Una explicación de la sorprendente continuidad e independencia de la civilización china es evidente: China estaba lejos y era inaccesible a la influencia extranjera, distante de lo que fueron fuentes de perturbación para otras grandes civilizaciones. Los imperios llegaron y desaparecieron en ambos países, pero el dominio islámico marcó más a la India de lo que el surgimiento o la caída de ninguna dinastía marcaron a China. China estaba dotada también de una capacidad aún mayor para asimilar la influencia extranjera, probablemente debido a que la tradición de civilización se basaba en cimientos diferentes en ambos países. En la India, los grandes factores de estabilidad fueron la religión y un sistema de castas inseparable de esta. En China, lo fue la cultura de una élite administrativa que sobrevivió a dinastías e imperios y que mantuvo a China en la misma trayectoria.
Una de las cosas que debemos a esta élite es el mantenimiento de archivos escritos desde épocas muy remotas. Gracias a ellos, los relatos históricos chinos proporcionan una documentación incomparable, llena de datos a menudo fiables, aunque su selección estuviera dominada por los supuestos de una minoría, cuyas preocupaciones reflejan. Los eruditos confucianistas que gestionaron los archivos históricos tenían un objetivo utilitario y didáctico: querían proporcionar un conjunto de ejemplos y datos que facilitaran el mantenimiento de las costumbres y los valores tradicionales. Sus historias subrayan la continuidad y el suave fluir de los acontecimientos. Dadas las necesidades de la administración en un país tan enorme, esto es perfectamente comprensible; la uniformidad y la regularidad eran sin duda convenientes. Pero estos archivos excluyen muchas cosas; sigue siendo muy difícil, aun en épocas históricas —y mucho más difícil que en el mundo mediterráneo clásico—, recuperar las preocupaciones y la vida de la inmensa mayoría. Por otra parte, la historia oficial puede ofrecer una impresión falsa tanto de la naturaleza inmutable de la administración china como de la penetración en la sociedad de los valores confucianistas. Durante mucho tiempo, los supuestos sobre los que se basaba la maquinaria administrativa china solo pudieron ser los de una minoría, aun cuando al final los compartieran muchos chinos, y los aceptaran, de forma irreflexiva e inconsciente, la mayoría.
La cultura oficial china era extraordinariamente autosuficiente. Las influencias externas que actuaron sobre ella tuvieron poco efecto, lo que sigue siendo impresionante. La explicación fundamental es, aquí también, el aislamiento geográfico. China estaba mucho más lejos del Occidente clásico que los imperios maurya y gupta, y tenía poca relación con él, incluso indirectamente, aunque, hasta comienzos del siglo VII, Persia, Bizancio y el Mediterráneo dependían de la seda china y valoraban su porcelana. De igual forma, China siempre mantuvo unas relaciones complejas y estrechas con los pueblos de Asia central; pero, una vez unificada, durante muchos siglos no hubo en sus fronteras ningún gran Estado con el que mantener relaciones. Este aislamiento aumentaría, si cabe, a medida que el centro de gravedad de la civilización occidental se fue desplazando hacia el oeste y el norte y que el Mediterráneo iba quedando cada vez más separado del Asia oriental, primero por los herederos del legado helenístico (el último y más importante de los cuales fue la Persia sasánida) y después por el islam.
La historia de China entre el final del período de los Reinos Combatientes y el comienzo del período Tang, en el 618, tiene una especie de columna vertebral en la aparición y desaparición de las dinastías. Se les pueden asignar fechas, pero su empleo introduce un elemento artificial, o al menos cierto peligro de ser excesivamente enfáticos, ya que una dinastía podía tardar decenios en convertir su poder en una realidad para todo el imperio, y aún más tiempo en perderlo. Con esta reserva, el cómputo dinástico puede sernos aún útil, al darnos las principales divisiones de la historia china hasta el siglo XX, denominadas según las dinastías que alcanzaron su momento culminante durante las mismas. Las tres primeras de las que hablaremos son la Qin, la Han y la Han Posterior.
La dinastía Qin puso fin a la desunión del período de los Reinos Combatientes. Procedía de un Estado occidental que algunos consideraban aún bárbaro incluso en el siglo IV a.C. Sin embargo, los Qin prosperaron, quizá debido a la reorganización racial realizada por un ministro de mentalidad legalista hacia el 356 a.C., y quizá debido también al uso por sus soldados de una nueva espada larga de hierro. Tras apoderarse de Sichuan, los Qin reivindicaron el estatuto de reino en el 325 a.C. El momento culminante del éxito Qin llegó con la derrota de su último oponente, en el 221 a.C., y la unificación de China por primera vez en un solo imperio bajo la dinastía que dio al país su nombre en Occidente.
Aunque el imperio Qin solo duraría quince años más, este fue un logro de enorme importancia, pues, desde este momento, cabe considerar a China como la sede de una única civilización, consciente de sí misma. Habían aparecido ya, tiempo atrás, señales de que se llegaría a este resultado. Teniendo en cuenta el potencial de sus culturas neolíticas, los estímulos de la difusión cultural y algunas migraciones del norte, los primeros brotes de civilización habían aparecido en varias regiones de China antes del 500 a.C. Al final del período de los Reinos Combatientes, algunos de ellos mostraban marcadas semejanzas que contrarrestaban sus diferencias. La unidad política alcanzada con la conquista Qin durante un siglo fue, en cierto sentido, la culminación lógica de una unificación cultural que ya llevaba tiempo produciéndose. Hay quien afirma que es posible ver cierto sentido de la nacionalidad china antes del 221 a.C.; de ser así, eso debió de hacer que la propia conquista fuera algo más fácil.
Las innovaciones administrativas fundamentales de los Qin sobrevivirían al cambio de dinastías, producido en menos de veinte años con la llegada al poder de la dinastía Han, que gobernó durante doscientos años (206 a.C.-9 d.C.), y a la que seguiría, tras un breve intervalo, la dinastía Han Posterior, casi igual de creativa (25-220). Aunque tuvieron sus altibajos, los emperadores Han mostraron una fuerza sin precedentes. Su dominio se extendió sobre casi la totalidad de la China moderna, incluidos el sur de Manchuria y la provincia sudoriental de Yueh. La dinastía Han Posterior creó un imperio tan grande como el de sus contemporáneos romanos. Se enfrentaron a una antigua amenaza procedente de Mongolia y aprovecharon una gran oportunidad en el sur, y lo hicieron con habilidad, con la ayuda de la superioridad táctica que la ballesta les daba a sus ejércitos. Esta arma se inventó probablemente poco después del 200 a.C. y era más poderosa y precisa que los arcos de los bárbaros, que durante mucho tiempo carecieron de la capacidad de fundir los topes de bronce necesarios. La ballesta fue el último logro importante de la tecnología militar china antes de la llegada de la pólvora.
Al comienzo de la era Han, vivían en Mongolia los xiongnu, a quienes ya conocemos como antepasados de los hunos. Los Qin habían tratado de proteger sus dominios en la frontera unificando diferentes obras arquitectónicas en una nueva Gran Muralla, que sería ampliada por las siguientes dinastías. Los emperadores Han las empujaron hacia el norte del desierto del Gobi y después lograron el control de las rutas de caravanas de Asia central, enviando sus ejércitos al oeste, hacia Kashgaria, en el siglo I a.C. Obtuvieron incluso el tributo de los kushanas, cuyo poder llegaba hasta el Pamir. Al sur, ocuparon las costas hasta el golfo de Tonkín; Annam aceptó su soberanía, e Indochina ha sido considerada por los gobernantes chinos parte de su esfera desde entonces. En el nordeste, penetraron en Corea. Todo esto fue obra de la dinastía Han Posterior, u «Oriental», cuya capital estaba en Loyang. Desde ahí, siguieron presionando hacia el Turquestán, y recaudaron tributos de los oasis de Asia central. Puede que, en el 97, un general llegase hasta el mar Caspio.
