Hasta tiempos muy recientes, en Oriente Próximo se empleaba para designar a los europeos el término «francos», que se había utilizado por vez primera en Bizancio para denominar a los cristianos de Occidente. La palabra se impuso en otros lugares, y mil años después continuaba usándose en diversas distorsiones y distintas pronunciaciones incorrectas desde el golfo Pérsico hasta China. Este hecho es algo más que una simple curiosidad histórica, pues nos sirve de útil recordatorio de que los no europeos captaron desde el principio la unidad, no la diversidad, de los pueblos occidentales, y de que durante mucho tiempo pensaron que era uno solo.
EUROPA SE ASOMA AL EXTERIOR
Las raíces de la idea de la unidad europea pueden observarse incluso en los remotos comienzos del largo y victorioso asalto de Europa sobre el mundo, cuando comenzó a percibirse finalmente la relajación de la presión sobre sus tierras fronterizas del este y sus costas septentrionales. Hacia el año 1000, los bárbaros fueron contenidos, comenzando poco después su cristianización. En un breve lapso de tiempo, Polonia, Hungría, Dinamarca y Noruega serían gobernados por reyes cristianos. Es cierto que aún quedaba por llegar una última gran amenaza, la invasión de los mongoles, pero en aquellas fechas esto era inimaginable. También en el siglo XI había comenzado ya el retroceso del islam. La amenaza islámica para los europeos del sur disminuyó debido al declive en el que había caído el poderoso califato abasí en los siglos VIII y IX.
La lucha contra el islam continuaría enérgicamente hasta el siglo XV. Su unidad y su fervor venían dados por la religión, la fuente más profunda de la conciencia de la propia identidad europea. El cristianismo unía a los hombres en una gran empresa moral y espiritual. Pero esto solo era una cara de la moneda. También ofrecía una licencia para los apetitos predadores de la clase militar que dominaba la sociedad laica. Podían saquear a los paganos con la conciencia tranquila. Los normandos estuvieron a la vanguardia, tomando el sur de Italia y la Sicilia de los árabes, una labor que había culminado efectivamente en el año 1100. (De paso, se apropiaron también de las últimas posesiones bizantinas en Occidente.) La otra gran lucha que se desarrollaba en Europa contra el islam era la epopeya española, la Reconquista, cuyo momento culminante tuvo lugar en 1492, cuando Granada, la última capital musulmana de España, sucumbió ante los ejércitos de los Reyes Católicos.
Los españoles habían considerado siempre la Reconquista como una causa religiosa, y, como tal, desde su comienzo en el siglo XI había atraído a guerreros de toda Europa. La Reconquista se había beneficiado del mismo resurgir religioso y de la misma aceleración del vigor en Occidente que se expresaron en una serie de grandes empresas en Palestina y Siria. Las cruzadas, como después se llamarían, se prolongaron durante más de dos siglos, y aunque no alcanzaron su objetivo de liberar los Santos Lugares del dominio islámico, dejarían profundas huellas no solo en el Levante mediterráneo, sino también en la sociedad y la psicología europeas. Lo más característico era la autorización por parte del Papa de «indulgencias» para los cruzados, que acortarían su tiempo en el purgatorio y podrían convertirse en mártires si morían durante las cruzadas. Las cuatro primeras cruzadas fueron las más importantes. La primera, que también fue la que obtuvo más éxito, se organizó en el año 1096. En el plazo de tres años, los cruzados reconquistaron Jerusalén, donde celebraron el triunfo del evangelio de la paz con una espantosa matanza de prisioneros, incluidos mujeres y niños. La segunda cruzada (1147-1149), en cambio, comenzó con una matanza (de judíos en Renania), pero después, aunque la presencia de un emperador y un rey de Francia le confirió más importancia que a su predecesora, fue un desastre. Fracasó en su intento de recuperar Edesa, la ciudad cuya pérdida había sido en gran medida la causa de su organización, y contribuyó sobremanera a desacreditar a san Bernardo, su más ferviente defensor (aunque tuvo un producto secundario de cierta importancia cuando una flota inglesa capturó Lisboa, que estaba en manos árabes, y puso la ciudad en manos del rey de Portugal). Después, en el año 1187, Saladino reconquistó Jerusalén para el islam. La tercera cruzada (1189-1192) fue la más espectacular desde el punto de vista social. Un emperador alemán (que murió ahogado en su transcurso) y los reyes de Inglaterra y Francia participaron en las operaciones. Pero hubo desavenencias entre ellos, y los cruzados no lograron recuperar Jerusalén. Ningún gran monarca respondió al llamamiento de Inocencio III para poner en marcha la siguiente cruzada, aunque muchos potentados deseosos de poseer tierras se hicieron eco de la convocatoria. Los venecianos financiaron la expedición, que partió en el año 1202. La marcha fue desviada de inmediato por la injerencia en los problemas dinásticos de Bizancio, en los que estaban interesados los venecianos, que ayudaron a reconquistar Constantinopla para un emperador depuesto. A la conquista le siguió el terrible saqueo de la ciudad en el año 1204, hecho que señaló el fin de la cuarta cruzada, cuyo monumento fue la institución del «imperio latino» en Constantinopla, cuya vida solo sería de medio siglo.
En el siglo XIII se organizaron varias cruzadas más, pero aunque contribuyeron a posponer un poco más los peligros a los que se enfrentaba Bizancio, las cruzadas a Tierra Santa habían muerto como fuerza independiente. Su impulso religioso podía mover todavía a los hombres, pero las cuatro primeras cruzadas habían mostrado con harta frecuencia el rostro desagradable de la codicia. Fueron los primeros ejemplos de imperialismo europeo en ultramar, tanto en su mezcla característica de objetivos nobles e innobles como en su frustrado colonialismo poblador. Mientras, en España y en las marcas paganas de Alemania, los europeos hacían avanzar una frontera de asentamiento, en Siria y Palestina intentaban trasplantar las instituciones occidentales a un escenario remoto y exótico, además de apoderarse de tierras y mercancías que ya no eran fácilmente accesibles en Occidente. Actuaron de este modo con la conciencia tranquila porque sus oponentes eran infieles que se habían instalado mediante la conquista en los santuarios más sagrados de la cristiandad. «Los cristianos tienen razón, los paganos están equivocados», decía el Cantar de Roldán, y estas palabras resumen probablemente con la debida suficiencia la respuesta del cruzado medio a cualquier reparo relacionado con lo que estaba haciendo.
Los efímeros éxitos de la primera cruzada habían debido mucho a una fase transitoria de debilidad y anarquía en el mundo islámico, y los débiles transplantes de los estados francos y del imperio latino de Constantinopla no tardaron en desmoronarse. Pero también hubo resultados importantes y permanentes. Como hemos señalado, las cruzadas habían agravado más si cabe la división de la cristiandad occidental con respecto a la oriental; los primeros guerreros que saquearon Constantinopla habían sido cruzados. En segundo lugar, los cruzados habían agravado e intensificado el sentimiento de separación ideológica insalvable entre el islam y el cristianismo. Las cruzadas habían expresado y habían contribuido a forjar el carácter especial del cristianismo occidental, dándole un tono militante y una agresividad que harían más potente su labor misionera en el futuro, cuando también tuviera de su lado la superioridad tecnológica, pero también más implacable. En este hecho se hallan las razones de una mentalidad que, una vez secularizada, impulsaría la cultura de conquista mundial de la Edad Moderna. Apenas había terminado la Reconquista cuando los españoles dirigían su mirada hacia América en busca del campo de batalla de una nueva cruzada.
