Ambas estaban interconectadas. Una población numerosa en la zona significaba un mercado y, por tanto, un incentivo. Ya en el siglo XV, los habitantes de los Países Bajos eran líderes en las técnicas del cultivo intensivo. También fue en Flandes donde un mejor drenaje dio lugar a unos pastos mejores y a una población de animales mayor. Otra zona donde la población urbana fue relativamente importante es el valle del Po. A través del norte de Italia, se introdujeron nuevos cultivos en Europa, procedentes de Asia. El arroz, por ejemplo, una importante aportación a la despensa europea, apareció en los valles de los ríos Arno y Po en el siglo XV. Pero no todos los productos tuvieron un éxito instantáneo. La patata, que llegó a Europa desde América, tardó unos dos siglos en convertirse en un artículo de consumo habitual en Inglaterra, Alemania y Francia, a pesar de su valor nutritivo evidente y de un abundante folclore promocional que insistía en sus cualidades como afrodisíaco y en su utilidad en el tratamiento de las verrugas.

Desde los Países Bajos, las mejoras agrícolas se extendieron en el siglo XVI hacia el este de Inglaterra, donde poco a poco se fueron perfeccionando. Un siglo después, Londres se convirtió en un puerto exportador de cereales, y, en lo sucesivo, los europeos del continente viajaron a Inglaterra para aprender técnicas agrícolas. El siglo XVIII también trajo una mejora en la cría y la alimentación de los animales. Tales progresos permitieron mayores rendimientos en las cosechas y más calidad en el ganado, algo que empezó a darse por sentado, mientras que antes era inimaginable. El aspecto del campo y de sus habitantes se transformó. La agricultura proporcionó la primera muestra de lo que se podía hacer con una ciencia aún rudimentaria —mediante la experimentación, la observación, el registro y una nueva experimentación— para incrementar el control humano sobre el entorno más rápidamente que mediante la selección impuesta por la costumbre. Las mejoras favorecieron la reorganización de la tierra en explotaciones mayores, la reducción del número de minifundistas excepto en las tierras que les favorecían de manera especial, la contratación de mano de obra y la inversión de grandes capitales en edificios, drenaje y maquinaria. Sin embargo, no hay que exagerar la velocidad del cambio. Uno de los índices de evolución en Inglaterra era el ritmo de la enclosure, la consolidación del uso privado de campos abiertos y tierras comunales del pueblo tradicional. Hasta finales del siglo XVIII e inicios del XIX, las leyes del Parlamento que autorizaban este uso no empezaron a ser frecuentes y numerosas. La integración completa de la agricultura con la economía de mercado y la consideración de la tierra como un simple bien inmueble equiparable a cualquier otro, tendrían que esperar hasta el siglo XIX incluso en Inglaterra, líder en agricultura mundial hasta la explotación de tierras de cultivo al otro lado del océano. No obstante, en el siglo XVIII ya se empezaba a abrir este camino.

Finalmente, una mayor productividad agrícola eliminó las carestías recurrentes que durante tanto tiempo habían mantenido su capacidad para destruir el progreso económico. Quizá el último momento en que la población europea parece haber sufrido a causa de los recursos, hasta el punto de presagiarse otra gran calamidad como la del siglo XIV, se dio a finales del siglo XVI. En la siguiente época de penuria, en las décadas centrales del siglo siguiente, Inglaterra y los Países Bajos escaparon a lo peor. A partir de entonces, el hambre y la escasez de alimentos se convirtieron en una plaga local y nacional en toda Europa, capaz aún de causar estragos demográficos a gran escala, si bien cediendo ante la creciente disponibilidad de cereales. Se ha dicho que las malas cosechas convirtieron a Francia en «un gran hospital» en los años 1708-1709, pero ello fue en tiempo de guerra. Unos años más tarde, en ese mismo siglo, algunos países mediterráneos dependían de los cereales de las tierras bálticas para disponer de harina. Es cierto que tendría que pasar mucho tiempo antes de que las importaciones fuesen un recurso garantizado; a menudo no llegaban lo bastante rápido, sobre todo cuando se precisaba un transporte terrestre. Algunas zonas de Francia y Alemania sufrieron carestías incluso en el siglo XIX, pese a que un siglo antes la población francesa había crecido más rápidamente que la producción, de modo que el nivel de vida de buena parte de la población gala en realidad bajó. En cambio, en el caso del campesino rural inglés, una parte de ese siglo se recordaría más tarde como una edad de oro, con pan de trigo en abundancia e incluso carne en la mesa.

