Pocos términos tienen connotaciones tan engañosas como «Edad Media». Esta expresión, de uso totalmente eurocéntrico, carente de significado en la historia de otras tradiciones, encarna la idea negativa según la cual el único interés que ofrecen ciertos siglos es su posición en el tiempo. Fueron señalados y caracterizados por primera vez por personas de los siglos XV y XVI que deseaban recuperar una Antigüedad clásica desaparecida desde hacía mucho tiempo. En aquel pasado remoto, pensaban, la gente había hecho y construido grandes cosas; imbuidas de una sensación de renacimiento y aceleración de la civilización, podían creer que en su propia época se estaban realizando una vez más grandes cosas. Pero entre esos dos períodos de creatividad solo veían un vacío —Medio Evo, Media Aetas, «Edad Media» en latín— definido únicamente por inscribirse entre otras edades, y en sí mismo anodino, sin interés, bárbaro. Fue entonces cuando inventaron la Edad Media.
Esto sucedía no mucho antes de que la gente pudiera ver que había algo más que un simple vacío en este período de unos mil años de historia europea. Uno de los métodos que les permitió disponer de una perspectiva fue la búsqueda de los orígenes de lo que conocían; en el siglo XVII, los ingleses hablaban del «yugo normando» presuntamente impuesto a sus antepasados, y los franceses del siglo XVIII idealizaban a su aristocracia atribuyendo sus orígenes a la conquista franca. Tales reflexiones, sin embargo, eran muy selectivas; en la medida en que se pensaba en la Edad Media como un todo, tales pensamientos solían estar dominados todavía, incluso hace doscientos años, por el desdén. Después, súbitamente, sobrevino un gran cambio. Los hombres y las mujeres empezaron a idealizar aquellos siglos perdidos con el mismo vigor con que sus antepasados los habían ignorado. Los europeos comenzaron a completar su imagen del pasado con novelas históricas de ambiente caballeresco y a llenar el medio rural de imitaciones de castillos de barones habitados por hilanderas y mercaderes. Pero, lo que es más importante, se dedicó un ingente esfuerzo de erudición a estudiar los documentos de aquellos tiempos. Estas iniciativas suponían una mejora, pero todavía quedaban obstáculos por comprender, algunos de los cuales aún permanecen. Se llegaron a idealizar la unidad de la civilización cristiana medieval y la aparente estabilidad de su vida, pero al actuar de ese modo se difuminó la extraordinaria variedad que existía en su seno. Así pues, sigue siendo muy difícil afirmar con seguridad que comprendemos la Edad Media europea, aunque una distinción rudimentaria en este gran lapso parece obvia: los siglos comprendidos entre el final de la Antigüedad y más o menos el año 1000 nos parecen hoy muy semejantes a una época fundacional. Ciertos grandes indicadores establecieron entonces las pautas del futuro, aunque el cambio fue lento y su resistencia, aún incierta. Después, en el siglo XI, puede percibirse un cambio de ritmo. Se aceleran y se vuelven perceptibles nuevos acontecimientos. Con el paso del tiempo, va siendo evidente que están preparando el terreno para algo totalmente distinto. Comienza en Europa una época de aventura y revolución que continuará hasta que la historia europea se fusione con la primera era de historia mundial.
Por todo ello, resulta difícil decir cuándo «termina» la Edad Media. En muchas regiones de Europa persistía aún con firmeza a finales del siglo XVIII, cuando al otro lado del Atlántico acababa de nacer el primer vástago independiente de Europa. Incluso en los nuevos Estados Unidos había muchas personas que, como millones de europeos, seguían aferrándose a una concepción sobrenatural de la vida y a ideas religiosas tradicionales sobre ella, de modo muy parecido a como los hombres y las mujeres medievales habían estado aferrados cinco siglos antes. Muchos europeos continuaron viviendo después una vida que, en sus dimensiones materiales, seguía siendo la de sus antepasados medievales. Pero, en aquel momento, la Edad Media había terminado hacía tiempo en algunos países en cualquier acepción importante. Las antiguas instituciones habían desaparecido o se desmoronaban, llevándose con ellas tradiciones incuestionables de autoridad. En muchos lugares se desarrollaba ya algo que podemos reconocer como la vida del mundo moderno. Al principio esto fue posible, después probable y, finalmente, inevitable en lo que ahora se pueden considerar la segunda fase de formación de Europa y la primera de sus épocas revolucionarias.
LA IGLESIA
La Iglesia constituye un buen punto de partida para el relato de la primera época revolucionaria de Europa. Los cristianos entienden por «Iglesia», como institución terrenal, todo el cuerpo de los fieles, tanto laicos como clérigos. En este sentido, durante la Edad Media la Iglesia llegó a identificarse con la sociedad europea. En el año 1500, solo algunos judíos, viajeros y esclavos se diferenciaban del ingente conjunto de personas que (al menos formalmente) compartían las creencias cristianas. Europa era cristiana. El paganismo explícito había desaparecido del mapa desde España hasta Polonia. Fue un gran cambio cualitativo, además de cuantitativo. Las creencias religiosas de los cristianos eran el origen más profundo de una civilización entera que había madurado durante siglos y que aún no estaba amenazada seriamente por la división ni por mitologías alternativas. El cristianismo definió el propósito de Europa y dio a su vida un objetivo trascendente, permitiendo a los europeos adquirir por primera vez conciencia de sí mismos como miembros de una sociedad determinada.
Es probable que los no cristianos de nuestros días piensen en algo más al hablar de «la Iglesia». La gente emplea el término para describir las instituciones eclesiásticas, las estructuras formales y las organizaciones que mantienen viva la fe y la disciplina del creyente. En este sentido, la Iglesia había recorrido un largo trecho ya en el año 1500. Con todas las salvedades y ambigüedades que la rodeaban, sus éxitos fueron enormes; sus fracasos también debieron de ser grandes, pero dentro de la Iglesia había muchos hombres que insistían en el poder (y el deber) de la Iglesia para enmendarlos. La Iglesia romana, que había sido un remanso de la vida eclesiástica en la Antigüedad tardía, era, mucho antes de la caída de Constantinopla, la poseedora y el centro de un poder y una influencia sin precedentes. No solo había adquirido nueva independencia e importancia, sino que también había otorgado un nuevo carácter a la vida cristiana desde el siglo XI. El cristianismo se volvió después más disciplinado y agresivo. También más rígido; muchas prácticas doctrinales y litúrgicas dominantes hasta el siglo XX tienen menos de mil años; es decir, se instauran cuando más de la mitad de la época cristiana había transcurrido ya.
Los cambios más importantes tuvieron lugar entre 1000 y 1250, y constituyeron una revolución. Sus comienzos se hallan en el movimiento cluniacense. Cuatro de los ocho primeros abades de Cluny fueron canonizados posteriormente; siete de ellos eran hombres excepcionales. Aconsejaban a los papas, actuaban como legados suyos y servían a los emperadores como embajadores. Eran hombres de cultura, a menudo de linaje noble, pertenecientes a las más grandes familias de Borgoña y de los francos occidentales (hecho que contribuyó a ampliar la influencia de Cluny), y apoyaron con decisión la reforma moral y espiritual de la Iglesia. León IX, el Papa con el que se inicia realmente la reforma papal, promovió con entusiasmo las ideas cluniacenses. Apenas residió en Roma, solo seis meses de sus cinco años de pontificado, durante el cual se trasladó de sínodo en sínodo por Francia y Alemania. Una de las primeras consecuencias fue una mayor normalización de la práctica en el seno de la Iglesia, que comenzó a ofrecer un aspecto más homogéneo.
Otro resultado fue la fundación de una segunda gran orden monástica, la cisterciense (que toma su nombre de su primer monasterio, en Cîteaux), por monjes descontentos con Cluny y deseosos de retornar al rigor original de la regla benedictina, en particular mediante la reanudación del trabajo manual. Un monje cisterciense, san Bernardo, sería el máximo líder y predicador de la reforma cristiana y de la cruzada en el siglo XII, y su orden ejerció una influencia generalizada tanto sobre la disciplina monástica como sobre la arquitectura eclesiástica.
El éxito de la reforma se manifestó también en el fervor y la exaltación moral del movimiento cruzado, que a menudo era una manifestación popular auténtica de la religión. Pero las nuevas costumbres también suscitaron oposición, en parte entre el propio clero. Los obispos no siempre recibían de buen grado la intromisión papal en sus asuntos, y el clero parroquial no siempre veía la necesidad de cambiar unas prácticas heredadas que sus feligreses aceptaban (el matrimonio del clero, por ejemplo). La oposición más espectacular a la reforma eclesiástica se manifestó en la gran disputa que ha pasado a la historia con el nombre de «lucha de las investiduras». Es posible que se haya prestado a esta controversia una atención ligeramente desproporcionada y, añadirán algunos, engañosa. Los episodios centrales no se prolongaron más allá de medio siglo, y la cuestión no estaba en modo alguno nítidamente definida. La misma distinción entre Iglesia y Estado, implícita en algunos aspectos de la disputa, era impensable aún para el hombre medieval en cualquier sentido moderno del término. Las prácticas específicas de índole administrativa y jurídica que estaban en discusión, fueron pronto objeto de acuerdo en términos generales, y muchos clérigos sentían más lealtad hacia sus gobernantes laicos que hacia el Papa de Roma. Asimismo, gran parte de lo que estaba en juego era de carácter muy material. Lo que estaba en litigio era la distribución del poder y de la riqueza en el seno de las clases dominantes que nutrían de personal tanto al gobierno real como al eclesiástico en Alemania e Italia, los territorios del Sacro Imperio Romano Germánico. Con todo, otros países se vieron afectados por disputas semejantes —los franceses a finales del siglo XI y los ingleses a comienzos del XII— porque estaba en juego un principio teórico trascendente que no se resolvió por sí solo: ¿cuál era la relación adecuada entre la autoridad laica y la clerical?
La batalla más visible de la lucha de las investiduras se dirimió tras la elección del papa Gregorio VII en el año 1073. Hildebrando (nombre de Gregorio antes de su elección) distaba mucho de ser atractivo como persona, pero fue un Papa de gran valor personal y moral. Había sido consejero de León IX, y durante toda su vida luchó por la independencia y el predominio del papado en la cristiandad occidental. Era italiano, pero no romano, y tal vez esto explique por qué antes de ser Papa desempeñó un papel tan destacado en el traslado de la elección papal al colegio cardenalicio y en la exclusión de ella de la nobleza laica romana. Cuando la reforma se convirtió en un asunto relacionado con la política y el derecho en vez de con la moral y las costumbres (como sucedió en sus doce años de pontificado), es probable que Hildebrando provocase el conflicto en vez de evitarlo. Era amante de la acción resuelta sin reparar demasiado en las probables consecuencias.
Es posible que el conflicto fuese ya inevitable. En el núcleo de la reforma se hallaba el ideal de una Iglesia independiente. León y sus seguidores pensaban que solo podía desempeñar su labor si estaba libre de injerencias laicas. La Iglesia debía distanciarse del Estado y el clero debía vivir de forma distinta a los laicos; debía ser una sociedad diferenciada en el seno de la cristiandad. A partir de este ideal surgieron los ataques contra la simonía (la compra de los ascensos), la campaña contra el matrimonio de los sacerdotes y una lucha encarnizada contra el ejercicio, hasta entonces indiscutible, de la injerencia laica en los nombramientos y ascensos. Este último aspecto dio su nombre a la larga disputa en relación con la «investidura» laica: ¿a quién correspondía legítimamente designar a la persona que debía ocupar un obispado vacante, al soberano temporal o a la Iglesia? Ese derecho se simbolizaba mediante el acto de dar el anillo y el báculo al nuevo obispo cuando era investido.
Otras cuestiones más mundanas también podían suscitar problemas. Es posible que los emperadores estuviesen condenados a entrar antes o después en conflicto con el papado, una vez que este dejó de necesitarlos para hacer frente a otros enemigos, pues habían heredado del pasado grandes aunque dudosas reivindicaciones de autoridad que difícilmente podían abandonar sin luchar. En Alemania, la tradición carolingia había subordinado la Iglesia a una protección real que se confundía fácilmente con dominación. Por otra parte, en Italia el imperio tenía aliados, clientes e intereses que defender. Desde el siglo X, tanto el control práctico del papado por los emperadores como su autoridad formal habían declinado. La nueva fórmula para elegir a los papas dejaba al emperador con un derecho de veto teórico y nada más. La relación de trabajo también se había deteriorado por cuanto algunos papas habían comenzado ya a pisar un terreno resbaladizo al buscar apoyo entre los vasallos del emperador.
