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Japón

Hubo un tiempo en que a los ingleses les gustaba pensar que Japón era la Gran Bretaña del Pacífico. El paralelismo se desarrollaba en muchos aspectos, unos menos verosímiles que otros, pero había un indiscutible núcleo de realidad en cuanto a los datos geográficos: ambos países son reinos insulares, los destinos de cuyos pueblos el mar ha conformado profundamente. Ambos viven asimismo cerca de masas de tierra vecinas cuya influencia sobre ellos no pudo ser más que profunda. Cierto es que el estrecho de Tsushima, que separa Corea de Japón, mide cinco veces más que el estrecho de Dover, y que Japón pudo mantener un aislamiento respecto de la terra firma asiática mucho más completo que el que Inglaterra podía esperar de Europa. Sin embargo, el paralelismo puede llevarse bastante lejos, y su validez queda demostrada por la agitación que los japoneses siempre han mostrado ante el establecimiento de un poder fuerte en Corea, y que rivaliza con la que exhiben los británicos ante el peligro de que los Países Bajos puedan caer en manos hostiles.

Antes de que Japón apareciera en sus propios registros históricos, en el siglo VIII, había territorios en poder de los japoneses en la península de Corea. En aquella época, Japón era un país dividido entre varios clanes, presididos por un emperador con una supremacía mal definida y unos antepasados que se remontaban a la diosa del sol. Los japoneses no ocupaban todo el territorio del Japón moderno, sino que vivían principalmente en las islas meridionales y centrales, donde el clima era más benigno y mejores las perspectivas agrícolas. En la prehistoria, la introducción del cultivo del arroz y el potencial pesquero de las aguas japonesas ya habían permitido que este país montañoso alimentara a una población desproporcionadamente numerosa, aunque la presión sobre la tierra iba a ser un tema recurrente de la historia japonesa.

En el 645, una crisis política en el clan dominante produjo su caída y el surgimiento de uno nuevo, el Fujiwara, que presidiría una gran era de la civilización japonesa y dominaría a los emperadores. El cambio tuvo más importancia que la meramente política: también fue señal de un esfuerzo deliberado de reconducir la vida japonesa por la senda de la renovación y la reforma. La dirección solo podía buscarse en la orientación que ofrecía el más alto ejemplo de civilización y poder que conocían los japoneses, y posiblemente el mejor del mundo en aquella época, el de la China imperial, que era también un ejemplo de poder en expansión y amenazador.

La relación continua y a menudo cambiante con China es otro de los motivos centrales de la historia japonesa. Ambos pueblos son de raza mongoloide, aunque la herencia étnica japonesa incluye también a algunos caucasoides cuya presencia es difícil de explicar (al comienzo de la era histórica, estos, los amos, vivían en su mayoría en el nordeste). Parece que, en la época prehistórica, Japón siguió la estela de la civilización del continente, pues, por ejemplo, no aparecen objetos de bronce en las islas hasta el siglo I a.C. aproximadamente. Estas innovaciones en el último milenio a.C. podrían deberse en parte a los inmigrantes que iban desplazando los chinos a medida que se dirigían hacia el sur en el continente. Sin embargo, las primeras referencias sobre Japón que se hallan en los testimonios chinos (en el siglo III) hablan aún de un país no muy afectado por los acontecimientos del continente, y la influencia china no fue muy marcada hasta los siglos que siguieron a la caída de la dinastía Han. Entonces, una enérgica intervención japonesa en Corea pareció abrir la vía a un contacto más estrecho, posteriormente fomentado por el movimiento de estudiantes budistas. Tanto el confucianismo como el budismo y la tecnología del hierro llegaron a Japón desde China. También hubo intentos de efectuar cambios administrativos siguiendo el estilo chino y, sobre todo, se introdujo la escritura china en Japón, cuyos caracteres se utilizaron para dar forma escrita a la lengua vernácula. Pero la atracción y la dependencia culturales no habían supuesto la sumisión política.