A finales del siglo XVI, una de las respuestas a la presión confusamente percibida de una población en expansión sobre unos recursos que crecían lentamente fue promover la inmigración. Hacia 1800, los europeos habían aportado mucho a la colonización de las tierras de ultramar. En 1751, un norteamericano reconocía que su continente albergaba un millón de personas de origen británico; los cálculos modernos indican que unos 250.000 emigrantes británicos se fueron al Nuevo Mundo en el siglo XVII, y 1,5 millones lo hicieron en la centuria siguiente. En Norteamérica también había alemanes (unos 200.000), y algunos franceses en Canadá. Parece razonable suponer que, hacia 1800, cerca de dos millones de europeos se habían trasladado a América, al norte del río Bravo. Al sur del mismo había unos 100.000 españoles y portugueses.

El temor a no tener bastante de que comer en casa ayudó a iniciar estas grandes migraciones y refleja la preeminencia constante de la agricultura en el pensamiento sobre la vida económica. En la estructura y la escala de todos los grandes sectores de la economía europea, hubo importantes cambios durante tres siglos, pero en torno a 1800 (al igual que en 1500) el sector agrícola aún predominaba incluso en Francia e Inglaterra, los dos países occidentales más grandes donde el comercio y las manufacturas habían progresado sustancialmente. Además, la población dedicada a la industria de forma totalmente independiente de la agricultura no constituía en ningún país más que una minúscula parte de la población total. Los cerveceros, tejedores y tintoreros dependían de ella, mientras que muchos de los campesinos y horticultores también hilaban, tejían o comerciaban con artículos en el mercado. Aparte de la agricultura, solo en el sector comercial podemos observar un cambio generalizado. En este ámbito, se aprecia una aceleración visible del ritmo a partir de la segunda mitad del siglo XV. Europa estaba recuperando parte del vigor comercial que había mostrado en el siglo XIII en escala, técnica y dirección. Nuevamente, existe una conexión con el crecimiento de los pueblos y las ciudades. Ambos necesitaban y proporcionaban un medio de vida para los especialistas. Las grandes ferias y mercados de la Edad Media se mantenían, al igual que las leyes medievales sobre la usura y las prácticas restrictivas de los gremios. No obstante, antes de 1800 surgió un mundo comercial completamente nuevo.

Este mundo ya era discernible en el siglo XVI, cuando se inició la prolongada expansión del comercio por el mundo; una expansión que iba a proseguir, de manera casi ininterrumpida salvo brevemente por la guerra, hasta 1930, y que continuaría más adelante, tras otra guerra mundial. Empezó con el traslado del centro de gravedad económico desde la Europa meridional hacia la del noroeste, del Mediterráneo al Atlántico, lo cual ya se ha señalado. Los trastornos políticos y las guerras, como la que arruinó a Italia a principios del siglo XVI, contribuyeron a este cambio, favorecido asimismo por conflictos breves pero cruciales, como la persecución de los judíos llevada a cabo por los portugueses, que provocó la partida de muchos de ellos, llevándose sus dotes para el comercio a los Países Bajos, aproximadamente en la misma época. El gran triunfo comercial del siglo XVI radicó en Amberes, pese a que fracasó al cabo de unas décadas debido a los desastres políticos y económicos. Un siglo más tarde la superaron Amsterdam y Londres. En ambos casos, un comercio activo basado en un territorio bien poblado proporcionaba beneficios para una diversificación en industria manufacturera, servicios y banca. En la banca, la vieja supremacía de las ciudades italianas medievales pasó primero a Flandes y a los banqueros alemanes del siglo XVI, y posteriormente a Holanda y Londres. El Banco de Amsterdam e incluso el Banco de Inglaterra, fundados tardíamente, en 1694, pronto se erigieron en potencias económicas internacionales. A su alrededor se agruparon otros bancos y casas mercantiles que realizaban operaciones de crédito y finanzas. Los tipos de interés cayeron y el uso de la letra de cambio, un invento medieval, experimentó una fuerte expansión, convirtiéndose en el principal instrumento financiero para el comercio internacional.