Los tímidos encuentros diplomáticos con Roma en la época Han sugieren que la expansión dio a China un contacto mucho mayor con el resto del mundo. Antes del siglo XIX, estos contactos se producían principalmente por tierra, y aparte de la ruta de la seda, que la unía de forma regular con Oriente Próximo (las caravanas llevaban seda a Occidente desde alrededor del año 100 a.C.), China desarrolló también intercambios más complejos con sus vecinos nómadas. A veces, estos se realizaban en el marco ficticio de los tributos a los que se correspondía con regalos, y otras en el de monopolios oficiales que constituyeron los cimientos de las grandes familias de comerciantes. Los contactos con los nómadas podrían explicar una de las obras más asombrosas del arte chino, la gran colección de caballos de bronce hallada en las tumbas de Wu-Wei. Estas figuras no son más que una parte de las muchas y delicadas obras de los artistas que trabajaban el bronce, y evidentemente, rompen más con la tradición que las cerámicas Han, que mostraban un mayor respeto por las formas del pasado. A un nivel diferente, sin embargo, la cerámica Han ofrece algunas de las escasísimas explotaciones artísticas del tema de la vida cotidiana de la mayoría de los chinos, en forma de colecciones de figurillas de familias campesinas y sus animales.
Una cultura brillante floreció en la China Han, centrada en una corte que disponía de palacios enormes y ricos, en su mayoría de madera; lamentablemente, ya que el resultado es que han desaparecido, al igual que el grueso de las colecciones Han de pinturas sobre seda. Gran parte de este capital cultural se disipó o resultó destruido durante los siglos IV y V, cuando los bárbaros regresaron a las fronteras. Incapaces finalmente de defender China de su propio potencial humano, los emperadores Han recurrieron a una política ya intentada en otros lugares, la de atraer dentro de la Gran Muralla a algunas de las tribus que presionaban desde el exterior y desplegarlas después en su defensa, lo que planteó problemas de relaciones entre los recién llegados y los nativos. Los emperadores Han no pudieron prolongar su imperio para siempre y, al cabo de cuatrocientos años, China se disolvió una vez más en una multitud de reinos.
Algunos de ellos tuvieron dinastías bárbaras, pero en esta crisis se puede observar por primera vez la sorprendente capacidad de China para la asimilación cultural. La sociedad china absorbió gradualmente a los bárbaros, que perdieron su identidad y se convirtieron en otra clase más de chinos. El prestigio de que gozaba la civilización china entre los pueblos de Asia central era ya muy grande, y entre los incivilizados había cierta disposición a considerar a China el centro del mundo, una cumbre cultural, de un modo similar a como los pueblos germánicos de Occidente habían visto Roma. En el 500, un gobernante tártaro impuso a los chinos las costumbres y la vestimenta de su pueblo. La amenaza procedente de Asia central no había terminado; lejos de ello, en el siglo V apareció en Mongolia el primer imperio mongol. Sin embargo, cuando la dinastía Tang, septentrional, recibió el mandato del cielo en el 618, la unidad esencial de China ya no corría un peligro mayor que el que corrió en los dos o tres siglos anteriores.
La desunión política y la invasión bárbara no habían dañado los cimientos de la civilización china, que entró en su período clásico con los Tang. Entre esos cimientos, los más profundos seguían basándose en el parentesco. Durante toda la época histórica, el clan conservó su importancia porque era el poder movilizado de muchas familias vinculadas entre sí que tenían en común instituciones de índole religiosa y a veces económica. La difusión y ramificación de la influencia de la familia fueron más fáciles aún debido a que China no tenía primogenitura; por lo general, la herencia paterna se dividía a la muerte del patriarca. Sobre el océano social en el que las familias eran los peces importantes, presidía un Leviatán: el Estado. En él y en la familia buscaban la autoridad los confucianistas; no había otras instituciones que las cuestionaran, ya que en China no existían entidades como la Iglesia o las comunas, que complicaron las cuestiones de derecho y gobierno de forma tan fructífera en Europa.
Las características esenciales del Estado ya existían en la época Tang y durarían hasta el siglo XX; las actitudes que desarrollaron aún perduran. En su construcción, la obra de consolidación de los Han había sido especialmente importante, pero el puesto del emperador, portador del mandato del cielo, pudo darse por supuesto incluso en la época Qin. Las idas y venidas de las dinastías no pusieron en peligro su posición, ya que siempre pudieron atribuirse a la retirada del mandato celeste. La importancia litúrgica del emperador quedó incluso más realzada, si cabe, con la introducción, durante la dinastía Han, de un sacrificio que solo él podía hacer. Pero su posición también cambió en un sentido positivo. Poco a poco, un gobernante que era, en esencia, un gran potentado feudal, cuyo poder era la extensión de la familia o del señorío, fue sustituido por otro que presidía un Estado centralizado y burocrático.
La centralización había comenzado mucho tiempo atrás. Ya en la época Zhou se hizo un gran esfuerzo para construir vías de transporte, para lo que hacía falta una gran aptitud para la organización y unos recursos humanos que solo podía desplegar un Estado potente. Algunos siglos antes, el primer emperador Qin logró unir las secciones existentes de la Gran Muralla convirtiéndola así en 2.250 kilómetros de barrera continua contra los bárbaros (según la leyenda, costó un millón de vidas, lo que revela también la forma en que se veía el imperio). Su dinastía prosiguió normalizando los pesos y las medidas e imponiendo cierto grado de desarme a sus súbditos al tiempo que creaba un ejército de quizá un millón de hombres. Los Han lograron imponer el monopolio de la acuñación de moneda y la normalizaron. Con esta dinastía se inició asimismo el ingreso en el cuerpo de funcionarios a través de un sistema de exámenes competitivos que, aunque desaparecería de nuevo y no se reanudaría hasta la época Tang, tuvo una importancia enorme. La expansión territorial exigía más administradores, y la burocracia resultante sobrevivió a muchos períodos de desunión (lo que da prueba de su vigor) y siguió siendo hasta el final una de las instituciones más sorprendentes y características de la China imperial. Probablemente, fue la clave de que China lograse salir de la era en que al hundimiento de las dinastías le siguió la aparición de pequeños estados locales que competían entre sí y que rompieron la unidad ya alcanzada. Unió a China con una ideología, además de con una administración. Los funcionarios se instruían y examinaban sobre los clásicos confucianistas; con los Han, el legalismo perdió finalmente su fuerza tras una enérgica lucha ideológica. Así pues, la capacidad de leer y escribir y la cultura política estaban unidas en China como en ningún otro lugar.
Los Qin ofendieron profundamente a los intelectuales chinos. Aunque algunos de ellos recibieron sus favores y ofrecieron sus consejos a la dinastía, en el 213 a.C. se produjo un momento desagradable cuando el emperador se volvió en contra de los eruditos que habían criticado el carácter despótico y militarista de su régimen. Hubo una quema de libros y solo se salvaron las obras «útiles» sobre adivinación, medicina o agricultura; murieron más de cuatrocientos sabios. No está claro qué es lo que estaba realmente en juego; algunos historiadores han visto en este ataque una ofensiva dirigida contra las tendencias «feudales» que se oponían a la centralización Qin. De ser así, estuvo lejos de ser el final de la confusión de luchas culturales y políticas con la que China ha seguido desorientando a los observadores extranjeros aun en el siglo XX. Fuera cual fuese la causa de esta medida, los Han cambiaron de táctica y trataron de reconciliarse con los intelectuales.