El temperamento de Gregorio VII no aportaba elemento moderador alguno en esta situación delicada. Una vez elegido Papa, ocupó su trono sin esperar la sanción imperial, limitándose a informar del hecho al emperador. Dos años después promulgó un decreto sobre la investidura laica. Curiosamente, no se ha conservado el texto auténtico, aunque se conoce su contenido general: Gregorio prohibía a los laicos investir a los clérigos con un cargo episcopal o de otra índole y excomulgaba a algunos consejeros clericales del emperador por considerarles culpables de simonía. Para acabar de arreglarlo, Gregorio llamó a Enrique IV a Roma para que compareciera ante él y se defendiera de las acusaciones de mala conducta.
Enrique respondió al principio a través de la propia Iglesia: hizo que un sínodo alemán declarase depuesto a Gregorio. Esta iniciativa le valió la excomunión, que no habría sido tan importante de no haber tenido poderosos enemigos en Alemania que por entonces contaban con el apoyo del Papa. Enrique tuvo que ceder. Para evitar el juicio ante los obispos alemanes presididos por Gregorio (que ya se había puesto en camino hacia Alemania), Enrique, en un acto de humillación, fue a Canosa, donde esperó descalzo en la nieve hasta que Gregorio aceptó su penitencia. Pero Gregorio no había vencido realmente. Los hechos de Canosa no causaron gran revuelo en la época. La posición del Papa era demasiado extrema, pues iba más allá del derecho canónico para reivindicar una doctrina revolucionaria, según la cual los reyes no eran sino funcionarios que podían ser eliminados cuando el pontífice los considerara incapaces o indignos. Esta posición era casi inconcebiblemente subversiva para unos hombres cuyos horizontes morales estaban dominados por la idea del carácter sagrado de los juramentos de lealtad, y prefiguraba reivindicaciones posteriores de la monarquía papal, pero estaba condenada a ser inaceptable para cualquier rey.
La cuestión de las investiduras se prolongó durante los cincuenta años siguientes. Gregorio perdió la simpatía que se había granjeado mediante la intimidación de Enrique, y hasta el año 1122 no hubo otro emperador que accediera a firmar un concordato que se consideró una victoria papal, aunque disfrazada por la vía diplomática. Pese a todo, Gregorio había sido un auténtico pionero, que había diferenciado a los clérigos y los laicos como nunca se había hecho antes y había formulado unas reivindicaciones sin precedentes en favor de la distinción y la superioridad del poder papal. Se volvería a hablar de ellas en los dos siglos siguientes. Urbano II utilizó la primera cruzada para convertirse en el líder diplomático de los monarcas laicos de Europa, que miraban hacia Roma, no hacia el imperio. Urbano fortaleció también la maquinaria administrativa de la Iglesia; durante su pontificado apareció la curia, una burocracia romana que se correspondía con las administraciones de las casas reales de los monarcas ingleses y franceses. A través de la curia, se fortaleció asimismo el poder papal sobre la Iglesia. En el año 1123, una fecha histórica, se celebró el primer concilio ecuménico en Occidente, y sus decretos se promulgaron en nombre del Papa. Y durante todo el tiempo, la jurisprudencia y la jurisdicción papales se extendían; un número cada vez mayor de disputas jurídicas pasaban de los tribunales eclesiásticos locales a los jueces papales, ya residieran en Roma o celebrasen sus vistas en otras localidades.
El prestigio, el dogma, la habilidad política, la presión administrativa, la práctica judicial y el control de un número cada vez mayor de beneficios respaldaban la nueva supremacía del papado en la Iglesia. En el año 1100, se había realizado el trabajo de base para la aparición de una auténtica monarquía papal. A medida que la lucha de las investiduras remitía, los príncipes seculares estaban cada vez más bien dispuestos hacia Roma y parecía que el papado no había perdido terreno. Hubo una disputa espectacular en Inglaterra por la cuestión del privilegio y la inmunidad del clero con respecto a las leyes sobre la tierra, que sería un problema en el futuro; inmediatamente, condujo al asesinato (y posterior canonización) del arzobispo de Canterbury, Thomas Becket. Pero, en general, las grandes inmunidades jurídicas del clero no fueron puestas en entredicho.
Durante el pontificado de Inocencio III, las pretensiones papales de autoridad monárquica alcanzaron una nueva altura teórica. Es cierto que Inocencio no llegó tan lejos como Gregorio, pues no reivindicó la plenitud absoluta del poder temporal en toda la cristiandad occidental, pero afirmó que el papado había trasladado por su autoridad el imperio de los griegos a los francos. No obstante, el poder papal se utilizaba a menudo todavía en apoyo de las ideas reformadoras, lo cual indica que aún quedaba mucho por hacer. El celibato eclesiástico se generalizó. Entre las nuevas prácticas figuraba la confesión individual frecuente, un poderoso instrumento de control en una sociedad de mentalidad religiosa y atormentada por la ansiedad. Entre las innovaciones doctrinales, a partir del siglo XIII se impuso la teoría de la transustanciación.
El bautismo definitivo de Europa en el período central de la Edad Media fue un gran espectáculo. La reforma monástica y la autoridad papal se aliaron con el esfuerzo intelectual y el despliegue de nuevas riquezas en la arquitectura para convertir este período en el siguiente momento de apogeo de la historia cristiana después de la época de los santos padres. Fue un logro cuya obra fundamental se hallaba, quizá, en los avances intelectuales y espirituales, pero que se hizo más visible en la piedra. Lo que hoy llamamos «arquitectura gótica» fue la creación de este período. Produjo el paisaje europeo que, hasta la llegada del ferrocarril, estuvo dominado o puntuado por la torre o el capitel de una iglesia elevándose sobre una pequeña ciudad. Hasta el siglo XII, los principales edificios de la Iglesia solían ser de carácter monástico; después, comenzó la construcción de la asombrosa serie de catedrales, que siguen siendo una de las grandes glorias del arte europeo de todos los tiempos y que, junto con los castillos, constituyen la arquitectura fundamental de la Edad Media. Al parecer, estas cuantiosas inversiones generaban un gran entusiasmo popular, aunque es difícil penetrar en las actitudes mentales en que se inspiraban. Para intentar comprender su importancia, podría buscarse una analogía en el entusiasmo por la exploración del espacio en el siglo XX, pero esta comparación omite la dimensión sobrenatural de estas grandes construcciones. Eran a la vez ofrendas a Dios y parte esencial de la instrumentalización de la evangelización y la educación sobre la Tierra. Por sus inmensas naves se movían las procesiones de reliquias y las multitudes de peregrinos que habían llegado para verlas. Sus vidrieras estaban llenas de imágenes del relato bíblico, que era el núcleo de la cultura europea; sus fachadas estaban cubiertas de representaciones didácticas del destino que esperaba a los justos y a los injustos. Tampoco es posible evaluar plenamente la repercusión de estas grandes iglesias en la imaginación de los europeos del medievo sin recordar el inmenso contraste que su esplendor suponía respecto a la dura realidad de la vida cotidiana.
El poder y la penetración de la cristiandad organizada se vieron reforzados más aún por las nuevas órdenes religiosas. Destacaron especialmente dos: los franciscanos mendicantes y los dominicos. Los franciscanos eran verdaderos revolucionarios; su fundador, san Francisco de Asís, dejó a su familia para llevar una vida de pobreza entre los enfermos, los necesitados y los leprosos. Los seguidores que pronto se congregaron a su alrededor adoptaron con entusiasmo una vida orientada hacia la imitación de la pobreza y la humildad de Cristo. Al principio, no había organización formal alguna, y Francisco nunca fue sacerdote, pero Inocencio III, aprovechando hábilmente la oportunidad de auspiciar este movimiento divisivo en potencia, les pidió que eligieran un superior. A través de este, la nueva hermandad debía y mantenía una rigurosa obediencia a la Santa Sede. Los franciscanos podían ofrecer un contrapeso a la autoridad episcopal local porque estaba permitido predicar sin la licencia del obispo de la diócesis. Las órdenes monásticas más antiguas vieron en ello un peligro y se opusieron a los franciscanos, pero, a pesar de las disputas internas acerca de su organización, los frailes prosperaron. Al final adquirieron una estructura administrativa, pero siempre fueron los evangelistas de los pobres y del ámbito misionero.
La orden dominica fue fundada para promover un fin más limitado. Su fundador fue un sacerdote castellano que se marchó al Languedoc a predicar a los herejes, los albigenses. A partir de sus compañeros creció una nueva orden predicadora; cuando Domingo murió en el año 1221, sus diecisiete seguidores se habían transformado en más de quinientos frailes. Al igual que los franciscanos, eran mendicantes que habían hecho voto de pobreza y, también como ellos, se lanzaron a la labor misionera. Pero su repercusión fue básicamente intelectual, y se convirtieron en una gran fuerza dentro de una nueva institución de gran importancia que comenzaba a tomar forma: las primeras universidades occidentales. Los dominicos también llegaron a proporcionar buena parte del personal de la Inquisición, una organización concebida para combatir la herejía que apareció a comienzos del siglo XIII. A partir del siglo IV, el clero había instado a la persecución de los herejes, pero la primera condena papal no se produjo hasta el año 1184. Solo durante el pontificado de Inocencio III, la persecución llegó a ser un deber de los reyes católicos. Es cierto que los albigenses no eran católicos, pero existe alguna duda acerca de que deban considerarse realmente incluso herejes cristianos. Sus creencias reflejan doctrinas maniqueas. Eran dualistas, y algunos de estos rechazaban toda creación material por considerarla maligna. Se consideraba que las ideas religiosas heterodoxas suponían una aberración o que, al menos, no se ajustaban a las prácticas sociales y morales. Parece ser que Inocencio III decidió perseguir a los albigenses después del asesinato de un legado papal en el Languedoc, y en el año 1209 se organizó una cruzada contra ellos. La iniciativa atrajo a muchos laicos (especialmente del norte de Francia) debido a la oportunidad que ofrecía de apropiarse rápidamente de las tierras y los hogares de los albigenses, pero también señaló una gran innovación: la unión del Estado y la Iglesia en la cristiandad occidental para sofocar por la fuerza la disidencia que pudiera poner en peligro a uno de los dos poderes. Fue durante mucho tiempo un mecanismo eficaz, aunque nunca por completo.
Al juzgar la teoría y la práctica de la intolerancia medieval, debe recordarse que el peligro en el que la sociedad creía estar inmersa debido a la herejía era terrible: el tormento eterno. Pero la persecución no impidió la aparición de nuevas herejías una y otra vez en los tres siglos siguientes, porque expresaban necesidades reales. La herejía era, en cierto sentido, puesta en evidencia de un vacío en el núcleo del éxito que la Iglesia había alcanzado de modo tan espectacular. Los herejes eran una prueba viva de descontento con el resultado de una batalla larga y a menudo heroica. Otras voces críticas también se harían oír en su momento por métodos distintos. La teoría monárquica papal provocó una contradoctrina; los pensadores afirmarían que la Iglesia tenía una esfera de actividad definida que no se extendía hasta mezclarse en los asuntos seculares. Este auge de la religión mística fue también otro fenómeno que siempre tendió a deslizarse fuera de la estructura eclesiástica. En movimientos como el de los Hermanos de la Vida Común, que seguían las enseñanzas del místico Tomás de Kempis, los laicos crearon prácticas religiosas y formas de devoción que a menudo escapaban al control del clero.
Los movimientos religiosos místicos expresaban la gran paradoja de la Iglesia medieval, que se había elevado hasta un pináculo de poder y riqueza. Hacía uso de las tierras, los diezmos y los tributos papales al servicio de una jerarquía suntuosa cuya grandeza terrena reflejaba la gloria de Dios y cuyas exuberantes catedrales, grandes iglesias monásticas, espléndidas liturgias, fundaciones y bibliotecas eruditas encarnaban la devoción y los sacrificios de los fieles. Pero lo importante de esta enorme concentración de poder y grandeza era predicar una fe en cuyo núcleo se encontraba la glorificación de la pobreza, la humildad y la superioridad de las cosas que no eran de este mundo.
