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Bizancio y su esfera

En 1453, nueve siglos después de Justiniano, Constantinopla sucumbió ante un ejército infiel. «No ha habido ni habrá nunca un suceso más terrible», anotó un escriba griego. Fue un acontecimiento ciertamente extraordinario. Nadie estaba preparado en Occidente; todo el orbe cristiano se conmocionó. No era solo el fin de un Estado, sino el de la propia Roma. La línea directa que tenía su origen en la civilización mediterránea clásica se había quebrado finalmente. Aunque pocos vieron este hecho desde una perspectiva tan profunda como los apasionados de la literatura, que creyeron ver en ello un castigo merecido por el saqueo de Troya por los griegos, no dejaba de ser el final de una tradición bimilenaria. Y aun haciendo abstracción del mundo pagano de la cultura helenística y de la antigua Grecia, los mil años del imperio cristiano de Bizancio eran lo bastante impresionantes por sí solos para que su desaparición pareciera un terremoto.

Nos hallamos ante uno de esos temas en los que resulta útil conocer el final de la historia antes que el principio. Incluso en su ocaso, el prestigio y las tradiciones de Bizancio habían sido el asombro de los extranjeros, que percibían a través de ellos el peso de un pasado imperial. Al fin y al cabo, sus emperadores eran augusti y sus ciudadanos se daban el nombre de «romanos». Durante siglos, Santa Sofía había sido la mayor iglesia cristiana, y la religión ortodoxa que consagraba necesitó hacer aún menos concesiones al pluralismo religioso a medida que las provincias antes conflictivas eran engullidas por los musulmanes. Aunque, en retrospectiva, es fácil ver la inevitabilidad del ocaso y la caída, no era así como veían el imperio de Oriente los hombres que en él vivían. Sabían, consciente o inconscientemente, que el imperio tenía una gran capacidad de evolución. Era un gran tour de force conservador que había sobrevivido a muchos extremos, y su estilo arcaico fue capaz de encubrir cambios importantes casi hasta el final.

En mil años tuvieron lugar grandes convulsiones tanto en Oriente como en Occidente; la historia afectó a Bizancio, modificando ciertos elementos de su herencia, reforzando otros y borrando algunos, de tal suerte que al final el imperio era muy diferente del de Justiniano, aunque nunca llegó a ser totalmente distinto de aquel. No existe una línea divisoria clara entre la Antigüedad y Bizancio. El centro de gravedad del imperio había comenzado a desplazarse hacia el este antes de Constantino, y cuando su ciudad se convirtió en la sede del imperio universal, fue la heredera de las pretensiones de Roma. Las funciones de los emperadores mostraban con especial nitidez cómo podían combinarse evolución y conservadurismo. La teoría según la cual el emperador era el soberano secular de todo el género humano, no se cuestionó formalmente hasta el año 800. Cuando ese año un soberano de Occidente fue aclamado como «emperador» en Roma, se cuestionó el carácter exclusivo de la púrpura imperial de Bizancio, al margen de lo que se pensase y dijese en Oriente acerca del estatus exacto del nuevo régimen. Pero Bizancio siguió conservando la fantasía del imperio universal; habría emperadores hasta el final, y el cargo tenía una grandeza impresionante. Sin embargo, aun cuando en teoría seguían siendo elegidos por el Senado, el ejército y el pueblo, su autoridad era absoluta. Aunque, en el caso de algún emperador en concreto, las circunstancias de su ascenso al trono podían determinar el alcance de su poder, y aunque a veces la sucesión dinástica se quebraba bajo las tensiones, era autócrata como ningún emperador de Occidente lo fue jamás. El respeto por el principio jurídico y por los intereses particulares de la burocracia podían en la práctica atenuar la voluntad del emperador, pero en teoría era siempre suprema. Los jefes de los grandes departamentos del Estado solo debían responder ante él. Esta autoridad explica la intensidad con que la política de Bizancio tenía su centro en la corte imperial, pues era allí, y no a través de instituciones corporativas y representativas como las que se desarrollaron lentamente en Occidente, donde se podía influir en la autoridad.

La autocracia tenía una cara menos amable. La existencia de los curiosi, informadores de la policía secreta que pululaban por todo el imperio, no era gratuita. Pero la naturaleza del cargo imperial también imponía obligaciones al emperador. Coronado por el patriarca de Constantinopla, el emperador tenía la inmensa autoridad del representante de Dios en la Tierra, pero también sus responsabilidades. La línea divisoria entre lo laico y lo eclesiástico siempre era difusa en Oriente, donde no existía la oposición entre Iglesia y Estado como desafío permanente al poder sin límites que se conoció en Occidente. Pero en el orden de cosas de Bizancio había una presión permanente sobre el vicario de Dios para que obrase de modo apropiado, para que mostrase philanthropia, amor al género humano, en sus actos. La finalidad del poder autocrático era la conservación del género humano y de los conductos por los que extraía el agua de la vida: la ortodoxia y la Iglesia. Como era de esperar, la mayoría de los primeros emperadores cristianos fueron canonizados, del mismo modo que los emperadores paganos habían sido deificados. Otras tradiciones distintas de la cristiana también afectaban al cargo, como esto sugería. Los emperadores bizantinos recibirían las postraciones rituales de la tradición oriental, y las imágenes imperiales que miran al espectador desde los mosaicos muestran sus cabezas rodeadas por la aureola con la que eran representados los últimos emperadores precristianos, pues esto formaba parte del culto al dios sol. (También pueden contemplarse en algunas representaciones de los soberanos sasánidas.) Aun así, el emperador justificaba su autoridad sobre todo como soberano cristiano.

El cargo imperial encarnaba, pues, gran parte de la herencia cristiana de Bizancio. Esa herencia también distinguía nítidamente al imperio de Oriente del imperio de Occidente en muchos otros niveles. En primer lugar, estaban las peculiaridades eclesiásticas de lo que llegaría a conocerse con el nombre de «Iglesia ortodoxa». Para el clero de Oriente, por ejemplo, el islam era en algunas ocasiones más una herejía que una religión pagana. Otras diferencias radicaban en la concepción ortodoxa de la relación entre el clero y la sociedad; la fusión de lo espiritual y lo laico era importante en muchos niveles por debajo del trono. Uno de los símbolos de esta unión era la conservación de un clero casado; el sacerdote ortodoxo, a pesar de su supuesta santidad, nunca se pareció al hombre apartado que su homólogo occidental y católico llegaría a ser. Este hecho indica el importante papel que desempeñó la Iglesia ortodoxa como fuerza aglutinadora en la sociedad hasta tiempos modernos. Sobre todo, no surgiría ninguna autoridad sacerdotal tan grande como la del papado. El centro de la autoridad era el emperador, cuyo cargo y responsabilidad sobresalían por encima de un episcopado de igual rango. Naturalmente, en lo que a regulación social se refería, esto no significaba que la Iglesia ortodoxa fuese más tolerante que la Iglesia del Occidente medieval. Los malos momentos siempre podían interpretarse como prueba de que el emperador no había cumplido con sus deberes cristianos, entre los que figuraba el hostigamiento de chivos expiatorios tan familiares como los judíos, los herejes y los homosexuales.

La diferenciación con respecto a Occidente era en parte fruto de la historia política, de la gradual atenuación del contacto tras la separación de los imperios, y en parte una cuestión relacionada con una diferenciación original de estilo. Las tradiciones católica y ortodoxa seguían trayectorias divergentes desde los primeros tiempos, aun cuando la divergencia solo fue escasa al principio. Desde muy pronto, la cristiandad latina quedó un tanto distanciada debido a las concesiones que los griegos hubieron de hacer a las prácticas propias de Siria y Egipto. Tales concesiones, sin embargo, también habían mantenido vivo cierto policentrismo dentro del cristianismo. Cuando Jerusalén, Antioquía y Alejandría, los otros tres grandes patriarcados de Oriente, cayeron en manos de los árabes, la polarización de Roma y Constantinopla se acentuó. Gradualmente, el orbe cristiano dejó de ser bilingüe; un Occidente latino llegó a enfrentarse a un Oriente griego. A comienzos del siglo VII, el latín dejó de ser finalmente la lengua oficial del ejército y de la justicia, los dos ámbitos en que había resistido durante más tiempo el avance del griego. El hecho de que la lengua de la burocracia fuese el griego habría de ser muy importante. Cuando la Iglesia oriental fracasó entre los musulmanes, inauguró un nuevo campo misionero y ganó mucho terreno entre los paganos del norte. El sudeste de Europa y Rusia deberán finalmente su evangelización a Constantinopla. Una de las muchas consecuencias fue que los pueblos eslavos acabarían adoptando de sus maestros no solo una lengua escrita basada en la griega, sino también muchas de sus ideas políticas más fundamentales. Y, dado que Occidente era católico, su relación con el mundo eslavo era a veces hostil, de tal modo que los pueblos eslavos llegaron a considerar con profundas reservas la mitad occidental de la cristiandad. Pero todo esto pertenece al futuro y nos lleva por el momento más lejos de lo necesario.

