En el año 661, el gobernador árabe de Siria, Muawiya, se constituyó en califa tras el éxito de la rebelión y el asesinato (aunque no por sus propias manos) del califa Alí, primo y yerno del Profeta. Estos hechos pusieron fin a un período de anarquía y división —con lo que, pensaban muchos musulmanes, Muawiya quedaba excusado de lo que había hecho—, y significaron asimismo la fundación del califato omeya.
Esta usurpación dio ascendente político entre los pueblos árabes a los aristócratas de los qurayshíes, el mismo pueblo al que se había opuesto Mahoma en La Meca. Muawiya estableció su capital en Damasco y después nombró príncipe heredero a su hijo, una innovación que introducía el principio dinástico. Este fue también el principio de un cisma en el seno del islam, pues un grupo disidente, los chiíes, afirmó a partir de ese momento que el derecho a interpretar el Corán quedaba limitado a los descendientes de Mahoma. El califa asesinado, afirmaban, había sido nombrado imán por designación divina para transmitir su cargo a sus descendientes, y era inmune al pecado y al error. Los califas omeyas, en consecuencia, tenían su propio partido de seguidores, llamados «suníes», que creían que la autoridad doctrinal cambiaba de manos con el califato. Junto con la creación de un ejército regular y un sistema de financiación mediante la recaudación de impuestos a los infieles, se dio así un paso decisivo para distanciarse de un mundo árabe integrado únicamente por tribus. El emplazamiento de la capital omeya también fue importante a la hora de cambiar el estilo de la cultura islámica, como lo fueron los gustos personales del primer califa. Siria era un Estado mediterráneo, pero Damasco estaba aproximadamente en el límite entre la tierra cultivada del Creciente Fértil y las extensiones baldías del desierto; su vida se nutría de dos mundos. Para los árabes que habitaban en el desierto, el primero debió de ser el más llamativo. Siria tenía un largo pasado helenístico, y tanto la esposa del califa como su médico eran cristianos. Mientras los bárbaros de Occidente miraban a Roma, los árabes estaban configurados por la herencia de Grecia.
El primer omeya reconquistó rápidamente Oriente de los disidentes que se resistían al nuevo régimen, y el movimiento chií fue empujado a la clandestinidad. A partir de estos hechos, transcurrió un siglo glorioso cuyo apogeo llegó con el sexto y el séptimo califas, entre los años 685 y 705. Lamentablemente, sabemos muy poco sobre la historia pormenorizada e institucional de la época omeya. La arqueología arroja a veces cierta luz sobre las tendencias generales y revela parte de la influencia de los árabes sobre sus vecinos. Documentos extranjeros y cronistas árabes registran hechos importantes. No obstante, la antigua historia árabe no produjo prácticamente ningún material de archivo si exceptuamos un documento ocasional citado por un autor árabe. Tampoco la religión islámica tuvo un centro burocrático de gobierno eclesiástico. El islam no tenía nada que se pareciese ni remotamente en cuanto al alcance a los registros del papado, por ejemplo, aunque la analogía entre los papas y los califas podría suscitar razonablemente expectativas semejantes. En vez de registros administrativos que arrojen luz sobre las continuidades, solo hay colecciones ocasionales que se han conservado casi por azar, como gran cantidad de papiros egipcios, acumulaciones especiales de documentos efectuadas por comunidades minoritarias como los judíos, y monedas e inscripciones. El enorme corpus de literatura árabe impresa o manuscrita ofrece más detalles, pero es mucho más difícil formular enunciados generales sobre el gobierno de los califatos con seguridad que, por ejemplo, enunciados semejantes sobre Bizancio.
