Aunque acompañado de sabios y eruditos y asesorado por ellos, Alejandro Magno solo tenía una idea muy vaga de lo que encontraría en la India; parece que creía que el Indo era parte del Nilo y que más allá de ese río encontraría otra parte de Etiopía. Los griegos conocían desde hacía tiempo muchas cosas sobre el noroeste de la India, sede de la satrapía persa de Gandhara. Pero más allá de eso, todo era oscuridad. En lo que a geografía política se refiere, la oscuridad permanece, pues sigue siendo difícil averiguar las relaciones entre los estados del valle del Ganges y la naturaleza de estos en la época de la invasión de Alejandro. El reino de Magadha, situado en el bajo Indo y que ejerció una especie de hegemonía sobre el resto del valle, había sido la unidad política más importante del subcontinente durante al menos dos siglos, pero no se sabe mucho sobre sus instituciones ni sobre su historia. Las fuentes indias no dicen nada de la llegada de Alejandro a la India, y dado que el gran conquistador nunca pasó del Punjab, solo podemos leer en los relatos griegos de la época su irrupción en los pequeños reinos del noroeste y, en cambio, nada sobre el centro del poder indio.
Con los seléucidas, llegó a Occidente información más fiable sobre lo que había más allá del Punjab. Estos nuevos conocimientos coinciden aproximadamente con el nacimiento de una nueva potencia india, el imperio maurya, y aquí comienza realmente la India de los documentos históricos. Uno de nuestros informantes es un embajador griego, Megástenes, enviado a la India por el rey seléucida hacia el 300 a.C., fragmentos de cuyos relatos sobre lo que vio se conservaron el tiempo suficiente para que escritores posteriores los citaran con profusión. Megástenes llegó hasta Bengala y Orissa, y dado que era respetado como diplomático y como erudito, conoció y entrevistó a numerosos indios. Algunos escritores posteriores pensaban que, como informador, era crédulo y poco de fiar, e hicieron hincapié en sus historias sobre hombres que vivían de olores y no de comida y bebida, sobre otros ciclópeos o cuyos pies eran tan grandes que los usaban para protegerse del sol, y sobre pigmeos y hombres sin boca. Estas historias eran absurdas, pero no carecían necesariamente de fundamento, ya que bien podrían representar solo el conocimiento, sumamente desarrollado, que tenían los indios arios sobre las diferencias físicas que les distinguían de sus vecinos o conocidos lejanos de Asia central o de las junglas de Birmania. Algunos de estos les debían de parecer muy extraños, y su comportamiento era, sin duda, muy raro a los ojos indios. Otros aspectos podrían reflejar vagamente las curiosas prácticas ascéticas de la religión india, que nunca han dejado de impresionar a los extranjeros y que normalmente mejoran en las narraciones. Estas historias no desacreditan necesariamente al narrador, pues no significan que las demás cosas que cuenta hayan de ser totalmente inciertas. Quizá tengan incluso un valor positivo si indican algo sobre la forma en que los informadores indios de Megástenes veían el mundo exterior.
Megástenes habla de la India de un gran gobernante, Chandragupta, fundador de la dinastía maurya, y de quien se tienen algunos datos procedentes de otras fuentes. Los antiguos creían que se había inspirado para sus conquistas en haber visto en su juventud a Alejandro Magno durante su invasión de la India. Sea lo que fuere, Chandragupta usurpó el trono de Magadha en el 321 a.C., y sobre las ruinas de ese reino construyó un Estado que abarcó no solo los dos grandes valles del Indo y el Ganges, sino la mayor parte de Afganistán (arrebatada a los seléucidas) y de Beluchistán. Su capital estaba en Patna, donde Chandragupta vivía en un magnífico palacio de madera; la arqueología, pues, no puede aún ayudarnos mucho en este período de la historia india. De los relatos de Megástenes podría deducirse que Chandragupta ejerció una especie de presidencia monárquica, pero las fuentes indias parecen revelar un Estado burocrático, o al menos algo que aspiraba a serlo. Es difícil saber cómo era en la práctica, pues se había construido a partir de unidades políticas formadas en épocas anteriores, muchas de las cuales habían sido republicanas o populares en cuanto a su organización, y muchas de ellas estaban relacionadas con el emperador a través de grandes hombres que eran funcionarios de este; algunos de ellos, súbditos en teoría, debieron de ser con frecuencia muy independientes en la práctica.
Megástenes también ofrece datos sobre los habitantes del imperio. Además de facilitar una larga lista de diferentes pueblos, distinguió dos tradiciones religiosas (una brahmánica y otra aparentemente budista), mencionó los hábitos alimentarios de los indios —cuyo alimento básico era el arroz— y su abstención de beber vino salvo con fines rituales, contó muchas cosas sobre la domesticación de elefantes y subrayó el hecho (sorprendente para los griegos) de que en la India no hubiera esclavos. Estaba equivocado, pero es excusable; aunque los indios no se compraban y vendían en esclavitud absoluta, había personas obligadas a trabajar para sus amos y que carecían de la posibilidad jurídica de emanciparse. Megástenes también informó de que el rey se divertía con la caza, que se practicaba desde plataformas elevadas o a lomos de elefante, de forma muy parecida a como aún se cazan los tigres hoy en día.
Se dice que Chandragupta vivió sus últimos días retirado con los jainistas, y que realizó un ayuno ritual que le condujo a la muerte en un refugio cerca de Mysore. Su hijo y sucesor llevó hacia el sur la tendencia expansiva del imperio que ya había mostrado su padre. El poder maurya comenzó a penetrar en las densas selvas pluviales del este de Patna y a presionar hacia la costa oriental. Finalmente, con el tercer maurya, la conquista de Orissa dio al imperio el control de las rutas terrestres y marítimas hacia el sur, y el subcontinente adquirió una unidad política cuyo alcance no se logró igualar durante más de dos mil años. El conquistador que lo consiguió fue Asoka, el gobernante con el que por fin empieza a ser posible una historia documentada de la India.
De la época de Asoka sobreviven numerosas inscripciones con decretos y órdenes a sus súbditos. El uso de este medio para propagar los mensajes oficiales y el estilo individual de las inscripciones sugieren una influencia persa y helenística, y no cabe duda de que la India de los mauryas estuvo en contacto con las civilizaciones de Occidente de forma más continua que nunca. En Kandahar, Asoka dejó inscripciones en griego y en arameo.
Estos testimonios revelan un gobierno capaz de mucho más de lo que había esbozado Megástenes. Un consejo real gobernaba en una sociedad basada en castas. Había un ejército real y una burocracia; al igual que en otros lugares, la aparición de la escritura supuso un hito para el gobierno, además de para la cultura. Parece que también había un gran cuerpo de policía secreta o servicio de espionaje interno. Además de recaudar impuestos y mantener los servicios de comunicación y riego, esta maquinaria emprendió, con Asoka, la promoción de una ideología oficial. El propio Asoka se había convertido al budismo al principio de su reinado. A diferencia de la conversión de Constantino, la de Asoka no precedió, sino que siguió a una batalla cuyo coste en sufrimiento horrorizó al rey. Sea como fuere, el resultado de su conversión fue el abandono del modelo de conquista que había marcado la trayectoria de Asoka hasta entonces. Quizá por eso no sintió ninguna tentación de llevar la guerra fuera del subcontinente, limitación que, sin embargo, compartió con la mayoría de los gobernantes indios, que nunca aspiraron a gobernar a los bárbaros, y que no se hizo patente hasta que completó la conquista de la India.