El carácter distintivo de la tradición cristiana oriental podría ilustrarse de muchas maneras. El monacato, por ejemplo, permaneció más apegado a sus formas originales en Oriente, y la importancia del hombre santo siempre ha sido mayor allí que en la Iglesia romana, más consciente desde el punto de vista jerárquico. Los griegos también parecen haber sido más amigos de las polémicas que los latinos; el contexto helenístico de la primitiva Iglesia siempre había favorecido la especulación, y las iglesias orientales estaban abiertas a las tendencias procedentes de Oriente, siempre sensibles a las presiones de muchas influencias tradicionales. Sin embargo, esto no impidió la imposición de soluciones dogmáticas a las disputas religiosas.

Algunas de estas controversias religiosas versaban sobre cuestiones que hoy parecen triviales o incluso carentes de sentido. Inevitablemente, para una época secular como la nuestra, incluso las más importantes resultan difíciles de entender simplemente porque nos falta la percepción del mundo espiritual que les servía de trasfondo. Es preciso hacer un esfuerzo para recordar que, detrás de las exquisitas definiciones y las disquisiciones lógicas de los Padres de la Iglesia, se encuentra una preocupación de mucha importancia: nada menos que la salvación del hombre de la condenación. Otro obstáculo para la comprensión proviene de un motivo diametralmente opuesto, cual es el que las diferencias teológicas en la cristiandad oriental proporcionaban a menudo símbolos y formas de debate para cuestiones relacionadas con la política y la sociedad, acerca de la relación entre los grupos nacionales y culturales y la autoridad, de modo muy parecido a como las sutilezas acerca de la teología secular del marxismo-leninismo ocultarían las diferencias prácticas entre los comunistas del siglo XX. Estas cuestiones son más importantes de lo que parece a primera vista, y muchas de ellas afectaron a la historia universal con la misma fuerza que los movimientos de los ejércitos e incluso de los pueblos. La lenta divergencia de las dos tradiciones cristianas más importantes tuvo una trascendencia inmensa; podría no haber tenido su origen en modo alguno en la división teológica, pero las disputas teológicas impulsaron a unas tradiciones divergentes a separarse aún más. Estos desacuerdos crearon unas circunstancias que hacen cada vez más difícil imaginar un curso alternativo de los acontecimientos.

Hay un episodio que nos ofrece un ejemplo excepcional: el debate sobre el monofisismo, una doctrina que dividió a los teólogos cristianos a partir de mediados del siglo V. La trascendencia de la cuestión teológica es confusa a primera vista para nuestra época posreligiosa. Su origen se hallaba en la afirmación de que la naturaleza de Cristo mientras estuvo en la Tierra era única; era totalmente divina, y no doble (es decir, divina y humana al mismo tiempo), como había enseñado en términos generales la Iglesia primitiva. Las exquisitas sutilezas de los largos debates que esta concepción provocó deben quedar para mejor ocasión, quizá para nuestro pesar. Basta con señalar únicamente la existencia de un importante marco no teológico para la profusión de aftartodocetitas, corrupticolitas y teopascititas (por citar solo algunas de las escuelas en litigio). Uno de los elementos presentes fue la lenta cristalización de tres iglesias monofisitas diferenciadas de la ortodoxa oriental y del catolicismo romano. Se trataba de la Iglesia copta de Egipto y Etiopía y de las iglesias armenia y jacobita siria, todas las cuales se convirtieron, en cierto sentido, en iglesias nacionales en sus respectivos países. En un intento de reconciliar a tales grupos y consolidar la unidad del imperio frente a la amenaza persa primero, y árabe después, los emperadores intervinieron en la disputa teológica; pero había otros factores distintos de la especial responsabilidad del cargo, puesta de manifiesto por primera vez al presidir Constantino el concilio de Nicea. El emperador Heraclio, por ejemplo, hizo cuanto estuvo en su mano a comienzos del siglo VII para producir una fórmula de compromiso que permitiese reconciliar a quienes polemizaban en torno al monofisismo. Esta actitud tomó la forma de una nueva definición teológica que no tardó en llamarse «monotelismo», y durante cierto tiempo pareció probable el acuerdo al respecto, aunque al final fue condenada como monofisismo con otro nombre.

Mientras tanto, el problema había distanciado aún más a Oriente y Occidente en la práctica. Aunque, irónicamente, el resultado teológico final fue un acuerdo alcanzado en el año 681, el monofisismo había dado lugar a un cisma de cuarenta años entre latinos y griegos ya a finales del siglo V. La herida cicatrizó, pero después vinieron los nuevos problemas durante el reinado de Heraclio. El imperio tuvo que abandonar Italia a su suerte cuando se vio amenazado por la invasión árabe, pero el Papa y el emperador estaban ahora deseosos de mostrar un frente común. Esto explica en parte el respaldo del Papa al monotelismo (sobre el cual Heraclio le había solicitado su opinión a fin de acallar los recelos teológicos del patriarca de Jerusalén). El papa Honorio, sucesor de san Gregorio Magno, apoyó a Heraclio, actitud que enfureció tanto a los antimonofisitas que, casi medio siglo después, logró la distinción (poco habitual entre los papas) de ser condenado por un concilio ecuménico en el que incluso los representantes de Occidente se adhirieron a la decisión. En un momento decisivo de peligro, Honorio había hecho mucho daño. Las simpatías de muchos eclesiásticos de Oriente a comienzos del siglo VII se habían alejado aún más de Roma debido a su imprudente actuación.

La herencia de Bizancio no solo era imperial y cristiana, sino que también estaba en deuda con Asia. No se trataba únicamente de los contactos directos con civilizaciones extranjeras simbolizados por la llegada de mercancías chinas a lo largo de la ruta de la seda, sino también de la compleja herencia cultural del Oriente helenístico. Naturalmente, Bizancio conservó el prejuicio que confundía el concepto de «bárbaros» con el de pueblos que no hablaban la lengua griega, y muchos de sus dirigentes intelectuales pensaban que se atenían a la tradición de Hellas. Sin embargo, la Hellas de la que hablaban estaba aislada desde hacía tiempo del resto del mundo, con la salvedad de los cauces del Oriente helenístico. Cuando estudiamos esta región, no es fácil discernir con certeza qué profundidad tenían las raíces griegas y hasta qué punto se nutría de fuentes asiáticas. Por ejemplo, parece ser que en Asia Menor la lengua griega era utilizada sobre todo por las pocas personas que habitaban en medios urbanos. Otro indicio procede de la burocracia imperial y de las familias más importantes, en las que descubrimos un número creciente de nombres asiáticos a medida que transcurren los siglos. Era inevitable que Asia tuviera un mayor peso después de las pérdidas de territorio que el imperio sufrió en los siglos V y VI, que lo obligaban a aferrarse cada vez más únicamente a una franja de la Europa continental en torno a la capital. Los árabes lo encerraron después en Asia Menor, limitado al norte por el Cáucaso y al sur por los montes Tauro. En los confines de este territorio se hallaba también una frontera siempre permeable a la cultura musulmana. Los habitantes de estas zonas vivían de modo natural en una especie de mundo de marcas fronterizas, pero en algunas ocasiones hay indicios de una influencia externa más profunda que esta sobre Bizancio. La más importante de las disputas eclesiásticas bizantinas, la relacionada con la iconoclasia, tuvo su parangón en una época casi contemporánea en el seno del islam.

Los rasgos más característicos de una herencia compleja se establecieron en los siglos VII y VIII: una tradición de gobierno autocrática, el mito romano, la custodia de la cristiandad oriental y el confinamiento práctico a Oriente. Para entonces había comenzado a surgir, a partir del imperio romano tardío, el Estado medieval que quedó esbozado con Justiniano. Pero sabemos poco de estos siglos decisivos. Algunos dicen que no es posible escribir una historia apropiada del Bizancio de esta época, habida cuenta de la pobreza de las fuentes y de la precariedad de la situación actual de los conocimientos arqueológicos. Al comienzo de este período convulso, los activos del imperio estaban muy claros. Tenía a su disposición una gran acumulación de habilidades diplomáticas y burocráticas, una tradición militar y un enorme prestigio. Cuando la magnitud de sus compromisos pudo reducirse, sus recursos tributarios potenciales eran considerables, al igual que sus reservas de mano de obra. Asia Menor era un vivero para el reclutamiento de soldados que aliviaba al imperio de Oriente de la necesidad de depender de los bárbaros germánicos, como había sucedido en Occidente. Poseía una tecnología bélica notable; el «fuego griego», que era su arma secreta, se utilizaba contra los navíos que pudieran atacar la capital. La situación de Constantinopla constituía asimismo un activo militar. Sus grandes murallas, construidas en el siglo V, dificultaban el ataque por tierra sin armas pesadas, a las que los bárbaros no tenían muchas posibilidades de acceder; en el mar, la flota podía impedir un desembarco.

A largo plazo, lo que resultó menos seguro fue la base social del imperio. Siempre sería difícil mantener al campesinado minifundista e impedir que los poderosos terratenientes de las provincias invadieran sus propiedades. Los tribunales de justicia no siempre protegían a los hombres humildes, que también estaban sometidos a la presión económica generada por la constante expansión de las propiedades eclesiásticas. Estas fuerzas no podían ser contrarrestadas fácilmente por la práctica imperial de conceder subvenciones a los minifundistas con la condición de que contribuyesen al servicio militar. Pero era un problema cuyas dimensiones solo quedarían de manifiesto con el paso de los siglos; las perspectivas a corto plazo dieron bastante en que pensar a los emperadores de los siglos VII y VIII.