Parece, no obstante, que las antiguas organizaciones de los califatos, heredadas de los califas ortodoxos, eran flexibles y sencillas, quizá demasiado flexibles, como demostró la derrota omeya. Su base era la conquista para exigir el pago de tributos, no con fines de asimilación, y el resultado fue una serie de compromisos con estructuras existentes. Desde el punto de vista administrativo y político, los primeros califas adoptaron las costumbres de gobernantes anteriores. Continuaron funcionando organizaciones bizantinas y sasánidas; el griego era la lengua de gobierno en Damasco, el persa en Ctesifonte, la antigua capital sasánida, hasta comienzos del siglo VIII. Institucionalmente, los árabes dejaban intactas en términos generales las sociedades que dominaban, con la salvedad de la recaudación de impuestos. Desde luego, esto no significa que continuasen exactamente igual que antes. En el noroeste de Persia, por ejemplo, la conquista árabe parece haber sido seguida por un declive del comercio y una reducción de la población, y resulta difícil no asociar estos hechos al hundimiento de un complejo sistema de drenaje y regadío mantenido con éxito en la época sasánida. En otros lugares, la conquista árabe tuvo repercusiones menos drásticas. No se generaba la enemistad de los conquistados obligándoles a aceptar el islam, sino que se les dejaba ocupar su puesto en una jerarquía presidida por los musulmanes árabes. Inmediatamente después estaban los neomusulmanes conversos de los pueblos tributarios, y a continuación los dhimmi o «personas protegidas», como eran llamados los monoteístas judíos y cristianos. En los puestos inferiores de la escala estaban los paganos no convertidos o los que no profesaban ninguna religión revelada. En los primeros tiempos, los árabes se mantenían apartados de la población autóctona y vivían como una casta militar en ciudades especiales, pagados por los tributos recaudados a nivel local y con la prohibición de comerciar o poseer tierras.
La segregación no podía mantenerse; del mismo modo que las costumbres de los beduinos traídas del desierto, fue erosionada por la vida en la guarnición. Gradualmente, los árabes comenzaron a poseer tierras y a practicar la agricultura, por lo que sus campamentos se convirtieron en nuevas ciudades cosmopolitas como Kufa o Basora, el gran centro del comercio con la India. Cada vez eran más los árabes que se mezclaban con los habitantes locales en una relación de dos direcciones, ya que las élites autóctonas experimentaban una arabización administrativa y lingüística. Los califas nombraban cada vez más a funcionarios de las provincias, y a mediados del siglo VIII el árabe era el idioma de la administración, prácticamente en todas partes. Junto con la acuñación de moneda con inscripciones en árabe, es la prueba fundamental del éxito de los omeyas en la construcción de los cimientos de una nueva civilización ecléctica. Estos cambios fueron más rápidos en Irak, donde fueron favorecidos por la prosperidad de un comercio renacido gracias a la paz árabe.
La afirmación de autoridad por los califas omeyas fue una de las fuentes de sus problemas. Los poderosos locales, sobre todo en la mitad oriental del imperio, percibían como una afrenta la injerencia en su independencia práctica. Mientras que muchos aristócratas de los antiguos territorios bizantinos emigraban a Constantinopla, las élites de Persia no podían hacerlo; no tenían adónde ir, y habían de quedarse irritados por su subordinación a los árabes que les dejaban gran parte de su autoridad local. Tampoco ayudaba el hecho de que los posteriores califas omeyas fueran hombres de deficiente calidad, que no imponían el respeto ganado por los grandes hombres de la dinastía. La civilización les debilitó. Cuando intentaron mitigar el tedio de la vida en las ciudades que gobernaban, se trasladaron al desierto, no para vivir de nuevo la vida de los beduinos, sino para disfrutar de sus nuevas ciudades y palacios, algunos de ellos remotos y lujosos, equipados como estaban con baños calientes y grandes recintos para la caza, y abastecidos con plantaciones y huertos de regadío.
Los omeyas crearon oportunidades para los descontentos, entre los cuales ocupaba un lugar destacado la shiía, el partido de los chiíes. Además de su atractivo político y religioso original, recurrieron de modo creciente a los agravios sociales existentes entre los no árabes convertidos al islam, especialmente en Irak. Desde el principio, el régimen omeya había trazado una distinción clara entre los musulmanes que eran por nacimiento miembros de una tribu árabe y aquellos que no lo eran. El número de la segunda clase creció rápidamente; los árabes no habían intentado convertir (y a veces incluso habían tratado de impedir la conversión en los primeros tiempos), pero el atractivo de un credo conquistador era reforzado poderosamente por el hecho de que la adhesión a él podía reportar exenciones fiscales. En torno a las guarniciones árabes, el islam se había propagado rápidamente entre las poblaciones no árabes que crecían para atender sus necesidades. También tuvo un gran éxito entre las élites locales que se ocupaban de la administración cotidiana. Muchos de estos neomusulmanes, los mawali, como les llamaban, también pasaron a ser finalmente soldados. Pero se sintieron gradualmente apartados y excluidos de la sociedad aristocrática de los árabes puros. El puritanismo y la ortodoxia de los chiíes, asimismo apartados de la misma sociedad por razones políticas y religiosas, constituían un gran atractivo para ellos.
