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Mundos diferentes

África y América avanzaron hacia la civilización a ritmos muy diferentes de los de otros lugares. Naturalmente, esto fue menos cierto en África que en América, que durante mucho tiempo, y salvo contactos fugaces, estuvo separada del resto del mundo por los océanos. Los africanos, por el contrario, vivían en un continente que en gran parte se islamizó gradualmente, y que durante mucho tiempo tuvo al menos encuentros periféricos, primero con los comerciantes árabes y después con los europeos. Estos contactos fueron adquiriendo una importancia creciente con el paso del tiempo, aunque no absorbieron a África en la corriente principal de la historia universal hasta finales del siglo XIX. El aislamiento, unido a una dependencia casi total de los testimonios arqueológicos, hacen que buena parte de la historia de África y de América sea desconocida.

La historia de África anterior a la llegada de los comerciantes y exploradores europeos tiene principalmente una dinámica interna que apenas podemos distinguir, pero cabe suponer que los movimientos de población desempeñaron un papel importante en ella. Hay muchas leyendas sobre la migración, y siempre hablan de movimientos que partieron del norte hacia el sur y el oeste. En cada caso, los estudiosos han de valorar la leyenda en su contexto y con la ayuda de las referencias que aparecen en los testimonios egipcios, de las narraciones de los viajeros y de los descubrimientos arqueológicos, pero la tendencia general es sorprendente, pues parece registrar una tendencia general al enriquecimiento y la elaboración de la cultura africana, primero en el norte, para aparecer en el sur mucho después.

El reino de Cush, de cuyas relaciones con Egipto ya se ha hablado, puede ser un buen comienzo. En el siglo V a.C., los cushitas habían perdido el control de Egipto, retirándose, una vez más, a Meroe, su capital del sur, pero el futuro les deparaba aún siglos de una cultura floreciente. De Egipto probablemente se llevaron una escritura jeroglífica (que al parecer ya se ha descifrado). Sin duda, los cushitas difundieron sus conocimientos en el sur y en el oeste, en Sudán, donde posteriormente florecerían notables destrezas metalúrgicas entre los nubios y los sudaneses. En los últimos siglos antes de nuestra era, aparece la fundición del hierro al sur del Sahara, en Nigeria central, cuya importancia se reconocía al mantenerse como un secreto de reyes celosamente guardado, pero tan valioso que poco a poco viajó hacia el sur. Hacia el siglo XII, había penetrado en el sudeste, y para entonces los pigmeos y los pueblos san del sur (antes llamados «bosquimanos») eran los únicos africanos que aún vivían en la Edad de Piedra.

La difusión de la fundición del hierro tuvo probablemente la máxima importancia para la agricultura, al hacer posible una nueva penetración en los bosques y la mejora del labrado de la tierra (que podría estar relacionada con la llegada de nuevos cultivos de Asia a comienzos de la era cristiana), dando así lugar a nuevos movimientos de población y al aumento de esta. La llegada de pastores y agricultores que puede observarse ya hacia el año 500 en gran parte del África oriental y sudoriental, en los actuales Zimbabue y Transvaal, acabó con las zonas de caza y recolección. Pero los africanos no incorporaron el arado. Posiblemente, la razón sea la ausencia, en la mayor parte del continente al sur de Egipto, de un animal lo bastante resistente a las enfermedades africanas para arrastrarlo. Sí hubo arado en Etiopía, donde se lograron criar animales, como indica el uso del caballo desde muy pronto. También se criaban caballos para montar en el sur del Sahara.

Esto sugiere, una vez más, la importancia del factor limitador del entorno africano. La mayor parte de la historia del continente es el relato de su respuesta a las influencias del exterior: la fundición de hierro y la introducción de nuevos cultivos procedentes de Oriente Próximo, Asia, Indonesia y América, o las máquinas de vapor y los medicamentos que llegaron desde la Europa del siglo XIX, y que hicieron posible el dominio gradual de la naturaleza africana. Sin ellas, el África subsahariana parece casi inerte bajo las enormes presiones que sobre ella ejercen la geografía, el clima y las enfermedades. En su mayor parte (con algunas excepciones), siguió atada al nomadismo agrícola sin llegar a la agricultura intensiva; esto, que era una respuesta positiva a unas condiciones difíciles, no pudo sostener más que un crecimiento lento de la población. Tampoco llegó el África austral a la rueda, lo que hizo que quedara rezagada en cuanto a medios de transporte, molienda y alfarería.