La administración central japonesa ya estaba desarrollada tanto en su alcance como en su escala al comienzo del período de centralización, y en los siglos VII y VIII se realizaron importantes esfuerzos de reforma. No obstante, al final, Japón evolucionó no en la dirección de una monarquía centralizada, sino en lo que cabría calificar, aplicando una analogía occidental, de una anarquía feudal. Durante casi novecientos años, es difícil encontrar un hilo político que recorra la historia japonesa. Su continuidad social, en cambio, es mucho más evidente. Desde los comienzos de la época histórica, e incluso hasta la actualidad, las claves de la continuidad y la resistencia de la sociedad japonesa son la familia y la religión tradicional. El clan era una familia ampliada y la nación, la familia más amplia de todas. Con ese estilo patriarcal, el emperador presidía la familia nacional del mismo modo que el jefe de un clan presidía este o, incluso, que el pequeño agricultor presidía su familia. El núcleo de la vida familiar y del clan era la participación en los ritos tradicionales, la religión conocida como «sintoísmo», cuya esencia era la adoración, en los momentos adecuados, de ciertos dioses locales o personales. Cuando el budismo llegó a Japón, no tuvo ninguna dificultad para unirse a esta tradición.

La coherencia institucional del antiguo Japón era menos marcada que su unidad social. Su núcleo era el emperador. Desde comienzos del siglo VIII, sin embargo, el poder de este se fue eclipsando gradualmente y, pese a algunos enérgicos y ocasionales esfuerzos individuales, así siguió hasta el siglo XIX. Este eclipse se debió en parte a las actividades de los supuestos reformistas del siglo VII, ya que uno de ellos fue el fundador del gran clan Fujiwara. En los siguientes cien años aproximadamente, su familia se vinculó estrechamente a la casa imperial mediante el matrimonio, y dado que era frecuente criar a los niños en la casa de la familia materna, el clan pudo ejercer una influencia crucial sobre los futuros emperadores durante su infancia. En el siglo IX, el jefe del clan Fujiwara se convirtió en regente del emperador —que era adulto—, y durante la mayor parte del período llamado «Heian» (794-1185; el nombre procede del de la capital, la actual Kyoto), ese clan controló de hecho el gobierno central a través de alianzas matrimoniales y del servicio en la corte, y sus jefes actuaron en nombre del emperador. El poder de los Fujiwara disimuló en parte el declive de la autoridad imperial, pero, en realidad, el clan imperial tendía a convertirse en uno más de los varios clanes que existían a la sombra de los Fujiwara, cada uno de los cuales gobernaba sus propias haciendas con mayor o menor independencia.

El desplazamiento del emperador se hizo mucho más patente tras la desaparición del poder de los Fujiwara. Durante el período «Kamakura» (1185-1333), así llamado porque el poder pasó a un clan cuyas propiedades estaban en la región de tal nombre, la marginación de la corte imperial, que seguía en Heian, se volvió mucho más obvia. A principios de este período, apareció el primero de una serie de dictadores militares que ostentaban el título de shogún y que gobernaban en nombre del emperador, aunque en realidad gozaban de un elevado grado de independencia. El emperador vivía de los ingresos de sus propiedades y, mientras diera su consentimiento a las intenciones del shogún, contaba con el respaldo del poder militar; en caso contrario, se le anulaba.