Los recursos de los emperadores estaban al límite. En el año 600, el imperio comprendía todavía la costa del norte de África, Egipto, el Levante mediterráneo, Siria, Asia Menor, la lejana costa del mar Negro más allá de Trebisonda, la costa de Crimea y la comprendida entre Bizancio y la desembocadura del Danubio. En Europa estaban Tesalia, Macedonia y la costa del Adriático, una franja de territorio en el centro de Italia, enclaves en el extremo de la península y, por último, las islas de Sicilia, Córcega y Cerdeña. Teniendo en cuenta los enemigos potenciales del imperio y la situación de sus recursos, se trataba de una pesadilla para un estratega. La historia de los dos siglos siguientes sería la narración del regreso una y otra vez de oleadas de invasores. Persas, ávaros, árabes, búlgaros y eslavos hostigaron el núcleo principal del imperio, mientras que en Occidente los territorios recuperados por los generales de Justiniano no tardaron en ser capturados de nuevo en su práctica totalidad por los árabes y los lombardos. Finalmente, Occidente también se reveló como un predador; el hecho de que el imperio de Oriente hubiese absorbido durante siglos gran parte de los golpes que de otro modo podrían haber tenido como destino a Occidente, no le salvó. El resultado de todo ello fue que el imperio de Oriente hubo de hacer frente a un estado de guerra permanente. En Europa significó combates hasta el pie de las murallas de Constantinopla, y en Asia dilatadas campañas para disputar las zonas fronterizas de Asia Menor.

Estos desafíos del mundo exterior se le presentaban a un Estado que, incluso a comienzos del siglo VII, solo tenía ya un control muy atenuado sobre su dominio y que dependía para gran parte de su poder de una penumbra de influencia, diplomacia, cristianismo y prestigio militar. Sus relaciones con sus vecinos podrían considerarse desde más de un punto de vista; lo que, desde un criterio más moderno, parece un chantaje pagado por todos los emperadores desde Justiniano hasta Basilio II a unos bárbaros que representaban una amenaza, era prodigalidad con los súbditos aliados y foederati según la tradición romana. Su diversidad de pueblos y religiones quedaba encubierta por la ideología oficial. Su helenización era a menudo superficial. La realidad se expresó a través de la buena disposición con que muchas comunidades cristianas de Siria recibieron a los árabes, de la misma manera que muchos habitantes de Anatolia recibirían a los turcos en fechas posteriores. Aquí, la persecución religiosa pagó las consecuencias. Por otra parte, Bizancio no era una gran potencia entre sus aliados. En los agitados siglos VII y VIII, la potencia amiga más importante era el janato de Jazaria, un Estado inmenso pero poco articulado fundado por nómadas, que en el año 600 dominaba los pueblos que habitaban en los valles de los ríos Don y Volga. De este modo ocuparon el Cáucaso, el estratégico puente terrestre por el que impidieron el paso de los persas y los árabes durante dos siglos. En sus momentos de máxima extensión, el Estado jázaro bordeaba la costa del mar Negro hasta el río Dniester, y hacia el norte comprendía los tramos superiores del Volga y del Don. Bizancio realizó grandes esfuerzos para mantener la buena voluntad de los jázaros, y parece ser que intentó, aunque sin éxito, convertirlos al cristianismo. Lo que sucedió realmente es un misterio, pero los jefes jázaros toleraron el cristianismo y otros cultos, y se convirtieron por lo visto al judaísmo hacia el año 740, posiblemente como consecuencia de la inmigración judía desde Persia después de la conquista árabe, y probablemente en un acto deliberado de diplomacia. En cuanto judíos, no era probable que quedasen absorbidos en la órbita espiritual y política del imperio cristiano, ni en la de los califas. Por el contrario, disfrutaron de relaciones diplomáticas y comerciales con unos y otros.

El primer gran héroe de la lucha bizantina por la supervivencia fue Heraclio, que se esforzó por contrarrestar las amenazas en Europa mediante alianzas y concesiones que le permitieran luchar vigorosamente contra los persas. Aunque la victoria llegó finalmente, los persas habían causado ya terribles perjuicios al imperio en el Levante mediterráneo y Asia Menor antes de su expulsión. Algunos estudiosos creen que fueron los verdaderos destructores del mundo helenístico de las grandes ciudades; la arqueología continúa llena de misterios en este aspecto, pero hay indicios de que, después de la victoria de Heraclio, ciudades que habían sido grandes estaban en ruinas, algunas quedaron reducidas a poco más que la acrópolis que constituía su núcleo y la población disminuyó radicalmente. Así pues, las invasiones árabes cayeron sobre una estructura que en gran parte estaba ya intensamente conmocionada, y las invasiones proseguirían durante dos siglos. Antes de la muerte de Heraclio, que tuvo lugar en el año 641, prácticamente todos sus logros militares habían sido anulados. Algunos de los emperadores de su linaje fueron hombres capaces, pero poco más pudieron hacer que luchar obstinadamente contra una marea que fluía con fuerza en su contra. En el año 643, Alejandría cayó en poder de los árabes, y este hecho señaló el final del dominio griego en Egipto. En el plazo de unos años, habían perdido el norte de África y Chipre. Armenia, aquel viejo campo de batalla, se perdió en la década siguiente, y el cenit del éxito árabe llegó finalmente con los cinco años de ataques contra Constantinopla (673-678); puede que fuera el «fuego griego» lo que salvó a la capital de la flota árabe. Antes de estos hechos, y a pesar de una visita personal del emperador a Italia, no se había efectuado progreso alguno en la recuperación de los territorios italianos y sicilianos conquistados por los árabes y los lombardos. Y así continuó el siglo, con la aparición de una nueva amenaza en su último cuarto, cuando los eslavos avanzaron hacia Macedonia y Tracia, y otra raza, los búlgaros, que un día también serían eslavizados, cruzó el Danubio.

El siglo VII terminó con una rebelión en el ejército y la sustitución de un emperador por otro. Todos los síntomas indicaban que el imperio de Oriente seguiría la misma suerte que el de Occidente, es decir, que el cargo imperial se convertiría en presa de los soldados. Una sucesión de emperadores terribles o incompetentes a comienzos del siglo VIII permitió que los búlgaros llegasen hasta las puertas de Constantinopla, y provocó finalmente un segundo asedio de la capital por parte de los árabes en el año 717. Fue un momento realmente decisivo, aunque no sería la última aparición árabe en el Bósforo. Ese mismo año había llegado al trono uno de los más grandes emperadores de Bizancio, el anatolio León III. El nuevo emperador era un funcionario provincial que había logrado resistir los ataques árabes en su territorio y que había llegado a la capital para defenderla y forzar la abdicación del emperador. A esto le siguió su propia elevación a la púrpura, que fue popular y mereció una acogida calurosa del clero. Este hecho señaló la fundación de la dinastía Isauria, que recibió este nombre por su lugar de origen; era un indicio de cómo las élites del imperio romano de Oriente se transformaban gradualmente en las de Bizancio, una monarquía oriental.

El siglo VIII señaló el comienzo de un período de recuperación, aunque con algunos reveses. León III expulsó a los árabes de Anatolia, y su hijo llevó de nuevo las fronteras hasta las de Siria, Mesopotamia y Armenia. A partir de esta época, las fronteras con el califato fueron más estables, aunque cada temporada bélica propiciaba incursiones y escaramuzas fronterizas. A partir de este logro —en parte atribuible, desde luego, al relativo declive del poderío árabe—, se abrió un nuevo período de progreso y expansión que se prolongó hasta comienzos del siglo XI. En Occidente poco podía hacerse. Se perdió Rávena y solo quedaron algunos puntos de apoyo en Italia y Sicilia. Pero en Oriente el imperio se extendió de nuevo a partir de la base de Tracia y Asia Menor, que constituía su núcleo. Se creó una cadena de «temas» o distritos administrativos a lo largo del borde de la península balcánica, pero, al margen de esto, el imperio no tuvo ningún punto de apoyo en esa región durante dos siglos. En el siglo X se recuperaron Chipre, Creta y Antioquía. Las fuerzas bizantinas cruzaron en determinado momento el Éufrates, la lucha por el norte de Siria y los montes Tauro continuó, y la situación en Georgia y Armenia mejoró.

En Europa oriental, la amenaza búlgara fue contenida finalmente tras alcanzar su punto culminante a comienzos del siglo X, cuando los búlgaros ya se habían convertido al cristianismo. Basilio II, que ha pasado a la historia con el sobrenombre de Bulgaroctonos («matador de búlgaros»), acabó finalmente con su poderío en una gran batalla que tuvo lugar en el año 1014, tras la cual ordenó sacar los ojos a 15.000 prisioneros y enviarlos de regreso a su patria para que sirvieran de escarmiento a sus compatriotas. Se cuenta que el soberano búlgaro murió a causa de la impresión. Al cabo de unos años, Bulgaria era una provincia bizantina, aunque su asimilación nunca llegó a ser completa. Poco después tuvieron lugar las últimas conquistas de Bizancio, tras las cuales Armenia quedó bajo su dominio.