Aun así, Europa no fue impermeable a la influencia islámica. En estas luchas importó e inventó nuevos hábitos e instituciones. Siempre que se encontraban con el islam, ya fuera en las tierras de las cruzadas, Sicilia o España, los habitantes de Europa occidental descubrían cosas que admirar. A veces buscaban lujos que no había en sus propias tierras: tejidos de seda, el uso de perfumes y nuevos platos. Un hábito adquirido por algunos cruzados fue el de tomar baños con mayor frecuencia. Puede que esta costumbre fuese inoportuna, pues añadió la mancha de la infidelidad religiosa a un hábito ya desaconsejado en Europa debido a la asociación de las casas de baño con la licencia sexual. La limpieza no había alcanzado todavía su posterior asociación casi automática con la devoción.
Una institución que materializaba el cristianismo militante de la Alta Edad Media era la orden militar de caballería. En ella se unían los soldados que profesaban votos como miembros de una orden religiosa y de una disciplina aceptada para luchar por la fe. Algunas de estas órdenes llegaron a ser muy ricas y a poseer legados en muchos países. Los caballeros de San Juan de Jerusalén (que todavía existen) estuvieron durante siglos a la vanguardia del combate contra el islam. Los caballeros templarios alcanzaron tal grado de poder y prosperidad que fueron destruidos por un rey francés temeroso de ellos, y las órdenes militares españolas de Calatrava y Santiago estuvieron en primera línea de la Reconquista.
Otra orden militar actuaba en el norte, los caballeros teutónicos, monjes guerreros que fueron la punta de lanza de la penetración germánica en las tierras bálticas y eslavas. También en estas tierras, el fervor misionero se unió a la codicia y el estímulo de la pobreza para cambiar el mapa y la cultura de toda una región. El impulso colonizador que fracasó en Oriente Próximo conoció un éxito duradero más al norte. La expansión alemana hacia el este fue un enorme movimiento popular, una marea de hombres y mujeres que durante siglos talaron bosques, erigieron casas de labranza y aldeas, fundaron ciudades, construyeron fortalezas para protegerlas y monasterios e iglesias para servirlos. Cuando las cruzadas terminaron y la casi milagrosa salvación de los mongoles había recordado a Europa que aún podía estar en peligro, este movimiento continuó a ritmo constante. En las marcas prusiana y polaca, los soldados, entre los cuales destacaban los caballeros teutónicos, ofrecían su escudo y sus armas a costa de los pueblos autóctonos. Este fue el comienzo de un conflicto cultural entre eslavos y teutones que perduró hasta el siglo XX. La última vez que Occidente se lanzó a la lucha por las tierras eslavas fue en 1941; muchos alemanes vieron en la Operación Barbarroja (nombre que recibió el ataque de Hitler sobre Rusia, en memoria de un emperador medieval) otra etapa de una secular misión civilizadora en Oriente. En el siglo XIII, un príncipe ruso, Alexander Nevski, gran duque de Novgorod, rechazó a los caballeros teutónicos (como una magnífica película recordó cuidadosamente a los rusos en 1937) en un momento en que también debía oponerse a los tártaros en otro frente.
Aunque la gran expansión del este alemán entre los años 1100 y 1400 trazó un nuevo mapa económico, cultural y racial, también levantó otra barrera para la unión de las dos tradiciones cristianas. La supremacía papal en Occidente hacía que el catolicismo del período medieval tardío fuese más inflexible y más inaceptable que nunca para los ortodoxos. A partir del siglo XII, Rusia se separó cada vez más de Europa occidental, debido a sus propias tradiciones y a su peculiar experiencia histórica. La captura de Kiev por los mongoles en el año 1240 fue para la cristiandad oriental un golpe tan grave como el saqueo de Constantinopla en 1204. La conquista quebrantó también a los príncipes de Moscovia. Con Bizancio en plena decadencia y los alemanes y los suecos a sus espaldas, durante siglos hubieron de pagar tributo a los mongoles y a sus sucesores bárbaros de la Horda de Oro. Esta larga dominación por un pueblo nómada fue otra experiencia histórica que escindió a Rusia de Occidente.
La dominación tártara tuvo sus mayores repercusiones en los principados rusos meridionales, la zona donde los ejércitos mongoles habían actuado. Apareció un nuevo equilibrio dentro de Rusia; Novgorod y Moscú adquirieron nueva importancia tras el eclipsamiento de Kiev, aunque ambos pagaban tributo a los tártaros en forma de plata, soldados y mano de obra. Sus emisarios, como otros príncipes rusos, tenían que acudir a la capital tártara de Sarai, a orillas del Volga, para concertar acuerdos distintos con sus conquistadores. Fue el período de mayor dislocación y confusión en las pautas sucesorias de los estados rusos. La política tártara, y la lucha por la supervivencia favorecían a los más déspotas. De ese modo, la futura tradición política de Rusia era configurada ahora por la experiencia tártara como antes lo había sido por la herencia de las ideas imperiales de Bizancio. Moscú surgió gradualmente como núcleo de una nueva tendencia centralizadora. El proceso puede percibirse en época tan temprana como el reinado del hijo de Alexander Nevski, que fue príncipe de Moscovia. Sus sucesores contaron con el apoyo de los tártaros, que les consideraron eficaces recaudadores de impuestos. La Iglesia no ofreció resistencia alguna, y la archidiócesis metropolitana se trasladó de Vladimir a Moscú en el siglo XIV.
Mientras tanto, un nuevo desafío para la fe ortodoxa había surgido en Occidente. Nació un Estado católico romano, pero eslavo a medias, que ocuparía Kiev durante tres siglos. Era el ducado medieval de Lituania, constituido en 1386 merced a una unión por matrimonio que incorporó el reino de Polonia y abarcaba gran parte de los actuales territorios de Polonia, Prusia, Ucrania y Moldavia. Por fortuna para los rusos, los lituanos también lucharon contra los alemanes, y fueron ellos quienes hicieron añicos a las tropas de los caballeros teutónicos en Tannenberg en 1410. Hostigada por los alemanes y los lituanos en su flanco occidental, Moscovia logró sobrevivir aprovechando las divisiones existentes en el seno de la Horda de Oro.
La caída de Constantinopla supuso un gran cambio para Rusia; la ortodoxia oriental tuvo que encontrar ahora su centro allí, y no en Bizancio. Los eclesiásticos rusos no tardaron en percibir que en unos acontecimientos tan atroces había un fin complejo. Bizancio había traicionado su herencia, creían, buscando el compromiso religioso en el Concilio de Florencia. «Constantinopla ha caído porque ha abandonado la verdadera fe ortodoxa ... Solo existe una Iglesia verdadera sobre la Tierra, la Iglesia de Rusia», escribió el metropolitano de Moscú. Unas décadas después, a comienzos del siglo XVI, un monje pudo escribir al soberano de Moscovia en un tono muy diferente: «Dos Romas han caído, pero la tercera permanece y no existirá una cuarta. Vos sois el único soberano cristiano del mundo, señor de todos los cristianos fieles».
El final de Bizancio llegó cuando otros cambios históricos hacían posible y probable la aparición de Rusia de la confusión y de la dominación tártara. La Horda de Oro estaba desgarrada por la disensión en el siglo XV. Al mismo tiempo, el Estado lituano comenzaba a desmoronarse. Estos hechos ofrecían oportunidades, y un gobernante capaz de aprovecharlas subió al trono de Moscovia en el año 1462. Iván el Grande (Iván III) dio a Rusia algo parecido a la definición y la realidad conquistadas por Inglaterra y Francia a partir del siglo XII. Algunos autores han visto en Iván el primer soberano nacional de Rusia. La consolidación territorial fue el cimiento de su obra. Cuando Moscovia absorbió las repúblicas de Pskov y Novgorod, su autoridad se extendía, al menos en teoría, hasta los Urales. Las oligarquías que las habían gobernado fueron deportadas y sustituidas por hombres que obtenían tierras de Iván a cambio de servicio. Los mercaderes alemanes de la Hansa que habían dominado el comercio de estas repúblicas también fueron expulsados. Los tártaros efectuaron otro ataque sobre Moscú en 1481, pero fueron rechazados, y dos invasiones de Lituania dieron a Iván gran parte de la Rusia Blanca y de la Pequeña Rusia en 1503. Su sucesor tomó Smolensk en 1514.