El ocaso del poder imperial fue tan diferente del que había ocurrido en China, el modelo de los reformistas del siglo VII, que no resulta fácil encontrar una explicación. Fue un proceso complejo, en el que se produjo una progresión constante a lo largo de los siglos, desde el ejercicio de una autoridad central usurpada en nombre del emperador hasta la práctica desaparición de toda autoridad central. No cabe duda de que influyeron de forma fundamental las lealtades de los clanes tradicionales de la sociedad japonesa y la propia topografía de Japón, que actuaba en contra de cualquier poder central, y cuyos remotos valles albergaban a grandes terratenientes. Pero otros países se han enfrentado con éxito a estos problemas; los gobiernos de la casa de Hannover de la Gran Bretaña del siglo XVIII sojuzgaron las tierras altas escocesas con expediciones de castigo y carreteras militares. Cabría ver una explicación más concreta en el modo en que las reformas agrarias del siglo VII, que eran la clave del cambio político, quedaron cercenadas en la práctica por los clanes que tenían influencia en la corte, algunos de los cuales exigían privilegios y exenciones, al igual que ciertas instituciones religiosas propietarias de tierras. El ejemplo más común de los abusos derivados de esta situación es la concesión de señoríos libres de impuestos a nobles que también eran funcionarios de la corte imperial, en pago por sus servicios. Ni siquiera los Fujiwara estaban dispuestos a poner fin a esta práctica. En un nivel inferior, los pequeños propietarios trataban de ponerse y de poner sus tierras bajo la protección de un clan poderoso para asegurarse la tenencia de la tierra a cambio de la renta y de la obligación de servir al clan. El resultado de esta situación fue doble: la creación, por una parte, de una sólida base para el poder de los terratenientes locales, mientras, por otra, se privaba a la estructura administrativa central del respaldo de los impuestos. Estos (en forma de una parte de las cosechas) no iban a parar a la administración imperial, sino a la persona a quien se había concedido un señorío.

El funcionariado, a diferencia del chino, estaba firmemente reservado a la aristocracia, y al no cubrirse los puestos mediante la competencia, no pudo proporcionar un punto de apoyo estable a un grupo cuyos intereses pudieran oponerse a los de las familias nobles hereditarias. En las provincias, los puestos situados por debajo del nivel supremo solían estar en manos de los notables locales, y solo los nombramientos a los más altos cargos se reservaban a los funcionarios propiamente dichos.

Nadie planificó esta situación ni planeó tampoco una transición gradual al régimen militar, cuyos orígenes están en la necesidad de hacer responsables de la defensa frente a los pueblos ainus, aún no sometidos, a algunas de las familias de los distritos fronterizos. Poco a poco, el prestigio de los clanes militares atrajo para sus jefes las lealtades de unos hombres que buscaban seguridad en una época turbulenta. Y, de hecho, existía la necesidad de tal seguridad. La disidencia en las provincias comenzó a expresarse en estallidos en el siglo X. En el siglo XI, ya se distinguía fácilmente una clase emergente de funcionarios feudales en las grandes haciendas, que disfrutaban del control real y del uso de las tierras de sus amos formales, y que percibían la lealtad a los clanes militares como un vínculo elemental de servicio y fidelidad. En esta situación, el clan Minamoto alcanzó una posición de dominio que volvió a crear el gobierno central a comienzos del período Kamakura.

En cierto sentido, estas luchas internas por el poder eran un lujo que los japoneses podían permitirse porque vivían en un Estado-isla donde no sufrían, salvo muy ocasionalmente, la amenaza de un intruso extranjero. Entre otras cosas, esto significaba que no existía la necesidad de un ejército nacional que pudiera haber dominado a los clanes. Aunque estuvo cerca en 1945, Japón nunca ha sido invadido, lo que ha contribuido en gran medida a dar forma a la psicología nacional en el sentido de sentirse especialmente seguros. La consolidación del territorio nacional se alcanzó, en su mayor parte, en el siglo IX, cuando se dominó a los pueblos del norte, tras lo cual Japón rara vez se enfrentó a una seria amenaza externa para su integridad nacional, aunque sus relaciones con otros estados sufrieron numerosos cambios.

En el siglo VII, los japoneses habían sido expulsados de Corea, y esta fue la última ocasión, durante muchos siglos, en que estuvieron instalados físicamente en ese país. Se inició una fase de subordinación cultural a China, unida a la incapacidad para resistirse a ella en el continente. Se enviaron embajadas japonesas a China en pro del comercio, de las buenas relaciones y del contacto cultural, la última en la primera mitad del siglo IX. En el 894 se nombró a otro enviado, y su negativa a cumplir su misión marca en cierto modo un hito, ya que alegó que China estaba demasiado agitada y distraída por sus problemas internos y que, en cualquier caso, no tenía nada que enseñar a los japoneses. Las relaciones oficiales no se reanudaron hasta el período Kamakura.