Ello supuso el comienzo del aumento del uso del papel en lugar de los lingotes de oro y plata. En el siglo XVIII, apareció el primer papel moneda y se inventó el cheque. Las sociedades anónimas generaron otra forma de seguridad negociable, sus propias acciones. La cotización de estas en diversos cafés de Londres en el siglo XVII fue absorbida al fundarse la Bolsa de Londres. En torno a 1800, existían instituciones parecidas en muchos otros países. En Londres, París y Amsterdam proliferaron nuevos planteamientos para la movilización del capital y su utilización. En aquel momento, las loterías y tontinas se pusieron de moda, al igual que algunos booms inversores que fracasaron estrepitosamente, el más célebre de los cuales fue la gran «burbuja inglesa del mar del Sur». Pero, al mismo tiempo, el mundo se volvía más comercial, se iba habituando a la idea de invertir dinero para hacer dinero, y se iba dotando del aparato del capitalismo moderno.

De la mayor atención que se prestaba a las cuestiones comerciales en las negociaciones diplomáticas a partir de finales del siglo XVII y del hecho de que los países estaban dispuestos a luchar por ellas, pronto se derivó un efecto: en 1652, Inglaterra y los Países Bajos entraron en guerra debido al comercio, iniciando una larga era durante la cual los franceses y los españoles lucharon repetidas veces por conflictos en que las cuestiones comerciales no solo intervenían, sino que a menudo eran de suma importancia.

Los gobiernos cuidaban de sus comerciantes entrando en guerra para defender sus intereses, e incluso intervenían de otros modos en el funcionamiento de la economía comercial. En ocasiones, el propio gobierno actuaba como empresario y patrón. Se ha comentado que, en un momento dado del siglo XVI, el arsenal de Venecia fue la empresa manufacturera más grande del mundo. También podían ofrecer privilegios, como un monopolio a una empresa legalmente constituida. Ello facilitaba la obtención de capital, ya que ofrecía más seguridad en la recuperación del mismo. Al final, se llegó a pensar que las empresas legalmente constituidas tal vez no fuesen la mejor manera de asegurarse un beneficio económico y cayeron en desgracia (si bien disfrutaron de un breve resurgimiento a finales del siglo XIX). Sin embargo, tales actividades involucraban estrechamente al gobierno, de modo que las preocupaciones de los hombres de negocios llegaron a condicionar la política y el derecho.

Ocasionalmente, la interacción entre el desarrollo comercial y la sociedad parece arrojar luz sobre unos cambios con unas implicaciones realmente profundas. Un ejemplo de ello es el financiero inglés del siglo XVII que ofreció por primera vez al público un seguro de vida. Por aquel entonces, ya había comenzado la práctica de vender rentas vitalicias por la vida de las personas. La innovación residía en la aplicación a su actividad de la ciencia actuarial y de las estadísticas de la «aritmética política», de reciente aparición. Ahora se podía realizar un cálculo razonable en lugar de una suposición sobre un tema hasta entonces cargado de una incertidumbre y una irracionalidad abrumadoras: la muerte. Con creciente sutileza, se ofrecía protección (por un precio) contra un abanico de desastres cada vez más amplio. Además, ello también proporcionaría otro mecanismo fundamental para la movilización de riqueza en grandes cantidades para ulteriores inversiones. Pero el momento en que se descubrió el seguro de vida, al comienzo de lo que en ocasiones se ha denominado la «era de la razón», también sugiere que las dimensiones del cambio económico a veces son de gran alcance. Era una pequeña fuente y señal de una próxima secularización del universo.