La historia fue distinta al norte del ecuador. Gran parte de la historia cushita aguarda, en el sentido más literal, ser descubierta, pues no se han excavado más que algunas de sus principales ciudades. Se sabe que, hacia el 300 d.C., Cush fue derrotado por los etíopes, que entonces no eran aún el pueblo único que serían después, con reyes que afirman descender de Salomón y, durante siglos, el único pueblo cristiano de África fuera de Egipto. Los coptos no lo convirtieron al cristianismo hasta comenzado el siglo IV; en aquel momento, estaban aún en contacto con el mundo del Mediterráneo clásico. Pero las invasiones islámicas de Egipto alzaron entre este y los etíopes una barrera que no se quebrantaría a lo largo de siglos, durante los cuales los etíopes lucharon por sobrevivir contra los paganos y los musulmanes, prácticamente aislados de Roma y de Bizancio. Como hablantes de la lengua amárica, los etíopes fueron la única nación africana no islámica que conocía la escritura.

El único lugar de África, además de Etiopía, donde se estableció el cristianismo fue en el norte romano, donde había sido un culto vigoroso, si bien minoritario. La violencia de sus disensiones y la persecución de los donatistas como herejes explican probablemente su debilidad cuando las invasiones árabes lo enfrentaron al islam. Salvo en Egipto, el cristianismo se extinguió en el África de los estados árabes. El islam, por otra parte, tuvo —y sigue teniendo— un enorme éxito en África. Introducido por la invasión árabe, en el siglo XI se difundió al otro lado del Níger y por el África occidental. Por tanto, las fuentes árabes proporcionan los principales datos de que disponemos sobre las sociedades africanas que carecían de escritura, y que se extendían por Sudán y el Sahara, más allá de Cush. A menudo, eran comunidades de comerciantes que podrían considerarse razonablemente ciudades-estado; la más famosa era Tombuctú, empobrecida en la época en que llegaron finalmente los europeos, pero que en el siglo XV era lo bastante importante como para ser sede de lo que se ha descrito como una universidad islámica. La política y la economía siguen estando tan estrechamente vinculadas en África como en cualquier otra parte del mundo, por lo que no resulta sorprendente que los primeros reinos del África negra aparecieran y prosperaran en el extremo final de importantes rutas comerciales donde había riquezas que explotar. A los comerciantes les gustaba la estabilidad.

Otro Estado africano, el primero del que hablaron los árabes, tenía un nombre que posteriormente adoptó una nación moderna, Ghana. Sus orígenes no se conocen con certeza, pero bien podrían proceder de la afirmación de supremacía, al final de la era precristiana, de un pueblo que tenía la ventaja de las armas de hierro y los caballos. En cualquier caso, la Ghana de la que hablan los cronistas y geógrafos árabes es ya un reino importante cuando aparece en los documentos en el siglo VIII. En su momento de máxima extensión, Ghana ocupaba una región de unos 800 kilómetros enmarcada al sur por los tramos superiores del Níger y del Senegal, y protegida al norte por el Sahara. Los árabes la llamaban «la tierra del oro»; oro que procedía del alto Senegal y de Ashanti, y que los comerciantes árabes llevaron hasta el Mediterráneo por rutas que atravesaban el Sahara o Egipto. Los productos más importantes, además del oro, con los que se comerciaba a través del Sahara, eran la sal y los esclavos. Ghana se hundió durante los siglos XII y XIII.

Al ocaso de Ghana le siguió el predominio del reino de Mali, las riquezas de cuyo soberano causaron sensación cuando, en 1307, este hizo una peregrinación hasta La Meca, y cuya denominación dio nombre a otro Estado africano del siglo XX. A comienzos del siglo XIV, Mali era aún más grande que Ghana, pues abarcaba toda la cuenca del Senegal y se extendía unos 1.600 kilómetros tierra adentro desde la costa. Se dice que el soberano de Mali tenía diez mil caballos en sus establos. Este imperio desapareció en el siglo XVI, derrotado por los marroquíes. Le siguieron otros estados. Pese a todo, aunque en algunos casos los testimonios árabes hablan de cortes africanas en las que había hombres cultos, no hay documentos autóctonos que nos permitan estudiar estos pueblos. Sin duda, siguieron siendo paganos aunque sus gobernantes pertenecieran al mundo islámico. Puede que la disolución de Ghana se debiera en parte a la disidencia causada por las conversiones al islam. Los testimonios árabes dejan patente que el culto islámico estaba asociado con el gobernante en los estados sudaneses y saharianos, pero aún debía adecuarse a la práctica tradicional del pasado pagano, de un modo muy similar a como el cristianismo primitivo tuvo que aceptar en Europa un legado parecido. Tampoco se adaptaron siempre las costumbres sociales al islam; los escritores árabes expresan una consternada desaprobación por la desnudez pública de las muchachas de Mali.