La mundanidad de la Iglesia suscitó crecientes críticas. La identificación de la defensa de la fe con el triunfo de una institución había otorgado a la Iglesia un rostro cada vez más burocrático y legalista. La cuestión había surgido ya en los tiempos de san Bernardo; incluso entonces había demasiados juristas eclesiásticos, se decía. A mediados del siglo XIII, el legalismo era flagrante. El propio papado no tardó en ser criticado. A la muerte de Inocencio III, la Iglesia del consuelo y de los sacramentos había quedado minimizada ya tras el rostro granítico de la centralización. Las reivindicaciones de la religión se confundían con la firmeza de una monarquía eclesiástica que exigía ser liberada de cualquier tipo de limitación. Ya era difícil mantener el gobierno de la Iglesia en manos de hombres de talla espiritual; Marta apartaba a María, porque se necesitaban dotes administrativas y jurídicas para dirigir una maquinaria que generaba cada vez más sus propios fines. Una autoridad mayor que la del Papa, afirmaban algunos, residía en el concilio ecuménico.
En el año 1294, un ermitaño de reconocida piedad fue elegido Papa. Las esperanzas que este hecho suscitó no tardaron en quedar hechas añicos. Celestino V se vio obligado a dimitir al cabo de unas semanas, aparentemente incapaz de imponer sus deseos reformadores a la curia. Su sucesor fue Bonifacio VIII, del que se ha dicho que fue el último Papa medieval porque encarnaba todas las pretensiones del papado en sus aspectos más políticos y arrogantes. Bonifacio era jurista de formación, y por temperamento distaba mucho de ser un hombre espiritual. Mantuvo disputas con los reyes de Inglaterra y Francia, y en el jubileo del año 1300 mandó portar dos espadas delante de él para simbolizar su posesión del poder temporal además del espiritual. Dos años después, afirmó que la creencia en la soberanía del Papa sobre todo ser humano era necesaria para la salvación.
Durante su pontificado, la larga batalla con los reyes llegó a un punto crítico. Casi cien años antes, Inglaterra había sido puesta en interdicto por el Papa; esta espantosa sentencia prohibía la administración de cualquier sacramento mientras el rey no mostrase su arrepentimiento y su deseo de reconciliación. Los hombres y las mujeres no podían bautizar a sus hijos ni recibir la absolución por sus pecados, y en una época de fe se trataba de privaciones espantosas. El rey Juan se había visto obligado a ceder. Un siglo después, las cosas habían cambiado. Muchos obispos y su clero estaban distanciados de Roma, lo cual había socavado también su autoridad. Podían simpatizar con un incipiente sentimiento nacional de oposición al papado, cuyas pretensiones alcanzaron su apogeo durante el pontificado de Bonifacio. Cuando los reyes de Francia e Inglaterra rechazaron la autoridad del Papa, encontraron eclesiásticos que les apoyaron. También contaron con nobles italianos rencorosos que lucharan por ellos. En 1303, algunos (a sueldo de Francia) persiguieron al viejo Papa hasta su ciudad natal y lo capturaron, según se dijo, con una atroz humillación física. Sus conciudadanos liberaron a Bonifacio y este no murió privado de libertad (como Celestino, que había sido encarcelado), aunque lo cierto es que falleció, sin duda por la conmoción, unas semanas después.
Este fue solo el comienzo de una época desfavorable para el papado y, dirían algunos, para la Iglesia. Durante más de cuatro siglos, la Iglesia hubo de enfrentarse a reiteradas y crecientes oleadas de hostilidad que, aunque a menudo se superaron heroicamente, terminaron cuestionando la propia cristiandad. Tanto es así que, al final del papado de Bonifacio, las reivindicaciones jurídicas que había formulado estaban prácticamente fuera de lugar; nadie se movió para vengarle. El fracaso espiritual distraía cada vez más la atención; a partir de este momento, el papado fue condenado más por interponerse en el camino de la reforma que por pedir demasiado a los reyes. Durante mucho tiempo, sin embargo, la crítica tuvo importantes limitaciones. La idea de una crítica autónoma y justificada en sí misma era impensable en la Edad Media; el clero era criticado por sus fallos en su tarea religiosa tradicional.
En el año 1309, un Papa francés trasladó la curia papal a Aviñón, ciudad que pertenecía al rey de Nápoles pero que estaba eclipsada por el poderío de los reyes franceses en cuyas tierras se alzaba. Durante la residencia papal en Aviñón, que se prolongó hasta 1377, hubo también un predominio de cardenales franceses. Los ingleses y los alemanes no tardaron en creer que los papas se habían convertido en un instrumento de los reyes franceses y tomaron medidas contra la independencia de la Iglesia en sus respectivos territorios. Los electores imperiales afirmaron que su voto no requería aprobación ni confirmación del Papa y que el poder imperial solo provenía de Dios.
En Aviñón, los papas vivían en un inmenso palacio, cuya construcción fue un símbolo de su decisión de permanecer lejos de Roma, y cuyo lujo era una muestra de terrenalidad creciente. Lamentablemente, el siglo XIV fue una época de desastre económico; se pedía a una población muy reducida que sufragase un papado cada vez más costoso y, según algunos, extravagante. La centralización continuó generando corrupción —el uso indebido de los derechos papales para conceder puestos vacantes fue un ejemplo obvio— y las acusaciones de simonía y pluralismo tenían cada vez mayor verosimilitud. El comportamiento personal del clero superior discrepaba de forma cada vez más evidente de los ideales apostólicos. Se produjo una crisis incluso entre los franciscanos, al insistir algunos hermanos, los «espirituales», en que se tomaban en serio la regla de pobreza de su fundador, mientras que sus colegas más relajados se negaban a abandonar la riqueza que había acumulado su orden. Las cuestiones teológicas se enredaron con esta disputa. Pronto hubo franciscanos que predicaban que Aviñón era Babilonia, la ramera escarlata del Apocalipsis, y que el derrocamiento del papado estaba al alcance de la mano, mientras que un Papa, afirmando que el propio Cristo había respetado la propiedad, condenó el ideal de la pobreza apostólica y dirigió la Inquisición contra los «espirituales». Fueron quemados por sus predicaciones, pero no antes de conseguir adeptos.
El exilio en Aviñón alimentó un anticlericalismo y un antipapismo populares, diferentes de los de los reyes exasperados contra los sacerdotes que no estaban dispuestos a aceptar su jurisdicción. Muchos clérigos pensaban que las ricas abadías y los obispos mundanos eran señal de una Iglesia que se había secularizado. Esta fue la ironía que mancilló el legado de Gregorio VII. El tono de las críticas se elevó finalmente hasta el punto de que el papado regresó a Roma en 1377, solo para enfrentarse al mayor escándalo de la historia de la Iglesia, un «Gran Cisma». Los monarcas seculares empeñados en disponer de iglesias casi nacionales en sus propios reinos, y un colegio cardenalicio formado por una veintena de integrantes, manipulando el papado con el fin de mantener sus propios ingresos y posiciones, propiciaron al unísono la elección de dos papas, el segundo solo por los cardenales franceses. Durante treinta años, el Papa de Roma y el de Aviñón reclamaron simultáneamente la jefatura de la Iglesia. Ocho años después, había un tercer contendiente. A medida que el cisma continuaba, las críticas dirigidas contra el papado eran más virulentas. El insulto preferido contra los pretendientes del patrimonio de san Pedro fue el de «anticristo». La situación se complicó asimismo debido a la intervención de rivalidades seculares. En términos generales, el Papa de Aviñón contaba como aliados con Francia, Escocia, Aragón y Milán, mientras que el de Roma era apoyado por Inglaterra, los emperadores alemanes, Nápoles y Flandes.
Hubo un momento en que el cisma pareció augurar una renovación y reforma. El instrumento al que los reformadores recurrieron fue un concilio ecuménico o general de la Iglesia; regresar a los tiempos de los apóstoles y de los santos padres como medio para poner orden en la casa papal parecía tener sentido para muchos católicos. Por desgracia para ellos, no salió bien. Se celebraron cuatro concilios. El primero, reunido en Pisa en el año 1409, emprendió el camino con audacia, proclamando la deposición de ambos papas y eligiendo a otro. Ello significó que había tres pretendientes al solio de san Pedro; por otra parte, cuando el nuevo pontífice falleció al cabo de unos meses, se eligió a otro de cuya elección se dijo que estaba mancillada por la simonía (era el primer Juan XXIII, que ya no es reconocido como Papa). El siguiente concilio (Constanza, 1414-1418) destituyó a Juan (aunque era él quien lo había convocado), obligó a abdicar a uno de sus competidores y después depuso al tercer pretendiente. Por fin podía partirse de cero; el cisma se había superado. En 1417 se eligió un nuevo Papa, Martín V. Fue un éxito, pero algunos esperaban más, pues buscaban la reforma y el concilio se había alejado de ella al dedicar su tiempo a la herejía, y el apoyo a la reforma disminuyó una vez restaurada la unidad del papado. Después de que otro concilio (Siena, 1423-1424) hubiese sido disuelto por Martín V por instar a la reforma («era peligroso que el supremo pontífice fuese convocado para dar explicaciones», afirmó), el último se reunió en Basilea (1431-1449), pero fue ineficaz mucho antes de su disolución. El movimiento conciliar no había logrado la reforma deseada y el poder papal había sido restablecido. A partir de este momento, el principio según el cual existía una fuente de autoridad conciliar alternativa dentro de la Iglesia se consideró siempre con sospecha en Roma. Al cabo de unos años se declaró herejía apelar ante un concilio general las decisiones del Papa.
La Iglesia no había estado a la altura de la crisis que se cernía sobre ella. El papado había mantenido su superioridad, pero su victoria solo era parcial; los gobernantes seculares habían recogido los beneficios de los sentimientos antipapales en forma de nuevas libertades para las iglesias nacionales. En cuanto a la autoridad moral de Roma, era evidente que no había sido restablecida, y una de las consecuencias sería un movimiento más perjudicial para la reforma tres cuartos de siglo después. El papado comenzó a tener una apariencia cada vez más italiana, y así continuaría. En los dos siglos siguientes habría algunos papas sombríos, pero esto hizo menos daño a la Iglesia que la transformación paulatina de su sede en un Estado italiano más.
La herejía, siempre seductora, había estallado en una llamarada de fervor reformista durante el período conciliar. Dos hombres relevantes, Wycliff y Hus, actuaron como núcleo de los descontentos a los que el cisma había dado origen. Fueron ante todo reformadores, aunque Wycliff era profesor y pensador más que un hombre de acción. Juan Hus, de origen bohemio, se convirtió en el líder de un movimiento que entrañaba cuestiones nacionales además de eclesiásticas; ejerció una gran influencia como predicador en Praga. Fue condenado por el Concilio de Constanza por sus ideas heréticas sobre la predestinación y la propiedad, y murió en la hoguera en 1415. El gran impulso dado por Wycliff y Hus decayó a medida que sus críticas eran rebatidas, pero habían tocado el nervio del antipapismo nacional que resultaría tan destructivo para la unidad de la Iglesia occidental. Los católicos y los husitas se disputaban todavía Bohemia en encarnizadas guerras civiles veinte años después de la muerte de Hus. Mientras tanto, el papado hacía concesiones en su diplomacia con las monarquías laicas del siglo XV.
El fervor religioso del siglo XV pareció superar cada vez más al aparato central de la Iglesia. Este fervor se manifestó en un flujo continuo de escritos místicos y en nuevas formas de religión popular. Una nueva obsesión por la agonía de la pasión se reflejaba en el arte; nuevas devociones hacia santos, la manía de la flagelación o los estallidos de danzas frenéticas indican una agudización de la excitabilidad. Un ejemplo notable del atractivo y el poder de un predicador popular puede verse en Savonarola, un dominico cuyo inmenso éxito le convirtió durante algún tiempo en dictador moral de Florencia en el decenio de 1490. Pero el favor religioso escapaba a menudo a las estructuras formales y eclesiásticas. En los siglos XIV y XV, gran parte del énfasis de la religión popular era de carácter individual y piadoso. Otra impresión de la insuficiencia tanto de la visión como de la maquinaria dentro de las jerarquías se encuentra también en el descuido de la labor misionera fuera de Europa.