Esto llevó en primer lugar a la formalización de la doctrina confucianista en algo que se convirtió rápidamente en una ortodoxia. Los textos canónicos se establecieron poco después del 200 a.C. Cierto es que el confucianismo Han era sincrético, pues había absorbido mucho del legalismo, pero lo importante era que el confucianismo había sido la fuerza absorbente. Sus preceptos éticos siguieron dominando la filosofía en la que se formaron los futuros gobernantes de China. En el año 58 d.C., se ordenó realizar sacrificios a Confucio en todas las escuelas estatales. Finalmente, con los Tang se confirmaron los puestos administrativos para quienes se educaban en esta ortodoxia. Durante más de mil años, esta proporcionó a China unos gobernantes equipados con un conjunto de principios morales y una cultura literaria tenazmente aprendidos de memoria. Los exámenes a que se sometían estaban concebidos para que destacaran los candidatos que dominaban mejor la tradición moral que cabía discernir en los textos clásicos, así como para poner a prueba las aptitudes mecánicas y la capacidad de superación bajo presión. Este sistema creó una de las burocracias más eficaces e ideológicamente homogéneas del mundo, la cual, al mismo tiempo, ofrecía grandes recompensas a quienes lograban hacer suyos los valores de la ortodoxia confucianista.
Al principio, la clase funcionarial se distinguía del resto de la sociedad solamente por su educación, que equivalía a la posesión de un título académico. La mayoría de los funcionarios procedían de la pequeña nobleza terrateniente, pero se les consideraba aparte. Su cargo, alcanzado tras superar la prueba de los exámenes, les hacía disfrutar de una categoría solo inferior a la de la familia imperial y de grandes privilegios materiales y sociales. Los deberes de los funcionarios eran más generales que específicos, pero tenían dos tareas anuales básicas: la realización de las listas del censo y las de los registros de tierras en los que se basaba el sistema tributario chino. Su otra gran tarea era judicial y de supervisión, ya que los asuntos locales estaban, en gran medida, en manos de los señores locales, que actuaban bajo la supervisión de unos doscientos magistrados de distrito procedentes de la clase funcionarial. Cada uno de ellos vivía en un complejo oficial, el yamen, rodeado de sus empleados, mensajeros y miembros del servicio doméstico.
La pequeña nobleza realizaba una amplia gama de actividades semigubernamentales y funcionariales, que eran tanto una obligación de la clase privilegiada como un seguro para gran parte de sus ingresos. La justicia, la educación y las obras públicas en el ámbito local formaban parte de sus funciones. La pequeña nobleza también organizaba a menudo fuerzas militares para hacer frente a las emergencias locales e incluso recaudaba impuestos, de los que podían deducir sus gastos. Todas estas disposiciones y la propia clase funcionarial eran vigiladas por un aparato estatal de control, que supervisaba e informaba de una burocracia mucho más grande que la del imperio romano y que, en su máxima plenitud, gobernó una extensión mucho mayor.
La estructura de la China imperial tenía una enorme capacidad conservadora, pues las crisis solo amenazaban a la autoridad legal, y rara vez el orden social. La penetración en la práctica gubernamental de los ideales de la sociedad confucianista era casi completa gracias al sistema de exámenes. Además, aunque era muy duro para quien no tuviera asegurada cierta riqueza para mantenerse durante el largo período de estudios necesario para abordar los exámenes —solamente dominar la redacción en las formas literarias tradicionales llevaba años—, el principio de la competencia aseguraba que la continua búsqueda de talentos no se limitara a las familias de la pequeña nobleza más ricas y consolidadas. China era una meritocracia en la que el aprendizaje siempre proporcionó cierta movilidad social. De vez en cuando, había corrupción y ejemplos de compra de puestos, pero estas señales de declive solían aparecer hacia el final de un período dinástico. Durante la mayor parte del tiempo, los funcionarios imperiales mostraron una notable independencia respecto de su origen. No debían actuar a tenor de las obligaciones y conexiones con su familia, lo que caracterizó a la actuación de los funcionarios públicos procedentes de la pequeña nobleza inglesa del siglo XVIII. Los funcionarios eran los hombres del emperador; no se les permitía poseer tierras en la provincia donde ejercían sus labores, trabajar en sus provincias de origen ni tener familiares en la misma rama de la administración. No eran los representantes de una clase, sino una selección de esta, una élite reclutada de forma independiente, y que se renovaba y ascendía mediante la competencia. Hicieron realidad el Estado.
La China imperial no fue, por tanto, un Estado aristocrático; el poder político no se transmitía por herencia dentro de un grupo de familias nobles, aunque pertenecer a alguna de ellas fuera importante socialmente. Solo en el pequeño círculo cerrado de la corte era posible el acceso a un puesto por herencia, y era más una cuestión de prestigio, títulos y posición que de poder. Para los consejeros imperiales que habían llegado a través de la escala jerárquica funcionarial a sus niveles más altos y se habían convertido en algo más que funcionarios, los únicos rivales de importancia eran los eunucos de la corte, a quienes los emperadores solían confiar una gran autoridad porque, por definición, no podían fundar familias. Así pues, los eunucos eran la única fuerza política que se escapaba a las limitaciones del mundo oficial.
En el Estado chino fue escaso el sentido europeo de la distinción entre gobierno y sociedad. Funcionario, erudito y señor eran, generalmente, el mismo hombre, que combinaba muchos papeles que en Europa se dividían de forma creciente entre los especialistas de la administración y las autoridades informales de la sociedad. Los combinaba, además, en el marco de una ideología que fue fundamental para la sociedad, y de forma más patente que ninguna otra salvo quizá el islam. La conservación de los valores confucianos no era un asunto ligero ni se podía satisfacer solo de palabra, y la burocracia mantuvo esos valores ejerciendo una supremacía moral en cierto modo similar a la que el clero ejerció durante mucho tiempo en Occidente; además, en China no había Iglesia que rivalizara con el Estado. Las ideas que la inspiraron eran profundamente conservadoras; se consideraba que la principal función administrativa era el mantenimiento del orden establecido; el objetivo del gobierno chino era supervisar, conservar, consolidar y, ocasionalmente, innovar en asuntos prácticos realizando grandes obras públicas. Sus principales metas eran la regularidad y el mantenimiento de unas normas comunes en un imperio enorme y diverso, donde numerosos magistrados de distrito estaban separados del pueblo incluso por su lengua. La burocracia tuvo un éxito espectacular a la hora de lograr imponer profundamente sus objetivos conservadores, y su carácter distintivo sobrevivió intacto en medio de todas las crisis de las dinastías.
Cierto es que, por debajo de la ortodoxia confucianista de los funcionarios y de la pequeña nobleza, había otros credos importantes. Incluso algunas personas situadas en lo más alto de la escala social eran taoístas o budistas. El budismo tendría un notable éxito después de la caída de la dinastía Han, cuando la desunión le dio una oportunidad única para penetrar en China. En su variante mahayana, supuso para China una amenaza mucho mayor que ninguna otra fuerza ideológica anterior al cristianismo, ya que, a diferencia del confucianismo, propugnaba el rechazo de los valores mundanos. Nunca se consiguió erradicarlo del todo, pese a la persecución de que fue objeto durante la dinastía Tang; en cualquier caso, los ataques en su contra se debieron más a motivos económicos que ideológicos. A diferencia de la persecución sistemática a la que el imperio romano sometió al cristianismo, el Estado chino estaba más interesado en el acopio de las propiedades materiales que en la corrección de la excentricidad religiosa individual. Bajo el más implacable de los emperadores perseguidores (que, según se dice, era taoísta), se disolvieron más de cuatrocientos monasterios, de los que se expulsó a más de un cuarto de millón de monjes y monjas. Sin embargo, pese a tales daños materiales para el budismo, el confucianismo había llegado a un acuerdo con él. Ninguna otra religión foránea influyó a los gobernantes chinos con tanta fuerza hasta la llegada del marxismo en el siglo XX; incluso hubo algunos emperadores budistas.