La filosofía budista de Asoka se expresa en las recomendaciones que hizo a sus súbditos en las inscripciones sobre roca y pilares fechadas a partir de esta parte de su reinado (aproximadamente después del 260 a.C.). Las consecuencias son muy importantes, pues suponen una nueva filosofía social completa. Los preceptos de Asoka reciben el nombre global de Dhamma, variante de una palabra sánscrita que significa «Ley Universal», y su novedad suscitó una enorme y anacrónica admiración entre los políticos indios del siglo XX por la modernidad de Asoka. Las ideas de Asoka son, sin embargo, sorprendentes. Asoka impuso el respeto a la dignidad de todos los hombres y, sobre todo, la tolerancia y la no violencia religiosas. Sus preceptos eran más generales que precisos y no constituían leyes, pero sus cuestiones centrales son inequívocas y trataban de ofrecer unos principios de actuación. Aunque la inclinación e ideología de Asoka le hacían proclive a aceptar semejantes ideas, estas sugieren no tanto un deseo de exponer las enseñanzas del budismo (lo que hizo Asoka por otros medios) cuanto un deseo de limar diferencias; son algo muy parecido a un instrumento de gobierno para un imperio enorme, heterogéneo y religiosamente dividido. Asoka trató de establecer algún foco para lograr cierta unidad política y social que abarcara toda la India, que se basara en los intereses de los hombres, además de en la fuerza y el espionaje. «Todos los hombres —dice una de sus inscripciones— son mis hijos.»
Esto podría explicar también su orgullo por lo que cabría llamar sus «servicios sociales», que a veces adoptaron formas adaptadas al clima: «En las carreteras he plantado banianos —proclamó— que darán sombra a bestias y hombres». El valor de esta estratagema aparentemente sencilla habría sido enseguida patente para quienes trabajaban arduamente en las grandes llanuras indias o viajaban por ellas. Casi de paso, las mejoras también facilitaron el comercio, pero, al igual que los pozos que excavó y las casas de descanso que abrió cada quince kilómetros aproximadamente, los banianos eran una expresión de Dhamma. No obstante, parece que esta no tuvo éxito, a juzgar por lo que sabemos de las luchas entre sectas y del rencor de los sacerdotes.
Asoka logró más avances en el fomento de la simple evangelización budista. Su reinado dio lugar a la primera gran expansión del budismo, que había prosperado, pero que hasta entonces estaba confinado en el nordeste de la India. Asoka envió misioneros a Birmania que lo propagaron; en Ceilán, otros lo difundieron con mejor fortuna aún, y desde entonces la isla fue predominantemente budista. Los enviados a Macedonia y Egipto, tal vez con un exceso de optimismo, tuvieron menos éxito, aunque las enseñanzas budistas dejaron huella en varias de las filosofías del mundo helenístico y algunos griegos se convirtieron.
La vitalidad del budismo durante el reinado de Asoka podría explicar en parte las señales de reacción que se dieron en la religión brahmánica. Se ha sugerido que la nueva popularización de ciertos cultos que datan aproximadamente de esta época podría haber sido la respuesta brahmánica consciente al desafío. En los siglos III y II a.C. sobre todo, se dio una nueva importancia a los cultos de dos de los avatares más populares de Visnú: el proteiforme Krisna, cuya leyenda ofrece enormes posibilidades de identificación psicológica a los adoradores, y Rama, la encarnación del rey benévolo, buen esposo e hijo, un dios familiar. Fue también en el siglo II a.C. cuando comenzaron a adoptar su forma definitiva las dos grandes epopeyas indias, el Mahabharata y el Ramayana. La primera se amplió con un largo pasaje que ahora constituye la obra más famosa de la literatura india y su poema más importante, la Bhagavad Gita o «Canción del señor», que se convertiría en el testamento central del hinduismo, al tejer en torno a la figura de Visnú/Krisna la doctrina ética del deber en el cumplimiento de las obligaciones impuestas por la pertenencia a una clase (dharma) y la recomendación de que las obras de devoción, por meritorias que sean, a veces son menos eficaces que el amor de Krisna como medio para liberarse y alcanzar la felicidad eterna.
Estos acontecimientos fueron importantes para el futuro del hinduismo, pero solo se desarrollaron del todo durante un período que va mucho más allá del hundimiento del imperio maurya, que comenzó poco después de la muerte de Asoka. Esta desaparición fue tan dramática e impresionante —y el imperio maurya había sido algo tan notable— que, aunque nos sentimos tentados de buscar alguna explicación especial, quizá esta sea solo de índole acumulativa. En todos los imperios antiguos, salvo el chino, las demandas a las que tenía que hacer frente el gobierno sobrepasaron finalmente los recursos técnicos de que este disponía para satisfacerlas, momento en que se producía el hundimiento. Los mauryas habían hecho grandes cosas: reclutaron mano de obra para explotar grandes superficies yermas, alimentando así a una población creciente y aumentando la base impositiva del imperio; emprendieron grandes obras de regadío que les sobrevivieron durante siglos, y el comercio prosperó también con la dinastía maurya, si se puede juzgar por la forma en que la cerámica del norte se difundió por toda la India en el siglo III a.C. Los mauryas tenían, además, un ejército enorme y una diplomacia que llegó hasta Epiro. Sin embargo, el coste fue elevado. El gobierno y el ejército eran parásitos de una economía agraria que no podía expandirse indefinidamente. Había un límite a lo que podía sostener. Por otro lado, aunque la burocracia parece en retrospectiva haber estado en principio centralizada, no pudo ser muy eficaz, por no decir perfecta. Sin un sistema de control y reclutamiento que la independizase de la sociedad, en un extremo cayó bajo el control de los favoritos del monarca de quienes dependían todos los demás, y, en el otro, en manos de las élites locales que sabían cómo hacerse con el poder y conservarlo.
Hay, además, un punto débil político profundamente enraizado en la época anterior a la de los mauryas. La sociedad india ya se había dibujado en torno a la familia y el sistema de castas. Aquí, en las instituciones sociales, más que en una dinastía o en la idea abstracta de un Estado con continuidad (por no hablar de nación), estaba el foco de las lealtades indias. Cuando un imperio indio comenzaba a tambalearse bajo presiones económicas, externas o técnicas, carecía de un apoyo popular incondicional al que recurrir. Esta es una llamativa señal de la falta de éxito de los intentos de Asoka por proporcionar un tegumento ideológico a su imperio. Es más: las instituciones sociales de la India, y especialmente las castas, en sus formas complejas, imponían unos costes económicos. Al asignarse las funciones sociales de forma inalterable por nacimiento, se reprimían la aptitud económica y la ambición. La India tenía un sistema social que obstaculizaba por fuerza las posibilidades de crecimiento económico.
Al asesinato del último maurya le siguió la llegada al poder de una dinastía del Ganges de origen brahmánico, con lo que la historia de la India durante quinientos años se caracterizó, una vez más, por la desunión política. Desde finales del siglo II a.C. disponemos de referencias en fuentes chinas, aunque no puede decirse que hayan facilitado más el acuerdo entre los especialistas sobre los hechos históricos; incluso la cronología sigue siendo en gran medida una conjetura. Solo destacan los procesos generales.