Los crecientes problemas en el este anunciaron el colapso de la autoridad omeya. En el año 749, un nuevo califa, Abul-Abbas, fue aclamado públicamente en la mezquita de Kufa, en Irak. Era el principio del fin de los omeyas. El pretendiente, un descendiente de un tío del Profeta, anunció su intención de restaurar el califato de acuerdo con las formas ortodoxas; para ello recurrió a un amplio espectro de la oposición, incluidos los chiíes. Su nombre completo era prometedor: significaba «derramador de sangre». En el año 750 derrotó y ejecutó al último califa omeya. Se celebró un banquete para los varones de la casa derrotada, y los invitados fueron asesinados antes del primer plato, que a continuación fue servido para los anfitriones. Esta «limpieza» señaló el comienzo de casi dos siglos durante los cuales el califato abasí dominó el mundo árabe, el primero de ellos el más glorioso.
El apoyo del que los abasíes disfrutaban en los dominios árabes orientales quedaba reflejado en el traslado de la capital a Irak, a la ciudad de Bagdad, hasta entonces una aldea cristiana a orillas del Tigris. El cambio tuvo muchas repercusiones. Las influencias helenísticas se debilitaron; el prestigio de Bizancio pareció menos incuestionable. La influencia persa adquirió un nuevo peso que sería muy importante desde el punto de vista político y cultural. La casta gobernante también experimentó un cambio, tan importante que algunos historiadores han afirmado que se trató de una revolución social. A partir de esta época eran árabes solo en el sentido de que hablaban la lengua árabe, pero ya no eran originarios de Arabia. En el marco que proporcionaba una religión y una lengua únicas, las élites que gobernaban el imperio abasí procedían de muchos pueblos de todo Oriente Próximo. Eran casi siempre musulmanes, pero a menudo eran conversos o hijos de familias conversas. El cosmopolitismo de Bagdad reflejaba el nuevo clima cultural. Una ciudad inmensa, que rivalizaba con Constantinopla, con una población del orden de medio millón de habitantes, era la antítesis absoluta de las formas de vida traídas del desierto por los primeros conquistadores árabes. Un gran imperio había llegado de nuevo a todo Oriente Próximo. Sin embargo, no rompía con el pasado desde el punto de vista ideológico, pues después de coquetear con otras posibilidades, los califas abasíes confirmaron la ortodoxia suní de sus predecesores. Este hecho no tardó en reflejarse en la decepción y la irritación de los chiíes que habían contribuido a elevarles al poder.
Los abasíes eran un grupo violento, y no asumían riesgos con su éxito. Sofocaron la oposición rápida y despiadadamente, y silenciaron a antiguos aliados que podían expresar su descontento. La hermandad del islam cedió gradualmente su lugar a la lealtad a la dinastía como base del imperio, cambio que reflejaba la antigua tradición persa. Sin embargo, se otorgaba gran importancia a la religión como pilar de la dinastía, y los abasíes perseguían a los inconformistas. La maquinaria del gobierno se hizo más compleja. En este punto, uno de los avances principales fue el cargo de visir (monopolizado por una familia hasta que el legendario califa Harun al-Rashid la derrocó). Toda la estructura se burocratizó algo más y los impuestos sobre las tierras permitían recaudar grandes sumas para mantener a una monarquía lujosa. No obstante, las diferencias entre unas provincias y otras siguieron siendo reales. Los gobiernos tendían a ser hereditarios, y, por ello, la autoridad central se veía obligada finalmente a estar a la defensiva. Los gobernadores ejercían un poder mayor en los nombramientos y en la gestión de los impuestos. No resulta fácil decir cuál era el poder real del califato, pues regulaba una serie no estructurada de provincias cuya dependencia real guardaba una relación muy estrecha con las circunstancias del momento. Pero de lo que no existe duda alguna es de la riqueza y prosperidad de los abasíes en sus épocas de apogeo, que se basaban no solo en sus grandes reservas de recursos humanos y en las grandes regiones donde la agricultura no sufrió alteración alguna durante la paz árabe, sino también en las condiciones favorables que creó para el comercio. Una gama más amplia de mercancías circulaban por una región más extensa que nunca. Esto permitió reactivar el comercio en las ciudades situadas junto a las rutas de caravanas que cruzaban los territorios árabes de este a oeste. Las riquezas del Bagdad de Harun al-Rashid reflejaban la prosperidad que transportaban.