El avance estructural más decisivo en el comercio europeo fue la súbita importancia que adquirió el comercio de ultramar desde la segunda mitad del siglo XVII en adelante. Ello formó parte del paso de la actividad económica desde el Mediterráneo a la Europa del norte, ya observable antes de 1500, que por primera vez hizo visible los rasgos de una futura economía mundial. Hasta alrededor de 1580, no obstante, estos eran definidos básicamente por los pueblos ibéricos, que no solo dominaban el comercio con América del Sur y el Caribe, sino que a partir de 1564 impulsaron también viajes regulares de «galeones de Manila» entre Acapulco y las Filipinas. De este modo, China entró en contacto comercial con los europeos desde más al este, incluso cuando los portugueses se establecieron allí desde el oeste. El comercio mundial empezaba a eclipsar el viejo comercio mediterráneo. Hacia finales del siglo XVII, cuando el comercio cerrado de España y Portugal con sus colonias transatlánticas todavía era importante, el comercio marítimo estaba dominado por los holandeses y por unos rivales cada vez más poderosos, los ingleses. El éxito de los holandeses se debía a su abastecimiento de arenques salados a los mercados europeos y a la posesión de una nave de carga particularmente eficiente, el fly-boat (llamado «filibote» por los españoles). Con estas naves, los holandeses dominaron por primera vez el comercio en el Báltico, y desde allí avanzaron para convertirse en los transportistas de Europa. A pesar de que fueron desplazados por los ingleses a finales del siglo XVII, mantuvieron una extensa red de colonias y de puestos comerciales, sobre todo en el Lejano Oriente, donde superaron a los portugueses. En cambio, la base de la supremacía inglesa era el Atlántico. El pescado también abundaba allí. Los ingleses capturaban el nutritivo bacalao en los bancos de Terranova, lo secaban y lo salaban en la costa, y más tarde lo vendían en los países mediterráneos, donde había una gran demanda de pescado debido a la práctica de la abstinencia los viernes. El bacalao todavía se encuentra en las mesas de Portugal y del sur de España una vez que se deja atrás la costa, más turística. Paulatinamente, los holandeses y los ingleses ampliaron y diversificaron su actividad comercial transportista y pasaron a ser también distribuidores. Francia tampoco quedó excluida de la carrera; su comercio por mar se duplicó durante la primera mitad del siglo XVII.

Las poblaciones en crecimiento y la relativa seguridad de un transporte adecuado (por mar siempre ha sido más barato que por tierra) conformaron poco a poco un comercio internacional de cereales. La propia construcción de barcos impulsó la circulación de artículos como la brea, el lino o la madera, materias primas primero del comercio báltico y, más tarde, importantes para la economía de Norteamérica. Estaba en juego mucho más que el consumo europeo. Todo ello tuvo lugar en el marco de la formación de los imperios coloniales. Hacia el siglo XVIII, ya estamos en presencia de una economía oceánica y de una comunidad mercantil internacional que realiza negocios —y que lucha y conspira por ellos— en todo el mundo.

En esta economía desempeñaron un papel cada vez más destacado los esclavos. La mayoría eran africanos negros; los primeros que fueron llevados a Europa se vendieron en Lisboa en 1444. En la propia Europa, la esclavitud casi había desaparecido (aunque los europeos aún eran capturados y vendidos como esclavos por los árabes y los turcos). En adelante, experimentaría una gran expansión en otros continentes. En dos o tres años, los portugueses vendieron más de mil esclavos negros, y pronto fundaron una factoría permanente para su comercio en África occidental. Estas cifras muestran el precoz descubrimiento de la rentabilidad del nuevo tráfico, pero no reflejan la escala de lo que vendría más adelante. Lo que ya era evidente era la brutalidad del negocio (los portugueses observaron que la captura de niños suponía normalmente el apresamiento dócil de los padres) y la complicidad de los africanos en el mismo. Cuando la búsqueda de esclavos pasó a efectuarse más al interior, fue fácil contar con potentados, que reunían a los esclavos y los vendían en grandes grupos.