El más importante de ellos es una nueva sucesión de invasiones de la India procedentes de las históricas rutas noroccidentales. Primero, llegaron los bactrianos, descendientes de los griegos que dejó el imperio de Alejandro en el alto Oxus, donde hacia el 239 a.C. habían formado un reino independiente situado entre la India y la Persia seléucida. Nuestros conocimientos de este misterioso reino proceden en su mayor parte de sus monedas y presentan grandes lagunas, pero se sabe que, cien años después, los bactrianos presionaban hacia el valle del Indo, como vanguardia de una corriente que fluiría durante cuatro siglos. Así pues, estaban en curso una compleja serie de movimientos, cuyos orígenes están profundamente arraigados en las sociedades nómadas de Asia. Entre quienes siguieron a los indogriegos de Bactria y se establecieron en diferentes épocas en el Punjab, estaban los partos y los escitas. Según la leyenda, un rey escita recibió al apóstol santo Tomás en esta corte.
Desde las fronteras de China llegó un importante pueblo, que dejó tras de sí el recuerdo de otro gran imperio indio que se extendió desde Benarés, más allá de las montañas, hasta las rutas de caravanas de las estepas. Eran los kushanas. Los historiadores aún discrepan acerca de su relación con otros pueblos nómadas, pero dos aspectos parecen bastante claros. El primero es que ellos o sus gobernantes eran budistas entusiastas y que también protegían a algunas sectas hindúes. El segundo, que sus intereses políticos tenían como centro Asia central, donde murió en combate su rey más importante.
El período kushana aportó, una vez más, fuertes influencias extranjeras a la cultura india, procedentes a menudo de Occidente, como muestra el sabor helenístico de su escultura, especialmente de sus Budas. Supone un hito también en otro aspecto, ya que la representación de Buda era una gran innovación en la época kushana. Los kushanas la llevaron muy lejos, y los modelos griegos fueron dando paso gradualmente a las formas de Buda que hoy nos son familiares, y que fueron expresión de una mayor complejidad de la religión budista. El budismo se fue popularizando y materializando; Buda se convirtió progresivamente en un dios. Pero este no fue más que uno de los numerosos cambios que se produjeron, pues se interrelacionaron el milenarismo, unas expresiones más emocionales de la religión y unos sistemas filosóficos más complejos. Distinguir la «ortodoxia» hindú o budista en esto es bastante artificial.
Al final, los kushanas sucumbieron ante una potencia mayor. Artajerjes tomó Bactria y el valle de Kabul a principios del siglo III d.C. Poco después, otro rey sasánida tomó la capital kushana de Peshawar. Es fácil que estas frases impacienten al lector, que podrá preguntarse, con Voltaire, «¿y a mí qué me importa que un rey sustituya a otro en las riberas del Oxus y el Yaxartes?». Es como las guerras fraticidas de los reyes francos o de los reinos anglosajones de la Heptarquía, a una escala algo mayor. En realidad, es difícil ver la relevancia de estos altibajos, salvo como certificación de dos grandes constantes de la historia de la India: la importancia de la frontera noroccidental como conducto cultural y la capacidad de asimilación de la civilización hindú. Ninguno de los pueblos invasores pudo resistirse, al final, a esa capacidad de asimilación que siempre ha mostrado la India. Al cabo de poco tiempo, los nuevos gobernantes regían reinos hindúes (cuyas raíces se remontaban posiblemente más allá de la época maurya, hasta las unidades políticas de los siglos IV y V a.C.) y adoptaban las costumbres indias.
Los invasores nunca penetraron muy al sur. Después del hundimiento maurya, el Decán permaneció durante mucho tiempo separado y bajo sus propios gobernantes dravídicos. Su diferenciación cultural persiste aún. Aunque la influencia aria fue más fuerte ahí después de la era maurya y el hinduismo y el budismo nunca desaparecieron, el sur no estuvo políticamente integrado de nuevo con el norte hasta la llegada del imperio británico.
En este confuso período, no todos los contactos de la India con el exterior fueron violentos. El comercio con los romanos aumentó de forma tan perceptible que Plinio lo culpó (erróneamente) de vaciar de oro el imperio. Cierto es que tenemos poca información incuestionable salvo la llegada de embajadas de la India para negociar asuntos comerciales, pero la observación de Plinio sugiere que ya se había establecido una de las características del comercio de la India con Occidente: lo que los mercados mediterráneos buscaban eran artículos de lujo que solo podía proporcionar la India, y, salvo oro y plata, poco podían ofrecer a cambio. Esta pauta se mantuvo hasta el siglo XIX. También hay otras señales interesantes de contactos intercontinentales derivados del comercio. El mar es un factor de unión de las culturas de las comunidades comerciales; las palabras tamiles para designar ciertos productos aparecían en el griego, y los indios del sur llevaban comerciando con Egipto desde la época helenística. Más tarde, los comerciantes romanos vivieron en puertos del sur, donde los reyes tamiles tenían guardaespaldas romanos. Por último, es probable que, con independencia de cuál sea la verdad sobre el apóstol santo Tomás, el cristianismo llegara por primera vez a la India a través de sus puertos comerciales occidentales, posiblemente ya en el siglo I d.C.
La unidad política no apareció de nuevo, ni siquiera en el norte, hasta transcurridos cientos de años. Un nuevo Estado en el valle del Ganges, el imperio gupta, fue entonces el heredero de cinco siglos de confusión. Su centro estaba en Patna, donde se estableció una dinastía de emperadores guptas. El primero de ellos, otro Chandragupta, comenzó a reinar en el 320, y cien años después el norte de la India estuvo, una vez más, unido durante un tiempo y libre de presiones e incursiones externas. No fue un imperio tan grande como el de Asoka, pero los guptas conservaron el suyo más tiempo. Durante dos siglos aproximadamente, el norte de la India disfrutó con ellos de una especie de era antonina, que después se recordaría con nostalgia y que constituye el período clásico de la India, aquel en el que el arte y la literatura dieron sus mayores frutos a la humanidad.
La época gupta trajo la primera gran consolidación de un patrimonio artístico indio. De la Antigüedad, poco ha sobrevivido antes de la perfección de la piedra tallada de los mauryas. Las columnas que constituyen sus principales monumentos fueron la culminación de una tradición autóctona de construcción en piedra. Durante mucho tiempo, el tallado y la construcción en piedra siguieron mostrando huellas de estilos que evolucionaron en una era de construcción en madera, si bien las técnicas ya habían avanzado mucho antes de la llegada de la influencia griega, que durante un tiempo se creyó que fue el origen de la escultura en piedra de la India. Lo que los griegos aportaron fueron nuevos motivos artísticos y técnicas de Occidente. A juzgar por lo que se ha conservado, estas influencias se desplegaron sobre todo en la escultura budista hasta bien entrada la era cristiana. No obstante, antes del período gupta también se había establecido una rica tradición indígena de esculturas hindúes y, a partir de esta época, la vida artística de la India fue madura e independiente. En la era gupta comenzó la construcción del gran número de templos de piedra (a diferencia de las cuevas excavadas y decoradas) que constituyen las mayores glorias tanto del arte como de la arquitectura indias antes de la época musulmana.