Más difícil aún resulta llegar al África que se extiende más al sur del Sahara. En las raíces de la historia que determinó su estructura en vísperas de su absorción por los acontecimientos mundiales, hubo una migración de pueblos negroides que hablaban lenguas del grupo llamado «bantú», término un tanto similar a «indoeuropeo» y que se refiere a determinadas características lingüísticas y no a cualidades genéticas. Lógicamente, la trayectoria detallada de este movimiento sigue siendo en gran medida desconocida, pero sus comienzos se sitúan en la Nigeria oriental, donde ya vivían hablantes bantúes. Desde ahí, estos pueblos llevaron su lengua y la agricultura hacia el sur, primero a la cuenca del Congo, desde donde, en torno al comienzo de la era cristiana, se difundió con rapidez por la mayor parte del África austral, fijando el patrón étnico del África moderna.

Algunos pueblos que hablaban la lengua que los árabes llamaban «suajili» (de la palabra árabe que significa «de la costa») fundaron en las costas orientales de África ciudades vinculadas a misteriosos reinos del interior. Esto fue antes del siglo VIII, cuando los árabes empezaron a establecerse en estas ciudades y a convertirlas en puertos. Los árabes llamaron a la región «la tierra de los zanz» (de donde surgiría posteriormente el nombre de Zanzíbar) y decían que sus pueblos apreciaban más el hierro que el oro. Es probable que estos estados mantuvieran algún tipo de relaciones comerciales con Asia aun antes de la época árabe; es imposible saber quiénes eran los intermediarios, aunque quizá fueran indonesios como los que colonizaron Madagascar. Los africanos podían ofrecer oro y hierro a cambio de productos de lujo, y también iniciaron la implantación de nuevos cultivos procedentes de Asia, el clavo y el plátano entre ellos.

Es difícil esbozar siquiera un panorama general del funcionamiento de los estados africanos. La forma de gobierno no era en modo alguno la monarquía, y parece que la única característica general era un sentimiento acerca de la importancia de los vínculos de parentesco. La organización debió de ser un reflejo de las necesidades de cada entorno concreto y de las posibilidades que ofrecían recursos concretos. Sin embargo, la monarquía se difundió ampliamente. De nuevo, las primeras señales aparecen en el norte, en Nigeria y Benin. Hacia el siglo XV existen reinos en la región de los Grandes Lagos orientales, y tenemos noticia del reino de Bakongo, en el bajo Congo. No hay muchos indicios de organización a esta escala, y los estados africanos no tendrían durante mucho tiempo una administración burocratizada ni ejércitos permanentes. Los poderes de los reyes debían de ser limitados, no solo por la costumbre y el respeto a la tradición, sino por la falta de recursos que vincularan la lealtad de los hombres más allá de los lazos que imponían el parentesco y el respeto. Esto explica sin duda la naturaleza transitoria y fugaz de muchos de estos «estados». Etiopía fue, en este sentido, un país africano atípico.

Quedan algunas huellas notables de estos borrosos y oscuros reinos. Los restos de minas, carreteras, pinturas rupestres, canales y pozos muestran un elevado nivel de cultura en el interior del África oriental hacia el siglo XII, y son producto de una tecnología que los arqueólogos han llamado «azania». Fueron el logro de una cultura avanzada de la Edad de Hierro. La agricultura había aparecido en la región hacia el comienzo de la era cristiana y, sobre la base que proporcionó, se pudo explotar el oro, que durante mucho tiempo fue fácil de obtener en lo que es la actual Zimbabue. Al principio solo hacían falta técnicas sencillas; se podían extraer grandes cantidades poco más que escarbando en la superficie. Esto atrajo a los comerciantes —primero a los árabes y después a los portugueses—, pero también a otros africanos que emigraron. La búsqueda de oro se convirtió al final en subterránea, a medida que se iba agotando en los lugares más accesibles.