En general, el siglo XV deja la sensación de retirada, de reflujo tras un gran esfuerzo de casi dos siglos. Pero dejar de lado la Iglesia medieval con esa impresión fundamental en nuestra mente sería arriesgarse a un grave malentendido acerca de una sociedad cuyas diferencias con respecto a la nuestra venían determinadas por la religión más que por ningún otro factor. Europa era todavía la cristiandad, y lo seguiría siendo de manera aún más consciente después de 1453. Dentro de sus fronteras, casi toda la vida estaba determinada por la religión. La Iglesia era para la mayoría de los hombres y de las mujeres el único registrador y autentificador de los grandes momentos de su existencia: su matrimonio, el nacimiento y el bautismo de sus hijos, su muerte. Muchos de ellos se entregaban plenamente a la Iglesia; una proporción de la población muy superior a la de nuestros días adoptaba el monacato, pero, aunque pudieran pensar en retirarse al claustro huyendo de una cotidianidad hostil, lo que dejaban atrás no era un mundo secular como el nuestro, totalmente diferenciado de la Iglesia e indiferente hacia ella. La enseñanza, la caridad, la administración, la justicia y enormes segmentos de la vida económica se inscribían en el ámbito y la regulación de la religión. Incluso cuando los hombres atacaban a los clérigos, lo hacían en nombre de las normas que la propia Iglesia les había enseñado. El mito religioso no solo era el origen más profundo de una civilización, sino que seguía siendo la vida de toda la gente. Definía el fin humano y lo hacía en términos de un bien trascendente. Fuera de la Iglesia, la comunidad de todos los creyentes, solo estaba el paganismo. El diablo —concebido de una forma sumamente material— acechaba a quienes se desviaban del camino de la gracia. Si había algunos obispos e incluso papas entre los descarriados, tanto peor para ellos. La flaqueza humana no podía poner en peligro la concepción religiosa de la vida. La justicia de Dios se mostraría y Él separaría las ovejas de las cabras el día de la ira, en el que todas las cosas terminarían.
PRINCIPADOS Y POTENCIAS
La mayoría de la gente de nuestros días está acostumbrada a la idea de Estado. Se acepta generalmente que la superficie terrestre está dividida en organizaciones impersonales que funcionan a través de unas autoridades escogidas de acuerdo con métodos especiales, y que tales organizaciones representan la autoridad pública definitiva para una zona determinada. A menudo se piensa que los estados representan de alguna manera pueblos o naciones. Pero tanto si esto es cierto como si no, los estados son los componentes básicos a partir de los cuales la mayoría de nosotros construiríamos una relación política del mundo moderno.
Nada de esto debía de ser inteligible para un europeo en el año 1000; cinco siglos después, gran parte de ello podría haberlo sido, dependiendo de quién fuese el europeo. El proceso en virtud del cual apareció el Estado moderno, aunque distaba mucho de haber culminado en el año 1500, es uno de los indicadores que delimitan la Edad Moderna de la historia. Las realidades habían aparecido primero, antes que los principios y las ideas. A partir del siglo XIII, muchos gobernantes, normalmente reyes, pudieron incrementar su poder por diversas razones sobre aquellos a quienes gobernaban. Esto se debió a menudo a que solían mantener grandes ejércitos y armarlos con las armas más eficaces. El cañón de hierro se inventó a comienzos del siglo XIV; después le siguió el bronce, y en el siglo siguiente se disponía de grandes armas de hierro fundido. Con su aparición, los grandes hombres dejaron de tener la posibilidad de burlarse de sus gobernantes desde las murallas de los castillos. Asimismo, las ballestas de acero otorgaron una gran ventaja a quienes podían costeárselas. En el año 1500, muchos gobernantes estaban ya en camino de ejercer el monopolio del uso de la fuerza armada dentro de sus territorios. También mantenían más disputas acerca de las fronteras que compartían, y estos litigios expresaban algo más que una simple mejora de las técnicas de vigilancia; señalaban un cambio en el énfasis dentro del gobierno, desde la reivindicación de controlar a unas personas que mantenían una relación determinada con el gobernante a la de controlar a las personas que vivían en cierta zona. La dependencia territorial sustituía a la dependencia personal.
En las aglomeraciones territoriales, el poder real se ejercía cada vez más de manera directa a través de funcionarios a los que, al igual que las armas, había que pagar. Una monarquía que funcionaba a través de vasallos conocidos por el rey, que realizaban gran parte de su trabajo para él a cambio de sus favores y que le apoyaban en el campo cuando sus necesidades iban más allá de las que sus propias posesiones podían suministrar, cedió su lugar a otra en la que el gobierno real estaba en manos de empleados, pagados mediante impuestos (cada vez más en dinero en efectivo, no en especie), cuya recaudación era una de sus tareas más importantes. El pergamino de las cartas y de los archivos comenzó a ceder su puesto en el siglo XVI a las primeras gotas de lo que, con el paso del tiempo, sería la inundación del moderno papel burocrático.
Este esbozo desdibuja por completo aquel cambio de inmensa importancia y complejidad. Estaba relacionado con todas las facetas de la vida, con la religión, las sanciones y la autoridad que esta encarnaba, con la economía, los recursos que ofrecía y las posibilidades sociales que abría o cerraba, con las ideas y la presión que ejercían sobre unas instituciones todavía maleables. Pero el resultado es indudable. De alguna manera, Europa comenzaba en el año 1500 a organizarse de manera distinta a la Europa de los carolingios y los otonianos. Aunque para la mayoría de los europeos los vínculos personales y locales seguirían siendo durante siglos los más importantes con diferencia, la sociedad se institucionalizaba de manera distinta a la época en que incluso las lealtades tribales seguían contando. La relación entre el señor y el vasallo que, con el trasfondo de las imprecisas reivindicaciones del Papa y del emperador, parecía agotar durante tanto tiempo el pensamiento político, cedió su lugar a una idea del poder principesco sobre todos los habitantes de un dominio que, en afirmaciones extremas (como la de Enrique VIII de Inglaterra, que afirmaba que un príncipe no conocía ningún ser superior salvo Dios) era realmente nuevo.
Necesariamente, los cambios en el pensamiento político no tuvieron lugar en todas partes de la misma manera ni al mismo ritmo. En 1800, Francia e Inglaterra llevaban siglos unificadas de una manera en que Alemania e Italia no lo estaban todavía. Pero, allí donde sucedió, el centro del proceso fue normalmente el constante engrandecimiento de las familias reales. Los reyes disfrutaban de grandes ventajas. Si llevaban sus asuntos con cuidado tenían una base de poder más sólida en sus dominios, normalmente grandes (y a veces muy grandes), que la que los nobles habían tenido en sus propiedades más pequeñas. El cargo regio estaba rodeado de un aura misteriosa, que se reflejaba en las solemnes circunstancias de las coronaciones y unciones. Las cortes y las leyes reales parecían prometer una justicia más dependiente y menos costosa que la que podía obtenerse de los señores feudales locales. Los reyes podían apelar, por tanto, no solo a los recursos de la estructura feudal a cuya cabeza —o cerca de ella— estaban, sino también a otras fuerzas exteriores. Una de estas fuerzas que lentamente manifestó una importancia creciente fue el sentido de pertenencia a una nación.
La idea de nación es otro concepto que se da por supuesto en nuestros días, pero debemos tener cuidado para no antedatarla. Ningún Estado medieval era nacional en el sentido actual. No obstante, en el año 1500 los súbditos de los reyes de Inglaterra y Francia podían pensar que eran diferentes de los extraños que no eran sus consúbditos, e incluso considerar a las personas que vivían en la aldea vecina como prácticamente extranjeras. Dos siglos antes, este tipo de distinción se realizaba entre quienes habían nacido dentro y quienes habían nacido fuera del reino, y el sentido de comunidad de la persona autóctona se reforzaba constantemente. Un síntoma fue la aparición de la creencia en los santos patronos nacionales. Aunque las iglesias habían sido consagradas a él en tiempos de los reyes anglosajones, no fue hasta el siglo XIV cuando la cruz roja de san Jorge sobre fondo blanco se convirtió en una especie de uniforme para los soldados ingleses, cuando el santo fue reconocido como protector oficial de Inglaterra (su gesta contra el dragón le fue atribuida en el siglo XII, y podría deberse a que se mezcló su figura con la del legendario héroe griego Perseo). Otros síntomas fueron la redacción de historias nacionales (ya presagiadas por las historias de la edad oscura de los pueblos germánicos) y el descubrimiento de héroes nacionales. En el siglo XII, un galés inventó más o menos la figura mitológica de Arturo, mientras que un cronista irlandés del mismo período construyó un mito no histórico del rey Brian Boru y de su defensa de la Irlanda cristiana contra los vikingos. Pero, sobre todo, había más literatura en lengua vernácula. Primero el español y el italiano, y después el francés y el inglés, comenzaron a romper la barrera situada en torno a la creatividad literaria por el latín. Los antepasados de estas lenguas son reconocibles en cantares de gesta del siglo XII como el Cantar de Roldán, que transformó una derrota de Carlomagno a manos de los habitantes de los Pirineos en la gloriosa resistencia de su retaguardia contra los árabes, o el Poema del Mío Cid, la epopeya de un héroe. Con el siglo XIV llegaron Dante, Langland y Chaucer, que escribieron en lenguas que podemos leer con escasa dificultad.
No debemos exagerar la repercusión inmediata del creciente sentimiento de nación. Durante siglos, la familia, la comunidad local, la religión o el comercio continuaron siendo todavía el centro de la mayoría de las lealtades de la gente. Unas instituciones nacionales como las que podían ver crecer a su alrededor debieron de hacer poco por romper este conservadurismo; en pocos lugares fue algo más que un asunto de los jueces del rey y los recaudadores de impuestos del rey, e incluso en Inglaterra, en algunos aspectos el más nacional de los estados de finales del medievo, mucha gente podría no haberlo visto nunca. Las parroquias rurales y las pequeñas ciudades de la Edad Media, por otra parte, eran verdaderas comunidades, y en épocas normales ofrecían lo bastante que pensar acerca de las responsabilidades sociales. Es realmente necesaria una palabra distinta de nacionalismo para indicar las visiones ocasionales y efímeras de una comunidad del reino que pudiera afectar de vez en cuando a un hombre medieval, o incluso la irritación que pudiera estallar de improviso en una revuelta contra la presencia de extranjeros, ya fueran trabajadores o mercaderes. (El antisemitismo medieval, por supuesto, tenía distintos orígenes.) Pero tales indicios de sentimientos nacionales revelaban ocasionalmente la lenta consolidación del apoyo a nuevos estados en Europa occidental.
Los primeros estados de Europa occidental que abarcaron superficies parecidas a sus sucesores modernos fueron Inglaterra y Francia. Unos millares de normandos habían llegado a la Inglaterra anglosajona desde Francia después de la invasión del año 1066 para formar una nueva clase dominante. Su jefe, Guillermo el Conquistador, les dio tierras, pero conservó más para sí mismo (las posesiones reales eran más extensas que las de sus predecesores anglosajones) y afirmó un señorío definitivo sobre el resto; sería el señor de la tierra y de todos los hombres, tuvieran lo que tuviesen directa o indirectamente de él. También heredó el prestigio y la maquinaria de la antigua monarquía inglesa, un hecho importante pues le elevó decisivamente por encima de sus guerreros, también normandos. Los más grandes entre estos se convirtieron en los condes y los barones de Guillermo, y los menores en caballeros, que al principio gobernaron Inglaterra desde castillos de madera y tierra que se extendieron por todo el país.