Durante mucho tiempo, Europa y los asentamientos portugueses y españoles de las islas atlánticas se llevaron a casi todos los esclavos procedentes de África occidental. Más tarde hubo un cambio; a partir de mediados del siglo XVI, los esclavos africanos eran embarcados en el Atlántico con destino a Brasil, las islas caribeñas y América del Norte. Fue así como el comercio entró en un largo período de gran crecimiento, cuyas consecuencias demográficas, económicas y políticas aún persisten hoy en día. Los esclavos africanos no fueron en absoluto los únicos importantes en la historia moderna, como tampoco los europeos fueron los únicos traficantes de esclavos. Sin embargo, la esclavitud negra, basada en la venta de africanos por parte de otros africanos a portugueses, ingleses, holandeses y franceses, y en su posterior venta a otros europeos de las Américas, es un fenómeno cuyas repercusiones fueron mucho más profundas que la esclavización de europeos por parte de otomanos, o de africanos por parte de árabes. Las cifras de personas esclavizadas también parecen más fáciles de determinar, aunque solo sea de manera aproximada. Gran parte del trabajo que hizo posible y viable la existencia de las colonias americanas fue realizado por esclavos negros, aunque, por razones climáticas, la población esclava no estuvo distribuida uniformemente entre ellas. La gran mayoría de los esclavos siempre trabajaron en la agricultura o el servicio doméstico. No era habitual encontrar artesanos negros o, más tarde, trabajadores negros en las fábricas.

La trata de esclavos también fue muy importante desde el punto de vista comercial. Ocasionalmente, se consiguieron unos beneficios enormes, hecho que en parte explica las bodegas repletas e insalubres de los barcos en que eran confinados los cargamentos humanos. El índice de mortalidad por viaje raramente era inferior al 10 por ciento, y a veces era aún más terrible. El supuesto valor del comercio lo convertía en un premio importante y disputado, si bien su rendimiento en capital se ha exagerado notablemente. Durante dos siglos, provocó conflictos diplomáticos e incluso guerras cuando un país tras otro intentaba introducirse en el negocio o monopolizarlo. Ello da testimonio de la importancia de este comercio a los ojos de los gobernantes, tanto si estaba justificado económicamente como si no.

Durante un tiempo se afirmó que los beneficios del comercio con esclavos habían proporcionado el capital para la industrialización de Europa, pero hoy en día ello no parece verosímil. La industrialización fue un proceso lento. Antes de 1800, pese a que existen ejemplos de concentración industrial en varios países europeos, el crecimiento de las industrias manufactureras y de la extracción todavía era básicamente una cuestión de multiplicación de la producción artesanal a pequeña escala y de su elaboración técnica; no consistía, pues, en unos métodos e instituciones radicalmente nuevos. Europa contaba hacia 1500 con una enorme reserva de riqueza en forma de un gran número de artesanos especializados, acostumbrados a investigar sobre nuevos procesos y a explorar nuevas técnicas. Dos siglos de artillería habían llevado la minería y la metalurgia a un punto álgido, y los instrumentos científicos y los relojes mecánicos daban fe de una amplia difusión de la técnica en la elaboración de artículos de precisión. Mejoras como estas conformaron la pauta inicial de la era industrial y pronto comenzaron a invertir la relación tradicional con Asia. Durante siglos, la artesanía oriental había deslumbrado a los europeos por su pericia y por la calidad de su trabajo. Los tejidos y la cerámica asiática gozaban de una superioridad que ha pervivido en nuestro vocabulario cotidiano: porcelana china, muselina, percal o shantung son todavía hoy palabras habituales. En los siglos XIV y XV, la supremacía en algunas formas de artesanía se había trasladado a Europa, en particular en materia de técnicas mecánicas y de ingeniería. Los potentados asiáticos empezaron a buscar a europeos que pudiesen enseñarles a fabricar armas de fuego eficientes; incluso coleccionaban juguetes mecánicos corrientes en las ferias de Europa. Esta inversión de los roles se basó en la acumulación en Europa de técnicas relacionadas con actividades tradicionales y su extensión a otros ámbitos. Ello sucedía normalmente en las ciudades; los artesanos solían viajar de una población a otra, según la demanda. Tanto que es fácil verlo. Lo que resulta más difícil distinguir es qué había en la mente de los europeos que estimulaba a los artesanos a avanzar y despertaba también el interés de sus superiores, hasta el punto de que la moda de la ingeniería mecánica fuese un aspecto tan importante de la época del Renacimiento como la obra de sus arquitectos y orfebres. Al fin y al cabo, esto no sucedió en ningún otro lugar.