El taoísmo se convirtió en un culto místico (proceso en el que tomó prestados elementos del budismo) que atraía tanto a quienes buscaban la inmortalidad personal como a quienes sentían la atracción de un movimiento quietista como una salida de la creciente complejidad de la vida china. Como tal, tendría una importancia duradera. Su reconocimiento de la subjetividad del pensamiento le da una apariencia de humildad que algunas personas de diferentes culturas con tradiciones intelectuales más agresivas encuentran atractiva todavía hoy. Estas ideas religiosas y filosóficas, por importantes que fueran, afectaron directamente a la vida de los campesinos solo un poco más que el confucianismo, salvo en sus formas rebajadas. Presos de las inseguridades de la guerra y del hambre, para los campesinos la salida estaba en la magia o en la superstición. Lo poco que podemos conocer de su vida sugiere que a menudo era insoportable, a veces terrible. Un síntoma significativo es la aparición, durante la dinastía Han, de las rebeliones campesinas, un fenómeno que se convirtió en motivo principal de la historia china, y que la puntúa casi tan rítmicamente como el paso de las dinastías. Oprimidos por funcionarios que actuaban, o bien en nombre de un gobierno imperial que necesitaba recaudar impuestos para sus campañas en el extranjero, o bien en su propio interés como especuladores de grano, los campesinos recurrieron a las sociedades secretas, otro motivo que se repite a menudo. Sus rebeliones adoptaron con frecuencia formas religiosas. La revolución china siempre ha estado recorrida por una corriente milenarista, maniquea, que estalló en muchas formas, pero que siempre propugnó un mundo dividido dualísticamente entre el bien y el mal, lo justo y lo perverso. A veces esto supuso una amenaza para el tejido social, pero los campesinos rara vez triunfaron por mucho tiempo.
La sociedad china cambió con lentitud. Pese a algunas innovaciones culturales y administrativas importantes, las vidas de la mayoría de los chinos se vieron, durante siglos, poco alteradas en su estilo o apariencia. Las idas y venidas de las dinastías se atribuían al mandato celestial, y aunque fueron posibles algunos grandes logros intelectuales, la civilización china ya parecía autónoma, autosuficiente y estable hasta el punto de la inmovilidad. Ninguna innovación puso en peligro los fundamentos de una sociedad entretejida más estrechamente en una estructura administrativa particular que ninguna otra de Occidente. Esta estructura resultó bastante apta para contener los cambios que ocurrieron y para regularlos a fin de que no alterasen las formas tradicionales.
Un cambio importante y visible fue el crecimiento continuo del comercio y de las ciudades, lo que facilitó la sustitución del reclutamiento forzoso de mano de obra por los impuestos. El gobierno pudo aprovechar estos nuevos recursos tanto para gobernar eficazmente zonas más extensas como para construir una serie de grandes monumentos. Tales recursos ya habían permitido a los Qin completar la Gran Muralla, que dinastías posteriores ampliarían aún más, reconstruyendo en ocasiones algunas de sus partes, y que sigue asombrando al observador y supera con mucho las murallas de Adriano y de Antonino. Por otra parte, justo antes de la llegada al poder de la dinastía Tang, en el otro extremo de esta época histórica, se completó un gran sistema de canales que unió el valle del Yangtsé con el valle del río Amarillo al norte y Hangzhou al sur. Millones de obreros trabajaron en estas obras y en otros grandes planes de regadío, comparables por su escala a las pirámides, y que superan a las grandes catedrales de la Europa medieval. Supusieron también grandes costes sociales, y hubo rebeliones contra el reclutamiento para las labores de construcción y custodia.
Fueron un Estado con un gran potencial y una civilización que ya tenía a su favor logros impresionantes los que entraron en su período de madurez en el 618. Durante los siguientes mil años, al igual que durante los ochocientos anteriores, su desarrollo formal puede vincularse a las idas y venidas de las dinastías que proporcionan una estructura cronológica (Tang, 618-907; Song, 960-1126; de origen mongol, 1234-1368; Ming, 1368-1644; Manchú o Qing, 1644-1912). Muchos temas históricos recorren estas divisiones, uno de las cuales es la historia de la población. Durante el período Tang hubo un importante desplazamiento del centro de gravedad demográfico hacia el sur, y desde entonces la mayoría de los chinos vivirían en el valle del Yangtsé en lugar de en la antigua llanura del río Amarillo. La devastación de los bosques meridionales y la explotación de nuevas tierras para cultivar arroz les alimentaron, pero también se iniciaron otros cultivos. Juntos, todos estos factores hicieron posible un crecimiento global de la población que se aceleró con los mongoles y la dinastía Ming. Se ha calculado que una población de quizá ocho millones de personas en el siglo XIV aumentó más del doble en los siguientes doscientos años, por lo que en 1600 el imperio chino tenía unos 160 millones de súbditos; un número muy elevado dadas las poblaciones de otros lugares, pero que aún aumentaría más.
El peso de esta realidad es inmenso. Aparte de la enorme importancia que da a China en la historia de la población mundial, sitúa en su justa perspectiva las grandes manifestaciones de la cultura china y del poder imperial, que se basaban en la enorme multitud de campesinos miserables totalmente desconocedores de estas cuestiones. En su mayor parte, estos campesinos estaban confinados en sus aldeas, y solo unos pocos podían huir de ellas o plantearse abandonarlas. La mayoría únicamente podía soñar con obtener la precaria aunque mayor seguridad de que disponían: la posesión de una pequeña parcela de tierra. Pero esto se fue volviendo cada vez más difícil a medida que aumentaba la población y, gradualmente, se ocupaba toda la tierra existente, que se cultivaba con creciente intensidad en parcelas cada vez más pequeñas. La única forma de salir de la trampa del hambre era la rebelión. Una vez alcanzado cierto grado de intensidad y de éxito, esta podía obtener el apoyo de la pequeña nobleza y de los funcionarios, ya fuera por prudencia o por comprensión. Cuando así sucedía, era probable que se aproximara el final de una dinastía, ya que los principios confucianistas enseñaban que, aunque la rebelión era un error si reinaba un auténtico monarca, el gobierno que provocaba la rebelión y no podía controlarla debía ser sustituido, ya que ello lo deslegitimaba de inmediato. Al final de este camino aguardaba el éxito de una revolución china en el siglo XX basada en el campesinado.
Durante muchos siglos, las autoridades solo sintieron la presión de la población —un factor importante de la historia moderna de China— de formas indirectas y ocultas, como cuando, por ejemplo, el hambre empujaba a la gente a la rebelión. Desde el exterior llegaba una amenaza mucho más patente. En esencia, el problema era similar al que sufrió Roma: una frontera excesivamente larga al otro lado de la cual estaban los bárbaros. La influencia Tang sobre estos se debilitó cuando Asia central sucumbió ante el islam. Al igual que sus predecesores romanos, también los últimos emperadores Tang descubrieron que la dependencia de los soldados podía ser peligrosa. Durante el período Tang hubo cientos de rebeliones militares encabezadas por jefes militares locales, y el éxito de una rebelión, por breve que fuera, tenía un efecto multiplicador que tendía a perturbar la administración y dañar los planes de regadío de los que dependía la alimentación (y, por tanto, la paz interna). Un régimen al que Bizancio consideró un posible aliado, que había enviado ejércitos a combatir contra los árabes y que había recibido a embajadores de Harun al-Rashid, era una gran potencia mundial. Al final, sin embargo, en el siglo X, incapaz de vigilar con eficacia su frontera, la dinastía Tang cayó y China quedó inmersa de nuevo en el caos político. La dinastía Song que surgió de él tuvo que enfrentarse a una amenaza externa aún más grave, los mongoles; en su momento fueron absorbidos, después de que la dinastía bárbara que les había expulsado del norte de China hubiera sido engullida, a su vez, por los soldados de Gengis Kan.