Habían conquistado una de las sociedades más civilizadas de Europa, que con los reyes anglonormandos mostró también un vigor poco habitual. Unos años después de la conquista, el gobierno inglés llevó a cabo uno de los actos administrativos más extraordinarios de la Edad Media, la compilación del Domesday Book, un voluminoso estudio de Inglaterra con fines reales. Los datos se tomaron de los jurados de cada condado y distrito, y su minuciosidad impresionó profundamente al cronista anglosajón que anotó amargamente («es vergonzoso anotarlo, pero a él no le pareció vergonzoso hacerlo») que ningún buey, vaca o cerdo escapaba a la atención de los hombres de Guillermo. En el siglo siguiente tuvo lugar un rápido, incluso espectacular, desarrollo de la fuerza judicial de la corona. Aunque las minorías de edad y los reyes débiles conducían de vez en cuando a concesiones reales a los potentados, la integridad básica de la monarquía no fue puesta en peligro. La historia constitucional de Inglaterra es durante cinco siglos la historia de la autoridad de la corona. Esto se debió en gran medida al hecho de que Inglaterra estaba separada por mar de posibles enemigos, excepto por el norte; era difícil que los extranjeros se inmiscuyeran en su política interna, y los normandos seguirían siendo sus últimos invasores de éxito.
Durante mucho tiempo, sin embargo, los reyes anglonormandos fueron algo más que monarcas de un Estado insular. Fueron los herederos de una compleja herencia de posesiones y dependencias feudales que, en su punto más lejano, se extendía hasta el sudoeste de Francia. Al igual que sus seguidores, seguían hablando francés normando. La pérdida de la mayor parte de su herencia «angevina» (de Anjou) a comienzos del siglo XII, fue decisiva para Francia además de para Inglaterra. Las disputas entre una y otra avivaron en ambos territorios el sentimiento de pertenencia a una nación.
Los Capetos habían retenido tenazmente la corona francesa. Desde el siglo X hasta el siglo XIV, sus reyes se sucedieron unos a otros en una secuencia hereditaria sin solución de continuidad. Añadieron a su dominio tierras que constituyeron la base de su poder real. Las tierras de los Capetos también eran ricas. Estaban situadas en el núcleo de la Francia moderna, la zona cerealista situada en torno a París que recibe el nombre de Île-de-France, que durante mucho tiempo fue la única parte del país que llevó el antiguo nombre de Francia, conmemorando de ese modo el hecho de que era un fragmento del antiguo reino de los francos. Los dominios de los primeros Capetos se distinguían así de los otros territorios carolingios occidentales, como Borgoña; en el año 1300, sus vigorosos sucesores habían extendido la antigua «Francia» hasta incluir Bourges, Tours, Gisors y Amiens. En esa fecha, los reyes franceses también habían incorporado Normandía y otras dependencias feudales de los reyes de Inglaterra.
Los grandes feudos y principados feudales que en el siglo XIV (y en épocas posteriores) existían en lo que hoy es Francia hacen que sea incorrecto pensar que el reino de los Capetos era una unidad monolítica. Sin embargo, era una especie de unidad, aunque gran parte de ella se basaba en el vínculo personal. Durante el siglo XIV, esa unidad se vio reforzada por una larga lucha con Inglaterra, que se recuerda con el engañoso nombre de la guerra de los Cien Años. De hecho, entre el año 1337 y 1453 los ingleses y los franceses solo estuvieron en guerra esporádicamente. Una lucha sostenida era difícil de mantener; era demasiado cara. Formalmente, sin embargo, lo que estaba en juego era el mantenimiento por parte de los reyes de Inglaterra de reclamaciones territoriales y feudales en el lado francés del canal de la Mancha; en 1350, Eduardo III había acuartelado sus ejércitos con los de Francia. Por consiguiente, siempre era probable que hubiese motivos engañosos para comenzar la lucha de nuevo, y las oportunidades que ofrecía a los nobles ingleses de obtener botines y dinero por rescates hicieron que la guerra pareciera una inversión viable para muchos de ellos.
A Inglaterra, estas luchas le proporcionaron nuevos elementos para la naciente mitología de la nación (principalmente por las grandes victorias de Crécy y Agincourt) y generaron una desconfianza duradera hacia los franceses. Asimismo, la guerra de los Cien Años fue importante para la monarquía francesa porque contribuyó a poner freno a la fragmentación feudal y derribó un tanto las barreras existentes entre picardos y gascones, normandos y franceses. A largo plazo, la mitología nacional francesa también salió beneficiada; su mayor hito fue el episodio y el ejemplo de Juana de Arco, cuya asombrosa trayectoria acompañó el cambio de equilibrio en la larga lucha contra los ingleses, aunque pocos franceses conocieron su existencia en aquella época. Los dos resultados a largo plazo de la guerra que tuvieron mayor importancia fueron que Crécy condujo poco después a la conquista de Calais por los ingleses y que Inglaterra fue la perdedora a largo plazo. Calais permanecería en poder de los ingleses durante dos siglos y abriría al comercio inglés el camino hacia Flandes, donde un grupo de ciudades fabriles estaban listas para absorber las exportaciones inglesas de lana y, después, de tejidos. La derrota definitiva de Inglaterra significó que su conexión territorial con Francia llegó prácticamente a su fin en el año 1500 (aunque en el siglo XVIII Jorge III poseía todavía el título de «rey de Francia»). Una vez más, Inglaterra se convirtió prácticamente en una isla. A partir de 1453, los reyes franceses pudieron avanzar en la consolidación de su Estado sin verse perturbados por las oscuras reivindicaciones de los reyes de Inglaterra que habían provocado las guerras. Pudieron ponerse a trabajar a sus anchas para imponer su soberanía a los potentados rebeldes. En ambos países, la guerra fortaleció a largo plazo a la monarquía.
El avance hacia una futura consolidación nacional también podía verse en España, donde a finales del siglo XV se alcanzó un grado de unidad que fue sustentado mitológicamente por la Reconquista. Desde el principio, la larga lucha contra el islam dio a la nación española un sabor muy especial debido a su íntima relación con la fe y el fervor cristianos; la Reconquista fue una cruzada que unió a hombres de diferentes orígenes. Toledo se había convertido de nuevo en una capital cristiana a mediados del siglo XII. Cien años después, Sevilla pertenecía al rey de Castilla y la Corona de Aragón gobernaba la gran ciudad árabe de Valencia. En 1340, cuando fue derrotada la última gran ofensiva árabe, el éxito planteó la amenaza de anarquía cuando los turbulentos nobles de Castilla lucharon por hacerse valer. La monarquía se alió con los burgueses de las ciudades. La instauración de un régimen personal más fuerte siguió a la unión de las coronas de Aragón y Castilla merced al matrimonio en 1479 de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, los Reyes Católicos. Esta unificación facilitó la expulsión definitiva de los musulmanes y la creación final de una nación, aunque los dos reinos permanecieron formal y jurídicamente separados durante mucho tiempo. Solo Portugal en la península Ibérica permaneció fuera del marco de la nueva España, y se aferró a una independencia a menudo amenazada por su poderoso vecino.
En Italia y Alemania se encuentran escasos indicios de los respectivos mapas de las futuras naciones. Potencialmente, las reclamaciones de los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico fueron una base importante y amplia del poder político. Pero, a partir del año 1300, habían perdido prácticamente todo el respeto especial que se debía a su título. El último alemán que marchó sobre Roma y obligó a que le coronaran emperador lo hizo en 1328, y constituyó un intento fallido. Una de las razones fue la larga disputa mantenida en el siglo XIII entre emperadores rivales, y otra fue la incapacidad de los emperadores para consolidar la autoridad monárquica en sus diversos dominios.
En Alemania, los dominios de las sucesivas familias imperiales solían estar dispersos y desunidos. La elección imperial estaba en manos de los grandes potentados. Una vez elegidos, los emperadores no tenían una capital especial que sirviese como centro de una incipiente nación alemana. Las circunstancias políticas les impulsaron cada vez más a delegar todo el poder que poseían. Las ciudades importantes empezaron a ejercer los poderes imperiales dentro de sus territorios. En 1356, un documento aceptado provisionalmente como un hito en la historia constitucional alemana (aunque solo registraba un hecho comprobado), la Bula de Oro, nombró a siete príncipes electores que asumieron el ejercicio de casi todos los derechos imperiales en sus propias tierras. Su jurisdicción, por ejemplo, fue absoluta a partir de entonces; ningún recurso contra las decisiones de sus tribunales llegaron al emperador.
Una familia austríaca, la casa de Habsburgo o de Austria, subió finalmente al trono imperial. El primer Habsburgo en ser emperador fue elegido en 1273, pero durante mucho tiempo fue un ejemplo aislado. Con el tiempo, su apellido sería inolvidable, pues la grandeza de los Habsburgo proporcionaría emperadores casi sin solución de continuidad desde la subida al trono de Maximiliano I, que fue coronado emperador en 1493 e inauguró la gran época de su casa, hasta el final del imperio en 1806. E incluso después de esa fecha mantuvieron su influencia durante un siglo más como gobernantes de un gran estado. Los Habsburgo comenzaron con una ventaja importante; para ser príncipes alemanes, eran ricos. Pero sus recursos más importantes solo estuvieron disponibles después de un matrimonio que al final les permitió heredar el ducado de Borgoña, el más próspero de los estados europeos del siglo XV y que incluía gran parte de los Países Bajos. Otras herencias y matrimonios añadirían Hungría y Bohemia a sus posesiones. Por primera vez desde el siglo XIII, parecía posible que una unidad política sólida pudiera imponerse en Alemania y Europa central; el interés de la familia Habsburgo por unir los territorios dinásticos diseminados tenía ahora un posible instrumento en la dignidad imperial.
Para entonces, el imperio había dejado de importar prácticamente al sur de los Alpes. La lucha para conservarlo se había complicado hacía tiempo con la política italiana: los contendientes de los feudos que atormentaban las ciudades italianas se llamaban a sí mismos güelfos y gibelinos mucho después de que esos nombres hubieran dejado de significar, como lo habían hecho en otros tiempos, fidelidad al Papa o al emperador, respectivamente. A partir del siglo XIV no hubo dominio imperial alguno en Italia, y los emperadores difícilmente viajaban a la península, excepto para ser entronizados con la corona lombarda. La autoridad imperial era delegada en «vicarios» que convirtieron sus unidades vicarias en entidades tan independientes en la práctica como los electorados de Alemania. Estos gobernantes y sus vicariados recibían títulos, algunos de los cuales perduraron hasta el siglo XIX; el ducado de Milán fue uno de los primeros. Pero otros estados italianos tenían orígenes diferentes. Además del sur normando (el llamado «Reino de las dos Sicilias»), estaban las repúblicas, de las cuales Venecia, Génova y Florencia eran las más importantes.
Las ciudades-república representaban el resultado de dos grandes tendencias a menudo entrelazadas en la antigua historia de Italia, el movimiento «comunal» y el auge de la riqueza comercial. En los siglos X y XI, en gran parte del norte de Italia, las asambleas generales de los ciudadanos se habían transformado en gobiernos efectivos en muchas ciudades. A veces estas asambleas se llamaban a sí mismas parliamenta o, cabría decir, asambleas ciudadanas, y representaban a las oligarquías municipales que se aprovecharon del resurgimiento del comercio que comenzó a percibirse a partir del año 1100. En el siglo XII, las ciudades lombardas se alinearon contra el emperador y le derrotaron. A partir de aquel momento, gobernaron sus propios asuntos internos.
Empezaba una edad de oro para Italia, que duraría hasta el siglo XIV. El mayor beneficiario del resurgimiento del comercio a partir del año 1100 fue Venecia, cuya contribución a esa reactivación resultó importante. Aunque dependía formalmente de Bizancio, Venecia se veía favorecida desde hacía tiempo por el distanciamiento respecto de los problemas de la Europa interior que le permitía su situación geográfica en un grupo de islas situadas en una laguna de aguas poco profundas. La gente ya acudía a ella huyendo de los lombardos. Además de ofrecer seguridad, la geografía también imponía un destino; Venecia, como sus ciudadanos gustarían de recordar después, estaba casada con el mar, y una gran fiesta de la república conmemoraba este hecho desde hacía tiempo mediante el acto simbólico de arrojar un anillo a las aguas del Adriático. Los ciudadanos venecianos tenían prohibido adquirir propiedades en el continente, y concentraban sus energías en el imperio comercial de ultramar. Venecia se convirtió en la primera ciudad de Europa occidental que vivió del comercio. También fue la más próspera saqueadora del imperio de Oriente, y libró y ganó una larga lucha con Génova por la supremacía comercial en dicha zona. Pero había suficiente para todos: Génova, Pisa y los puertos catalanes prosperaron con el resurgimiento del comercio mediterráneo con Oriente.