La civilización islámica en los territorios árabes alcanzó su apogeo con los abasíes. Paradójicamente, una de las razones fue el traslado de su centro de gravedad desde Arabia y Levante. El islam proporcionó una organización política que, al mantener unida una zona inmensa, generó una cultura esencialmente sintética, que mezclaba, antes de su fusión, ideas helenísticas, cristianas, judías, zoroastrianas e hindúes. Con la dinastía abasí, la cultura árabe tenía un acceso más profundo a la tradición persa y un contacto más estrecho con la India que le reportaron un vigor renovado y nuevos elementos creativos.
Uno de los aspectos de la civilización abasí fue una gran era de traducciones al árabe, la nueva lengua franca de Oriente Próximo. Estudiosos cristianos y judíos permitieron el acceso de los lectores árabes a las obras de Platón, Aristóteles, Euclides y Galeno, importando de ese modo las categorías del pensamiento griego a la cultura árabe. La tolerancia del islam hacia sus tributarios hizo posible esta transmisión, en principio desde el momento en que Siria y Egipto fueron reconquistados, pero las traducciones más importantes se hicieron durante los reinados de los primeros abasíes. Hasta aquí es cuanto podemos afirmar con cierta seguridad. Decir cuál fue su significado es más difícil, naturalmente, pues aunque pudiera accederse a los textos de Platón, se trataba del Platón de la cultura helenística tardía, transmitido a través de interpretaciones de monjes cristianos y estudiosos sasánidas.
La cultura abasí era básicamente literaria; el islam árabe produjo bellos edificios, alfombras preciosas y cerámica exquisita, pero su gran medio fue la palabra, hablada y escrita. Incluso las grandes obras científicas árabes son en muchos casos enormes compendios en prosa. El volumen acumulado de esta literatura es inmenso, y gran parte de él no ha sido leído todavía por los estudiosos occidentales. Un gran número de sus manuscritos no han sido examinados siquiera. La perspectiva es prometedora; la ausencia de material de archivo en relación con los primeros tiempos del islam es contrarrestada por un inmenso corpus de literatura de todas las variedades y formas a excepción del teatro. No sabemos con certeza hasta qué profundidad penetró esta literatura en la sociedad islámica, aunque es evidente que las personas instruidas esperaban escribir versos y podían disfrutar críticamente de las actuaciones de cantantes y bardos. Las escuelas abundaban; el mundo islámico estaba probablemente muy alfabetizado en comparación, por ejemplo, con la Europa medieval. La enseñanza superior, de carácter más religioso por cuanto estaba institucionalizada en las mezquitas o en escuelas especiales de maestros religiosos, resulta más difícil de evaluar. No es fácil decir, pues, hasta qué punto se consideraba que las repercusiones potencialmente divisivas y estimulantes de las ideas tomadas de otras culturas estaban por debajo del nivel de los principales pensadores y científicos islámicos, pero a partir del siglo VIII estaban presentes en potencia muchas semillas de una cultura cuestionadora y autocrítica. No parece que llegasen a madurar.
Si se la juzga por sus hombres más grandes, la cultura árabe alcanzó su apogeo en Oriente en los siglos IX y X, y en España en los siglos XI y XII. Aunque la historia y la geografía árabes son impresionantes, sus mayores triunfos fueron de carácter científico y matemático; seguimos empleando los numerales «arábigos», que hicieron posible los cálculos escritos de manera mucho más sencilla que la numeración romana y que fueron creados por un aritmético árabe (aunque tenían origen indio). Esta función de transmisión de la cultura árabe fue siempre importante y característica, pero no debe oscurecer su originalidad. El nombre del más importante astrónomo islámico, Al-Juarizmi, indica unos orígenes zoroastrianos persas, y demuestra que la cultura árabe era una confluencia de fuentes. Sus tablas astronómicas, sin embargo, fueron un logro árabe, una expresión de la síntesis que fue posible gracias al imperio árabe.