Hubo, sin embargo, un suministro lo bastante rico como para sostener un «Estado» que duró cuatro siglos y que produjo el único edificio de piedra importante del África meridional. Existen restos de dicho Estado en cientos de lugares del moderno Zimbabue, pero el más famoso está en el enclave llamado precisamente así (que significa solo «casas de piedra»), que a partir de 1400 aproximadamente fue capital del reino, lugar de enterramiento de reyes y centro sagrado para el culto, y que siguió siéndolo hasta que otro pueblo africano lo saqueó hacia 1830. Los portugueses del siglo XVI ya habían hablado de una gran fortaleza de mampostería de piedra seca, pero hasta el siglo XIX no disponemos de testimonios de europeos sobre lo que conocemos de este lugar. A estos les asombró encontrar muros imponentes y torres de piedras cuidadosamente labradas y alineadas sin usar argamasa, pero con gran precisión. Había poca inclinación a creer que los africanos pudieran haber construido algo tan impresionante; hubo quien sugirió que había que atribuirlo a los fenicios, y unos cuantos románticos jugaron con la idea de que Zimbabue había sido edificada por los canteros de la reina de Saba. Hoy, recordando el mundo de otros pueblos de la Edad de Hierro en Europa y las civilizaciones de América, estas hipótesis no parecen necesarias. Las ruinas de Zimbabue pueden atribuirse razonablemente a los africanos del siglo XV.

Aun cuando el África oriental había logrado grandes avances, sus pueblos no llegaron a la escritura por sí mismos; al igual que los primeros europeos, la adquirieron de otras civilizaciones. Quizá la explicación sea en parte la falta de necesidad de llevar un registro cuidadoso de las tierras o de las cosechas que podían almacenar. Fuera cual fuese el motivo, la ausencia de escritura fue un obstáculo para la adquisición y difusión de información y para la consolidación del gobierno, y supuso también un empobrecimiento cultural; África no tendría una tradición nativa de eruditos de la que pudieran surgir aptitudes científicas y filosóficas. Por otra parte, la capacidad artística del África negra es notable, como muestran el logro de Zimbabue o los bronces de Benin que cautivaron más tarde a los europeos.

El islam llevaba actuando en África cerca de ochocientos años (y, antes de él, había existido la influencia de Egipto sobre sus vecinos) en la época en que los europeos llegaron a América, donde descubrieron civilizaciones que habían logrado mucho más que las de África y que, aparentemente, lo hicieron sin estímulos exteriores. Esto les ha parecido tan improbable a algunos que se ha dedicado mucho tiempo a investigar y debatir la posibilidad de que viajeros que atravesaron el Pacífico hace mucho tiempo implantaran en América los elementos de la civilización. Sin embargo, para la mayoría de los especialistas, las evidencias no son concluyentes. Si hubo tal contacto en épocas remotas, había cesado ya largo tiempo atrás. No hay huellas inequívocas de relación entre América y ningún otro continente entre la época en que los primeros americanos cruzaron el estrecho de Bering y los desembarcos de los vikingos. Después, no se produjo ninguno hasta la llegada de los españoles, a finales del siglo XV. En conclusión, hemos de suponer que América estuvo separada y aislada del resto del mundo en un grado aún mayor que África, y durante bastante más tiempo.

Su aislamiento explica el hecho de que, incluso en el siglo XIX, sobrevivieran aún pueblos preagrarios en América del Norte. En las llanuras orientales del actual Estados Unidos, había «indios» (como les llamaron posteriormente los europeos) que practicaban la agricultura antes de la llegada de los europeos, pero más al oeste había otras comunidades que aún vivían de la caza y la recolección; seguirían haciéndolo aunque con importantes cambios técnicos, como los que impusieron primero el caballo y luego el metal, que llevaron los europeos, a los que después se sumaron las armas de fuego. Más al oeste aún, había en la costa occidental pueblos pescadores o que subsistían a orillas del mar, también con pautas fijadas desde tiempos inmemoriales. Lejos, al norte, un tour de force de especialización había permitido a los esquimales vivir con gran eficiencia en un medio casi intolerable; este modelo sobrevive en su esencia aún hoy. Pero, aunque las culturas indias de América del Norte constituyen respetables logros en cuanto a superación de los desafíos ambientales, no son civilización. Para hablar de los logros americanos en tanto civilización indígena es necesario ir más al sur del río Bravo, donde se encontraban una serie de grandes civilizaciones unidas por una dependencia común del cultivo de maíz y por la posesión de panteones de dioses naturales, pero notablemente diferentes en otros sentidos.