La historia global de estos siglos se caracteriza, pues, por el avance y la recuperación. Fue asimismo uno de los grandes períodos de la cultura bizantina. Desde el punto de vista político, se había registrado una mejora en los asuntos internos por cuanto, en términos generales, se respetó el principio dinástico entre los años 820 y 1025. La dinastía Isauria había terminado de mala manera con una emperatriz a la que le siguieron otra serie de breves reinados e irregulares sucesiones, hasta que Miguel II, fundador de la dinastía Frigia, sucedió a un emperador asesinado en el año 820. Su casa fue sustituida en el 867 por la dinastía Macedonia, bajo la cual Bizancio alcanzó la cima de su éxito. En los lugares donde había minorías se adoptó el mecanismo del coemperador para conservar el principio dinástico.

Una de las causas principales de división y dificultades para el imperio en la primera parte de este período fue, como antes lo había sido a menudo, la religión. Este problema azotó al imperio y retrasó su recuperación, ya que, con gran frecuencia, se complicaba con cuestiones políticas y locales. El ejemplo más destacado fue una controversia que agrió los sentimientos durante más de un siglo: la campaña de los iconoclastas.

La representación de los santos, de la Virgen y del propio Dios se había convertido en uno de los grandes mecanismos del cristianismo ortodoxo para centrar la devoción y la doctrina. A finales de la Antigüedad, tales imágenes o iconos tuvieron también un lugar en Occidente, pero hasta nuestros días han seguido ocupando un lugar privilegiado en las iglesias ortodoxas, donde se exhiben en santuarios y sobre pantallas especiales para ser veneradas y contempladas por los fieles. Se trata de algo mucho más importante que meros adornos, pues su disposición transmite las enseñanzas de la Iglesia y, como ha afirmado una autoridad), proporciona «un punto de encuentro entre el cielo y la Tierra», donde, en medio de los iconos, los fieles pueden sentirse rodeados por toda la Iglesia invisible, por las personas fallecidas, los santos y los ángeles, y por el propio Cristo y su madre. No es extraño que algo que concentra la emoción religiosa de manera tan intensa condujese, en el terreno de la pintura o del mosaico, a algunos de los logros más importantes del arte bizantino (y, después, eslavo).

Los iconos ocupaban ya un lugar destacado en las iglesias orientales en el siglo VI. En los dos siglos siguientes fueron respetados, y en muchos lugares creció la devoción popular hacia ellos, pero después su uso fue cuestionado. Es interesante constatar que esto sucedió inmediatamente después de que el califato organizase una campaña contra el uso de imágenes en el islam, aunque de ello no puede deducirse que los iconoclastas tomasen sus ideas de los musulmanes. Sus detractores afirmaban que los iconos eran ídolos que pervertían el culto a Dios al sustituirlo por creaciones de los hombres. Exigían su destrucción o su retirada, y se pusieron manos a la obra con afán, haciendo acopio de cal, brochas y martillos.

León III favoreció a los iconoclastas. Aún nos queda mucho por saber acerca de la razón por la que la autoridad real se puso de su parte, pero León III actuó de este modo siguiendo los consejos de los obispos y de otros eclesiásticos, y es indudable que las invasiones árabes y las erupciones volcánicas se interpretaron como señales de la desaprobación divina. En consecuencia, en el año 730 se promulgó un edicto por el que se prohibía el uso de imágenes en el culto público, y quienes se negaron a cumplirlo fueron perseguidos; el cumplimiento fue siempre más estricto en Constantinopla que en las provincias. El movimiento alcanzó su apogeo durante el reinado de Constantino V, y fue ratificado por un concilio episcopal celebrado en el año 754. La persecución se volvió más encarnizada y hubo mártires, sobre todo entre los monjes, que solían defender los iconos con más vigor que el clero secular. Pero la iconoclasia dependió siempre del apoyo imperial, y en el siglo siguiente hubo altibajos. Con León IV e Irene, su viuda, la persecución se relajó y los «iconófilos» (partidarios de los iconos) recuperaron terreno, aunque a este período le siguió una nueva persecución. Los iconos no fueron restituidos finalmente hasta el año 843, el primer domingo de Cuaresma, día que sigue celebrándose como fiesta de la ortodoxia en la Iglesia oriental.

¿Cuál era el significado de este extraño episodio? Había una justificación práctica, por cuanto se decía que la conversión de los judíos y los musulmanes era más difícil debido al respeto de los cristianos por las imágenes, pero esta explicación no nos lleva demasiado lejos. Una vez más, una disputa religiosa no puede separarse de factores externos a la religión, pero la explicación última se halla probablemente en cierto sentido de la precaución religiosa, y teniendo en cuenta la pasión exhibida a menudo en las controversias teológicas en el imperio de Oriente, resulta fácil comprender hasta qué extremos de acritud llegó el debate. No se planteó ninguna cuestión relacionada con el arte o el mérito artístico; Bizancio no era así. Lo que estaba realmente en juego era la percepción de los reformadores de que los griegos estaban cayendo en la idolatría por el extremo al que había llegado su (relativamente reciente) devoción a los iconos, así como de que los desmanes árabes eran las primeras manifestaciones de la cólera de Dios; un rey piadoso, como en el Israel del Antiguo Testamento, podía salvar todavía al pueblo de las consecuencias del pecado destruyendo los ídolos. Esto era algo más fácil por cuanto el proceso se ajustaba a las mentalidades de una fe que se sentía acorralada. Una circunstancia digna de reseñarse es que la iconoclasia tenía especial aceptación en el ejército. Otro hecho también llamativo es que los iconos representaban a menudo a santos y hombres santos locales, que fueron sustituidos por los símbolos unificadores y simplificadores de la eucaristía y la cruz, y este hecho deja traslucir un nuevo carácter monolítico de la religión y la sociedad bizantinas a partir del siglo VIII. Finalmente, la iconoclasia era también en parte una respuesta airada a una marea que fluía desde hacía bastante tiempo en favor de los monjes, que otorgaban una importancia muy grande a los iconos en sus enseñanzas. Por tanto, además de ser una medida prudente para aplacar a un Dios enojado, la iconoclasia representaba una reacción de la autoridad centralizada, la del emperador y los obispos, contra las devociones locales, la independencia de las ciudades y de los monasterios, y los cultos a los hombres santos.

La iconoclasia era una ofensa para muchos fieles de la Iglesia occidental, pero mostró con mayor claridad que ningún otro factor la distancia que separaba a la Iglesia ortodoxa de la cristiandad latina. La Iglesia occidental también había avanzado; a medida que la cultura latina fue dominada por los pueblos germánicos, se separó en espíritu de las iglesias del Oriente griego. El sínodo iconoclasta de obispos había sido una afrenta para el papado, que ya había condenado a los partidarios de León. Roma veía con alarma las pretensiones del emperador de actuar en asuntos espirituales. Así pues, la iconoclasia ahondó las divisiones existentes entre las dos mitades de la cristiandad. La diferenciación cultural había ido ya muy lejos, un hecho nada sorprendente si pensamos que podían ser necesarios dos meses para viajar de Bizancio a Italia por mar, y que por tierra no tardó en interponerse una cuña de pueblos eslavos entre las dos lenguas.

El contacto entre Oriente y Occidente no podía extinguirse por completo a nivel oficial. Sin embargo, también en este aspecto la historia creó nuevas divisiones, especialmente cuando el Papa coronó «emperador» a un rey franco en el año 800. Esta ceremonia significó un desafío para la reivindicación de Bizancio de ser la heredera de Roma. Las distinciones dentro del mundo occidental no importaban mucho en Constantinopla; las autoridades bizantinas identificaron a un aspirante del reino franco y, a partir de ese momento, llamaron indiscriminadamente «francos» a todos los occidentales, costumbre que se extendería nada menos que hasta China. Los dos estados no cooperaron contra los árabes y se hirieron mutuamente sus susceptibilidades. La coronación de Roma, por ejemplo, podría haber sido en parte una respuesta a la asunción del título de emperador en Constantinopla por una mujer, Irene, una madre poco atractiva que había dejado ciego a su propio hijo. Pero el título de los francos solo fue reconocido durante un breve período en Bizancio, y los siguientes emperadores de Occidente tuvieron la consideración de simples reyes. Italia también dividía a los dos imperios cristianos, pues los territorios bizantinos que aún quedaban en la península llegaron a estar tan amenazados por los francos y los sajones como antes lo habían estado por los lombardos. En el siglo X la manipulación del papado por los emperadores sajones deterioró aún más la situación.

Es evidente que los dos mundos cristianos no podían perder el contacto por completo. Un emperador alemán del siglo X tuvo una novia bizantina, y el arte alemán de dicho siglo estuvo muy influido por motivos y técnicas bizantinos. Sin embargo, fue precisamente la diferencia entre los dos mundos culturales lo que hizo fructificar tales contactos, y con el paso de los siglos la diferencia devino cada vez más palpable. Las viejas familias aristocráticas de Bizancio fueron sustituidas gradualmente por otras procedentes de linajes anatolios y armenios. Sobre todo, estaban el esplendor y la complejidad excepcionales de la vida de la ciudad imperial, donde los mundos religioso y secular parecían interrelacionarse por completo. El calendario del año cristiano era inseparable del de la corte, y juntos fijaban los ritmos de un inmenso espectáculo teatral en el que los rituales de la Iglesia y el Estado exhibían ante su pueblo la majestad del imperio. Existía el arte secular, pero el que estaba constantemente a la vista de la gente era religioso en una proporción abrumadora. Ni aun en las peores épocas perdió su vigor, que expresaba la grandeza y la omnipresencia de Dios, cuyo vicario era el emperador. El ritualismo sostenía la rígida etiqueta de la corte, en torno a la cual proliferaron los típicos males de la intriga y la conspiración. La aparición pública del emperador cristiano podía ser como la de la divinidad en un culto mistérico, precedida por el descorrer de varios telones desde detrás de los cuales aparecía espectacularmente. Era la cima de una civilización pasmosa que enseñó a la mitad del mundo, durante más o menos medio milenio, cuál era el verdadero imperio. Cuando una misión de rusos paganos llegó a Bizancio en el siglo X para estudiar su versión de la religión cristiana, después de haber estudiado otras, solo pudieron informar de que lo que habían visto en Santa Sofía les había asombrado. «Dios mora allí entre los hombres», dijeron.