La traducción de obras árabes al latín en la Baja Edad Media, y la enorme reputación de la que disfrutaban los pensadores árabes en Europa, dan fe de la calidad de esta cultura. De las obras de Al-Kindi, uno de los mayores filósofos árabes, se han conservado más en latín que en árabe, mientras que Dante hizo a Ibn Sina (Avicena en Europa) e Ibn Rusd (Averroes) el cumplido de situarles en el limbo (junto con Saladino, el héroe árabe de la época de las Cruzadas) cuando asignó a los grandes hombres su destino después de la muerte en su poema, La divina comedia, y fueron los únicos hombres de la época cristiana a los que trató de ese modo. Los médicos persas que dominaban los estudios médicos árabes escribieron obras que fueron durante siglos los libros de texto canónicos de la formación occidental. Las lenguas europeas están marcadas todavía por palabras árabes que indican la especial importancia del estudio del árabe en ciertas zonas: cero, cifra, almanaque, álgebra y alquimia son algunas de ellas. La conservación de un vocabulario técnico del comercio (tarifa, aduana, almacén) es otro recordatorio de la superioridad de la técnica comercial árabe; los mercaderes árabes enseñaron a los cristianos a llevar las cuentas.
Sorprendentemente, este tráfico cultural con Europa fue casi por entero unidireccional. Solo un texto latino, al parecer, fue traducido al árabe en la Edad Media, en una época en que los estudiosos árabes sentían un apasionado interés por los legados culturales de Grecia, Persia y la India. Un único fragmento de papel en el que están escritas unas cuantas palabras alemanas con sus equivalentes árabes, es la única prueba de interés por lenguas occidentales de fuera de la Península durante los ocho siglos de la España islámica. Para los árabes, la civilización de las frías tierras del norte era algo simple y poco refinado, como sin duda era el caso en realidad. Pero Bizancio les impresionaba.
Con los abasíes floreció también una tradición árabe de artes visuales fundada en la época omeya, pero su alcance fue inferior al de la ciencia islámica. El islam llegó a prohibir la representación de la forma o el rostro humanos; esta norma no se aplicó escrupulosamente, pero inhibió durante mucho tiempo la aparición de pinturas o esculturas naturalistas. Desde luego, no limitó a los arquitectos. Su arte alcanzó grandes cotas dentro de un estilo cuyos elementos esenciales habían aparecido a finales del siglo VII, y que era a la vez deudor del pasado y exclusivo del islam. La impresión que produjo en los árabes la arquitectura cristiana de Siria fue el catalizador; de ella aprendieron, pero intentaron superarla, pues estaban convencidos de que los creyentes debían disponer de lugares de culto mejores y más bellos que las iglesias de los cristianos. Además, un estilo arquitectónico distintivo podía servir a todas luces como fuerza separadora en el mundo no musulmán que rodeaba a los primeros conquistadores árabes de Egipto y Siria.
Los árabes tomaron la técnica romana y las ideas helenísticas del espacio interior, pero el resultado fue distintivo. El monumento arquitectónico más antiguo del islam es la Cúpula de la Roca, construida en Jerusalén en el año 691. Estilísticamente, es un hito en la historia de la arquitectura, la primera construcción islámica coronada por una cúpula. Parece ser que fue construida como monumento para conmemorar la victoria sobre las creencias judías y cristianas, pero a diferencia de las mezquitas para la congregación de los fieles, que serían las grandes edificaciones de los tres siglos siguientes, la Cúpula de la Roca era un santuario que glorificaba y albergaba uno de los lugares más sagrados de los judíos y los musulmanes por igual; la gente creía que, en la cumbre de la colina que cubría, Abraham había ofrecido a su hijo Isaac en sacrificio y que desde ella Mahoma había sido llevado al cielo.
Poco después se construyó la mezquita omeya de Damasco, la más grande de las mezquitas clásicas de una nueva tradición. Como sucedía a menudo en este nuevo mundo árabe, la mezquita encarnaba gran parte del pasado; una basílica cristiana (que a su vez había sustituido a un templo de Júpiter) se alzaba antes en su emplazamiento, y fue decorada con mosaicos bizantinos. Su novedad residía en que establecía un diseño derivado del modelo de culto iniciado por el Profeta en su casa de Medina; su elemento esencial era el mihrab, un nicho abierto en el muro del lugar de culto que indicaba la dirección de La Meca.