Las primeras zonas industriales se formaron por aumento, no solo en torno a los centros de las manufacturas europeas ya establecidas (como los textiles o la cerveza) y estrechamente vinculadas a la agricultura, sino también en el campo. Esta tendencia prosiguió durante mucho tiempo. Las antiguas actividades comerciales crearon concentraciones de industria de apoyo. Amberes había sido el gran puerto de entrada de las telas inglesas; debido a ello, en la ciudad aparecieron talleres de acabado y teñido para reelaborar los artículos que entraban por el puerto. Mientras, en la campiña inglesa los comerciantes de lana marcaron la pauta inicial del crecimiento industrial al «colocar» a los campesinos hiladores y tejedores las materias primas que necesitaban. La presencia de minerales fue otro factor localizador. La minería y la metalurgia eran las principales actividades industriales independientes de la agricultura, y estaban muy dispersas. Pero las industrias podían estancarse o incluso hundirse. Al parecer, es lo que sucedió en Italia. Su preeminencia industrial medieval desapareció en el siglo XVI, mientras que la de los Países Bajos flamencos y la de Alemania occidental y meridional —el antiguo corazón carolingio— pervivieron otra centuria, hasta que fue evidente que Inglaterra, los Países Bajos holandeses y Suecia eran los nuevos líderes en estas manufacturas. En el siglo XVIII, las industrias de extracción rusas se incorporaron a la lista de las existentes en países industriales. Para entonces, otros factores empezaban a entrar en juego; la ciencia organizada era impulsada a implicarse en las técnicas industriales, y la política del Estado modelaba la industria tanto consciente como inconscientemente.

Obviamente, la imagen a largo plazo de la expansión y el crecimiento globales requiere una gran definición. Pudieron darse unas fluctuaciones extremas incluso en el siglo XIX, cuando una mala cosecha podía comportar una gran demanda de fondos en los bancos y una reducción de la demanda de bienes manufacturados de la suficiente envergadura como para ser calificada de «depresión». Ello reflejaba el creciente desarrollo e integración de la economía, pero podía causar nuevas formas de tensión. Poco después de 1500, por ejemplo, se empezó a notar que los precios subían a un ritmo nunca antes visto. Localmente esta tendencia fue muy aguda, hasta duplicarse los precios en un año. Pese a que nada parecido a esta proporción se mantenía en ningún lugar durante cierto tiempo, parece que el efecto general fue que, en Europa, los precios se multiplicaron por cuatro en un siglo. Dada la inflación del siglo XX, ello no resulta sorprendente, pero entonces era algo nuevo, y tuvo grandes y graves repercusiones. Algunos propietarios se beneficiaron y otros salieron perjudicados. Hubo propietarios de tierras que reaccionaron subiendo las rentas e incrementando al máximo los rendimientos de sus derechos feudales. Otros tuvieron que vender. En este sentido, la inflación propició la movilidad social, como sucede a menudo. Entre los pobres, los efectos por lo general eran duros, ya que el precio del producto agrícola se disparó, mientras que los sueldos en metálico no subieron en la misma proporción. Por lo tanto, los sueldos reales cayeron. En ocasiones, factores locales empeoraban la situación. En Inglaterra, por ejemplo, el elevado precio de la lana tentó a los propietarios de tierras a cercar las tierras comunales, retirándolas así del uso común, para poner ovejas en ellas. Los miserables campesinos que pastoreaban morían de hambre y, tal como lo expresaba un célebre comentario de la época, «las ovejas se comieron a los hombres». En el segundo tercio de ese siglo, en todas partes hubo rebeliones populares y disturbios constantes, lo cual revela lo incomprensible y la gravedad de lo que ocurría. Siempre eran las capas extremas de la sociedad las que notaban con más intensidad el aguijón de la inflación; a los pobres les trajo el hambre, mientras que los reyes debían privarse porque debían gastar más que ninguna otra persona.