No es fácil decir qué sucedía en la base del imperio. Hay fuertes indicios de que la población decreció en los siglos VII y VIII, fenómeno que podría guardar relación con las consecuencias de la guerra y con la peste. Al mismo tiempo, la construcción de nuevas edificaciones en las ciudades provinciales era escasa, y la circulación de moneda disminuyó. Todos estos factores parecen indicar una recesión económica, al igual que una creciente injerencia del Estado. Los funcionarios imperiales trataban de asegurar la satisfacción de sus necesidades primarias llevando a cabo recaudaciones directas de productos, creando órganos especiales para alimentar a las ciudades y organizando burocráticamente a los artesanos y comerciantes en gremios y corporaciones. Solo una ciudad del imperio conservó su importancia económica durante todo este período, y no fue otra que la capital, donde el espectáculo de Bizancio se representaba con su máximo esplendor. El comercio no llegó a desaparecer por completo en el imperio, y hasta el siglo XII siguió existiendo un importante tránsito de mercancías de lujo de Asia a Occidente; su situación geográfica garantizaba por sí sola a Bizancio un gran papel comercial y el estímulo de las industrias artesanales que suministraban otros artículos de lujo a Occidente. Finalmente, durante todo el período hay pruebas de un crecimiento continuo del poder y la riqueza de los grandes terratenientes. Los campesinos estuvieron cada vez más vinculados a sus propiedades, y en los años posteriores del imperio tiene lugar algo semejante a la aparición de importantes unidades económicas de ámbito local basadas en los grandes latifundios.

La economía pudo costear el esplendor de la civilización bizantina en su momento de apogeo, así como el esfuerzo militar de recuperación con los emperadores del siglo IX. Dos siglos después, una coyuntura desfavorable puso a prueba una vez más la fortaleza del imperio e inauguró una larga época de declive. Comenzó con un nuevo estallido de problemas internos y personales. Dos emperatrices y varios emperadores de reinado efímero y deficiente gestión, debilitaron el control en el centro. Las rivalidades de dos grupos importantes pertenecientes a la clase dominante bizantina se salieron de su cauce; un partido aristocrático de la corte cuyas raíces se hallaban en las provincias, se vio envuelto en luchas con los funcionarios permanentes, la burocracia superior. Estos hechos también reflejaban en parte la lucha de una élite militar con una élite intelectual. Por desgracia, el resultado fue que el ejército y la marina fueron privados por los funcionarios civiles de los fondos que necesitaban, y de ese modo quedaron incapacitados para hacer frente a nuevos problemas.

En un extremo del imperio, nuevos problemas tenían su origen en los últimos inmigrantes bárbaros de Occidente, los normandos cristianos, que ahora se adentraban en el sur de Italia y Sicilia. En Asia Menor, las dificultades dimanaban de la presión turca. Ya en el siglo XI, se creó el sultanato turco de Rum dentro del territorio imperial (de ahí su nombre, pues Rum significaba «Roma»), donde el control abasí había pasado a manos de los jefes locales. Después de una aplastante derrota a manos de los turcos en Manzikert, en el año 1071, Asia Menor se perdió en su práctica totalidad, hecho que constituyó un golpe terrible para los recursos fiscales y humanos de Bizancio. Los califatos, con los que los emperadores habían aprendido a convivir, cedían su lugar a enemigos más feroces. Dentro del imperio tuvieron lugar una serie de rebeliones búlgaras en los siglos XI y XII, y en esa provincia alcanzaron una gran difusión los movimientos disidentes más poderosos de la ortodoxia medieval, la herejía bogomila, un movimiento popular basado en el odio al clero superior griego y sus costumbres bizantinizantes.

Una nueva dinastía, los Comneno, fortaleció de nuevo el imperio y logró mantener la situación durante otro siglo (1081-1185). Los Comneno expulsaron a los normandos de Grecia y rechazaron una nueva amenaza nómada procedente del sur de Rusia, los pechenegos, pero no pudieron doblegar a los búlgaros ni recuperar Asia Menor, y se vieron obligados a realizar importantes concesiones para hacer lo que hicieron. Algunas tuvieron por destinatarios a sus propios potentados y otras, a aliados que a su vez resultarían peligrosos.

En el caso de uno de los aliados de Bizancio, la república de Venecia, que había sido un satélite del imperio, las concesiones fueron especialmente inquietantes, pues por entonces toda su razón de ser era su engrandecimiento en el Mediterráneo oriental. Venecia fue la principal beneficiaria del comercio de Europa con Oriente, y desde muy pronto adquirió una posición especialmente ventajosa. A cambio de su ayuda contra los normandos en el siglo XI, los venecianos obtuvieron el derecho de comerciar libremente en todo el imperio; debían ser tratados como súbditos del emperador, no como extranjeros. El poderío naval de Venecia creció rápidamente y, a medida que la flota bizantina comenzaba a declinar, fue cada vez más dominante. Los venecianos destruyeron la flota egipcia en el año 1123, y a partir de ese hecho fueron incontrolables para quien había sido su soberano. Se libró una guerra contra Bizancio, pero Venecia obtuvo mejores resultados del apoyo al imperio contra los normandos y de las ganancias derivadas de las cruzadas. A estos éxitos les siguieron concesiones comerciales y conquistas territoriales, aunque las primeras fueron más importantes; podría decirse que Venecia floreció sobre el declive del imperio bizantino, que fue un huésped económico de inmenso potencial para el parásito del Adriático; al parecer, 10.000 venecianos vivían en Constantinopla a mediados del siglo XII, cifra que da una idea de la importancia que tenía el comercio en la ciudad. En el año 1204, las Cícladas, muchas otras islas del mar Egeo y gran parte de las costas del mar Negro pertenecían a los venecianos, y en los tres siglos siguientes cientos de comunidades fueron incorporadas a estas y venecianizadas. Había nacido el primer imperio comercial y marítimo desde la Atenas de la Antigüedad.

La aparición del desafío veneciano y la persistencia de los desafíos antiguos ya habrían sido preocupantes de por sí para los emperadores bizantinos si no hubieran debido enfrentarse también a nuevos problemas internos. En el siglo XII la rebelión fue un fenómeno más habitual, que resultó doblemente peligroso cuando Occidente comenzó a intervenir en Oriente con motivo del gran y complejo movimiento que ha pasado a la historia con el nombre de «cruzadas». La visión occidental de las cruzadas no tiene por qué entretenernos aquí; desde Bizancio, estas irrupciones desde Occidente parecían cada vez más nuevas invasiones bárbaras. En el siglo XII dejaron tras de sí cuatro estados cruzados en el antiguo Levante mediterráneo bizantino, como recordatorio de la existencia de otro rival en el campo de batalla en Oriente Próximo. Cuando las fuerzas musulmanas se reagruparon bajo Saladino, y cuando tuvo lugar un resurgimiento de la independencia búlgara a finales del siglo XII, la gran época de Bizancio terminó para siempre.

El golpe mortífero llegó en el año 1204, cuando Constantinopla fue tomada y saqueada, pero no por los paganos que la habían amenazado con tanta frecuencia, sino por los cristianos. Un ejército cristiano que se dirigía a Oriente para combatir al infiel en la cuarta cruzada se volvió contra el imperio impulsado por los venecianos. Las tropas aterrorizaron y saquearon la ciudad (fue entonces cuando los caballos de bronce del Hipódromo fueron trasladados hasta el lugar donde aún se encuentran: delante de la catedral de San Marcos, en Venecia), y entronizaron a una prostituta en la sede del patriarca en Santa Sofía. Oriente y Occidente no podían diferenciarse de modo más brutal; este hecho perviviría en la memoria ortodoxa como una infamia. Para los «francos», como los griegos les llamaban, Bizancio no formaba parte de su civilización, ni quizá tampoco de la cristiandad, pues de hecho existía un cisma desde hacía un siglo y medio. Aunque abandonaron Constantinopla y los emperadores fueron restituidos en el año 1261, los antiguos territorios bizantinos no quedarían libres de los francos hasta la llegada de unos nuevos conquistadores, los turcos otomanos. Mientras tanto, Bizancio se había quedado sin corazón, aunque la ciudad aún tardó dos siglos en morir. Los beneficiarios inmediatos fueron los venecianos y los genoveses, a cuya historia se añadían ahora la riqueza y el comercio de Bizancio.