La arquitectura y la escultura, al igual que la literatura, continuaron floreciendo e inspirándose en elementos entresacados de tradiciones de todo Oriente Próximo y Asia. Los alfareros se afanaban por conseguir el estilo y el acabado de la porcelana china que llegaba hasta ellos por la ruta de la seda. Las artes escénicas se cultivaban menos, y parece que se inspiraban poco en otras tradiciones, ya fueran mediterráneas o indias. No había teatro árabe, aunque el narrador de cuentos, el poeta, el cantante y el danzante eran estimados. El arte musical árabe se conmemora en las lenguas europeas a través de los nombres que designan instrumentos como el laúd, la guitarra y el rabel; sus logros también se consideran entre los mayores de la cultura árabe, aunque continúan siendo menos accesibles a la sensibilidad occidental que los de las artes plásticas y visuales.
Muchos de los grandes nombres de esta civilización escribían y enseñaban cuando su marco político estaba ya en decadencia, incluso visiblemente en declive. Esto tuvo que ver en parte con el gradual desplazamiento de los árabes dentro de las élites del califato, pero los abasíes, a su vez, perdieron el control de su imperio, primero de las provincias periféricas y después del propio Irak. Alcanzaron muy pronto su punto culminante como fuerza internacional; en el 782, un ejército árabe apareció por última vez a las puertas de Constantinopla. Nunca volverían a llegar tan lejos. Harun al-Rashid podía ser tratado con respeto por Carlomagno, pero los primeros indicios de una tendencia, finalmente irresistible, a la fragmentación estaban presentes ya en su época.
En España, en el año 756, un príncipe omeya que no había aceptado el destino de su casa se había proclamado emir (gobernador) de Córdoba. Otros le siguieron en Marruecos y Túnez. Mientras tanto, Al-Ándalus no adquirió su propio califa hasta el siglo X (hasta entonces sus gobernantes seguían siendo emires), pero mucho antes ya era independiente de hecho. Esto no significaba que la España omeya careciera de problemas. El islam no había logrado conquistar toda la Península, y los francos recuperaron el nordeste en el siglo X. Para entonces había reinos cristianos en el norte de la península Ibérica, que siempre estaban dispuestos a ayudar a remover el tarro de la disidencia en la España árabe, en la que una política ciertamente tolerante hacia los cristianos no puso fin al peligro de rebelión.
Pero Al-Ándalus prosperó. Los omeyas desarrollaron su poderío marítimo y consideraron la posibilidad de expandirse no hacia al norte, a costa de los cristianos, sino hacia África, a costa de las potencias musulmanas, negociando mientras tanto incluso una alianza con Bizancio. La civilización islámica de España no alcanzó su mayor belleza y madurez hasta los siglos XI y XII, cuando el califato de Córdoba estaba en declive, una época dorada de creatividad que rivalizó con el Bagdad abasí. Este esplendor dejó grandes monumentos, así como una gran actividad docente y filosófica. Entre las setecientas mezquitas de la Córdoba del siglo X, figuraba una que todavía puede considerarse el edificio más bello del mundo. La España árabe tuvo una inmensa importancia para Europa, pues era una puerta hacia el saber y la ciencia de Oriente, pero también una puerta por la que pasaban bienes más materiales; a través de ella, la cristiandad recibió conocimientos de técnicas agrícolas y de regadío, naranjas, limones y azúcar. En cuanto a España, la impronta árabe fue muy profunda, como muchos estudiosos de la España cristiana posterior han señalado, y puede observarse todavía en la lengua, las costumbres y el arte.
Otra escisión importante en el mundo árabe tuvo lugar cuando los fatimíes de Túnez fundaron su propio califato y trasladaron su capital a El Cairo en el año 973. Los fatimíes eran chiíes y conservaron el gobierno de Egipto hasta que una nueva invasión árabe acabó con él en el siglo XII. Ejemplos menos llamativos podrían encontrarse en otros lugares de los dominios abasíes, a medida que los gobernadores locales comenzaron a darse el nombre de emir o sultán. La base de poder de los califas se estrechaba con creciente rapidez, y fueron incapaces de invertir la tendencia. Las guerras civiles entre los hijos de Harun condujeron a una pérdida de apoyo de los maestros y devotos religiosos. La corrupción burocrática y la malversación alejaron a las poblaciones sometidas. El recurso a la exacción de impuestos agrícolas como remedio para estos males solo contribuyó a crear nuevos ejemplos de opresión. El ejército estaba integrado cada vez más por mercenarios y esclavos extranjeros, e, incluso a la muerte del sucesor de Harun, era prácticamente turco. Así, los bárbaros se incorporaban a la estructura de los califatos, como había sucedido en el caso de los bárbaros occidentales en el imperio romano. Con el paso del tiempo, adoptaron un aspecto pretoriano y dominaron cada vez más a los califas. Durante todo este tiempo, la oposición popular fue aprovechada por los chiíes y otras sectas místicas. Mientras tanto, la antigua prosperidad económica se desvaneció. La riqueza de los mercaderes árabes no cristalizó en una vida urbana vigorosa como la de Occidente a finales del medievo.