Los historiadores han hecho correr mucha tinta para explicar esta subida de precios a lo largo de todo el siglo, y aún no se sienten satisfechos con la explicación propuesta por observadores contemporáneos, según la cual la principal causa fue la entrada de oro y plata en lingotes a partir de la apertura de las minas del Nuevo Mundo por los españoles. Ya había inflación antes de que el oro y la plata americanos empezasen a llegar en cantidades significativas, pese a que el oro posteriormente agravó la situación. Probablemente, la presión fundamental derivó en todo momento de una población que crecía pese a que los grandes progresos en la productividad solo llegarían en el futuro. El alza de los precios se mantuvo hasta inicios del siglo XVII. Entonces empezó a mostrar señales incluso de declive, hasta que llegó una nueva subida, ahora más lenta, hacia 1700.

En la actualidad, no necesitamos que nos recuerden que el cambio social puede seguir muy de cerca al cambio económico. Creemos poco en la inmutabilidad de las formas e instituciones sociales. Hace trescientos años, muchos hombres y mujeres creían que estos cambios eran prácticamente obra de Dios, y pese a que los cambios sociales se producían como consecuencia de la inflación (y cabe señalar que por muchas otras razones), quedaban disimulados y enmascarados por la persistencia de las formas antiguas. Superficial y nominalmente, gran parte de la sociedad europea se mantuvo invariable entre 1500 y 1800, aproximadamente, pero las realidades económicas subyacentes habían cambiado sensiblemente. Las apariencias engañaban.

La vida rural ya había empezado a revelarlo en algunos países antes de 1500. A medida que la agricultura se fue convirtiendo en un negocio (si bien no fue en absoluto solo debido a ello), la sociedad rural tradicional tuvo que cambiar. Normalmente, las formas se conservaron, y los resultados podían ser más o menos incongruentes. La categoría de señor feudal todavía existía en Francia en la década de 1780, pero en esa época era más un mecanismo económico que una realidad social. El seigneur podía no ver nunca a sus arrendatarios, no ser de sangre noble y no obtener nada de su título salvo unas sumas de dinero que representaban su derecho sobre el trabajo, el tiempo y el rendimiento de sus arrendatarios. Ello reflejaba en parte una alianza entre los gobernantes y los nobles para beneficiarse del nuevo mercado de grano y madera ante la población creciente de la Europa occidental y meridional. Ataban los campesinos a la tierra y les exigían unos servicios en trabajo cada vez más elevados. En Rusia, la servidumbre se convirtió en la base misma de la sociedad.

En cambio, en Inglaterra, incluso el «feudalismo» comercializado que existía en Francia había desaparecido mucho antes de 1800, y el estatus de noble no confería ningún privilegio jurídico aparte de los derechos de los lores a ser convocados en un Parlamento (su otro distintivo legal era que, al igual que la mayoría de los demás súbditos del rey Jorge III, no podían votar en la elección de un miembro del Parlamento). La nobleza inglesa era muy reducida; incluso después de ser reforzada con los lores escoceses, a finales del siglo XVIII la Cámara de los Lores contaba con menos de doscientos miembros hereditarios, cuyo estatus social solo podía ser transmitido a un solo sucesor. En Gran Bretaña no había una clase extensa de hombres y mujeres nobles, que gozasen de amplios privilegios jurídicos que los separasen del resto de la población, tal como existía casi universalmente en toda Europa. En Francia, en vísperas de la revolución había quizá un cuarto de millón de nobles. Todos ellos tenían destacados derechos jurídicos y formales. El orden legal equivalente en Inglaterra podría haberse reunido cómodamente en el vestíbulo de una facultad de Oxford y tenía unos derechos proporcionalmente menos destacados.