Iván el Grande fue el primer soberano ruso que adoptó el título de zar. Este término era una evocación consciente de un pasado imperial, una reivindicación de la herencia de los césares, palabra de la que provenía dicho término. En 1472, Iván se casó con una sobrina del último emperador griego. Se le llamó «autócrata por la gracia de Dios», y durante su reinado se adoptó el águila bicéfala que formaría parte de la insignia de los soberanos rusos hasta 1917. Todo esto otorgó un nuevo colorido bizantino a la monarquía y la historia rusas, que se diferenció aún más de la de Europa occidental. En el año 1500, los habitantes de Europa occidental reconocían ya un tipo distintivo de monarquía en Rusia; se reconocía que Basilio, el sucesor de Iván, ejercía un poder despótico sobre sus súbditos mayor que el de cualquier soberano cristiano sobre los suyos.
Gran parte del futuro de Europa parece perceptible ya en el año 1500. Un gran proceso de definición y realización llevaba en marcha varios siglos. Los límites terrestres de Europa se habían colmado ya; en el este, el avance era impedido por la consolidación de la Rusia cristiana, y en los Balcanes por el imperio otomano del islam. La primera oleada, a modo de cruzada, de expansión ultramarina se había agotado prácticamente hacia el año 1250. Con el comienzo de la amenaza otomana en el siglo XV, Europa se veía obligada a estar de nuevo a la defensiva en el Mediterráneo oriental y los Balcanes. Los desdichados estados que tenían territorios desprotegidos en Oriente, como Venecia, tenían que reforzar al máximo su vigilancia sobre ellos. Mientras tanto, otros atisbaban con ojos nuevos sus horizontes oceánicos. Estaba a punto de abrirse una nueva fase de las relaciones de Europa occidental con el resto del mundo.
En el año 1400, aún parecía sensato considerar Jerusalén como el centro del mundo. Aunque los vikingos habían cruzado el Atlántico, los hombres podían pensar todavía en un mundo que, aun siendo esférico, estaba formado por tres continentes, Europa, Asia y África, alrededor de las costas de un mar bordeado de tierra, el Mediterráneo. Estaba a punto de producirse una enorme revolución que se llevaría para siempre tales ideas, y el camino que conducía a ella surcaba los océanos, porque el avance estaba bloqueado en los demás lugares. Los primeros contactos directos de Europa con Oriente se habían efectuado por vía terrestre más que marítima. Las rutas de caravanas de Asia central fueron su principal cauce, y por ellas llegaron a Occidente mercancías que después se embarcaban en puertos del mar Negro o del Mediterráneo oriental. En otros lugares, los barcos rara vez se arriesgaron hasta el siglo XV a pasar del sur de Marruecos. A partir de entonces, comienza a advertirse una oleada creciente de iniciativas marítimas, con las que comenzó la era de la verdadera historia universal.
Una explicación del auge de la iniciativa marítima era la adquisición de nuevos instrumentos y conocimientos. Para la navegación oceánica, se necesitaban embarcaciones diferentes y nuevas técnicas de navegación de largo recorrido, que comenzaron a ser accesibles a partir del siglo XIV, haciendo posible de ese modo la gran empresa de exploración que ha hecho que algunos autores llamen al siglo XV «la era del reconocimiento». En el diseño de las embarcaciones se introdujeron dos cambios decisivos. El primero fue específico, la adopción del timón de codaste; aunque no sabemos con exactitud cuándo tuvo lugar esta innovación, algunos barcos ya estaban provistos de este tipo de timón en el año 1300. El segundo cambio fue un proceso más gradual y complejo de mejora de los aparejos. Este avance vino acompañado del aumento de las dimensiones de las embarcaciones. Un comercio marítimo más complejo estimuló sin duda tales avances. En el año 1500, el rechoncho kogge medieval del norte de Europa, de aparejo de cruz con vela y mástil únicos, se había transformado en una embarcación con hasta tres mástiles y velas mixtas. El palo mayor llevaba todavía el aparejo de cruz, pero más de una vela; el palo de mesana tenía una gran vela latina inspirada en la tradición mediterránea, y el palo de trinquete podía llevar más velas de aparejo de cruz, pero también los foques de proa y popa atados a un bauprés. Junto con la popa de velas latinas, estas velas de proa permitían a los navíos una maniobrabilidad muy superior; podían gobernarse ajustándose mucho más al viento.
Una vez asimiladas estas innovaciones, el diseño de las embarcaciones permanecería inalterado en esencia (aunque perfeccionado) hasta la llegada de la propulsión de vapor. Aunque le hubieran podido parecer pequeñas y claustrofóbicas, las embarcaciones de Colón habrían sido máquinas perfectamente comprensibles para un capitán de clíper del siglo XIX. Y puesto que portaban cañones, aunque minúsculos en comparación con los del futuro, también habrían resultado comprensibles para Nelson.
En el año 1500, también habían tenido lugar ya algunos avances decisivos en el campo de la navegación. Los vikingos habían sido los primeros en enseñar cómo se efectuaba una travesía oceánica. Tenían mejores barcos y conocimientos de navegación que los de cualquier época anterior en Occidente. Utilizando la estrella polar y el sol, cuya altura sobre el horizonte en latitudes septentrionales al mediodía había sido calculada en tablas por un astrónomo irlandés del siglo X, habían cruzado el Atlántico siguiendo un paralelo. Después, en el siglo XIII, existen pruebas de dos grandes innovaciones. En aquella época, la brújula llegó a ser utilizada habitualmente en el Mediterráneo (ya existía en China, pero no es seguro que fuera transmitida desde Asia a Occidente), y en 1270 aparece la primera referencia a una carta náutica, utilizada en una embarcación que participaba en una expedición de las cruzadas. En los dos siglos siguientes, se produjo el nacimiento de la geografía y la exploración modernas. Espoleados por la idea de presas comerciales, por el fervor misionero y por las posibilidades diplomáticas, algunos príncipes comenzaron a subvencionar la investigación. En el siglo XIII llegaron a emplear a sus propios cartógrafos e hidrógrafos. El más destacado de estos príncipes fue el hermano del rey de Portugal, Enrique el Navegante, nombre por el que pasaría a la posteridad (aunque fuera inapropiado, pues él nunca navegó).
Los portugueses tenían un largo litoral atlántico. Estaban rodeados por España y prácticamente excluidos del comercio en el Mediterráneo, a causa de la experiencia y la fuerza armada con que los italianos lo custodiaban. Parece prácticamente inevitable que estuviesen destinados a surcar el Atlántico, y ya habían comenzado a familiarizarse con las aguas del norte cuando el príncipe Enrique empezó a equipar y organizar una serie de expediciones marítimas. Su iniciativa fue decisiva. Debido a diversos motivos, orientó a sus compatriotas hacia el sur. Se sabía que el oro y la pimienta se encontraban en el Sahara; quizá los portugueses pudieran descubrir dónde. Quizá, también, existía la posibilidad de encontrar en esas tierras un aliado para atacar a los turcos por el flanco, el legendario Preste Juan. Era seguro que existían conversos, gloria y tierras que ganar para la cruz. Enrique, a pesar de todo lo que hizo para lanzar Europa a una gran expansión que transformó el planeta y creó un solo mundo, era un hombre medieval de pies a cabeza. Recabó cautelosamente la autoridad y la aprobación papales para sus expediciones. Había participado en una cruzada en el norte de África, llevando consigo un fragmento de la Vera Cruz. Este fue el comienzo de una época de descubrimientos, y su centro fue una investigación sistemática y subvencionada por las autoridades, pero enraizada en el mundo de la caballería y de las cruzadas que había configurado el pensamiento de Enrique, que es un ejemplo notable de un hombre que hizo mucho más de lo que sabía.