En Mesoamérica, la cultura olmeca fue de suma importancia. Los calendarios, los jeroglíficos y la práctica de la edificación de grandes centros ceremoniales que distinguen a tantos lugares de la región en épocas posteriores, podrían proceder en última instancia de ellos; por otro lado, los dioses de Mesoamérica ya se conocían en la época olmeca. Entre los inicios de la civilización y el siglo IV de la era cristiana, los sucesores de los olmecas construyeron la primera gran ciudad americana, Teotihuacán, cerca de la actual Ciudad de México, que durante dos o tres siglos fue un importante centro comercial y, probablemente, tuvo una notable importancia religiosa, ya que contenía un enorme complejo de pirámides y grandes edificios públicos. Teotihuacán fue destruida de forma misteriosa alrededor del siglo VII, posiblemente por una de las oleadas de invasores que se desplazaron hacia el sur, hasta el valle del México central. Estos movimientos inauguraron una era de migraciones y guerras que duraría hasta la llegada de los españoles, y dieron lugar a varias sociedades regionales brillantes.

Las sociedades mesoamericanas más notables fueron las formadas por las culturas mayas del Yucatán, Guatemala y el norte de Honduras. Su marco geográfico era extraordinario, a juzgar por su apariencia actual. Prácticamente todos los grandes centros mayas están situados en pleno bosque pluvial tropical, donde los animales, los insectos, el clima y las enfermedades exigen grandes esfuerzos para explotar sus recursos mediante la agricultura. Sin embargo, los mayas no solo alimentaron a poblaciones numerosas durante muchos siglos con técnicas agrícolas rudimentarias (no conocían el arado ni las herramientas metálicas, y durante mucho tiempo recurrieron al sistema rotatorio de la agricultura de roza, quemando la vegetación y cultivando la tierra solo dos o tres temporadas antes de reanudar el proceso en nuevos terrenos), sino que también erigieron construcciones de piedra comparables a las de Egipto.

Muchos emplazamientos mayas siguen enterrados en la jungla, pero ya se han encontrado los suficientes como para reconstruir mínimamente la historia y la sociedad mayas, y en las últimas décadas ha podido comprobarse que ambas eran mucho más complejas de lo que se pensaba. Las primeras huellas de la cultura maya se remontan a los siglos III y IV a.C., y su período de apogeo se sitúa entre los siglos VI y IX d.C., época en que se produjeron las mejores muestras de su arquitectura, escultura y cerámica. Las ciudades mayas de esa época incluían grandes complejos ceremoniales, combinaciones de templos, pirámides, tumbas y patios rituales, a menudo cubiertos de escritura jeroglífica. La religión desempeñaba un papel importante en el gobierno de esta cultura, refrendando a los gobernantes dinásticos de las ciudades en ceremonias en las que el derramamiento de sangre y los sacrificios desempeñaban un papel destacado.

La práctica religiosa maya consistía en la celebración de actos periódicos de intercesión y adoración en un ciclo calculado sobre la base de un calendario confeccionado a partir de la observación astronómica. Muchos especialistas afirman que este es el único logro maya que puede compararse con los edificios y, de hecho, constituyó una gran hazaña matemática. A través del calendario, se puede comprender lo suficiente del pensamiento maya como para que sea patente que los dirigentes religiosos de este pueblo tenían una idea del tiempo mucho más amplia que la de ninguna otra civilización de las que conocemos, y que calculaban una antigüedad de cientos de miles de años. Puede que incluso llegaran a la conclusión de que el tiempo no tiene comienzo.

Los jeroglíficos esculpidos en la piedra y tres libros que han llegado hasta nuestros días nos ofrecen información sobre este calendario y han permitido establecer una cronología de las dinastías mayas. Los mayas del período clásico solían erigir monumentos fechados cada veinte años para dejar constancia del paso del tiempo, el último de los cuales data del año 928.

Para entonces, la civilización maya había llegado a su apogeo. Pero, a pesar de la habilidad de sus constructores y de sus artesanos del jade y la obsidiana, los mayas tenían considerables limitaciones. Los constructores de los grandes templos no conocían el arco ni pudieron emplear carros, ya que los mayas nunca descubrieron la rueda, mientras que el mundo religioso en cuyas sombras vivían estaba poblado de dragones bicéfalos, jaguares y sonrientes calaveras. En lo que a organización política se refiere, la sociedad maya se había basado durante mucho tiempo en sistemas de alianzas que unían a las ciudades en dos aglomeraciones dinásticas cuya historia se narra en la escritura jeroglífica de los monumentos. En su época de máxima extensión, la ciudad maya más poblada pudo tener unos 40.000 habitantes, con una población rural dependiente mucho mayor que la de la América maya actual.