La civilización gupta fue también notable por sus logros literarios. De nuevo, las raíces son profundas. La normalización y sistematización de la gramática sánscrita justo antes de la época maurya abrieron las puertas a una literatura que pudo compartir la élite de todo el subcontinente. El sánscrito fue un vínculo que unió el norte con el sur, a pesar de sus diferencias culturales. Las grandes epopeyas adoptaron su forma clásica en sánscrito (aunque también existían traducciones a las lenguas locales), y en sánscrito escribió el mayor poeta indio, Kalidasa. Este fue también autor de obras dramáticas, y en la época gupta surgió desde un oscuro pasado el teatro indio, cuyas tradiciones han mantenido y asumido las películas populares indias del siglo XX.
La época gupta fue también intelectualmente importante. En el siglo V los aritméticos indios inventaron el sistema decimal, y puede que un lego capte con más facilidad la importancia de este avance que la del resurgimiento filosófico indio del mismo período. Este resurgimiento no se limitó al pensamiento religioso, pero lo que puede deducirse a partir de él sobre actitudes generales o la dirección de la cultura parece muy discutible. En un texto literario como el Kamasutra, un observador occidental podría sentirse sorprendido por la importancia que se da en él al aprendizaje de técnicas cuya utilización, por estimulantes que puedan ser, no pudieron absorber, como mucho, más que una pequeña parte del interés y el tiempo de una reducida élite. Quizá sea más seguro verlo desde un punto de vista negativo: ni el énfasis en el dharma de la tradición brahmánica, ni los rigores ascéticos de algunos maestros indios, ni la abierta aceptación del placer sensual que sugieren muchos textos además del Kamasutra, tienen nada en común con el esforzado puritanismo militante que con tanta fuerza se manifiesta en las tradiciones cristiana e islámica. La civilización india se movía a ritmos muy diferentes de los que regían más al oeste; en ello radica, quizá, su fuerza más profunda y la explicación de su capacidad de resistencia frente a culturas ajenas.
En el período gupta, la civilización india alcanzó su forma madura, clásica. La cronología derivada de la política es aquí un obstáculo; los acontecimientos importantes desbordan los límites de cualquier período arbitrario. Sin embargo, en la cultura gupta podemos percibir la presencia de una sociedad hindú totalmente evolucionada. Su expresión más sobresaliente era un sistema de castas que, para entonces, había llegado a revestir y complicar la división original de la sociedad védica en cuatro clases. Dentro de las castas, que los confinaban en grupos bien definidos para contraer matrimonio y, normalmente, ejercer sus ocupaciones, la mayoría de los indios vivían muy apegados a la tierra. Las ciudades eran, en su mayor parte, grandes mercados o grandes centros de peregrinación. La mayoría de los indios eran, como ahora, campesinos que vivían dentro del marco de los supuestos de una cultura religiosa ya fijada en su forma básica antes de los mauryas. Ya se han mencionado algunos de los cambios posteriores; otros siguieron desarrollándose más allá del período gupta, y hablaremos de ellos en su momento. De su vigor y potencia no puede haber duda; con siglos de elaboración por delante, ya se expresaban en la época gupta en una enorme evolución de tallas y esculturas que manifiestan el poder de la religión popular y que ocupan su puesto, junto con las stupas y los Budas de épocas anteriores, como una característica duradera del paisaje indio. Paradójicamente, la India, en gran medida debido a su arte religioso, es un país del que quizá tengamos más testimonios sobre la mentalidad de los hombres del pasado que sobre su vida material. Puede que sepamos poco sobre la forma precisa en que se aplicaba el sistema tributario gupta a los campesinos (aunque podemos adivinarlo), pero en la contemplación de la danza sin fin de dioses y demonios, o en la formación y disolución de formas de animales y símbolos, podemos sentir un mundo que sigue vivo y que se encuentra en los altares de las aldeas y en las irresistibles fuerzas de nuestra propia época. En la India, como en ninguna otra parte, existe la posibilidad de acceder a la vida de los innumerables millones de personas cuya historia ha de relatarse en libros como este, pero que, por su naturaleza inmaterial y lejana a nuestro mundo, normalmente se nos escapa.
En el punto culminante de la civilización hindú, entre la época gupta y la llegada del islam, la fertilidad de la religión india —la tierra de la que se nutre la cultura india— apenas fue perturbada por los acontecimientos políticos. Un síntoma fue la aparición, hacia el año 600, de un importante culto nuevo que rápidamente se ganó un lugar que nunca perdería ya en la religión hindú: el de la diosa madre Devi. Algunos han visto en ella la expresión de un nuevo énfasis sexual que marcó tanto al hinduismo como al budismo. Su culto formaba parte de una efervescencia general de la vida religiosa, que duró al menos un par de siglos, ya que, en torno a la misma época, hay también un nuevo sentimentalismo popular asociado a los cultos de Siva y Visnú. Las fechas no son muy útiles aquí; tenemos que pensar en un proceso de cambio continuo que se produjo durante la totalidad de los siglos correspondientes a los primeros de la era cristiana, y cuyo resultado fue la transformación final de la antigua religión brahmánica en el hinduismo.
De ahí surgió un abanico de prácticas y creencias que ofrecen algo para todas las necesidades. El sistema filosófico del vedanta (que subraya la irrealidad de lo fáctico y lo material y la conveniencia de lograr el desapego en un conocimiento auténtico de la realidad, brahma) ocupaba un extremo del espectro, que en el otro iba hasta las supersticiones de las aldeas que adoraban a deidades locales asimiladas mucho tiempo antes a uno de los muchos cultos de Siva o Visnú. Así, la efervescencia religiosa encontró expresión, de forma antitética y simultánea, en el crecimiento de la adoración de imágenes y en el surgimiento de una nueva austeridad. El sacrificio de animales nunca cesó, y era uno de los aspectos que ahora respaldaba una nueva severidad de la práctica religiosa conservadora. Lo mismo cabe decir de una nueva rigidez de las actitudes hacia la mujer y de la intensificación de su subordinación, que tuvieron su expresión religiosa en el aumento de los matrimonios infantiles y en la práctica llamada sati, la autoinmolación de las viudas en las piras funerarias de sus maridos.
La riqueza de la cultura india es tal que este embrutecimiento de la religión fue acompañado también por el desarrollo hasta su cumbre más elevada de la tradición filosófica del vedanta, la culminación de la tradición védica, y por el nuevo desarrollo del budismo mahayana, que afirmaba la divinidad de Buda. Las raíces de este se remontaban a las primeras desviaciones de las enseñanzas de Buda sobre la contemplación, la pureza y el desapego, que habían favorecido un enfoque religioso más ritualista y popular, y recalcado asimismo una nueva interpretación del papel de Buda. En lugar de entender a este solo como un maestro y un ejemplo, se le consideraba el mayor de los bodhisattvas, salvadores que, pese a gozar del derecho a la felicidad de la autoaniquilación, lo rechazaban para permanecer en el mundo y enseñar a los hombres el camino de la salvación.