El legado de Bizancio, o al menos gran parte de él, estaba por lo demás asegurado para el futuro, aunque tal vez no de la forma en que los romanos de Oriente se hubieran sentido seguros u orgullosos. Lo atestiguaba el arraigo del cristianismo ortodoxo entre los pueblos eslavos. Este hecho tendría enormes consecuencias, muchas de las cuales están aún entre nosotros. El Estado ruso y las restantes naciones eslavas modernas no se habrían incorporado a Europa ni serían reconocidas hoy como parte de ella si no se hubieran convertido previamente al cristianismo.

El relato de estos hechos continúa siendo confuso en gran medida, y lo que se sabe acerca de los eslavos antes de la época cristiana es aún más discutible. Aunque el mapa de los pueblos eslavos de nuestros días quedó establecido más o menos al mismo tiempo que el de Europa occidental, la geografía contribuye a la confusión. La Europa eslava abarca una zona donde las invasiones nómadas y la proximidad de Asia permiten que la situación continúe siendo muy fluida mucho después de la consolidación de la sociedad bárbara en Occidente. Gran parte del territorio de Europa central y sudoriental es muy montañoso, y los valles fluviales canalizaron la distribución de las estirpes. Por otro lado, la mayor parte del territorio de la Polonia y la Rusia europea modernas es una inmensa llanura. Aunque durante mucho tiempo estuvo cubierta de bosques, no ofrecía alojamientos naturales obvios ni barreras infranqueables para el asentamiento. En sus inmensos espacios, los derechos fueron objeto de disputa durante muchos siglos. Al término del proceso, a comienzos del siglo XIII, habían aparecido en Oriente varios pueblos eslavos que tendrían características históricas independientes. La pauta fijada de este modo ha perdurado hasta nuestros días.

También había nacido una civilización eslava característica, aunque no todos los eslavos pertenecían plenamente a ella, y al final los pueblos de Polonia y de las actuales República Checa y Eslovaquia quedarían culturalmente vinculados de modo más estrecho a Occidente que a Oriente. Las estructuras estatales del mundo eslavo aparecerían y desaparecerían, pero dos de ellas, las desarrolladas por las naciones polaca y rusa, resultaron especialmente firmes y capaces de progresar de forma organizada. Les costaría mucho sobrevivir, pues el mundo eslavo padeció a veces —sobre todo en los siglos XIII y XX— la presión tanto de Occidente como de Oriente. La agresividad occidental es otra de las razones que explican por qué los eslavos han conservado una fuerte identidad propia.

La historia de los eslavos se remonta al menos al año 2000 a.C., cuando este grupo étnico al parecer se estableció en los Cárpatos orientales. Durante dos mil años se extendieron lentamente, tanto hacia el oeste como hacia el este, pero sobre todo hacia el este, hasta llegar a la moderna Rusia. Desde el siglo V hasta el VII, los eslavos de grupos occidentales y orientales comenzaron a desplazarse hacia el sur, hasta llegar a los Balcanes. Es posible que la dirección que tomaron fuera un reflejo del poderío de los ávaros, el pueblo asiático que, después del flujo de las invasiones de los hunos, se interponía como una gran barrera a lo largo de los valles de los ríos Don, Dniéper y Dniester, controlando el sur de Rusia hasta el Danubio y siendo cortejado por la diplomacia bizantina.

Durante toda su historia, los eslavos han demostrado unas dotes extraordinarias para la supervivencia. Hostigados en Rusia por los escitas y los godos, y en Polonia por los ávaros y los hunos, mantuvieron no obstante sus territorios y los ampliaron; debían de ser unos agricultores tenaces. Sus primeras manifestaciones artísticas muestran una disposición a asimilar la cultura y las técnicas de otros pueblos; aprendieron de maestros a los que después sobrevivieron. Fue importante, pues, que en el siglo VII se interpusiera entre ellos y el dinámico poder del islam una barrera integrada por dos pueblos, los jázaros y los búlgaros. Estos pueblos fuertes también contribuyeron a encauzar el desplazamiento gradual de los eslavos a los Balcanes y el Egeo, que después ascenderían por la costa del Adriático y llegarían hasta Moravia y Europa central, Croacia, Eslovenia y Serbia. En el siglo X, los eslavos debían de ser dominantes en los Balcanes desde el punto de vista numérico.

El primer Estado eslavo que apareció fue Bulgaria, aunque los búlgaros no eran eslavos, sino que procedían de tribus dejadas atrás por los hunos. Algunos búlgaros se eslavizaron gradualmente a través de matrimonios mixtos y contactos con los eslavos; eran los búlgaros occidentales, que se habían establecido en el siglo VII en el Danubio. Los búlgaros cooperaron con los pueblos eslavos en una serie de grandes incursiones sobre Bizancio; en el año 559, penetraron en las defensas de Constantinopla y acamparon en los suburbios. Al igual que sus aliados, eran paganos. Bizancio aprovechó las diferencias existentes entre las tribus búlgaras, y el soberano de una de ellas fue bautizado en Constantinopla, ejerciendo el emperador Heraclio como padrino. Heraclio utilizó la alianza bizantina para expulsar a los ávaros de los territorios que después constituirían Bulgaria. Los búlgaros se diluyeron gradualmente en la sangre y la influencia eslavas. Cuando por fin aparece un Estado búlgaro en los últimos años del siglo, podemos considerar que era eslavo. Bizancio reconoció su independencia en el año 716; surgió así un organismo extraño en un territorio cuya pertenencia al imperio se daba por supuesta desde hacía mucho tiempo. Aunque se concertaron alianzas, este organismo fue para Bizancio una espina clavada, que contribuyó a frustrar sus intentos de recuperación en Occidente. A comienzos del siglo IX, los búlgaros dieron muerte a un emperador en el campo de batalla (e hicieron con el cráneo una copa para su rey); ningún emperador había muerto en campaña contra los bárbaros desde el año 378.

La conversión de los búlgaros al cristianismo fue un momento decisivo, aunque no significó el final del conflicto. Después de un breve período durante el cual —y este es un dato significativo— coqueteó con Roma y con la posibilidad de indisponerla con Constantinopla, otro príncipe búlgaro aceptó el bautismo en el año 865. Hubo oposición en el seno de su pueblo, pero a partir de esta época Bulgaria fue cristiana. Cualesquiera que fuesen las ventajas diplomáticas que los estadistas bizantinos esperaban obtener, el final del problema búlgaro quedaba muy lejos todavía. No obstante, fue un hito, un paso decisivo en un gran proceso: la cristianización de los pueblos eslavos. También fue un indicio de cómo se llevaría a cabo el proceso: de arriba abajo, a través de la conversión de sus gobernantes.

Era mucho lo que estaba en juego: la naturaleza de la futura civilización eslava. Dos grandes nombres dominan el comienzo de su configuración, los de los hermanos san Cirilo y san Metodio, sacerdotes a los que sigue honrando la confesión ortodoxa. Cirilo había participado con anterioridad en una misión en Jazaria, y su labor debe encuadrarse en el contexto general de la diplomacia ideológica de Bizancio; los misioneros ortodoxos no pueden distinguirse con claridad de los enviados diplomáticos bizantinos, y aquellos clérigos se habrían visto en un aprieto si hubieran tenido que reconocer tal distinción. Pero hicieron mucho más que convertir a un vecino peligroso. Cirilo continúa vivo en el nombre del alfabeto que él ideó. El alfabeto cirílico se difundió rápidamente entre los pueblos eslavos, llegó pronto a Rusia e hizo posible no solo la irradiación del cristianismo, sino también la cristalización de la cultura eslava. Aquella cultura estaba potencialmente abierta a otras influencias, pues Bizancio no era su único vecino, pero al final la más profunda que recibió fue la de la ortodoxia oriental.

Desde el punto de vista de Bizancio, le siguió una conversión más importante aún que la de los búlgaros, aunque no se prolongó más allá de un siglo. En el año 860, una expedición con doscientas embarcaciones asaltó Bizancio. Los ciudadanos quedaron aterrados. Entre temblores, escucharon en Santa Sofía a los predicadores del patriarca: «Ha llegado un pueblo del norte. ... Es un pueblo cruel y sin piedad, su voz es como el mar enfurecido. ... Una tribu cruel y salvaje ... que lo destruye todo, que no perdona nada». Podría haber sido la voz de un monje de Occidente invocando la protección divina frente a los siniestros barcos de los vikingos, y es comprensible, pues en esencia estos asaltantes eran vikingos. Pero los bizantinos les llamaban «rus» (o «rhos»), y el ataque señala los modestos comienzos del poderío militar de Rusia.

Pero poco era aún lo que había allí que pudiera llamarse Estado. Rusia estaba todavía en gestación. Sus orígenes se hallaban en una amalgama en la que la contribución eslava fue fundamental. Los eslavos orientales se habían dispersado a lo largo de los siglos por gran parte de los tramos superiores de los valles de los ríos que desembocan en el mar Negro. Esto se debía probablemente a su práctica agrícola, que se ajustaba a la primitiva técnica de roza e incendio, agotando el suelo en dos o tres años y trasladándose después a otro lugar. En el siglo VIII había suficientes eslavos como para que se detectasen indicios de un poblamiento relativamente denso, acaso de algo que pudiera considerarse vida urbana, en los montes cercanos a Kiev. Vivían en tribus cuya organización económica y social continúa sin conocerse con certeza, pero esta fue la base de la futura Rusia. No sabemos quiénes fueron sus gobernantes autóctonos, pero parece ser que vivían en los recintos cercados que fueron las primeras ciudades, obligando a pagar tributos a los habitantes del medio rural circundante.