La civilización maya era muy especializada. Al igual que la egipcia, requirió una enorme inversión de mano de obra en la construcción de edificaciones improductivas, pero los egipcios habían conseguido mucho más. Es posible que la civilización maya se sobrecargara desde muy pronto. Poco después de su inicio, un pueblo procedente del valle de México, probablemente tolteca, capturó Chichén Itzá, el mayor emplazamiento maya, y a partir de entonces comenzaron a abandonarse los centros de las junglas del sur. Los invasores introdujeron el metal, y también la práctica de sacrificar prisioneros de guerra. Sus dioses comienzan a aparecer en esculturas en los emplazamientos mayas. Aparentemente, tuvo lugar un desplazamiento del poder entre los mayas, que pasó de los sacerdotes a gobernantes laicos, y se produjo también una recesión cultural contemporánea caracterizada por una cerámica y una escultura más rudimentarias y por el deterioro de la calidad de los jeroglíficos. A finales del siglo XI, el orden político maya se había desmoronado, aunque, en los dos siglos siguientes, algunas ciudades volvieron tímidamente a la vida en un nivel inferior de existencia cultural y material. Chichén Itzá fue abandonado definitivamente en el siglo XIII, y el centro de la cultura maya se desplazó a otro lugar, que fue saqueado a su vez, posiblemente tras un levantamiento campesino hacia 1460. A partir de esa fecha, la historia maya se desvanece hasta nuestros días. En el siglo XVI, Yucatán pasó a manos de los españoles, aunque el último baluarte maya no cayó en su poder hasta 1699.

Los españoles fueron, solo en el sentido más formal, los destructores de la civilización maya, que ya se había hundido internamente cuando llegaron. No es fácil encontrar una explicación, dada la escasa información de que disponemos, y resulta tentador recurrir a una metáfora: la civilización maya fue la respuesta a un enorme reto y pudo enfrentarse a él durante un tiempo, pero solo con una estructura política precaria, vulnerable a injerencias exteriores, y a costa de una especialización estricta y unos lastres que resultaban enormes en relación con los recursos de que disponían para mantenerlos. Ya antes de la invasión extranjera, a medida que se producía la fragmentación política, el sistema de regadío cuyos restos han descubierto los arqueólogos estaba cayendo en desuso y deteriorándose. Como en otras regiones de América, la cultura autóctona no dejó tras ella formas de vida, tecnologías dignas de mención, literatura ni instituciones religiosas importantes. Solo la lengua de los campesinos mayas sigue representando cierto vínculo con el pasado. Lo que los mayas dejaron fueron ruinas maravillosas, que durante mucho tiempo provocarían la perplejidad y suscitarían la fascinación de quienes, más tarde, tuvieron que intentar explicarlas.

Mientras la sociedad maya vivía su decadencia definitiva, uno de los últimos pueblos que llegaron al valle de México alcanzó allí una hegemonía que sorprendió a los españoles más que nada de lo que encontraron más tarde en el Yucatán. Eran los aztecas, que habían entrado en el valle hacia el 1350, derrocando a los toltecas, que entonces ejercían la supremacía. Los aztecas se establecieron en dos poblados sobre tierras pantanosas, a orillas del lago Texcoco; uno de ellos se llamó Tenochtitlán, y sería la capital de un imperio azteca que, en menos de dos siglos, se expandió hasta abarcar todo el México central. Las expediciones aztecas llegaron muy al sur, hasta lo que fue después la república de Panamá, pero no mostraron ningún deseo de establecerse. Los aztecas eran guerreros y preferían un imperio basado en los tributos; su ejército les confirió la obediencia de unas treinta tribus o estados menores a los que dejaban más o menos en paz, siempre que pagaran los tributos. Los dioses de estos pueblos recibieron la atención de ser incluidos en el panteón azteca.