Transformarse en un bodhisattva fue convirtiéndose gradualmente en la meta de muchos budistas. Los esfuerzos de un concilio budista convocado por el gobernante kushana Kaniska se encaminaron, infructuosamente, a reintegrar en el budismo dos tendencias cada vez más divergentes. El budismo mahayana (palabra que significa «gran vehículo») se centraba en un Buda que era, efectivamente, un salvador divino a quien se podía adorar y seguir en la fe, una manifestación de un gran y único Buda celestial que comienza a parecerse en cierto modo al alma indiferenciada que subyace tras todas las cosas del hinduismo. Las disciplinas de austeridad y contemplación que había enseñado Gautama se fueron limitando cada vez más a una minoría de budistas ortodoxos, mientras los seguidores del mahayana ganaban conversos entre las multitudes. Una señal de esta tendencia fue la proliferación, en los siglos I y II, de estatuas y representaciones de Buda, práctica hasta entonces limitada por la prohibición de Buda de adorar ídolos. El budismo mahayana sustituyó finalmente a las primeras formas del budismo en la India, y se difundió también por todas las rutas comerciales de Asia central hasta China y Japón. La tradición más ortodoxa tuvo más éxito en el sudeste asiático y en Indonesia.
El hinduismo y el budismo estaban, pues, marcados por cambios que ampliaron su atractivo. La religión hindú tuvo más éxito, aunque en ello entra en juego un factor regional: desde la época kushana, el centro del budismo indio había sido el noroeste, la región más expuesta a las devastaciones de los asaltantes hunos. El hinduismo se difundió en su mayor parte en el sur. Tanto el noroeste como el sur, naturalmente, eran zonas donde las corrientes culturales se mezclaban con toda facilidad con las procedentes del mundo mediterráneo clásico, en el primero por tierra y en el segundo por mar.
Estos cambios producen una sensación de culminación y clímax, ya que maduraron muy poco antes de que el islam llegara al subcontinente, aunque con la suficiente antelación como para que hubiera cristalizado una visión filosófica que ha marcado a la India desde entonces y que ha mostrado una asombrosa invulnerabilidad ante otras ideologías. En su núcleo existía la idea de unos ciclos infinitos de creación y reabsorción en la divinidad, de un panorama del cosmos que predicaba una historia cíclica y no lineal. Es difícil saber en qué medida influyó en la forma en que los indios se han venido comportando hasta la actualidad, resulta casi imposible captarlo. Cabría esperar que llevara a la pasividad y al escepticismo sobre el valor de la acción práctica, pero esto es muy discutible. Pocos cristianos viven de forma lógica y totalmente coherente con sus creencias, y no hay motivos para pensar que los hindúes sean más congruentes. La actividad práctica del sacrificio y de la propiciación en los templos indios sigue sobreviviendo. No obstante, la dirección de toda una cultura podría estar determinada por el énfasis de sus modos distintivos de pensamiento, y es difícil no sentir que gran parte de la historia de la India ha sido determinada por una visión del mundo que subrayaba más los límites de la acción humana que su potencial.
Para conocer los antecedentes del islam en la India hemos de retroceder al año 500 aproximadamente. A partir de esa época, el norte de la India se dividió una vez más, debido tanto a las tendencias centrífugas que afectaron a los primeros imperios como a la aparición de una misteriosa invasión de «hunas». ¿Eran tal vez los hunos? Sin duda se comportaron como ellos, destruyendo gran parte del noroeste y eliminando a muchas de las familias gobernantes consolidadas. Al otro lado de las montañas, en Afganistán, hirieron de muerte al budismo, que se había establecido con fuerza en aquella región. En el propio subcontinente, este período anárquico provocó daños mucho menos importantes. Aunque las llanuras del norte se habían fragmentado de nuevo en reinos combatientes, no parece que las ciudades indias sufrieran grandes perturbaciones, y la vida campesina suele recuperarse con rapidez de todo, salvo de los peores golpes. Por lo visto, la guerra india adquirió rápidamente unos límites convencionales importantes y efectivos para su potencial de destrucción. La situación en gran parte del norte en esta época se parece en cierto modo a la de algunos países europeos durante los períodos más anárquicos de la Edad Media, cuando las relaciones feudales mantenían más o menos la paz entre nobles potencialmente competitivos, pero no podían contener del todo unos estallidos de violencia que, en esencia, eran provocados por diferentes formas de tributo.
Mientras tanto, el islam había llegado a la India. Primero lo hizo a través de los comerciantes árabes de las costas occidentales. Después, hacia el 712, los ejércitos árabes conquistaron Sind. No llegaron más lejos, poco a poco se establecieron y dejaron de molestar a los indios. Siguió un período de calma que duró hasta que, a principios del siglo XI, un gobernante gaznaví penetró en la India realizando una serie de ataques destructivos, que, pese a todo, tampoco produjeron cambios radicales. Durante otros dos siglos, la vida religiosa de la India se siguió moviendo a su propio ritmo. Los cambios más destacados fueron el declive del budismo y el surgimiento del tantrismo, una mezcla de prácticas semimágicas y supersticiosas que prometían el acceso a la santidad mediante hechizos y rituales, cuyos cultos consistían sobre todo en fiestas populares que se celebraban en templos que también prosperaron, sin duda ante la ausencia de un foco político fuerte en la época posgupta. Entonces, se produjo una nueva invasión procedente de Asia central.
Los nuevos invasores eran musulmanes y procedían del complejo de pueblos turcos. El ataque de esos conquistadores islámicos fue diferente de los anteriores, ya que llegaron para quedarse, y no solo para realizar una incursión. Se establecieron primero en el Punjab, en el siglo XI, y después, a finales del siglo XII, lanzaron una segunda oleada de invasiones que culminaron, unas décadas más tarde, en el establecimiento de sultanes turcos en Delhi que gobernaban todo el valle del Ganges. Su imperio no fue monolítico, pues dentro de él sobrevivieron los reinos hindúes sobre una base tributaria, del mismo modo que los reinos cristianos sobrevivieron como reinos tributarios de los mongoles en Occidente. Los gobernantes musulmanes, quizá cuidadosos con sus intereses materiales, no siempre defendieron a sus correligionarios de los ulemas que trataban de hacer prosélitos y estaban deseosos de iniciar persecuciones (como muestra la destrucción de templos hindúes).
El corazón del primer imperio musulmán en la India era el valle del Ganges. Los invasores penetraron con rapidez hasta Bengala y se establecieron más tarde en la costa occidental de la India y en la meseta del Decán. No fueron más al sur, donde la sociedad hindú sobrevivió sin grandes cambios. En cualquier caso, su dominio no duraría mucho, ni siquiera en el norte. En 1398, el ejército de Tamerlán (Timur Lang) saqueó Delhi después de una devastadora marcha de acercamiento que avanzó a mayor velocidad si cabe, según un cronista, por el deseo de los mongoles de escapar del hedor a putrefacción que desprendían las pilas de cadáveres que dejaban a su paso. En las turbulentas aguas posteriores a este desastre, generales y potentados locales nadaron para ponerse a salvo, y la India islámica quedó fragmentada de nuevo. Sin embargo, el islam se había establecido ya en el subcontinente, convirtiéndose en el mayor desafío al que se había enfrentado hasta entonces la capacidad de asimilación de la India, ya que su estilo activo, profético y de revelación era totalmente antitético tanto del hinduismo como del budismo (aunque el islam también sufriría cambios sutiles merced a ellos).