Hubo tentativas de exploración en el siglo XIII, que no impidieron la expansión de un comercio irregular y privado con el continente, algunas de cuyas formas se parecían mucho a la piratería. Quizá fuera esto lo que provocó en gran medida los dos intentos de invasión mongola de 1274 y 1281. Ninguno tuvo éxito, el segundo después de sufrir dolorosas pérdidas debido a una tempestad —el kamikaze, o «viento divino», que adquirió a los ojos de los japoneses la misma consideración que a los de los ingleses las tempestades que destruyeron la Armada Invencible—, lo que tuvo una enorme importancia para reforzar la creencia de los japoneses en su invencibilidad y grandeza nacionales. Oficialmente, el motivo de los mongoles había sido la negativa japonesa a reconocer su derecho a heredar las pretensiones chinas al imperio y a recibir tributo de ellos. De hecho, este conflicto acabó una vez más con las relaciones, recién recuperadas, con China, que ya no se reanudaron hasta la llegada de la dinastía Ming. Para entonces, los japoneses habían consolidado su fama de piratas, y recorrían todos los mares asiáticos del mismo modo que Drake y sus compañeros surcaron los dominios marítimos de los españoles. Tenían el apoyo de muchos de los señores feudales del sur, y los shogúnes apenas podían controlarlos aun cuando lo desearan (lo que ocurrió a menudo) por el bien de las buenas relaciones con los chinos, que han sido difíciles en varios momentos de la historia.

El hundimiento del shogúnato Kamakura en 1333 provocó un breve e infructuoso intento de restaurar el poder imperial, que terminó cuando se enfrentó a las realidades del poder militar de los clanes. En el período que siguió, ni los shogúnes ni el emperador gozaron a menudo de un poder garantizado. Hasta finales del siglo XVI, la guerra civil fue casi continua. Pero estos problemas no impidieron la consolidación de un logro cultural japonés que sigue siendo, a través de los siglos, un espectáculo brillante y conmovedor, y que aún conforma la vida y las actitudes de los japoneses incluso en la era industrial. Este logro es, además, notable por su capacidad para tomar prestados y adoptar elementos de otras culturas sin sacrificar su propia integridad o naturaleza.

Ni siquiera al comienzo de la era histórica, cuando el prestigio del arte Tang hace patente la naturaleza imitativa de lo que se hacía en Japón, hubo una mera aceptación pasiva de un estilo extranjero. Ya en el primero de los grandes períodos de alta cultura japonesa, en el siglo VIII, esto es evidente en la pintura y en una poesía que ya se escribía en japonés, aunque durante siglos se siguieron elaborando obras de arte o de enseñanza en chino, que gozó de una consideración parecida a la que tuvo el latín en Europa. En esta época, y aún más durante la culminación de la supremacía Fujiwara, el arte japonés, aparte de la arquitectura religiosa, era esencialmente un arte cortesano, que adoptó su forma merced al marco de la corte y al trabajo y disfrute de un círculo relativamente reducido de personas, y que, por sus materiales, temas y normas, estaba herméticamente impermeabilizado con respecto al mundo del Japón corriente. La gran mayoría de los japoneses nunca verían los productos de lo que actualmente puede decirse que constituyó la primera gran cumbre de la cultura japonesa. Los campesinos vestían ropas de cáñamo y algodón, y sus mujeres no tenían más posibilidades de tocar las finas sedas cuyas cuidadosas degradaciones de color establecían el gusto que mostraban las doce mangas concéntricas de una gran dama de la corte, que de explorar las complejidades psicológicas de la sutil novela de la señora Murasaki Romance de Genji, un estudio tan irresistible como el de Proust y casi igual de extenso. Este arte tenía las características que cabía esperar del arte de una élite aislada de la sociedad por vivir en las dependencias del palacio imperial; era bello, refinado, sutil, y a veces frágil, insustancial y frívolo. Pero ya había encontrado un lugar para hacer hincapié en unas características que serían tradicionales en Japón, como la sencillez, la disciplina, el buen gusto y el amor a la naturaleza.