Durante todo este tiempo, la continuidad y la capacidad de recuperación de la burocracia y de las instituciones fundamentales de la sociedad mantuvieron viva a China. Después de cada cambio dinástico, los herederos del poder, aun cuando vinieran de fuera, recurrían a un número relativamente inferior de funcionarios (se calcula que en el siglo XVIII había de hecho menos de 30.000 funcionarios civiles y militares). Así pues, estos llevaron, al servicio de cada nuevo gobierno, los valores inmutables del sistema confucianista, reforzados, si bien reducidos, por el desastre. Solo un reducido número de asuntos especialmente cruciales eran del dominio exclusivo del gobierno imperial. Las enseñanzas de Confucio respaldaban esta distinción entre las esferas de acción y facilitaron el cambio de dinastías sin poner en peligro los valores fundamentales y la estructura de la sociedad. La nueva dinastía tendría que recurrir a los funcionarios para su administración y a la pequeña nobleza para la mayor parte de sus funcionarios, que, a su vez, solo podrían hacer algunas cosas de acuerdo con los señores.
La recurrente desunión no impidió que los gobernantes, sabios y artesanos de China llevaran la civilización de este país a su cumbre en los mil años siguientes a la llegada de la dinastía Tang. Algunos han situado el período clásico ya en los siglos VII y VIII, con la propia dinastía Tang, mientras que otros lo ubican en la Song. Estos juicios dependen, por lo general, de la forma de arte que se considere, pero, aunque el logro artístico Song fue en cualquier caso la culminación de un desarrollo que comenzó con la dinastía Tang, entre esta y la Han se hace patente mucho más que una ruptura de estilo. Fue, de hecho, la última discontinuidd importante en el arte chino hasta el siglo XX.
La cultura Tang refleja el estímulo de los contactos con el mundo exterior, pero especialmente con Asia central, próxima como nunca lo había estado bajo esta dinastía. La capital estaba entonces en Chang’an, en la provincia occidental de Shanxi. Su nombre significa «larga paz» y hasta esta ciudad, al final de la ruta de la seda, llegaban los persas, los árabes y los habitantes de Asia central, que la convirtieron en una de las ciudades más cosmopolitas del mundo. Chang’an tenía iglesias nestorianas, templos zoroastrianos y mezquitas musulmanas, y fue probablemente la capital más espléndida y lujosa de su época, como atestiguan los objetos que quedan de ella. Muchos de ellos reflejan el reconocimiento chino de estilos distintos del propio —la imitación de la plata iraní, por ejemplo—, mientras que las figuras de cerámica que representan a jinetes y camellos cargados revelan la vida de Asia central que se arremolinaba en las calles de Chang’an, y conservan el sabor de un núcleo comercial. Muchas de estas figuras estaban terminadas con los nuevos vidriados polícromos que lograron los ceramistas Tang, cuyo estilo fue imitado en lugares tan lejanos como Japón y Mesopotamia. La presencia de la corte fue tan importante para el estímulo de estos artesanos como las visitas de los comerciantes del extranjero, y en las pinturas funerarias puede verse algo de la vida de la aristocracia cortesana: el ocio de los hombres en la caza, asistidos por criados de Asia central, y las mujeres, de expresión vacía, vestidas con lujosos trajes y, si son criadas, minuciosamente pertrechadas de abanicos, cajas de cosméticos, rascadores y otros accesorios de tocador. Las grandes señoras también preferían las modas de Asia central, que tomaban prestadas de sus sirvientes.
La historia de las mujeres, sin embargo, es la de una de esas otras Chinas siempre ocultas por la inclinación de la documentación hacia la cultura oficial. Sabemos poco de ellas —incluso en la literatura, salvo en tristes poemillas e historias de amor—, pero, presumiblemente, debían de ser la mitad de la población, o quizá algo menos, ya que en las épocas difíciles las familias pobres dejaban morir a las niñas. Ese hecho, tal vez, caracteriza el puesto que ocupó la mujer en China hasta épocas muy recientes mejor incluso que la práctica, más familiar y sorprendente a primera vista, de vendar los pies, que produjo grotescas deformaciones y podía convertir a una dama de alta cuna en una inválida. Otra China más, casi excluida de los testimonios históricos debido a la naturaleza de la tradición consolidada, era la de los campesinos, que se hacían sombríamente visibles solo en la elaboración de los censos y al estallar rebeliones; después de las figuras de porcelana Han, hay poco en el arte chino que los muestre, y sin duda nada que iguale la representación ininterrumpida, y a menudo idealizada, de la vida del hombre común en los campos que muestran desde la iluminación europea medieval hasta el romanticismo, pasando por la literatura vernácula y los motivos campesinos de los primeros impresionistas.
La cultura oficial también excluía a la décima parte, aproximadamente, de la población china que vivía en las ciudades, algunas de las cuales crecieron con el paso del tiempo para convertirse en las más grandes del mundo. Se dice que Chang’an, cuando era la capital Tang, tenía dos millones de habitantes. Ninguna ciudad europea del siglo XVIII fue tan grande como sus contemporáneas Cantón o Pekín, mayores aún que Chang’an. Estas enormes ciudades albergaban unas sociedades de complejidad creciente, cuyo desarrollo fomentó un nuevo mundo comercial; el primer papel moneda chino se emitió en el año 650. La prosperidad creó nuevas demandas, entre otras, la de una literatura que no se limitara a los modelos clásicos y que estuviera redactada en un estilo coloquial mucho menos exigente que el complejo chino clásico. La vida de la ciudad dio lugar, así, a una literatura alternativa a la cultura oficial, y, dado que fue escrita, constituye la primera parte de la China no oficial a la que tenemos cierto acceso. Esta demanda popular pudo satisfacerse gracias a dos inventos sumamente importantes: el del papel, en el siglo II a.C., y el de la imprenta, antes del año 700, derivada de las impresiones frotadas que se hacían con piedra en la dinastía Han. Durante la dinastía Tang se imprimía con bloques de madera, y los tipos móviles aparecieron en el siglo XI. Poco después, se publicaron en China un gran número de libros, mucho antes de que aparecieran en ningún otro país. En las ciudades también florecieron la poesía y la música populares, que abandonaron la tradición clásica.
La cultura de Chang’an nunca se recuperó de los disturbios de la rebelión del año 756, solo dos años después de la fundación de la Academia Imperial de las Letras, unos novecientos años antes de que se creara una academia similar en Europa. Después de esto, comenzó el declive de la dinastía gobernante. La llegada de los Song produjo más cerámica; el primer período, septentrional, de la historia de la dinastía Song estuvo marcado por unas obras que siguieron la tradición coloreada y adornada, mientras que los artesanos de la dinastía Song meridional prefirieron los productos monocromáticos y sencillos, adscribiéndose, de modo significativo, a otra tradición: la de las formas que desarrollaron los grandes fundidores de bronce de la China primitiva. Pese a la belleza de su cerámica, sin embargo, la dinastía Song es más reseñable por algunas de las cumbres que alcanzó la pintura china, en la que el tema principal era el paisaje. Como período de desarrollo chino, no obstante, la era Song es más notable aún por la espectacular mejora de la economía.
Esta mejora puede atribuirse en parte a la innovación tecnológica —la invención de la pólvora, de los tipos móviles y del codaste se remonta a la época Song—, pero también iba unida a la explotación de una tecnología de la que ya disponían desde hacía tiempo. La innovación tecnológica podría haber sido, de hecho, tanto un síntoma como una causa de la oleada de actividad económica que tuvo lugar entre los siglos X y XIII, que al parecer produjo un aumento real de los ingresos de la mayoría de los chinos, pese al continuo crecimiento de la población. Por una vez en el mundo premoderno, el crecimiento económico parece haber ido por delante, durante un largo período de tiempo, de las tendencias demográficas. Uno de los cambios que hicieron posible esto fue sin duda el descubrimiento y la adopción de una variedad de arroz que permitía recoger dos cosechas al año en una tierra bien regada, y una en las tierras montañosas que solo recibían agua en primavera. Las evidencias del crecimiento de la producción en un sector diferente de la economía llevaron a un especialista a calcular espectacularmente que, unos años después de la batalla de Hastings, China producía casi tanto hierro como toda Europa seis siglos después. La producción textil también registró un cambio espectacular, sobre todo gracias a la adopción de máquinas de hilar movidas por el agua, y se puede hablar de la «industrialización» Song como un fenómeno reconocible.