Gran parte del mapa político de la Europa moderna estaba trazado ya en el año 1500. Portugal, España, Francia e Inglaterra eran reconocibles en su forma moderna, aunque en Italia y Alemania, donde la lengua vernácula definía la idea de nación, no había correspondencia entre la nación y el Estado. Por otra parte, esa institución estaba lejos de disfrutar de la firmeza que después adquirió. Los reyes de Francia no eran reyes de Normandía, sino duques. Los diferentes títulos simbolizaban diferentes poderes jurídicos y prácticos en diversas provincias. Había muchas de tales supervivencias complejas; los vestigios constitucionales impregnaban la idea de la soberanía monárquica, y podían proporcionar excusas para la rebelión. Una explicación del éxito de Enrique VII, el primero de los Tudor, fue que, mediante acertados matrimonios, extrajo gran parte del veneno que quedaba en la enconada lucha de las grandes familias que habían complicado a la corona inglesa en la guerra de las Dos Rosas del siglo XV, pero aún llegarían otras rebeliones feudales.
Había aparecido una limitación al poder monárquico que tenía un aspecto claramente moderno. En los siglos XIV y XV, pueden encontrarse los primeros ejemplos de los organismos representativos de carácter parlamentario que son tan característicos del Estado moderno. El más famoso de ellos, el Parlamento inglés, era el más maduro en el año 1500. Sus orígenes son complejos y han sido objeto de grandes debates. Una de sus raíces es la tradición germánica, que imponía a un gobernante la obligación de dejarse aconsejar por sus grandes hombres y de actuar siguiendo tales recomendaciones. La Iglesia también era un temprano exponente de la idea representativa, de la que hacía uso, entre otras cosas, para obtener impuestos para el papado. Era también un mecanismo que unía a las ciudades con los monarcas; en el siglo XII, los representantes de las ciudades italianas eran convocados a la Dieta del imperio. Al terminar el siglo XIII, la mayoría de los países habían conocido ejemplos de convocatorias de representantes con plenos poderes para asistir a asambleas organizadas por los príncipes a fin de encontrar nuevas fórmulas de recaudación de impuestos.
Este era el meollo del asunto. El nuevo (y más costoso) Estado debía obtener nuevos recursos. Una vez convocados, los príncipes descubrieron que los órganos representativos tenían otras ventajas. Permitían escuchar las voces de gente distinta de los potentados. Proporcionaban información de ámbito local y tenían un valor propagandístico. En algunos se planteó incluso la idea de que la recaudación de impuestos requería el consentimiento y de que alguien distinto de la nobleza tenía interés y, por consiguiente, debía tener voz en la administración del reino. Fueron pasos decisivos para una futura democracia.
TRABAJO Y VIDA
A partir del año 1000, aproximadamente, otro cambio fundamental se puso en marcha en Europa: comenzó a ser más rica. En consecuencia, fueron más los hombres que empezaron a adquirir lentamente una libertad de elección prácticamente desconocida en épocas anteriores; la sociedad se volvió más variada y compleja. A pesar de su lentitud, fue una revolución; la riqueza comenzó a crecer por fin con mayor rapidez que la población. Esta mejora no fue evidente en modo alguno en todas partes ni en la misma medida, y estuvo empañada por un grave retroceso en el siglo XIV. Sin embargo, el cambio fue decisivo y lanzó a Europa a una carrera de crecimiento económico que perduraría hasta nuestros días.
Un índice rudimentario pero en modo alguno engañoso es el crecimiento demográfico. Solo podemos realizar estimaciones aproximadas, pero estas se basan en datos más fiables que los disponibles para cualquier período anterior. Es improbable que los errores que contienen distorsionen en gran medida la tendencia general. Los datos indican que una Europa de unos 40 millones de personas en el año 1000 creció hasta los 60 millones en los dos siglos siguientes. Parece ser que, posteriormente, el crecimiento se aceleró todavía más, hasta alcanzar un punto máximo de aproximadamente 73 millones de habitantes hacia el año 1300, después del cual existen indudables pruebas de declive. Se intuye que la población total descendió hasta unos 50 millones en 1360, y no comenzó a aumentar hasta los albores del siglo XV. Después comenzó a crecer de nuevo, y el incremento global no se ha interrumpido.
Naturalmente, la tasa de crecimiento variaba incluso de una aldea a otra. Los territorios del Mediterráneo y de los Balcanes no lograron duplicar su población en cinco siglos, y en 1450 habían vuelto a descender hasta niveles solo ligeramente superiores a los del año 1000. Lo mismo parece ser cierto en el caso de Rusia, Polonia y Hungría. Sin embargo, Francia, Inglaterra, Alemania y Escandinavia triplicaron probablemente su población antes del año 1300, y tras sufrir graves retrocesos en los cien años siguientes, seguían duplicando la población del año 1000. Dentro de cada país también podían existir contrastes entre zonas muy cercanas entre sí, pero el efecto global es indiscutible; la población creció en términos generales como en ninguna época anterior, aunque de modo desigual, con un aumento mayor en el norte y el oeste que en el Mediterráneo, los Balcanes y Europa oriental.
La explicación del crecimiento demográfico reside en el suministro alimentario y, por consiguiente, en la agricultura, que durante mucho tiempo fue la única fuente importante de nueva riqueza. Para obtener más alimentos, era necesario cultivar más tierras y aumentar su productividad. De este modo comenzó el aumento de la producción de alimentos, que ha continuado desde entonces. Europa tenía grandes ventajas naturales (que ha conservado) en sus temperaturas moderadas y sus precipitaciones favorables, y estos factores, unidos al relieve físico, cuya característica predominante es una extensa llanura septentrional, le han dado siempre una gran superficie de tierra agrícola potencialmente productiva. Grandes extensiones de territorio que aún eran salvajes y estaban cubiertas de bosques en el año 1000, comenzaron a cultivarse en los siglos siguientes.
La tierra no faltaba en la Europa medieval, y una población creciente proporcionaba la mano de obra necesaria para roturarla y labrarla. Aunque lentamente, el paisaje cambió. Los grandes bosques se reducían gradualmente a medida que las aldeas ampliaban sus campos de cultivo. En algunos lugares, los terratenientes y los gobernantes fundaban deliberadamente nuevas colonias. La construcción de un monasterio en un punto remoto —como muchos se construyeron— era a menudo el nacimiento de un nuevo núcleo de cultivo o ganadería en un desierto casi vacío de maleza y árboles. Algunas tierras nuevas se ganaban al mar o a las zonas pantanosas. En el este, muchas fueron confiscadas como consecuencia de la colonización del primer Drang nach Osten alemán. La colonización en los territorios orientales fue fomentada de modo tan deliberado como lo sería después en la Inglaterra isabelina, durante la primera época de la colonización de América del Norte.
La irrupción en nuevas tierras se frenó hacia el año 1300. Se advertían incluso señales de un exceso de población. El primer gran aumento de la tierra de labor y de pastoreo había terminado, y había tenido lugar un imprescindible incremento de la productividad. Algunos afirman que, en algunos lugares, se llegó a duplicar la producción. Este aumento fue en parte el resultado del lento incremento de los cultivos, la consecuencia de la alternancia de barbecho y siembra, del lento enriquecimiento del suelo, pero también se habían introducido nuevos cultivos. Aunque el de cereales seguía siendo la principal actividad de los agricultores del norte de Europa, la aparición de diversos tipos de legumbres en grandes cantidades a partir del siglo X supuso la devolución de una cantidad superior de nitrógeno al suelo. En el siglo XIII, aparecen los primeros manuales de práctica agraria y la primera contabilidad agrícola, una innovación monástica. El cultivo más especializado conllevó la tendencia a emplear peones asalariados en vez de siervos que realizaban un trabajo obligatorio. En el año 1300, es probable que la mayoría de los siervos domésticos de Inglaterra fuesen reclutados y pagados como mano de obra libre, y probablemente también un tercio de los campesinos. Los vínculos de servidumbre se relajaban, y una economía monetaria se propagaba lentamente por el medio rural.
Algunos campesinos se beneficiaron de la incipiente economía fiscal, pero el aumento de la riqueza iba a parar normalmente al terrateniente, que se llevaba la mayor parte de los beneficios. La mayoría de los campesinos seguían llevando unas vidas pobres y fatigosas, comiendo pan de mala calidad y diversas gachas de cereales, sazonadas con hortalizas y solo ocasionalmente con pescado o carne. Los cálculos sugieren que consumían alrededor de dos mil calorías diarias (cifra que coincide aproximadamente con la calculada para la ingestión diaria media de un ciudadano sudanés en 2004), y esta dieta debía sostenerlos para el intenso trabajo. Si cultivaban trigo no comían la harina, sino que la vendían a las personas de mejor posición económica, y guardaban la cebada o el centeno para alimentarse. Tenían poco margen para la mejora personal. Aun cuando el control jurídico de su señor a través del trabajo vinculado se hizo menos firme, dicho amo conservaba el monopolio práctico de los molinos y las carretas, que los campesinos necesitaban para trabajar la tierra. Los «aranceles» o impuestos por protección se recaudaban sin distinguir entre propietarios de alodios y arrendatarios, y apenas podía oponerse resistencia.
El aumento de los cultivos comerciales con destino a unos mercados cada vez más numerosos transformó gradualmente el señorío autosuficiente en una unidad que producía para la venta. Sus mercados se encontraban en las ciudades, que crecieron sin cesar entre los años 1100 y 1300; la población urbana aumentó con mayor rapidez que la rural. Se trata de un fenómeno complejo. La nueva vida urbana era en parte un resurgimiento paralelo al del comercio, y en parte un reflejo del crecimiento demográfico. Decidir qué fue primero es evocar el problema del huevo y la gallina. Algunas nuevas ciudades crecieron en torno a un castillo o un monasterio. En algunos casos, esto condujo a la fundación de un mercado. Muchas nuevas ciudades, especialmente en Alemania, se establecían deliberadamente como colonias. En conjunto, las ciudades antiguas crecieron —París debía de tener unos 80.000 habitantes en 1340, y Venecia, Florencia y Génova eran probablemente comparables—, pero pocas eran tan grandes. En la Alemania del siglo XIV, solo había quince ciudades de más de 10.000 habitantes, y Londres, con unos 35.000, era por aquel entonces la ciudad inglesa más poblada con diferencia. De las grandes ciudades medievales, solo las del sur habían sido centros romanos importantes. Las nuevas ciudades tendían a estar vinculadas claramente a las posibilidades económicas. Eran mercados, o se alzaban en grandes rutas comerciales como los ríos Mosa y Rin, o se agrupaban en una zona de producción especializada como Flandes, donde, ya a finales del siglo XII, Ypres, Arras y Gante eran célebres por la manufactura de tejidos, o Toscana, también una región productora de paños. El vino era una de las principales mercancías agrícolas que ocupaba un lugar preponderante en el comercio internacional, hecho que respaldó el desarrollo temprano de Burdeos. Los puertos se convertían a menudo en centros metropolitanos de las regiones marítimas, como en el caso de Génova y Brujas.
La reactivación comercial fue más visible en Italia, donde el comercio con el mundo exterior fue reanudado, sobre todo, por Venecia. En aquel gran centro comercial, las actividades bancarias se separaron por vez primera del cambio de moneda. A mediados del siglo XII, cualquiera que fuese la situación política del momento, los europeos disfrutaban de un comercio continuo no solo con Bizancio, sino también con el Mediterráneo árabe. Más allá de esos límites, un mundo más amplio también se veía afectado. A comienzos del siglo XIV, el oro transahariano procedente de Mali palió la escasez de ese metal en lingotes en Europa. En aquella época, los mercaderes italianos actuaban desde hacía tiempo en Asia central y China. Vendían esclavos procedentes de Alemania y Europa central a los árabes de África y del Mediterráneo oriental. Compraban paños flamencos e ingleses y los llevaban a Constantinopla y el mar Negro. En el siglo XIII se realizó el primer viaje por mar de Italia a Brujas, trayecto para el que hasta entonces se habían utilizado el Rin, el Ródano y las rutas terrestres. Se construyeron carreteras a través de los pasos alpinos. El comercio alimentaba al comercio, y las ferias del norte de Europa atraían a otros mercaderes del nordeste. Las ciudades alemanas de la Hansa, la liga que controlaba el Báltico, ofrecían una nueva salida para los tejidos de Occidente y las especias de Oriente. No obstante, el coste del transporte terrestre siempre era alto; enviar mercancía de Cracovia a Venecia por tierra cuadriplicaba el precio.