Sobre estas tribus eslavas de las colinas de Kiev cayó el impacto de los escandinavos, que se convirtieron en sus caciques o los vendieron como esclavos en el sur. Estos escandinavos combinaban el comercio, la piratería y la colonización, estimulados por el ansia de poseer tierras. Contaban con importantes técnicas comerciales, grandes conocimientos sobre la navegación y la administración de sus barcos, un formidable poderío bélico y, al parecer, ninguna mujer. Como en el Humber y el Sena, utilizaron los ríos rusos, mucho más largos y profundos, para penetrar en el país que era su presa. Algunos continuaron, y así en el año 846 se tienen noticias de la presencia de los varegos, que era el nombre que recibían, en Bagdad. Una de sus muchas incursiones en el mar Negro fue la que tuvo por objetivo Constantinopla en el año 860. Hubieron de enfrentarse a los jázaros del este, y es posible que se establecieran primero en Kiev, uno de los distritos tributarios jázaros, pero la historia tradicional rusa comienza con su asentamiento en Novgorod, la Holmgardr de la saga nórdica. Allí, se decía, un príncipe llamado Rurik se había establecido con sus hermanos hacia el año 860. Al terminar el siglo, otro príncipe varego había conquistado Kiev y trasladado la capital de un nuevo Estado a esa ciudad.

La aparición de una nueva potencia causó consternación en Bizancio, pero lo impulsó a la acción. Como era de esperar, su respuesta a un nuevo problema diplomático se expresó en términos ideológicos; al parecer hubo un intento de convertir a algunos rus al cristianismo, y es posible que un soberano sucumbiese. Pero los varegos conservaron su paganismo nórdico —sus dioses eran Tor y Odín—, mientras que sus súbditos eslavos, con los que se mezclaban cada vez más, tenían sus propios dioses, posiblemente de orígenes indoeuropeos muy antiguos; en cualquier caso, estas deidades tendieron a fusionarse con el paso del tiempo. No tardaron en reanudarse las hostilidades con Bizancio. Oleg, un príncipe de comienzos del siglo X, atacó de nuevo Constantinopla mientras la flota estaba lejos de la ciudad. Se cuenta que llevó su flota a tierra y que la puso sobre ruedas para burlar el bloqueo de la entrada del Cuerno de Oro. Sin embargo, hiciera lo que hiciese, logró arrancar un tratado sumamente favorable de Bizancio en el año 911. Este hecho otorgó a los rusos unos privilegios comerciales inusualmente favorables y dejó bien sentada la enorme importancia del comercio en la vida del nuevo principado. Más o menos medio siglo después del legendario Rurik, era una realidad, una especie de federación fluvial con centro en Kiev que unía el Báltico con el mar Negro. Era pagano, pero cuando la civilización y el cristianismo llegaron a él, sería gracias al fácil acceso a Bizancio que el agua permitía al joven principado, que fue designado por primera vez Rus en el año 945. Su unidad era todavía muy precaria. Una estructura incoherente perdió aún más rigidez debido a la adopción por los vikingos del principio eslavo en virtud del cual la herencia se dividía. Los príncipes de Rus tendían a desplazarse como soberanos entre los distintos centros urbanos, de los cuales Kiev y Novgorod eran los más importantes. Sin embargo, la familia de Kiev llegó a ser la más importante.

En la primera mitad del siglo X, la relación entre Bizancio y el principado de Kiev maduraba lentamente. Por debajo del nivel de la política y del comercio, tenía lugar una reorientación más fundamental a medida que Kiev debilitaba sus vínculos con Escandinavia y miraba cada vez más hacia el sur. Parece ser que la presión varega disminuyó, y este hecho pudo tener algo que ver con el éxito de los escandinavos en Occidente, donde uno de sus soberanos, Rollón, había recibido en el año 911 el territorio que después se conocería con el nombre de ducado de Normandía. Pero habría de pasar mucho tiempo hasta que Kiev y Bizancio quedasen unidos por unos vínculos más estrechos. Uno de los obstáculos era la cautela de la diplomacia bizantina, que a comienzos del siglo X seguía tan preocupada por pescar en aguas revueltas mediante la negociación con las tribus salvajes de los pechenegos como por apaciguar a los rus, cuyos territorios hostigaban. Los pechenegos habían expulsado ya hacia el oeste a las tribus magiares que antes constituían una barrera entre los rus y los jázaros, y en esa zona podían esperarse más problemas. Tampoco las incursiones de los varegos tocaron a su fin, aunque se produjo una especie de punto de inflexión cuando la flota de los rus fue rechazada por el fuego griego en el año 941. Seguidamente, se firmó un tratado que reducía de manera significativa los privilegios comerciales concedidos treinta años atrás. Pero la reciprocidad de intereses surgía con mayor claridad a medida que Jazaria declinaba y los bizantinos comprendían que Kiev podía ser un valioso aliado contra Bulgaria. Los indicios de contactos se multiplicaron; los varegos aparecieron en la guardia real de Constantinopla y mercaderes rusos llegaron a dicha ciudad con mayor frecuencia. Se cree que algunos recibieron el bautismo.

El cristianismo, aunque a veces desdeñaba a los mercaderes, había llegado a menudo tras las mercancías del comerciante. En Kiev había una iglesia ya en el año 882, y es posible que estuviera allí para los mercaderes extranjeros. Pero no parece que este hecho tuviera consecuencia alguna. Hay pocos datos que prueben la existencia de un cristianismo ruso hasta mediados del siglo siguiente. Entonces, en el año 945, la viuda de un príncipe de Kiev asumió la regencia en nombre del sucesor, su hijo. Se trataba de Olga, y su hijo era Sviatoslav, el primer príncipe de Kiev que llevaba un nombre eslavo y no escandinavo. Años después, Olga efectuó una visita de Estado a Constantinopla. Es posible que recibiera en secreto el bautismo cristiano antes de este viaje, pero se convirtió pública y oficialmente en esta visita que aconteció en el año 957, en una ceremonia celebrada en Santa Sofía que contó con la asistencia del emperador en persona. Estos matices diplomáticos hacen que no sea fácil saber con certeza cómo ha de comprenderse este acontecimiento. Al fin y al cabo, Olga también había mandado traer de Occidente a un obispo para comprobar qué tenía que ofrecerle Roma. Por otra parte, no hubo ninguna secuela práctica inmediata. Sviatoslav, que reinó del año 962 al 972, resultó ser un pagano militante, como otros aristócratas militares vikingos de su época. Se aferró a los dioses del norte, y sus creencias se vieron confirmadas sin duda gracias al éxito cosechado al atacar los territorios de los jázaros. Sin embargo, los resultados fueron menos satisfactorios contra los búlgaros, y finalmente perdió la vida a manos de los pechenegos.

Fue un momento decisivo. Rusia existía pero era todavía vikinga, situada entre el cristianismo de Oriente y el de Occidente. El avance del islam había sido frenado en el período crucial por Jazaria, pero Rusia podría haber vuelto su mirada hacia el Occidente latino. Los eslavos de Polonia se habían convertido ya a Roma, y los obispados alemanes habían sido empujados hacia el este en las costas del Báltico y en Bohemia. La separación, y aun hostilidad, de las dos grandes iglesias cristianas era ya un hecho, y Rusia era una gran presa que esperaba a una de ellas.

En el año 980, una serie de luchas dinásticas concluyeron con la aparición victoriosa del príncipe que convirtió Rusia al cristianismo, Vladimiro. Es posible que fuera educado en el seno del cristianismo, pero al principio hizo alarde del paganismo ostentoso que convenía a un caudillo vikingo. Después comenzó a sondear otras religiones. Dice la leyenda que mandaba debatir los diferentes méritos de cada una en su presencia; los rusos cuentan que rechazó el islam porque prohibía las bebidas alcohólicas. Se envió una comisión para visitar las iglesias cristianas. Las búlgaras, informaron los enviados, olían. Las alemanas no tenían nada que ofrecer. Pero Constantinopla había conquistado sus corazones. Allí, dijeron con palabras tantas veces citadas después, «no sabíamos si estábamos en el cielo o en la Tierra, pues sobre la Tierra no hay tal visión ni belleza, y no sabemos cómo describirla; solo sabemos que Dios mora allí entre los hombres». La decisión se tomó en consecuencia. Hacia los años 986-988, Vladimiro aceptó el cristianismo ortodoxo para él y para su pueblo.

Fue un punto de inflexión para la historia y la cultura rusas, tal como los eclesiásticos ortodoxos reconocen desde aquel momento. «Entonces las tinieblas de la idolatría comenzaron a abandonarnos, y el alba de la ortodoxia despuntó», afirmaba un clérigo al ensalzar a Vladimiro medio siglo después. Pero, a pesar del celo mostrado por Vladimiro para imponer el bautismo a sus súbditos (mediante la fuerza física si era necesario), no fue solo el entusiasmo lo que influyó en él. En la elección intervinieron asimismo factores diplomáticos. Vladimiro había prestado ayuda militar al emperador, y ahora se le había prometido la mano de una princesa bizantina. Se trataba de un reconocimiento del prestigio de un príncipe de Kiev que no tenía precedentes. La hermana del emperador estaba disponible, ya que Bizancio necesitaba la alianza de Rus contra los búlgaros. Cuando los acontecimientos tomaron un cariz desfavorable, Vladimiro presionó ocupando posesiones bizantinas en Crimea. El matrimonio se celebró sin más tardanza. Kiev bien valía una misa nupcial para Bizancio, aunque la elección de Vladimiro fue decisiva por motivos mucho más allá de los diplomáticos. Dos siglos después, sus compatriotas lo reconocieron: Vladimiro fue canonizado. Había tomado la única decisión que, en mayor medida que ninguna otra, determinó el futuro de Rusia.