Surgieron nuevos sultanes en Delhi, pero durante mucho tiempo no mostraron ninguna capacidad para restablecer el antiguo imperio islámico. Solo en el siglo XVI renació este gracias a un príncipe extranjero, Babur de Kabul. Descendía, por parte de padre, de Tamerlán o Timur Lang, y por parte de madre de Gengis Kan, lo que constituía una enorme ventaja, así como una fuente de inspiración para un joven educado en la adversidad. Babur descubrió muy pronto que tenía que luchar por su herencia, y pocos monarcas existieron que, como él, conquistaran una ciudad de la importancia de Samarcanda a la edad de catorce años (pese a que la volvió a perder casi de inmediato). Aun si se separan la leyenda y la anécdota, Babur sigue siendo, pese a su crueldad y duplicidad, una de las figuras más atractivas de entre los grandes gobernantes por su generosidad, audacia, valentía, inteligencia y sensibilidad. Dejó una notable autobiografía, escrita a partir de las notas que tomó durante toda su vida, y que sus descendientes atesorarían como fuente de inspiración y guía. En ella se muestra a un gobernante que no se consideraba culturalmente mongol, sino turco, en la tradición de los pueblos asentados desde hacía mucho tiempo en las antiguas provincias orientales del califato abasí. Su gusto y su cultura se formaron en el legado de los príncipes timuríes de Persia; su amor por la jardinería y por la poesía procedía de ese país, y encajó con facilidad en el marco de una India islámica cuyas culturas cortesanas ya estaban muy influidas por los modelos persas. Babur era un bibliófilo, otro rasgo timurí; se dice que, cuando tomó Lahore, acudió de inmediato a la biblioteca de su adversario derrotado para elegir los textos que enviaría como regalo a sus hijos. Entre otras obras, fue autor de un relato de cuarenta páginas sobre sus conquistas en el Indostán, en el que no solo anotó sus costumbres y su sistema de castas, sino también, con mayor minuciosidad, su fauna y su flora.
Babur entró en la India llamado por los jefes afganos, pero tenía sus propias reivindicaciones sobre la herencia de la dinastía de los Timur en el Indostán. Así comenzó la India mogol. Mogol era la palabra persa para mongol, aunque Babur no se la aplicara a sí mismo. Originalmente, quienes le llamaron a raíz de su descontento y sus intrigas solo suscitaron en él la ambición de conquistar el Punjab, pero pronto fue arrastrado más lejos. En 1526 Babur tomó Delhi, después de que el sultán cayera en combate. Babur sometió rápidamente a quienes le habían invitado a entrar en la India, al tiempo que derrotaba a los príncipes hindúes infieles que habían aprovechado la oportunidad para renovar su independencia. El resultado fue un imperio que en 1530, el año de su muerte, se extendía desde Kabul hasta las fronteras de Bihar. Significativamente, el cuerpo de Babur fue llevado, como había ordenado él mismo, a Kabul, donde fue enterrado, en su jardín favorito y bajo el cielo, en el lugar que siempre consideró su hogar.
El reinado del hijo de Babur, perturbado por su propia inestabilidad e incompetencia, así como por la presencia de hermanastros deseosos de aprovechar la tradición timurí que, como la franca, prescribía la división de la herencia real, mostró que la seguridad y la consolidación de los dominios de Babur no podían darse por supuestas. Durante cinco años de su reinado estuvo expulsado de Delhi, adonde regresó para morir en 1555. Su heredero, Akbar, nacido durante los afligidos vagabundeos de su padre (pero que gozó de las ventajas de un horóscopo muy propicio y de la ausencia de hermanos rivales), llegó, pues, al trono en su infancia. Aunque al principio solo heredó una pequeña parte de los dominios de su abuelo, a partir de ahí erigiría un imperio que recordaría al de Asoka, ganándose el respeto y el temor de los europeos, que le llamaron el Gran Mogol.
Akbar tenía muchas cualidades como monarca. Era valiente hasta la temeridad —su defecto más evidente era su testarudez—, y de niño había disfrutado montando sus elefantes de guerra y había preferido la caza y la cetrería a las clases (una de cuyas consecuencias fue que, a diferencia de los demás descendientes de Babur, era casi analfabeto). Una vez, en singular combate, mató a un tigre con la espada, y estaba orgulloso de su excelente puntería con la pistola (Babur había introducido las armas de fuego en el ejército mogol). Pero era también, como sus antecesores, un admirador del saber y de todas las cosas bellas. Coleccionó libros y, durante su reinado, la arquitectura y la pintura mogoles alcanzaron la cúspide, llegando a mantener a sus expensas un departamento de pintores de corte. Por encima de todo, Akbar fue un hombre de Estado a la hora de enfrentarse a los problemas que planteaban las diferencias religiosas entre sus súbditos.
Akbar reinó prácticamente durante medio siglo, hasta 1605, casi coincidiendo con el principio y el final del reinado de una contemporánea suya, la reina Isabel I de Inglaterra. Uno de los primeros actos que realizó al alcanzar la madurez fue desposarse con una princesa rajput que era, naturalmente, hindú. El matrimonio siempre desempeñó una función importante en la diplomacia y en la estrategia de Akbar, y esta dama (madre del siguiente emperador) era la hija del principal rey rajput y, por tanto, una baza notable. Sin embargo, cabe ver en su matrimonio algo más que política. Akbar ya había permitido que las mujeres hindúes de su harén practicaran los ritos de su religión dentro de él, algo que no tenía precedentes en un gobernante musulmán. Muy pronto abolió el impuesto especial para los no musulmanes; Akbar sería el emperador de todas las religiones, no un musulmán fanático. Incluso se interesó por escuchar a maestros cristianos: invitó a los portugueses que habían llegado a la costa occidental a que enviaran a su corte misioneros instruidos en su fe, y en 1580 llegaron a ella tres jesuitas que discutieron enérgicamente con los teólogos musulmanes ante el emperador y recibieron muchas señales del favor real, aunque vieron frustradas sus esperanzas, largo tiempo pospuestas, de que se convirtiera. En realidad, parece que Akbar era un hombre de sentimientos religiosos auténticos y de mente ecléctica; fue tan lejos como para tratar de instituir una nueva religión inventada por él, una especie de mezcla de zoroastrismo, islamismo e hinduismo, que tuvo poco éxito salvo entre los cortesanos prudentes, y que ofendió a algunos.
Cualquiera que sea la interpretación de la tolerancia religiosa de Akbar, es evidente que el apaciguamiento de los no musulmanes aliviaría los problemas de gobierno en la India. El consejo que daba Babur en sus memorias de conciliar a los enemigos derrotados apuntaba también en esta dirección, ya que Akbar inició una carrera de conquistas y añadió a su imperio muchos nuevos territorios hindúes. Akbar reconstruyó la unidad del norte de la India desde Gujarat hasta Bengala, y emprendió la conquista del Decán. El imperio era gobernado mediante un sistema de administración que perduró en gran parte hasta entrada la era del imperio británico, aunque Akbar no fue tanto un innovador como un confirmador y consolidador de las instituciones que había heredado. La principal tarea de los funcionarios que gobernaban en nombre del emperador y al gusto de este, era la de proporcionar los soldados necesarios y recaudar los impuestos sobre las tierras. Estos se fijaron de nuevo, esta vez siguiendo un sistema válido para todo el imperio y más flexible, que diseñó un ministro de finanzas hindú y que parece que tuvo un éxito casi sin parangón para la época, al conseguir aumentar efectivamente la producción local, lo que a su vez incrementó el nivel de vida de los habitantes en el Indostán. Entre otras reformas destacables en intención, si bien no en sus efectos, figuraba la desaprobación del sati.