Los portugueses pusieron rumbo al sur sin vacilar. Comenzaron avanzando pegados a la costa africana, pero los más audaces llegaron a Madeira y comenzaron a establecerse en las islas ya en la década de 1420. En 1434, uno de sus capitanes rebasó el cabo Bojador, que constituía un importante obstáculo psicológico cuya superación fue el primer gran triunfo de Enrique; diez años después, bordearon el cabo Verde y se establecieron en las Azores. Para entonces habían perfeccionado la carabela, una embarcación que utilizó nuevos aparejos para hacer frente a los vientos de proa y a las corrientes contrarias en el viaje de vuelta saliendo directamente al Atlántico y trazando una larga trayectoria semicircular de regreso. En 1445 llegaron a Senegal, y construyeron su primer fuerte poco después. Enrique murió en 1460, pero en ese momento sus compatriotas ya estaban dispuestos a seguir hacia el sur. En 1473 cruzaron el ecuador y en 1487 llegaron al cabo de Buena Esperanza. Ante sus proas se extendía el océano Índico, por el que los árabes navegaban desde hacía mucho tiempo, y era posible contratar pilotos. Al otro lado del mar se encontraban fuentes más ricas aún de especias. En 1498, Vasco de Gama fondeó por fin en aguas de la India.
Mientras Vasco de Gama surcaba el océano Índico, otro marinero, el genovés Cristóbal Colón, había cruzado el Atlántico en busca de Asia, confiando en que, según la geografía de Ptolomeo, no tardaría en llegar a esas tierras. Pero, aunque fracasó en ese intento, descubrió América para los Reyes Católicos de España. El nombre de «Indias Occidentales» que los mapas modernos anglosajones continúan aplicando a las Antillas conmemora su creencia de que había logrado el descubrimiento de islas situadas frente a las costas de Asia gracias a su asombrosa empresa, tan diferente del cauteloso, aunque magnífico, avance de los portugueses hacia Oriente alrededor de África. A diferencia de ellos, aunque sin ser consciente de su logro, había descubierto en realidad todo un continente, aunque incluso en el segundo viaje, efectuado en 1493 con un equipo mucho mejor, solo exploró sus islas. Los portugueses habían llegado a un continente conocido por una nueva ruta. Pronto (aunque hasta el día de su muerte Colón se negó a admitirlo, incluso después de dos viajes más y de su experiencia en el continente propiamente dicho) comenzó a ser notorio que lo que había descubierto podría no ser en absoluto Asia. En 1494 se aplicó por vez primera el histórico nombre de «Nuevo Mundo» a lo que se había encontrado en el hemisferio occidental. (Sin embargo, hasta 1726 no se comprobaría que Asia y América no estaban unidas en la región del estrecho de Bering.)
Las dos emprendedoras naciones atlánticas intentaron llegar a acuerdos sobre sus respectivos intereses en un mundo de horizontes cada vez más amplios. El primer tratado europeo sobre el comercio fuera de las aguas europeas fue firmado por Portugal y España en 1479, y a continuación procedieron a delimitar las respectivas esferas de influencia. El Papa efectuó una adjudicación temporal, basada en una división del mundo entre los dos países a lo largo de una línea situada a cien leguas al oeste de las Azores, pero este arbitraje fue superado por el Tratado de Tordesillas, firmado en 1494, que dio a Portugal todas las tierras situadas al este del meridiano que discurría 370 leguas al este de las islas de Cabo Verde, y a España las situadas al oeste de dicha línea. En el año 1500, una escuadra portuguesa en camino hacia el océano Índico se extravió en el Atlántico en su intento de evitar los vientos adversos, y para su sorpresa avistó una tierra situada al oeste de la línea fijada en el tratado que no era África, sino Brasil. A partir de ese momento, Portugal tuvo también un destino atlántico además del asiático. Aunque el esfuerzo portugués seguía centrándose principalmente en el este, un italiano al servicio de Portugal, Américo Vespucio, se aventuró poco después hacia el sur hasta una distancia suficiente para mostrar que no se trataba únicamente de islas, sino que todo un nuevo continente se hallaba entre Europa y Asia por la ruta occidental. No mucho después de que fuese bautizado con su nombre, América, el nombre del continente meridional se extendió después hacia el norte.
En 1522, treinta años después del avistamiento de las Bahamas por Colón, una embarcación al servicio de España realizó el primer viaje alrededor del planeta. Su comandante fue un portugués, Magallanes, que llegó hasta Filipinas, donde perdió la vida, después de descubrir y navegar por el estrecho que hoy lleva su nombre. Con este viaje y su demostración de que todos los grandes océanos estaban interrelacionados, puede darse por concluido el prólogo de la era europea. Un solo siglo de descubrimientos y exploración había cambiado la forma del mundo y el curso de la historia. A partir de este momento, las naciones que tenían acceso al Atlántico dispondrían de unas oportunidades que se les negaban a las potencias sin salida al mar de Europa central y del Mediterráneo. Las naciones más beneficiadas eran, en primer lugar, España y Portugal, pero a ellas se unirían, hasta superarlas, Francia, Holanda y, sobre todo, Inglaterra, con una serie de puertos naturales incomparablemente situados en el centro de un hemisferio recién ampliado, todos ellos fácilmente accesibles desde sus territorios interiores poco alejados de la costa, y a escasa distancia de todas las grandes rutas marítimas europeas de los dos siglos siguientes.
La empresa causante de estos cambios solo había sido posible debido a un creciente sustrato de conocimientos marítimos y geográficos. La nueva y característica figura de este movimiento era el explorador y navegante profesional. Muchos de los primeros fueron, al igual que el propio Colón, italianos. Los nuevos conocimientos no solo subyacían a la concepción de estos viajes y su triunfal realización técnica, sino que también permitieron a los europeos entender de una manera nueva su relación con el mundo. Para resumir, Jerusalén dejó de ser el centro del mundo; los mapas que comenzaron a trazarse muestran a pesar de su tosquedad, la estructura básica del mundo real.
En el año 1400, un florentino había traído de Constantinopla un ejemplar de la Geografía de Ptolomeo. La visión del mundo que contenía había permanecido prácticamente olvidada durante mil años. En el siglo II d.C., el mundo de Ptolomeo incluía ya las islas Canarias, Islandia y Ceilán, que aparecían reflejadas en sus mapas, junto con el error de que el océano Índico estaba totalmente rodeado de tierra. La traducción de su texto, aun pudiendo inducir a errores, y la multiplicación de las copias, primero manuscritas y después impresas (se hicieron seis ediciones entre 1477, año de su primera impresión, y 1500) fueron un gran estímulo para mejorar la realización de mapas. El atlas —una colección de mapas grabados e impresos, encuadernados en forma de libro— se inventó en el siglo XVI, por lo que ahora podían comprar o consultar una representación de su mundo más europeos que nunca. Con la mejora de las proyecciones, la navegación también se simplificó. En este aspecto, la gran figura fue un holandés, Gerhard Kremer, que es recordado con el nombre de Mercator. Fue el primero que imprimió en un mapa del mundo la palabra América, e inventó la proyección que continúa siendo la más familiar, un mapa del mundo concebido como si fuera un cilindro desenrollado con Europa en el centro. De este modo se resolvía el problema de ofrecer una superficie plana sobre la cual leer sin distorsiones la dirección y los rumbos, aunque planteaba problemas en el cálculo de las distancias. Los griegos del siglo IV a.C. sabían que el mundo era una esfera, y la realización de esferas terrestres y celestes fue otra rama importante de la revolución geográfica (Mercator confeccionó su primera esfera en 1541).