No es fácil saber (los testimonios son aún controvertidos) por qué tuvo lugar este formidable estallido de crecimiento. Sin duda, la inversión pública —es decir, gubernamental— produjo una aportación real a la economía en materia de obras públicas, sobre todo en comunicaciones. También debieron de contribuir los períodos prolongados de ausencia de invasiones extranjeras y de desórdenes internos, aunque los segundos pudieron ser tanto causa como efecto del crecimiento económico. Sin embargo, es probable que la explicación principal sea la expansión de los mercados y el aumento de la economía monetaria debido en parte a los factores ya mencionados, pero que se basaba fundamentalmente en la gran expansión de la productividad agrícola. Mientras esta se mantuvo por delante del aumento de la población, todo fue bien. Se liberó capital disponible para utilizar más mano de obra y aprovechar la tecnología mediante la inversión en máquinas, y los ingresos reales aumentaron.
Es difícil saber por qué, después de una regresión temporal y local al final de la era Song, y de la reanudación del crecimiento económico, este desarrollo intensivo, que hizo posible el aumento del consumo por parte de un mayor número de personas, llegó a su fin. No obstante, así fue, y no se reanudó. Por el contrario, los ingresos reales medios en China se mantuvieron estables durante unos cinco siglos, mientras la producción se limitaba a seguir el mismo ritmo que el crecimiento de la población. (Después de esa época, los ingresos comenzaron a disminuir, y siguieron haciéndolo hasta el punto de que, a principios del siglo XX, los campesinos chinos vivían con el agua al cuello, y cualquier ola podía ahogarlos.) Sin embargo, la recaída económica que se produjo después de la época Song no es el único factor que hay que tener en cuenta para explicar por qué China no siguió produciendo una sociedad dinámica y progresista. A pesar de la imprenta, la inmensa mayoría de la población siguió siendo analfabeta hasta el siglo XX. Las grandes ciudades de China, pese a su crecimiento y su vitalidad comercial, no produjeron ni la libertad ni las inmunidades que protegieron a los hombres y las ideas en Europa, ni la vida cultural e intelectual que al final revolucionó la civilización europea, ni un cuestionamiento efectivo del orden establecido. Incluso en el ámbito de la tecnología, en el que China alcanzó tanto y tan pronto, hay una similar y extraña laguna entre la fertilidad intelectual y el cambio revolucionario. Los chinos podían inventar (tenían una carretilla mucho más eficiente que otras civilizaciones), pero, una vez finalizada la época Zhou, fueron el uso de nuevas tierras y la introducción de nuevos cultivos más que el cambio técnico lo que aumentó la producción. Hay otros ejemplos del bajo índice de innovación aún más sorprendentes. Los navegantes chinos disponían ya de la brújula magnética en la época Song, pero, aunque se enviaron expediciones navales a Indonesia, el golfo Pérsico, Adén y África oriental en el siglo XV, su objetivo era impresionar en esos lugares con el poder de los Ming, no acumular información y experiencia para realizar otros viajes de exploración y descubrimiento. En el segundo milenio a.C., se habían fundido obras maestras en bronce, y los chinos supieron fundir el hierro mil quinientos años antes que los europeos, pero gran parte del potencial para la ingeniería de esta tradición metalúrgica quedó inexplorada, aun cuando la producción de hierro aumentó de forma muy notable. En China se quemaba lo que Marco Polo llamó «una especie de piedra negra» cuando llegó a aquel país; era carbón, pero no hubo ninguna máquina de vapor china.
Esta lista podría alargarse mucho más. Quizá la explicación esté en el propio éxito de la civilización china en su búsqueda de un objetivo diferente: la garantía de continuidad y la prevención de cambios fundamentales. Ni la burocracia ni el sistema social favorecían la innovación. Además, el orgullo por la tradición confucianista y la confianza que generaron la gran riqueza y la lejanía, dificultaron el aprendizaje del exterior. Esto no se debió a que los chinos fueran intolerantes. Judíos, cristianos nestorianos, persas zoroastrianos y musulmanes árabes practicaron con libertad su religión durante mucho tiempo, y los últimos hicieron incluso algunas conversiones, creando una minoría islámica duradera. Los contactos con Occidente se multiplicaron también más tarde, bajo el dominio mongol. Pero lo que viene llamándose movimiento «neoconfucianista» ya manifestaba entonces una tendencia a la hostilidad defensiva, y la tolerancia formal nunca se había traducido en una gran receptividad en la cultura china.
La invasión de los mongoles demostró que China seguía conservando su capacidad de seducción sobre sus conquistadores. A finales del siglo XIII, toda China había sido invadida por ellos —lo que debió de costar al país unos treinta millones de vidas, es decir, muy por encima de la cuarta parte de su población total en 1200—, pero el centro de gravedad del imperio mongol se había desplazado desde las estepas hasta Pekín, la capital de Kubilai Kan. Este nieto de Gengis Kan fue el último de los grandes janes y, después de su reinado, la China mongola puede considerarse china, y no mongola. Kubilai Kan optó por la vía dinástica en 1271, y la era mongola aparece en los testimonios como la de la dinastía Yunan. China cambió a los mongoles más de lo que estos cambiaron China, y el resultado fue la magnificencia de la que informó el maravillado Marco Polo. Kubilai Kan rompió con el viejo conservadurismo de las estepas, con la desconfianza hacia la civilización y sus obras, y sus seguidores sucumbieron lentamente ante la cultura china pese a su inicial suspicacia hacia los funcionarios eruditos. Eran, después de todo, una pequeña minoría de gobernantes en un océano de súbditos chinos, y necesitaban colaboradores para sobrevivir. Kubilai Kan vivió casi toda su vida en China, aunque su conocimiento de la lengua fue deficiente.
Aun así, la relación entre los mongoles y los chinos fue durante mucho tiempo ambigua. A semejanza de los británicos del siglo XIX en la India, que crearon convenciones sociales para impedir ser asimilados por sus súbditos, los mongoles trataron de mantenerse aparte mediante la prohibición positiva. Se prohibió a los chinos aprender la lengua mongola y casarse con mongoles. No se les permitía llevar armas. En la medida de lo posible, se empleó a extranjeros, y no a chinos, en la administración, algo que se aplicó también en los janatos occidentales del imperio mongol; Marco Polo fue funcionario del Gran Kan durante tres años, un nestoriano presidió la oficina imperial de astronomía, y la administración de Yunan estaba en manos de los musulmanes de la Transoxiana. Además, durante algunos años se suspendió el sistema tradicional de exámenes. Parte de la persistente hostilidad china hacia los mongoles podría explicarse por estos hechos, especialmente en el sur. Cuando el dominio mongol en China desapareció, setenta años después de la muerte de Kubilai Kan, surgió entre la clase gobernante china un respeto aún más exagerado si cabe por la tradición y una renovada desconfianza hacia los extranjeros.
El éxito a corto plazo de los mongoles fue muy impresionante, y se hizo patente sobre todo en el restablecimiento de la unidad de China y la realización de sus posibilidades como gran potencia militar y diplomática. La conquista del sur Song no fue fácil, pero, una vez lograda (en 1279), los recursos de Kubilai Kan se duplicaron con creces (incluían una importante flota) y los mongoles comenzaron a reconstruir la esfera de influencia china en Asia. Solo en Japón no tuvieron ningún éxito. En el sur, invadieron Vietnam (Hanoi fue capturada tres veces) y, tras la muerte de Kubilai Kan, Birmania fue ocupada durante un tiempo. Estas conquistas no serían, es cierto, duraderas, y su resultado se tradujo más en la recaudación de tributos que en una ocupación prolongada. Tampoco en Java el éxito fue total; los mongoles desembarcaron en 1292 y ocuparon la capital de la isla, aunque les fue imposible mantenerla. Además, se produjo un desarrollo del comercio marítimo con la India, Arabia y el golfo Pérsico que ya había comenzado con los Song.