La cultura de la corte de Heian suscitó las críticas de los jefes de los clanes de las provincias, que veían en ella una influencia decadente y corruptora que minaba la independencia de los nobles de la corte y su lealtad hacia sus propios clanes. A partir del período Kamakura aparece, tanto en la literatura como en la pintura, un nuevo tema: el guerrero. Pero, con el paso de los siglos, la actitud hostil hacia las artes tradicionales se fue convirtiendo en respeto, y, durante los siglos turbulentos, el apoyo que demostraron los magnates militares fue una señal de que los cánones centrales de la cultura japonesa arraigaban, cada vez más protegida merced a un aislamiento e incluso una arrogancia cultural que el fracaso de las invasiones mongolas no hizo más que confirmar. Además, durante los siglos de guerras se añadió un nuevo elemento a esta cultura, el militar, derivado en parte de las críticas a los círculos cortesanos aparentemente decadentes, pero que se fusionó después con sus tradiciones. Este elemento se alimentó del ideal feudal de lealtad y servicio sacrificado, de los ideales militares de disciplina y austeridad, y de la estética que surgió de ellos. Una de sus expresiones características fue una ramificación del budismo, el zen. Gradualmente, se produjo una fusión del estilo de la alta nobleza con las virtudes austeras de los soldados o samuráis que impregnaría a la vida japonesa hasta la actualidad. El budismo también dejó una señal visible en el paisaje japonés, con sus templos y sus grandes estatuas de Buda. En conjunto, el período de anarquía fue el más creativo de todos los períodos de la cultura japonesa, ya que en él aparecieron las mejores pinturas paisajísticas, la culminación de la jardinería también paisajística y del arte del arreglo floral, así como el teatro no.

Hubo áreas concretas en las que el desorden de estos siglos infligió a menudo daños sociales y económicos graves. Como ocurriría durante mucho tiempo, la mayoría de los japoneses eran campesinos, y un señor opresor, el bandidaje o el paso de un ejército de criados de un feudo rival podían causarles sufrimientos terribles. Sin embargo, al parecer, estos daños fueron insignificantes a escala nacional. En el siglo XVI, una gran explosión de la construcción de castillos da fe de la disponibilidad de importantes recursos; hubo una prolongada expansión de la circulación de monedas de cobre, y las exportaciones japonesas —especialmente las exquisitas muestras del trabajo de los fabricantes de espadas— comenzaron a aparecer en los mercados de China y del sudeste asiático. En 1600, Japón tenía una población de alrededor de dieciocho millones de habitantes. Tanto su crecimiento lento (había aumentado algo más del triple en cinco siglos) como su importante componente urbano se basaban en una mejora constante de la agricultura que había podido hacer frente a los costes de las guerras civiles y del desorden. La posición económica era desahogada.

Tarde o temprano, iban a llegar los europeos para descubrir más aspectos de las misteriosas islas que producían objetos tan bellos. Los primeros fueron los portugueses, que viajaron en barcos chinos, probablemente en 1543, y a los que siguieron otros que llegaron en años posteriores en sus propios barcos. La situación era prometedora; Japón carecía prácticamente de un gobierno central que se ocupara de regular las relaciones con los extranjeros, y muchos de los potentados del sur estaban, a su vez, muy interesados en competir por el comercio extranjero. En 1570, uno de ellos abrió Nagasaki, por aquel entonces una pequeña villa, a los recién llegados. Este noble era un celoso cristiano y ya había construido allí una iglesia; en 1549 había llegado el primer misionero cristiano, san Francisco Javier. Casi cuarenta años después, se prohibió la entrada a los misioneros portugueses —tanto había cambiado la situación—, aunque la orden no entró en vigor de inmediato.

Los portugueses llevaron a Japón, entre otras cosas, nuevos productos agrarios traídos de América, como el boniato, el maíz y la caña de azúcar. También llevaron mosquetes, que los japoneses aprendieron enseguida a fabricar. Esta nueva arma desempeñó un importante papel a la hora de asegurar el final de las guerras entre barones del Japón «feudal», como ocurrió con las de la Europa medieval, con el surgimiento de un poder predominante, el de un brillante dictador-soldado de origen humilde, Hideyoshi. Su sucesor fue uno de sus hombres de confianza y miembro de la familia Tokugawa, y en 1603 resucitó y adoptó el antiguo título de shogún; inauguró así el período de la historia japonesa conocido como la «gran paz», que duró hasta el cambio revolucionario de 1868, y que fue en sí un período inmensamente creativo en el que Japón cambió de forma significativa.