Lo más sorprendente de esta progresión es su naturaleza acumulativa y sistemática. La expansión europea en la fase siguiente de la historia universal sería consciente y dirigida como nunca lo había sido. Los europeos deseaban tierras y oro desde antiguo; la codicia que se hallaba en el centro de la empresa no era nueva. Tampoco lo era el fervor religioso que a veces les inspiraba, y que a veces encubría los orígenes de su actuación incluso a los propios actores. El elemento nuevo era una creciente seguridad derivada del conocimiento y del éxito. Los europeos se encontraban en el año 1500 en el comienzo de una era en la que su energía y seguridad en sí mismos crecerían aparentemente sin límites. El mundo no vino a ellos, sino que ellos salieron a tomarlo.
La magnitud de semejante ruptura con el pasado no se comprendió de inmediato. En el Mediterráneo y los Balcanes, los europeos aún se sentían amenazados y a la defensiva. La navegación y el arte de navegar tenían un largo camino que recorrer; hasta el siglo XVIII, por ejemplo, no se dispondría de un método para medir el tiempo que ofreciese una precisión suficiente para una navegación exacta. Pero se estaba abriendo el camino a nuevas relaciones entre Europa y el resto del mundo, y entre los propios países europeos. Al descubrimiento le seguiría la conquista. Comenzaba una revolución mundial. Se disolvía un equilibrio que había durado mil años. En los dos siglos siguientes, miles de embarcaciones zarparían año tras año, día tras día, de Lisboa, Sevilla, Londres, Bristol, Nantes, Amberes y muchos otros puertos de Europa, en busca de comercio y beneficios en otros continentes. Navegarían hasta Calicut, Cantón, Nagasaki. Con el paso del tiempo, se unirían a ellas embarcaciones procedentes de lugares donde los europeos se habían establecido en ultramar: de Boston y Filadelfia, Batavia (Yakarta) y Macao. Durante todo este tiempo, ningún dhow árabe llegó a Europa; el primer junco chino remontó el Támesis en 1848. Hasta 1867, un navío japonés no cruzó el Pacífico para fondear en San Francisco, mucho después de que los europeos hubieran establecido las grandes rutas marítimas.
EL ESPÍRITU EUROPEO
En el año 1500, Europa es claramente reconocible como el centro de una nueva civilización que no tardaría mucho en extenderse también a otras tierras. Su núcleo seguía siendo la religión. Las implicaciones institucionales de este hecho se han mencionado ya en estas páginas; la Iglesia era una gran fuerza de regulación social y de gobierno, cualesquiera que fuesen las vicisitudes que su institución central hubiera sufrido. Pero también era la custodia de la cultura y la maestra de todos los hombres, el vehículo y recipiente de la propia civilización.
Desde el siglo XIII, el peso de la labor de registrar, enseñar y estudiar, que durante tanto tiempo había recaído en los monjes, era compartido por los frailes y, lo que es más importante, por una nueva institución, en la que los frailes desempeñaban a veces un papel importante: la universidad. Bolonia, París y Oxford fueron las primeras universidades. En el año 1400 había 53 más. Eran nuevos mecanismos para concentrar y dirigir la actividad intelectual y para la enseñanza. Una consecuencia de su fundación fue la reactivación de la formación del clero. Ya a mediados del siglo XIV, la mitad de los obispos ingleses habían seguido estudios universitarios. Pero no fue esta la única razón de la creación de las universidades. El emperador Federico II fundó la Universidad de Nápoles para suministrar administradores a su reino del sur de Italia, y cuando en 1264 Walter de Merton, obispo y servidor real inglés, fundó el primer colegio universitario de Oxford, entre sus fines figuraba el de proporcionar futuros sirvientes a la corona.
La importancia de las universidades para el futuro de Europa, sin embargo, fue mucho mayor, aunque no pudiera preverse y en un aspecto resultase incalculable. Su existencia garantizaba que, cuando los laicos llegasen a ser instruidos en número importante, también serían formados por una institución sometida al control de la Iglesia y teñida de religión. Por otra parte, las universidades serían una gran fuerza unificadora y cosmopolita. Sus clases se impartían en latín, la lengua de la Iglesia y la lengua franca de los hombres cultos hasta ese siglo. Su antiguo predominio se conmemora todavía en los vestigios del latín de las ceremonias universitarias y en los nombres de los títulos.
El derecho, la medicina, la teología y la filosofía se beneficiaron de la nueva institución. La filosofía había desaparecido prácticamente para convertirse en teología a comienzos del período medieval. Solo una figura importante sobresale, Juan Escoto Erígena, un pensador y erudito irlandés del siglo IX. Más adelante, cuando la traducción directa del griego y del latín comenzó en el siglo XII, los estudiosos europeos pudieron leer por sí mismos las obras de la filosofía clásica. Los textos llegaron a través de fuentes islámicas. Cuando las obras de Aristóteles e Hipócrates se vertieron al latín, al principio fueron recibidas con sospecha. Esta situación perduró hasta bien entrado el siglo XIII, pero, gradualmente, se puso en marcha una búsqueda de reconciliación entre las explicaciones clásica y cristiana del mundo, y entonces se hizo evidente, sobre todo gracias a la obra de dos dominicos, Alberto Magno y su alumno Tomás de Aquino, que la reconciliación y la síntesis eran efectivamente posibles. De este modo, se recuperó y cristianizó la herencia clásica en Europa occidental. En vez de ofrecer un enfoque contrapuesto y crítico de la cultura teocéntrica del cristianismo, se incorporó a él. El mundo clásico comenzó a verse como precursor del cristianismo. Durante siglos, el hombre acudiría a la religión o a los clásicos en busca de autoridad en asuntos intelectuales. De los segundos, fue Aristóteles quien disfrutó de un excepcional prestigio. Aunque no podía hacerle santo, la Iglesia le trató al menos como una especie de profeta.
La evidencia inmediata fue el extraordinario logro sistemático y racionalista de la escolástica medieval, nombre que recibe el empeño intelectual de penetrar en el significado de la doctrina cristiana. Su fuerza residía en su alcance global, que se exhibió con la máxima brillantez en la Summa theologica de Tomás de Aquino, obra que ha sido considerada indistintamente su coronación y una síntesis precaria. La obra intentaba explicar todos los fenómenos. Su punto débil residía en que no se prestaba a la observación y la experimentación. El cristianismo dio a la mente medieval una formación poderosa en el pensamiento lógico, pero solo algunos hombres, aislados y atípicos, podían entrever la posibilidad de superar la autoridad para llegar a un método verdaderamente experimental.