Dado que no logró sobrevivir, no puede considerarse que el régimen mongol tuviera un éxito total, pero eso no nos conduce muy lejos. Gran parte de sus aspectos positivos fructificaron en solo un siglo. El comercio extranjero floreció como nunca. Marco Polo dice que la generosidad del Gran Kan alimentaba a los pobres de Pekín, y esta era una ciudad grande. A los ojos modernos, es atractivo también el trato que daban los mongoles a la religión. Solo los musulmanes tenían prohibido predicar su doctrina, y los mongoles fomentaron activamente el taoísmo y el budismo, por ejemplo exonerando de impuestos a los monasterios budistas (lo que, como es lógico, supuso imposiciones mayores sobre otros, como ocurre siempre que el Estado apoya la religión; los campesinos pagaron la ilustración religiosa).
En el siglo XIV, las catástrofes naturales, junto con las exacciones de los mongoles, produjeron una nueva oleada de rebeliones en el campo, síntoma expresivo del declive de una dinastía. Puede que la situación empeorase debido a las concesiones de los mongoles a la pequeña nobleza china. La adjudicación a los terratenientes de nuevos derechos sobre sus campesinos difícilmente pudo granjear el apoyo popular hacia el régimen. Comenzaron a aparecer sociedades secretas, y una de ellas, los Turbantes Rojos, atrajo el apoyo de la pequeña nobleza y de los funcionarios. Uno de sus líderes, un monje llamado Zhu Yuanzhang, capturó Nankín en 1356. Diez años después, expulsó a los mongoles de Pekín y comenzó la era Ming. No obstante, al igual que muchos otros líderes revolucionarios chinos, Zhu Yuanzhang se convirtió gradualmente en un defensor del orden tradicional. La dinastía que fundó, aunque presidió un gran florecimiento cultural y logró mantener la unidad política de China, que duraría desde la época mongola hasta el siglo XX, confirmó el conservadurismo y el aislamiento del país. A principios del siglo XV se terminaron las expediciones marítimas de grandes flotas. Un decreto imperial prohibió que los barcos chinos navegaran más allá de las aguas costeras, así como los viajes de los súbditos al extranjero. Los astilleros chinos perdieron pronto la capacidad de construir los grandes juncos que surcaban el océano; ni siquiera conservaron sus descripciones. Los grandes viajes del eunuco Zheng He, una especie de Vasco de Gama chino, cayeron prácticamente en el olvido. Al mismo tiempo, se persiguió a los comerciantes que habían prosperado con los mongoles.
Al final, la dinastía Ming perdió su esplendor. Una sucesión de emperadores prácticamente confinados en sus palacios, mientras los favoritos y los príncipes imperiales se disputaban a su alrededor el disfrute de las haciendas imperiales, señalaron el declive. Salvo en Corea, donde los japoneses fueron derrotados a finales del siglo XVI, los Ming no pudieron mantener las zonas periféricas del imperio. Indochina desapareció de la esfera china, el Tíbet escapó más o menos al control chino, y en 1544 los mongoles quemaron los suburbios de Pekín.
Durante la dinastía Ming, llegaron también los primeros europeos en busca de algo más que un viaje comercial o de descubrimiento. En 1557, los portugueses se establecieron en Macao. Tenían poco que ofrecer que China deseara, salvo plata, pero tras ellos llegaron los misioneros, a quienes la tolerancia oficial de la tradición confucianista les ofreció oportunidades que supieron aprovechar. Los misioneros portugueses llegaron a tener una gran influencia en la corte Ming, y a principios del siglo XVII los funcionarios chinos comenzaron a alarmarse y ordenaron a los portugueses que se retiraran a Macao. Para entonces, aparte de los juguetes y relojes mecánicos que los misioneros añadieron a las colecciones imperiales, sus conocimientos científicos y cosmográficos habían empezado a interesar a los intelectuales chinos. La corrección del calendario chino, que realizó un jesuita, tuvo una importancia enorme, ya que la autenticidad de los sacrificios que ordenaba el emperador dependía de la exactitud de la fecha. Los chinos aprendieron también de los jesuitas a fundir artillería pesada, otro arte útil.
A principios del siglo XVII, los Ming necesitaban todas las ventajas militares que pudieran procurarse. Desde el norte les amenazaba un pueblo que vivía en Manchuria, provincia a la que dieron posteriormente su nombre, pero que no fueron conocidos como «manchúes» hasta después de que conquistaran China. Las puertas se les abrieron en la década de 1640, merced a una rebelión campesina y a un intento de usurpación del trono chino. Un general imperial pidió ayuda a los manchúes y estos cruzaron la Gran Muralla, pero para fundar su propia dinastía, la Qing, en 1644 (eliminando de paso el clan del general). Al igual que otros bárbaros y semibárbaros, los manchúes se sentían desde hacía tiempo fascinados por la civilización a la que amenazaban y ya estaban en cierto modo influidos por los chinos antes de su llegada. Conocían el sistema administrativo chino, que habían imitado en su capital, Mukden, y vieron que era posible cooperar con la pequeña nobleza confucianista cuando ampliaron su dominio sobre China. La incorporación de inspectores manchúes estimuló a la burocracia, que tuvo que efectuar pocos cambios salvo adaptarse a la práctica manchú de llevar coleta, introduciéndose así lo que después sorprendió a los europeos como una de las características más peculiares de la vida china.
El coste de la conquista manchú fue elevado, pues perecieron unos veinticinco millones de personas, pero la recuperación fue rápida. El nuevo poder de China ya era espectacularmente evidente con el emperador Kangxi, que reinó desde 1662 hasta 1722, período que se corresponde aproximadamente con el reinado de Luis XIV de Francia, cuyos ejercicios de magnificencia y engrandecimiento adoptaron formas diferentes, pero mostraron curiosos paralelismos con el otro extremo del mundo. Kangxi era capaz de una violencia personal que el Rey Sol nunca se habría permitido (en una ocasión agredió a dos de sus hijos con una daga), pero, a pesar de las diferencias en los antecedentes históricos en los que se formaron, existe una semejanza en su estilo de gobierno. Los observadores jesuitas hablaron de la «nobleza de alma» de Kangxi, descripción que parece nacer de algo más que del deseo de halagar y justificarse por algo más que por su protección. El emperador era un trabajador incansable, vigilaba de cerca los detalles de los asuntos del gobierno (y su forma, ya que solía corregir cuidadosamente los defectos caligráficos de los memoriales que le presentaban) y, al igual que Luis XIV, descansaba dando rienda suelta a su pasión por la caza.
De forma característica, aunque Kangxi tuvo el rasgo, inusual entre los emperadores chinos, de admirar las aptitudes europeas (protegió a los jesuitas por sus conocimientos científicos), los méritos de su reinado se asientan con firmeza en la tradición aceptada; Kangxi se identificaba con la China que perdura. Reconstruyó Pekín, destruida durante la invasión manchú, restaurando cuidadosamente el trabajo de los arquitectos y escultores Ming. Fue como si se hubiera levantado un Versalles gótico o como si se hubiera reconstruido Londres en estilo gótico flamígero después del gran incendio de 1666. Los principios de Kangxi eran confucianistas y disponía de obras clásicas traducidas al manchú. Trató de respetar las tradiciones antiguas y garantizó los derechos habituales a sus súbditos chinos; siguieron ascendiendo dentro del cuerpo de funcionarios pese a la apertura de este a los manchúes, y Kangxi nombró a generales y virreyes chinos. En cuanto a su vida personal, el emperador era, si no austero, al menos moderado. Disfrutaba de la animada vida del ejército, y en las campañas vivía con sencillez; en Pekín, se redujeron deliberadamente los placeres del palacio y el emperador descansaba de los asuntos de Estado en un harén de solo trescientas muchachas.