En cambio, la riqueza y la influencia social de los terratenientes ingleses eran inmensas. Bajo los lores se extendía la clase poco definida de los gentlemen ingleses, vinculados en las altas esferas con las familias de los lores y difuminándose en las esferas bajas entre las filas de los granjeros y comerciantes prósperos, que eran básicamente respetables pero no «de cuna noble». Su permeabilidad fue de sumo valor para fomentar la cohesión y la movilidad sociales. El estatus de gentleman se podía conseguir con riquezas, distinción profesional o por méritos personales. En esencia, era una cuestión de un código de comportamiento compartido, que aún reflejaba el concepto aristocrático de honor, pero ahora civilizado por la eliminación de su exclusivismo, sus goticismos y sus bases jurídicas. En los siglos XVII y XVIII, la noción de gentleman pasó a ser una de las influencias culturales formativas de la historia inglesa.

De hecho, las jerarquías gobernantes eran distintas de un país a otro. Se observan contrastes en toda Europa, pero no se sacaría nada en claro de ello. No obstante, hacia 1700, en muchos países se aprecia una tendencia general hacia el cambio social que hizo mella en las viejas formas. En los países más avanzados introdujo nuevas ideas sobre lo que constituía el estatus y cómo debía reconocerse. Si bien no fue completo, hubo un paso de los vínculos personales a unas relaciones de mercado como una manera de definir los derechos y las expectativas de las personas, así como un paso de una visión corporativa de la sociedad a otra individualista. Ello se apreciaba en particular en las Provincias Unidas, la república que surgió en los Países Bajos holandeses durante esa época. En efecto, estaba gobernada por comerciantes, sobre todo por los de Amsterdam, el centro de Holanda, su provincia más rica. Allí, la nobleza rural nunca había tenido la relevancia de los oligarcas mercantiles y urbanos.

Hacia 1789, los cambios sociales no habían llegado en ningún país tan lejos como en Gran Bretaña y en las Provincias Unidas. En otras zonas, el cuestionamiento del estatus tradicional apenas había comenzado. Fígaro, el valet-héroe de una comedia francesa del siglo XVIII de gran éxito, negaba que su aristocrático señor hubiese hecho nada para merecer sus privilegios, aparte de tomarse la molestia de nacer. En su época, esta fue considerada una idea peligrosa y subversiva, pero no causó alarma. Europa todavía estaba impregnada de las nociones de la aristocracia (y seguiría así durante un tiempo, incluso después de 1800). Los grados de exclusividad variaban, pero la distinción entre noble y no noble seguía siendo crucial. Pese a que los alarmados aristócratas les acusaron de ello, en ningún país el rey se alió con los plebeyos contra ellos, ni siquiera como último recurso. Los reyes también eran aristócratas. Era su oficio, dijo uno de ellos. Solo la llegada de una gran revolución en Francia cambió las cosas sensiblemente, pero fuera de este país no hubo cambios antes de finales de la centuria. Al comenzar el siglo XIX, parecía que la mayoría de los europeos aún respetaban la sangre noble. Lo que había cambiado es que, por entonces, había menos personas que pensasen de forma automática que esa distinción debía reflejarse en las leyes.

Justo cuando hubo quien creyó que describir la sociedad en términos de órdenes, con derechos y obligaciones jurídicamente específicos, había dejado de expresar la realidad, algunos de ellos empezaron a dudar de que la religión respaldase a una jerarquía social en particular. Durante mucho tiempo, aún se pudo creer que

El hombre rico en su castillo,

el hombre pobre en su verja,

Dios los hizo, elevados y humildes,

y ordenó su hacienda