No obstante, dentro de la cultura cristiana, pueden verse los primeros indicios de liberación del mundo cerrado de los primeros tiempos de la Edad Media. Paradójicamente, la cristiandad se los cedió al islam, aunque durante mucho tiempo hubo una sospecha y un temor profundos en las actitudes de la gente corriente hacia la civilización árabe. La ignorancia también estaba presente (antes del año 1100, ha señalado un medievalista, no existen pruebas de que ningún habitante de la Europa septentrional hubiese oído nunca el nombre de Mahoma). La traducción latina del Corán no fue accesible hasta el año 1143. Unas relaciones fáciles y tolerantes entre los fieles y los infieles (ambas partes pensaban en los mismos términos) solo eran posibles en un número reducido de lugares. En Sicilia y, sobre todo, en España, las dos culturas pudieron coincidir. En España tuvo lugar la gran labor de traducción de los siglos XII y XIII. El emperador Federico II era considerado con la más profunda de las sospechas, porque, aunque perseguía a los herejes, era sabido que recibía a judíos y sarracenos en su corte de Palermo. Toledo, la antigua capital visigoda, fue otro centro de especial importancia. En estos lugares, los escribas copiaron una y otra vez los textos latinos de las obras que gozarían de mayor aceptación en los seis siglos siguientes. Las obras de Euclides comenzaron a ser copiadas, recopiadas y después impresas, hasta que al final su éxito solo pudo ser superado por la Biblia —al menos hasta el siglo XII—, y se convirtieron en los cimientos de las matemáticas que se enseñaron en Europa occidental hasta el siglo XIX. De este modo, el mundo helenístico comenzó a nutrir de nuevo el pensamiento de Occidente.
En términos generales, la transmisión islámica de la Antigüedad comenzó con la astrología, la astronomía y las matemáticas, materias estrechamente vinculadas entre sí. La astronomía de Ptolomeo llegó a Occidente por este camino, y mereció la consideración de base satisfactoria para la cosmología y la navegación hasta el siglo XVI. De hecho, la cartografía islámica fue más avanzada que la europea durante la mayor parte de la Edad Media, y los navegantes árabes utilizaron el imán para la navegación mucho antes que sus homólogos europeos (aunque fueron estos quienes llevaron a cabo los grandes descubrimientos oceánicos). El astrolabio era un invento griego, pero su uso se difundió en Occidente gracias a los escritos árabes. Cuando Chaucer escribió su tratado acerca del uso de este instrumento, tomó como modelo una obra árabe anterior. La llegada a través de fuentes árabes de una nueva numeración y de los números decimales (una y otros de origen indio) fue quizá la invención más importante; la utilidad de los decimales para simplificar el cálculo puede comprobarse fácilmente intentando escribir cantidades con números romanos.
Entre las ciencias de la observación distintas de la astronomía, la más importante que llegó a Occidente desde el islam fue la medicina. Además de proporcionar el acceso a las obras médicas de Aristóteles, Hipócrates y Galeno (la traducción directa del griego no comenzó hasta después del año 1100), las fuentes y los maestros árabes también llevaron a la práctica europea un enorme cuerpo de conocimientos terapéuticos, anatómicos y farmacológicos acumulados por los médicos árabes. El prestigio del saber y de la ciencia árabes facilitó la aceptación de ideas más sutilmente peligrosas y subversivas; la filosofía y la teología árabes también comenzaron a ser estudiadas en Occidente. Al final, incluso el arte europeo parece haber recibido la influencia del islam, pues se afirma que la invención de la perspectiva, que habría de transformar la pintura, llegó de la España árabe del siglo XIII. Europa ofreció poco a cambio, a excepción de la tecnología de la artillería.
Durante la Edad Media, Europa no debió tanto a ninguna otra civilización como al islam. A pesar de su interés espectacular y exótico, los viajes de un Marco Polo o las andanzas misioneras de los frailes en Europa central contribuyeron poco a cambiar Occidente. La cantidad de mercancías intercambiadas con otras partes del mundo seguía siendo muy pequeña, incluso en el año 1500. Técnicamente, Europa solo debía con certeza al Lejano Oriente el arte de fabricar la seda (que ya había llegado a ella desde el imperio de Oriente) y el papel, que, aunque se elaboraba en China en el siglo II, no llegó a Europa hasta el XIII, y entonces haría su aparición también a través de la España árabe. Tampoco llegaron a Europa ideas procedentes del Asia más cercana, a menos que, al igual que las matemáticas indias, hubieran experimentado un perfeccionamiento en el crisol árabe. Dada la permeabilidad de la cultura islámica, parece menos probable que esta situación obedeciese al hecho de que, en algún sentido, el islam aislara Europa de Oriente al imponer una barrera entre ambos, que al hecho de que China y la India no podían dejar sentir su impacto en lugares tan remotos. Al fin y al cabo, apenas lo habían hecho en la Antigüedad precristiana, cuando las comunicaciones no eran más difíciles que en la Edad Media.
La reintegración de lo clásico y lo cristiano, aunque se manifestaba en obras como la de Tomás de Aquino, era una respuesta, con diez siglos de retraso, a la sarcástica pregunta de Tertuliano sobre qué tenía que ver Atenas con Jerusalén. En una de las obras de arte supremas de la Edad Media —algunos dirían que la suprema—, la Divina comedia de Dante, se vería ya la importancia de la nueva vinculación del mundo de la cristiandad con su predecesor. Dante describe su viaje a través del infierno, el purgatorio y el paraíso, el universo de la verdad cristiana. Pero su guía no es un cristiano, sino un pagano, el poeta clásico Virgilio, que se convierte en un profeta que se sitúa al lado de los del Antiguo Testamento. Aunque la idea de un vínculo con la Antigüedad nunca había desaparecido del todo (como habían demostrado los intentos de algunos cronistas entusiastas por vincular a los francos o los británicos con los descendientes de Trajano), en la actitud de Dante hay algo que marca una época. Es su aceptación del mundo clásico por parte de la cristiandad, y esto, a pesar de la saturación escolástica de su entorno, fue decisivo para hacer posible un cambio que se ha considerado habitualmente más radical, la gran recuperación de las letras humanísticas que tuvo lugar en los siglos XV y XVI. Dicha recuperación estuvo dominada durante mucho tiempo por el latín; hasta 1497 no apareció publicada la primera gramática griega.
Una figura central de ese momento de la historia de la cultura fue Erasmo de Rotterdam, durante algún tiempo monje y después, como máximo exponente de los estudios clásicos de su época, representante de la mayoría de los grandes humanistas. Pero Erasmo seguía viendo a sus clásicos como la entrada al estudio supremo de la escritura, y su libro más importante fue una edición del Nuevo Testamento en griego. Las consecuencias de la impresión de un buen texto de la Biblia serían de hecho revolucionarias, pero Erasmo no tenía intención alguna de subvertir el orden religioso, a pesar del vigor y el ingenio con que se había burlado y mofado de unos eclesiásticos engreídos, y a pesar de la provocación a un pensamiento independiente que sus libros y cartas ofrecían. Sus raíces se hallaban en la piedad de un movimiento místico del siglo XV en los Países Bajos llamado devotio moderna, no en la Antigüedad pagana.
Algunos de los hombres que comenzaron a cultivar el estudio de los autores clásicos y a invocar explícitamente ideales clásicos paganos inventaron el concepto de «Edad Media» para subrayar su sentido de la novedad. De ellos se diría a su vez que eran hombres de un «renacer» de una tradición perdida, un «renacimiento» de la Antigüedad clásica. Sin embargo, se habían ido formando en la cultura que los grandes cambios habidos en la civilización cristiana a partir del siglo XII habían hecho posible. Hablar del Renacimiento puede ser útil si tenemos presentes las limitaciones del contexto en el que empleamos el término, pero falsea la historia si lo tomamos en el sentido de una transformación de la cultura que señala una ruptura radical con la civilización cristiana medieval. El Renacimiento es y fue un mito útil, una de esas ideas que ayudan a los hombres a dominar sus actitudes y, por consiguiente, a actuar de modo más eficaz. Fuera lo que fuese el Renacimiento, no existe una línea divisoria nítida en la historia europea que lo separe de la Edad Media, por mucho que deseemos definirla.