Durante el shogúnato Tokugawa, que duró dos siglos y medio, el emperador pasó a estar aún más en manos de la política japonesa, que le sostuvo con firmeza. La corte fue sustituida por el campamento; el shogúnato se basaba en un mando supremo militar. Los propios shogúnes pasaron de ser señores feudales de gran importancia a ser, en primer lugar, príncipes por herencia y, en segundo lugar, las cabezas de un sistema social estratificado sobre el que ejercían el poder en nombre del emperador. Este régimen se denominó bakufu, o «gobierno del campamento». El quid pro quo que proporcionó Ieyasu, el primer shogún Tokugawa, fue el orden y la seguridad del apoyo económico al emperador.

La clave de esta estructura era el poder de la propia casa Tokugawa. Los orígenes de Ieyasu eran muy humildes, pero parece que a mediados del siglo XVII el clan controlaba casi la cuarta parte de los arrozales de Japón. Los señores feudales se convirtieron en vasallos de hecho de Tokugawa, vinculados al clan a través de diversos lazos. Se ha acuñado el término «feudalismo centralizado» para designar este sistema. No todos los señores o daimyos estaban relacionados con el shogún de la misma forma. Algunos dependían de él directamente y eran vasallos suyos merced a una adhesión familiar hereditaria a la familia Tokugawa. Otros estaban unidos a ella por vínculos matrimoniales, de protección o económicos. Unos terceros, menos de fiar, formaban una categoría externa integrada por las familias que solo se habían sometido después de mucho tiempo. En cualquier caso, todos eran cuidadosamente vigilados. Los señores vivían alternativamente en la corte del shogún o en sus fincas; cuando estaban en estas, sus familias vivían como rehenes en potencia del shogún en Edo, la actual Tokio, su capital.

Por debajo de los señores, la sociedad estaba dividida de forma estricta y jurídica en clases hereditarias, y el objetivo principal del régimen fue el mantenimiento de esta estructura. Los nobles samuráis eran los señores y sus servidores, los gobernantes militares que dominaban la sociedad e imprimían a esta su carácter, como hicieron los burócratas de la pequeña nobleza en China. Seguían un ideal espartano, militar, simbolizado por las dos espadas que portaban, y que podían emplear contra los plebeyos culpables de faltar al respeto debido. El bushido, su credo, subrayaba por encima de todo la lealtad que un hombre debía a su señor. Los lazos que unían originalmente a los servidores a la tierra habían desaparecido casi del todo en el siglo XVII, por lo que estos vivían en las ciudades fortificadas de sus señores. Las demás clases eran la de los campesinos, la de los artesanos y la de los comerciantes, la más baja de la jerarquía social por su carácter no productivo; el carácter dinámico y audaz del comerciante que surgió en Europa era impensable en Japón, pese al vigor del comercio japonés. Como la meta de todo el sistema era la estabilidad, era obligatorio atender y cumplir los deberes correspondientes a la posición de cada uno. El propio Hideyoshi supervisó una gran búsqueda de espadas encaminada a requisarlas a todo el que no tuviera derecho a poseerlas, es decir, a los miembros de las clases inferiores. Con independencia de su equidad, esta medida debió de contribuir al mantenimiento del orden. Japón quería estabilidad, por lo que su sociedad comenzó a hacer hincapié en todo lo que pudiera garantizarla: el conocimiento del lugar que ocupaba cada uno, la disciplina, la regularidad, la ejecución escrupulosa del trabajo, la resistencia estoica. En su mejor expresión, este sigue siendo uno de los logros sociales más impresionantes de la humanidad.