El régimen abasí terminó efectivamente en el año 946, cuando un general persa y sus hombres depusieron a un califa e instalaron a otro. En teoría, el linaje de los abasíes continuó, pero, de hecho, el cambio fue revolucionario; la nueva dinastía buwayhí vivió a partir de entonces en Persia. El islam árabe se había fragmentado; la unidad de Oriente Próximo había tocado a su fin una vez más. Ningún imperio permaneció para resistir los siglos de invasiones que siguieron, aunque el último abasí no fue asesinado por los mongoles hasta el año 1258. Antes de esa fecha, la unidad islámica experimentó otra reactivación como respuesta a las Cruzadas, pero la gran época del imperio islámico había concluido.
La peculiar naturaleza del islam significaba que la autoridad religiosa no podía estar separada durante mucho tiempo de la supremacía política; por consiguiente, el califato hubo de ser transmitido finalmente a los turcos otomanos, momento a partir del cual estos se convirtieron en los artífices de la historia de Oriente Próximo. Los turcos llevaron la frontera del islam aún más lejos y, de nuevo, hasta el interior de Europa. Pero la obra de sus predecesores árabes era espléndidamente inmensa a pesar de su hundimiento final. Habían acabado con Oriente Próximo romano y la Persia sasánida, cercando a Bizancio en Anatolia. Al final, sin embargo, esto atrajo de nuevo a los europeos occidentales hacia el Levante. Los árabes también habían implantado de modo definitivo el islam desde Marruecos hasta Afganistán. Su llegada fue revolucionaria en muchos sentidos. Mantenían a la mujer, por ejemplo, en una posición inferior, pero le daban unos derechos sobre la propiedad que no estuvieron al alcance de las mujeres de muchos países de Europa hasta el siglo XIX. Incluso los esclavos tenían derechos, y dentro de la comunidad de los creyentes no había castas ni estatus heredado. Esta revolución hundía sus raíces en una religión que —como la de los judíos— no se diferenciaba de otras facetas de la vida, sino que las abarcaba todas; en el islam no hay ninguna palabra para expresar las distinciones entre lo sagrado y lo profano, lo espiritual y lo temporal, que nuestra propia tradición da por supuestas. La religión es la sociedad para los musulmanes, y la unidad que esto proporciona ha sobrevivido a siglos de división política. Era una unidad tanto de ley como de cierta actitud; el islam no es una religión de milagros (aunque reivindica algunos), sino de práctica y de creencia intelectual.
Además de tener grandes repercusiones intelectuales sobre la cristiandad, el islam también se propagó mucho más allá del mundo de hegemonía árabe, hasta Asia central en el siglo X, la India entre los siglos VIII y XI, y en el siglo XI más allá de Sudán, hasta Níger. Entre los siglos XII y XVI, nuevas partes de África se hicieron musulmanas, y el islam sigue siendo hoy la fe que presenta un crecimiento más rápido en ese continente. Gracias a la conversión de los mongoles en el siglo XIII, el islam llegaría también a China. En los siglos XV y XVI se propagó a través del océano Índico hasta Malasia e Indonesia. Misioneros, emigrantes y mercaderes lo llevaron con ellos, los árabes sobre todo, tanto si se desplazaban en caravanas hasta África como si navegaban en sus dhows desde el golfo Pérsico y el mar Rojo hasta el golfo de Bengala. Habría incluso una última y definitiva expansión de la fe en el sudeste de Europa en los siglos XVI y XVII. Fue un logro extraordinario para una idea a cuyo servicio no habían estado en un principio otros recursos que los de un puñado de tribus semitas. Pero, a pesar de sus majestuosos logros, ningún Estado árabe dio unidad al islam después del siglo X. Incluso la unidad árabe seguiría siendo solo un sueño, aunque un sueño acariciado todavía en nuestros días.