El centro de la civilización azteca era Tenochtitlán, la capital que habían construido a partir del primer poblado, situada en el lago Texcoco, sobre un grupo de islas conectadas con las orillas del lago por calzadas elevadas, una de las cuales medía ocho kilómetros de largo y tenía una anchura que permitía el paso de ocho caballos a la vez. Los españoles dejaron descripciones entusiastas de esta ciudad; su magnificencia, decía una de ellas, superaba a la de Roma o Constantinopla. Probablemente, tenía unos 100.000 habitantes a principios del siglo XVI, y se mantenía gracias a lo que se recaudaba entre los pueblos sometidos. En comparación con las ciudades europeas, era un lugar asombroso, lleno de templos y dominado por enormes pirámides artificiales, aunque su magnificencia no parece muy original, ya que los aztecas explotaron las destrezas de sus súbditos. No se puede atribuir con seguridad ningún invento importante o innovación de la cultura mexicana al período postolteca. Los aztecas controlaron, desarrollaron y explotaron la civilización que habían encontrado.

Cuando llegaron los españoles, a principios del siglo XVI, el imperio azteca estaba aún en fase de expansión. No todos sus súbditos estaban sometidos del todo, pero el dominio azteca se extendía de una costa a otra. Al frente de él estaba un gobernante semidivino aunque elegido, de linaje real, que dirigía una sociedad sumamente ordenada y centralizada que exigía a sus miembros que sirvieran obligatoriamente de mano de obra y en el ejército, pero que también les proporcionaba una subsistencia anual. Era una civilización que conocía la escritura pictográfica, sumamente capacitada para la agricultura y para trabajar el oro, pero que no sabía nada del arado, de la fundición del hierro ni de la rueda. Sus rituales más importantes —que escandalizaron profundamente a los españoles— incluían sacrificios humanos; en la consagración de la gran pirámide de Tenochtitlán murieron no menos de 20.000 personas. Estos holocaustos querían representar el drama cósmico que constituía el núcleo de la mitología azteca, según la cual los dioses habían tenido que sacrificarse para darle al sol la sangre que necesitaba para alimentarse.

La religión azteca sorprendió a los europeos por sus detalles repugnantes —se arrancaban los corazones de las víctimas y se realizaban decapitaciones y desolladuras ceremoniales—, pero sus extravagantes y horribles aditamentos eran menos significativos que sus profundas implicaciones políticas y sociales. La importancia del sacrificio hacía necesario un flujo continuo de víctimas. Dado que estas eran por lo general prisioneros de guerra —y debido a que la muerte en el combate era también un camino al paraíso del sol para el guerrero—, un estado de paz en el imperio azteca habría sido desastroso desde el punto de vista religioso. De ahí que a los aztecas no les importara en realidad que el control sobre sus súbditos no fuera estricto ni que hubiera frecuentes revueltas. Las tribus sometidas podían tener sus propios gobernantes para poder lanzar expediciones de castigo contra ellas con la más mínima excusa. Esto aseguró que el imperio no pudiera ganarse la lealtad de sus súbditos, que recibieron con satisfacción el hundimiento azteca cuando se produjo. La religión también afectó de otras formas a la capacidad de respuesta ante la amenaza de los europeos, sobre todo el deseo de los aztecas de capturar prisioneros para el sacrificio más que de matar a sus enemigos en el combate, y su creencia en que un día su gran dios, Quetzalcóatl, de piel blanca y con barba, regresaría del este, adonde se había marchado después de enseñar las artes a su pueblo.

En conjunto, pese a lo impresionante de su estética y a su colosal eficiencia social, la atmósfera de la civilización azteca era dura, brutal y poco atractiva. Pocas civilizaciones conocidas han llegado tan lejos en sus imposiciones a sus miembros. La azteca vivió siempre, al parecer, en un estado de tensión, y fue una civilización pesimista, en la que sus miembros eran incómodamente conscientes de que su desaparición era algo más que una posibilidad.

Al sur de México y del Yucatán hubo otras culturas con un grado de civilización bastante claro, pero ninguna fue tan notable como la más alejada, la civilización andina de Perú. Los pueblos mexicanos vivían aún en su mayor parte en la Edad de Piedra, mientras que los andinos habían llegado mucho más lejos. También habían creado un auténtico Estado. Si los mayas destacaron de entre las culturas americanas por el complejo cálculo de su calendario, los andinos iban muy por delante de los pueblos centroamericanos en cuanto a la complejidad de su gobierno. La imaginación de los españoles quedó aún más cautivada por Perú que por México, y la razón no fue solo su inmensa y evidente riqueza en metales preciosos, sino su sistema social, aparentemente justo, eficiente y de enorme complejidad. Algunos europeos descubrieron enseguida el atractivo de los relatos que hablaban de ella, pues exigía una subordinación casi total del individuo al colectivo.