Lo que puede advertirse prácticamente en todas partes es, sin embargo, un cambio de énfasis, que se manifiesta especialmente en la relación de la época con el pasado. Los artistas del siglo XIII, al igual que los del XVI, representaban a los grandes personajes de la Antigüedad con el atuendo de su propia época. En cierto momento, Alejandro Magno parece un rey medieval. Más adelante, el César de Shakespeare no viste toga, sino jubón y calzas. Quiere decirse con ello, que no existe un sentido histórico real en ninguna de estas descripciones del pasado, ninguna conciencia de las inmensas diferencias entre los hombres y las cosas del pasado y los del presente. Por el contrario, la historia se consideraba en el mejor de los casos una escuela de ejemplos. La diferencia entre las dos actitudes es que, según la visión medieval, la Antigüedad también podía escudriñarse en busca de un plan divino, pruebas de cuya existencia las enseñanzas de la Iglesia reivindicaron de modo triunfal una vez más. Este era el legado de san Agustín y el que Dante había aceptado. Sin embargo, en 1500 se percibía algo más en el pasado, igualmente ahistórico, pero, pensaban los hombres, más útil para su época y momento. Algunos veían una inspiración clásica, posiblemente incluso pagana, distinta de la cristiana, y uno de los resultados fue una nueva atención a las obras clásicas.
La idea del Renacimiento está vinculada especialmente con la innovación en el ámbito de las artes. La Europa medieval había conocido muchas innovaciones, y sus tierras parecen más vigorosas y creativas que cualquiera de los otros grandes centros de la tradición civilizada a partir del siglo XII. En la música, el teatro y la poesía, se crearon nuevas formas y nuevos estilos que nos emocionan todavía. En el siglo XV, sin embargo, ya es evidente que no pueden limitarse en modo alguno al servicio de Dios. El arte adquiere autonomía. La consumación final de este cambio fue la expresión estética principal del Renacimiento, que superó con creces a sus innovaciones estilísticas, por muy revolucionarias que estas fuesen. Es la señal más evidente de que la síntesis cristiana y el monopolio eclesiástico de la cultura se quebraban. La lenta divergencia de las mitologías clásica y cristiana fue una de las expresiones de esa ruptura; otras fueron la aparición de la poesía amorosa, romance y provenzal (que debió mucho a la influencia árabe), el desarrollo del estilo gótico en construcciones laicas como las grandes sedes de los gremios de las nuevas ciudades, o el auge de la literatura en lenguas vernáculas para los laicos instruidos.
No es fácil datar estos cambios, porque la aceptación no siguió rápidamente a la innovación. En la literatura existía una restricción física especialmente fuerte sobre lo que podía hacerse debido a la persistente escasez de textos. Hasta bien entrado el siglo XVI, no se imprimió y publicó la primera edición de las obras completas de Chaucer. Para entonces, es indudable que estaba en marcha una revolución en el pensamiento, de la que formaban parte todas las tendencias mencionadas hasta el momento, pero que era mucho más que la suma de ellas y lo debe casi todo a la llegada del libro impreso. Incluso un texto en lengua vernácula como los Cuentos de Canterbury no pudo llegar a un público amplio hasta que la imprenta permitió la existencia de un gran número de ejemplares. Cuando esto sucedió, la repercusión de los libros se amplió enormemente. Esto es cierto en el caso de toda clase de libros: poesía, historia, filosofía, tecnología y, sobre todo, la propia Biblia. La consecuencia fue el cambio más profundo en la difusión del conocimiento y de las ideas desde la invención de la escritura; fue la mayor revolución cultural de estos siglos.
La nueva técnica no debió nada al estímulo de China, donde ya se practicaba de forma distinta, salvo de modo muy indirecto, a través de la disponibilidad de papel. A partir del siglo XIV, en Europa se utilizaron trapos para fabricar papel de buena calidad, y este fue uno de los elementos que contribuyeron a la revolución de la imprenta. Otros fueron el principio de la imprenta misma (la impresión de imágenes en tejidos se había practicado en la Italia del siglo XII), el uso de metal fundido en vez de madera para los tipos (ya utilizado para fabricar las planchas de naipes, calendarios e imágenes religiosas), la disponibilidad de tinta de base oleosa y, sobre todo, el uso del tipo metálico móvil. Fue esta última invención la que resultó decisiva. Aunque los detalles no se conocen con certeza, y si bien a comienzos del siglo XV se realizaban en Haarlem (Países Bajos) experimentos con letras de madera, no parece que existan razones fundadas para no atribuir el mérito al hombre cuyo nombre se ha asociado tradicionalmente con él, Johannes Gutenberg, el pulidor de diamantes de Maguncia. Hacia 1450, Gutenberg y sus colegas reunieron los elementos de la imprenta moderna, y en 1455 se publicó el que se coincide en catalogar como primer libro auténtico impreso en Europa, la Biblia de Gutenberg.
La carrera profesional de Gutenberg era por aquellas fechas un fracaso; un elemento profético de una nueva época del comercio aparece en el hecho de que, probablemente, estaba infracapitalizado. La acumulación de equipos y tipos era un negocio costoso, y un colega que le había prestado dinero le llevó ante los tribunales para reclamar sus deudas. La sentencia fue contraria a Gutenberg, que perdió su imprenta, por lo que la Biblia, cuando se publicó, no era propiedad suya. (Afortunadamente, la historia no terminó ahí; Gutenberg fue ennoblecido al final por el arzobispo de Maguncia, en reconocimiento de su obra.) Pero lo cierto es que puso en marcha una revolución. Se ha calculado que, hacia el año 1500, ya se habían publicado unas 35.000 ediciones distintas de libros («incunables», se los llamó entonces). Esto significa probablemente entre 15 y 20 millones de ejemplares; es posible que en esa fecha hubiese ya menos ejemplares de libros manuscritos en todo el mundo. En el siglo siguiente había entre 150.000 y 200.000 ediciones distintas, y quizá un número diez veces superior de ejemplares. Este cambio cuantitativo se unió a otro de carácter cualitativo; la cultura fruto de la llegada de la imprenta con tipos móviles era tan diferente de cualquier otra de épocas anteriores como lo es de la cultura que da por supuesta la existencia de la radio y la televisión. La edad moderna fue la edad de la imprenta.
Es interesante, aunque natural, que el primer libro impreso en Europa fuese la Biblia, el texto sagrado que constituía el centro de la civilización medieval. Mediante el proceso de impresión, su conocimiento se difundiría como en ninguna otra época anterior y con unos resultados incalculables. En el año 1450, debía de ser muy poco frecuente que un párroco tuviera en su poder una Biblia, o incluso que disfrutara de un fácil acceso a ella. Un siglo después, comenzaba a ser probable que tuviese un ejemplar, y en 1650 habría sido un hecho extraordinario el no tenerla. La primera Biblia alemana se imprimió en 1466, y las traducciones italiana y francesa aparecieron antes de terminar el siglo. En la difusión de los textos sagrados —de los cuales la Biblia solo era el más importante—, laicos piadosos y eclesiásticos por igual invirtieron grandes cantidades de recursos durante cincuenta o sesenta años; las imprentas se instalaron incluso en los monasterios. Mientras tanto, las gramáticas, las historias y, sobre todo, los autores clásicos que ahora eran editados por los humanistas, también se publicaban en número creciente. Otra innovación procedente de Italia fue la introducción de unos tipos más sencillos y claros inspirados en la caligrafía de los estudiosos florentinos, que eran a su vez una copia de la minúscula carolingia.