Kangxi amplió el control imperial a Formosa, ocupó el Tíbet y dominó a los mongoles, convirtiéndolos en vasallos tranquilos. Esto supuso un punto de inflexión tan definitivo como pueda serlo algo en la historia, pues a partir de esta época los pueblos nómadas de Asia central comenzaron al menos a retirarse gradualmente ante el colonizador. Más al norte, en el valle del Amur, se abrió otro nuevo capítulo histórico cuando, en 1685, un ejército chino atacó un puesto ruso en Albazin. Las negociaciones dieron como resultado la retirada de los rusos y la destrucción de su fuerte. El Tratado de Nerchinsk, que estabilizó la situación, contenía entre sus cláusulas una que prescribía que los puestos fronterizos debían tener inscripciones no solo en ruso, manchú, chino y mongol, sino también en latín. La sugerencia partió de un jesuita francés que pertenecía a la delegación china y fue, al igual que el establecimiento de una línea fronteriza, un síntoma de las nuevas relaciones chinas con el mundo exterior, relaciones que evolucionaban con más rapidez, quizá, de lo que ningún chino era consciente. El tratado no saldó en absoluto las cuentas pendientes entre China y la única potencia europea con la que compartía un territorio fronterizo, pero tranquilizó la situación durante un tiempo. En otros lugares, la conquista manchú siguió avanzando; en el siglo XVIII, el Tíbet fue invadido de nuevo y se reimpuso el vasallaje a Corea, Indochina y Birmania en lo que fueron grandes hechos de armas.
En el interior, la paz y la prosperidad marcaron los últimos años del éxito manchú. Fue una edad de plata de la alta civilización clásica que, a juicio de algunos estudiosos, alcanzó su cumbre al final del período Ming. Si fue así, aún pudo seguir produciendo mucha belleza y erudición durante la época manchú. Los grandes esfuerzos de compilación y crítica, iniciados e inspirados por el propio Kangxi, inauguraron un centenar de años de transcripción y publicación que no solo dieron como fruto prodigios como una enciclopedia de cinco mil volúmenes, sino también colecciones de ediciones clásicas a las que ahora se les daba forma canónica. Durante el reinado de Kangxi, los hornos imperiales comenzaron también un siglo de progreso técnico en el esmaltado que produjo unos vidriados exquisitos.
Pero, por admirable que fuera y por mucho que se reparta el énfasis entre las diversas expresiones de las diferentes artes, la civilización de la China manchú era aún, al igual que la de sus antecesores, la de una élite. Aunque hubo al mismo tiempo una cultura popular de gran vigor, la civilización china que sorprendió a los europeos era tan propiedad de la clase gobernante china como siempre lo había sido, y una fusión de actividad artística, intelectual y oficial. Su conexión con el gobierno le dio un tono y un color distintivos. Seguía siendo profundamente conservadora, no solo en los asuntos sociales y políticos, sino incluso en cuanto a estética. El arte que generó se basaba en la desconfianza en la innovación y la originalidad; trataba de imitar y emular lo mejor, pero lo mejor siempre pertenecía al pasado. Las obras maestras tradicionales señalaban el camino. Tampoco se consideraba que el arte fuera una expresión autónoma de la actividad estética. Se aplicaban criterios morales para juzgar la obra artística, y estos criterios eran, como es lógico, expresiones de los valores confucianistas. Contención, disciplina, refinamiento y respeto a los grandes maestros eran las cualidades que admiraba el funcionario-intelectual, que, al mismo tiempo, era artista y mecenas.
Con independencia de lo que las apariencias puedan sugerir a primera vista, el arte chino no estaba más encaminado a huir de la vida y los valores convencionales que el de cualquier otra cultura antes del siglo XIX europeo. Esto fue también paradójicamente evidente en su tradicional exaltación del aficionado y en la desaprobación que mostró hacia los profesionales. El hombre más apreciado era el funcionario o terrateniente que podía ejecutar, con seguridad y aparente falta de esfuerzo, obras de pintura, caligrafía o literatura. Los aficionados brillantes eran muy admirados, y en sus actividades el arte chino escapa de su anonimato; conocemos los nombres de muchos de estos artistas. Sus hermosas cerámicas y tejidos, por otra parte, son producto de comerciantes cuyos nombres se han perdido y que trabajaban a menudo bajo la dirección de los funcionarios. No se valoraba a los artesanos por su originalidad; se les animaba a desarrollar su talento no hacia la innovación, sino hacia la perfección técnica. La dirección central de grandes grupos de artesanos dentro de las dependencias del palacio imperial, solo imprimía sobre estas artes, con más firmeza si cabe, el sello del estilo tradicional. Hasta la brillante explosión de nuevas maestrías en los hornos imperiales durante el reinado de Kangxi, siguió expresándose dentro del marco de los cánones tradicionales de contención y simplicidad.
La paradoja final china es la más obvia, y hacia el siglo XVIII se hace patente en toda su crudeza. Pese a sus tempranos avances tecnológicos, China nunca llegó a dominar la naturaleza de tal forma que le permitiera resistirse a la intervención occidental. La pólvora es el ejemplo más famoso; los chinos dispusieron de ella antes que nadie, pero no pudieron fabricar armas de fuego tan buenas como las de Europa, ni siquiera emplear con provecho las que les construyeron los artesanos europeos. Los navegantes chinos tenían desde hacía mucho tiempo la brújula marinera y un legado cartográfico que produjo el primer mapa con cuadrículas, pero fueron exploradores solo por breve tiempo. Ni atravesaron el Pacífico, como los melanesios, más primitivos, ni elaboraron mapas, como hicieron más tarde los europeos. Aproximadamente seiscientos años antes que en Europa, los chinos construían relojes mecánicos dotados del escape que constituye la clave para que una máquina cronometre, pero los jesuitas llevaron con ellos una tecnología relojera muy superior a la china cuando llegaron en el siglo XVI. La lista de triunfos intelectuales sin explotar podría ampliarse, con las importantes innovaciones chinas en el campo hidráulico por ejemplo, pero no es necesario. Lo principal es obvio: de algún modo, había una falta de interés por la utilización de los inventos enraizada en un sistema social confucianista que, a diferencia del europeo, no consideraba respetable la asociación entre los señores y los técnicos.
El orgullo por una gran tradición cultural siguió dificultando en gran medida que se reconocieran sus insuficiencias, e hizo muy difícil el aprendizaje de los extranjeros (todos bárbaros, a los ojos de los chinos). Para empeorar la situación, la moral china prescribía el desdén hacia los soldados y las habilidades militares. Así, en un período en el que se multiplicaban las amenazas externas, China estaba peligrosamente paralizada en cuanto a sus posibilidades de respuesta. Ya con Kangxi se habían producido señales de los nuevos desafíos que iba a deparar el futuro. En su ancianidad, Kangxi tuvo que restablecer el poder manchú en el Tíbet, donde lo habían usurpado las tribus mongolas. En 1700, los rusos estaban instalados en Kamchatka, estaban ampliando su comercio por las rutas de caravanas y pronto empezaron a presionar sobre la región transcaspiana. Incluso la paz y la prosperidad tuvieron un precio, ya que propiciaron una aceleración del aumento de la población, y este fue otro problema, no resuelto por la falta de reconocimiento y quizá porque fuera insoluble, que afectaría a la estabilidad del orden autorizado por el mandato del cielo. En 1800 había más de trescientos, quizá incluso cuatrocientos millones, de chinos, y ya estaban apareciendo señales de lo que presagiaba este aumento de población.