El sistema japonés tenía en común con el chino un defecto en particular: partía de la base de un fuerte aislamiento respecto de los estímulos externos para el cambio. Durante mucho tiempo, corrió el peligro de recaer en la anarquía interna; en el Japón del siglo XVII, eran numerosos los daimyos descontentos y los espadachines incansables. Una amenaza externa evidente eran los europeos, que ya habían introducido en Japón importaciones que tendrían repercusiones a largo plazo; las más obvias fueron las armas de fuego, cuyo poderoso impacto perturbador iba más allá del que lograban en sus víctimas, y el cristianismo. Este se había tolerado al principio e incluso había tenido una buena acogida, como algo que atraía a los comerciantes del exterior. A principios del siglo XVII, el porcentaje de cristianos en la población japonesa era más elevado que nunca, y se calcula que pronto superaron el medio millón. Sin embargo, esta feliz situación no duró. El cristianismo siempre ha tenido un gran potencial subversivo, y cuando los gobernantes japoneses así lo comprendieron, se desató una persecución salvaje que no solo costó la vida a miles de mártires japoneses, que a menudo sufrieron muertes crueles, sino que también casi puso fin al comercio con Europa. Los ingleses se marcharon y los españoles fueron expulsados en la década de 1620. Los portugueses, después de sufrir una medida similar, enviaron una temeraria embajada en 1640 para discutirla; casi todos sus miembros perecieron. Para entonces, ya se había prohibido a los japoneses que viajaran al extranjero y que regresaran a Japón si estaban fuera, y se prohibió asimismo la construcción de grandes barcos. Solo los holandeses, que prometieron no hacer proselitismo y estaban dispuestos a pisotear la cruz, mantuvieron desde entonces a Japón en contacto, bien que precario, con Europa; se les permitió instalar un puesto comercial en una pequeña isla del puerto de Nagasaki.

Después de estos hechos, desaparecieron los peligros reales de que los extranjeros explotaran el descontento interno. Pero había otras dificultades. En las condiciones impuestas por la «gran paz», la capacidad militar disminuyó. Los sirvientes samuráis holgaban en las ciudades fortaleza de sus señores, su ociosidad apenas interrumpida por la participación en el desfile ceremonial, vestidos con armaduras obsoletas, que acompañaba la visita de un señor a Edo. Cuando los europeos volvieron, en el siglo XIX, con armas modernas, las fuerzas militares japonesas serían incapaces de igualarles técnicamente.

Quizá fuera difícil prever la amenaza militar externa. Como difícil pudo ser prever otro resultado de la paz general en la que prosperó el comercio interno. La economía japonesa comenzó a depender cada vez más del dinero, lo que debilitó las antiguas relaciones e hizo surgir nuevas tensiones sociales. Los pagos en efectivo obligaron a los señores a vender la mayoría del arroz que obtenían de los impuestos, y que era vital para poder costearse sus visitas a la capital. Al mismo tiempo, el mercado devino nacional. Los comerciantes prosperaron; pronto algunos de ellos tuvieron dinero suficiente para prestar a sus gobernantes. Poco a poco, los militares comenzaron a depender de los banqueros. Además de sentir la escasez de dinero en efectivo, estos gobernantes se encontraban a veces en aprietos por su incapacidad para hacer frente al cambio económico y a sus repercusiones sociales. Por otra parte, al pagar a los servidores con dinero, se facilitaba el que estos pudieran transferir su lealtad a otro señor. Las ciudades también crecían, y en 1700 Osaka y Kioto tenían más de 300.000 habitantes, mientras que Edo podía tener 800.000. Este crecimiento produjo otros cambios. Las fluctuaciones de los precios en el mercado del arroz de las ciudades agudizaron la hostilidad hacia los adinerados comerciantes.

En esta economía en proceso de cambio, nos encontramos con una de las grandes paradojas del Japón Tokugawa: mientras sus gobernantes mostraban poco a poco una incapacidad mayor para contener los nuevos desafíos a los estilos tradicionales, esos desafíos eran consecuencia de un hecho fundamental —el crecimiento económico— que, desde la perspectiva histórica, parece el motivo dominante de la época. Con los Tokugawa, Japón se desarrolló con rapidez. Entre 1600 y 1850, la producción agraria casi se duplicó, mientras que la población aumentó en menos de la mitad. Dado que el régimen era incapaz de aprovechar la nueva riqueza, esta permaneció en la sociedad en forma de ahorros que invertían quienes estaban atentos a las oportunidades, o contribuyó a elevar el nivel de vida de muchos japoneses.