La sociedad andina la gobernaban los incas. En el siglo XII, un pueblo procedente de Cuzco empezó a ampliar su control sobre los anteriores centros de civilización de Perú. Al igual que los aztecas, comenzaron como vecinos de otros pueblos que llevaban civilizados más tiempo que ellos; eran bárbaros que pronto dominaron las destrezas y los frutos de culturas superiores. A finales del siglo XV, los incas gobernaban una extensión que iba desde Ecuador hasta el Chile central, siendo las zonas costeras sus últimas conquistas, hazaña de gobierno inmensa, ya que para ello tuvieron que superar el obstáculo natural de los Andes. El Estado inca se mantenía unido gracias a una red de carreteras de unos 16.000 kilómetros de longitud que recorrían, en todas las condiciones atmosféricas, cadenas de corredores que llevaban mensajes, bien orales o en forma de quipus, un código de nudos en cuerdas de colores, mecanismo con el que se realizaban complejas anotaciones. Aunque carecía de escritura propiamente dicha, el imperio andino era sumamente totalitario en la organización de la vida de sus súbditos. Los incas se convirtieron en la casta gobernante del imperio y su jefe, en Sapa inca, «el único inca». La forma de gobierno era un despotismo basado en el control de la mano de obra. La población estaba organizada en unidades, la más pequeña de las cuales era la constituida por diez cabezas de familia. Estas unidades debían aportar tanto mano de obra como producción. Un control cuidadoso y estricto mantenía a la población en los lugares donde hacía falta; estaban prohibidos los traslados y los matrimonios fuera de la comunidad local. Toda la producción era propiedad del Estado; de esta forma, los agricultores alimentaban a los pastores y a los artesanos, y recibían a cambio productos textiles (la llama era el animal para todo de la cultura andina, y proporcionaba no solo lana, sino también un medio de transporte, leche y carne). El comercio no existía. La búsqueda y el procesamiento de metales preciosos y de cobre produjeron como resultado la exquisita ornamentación de Cuzco, que asombró a los españoles cuando llegaron a esta ciudad. Las tensiones dentro de este sistema no se dirimían solo por la fuerza, sino mediante el reasentamiento de poblaciones leales en las zonas desafectas y con un control estricto del sistema educativo, destinado a inculcar a los nobles de los pueblos conquistados las actitudes adecuadas.

Al igual que los aztecas, los incas organizaron y explotaron los logros culturales ya existentes que encontraron, aunque con menos brutalidad. Su meta era más la integración que la eliminación, y toleraron los cultos de los pueblos conquistados. Su dios era el sol. La ausencia de escritura hace difícil penetrar en la mentalidad de esta civilización, pero resulta destacable que, aunque de un modo diferente, los peruanos parecieran compartir la preocupación de los aztecas por la muerte. Los rasgos del clima, como en Egipto, favorecían su expresión en ritos de momificación; el aire seco de las alturas de los Andes era tan buen conservante como la arena del desierto. Más allá de esto, no es fácil saber qué divisiones entre los pueblos conquistados persistieron y se expresaron en la supervivencia de cultos tribales. Cuando surgió el reto procedente de Europa, se hizo patente que el dominio inca, pese a su notable éxito, no había eliminado el descontento entre sus súbditos.

Todas las civilizaciones americanas fueron, en aspectos importantes y evidentes, muy distintas de las de Asia y Europa. Que se sepa, no tuvieron una escritura completa, aunque los incas poseían herramientas burocráticas adecuadas para unas estructuras de gobierno complejas, y los mayas contaban con relatos históricos muy completos. Su tecnología, a pesar de ser importante, no estaba tan desarrollada como la que ya se conocía desde hacía tiempo en otros lugares. Aunque estas civilizaciones proporcionaron unas instituciones satisfactorias, la contribución de los indígenas americanos al futuro del mundo no se haría a través de ellas. En realidad, se había hecho ya antes, a través de los descubrimientos recónditos y no registrados de los agricultores primitivos que descubrieron cómo explotar el tomate, el maíz, la patata y la calabaza. Con ellos, habían realizado, sin darse cuenta, una enorme aportación a los recursos de la humanidad. Las brillantes civilizaciones construidas a partir de ahí en América, sin embargo, estaban destinadas finalmente a no ser más que bellas curiosidades en los márgenes de la historia universal, y no tuvieron descendencia.