La geografía económica de Europa se revolucionó a través del comercio. En Flandes y los Países Bajos, el resurgimiento económico no tardó en generar una población lo bastante numerosa como para estimular la innovación agrícola. Las ciudades que pudieron escapar a los monopolios paralizadores de los primeros centros fabriles, disfrutaron con mayor rapidez de la nueva prosperidad. Uno de los resultados visibles fue una gran oleada de edificación. No fueron solo las casas y las sedes de los gremios de unas ciudades que estrenaban prosperidad, sino que la actividad constructora dejó también un glorioso legado en las iglesias de Europa, no solo las grandes catedrales, sino la multitud de magníficas iglesias.
La construcción fue una expresión fundamental de la tecnología medieval. La arquitectura de una catedral planteaba problemas de ingeniería tan complejos como los de un acueducto romano; en su resolución, el ingeniero se destacó de los artesanos medievales. La tecnología medieval no era científica en el sentido moderno, pero alcanzó grandes cotas mediante la acumulación de experiencia y de reflexión sobre ella. Posiblemente, su logro más importante fue el aprovechamiento de otras formas de energía para suplir el trabajo de los músculos y, por consiguiente, para desplegar la energía muscular de manera más eficaz y productiva. Así, el torno, la polea y el plano inclinado facilitaron el traslado de cargas pesadas, aunque el cambio fue más evidente en la agricultura, en la que las herramientas metálicas habían comenzado a generalizarse a partir del siglo X. El arado de hierro había permitido labrar los suelos más duros de los valles; como era necesaria una pareja de bueyes para tirar de él, el paso siguiente fue la adopción de un yugo más eficaz y, con él, una tracción más eficiente. El balancín y la collera para el caballo también hicieron posible transportar cargas más pesadas. No hubo muchas innovaciones, pero fueron suficientes para permitir un considerable aumento del control de los agricultores sobre la tierra. También impusieron nuevas exigencias. El uso de caballos suponía la necesidad de cultivar más grano para alimentarlos, y esto condujo a nuevas rotaciones de cultivos.
Otra innovación fue la propagación de la molienda; tanto los molinos de viento como los de agua, conocidos primero en Asia, se habían difundido por Europa ya en el año 1000. En los siglos siguientes se destinaron cada vez a más usos. El viento sustituyó a menudo a la fuerza muscular para moler alimentos, como ya había hecho en la evolución de unas embarcaciones mejores. Cuando era posible, el agua se utilizaba para suministrar energía para otras actividades industriales. Hacía funcionar los martillos tanto para abatanar como para forjar (aquí la invención del cigüeñal fue de la máxima importancia), un elemento esencial en la gran expansión de la industria metalúrgica europea en el siglo XV, estrechamente relacionada, además, con el aumento de la demanda para una innovación tecnológica de un siglo atrás, la artillería. Los mazos movidos por agua se utilizaban también para la fabricación de papel. La invención de la imprenta dio pronto a esta industria una importancia que podría haber superado incluso a la de la nueva metalurgia de Alemania y Flandes. La imprenta y el papel también tenían su propio potencial revolucionario, porque los libros permitieron la difusión de técnicas con mayor rapidez y facilidad. Algunas innovaciones fueron tomadas simplemente de otras culturas; así, la rueca llegó a la Europa medieval desde la India (aunque la aplicación de un pedal para impulsarla con el pie parece que fue un invento europeo del siglo XVI).
Con independencia de las matizaciones que sea necesario efectuar, es evidente (aunque solo sea a partir de los hechos que siguieron) que en 1500 se disponía de una tecnología que ya se expresaba en una cuantiosa inversión de capital. Hacía más fácil que en cualquier época precedente la acumulación de nuevos capitales para las empresas de manufactura. La disponibilidad de este capital debió de ser mayor, por otra parte, a medida que los nuevos mecanismos facilitaban las actividades. Los italianos de la Edad Media inventaron gran parte de la contabilidad moderna, así como nuevos instrumentos de crédito para la financiación del comercio internacional. La letra de cambio aparece en el siglo XIII, y con ella y con los primeros banqueros auténticos nos hallamos al borde del capitalismo moderno. La responsabilidad limitada aparece en Florencia en 1408. Pero, aunque semejante cambio con respecto al pasado era implícitamente colosal, es fácil exagerarlo si no recordamos su escala. A pesar de la magnificencia de sus palacios, las mercancías transportadas en un año por las embarcaciones de la Venecia medieval podrían haberse cargado cómodamente en un solo buque moderno de grandes dimensiones.
A pesar de los avances, los cambios económicos también fueron precarios. Durante siglos, la vida económica fue frágil, y siempre estuvo al borde del hundimiento. La agricultura medieval, a pesar de los progresos realizados, padecía una ineficiencia atroz. Maltrataba la tierra y la agotaba. Se le restituía poco de forma deliberada a excepción de estiércol. A medida que resultó más difícil encontrar nuevas tierras, las propiedades familiares se volvieron más pequeñas; es probable que la mayoría de las familias europeas cultivasen menos de tres hectáreas alrededor del año 1300. Solo en un número reducido de lugares (el valle del Po era uno de ellos) se efectuaron grandes inversiones en regadíos colectivos o en mejoras. Sobre todo, la agricultura era vulnerable a la meteorología; dos malas cosechas seguidas a comienzos del siglo XIV redujeron la población de Ypres en un 10 por ciento. La hambruna a escala local casi nunca podía compensarse mediante importaciones. Los caminos se habían deteriorado desde la época romana, las carretas eran rudimentarias y, en su mayor parte, las mercancías debían transportarse a lomos de caballos o mulas. El transporte por vía marítima o fluvial era más barato y rápido, pero casi nunca podía satisfacer las necesidades. El comercio también podía tener sus dificultades políticas; la invasión otomana causó una recesión gradual en el comercio con Oriente en el siglo XV. La demanda era todavía lo bastante reducida como para que un cambio muy pequeño determinase el destino de las ciudades; así, la producción de tejidos en Florencia e Ypres se redujo en dos tercios en el siglo XIV.
Es muy difícil generalizar, pero hay un aspecto sobre el que no existe duda alguna: en el siglo XIV tuvo lugar un retroceso grande y acumulativo. Se registró un súbito aumento de la mortalidad, que no se produjo en todas partes al mismo tiempo, pero que fue notable en muchos lugares tras una serie de malas cosechas hacia el año 1320. El fenómeno se inició con un lento descenso de la población, que súbitamente se convirtió en una catástrofe con la aparición de enfermedades epidémicas a las que a menudo se denomina con el nombre de una de ellas, la «peste negra» de 1348-1350, que fue el brote más mortífero pero que sin duda ocultó muchas otras enfermedades mortales que azotaron Europa al mismo tiempo y en fechas posteriores. Los europeos también morían de tifus, gripe y viruela, enfermedades que contribuyeron a una gran catástrofe demográfica. En algunas zonas llegó a morir la mitad o un tercio de la población; se ha calculado que, en Europa en conjunto, el total de víctimas mortales ascendió a la cuarta parte de la población. Una investigación papal situó la cifra en más de 40 millones. Toulouse era una ciudad de 30.000 habitantes en 1335, y un siglo después solo vivían en ella 8.000 personas; 1.400 murieron en tres días en Aviñón.
No había un modelo universal, pero toda Europa se estremeció bajo estos golpes. En casos extremos, estalló una especie de locura colectiva. Los pogromos de judíos eran una expresión corriente de la búsqueda de chivos expiatorios o de los culpables de propagar la peste; la ejecución en la hoguera de brujas y herejes fue otra. La psique europea llevó una cicatriz durante el resto de la Edad Media, que vivió obsesionada por las imágenes de la muerte y la condenación en la pintura, la escultura y la literatura. La fragilidad del orden establecido ilustraba la precariedad del equilibrio entre alimentos y población. Cuando las enfermedades mataban a un número suficiente de personas, la producción agrícola podía hundirse, y entonces los habitantes de las ciudades podían morir de hambre si no lo habían hecho ya de peste. Es probable que un período de estancamiento de la productividad se hubiese alcanzado ya hacia el año 1300. Tanto las técnicas disponibles como las nuevas tierras fácilmente accesibles para el cultivo habían llegado a un límite, y algunos estudiosos han encontrado indicios de que la presión demográfica seguía de cerca los pasos de los recursos ya en esa fecha. De todo esto se derivó el enorme retroceso del siglo XIV y, después, la lenta recuperación en el XV.
No es sorprendente que una época de convulsiones y catástrofes tan colosales estuviese marcada por violentos movimientos sociales. En los siglos XIV y XV, tuvieron lugar en toda Europa levantamientos campesinos. La jacquerie francesa del año 1358, que ocasionó más de 30.000 muertes, y la revuelta de los campesinos ingleses en 1381, que durante algún tiempo tuvieron la ciudad de Londres en su poder, fueron especialmente notables. Las raíces de la rebelión se hallaban en el aumento de las exigencias de los terratenientes, espoleados por la necesidad, y en las nuevas demandas de los recaudadores de impuestos reales. Unidas al hambre, la peste y la guerra, hicieron intolerable una existencia siempre miserable. «Hemos sido hechos hombres a semejanza de Cristo, pero nos tratáis como a bestias salvajes», era la queja de los campesinos ingleses que se rebelaron en 1381. No deja de ser significativo que apelasen a las normas cristianas de su civilización.
Una catástrofe demográfica de tal magnitud hizo que, paradójicamente, mejorasen las cosas para algunos pobres. Un resultado obvio e inmediato fue la grave escasez de mano de obra; la reserva de subempleados permanentes se había agotado brutalmente. La consecuencia fue el aumento de los salarios reales. Una vez absorbido el impacto inmediato de las catástrofes del siglo XIV, es posible que el nivel de vida de los pobres mejorase ligeramente, pues el precio de los cereales tendió a bajar. La tendencia de la economía, incluso en el medio rural, a avanzar hacia una base monetaria se aceleró merced a la escasez de mano de obra. En el siglo XVI, la mano de obra sierva y el estatus servil habían perdido mucho terreno en Europa occidental, especialmente en Inglaterra. Este hecho debilitó la estructura señorial, y las relaciones feudales se agruparon a su alrededor. Asimismo, los terratenientes hubieron de enfrentarse súbitamente a la caída de sus ingresos en concepto de rentas. En los dos siglos anteriores, los hábitos de consumo de las personas de posición económica más desahogada se habían encarecido, y luego los dueños de propiedades dejaron súbitamente de acumular más prosperidad. Algunos terratenientes se adaptaron. Pudieron, por ejemplo, pasar del cultivo, que requería mucha mano de obra, a la cría de ovejas, que requería poca. En España, existía todavía la posibilidad de tomarlas y vivir directamente de ellas. Las propiedades de los musulmanes eran la recompensa del soldado de la Reconquista. En otros lugares, muchos terratenientes se limitaron a dejar que las tierras más pobres pasasen a ser eriales.