Por encima de todo, Akbar estabilizó el régimen. Sus hijos le decepcionaron y luchó contra ellos, aunque, cuando murió, la dinastía estaba firmemente asentada. Hubo, sin embargo, revueltas, algunas de las cuales parece que fueron alentadas por la ira musulmana ante la aparente apostasía de Akbar. Incluso en la era «turca», la nitidez de la distinción religiosa entre musulmanes y no musulmanes se había suavizado en cierto modo a medida que los invasores se establecían en su nuevo país y adoptaban costumbres indias. Uno de los primeros indicios de asimilación fue la aparición de una nueva lengua, el urdu, la lengua del campo, que se convirtió en la lengua franca de gobernantes y gobernados, con una estructura hindú y un vocabulario persa y turco. Pronto hubo señales de que la capacidad omnívora del hinduismo podría incorporar quizá hasta el islam; en los siglos XIV y XV, una nueva devoción extendió, a través de himnos populares, un culto abstracto y casi monoteísta a un dios cuyo nombre podía ser Rama o Alá, pero que ofrecía amor, justicia y piedad a todos los hombres. Paralelamente, algunos musulmanes, antes incluso del reinado de Akbar, habían mostrado interés y respeto por las ideas hindúes. Hubo cierta asimilación de la práctica ritual hindú. Pronto fue evidente que los conversos al islam tendían a venerar las tumbas de los santos, que se convirtieron en centros de peregrinación que satisfacían la idea de un foco subordinado de devoción en una religión monoteísta y, por tanto, realizaban las funciones de las deidades menores y locales que siempre habían tenido un hueco en el hinduismo.
Otro importante cambio ocurrido antes del final del reinado de Akbar fue la consolidación de las primeras relaciones directas de la India con la Europa atlántica. Puede que los lazos con la Europa mediterránea se hubieran facilitado ya algo más con la llegada del islam; desde el Mediterráneo oriental hasta Delhi, una religión común proporcionaba un contacto continuo, si bien distante. Los viajeros europeos habían llegado de vez en cuando a la India y los gobernantes de esta habían podido atraer en ocasiones a técnicos expertos para que trabajaran a su servicio, aunque fueron menos tras las conquistas otomanas. Pero lo que ahora estaba a punto de suceder iba a tener un alcance mucho mayor y cambiaría a la India para siempre. Los europeos que ahora llegaban serían seguidos por otros en número creciente, y no se marcharían.
El proceso había comenzado con la llegada de un almirante portugués a Malabar, a finales del siglo XV. En unos años, sus compatriotas se habían instalado como comerciantes, comportándose a veces como piratas en Bombay y en la costa de Gujarat. Los intentos de desalojarles fracasaron en los turbulentos años que siguieron a la muerte de Babur, y en la segunda mitad del siglo, los portugueses se desplazaron en busca de nuevos puestos en el golfo de Bengala. Fueron la avanzadilla de los europeos en la India durante mucho tiempo. Sin embargo, podían suscitar la hostilidad de los buenos musulmanes porque llevaban consigo cuadros e imágenes de Cristo, su madre y los santos, que olían a idolatría. Los protestantes fueron menos irritantes para los sentimientos religiosos cuando llegaron. La era británica en la India estaba aún muy lejos, pero, con rara pulcritud histórica, el 31 de diciembre de 1600, el último día del siglo XVI, se fundó la primera Compañía Británica de las Indias Orientales. Tres años después, el primer emisario de la Compañía llegó a la corte de Akbar, en Agra; para entonces, Isabel I, que había dado a los comerciantes su carta de constitución, ya había muerto. Así pues, al final de los reinados de dos grandes gobernantes se produjo el primer contacto entre dos países cuyos destinos históricos iban a estar entrelazados durante mucho tiempo, con enormes repercusiones para ambos y para el mundo. En aquel momento, no podía verse ningún atisbo de ese futuro. Los ingleses consideraban entonces el comercio en la India menos interesante que con otras zonas de Asia. El contraste entre los dos reinos es también fascinante: el imperio de Akbar era uno de los más poderosos del mundo y su corte, una de las más suntuosas, y él y sus sucesores gobernaban una civilización más gloriosa y espectacular que ninguna de las que se habían conocido en la India desde la época de los guptas; por el contrario, el reino de Isabel I, apenas una gran potencia, incluso en términos europeos, estaba atenazado por las deudas y tenía menos habitantes que la moderna Calcuta. El sucesor de Akbar mostró desdén ante los regalos que le envió Jacobo I unos años después. Pero el futuro de la India, sin que nadie por entonces pudiera imaginarlo, estaba en manos de los súbditos de la reina.
Los emperadores mogoles siguieron siendo descendientes directos de Babur, aunque no sin interrupciones, hasta mediados del siglo XIX. Después de Akbar, era tan grande el prestigio de la dinastía que descender de los mogoles se convirtió en una moda en la India. Solo nos ocuparemos aquí de los tres gobernantes que siguieron a Akbar, ya que fue con Yahangir y Sha Jahan cuando el imperio alcanzó su máxima extensión, en la primera mitad del siglo XVII, y con Aurangzeb cuando comenzó su declive, en la segunda mitad. El reinado de Yahangir no fue tan glorioso como el de su padre, pero el imperio sobrevivió a su crueldad y a su alcoholismo, una prueba considerable para su estructura administrativa. La tolerancia religiosa que estableció Akbar también sobrevivió intacta. Pese a todos sus defectos, Yahangir fue también un notable promotor de las artes, sobre todo de la pintura. Durante su reinado, se hace visible por primera vez el impacto de la cultura europea en Asia, a través de motivos artísticos basados en pinturas y grabados importados. Uno de estos motivos era el halo o nimbo con el que se representaba a los santos cristianos y, en Bizancio, a los emperadores. Después de Yahangir, todos los emperadores mogoles fueron representados con ese halo, lo cual indica el poderoso influjo de la cultura india.
Sha Jahan comenzó la adquisición por partes de los sultanatos del Decán, aunque tuvo poco éxito en sus campañas en el noroeste y no logró expulsar a los persas de Kandahar. En la administración interna del imperio, se debilitó el principio de la tolerancia religiosa, aunque no lo suficiente como para situar a los hindúes en desventaja en el servicio al gobierno, y la administración siguió basándose en la pluralidad religiosa. Aunque el emperador decretó que se derribaran todos los templos hindúes de reciente construcción, protegió a poetas y músicos hindúes. En Agra, Sha Jahan mantuvo una rica y exquisita vida cortesana. Fue allí también donde construyó el más celebrado y conocido de todos los edificios islámicos, el Taj Mahal, una tumba para su esposa favorita y el único rival posible de la mezquita de Córdoba para obtener el título de edificio más bello del mundo. La esposa del emperador había muerto poco después de que este llegara al poder, y sus constructores trabajaron en la tumba durante más de veinte años. El Taj Mahal es la culminación del trabajo con arco y cúpula, que constituye uno de los legados islámicos más llamativos para el arte indio, y el mayor monumento del islam en la India. La desaparición de la escultura figurativa india tras las invasiones islámicas tuvo sus compensaciones. La corte de Sha Jahan llevó también a su culminación una gran tradición de pinturas en miniatura.