Las repercusiones no pudieron contenerse. La dominación de la conciencia europea por los medios impresos sería el resultado. Con cierta clarividencia, el Papa sugirió a los obispos en 1501 que el control de la imprenta podría ser la clave para conservar la pureza de la fe. Pero había algo más que una amenaza específica a la doctrina, por importante que esta fuera. La naturaleza del libro también comenzó a cambiar. Lo que había sido una rara obra de arte, cuyos conocimientos misteriosos solo eran accesibles a unos pocos, se convirtió en un instrumento y un artefacto para la mayoría. La imprenta proporcionó nuevos cauces de comunicación a los gobiernos y un nuevo medio a los artistas (la difusión del estilo pictórico y arquitectónico fue mucho más rápida y generalizada en el siglo XVI que en épocas anteriores debido a la creciente disponibilidad de las estampas grabadas), y dio un nuevo impulso a la difusión de la tecnología. Estimularía una inmensa demanda de alfabetización y, por tanto, de enseñanza. Ningún otro cambio señala con tal claridad el final de una época y el comienzo de otra.
Es muy difícil afirmar con exactitud cómo afectaron tales cambios al papel de Europa en la época que se inauguraba de la historia universal. En el año 1500, había mucho que ofrecer para dar seguridad a los escasos europeos que probablemente se pusieran a reflexionar sobre todas estas cosas. Las raíces de su civilización se hallaban en una religión que les enseñaba que eran una gente que viajaba en el tiempo, con la vista en un futuro que resultaba un poco más comprensible y quizá un poco menos aterrador gracias a la contemplación de los peligros que se habían sorteado y a la conciencia de un fin común. En consecuencia, Europa sería la primera civilización consciente del tiempo no como una presión interminable (aunque quizá cíclica), sino como un cambio permanente en cierta dirección, como progreso. El pueblo elegido de la Biblia, al fin y al cabo, se dirigía a alguna parte; no era simplemente un pueblo al que le sucedían cosas inexplicables que debían soportarse pasivamente. De la simple aceptación del cambio, no pasó mucho tiempo hasta que brotase la voluntad de vivir en el cambio, que sería la peculiaridad del hombre moderno. Secularizadas y lejos de sus orígenes, tales ideas podían ser muy importantes; el avance de la ciencia no tardó en ofrecer un ejemplo. También en otro sentido, la herencia cristiana fue decisiva para que, después de la caída de Bizancio, los europeos creyeran que solo ellos la poseían (o en realidad solos, pues entre la gente corriente no se tenía mucha idea de qué podía ser el cristianismo eslavo, nestoriano o copto). Era una idea alentadora para unos hombres que estaban en el umbral de siglos de desarrollo del poder, de descubrimientos y de conquistas. Ni siquiera con el peligro de los otomanos, Europa en el año 1500 no solo era la fortaleza asediada de la Edad Oscura, sino un baluarte del que los hombres comenzaban a salir para contraatacar. Jerusalén había sido abandonada al infiel. Bizancio había caído. ¿Dónde debía estar el nuevo centro del mundo?
Los hombres de la Edad Oscura que perseveraron un tanto en la adversidad y construyeron un mundo cristiano a partir de los escombros del pasado y del talento de los bárbaros lograron, por consiguiente, infinitamente más de lo que podían saber. Pero el desarrollo de tales implicaciones requería tiempo; en el año 1500 había todavía poco que indicase que el futuro pertenecería a los europeos. Contactos como los que mantuvieron con otros pueblos no demostraban en modo alguno la clara superioridad de su proceder. Los portugueses podían manipular a los negros del África occidental para sus propios fines y despojarles de su oro y sus esclavos, pero en Persia o en la India estaban en presencia de grandes imperios cuyo espectáculo a menudo les deslumbraba. Los europeos del año 1500 no eran, en este y en muchos otros aspectos, hombres modernos. No podemos entenderlos sin esfuerzo, ni siquiera cuando hablaban latín, pues su latín tenía connotaciones y asociaciones que estamos condenados a pasar por alto. No era solo la lengua de los hombres instruidos, sino tamnién la de la religión.
En la penumbra del amanecer de la era de la modernidad, el peso de esa religión sigue siendo la pista más certera para conocer la realidad de la primera civilización de Europa. La religión fue una de las reafirmaciones más impresionantes de la estabilidad de una cultura que en este libro se ha examinado casi en su totalidad desde una perspectiva importante, aunque básicamente anacrónica, la del cambio. Salvo en el más corto plazo, el cambio no era algo de lo que la mayoría de los europeos fuesen conscientes en el siglo XV. Para todos los hombres, el factor determinante más profundo de sus vidas continuaba siendo el lento, pero siempre repetido, paso de las estaciones, un ritmo que fijaba claramente la pauta de trabajo y ocio, pobreza y prosperidad, salud y enfermedad, de las rutinas del hogar, el taller y el estudio. Los jueces y los profesores universitarios de algunos países continúan trabajando de acuerdo con un año dividido inicialmente por la necesidad de plantar la cosecha. A este ritmo se imponían los de la religión, cuando la cosecha se había plantado la Iglesia la bendecía y el calendario del año cristiano ofrecía la agenda más detallada para regular la vida de los hombres y mujeres. Parte de ella era muy antigua, incluso precristiana. Existía desde hacía siglos, y difícilmente podía concebirse de otro modo. Regulaba incluso los días de muchas personas, ya que cada tres horas los religiosos eran llamados al culto y la oración en miles de monasterios y conventos por la campana de su monasterio. Cuando podía oírse fuera de los muros, los laicos también fijaban la pauta de su día de acuerdo con ella. Antes de que hubiera llamativos relojes de pared, solo la campana de la iglesia parroquial, catedral o monasterio completaban al sol o a la combustión de una vela como registro del paso del tiempo, y esto lo hacía anunciando la hora de otro acto de culto, y así sucesivamente marcando la inevitable rutina.
Aun siendo verdaderamente revolucionarios, como algunos cambios lo fueron, incluso los más obvios de ellos —el crecimiento de una ciudad, el comienzo de la peste, el desplazamiento de una familia noble por otra, la construcción de una catedral o el derrumbamiento de un castillo—, tenían lugar en un marco extraordinariamente inalterado. Las formas de los campos cultivados por los campesinos ingleses en el año 1500 eran en muchos casos todavía las visitadas por los hombres que los anotaron en el Domesday Book, más de cuatro siglos antes. Y cuando los hombres fueron a visitar a las monjas de Lacock para cerrar su monasterio en la década de 1530, descubrieron, para su asombro, que aquellas damas aristocráticas seguían hablando entre ellas el francés-normando que se empleaba habitualmente en las familias nobles tres siglos atrás.
No debe olvidarse nunca una inercia de proporciones tan inmensas, que resulta más impresionante y poderosa si cabe debido a las efímeras vidas de la mayoría de los hombres y mujeres de la Edad Media. Solo en el humus más profundo de esta sociedad se encontraba un futuro. Quizá, la clave de esa relación del futuro con el pasado pueda situarse en el fundamental dualismo cristiano de esta vida y del mundo venidero, lo terrenal y lo celestial. Esta concepción resultaría un agente irritante de gran valor, secularizado al final como un nuevo instrumento crítico, el contraste entre lo que es y lo que podría ser, entre lo ideal y lo real. En ella, el cristianismo segregó una esencia que sería utilizada en su contra, pues al final haría posible la postura crítica independiente, una ruptura absoluta con el mundo que Aquino y Erasmo habían conocido. Sin embargo, la idea de una crítica autónoma nacería de modo muy gradual; puede encontrarse en muchos presagios entre 1300 y 1700, pero solo estos indicarían que, una vez más, las líneas divisorias nítidas entre lo medieval y lo moderno son una cuestión de comodidad expositiva, no de realidad histórica.