Siguen siendo controvertidas las explicaciones de lo que parece que fue un avance hacia un tipo de crecimiento económico autosuficiente que, fuera de Japón, solo apareció en Europa. Algunas son evidentes y ya se han mencionado aquí: las ventajas pasivas del mar que rodea a Japón, el cual mantuvo a raya a los invasores que, como los nómadas de las estepas, acosaban una y otra vez a los productores de riqueza en el continente asiático. La gran paz del shogúnato puso fin a las guerras feudales y fue otro beneficio. Además, se introdujeron mejoras importantes en la agricultura como consecuencia de un cultivo más intensivo, de la inversión en obras de riego y de la explotación de los nuevos productos que los portugueses llevaron desde América. Pero, en este punto, la investigación ya concierne a efectos recíprocos: la mejora de la agricultura fue posible porque daba beneficios al productor, y daba beneficios gracias a determinadas condiciones sociales y políticas. La residencia obligatoria de los nobles y de sus familias en Edo no solo introdujo el arroz en el mercado (porque los nobles necesitaban dinero en efectivo), sino que también creó un nuevo y enorme mercado urbano en la capital que absorbió tanto mano de obra (porque daba empleo) como bienes que cada vez era más rentable producir. La especialización regional (en la manufactura textil, por ejemplo) se vio favorecida por las disparidades en la capacidad para cultivar alimentos; la mayor parte de la producción industrial y artesanal japonesa estaba, como en los primeros tiempos de la Europa industrial, en las zonas rurales. El gobierno también contribuyó; en los primeros años del shogúnato hubo un desarrollo organizado del regadío, y se normalizaron las medidas y la moneda. Aun así, pese a sus aspiraciones a regular la sociedad, probablemente el gobierno del bakufu favoreció al final el crecimiento económico precisamente porque carecía de poder. Más que a una monarquía absoluta, recordaba a un sistema de equilibrio de poderes entre los grandes señores, capaz de mantenerse solamente en tanto en cuanto ningún invasor extranjero lo perturbara. Como consecuencia de ello, no pudo obstruir la vía al crecimiento económico y desviar recursos de los productores, que pudieron emplearlos con provecho. En realidad, los samuráis, que desde el punto de vista económico eran casi parasitarios, sufrieron una reducción real de su cuota de los ingresos nacionales mientras la de los productores aumentaba. Se ha insinuado que, en 1800, los ingresos per cápita y la esperanza de vida de los japoneses eran muy similares a los de sus contemporáneos británicos, dato relevante que hay que tener en cuenta al comparar ambas sociedades.

Gran parte de esta realidad queda oculta tras otras características más superficiales, pero también más llamativas, de la era Tokugawa. Algunas de ellas fueron, naturalmente, importantes, pero en un grado diferente. La nueva prosperidad de las ciudades creó una clientela para los libros impresos y los grabados coloreados en madera que más tarde suscitarían la admiración de los artistas europeos. También proporcionó el público para el nuevo teatro kabuki. Pero pese a su brillantez, y por numerosos que fueran sus éxitos muchas veces, tal como estaba la situación en el nivel económico más profundo (si bien de forma involuntaria), no está claro que el sistema Tokugawa hubiera podido sobrevivir mucho más tiempo, aun sin la llegada de una nueva amenaza de Occidente en el siglo XIX. Hacia el final del período, aparecieron señales de desasosiego. Los intelectuales japoneses comenzaron a darse cuenta de que su aislamiento les había preservado de algún modo de Europa, pero también les había separado de Asia. Tenían razón. Japón ya se había forjado un destino histórico único, y eso supondría que habría de enfrentarse a Occidente de una forma distinta a como lo hicieron los súbditos de los manchúes o de los mogoles.