Es probable que la cultura del Rus de Kiev en el siglo X fuese más rica en muchos aspectos que la que la mayor parte de Europa podía ofrecer. Sus ciudades eran grandes centros comerciales, que canalizaban las mercancías hasta Oriente Próximo, donde las pieles y la cera de abeja rusas eran muy apreciadas. Este énfasis comercial refleja otra diferencia: en Europa occidental, la economía autosuficiente y de subsistencia de los señoríos se había impuesto como la institución que soportaba la tensión del hundimiento del mundo económico clásico. Sin los señoríos occidentales, Rusia tampoco habría conocido los nobles feudales occidentales. La aparición de la aristocracia territorial fue más tardía en Rusia que en la Europa católica; durante mucho tiempo, los nobles rusos seguirían siendo en gran medida compañeros y partidarios de un caudillo guerrero. Algunos de ellos se opusieron al cristianismo, y el paganismo perduró en el norte durante décadas. Al igual que en Bulgaria, la adopción del cristianismo fue un acto político de dimensiones tanto internas como externas, y aunque Kiev era la capital de un principado cristiano, no era todavía el centro de una nación cristiana. La monarquía tuvo que afirmarse frente a una alianza conservadora formada por la aristocracia y el paganismo. En los peldaños inferiores de la escala social, la nueva fe arraigaba gradualmente en las ciudades, al principio gracias a los sacerdotes búlgaros, que llevaban con ellos la liturgia de la Iglesia eslava del sur y el alfabeto cirílico, que creó el ruso como lengua literaria. Desde el punto de vista eclesiástico, la influencia de Bizancio fue fuerte, y el metropolitano de Kiev era nombrado habitualmente por el patriarca de Constantinopla.

Kiev alcanzó fama por el esplendor de sus iglesias; fue una gran época de edificación en un estilo que mostraba la influencia griega. Por desgracia se han conservado pocas, dado que eran de madera. Pero la fama de esta primacía artística refleja la riqueza de Kiev. Su apogeo llegó con Yaroslav el Sabio, momento en el que un visitante occidental pensó que rivalizaba con Constantinopla. Rusia estaba tan abierta al mundo exterior desde el punto de vista cultural como nunca lo había estado desde hacía siglos. Este hecho reflejaba en parte el prestigio militar y diplomático de Yaroslav, quien intercambiaba misiones diplomáticas con Roma mientras Novgorod recibía a los mercaderes de la Hansa alemana. Tras casarse con una princesa sueca, encontró esposos para las mujeres de su familia en reyes de Polonia, Francia y Noruega. Una familia real anglosajona acosada se refugió en su corte. Los vínculos con las cortes occidentales nunca volvieron a ser tan estrechos. En el terreno cultural, también se recogían los primeros frutos de la implantación bizantina en la cultura eslava. La base educativa y la creación jurídica reflejaban este hecho. De este reinado procede asimismo una de las primeras grandes obras literarias rusas, La crónica primaria, una interpretación de la historia rusa con fines políticos. De modo muy semejante a otras historias cristianas antiguas, este texto intentaba proporcionar un argumento cristiano e histórico para lo que los príncipes cristianos ya habían logrado, en este caso la unificación de Rusia bajo la égida de Kiev. Resaltaba la herencia eslava y ofrecía un relato de la historia rusa en términos cristianos.

El punto débil del Rus de Kiev radicaba en la persistencia de una regla sucesoria que garantizaba prácticamente la división y la disputa a la muerte del príncipe más distinguido. Aunque en el siglo XI hubo otro príncipe que logró afirmar su autoridad y contener a los enemigos extranjeros, la supremacía de Kiev declinó después de Yaroslav. Los principados del norte mostraron una mayor autonomía; Moscú y Novgorod fueron finalmente los dos más importantes, aunque en la segunda mitad del siglo XIII se fundó en Vladimir otro principado «grandioso» dispuesto a igualar al de Kiev. Este traslado del centro de gravedad de la historia de Rusia refleja en parte una nueva amenaza en el sur, en forma de presión de los pechenegos, que ahora alcanzaba su apogeo.

Fue un cambio trascendental. En estos estados del norte pueden distinguirse los comienzos de las tendencias futuras del gobierno y la sociedad de Rusia. Lentamente, las concesiones de los príncipes transformaron a los antiguos seguidores y amigos más cercanos de los reyes caudillos en una nobleza territorial. Incluso los campesinos sedentarios comenzaron a adquirir derechos de propiedad y herencia. Muchos de los que trabajaban la tierra eran esclavos, pero no existía la pirámide de obligaciones que constituía la sociedad territorial del Occidente medieval. Sin embargo, estos cambios se desplegaban en el seno de una cultura cuya dirección fundamental había sido establecida por el período de Kiev de la historia de Rusia.

Otra entidad nacional duradera que comenzó a cristalizar más o menos al mismo tiempo que Rusia fue Polonia. Sus orígenes se hallan en un grupo de tribus eslavas que aparecen al principio, en el siglo X, luchando contra la presión de los alemanes en el oeste. Así pues, podría haber sido la política la que dictase la elección del cristianismo como religión por el primer soberano de Polonia de cuya existencia se tiene constancia documental histórica, Mieszko I. La elección no fue, como en el caso de Rusia, la Iglesia ortodoxa oriental. Mieszko optó por Roma. Por consiguiente, Polonia quedaría vinculada durante toda su historia a Occidente, del mismo modo que Rusia lo estaría a Oriente. Esta conversión, en el año 966, inauguró medio siglo de rápida consolidación del nuevo Estado. Un sucesor vigoroso comenzó la creación de un sistema administrativo y extendió sus territorios hasta el Báltico en el norte, y a través de Silesia, Moravia y Cracovia en el oeste. Un emperador alemán reconoció su soberanía en el año 1000, y en 1025 fue coronado rey de Polonia con el nombre de Boleslao I. Los reveses políticos y las reacciones paganas dilapidaron gran parte de la obra de Boleslao, y llegarían tiempos muy difíciles, pero en lo sucesivo Polonia fue una realidad histórica. Por otra parte, tres de los motivos dominantes de su historia también habían hecho su aparición: la lucha contra la invasión alemana desde el oeste, la identificación con los intereses de la Iglesia romana y la rebeldía e independencia de los nobles con respecto a la corona. Los dos primeros factores explican en buena medida la desdichada historia de Polonia, plagada de sucesivas invasiones por parte de los pueblos limítrofes. En cuanto eslavos, custodiaban la explanada de la fortaleza del mundo eslavo; constituían un rompeolas contra las mareas de la inmigración teutónica. Como católicos, eran la avanzadilla de la cultura occidental en su enfrentamiento con el Oriente ortodoxo.

En estos siglos de confusión, otras ramas de los pueblos eslavos habían ascendido por el Adriático hasta Europa central. De ellos surgieron otras naciones poseedoras de importantes características. Los eslavos de Bohemia y Moravia fueron convertidos por Cirilo y Metodio en el siglo IX, pero los alemanes los volvieron a convertir después al cristianismo latino. El conflicto de credos también fue importante en Croacia y Serbia, donde se estableció otra rama que fundó estados separados de los linajes eslavos orientales, primero los ávaros, y después los alemanes y los magiares, cuyas invasiones a partir del siglo IX tuvieron una importancia especial a la hora de aislar a la ortodoxia de Europa central del apoyo bizantino.

A comienzos del siglo XII existía, pues, una Europa eslava. Es cierto que estaba dividida por la religión y en distintas zonas de asentamiento. Uno de los pueblos asentados en ella, los magiares, que habían cruzado los Cárpatos desde el sur de Rusia, no eran eslavos en absoluto. Toda la zona quedó sometida a una presión creciente desde el oeste, donde la política, el fervor de los cruzados y el ansia de tierras hacían que las incursiones hacia el este tuviesen un atractivo irresistible para los alemanes. La mayor potencia eslava, la Rusia de Kiev, no llegó a desarrollar todo su potencial, pues se vio obstaculizada por la fragmentación política que tuvo lugar después del siglo XI y acosada en el siglo siguiente por los cumanos. En el año 1200 había perdido el control de la ruta fluvial del mar Negro; Rusia se había retirado al norte y se estaba convirtiendo en Moscovia. A los eslavos les esperaban malos tiempos. Un huracán de catástrofes estaba a punto de abatirse sobre la Europa eslava. En el año 1204 los cruzados saquearon Constantinopla, y la potencia mundial que había sostenido la fe ortodoxa se eclipsó. Lo peor aún estaba por llegar. Treinta y seis años después, la ciudad cristiana de Kiev cayó en manos de un pueblo nómada terrible. Eran los mongoles.