Por debajo del nivel de la corte, el panorama que ofrece la India mogol es mucho menos atractivo. Los funcionarios locales tenían que recaudar cada vez más dinero para sostener no solo los gastos domésticos y las campañas de Sha Jahan, sino también a las élites sociales y militares que vivían esencialmente como parásitos de la economía productiva. Sin tener en cuenta las necesidades locales ni las catástrofes naturales, la maquinaria de rapiña para la recaudación de impuestos podía en ocasiones llevarse hasta la mitad de los ingresos del campesino. Prácticamente nada de esto se invertía de forma productiva. La huida de los campesinos de las tierras y el surgimiento del bandidaje rural son un claro síntoma del sufrimiento y de la resistencia que estas exacciones provocaban. Pero incluso las exigencias de Sha Jahan hicieron probablemente menos daño al imperio que el entusiasmo religioso de su tercer hijo, Aurangzeb, que apartó a tres hermanos y encarceló a su padre para convertirse en emperador en 1658. Aurangzeb combinó de forma desastrosa el poder absoluto, la desconfianza en sus subordinados y una religiosidad estricta. El hecho de que redujera los gastos de su corte no compensó demasiado el resultado final de su reinado. Las nuevas conquistas contrastaban con revueltas contra el dominio mogol que, al parecer, se debieron en gran parte al intento de Aurangzeb de prohibir la religión hindú y destruir sus templos, y a su restauración del impuesto especial para los no musulmanes. El ascenso de los funcionarios hindúes al servicio del Estado fue haciéndose cada vez menos probable; para alcanzar el éxito, había que convertirse. Un siglo de tolerancia religiosa acabó, y una de sus consecuencias fue la enajenación de las lealtades de muchos súbditos.
Entre otros resultados, el distanciamiento de los hindúes contribuyó a hacer finalmente imposible la conquista del Decán, región de la que se ha dicho que fue la úlcera que llevó el imperio mogol a la ruina. Al igual que durante el reinado de Asoka, no se pudieron unir el norte y el sur de la India. Los mahrattas, los hombres de las montañas que eran el núcleo de la oposición hindú, se constituyeron en nación bajo un gobernante independiente en 1674 y se aliaron con los restos de los ejércitos musulmanes de los sultanes del Decán para resistir a los ejércitos mogoles en una larga guerra. De ella surgió una figura heroica que se ha convertido en una especie de paladín a los ojos de los nacionalistas hindúes modernos, Sivagi, que construyó, a base de fragmentos, una identidad política mahratta que pronto le permitió explotar al contribuyente con la misma dureza que los mogoles. Aurangzeb combatió sin cesar a los mahrattas hasta su muerte en 1707. Tras ella se produjo una grave crisis para el régimen, en la que sus tres hijos se disputaron la sucesión. El imperio comenzó a dividirse casi de inmediato mientras un heredero mucho más formidable que los hindúes o los príncipes locales esperaba entre bastidores: los europeos.
La responsabilidad negativa del éxito final de los europeos en la India es quizá de Akbar, por no haber matado a la víbora en el huevo. Sha Jahan, por otra parte, destruyó la factoría portuguesa de Hooghly, aunque más tarde toleró a los cristianos en Agra. De forma sorprendente, parece que la política mogola nunca previó la construcción de una marina de guerra, un arma que los otomanos utilizaron de forma terrible contra los europeos del Mediterráneo. Una de las consecuencias se percibió ya durante el reinado de Aurangzeb, cuando los europeos pusieron en peligro la navegación costera e incluso las peregrinaciones a La Meca. En tierra, se había permitido que los europeos establecieran trampolines y cabezas de puente. Tras derrotar a un escuadrón portugués, los ingleses ganaron su primera concesión comercial en la costa occidental a principios del siglo XVII. Después, en 1639, en el golfo de Bengala, y con la autorización del gobernante local, fundaron en Madrás la primera colonia de la India británica, Fort St. George. Las lápidas de las tumbas de su pequeño cementerio aún recuerdan a los primeros ingleses que vivieron y murieron en la India, como harían otros muchos miles durante más de tres siglos.
Los ingleses chocaron posteriormente con Aurangzeb, pero obtuvieron más factorías en Bombay y Calcuta antes del final del siglo. Sus barcos habían mantenido la supremacía comercial ganada a los portugueses, pero en 1700 surgió otro rival comercial europeo; en 1664 se fundaba una Compañía Francesa de las Indias Orientales que pronto estableció sus propias colonias en el subcontinente.
Estaba a punto de comenzar un siglo de conflictos, pero no solo entre los recién llegados. Los europeos ya tenían que tomar difíciles decisiones políticas debido a las incertidumbres suscitadas cuando el poder mogol dejó de tener la fuerza que había tenido, y hubieron de entablar relaciones con sus oponentes además de con el emperador, como descubrieron los ingleses en Bombay, al ver impotentes como un escuadrón mahratta ocupaba una de las islas del puerto de Bombay y un almirante mogol, la contigua. En 1677 un funcionario envió una significativa advertencia a sus superiores de Londres: «Los tiempos exigen ahora que dirijan su comercio general con la espada en las manos». En 1700, los ingleses eran perfectamente conscientes de que había mucho en juego, como quedó demostrado un tiempo después.
Con esta fecha entramos en la era en que la India está atrapada cada vez más en acontecimientos que no dependían de ella: la era de la historia mundial. Las cosas pequeñas lo muestran tan bien como las grandes: en el siglo XVI, los portugueses habían llevado con ellos pimientos, patatas y tabaco procedentes de América. La dieta y la agricultura indias ya estaban cambiando. Pronto los seguirían el maíz, la papaya y la piña. La historia de las civilizaciones y de los gobernantes indios puede interrumpirse una vez que se llega a esta nueva conexión con el mundo en general. Pero no fue la llegada de los europeos lo que puso fin al gran período del imperio mogol; ese hecho fue meramente coincidente, aunque tuvo su importancia el que los recién llegados estuvieran ahí para aprovechar sus ventajas. Ningún imperio indio había sido capaz de mantenerse durante mucho tiempo. La diversidad del subcontinente y el fracaso de sus gobernantes en encontrar vías para aprovechar la lealtad popular indígena son probablemente la principal explicación. La India seguía siendo un continente de élites gobernantes explotadoras y campesinos productores con los que los primeros se enriquecían. Los «estados», si es que se puede emplear este término, no eran más que máquinas para transferir recursos de los productores a los parásitos. Los medios por los que lo hicieron destruyeron el incentivo para ahorrar, para invertir de forma productiva.
La India estaba a finales del siglo XVII preparada para recibir otra serie de conquistadores que aguardaban una señal para entrar ya en escena, pero representando aún poco más que papeles secundarios. No obstante, a largo plazo, la marea europea también se retiraría. A diferencia de los conquistadores anteriores, aunque los europeos iban a permanecer más tiempo, no serían absorbidos por la capacidad de asimilación de la India como sus predecesores. Se marcharían derrotados, pero no engullidos. Y, cuando se fueron, imprimirían una huella más profunda que ninguno de sus predecesores porque dejarían tras de sí auténticas estructuras de Estado.