Es muy difícil precisar las consecuencias, pero no cabe duda de que iban a estimular cambios sociales nuevos y más rápidos. La sociedad medieval cambió espectacularmente, y a veces de manera dispar, entre los siglos X y XVI. Incluso al final de aquella época, sin embargo, dicha transformación parecía todavía casi inimaginablemente remota. La obsesión por el estatus y la jerarquía es una muestra de esta afirmación. El hombre europeo medieval se definía por su estatus jurídico. En vez de ser un átomo social individual, por así decirlo, era el punto en el que convergían varias coordenadas. Algunas de ellas venían determinadas por el nacimiento, cuya expresión más evidente era la idea de nobleza. La sociedad noble, que seguiría siendo una realidad en algunos lugares hasta el siglo XX, estaba presente ya en sus elementos esenciales en el siglo XIII. Gradualmente, los guerreros se habían transformado en terratenientes. A partir de ese momento, el linaje adquirió importancia porque había herencias por las que litigar. Un indicio de ello fue el auge de las ciencias de la heráldica y la genealogía, que han disfrutado de una vida próspera hasta nuestros días. El primer duque inglés fue nombrado en 1337, como expresión de la tendencia a encontrar fórmulas para destacar a los mayores potentados de entre sus pares. Las cuestiones simbólicas relativas a la preeminencia fueron objeto de un intenso interés; estaba en juego el rango. De aquí nació el horror al menosprecio, a la pérdida de estatus que podía producirse para una mujer como consecuencia de un matrimonio desigual o, para un hombre, de la contaminación por una ocupación baja. Durante siglos, se daría por supuesto que solo las armas, la Iglesia o la administración de las propiedades eran ámbitos de trabajo aptos para los nobles en la Europa septentrional. El comercio, sobre todo, les estaba vedado, salvo a través de agentes. Incluso cuando, siglos después, esta barrera desapareció, la hostilidad hacia el comercio minorista fue lo último que abandonaron quienes se preocupaban por estas cosas. Cuando un rey francés del siglo XVI llamó a su pariente portugués «el rey tendero», se mostró al mismo tiempo grosero y ocurrente, y sin duda sus cortesanos supieron apreciar la sorna del comentario.
Los valores de la nobleza eran, en el fondo, militares. A través de su perfeccionamiento gradual, surgieron lentamente las ideas de honor, lealtad y sacrificio desinteresado que resultarían válidas como modelo durante siglos para los niños y las niñas de buena cuna. El ideal de la caballería articuló estos valores y suavizó la severidad de los códigos militares. Fue bendecido por la Iglesia, que proporcionó ceremonias religiosas para acompañar la concesión del título de caballero y la aceptación de los deberes cristianos por parte de estos. La figura heroica que llegó a encarnar dicha idea sobre todas las demás fue el mitológico rey inglés Arturo, cuyo culto se propagó a muchos territorios, y que perduraría en el ideal del caballero y en el comportamiento caballeresco, aunque con matizaciones en la práctica.
Naturalmente, este ideal nunca funcionó como debería haberlo hecho. Las presiones de la guerra y, de modo más fundamental, la economía, actuaron siempre para fragmentar y confundir las obligaciones sociales. La creciente irrealidad de los conceptos feudales de señor y vasallo fue uno de los factores que favorecieron el desarrollo del poder del rey. La llegada de una economía monetaria posibilitó nuevos avances, el servicio tenía que pagarse en metálico cada vez en un mayor número de casos, y las rentas llegaron a ser más importantes que los servicios que las habían acompañado. Algunas fuentes de ingresos feudales permanecieron fijas, de modo que los cambios registrados en los precios reales las hicieron inútiles. Los juristas desarrollaron mecanismos que permitían la realización de nuevos objetivos dentro de una estructura «feudal» cada vez más irreal y carcomida.
La nobleza medieval había estado abierta durante mucho tiempo a la incorporación de nuevos integrantes, pero, normalmente, esta actitud fue cada vez menos cierta a medida que pasaba el tiempo. En algunos lugares se intentó realmente cerrar para siempre una casta dominante. Pero la sociedad europea generaba en todo momento nuevos tipos de riqueza e incluso de poder que no podían encontrar un lugar en las antiguas jerarquías y las desafiaban. El ejemplo más obvio fue la aparición de ricos mercaderes. A menudo estas personas compraban tierras; no solo era la inversión económica suprema en un mundo en el que había pocas, sino que estas adquisiciones también podían preparar el terreno para un cambio de estatus para el que la posesión de tierras era una necesidad legal o social. En Italia, los mercaderes llegaron a convertirse incluso en la nobleza de las ciudades comerciales y fabriles. En todas partes, sin embargo, plantearon un desafío simbólico a un mundo que, de entrada, no tenía un lugar teórico para ellos. Pronto desarrollaron sus propias formas sociales, gremios, ocupaciones, corporaciones y distintas especialidades profesionales, que dieron nuevas definiciones a su función social.
El auge de la clase comerciante se produjo prácticamente en función del crecimiento de las ciudades; es decir, los comerciantes estuvieron indisolublemente unidos al elemento más dinámico de la civilización europea medieval. Sin darse cuenta de ello, al menos al principio, las ciudades guardaban dentro de sus murallas gran parte de la historia futura de Europa. Aunque su independencia presentaba grandes variaciones de hecho y de derecho, el movimiento comunal italiano tuvo paralelos en otros países. Las ciudades del este de Alemania eran especialmente independientes, lo cual ayuda a explicar la aparición en ellas de la poderosa Liga Hanseática, que integraba a casi cien ciudades libres. Las ciudades flamencas también tendían a disfrutar de un alto grado de libertad, mientras que el de las ciudades francesas e inglesas solía ser menor. Sin embargo, los señores de todos los países buscaban el apoyo de las ciudades contra los reyes, mientras que los reyes buscaban el apoyo de los habitantes de las ciudades y su riqueza contra unos súbditos excesivamente poderosos. Los monarcas otorgaron cartas y privilegios a las ciudades. Las murallas que rodeaban la ciudad medieval eran el símbolo y la garantía de su inmunidad. El mandato de los terratenientes no era válido en ellas, y a veces su implicación antifeudal fue incluso más explícita; los siervos de la gleba, por ejemplo, podían adquirir su libertad en algunas ciudades si vivían en ellas durante un año y un día. «El aire de la ciudad contribuye a hacer libre», decía un proverbio alemán. Las comunas y, dentro de ellas, los gremios eran asociaciones de hombres libres durante mucho tiempo aislados en un mundo no libre. El burgués, es decir, el habitante de un burgo, era un hombre que se valía por sí mismo en un universo de dependencia. Con el intercambio y la compraventa se lograron satisfacer las necesidades.
Gran parte de estos aspectos de la historia de la aparición de la burguesía continúan siendo oscuros porque es en su mayor parte la historia de hombres oscuros. Los comerciantes adinerados que se convirtieron en las figuras típicamente dominantes de la nueva vida urbana y lucharon por sus privilegios corporativos son perfectamente visibles, pero sus predecesores más humildes no suelen serlo. En épocas anteriores, un comerciante podía ser poco más que el buhonero que comerciaba con objetos exóticos y de lujo que el estamento europeo medieval no podía proporcionarse por sí mismo. El intercambio comercial ordinario durante mucho tiempo apenas necesitó de intermediarios; los artesanos vendían sus productos y los agricultores, sus cultivos. Sin embargo, de alguna manera surgieron en las ciudades hombres que comerciaban entre estas y el campo, y sus sucesores serían hombres que utilizarían capital para ordenar de antemano toda la actividad productiva para el mercado.
En el florecimiento de la vida urbana está enterrado también mucho de lo que hace que la historia de Europa sea diferente de la de otros continentes. Ni en el mundo de la Antigüedad (excepto, quizá, la Grecia clásica) ni en Asia o América, la vida urbana desarrolló el poder político y social que llegaría a manifestar en Europa. Una de las razones de esta singularidad era la ausencia de imperios destructivamente parásitos de conquista que minasen la voluntad de mejora; la duradera fragmentación política de Europa hizo que los gobernantes tuviesen buen cuidado de no matar la gallina de los huevos de oro que necesitaban para competir con sus rivales. Un gran saqueo de una ciudad era un acontecimiento notable en la Edad Media europea, mientras que constituía el acompañamiento inevitable y recurrente de la guerra en gran parte de Asia. Pero también debió de ser importante el hecho de que, a pesar de su obsesión por el estatus, en Europa no había un sistema de castas como en la India, ni una homogeneidad ideológica embotadora tan intensa como la de China. Aun en los casos en que eran ricos, los habitantes de ciudades de otras culturas parecían haber consentido su propia inferioridad. El comerciante, el artesano, el jurista y el doctor tenían su papel en Europa, sin embargo, por lo que desde muy pronto fueron algo más que simples apéndices de la sociedad poseedora de tierras. Su sociedad no estaba cerrada al cambio y el progreso; ofrecía caminos para la mejora personal distintos de los del guerrero o el favorito de la corte. Los habitantes de las ciudades eran iguales y libres, aunque unos fuesen más iguales que otros.
No debería sorprendernos el hecho de que la libertad práctica, jurídica y personal fuese mucho mayor para los hombres que para las mujeres, aunque aún había personas de ambos sexos que estaban en el fondo de la sociedad privadas legalmente de libertad. Las mujeres sufrían, en comparación con los hombres, importantes desventajas legales y sociales, como había sucedido en todas las civilizaciones que habían existido. Sus derechos a la herencia a menudo estaban restringidos; podían heredar un feudo, por ejemplo, pero no podían disfrutar del señorío privado, y debían designar a unos hombres para que desempeñasen las obligaciones que ello implicaba. En todas las clases por debajo de la más alta, las mujeres debían realizar muchos trabajos rutinarios; en rigor de verdad, hasta el siglo pasado la mujer campesina europea trabajaba en la tierra del mismo modo que las campesinas lo hacen hoy en África y Asia.
En el sometimiento de la mujer había elementos teóricos, a los que la Iglesia hizo una gran contribución. En parte se trataba de su postura tradicionalmente hostil hacia la sexualidad. Su doctrina nunca había podido encontrar justificación alguna al sexo, excepto el vínculo con la reproducción de la especie. Al considerar a la mujer el origen de la caída del hombre y una tentación permanente a la concupiscencia (no olvidemos que se considera a Eva la culpable del pecado original), la Iglesia apoyaba decididamente la dominación de la sociedad por el hombre. Para explicar este miedo de la sociedad medieval a la mujer, Augus Mackay hace una especie de ecuación: útero = madre = procreación = fornicación = irracionalidad = peligro. Esta asociación de ideas prejuiciosas de la Iglesia llevaron a considerar que la mujer carecía de alma. Pero otras sociedades han hecho más para recluir y oprimir a la mujer que la cristiandad, y la Iglesia al menos ofrecía a la mujer la única alternativa respetable a la domesticidad disponible hasta la época moderna; la historia de las religiosas está salpicada de eminentes mujeres en el campo del saber, la espiritualidad y las dotes administrativas. La posición de al menos una minoría conocida de mujeres también fue mejorada ligeramente por la idealización de la mujer en los códigos de conducta caballerescos de los siglos XIII y XIV cuya manifestación literaria más conocida la encontramos en el Quijote y en otros libros de caballerías.
Pero tales ideas pudieron influir en muy pocos. Entre ellas mismas, las mujeres de la Europa medieval eran más iguales antes de la muerte que las ricas y las pobres en el Asia actual, pero también lo eran los hombres. Parece ser que las mujeres vivían menos tiempo que los hombres, y los frecuentes confinamientos y una mortalidad elevada explican sin duda este aspecto. La obstetricia medieval seguía arraigada, como otras ramas de la medicina, en Aristóteles y Galeno; no se disponía de nada mejor. Pero los hombres también morían jóvenes. Tomás de Aquino solo vivió cuarenta y siete años, y hoy no se piensa que la filosofía fuese una actividad físicamente agotadora. Esta era más o menos la edad que un hombre de veinte años en una ciudad medieval podía esperar alcanzar en circunstancias normales; tenía suerte de haber llegado ya hasta esa edad y de haber escapado del atroz número de víctimas de la mortalidad infantil (principalmente la de los bebés durante el parto) que imponía una vida media de unos treinta y tres años y una tasa de mortalidad que aproximadamente con objetividad duplicaba la de los países industriales modernos.
Esto nos recuerda una última novedad en la enorme variedad de la Edad Media, que nos dejó el medio para medir un poco más las dimensiones de la vida humana. De estos siglos provienen las primeras colecciones de datos sobre los cuales pueden efectuarse estimaciones razonadas. Cuando en el año 1087 los funcionarios de Guillermo el Conquistador cabalgaron por Inglaterra para interrogar a sus habitantes y anotar su estructura y riqueza en el Domesday Book, estaban señalando sin saberlo el camino hacia una nueva era. Otras colecciones de datos, normalmente con fines tributarios, seguirían en los siglos posteriores. Algunas han llegado hasta nuestros días, junto con las primeras relaciones que reducen la agricultura y los negocios a cantidades. Gracias a ellas, los historiadores pueden hablar de la sociedad medieval tardía con algo más de seguridad que sobre cualquier otra época anterior.