De las invasiones germánicas surgieron finalmente las primeras naciones de la Europa moderna, pero, cuando desapareció el imperio occidental, los pueblos bárbaros ocupaban regiones que no se asemejaban mucho a los estados posteriores. Los bárbaros se dividían claramente en cuatro grupos principales y diferenciados. Los más septentrionales, los sajones, los anglos y los jutos, se habían movido desde el siglo IV hacia la antigua provincia romana de Britania, mucho antes de que la isla fuera abandonada a sus habitantes cuando el último emperador, que fue proclamado allí por sus soldados, se marchó a la Galia en el 407. Gran Bretaña fue entonces objeto de disputas entre las sucesivas oleadas de invasores y los habitantes romano-británicos, hasta que, a comienzos del siglo VII, surgió un grupo de siete reinos anglosajones rodeados de un mundo celta compuesto por Irlanda, Gales y Escocia.
Si bien los primeros británicos vivían aún en comunidades que en algunos casos parece que sobrevivieron hasta el siglo X, y quizá hasta más tarde, la civilización romano-británica desapareció de forma más completa que sus equivalentes en otros lugares del imperio occidental. Se extinguió hasta la lengua, sustituida casi del todo por una lengua germánica. Quizá tengamos una visión fugaz de los últimos espasmos de la resistencia romano-británica en la leyenda del rey Arturo y sus caballeros, que podría ser una reminiscencia de las destrezas en el combate de la caballería del último ejército imperial, pero eso es todo. De la continuidad administrativa o espiritual entre esta provincia del imperio y los reinos bárbaros no queda casi ningún rastro. La herencia imperial de la futura Inglaterra fue puramente física, y está en las ruinas de ciudades y villas, en las ocasionales cruces cristianas o en grandes construcciones como la muralla de Adriano, que desconcertaría a los recién llegados hasta el punto de que creyeron que era obra de unos gigantes de poder sobrehumano. Algunos de estos restos, como el complejo de baños construido en las fuentes termales de Bath, desaparecieron de la vista durante cientos de años, hasta que los arqueólogos de los siglos XVIII y XIX los redescubrieron. Quedaron las calzadas, que a veces sirvieron durante siglos como rutas comerciales aun cuando su ingeniería había sucumbido ante el tiempo, el clima y el pillaje. Por último, estaban los inmigrantes naturales que habían llegado con los romanos y que se habían quedado: animales como los hurones, que con tanta frecuencia dan al niño del campo inglés su primer contacto con la emoción de la caza, o plantas como la mostaza que sazonaría el roast beef, convertido en un mito nacional menor unos mil años después. Sin embargo, apenas queda algún rastro del pensamiento dejado por los romanos. El cristianismo romano-británico, cualquiera que fuera, desapareció, y los guardianes de la fe se retiraron por un tiempo a las brumosas fortalezas de donde saldrían los monjes de la Iglesia celta. Sería otra Roma la que convertiría a la nación inglesa, no la del imperio. Pero, antes de eso, la tradición germánica sería la influencia formativa predominante, como no lo fue en ningún otro lugar dentro del antiguo territorio del imperio.
Al otro lado del canal de la Mancha, las cosas fueron muy diferentes. Sobrevivieron muchas cosas. Tras su devastación a manos de los vándalos, la Galia siguió estando a la sombra de los visigodos de Aquitania. Su participación en el rechazo de los hunos le dio una importancia mayor que nunca. Al nordeste de la Galia, sin embargo, vivían unas tribus germanas que los desplazarían: los francos. A diferencia de los visigodos, no eran arrianos, y, en parte debido a ello, el futuro iba a pertenecerles. Los francos tendrían más importancia en la formación de la futura Europa que ningún otro pueblo bárbaro.
Las tumbas de los primeros francos revelan una sociedad guerrera y jerárquica. Más dispuestos a asentarse que otros bárbaros, en el siglo IV los francos se establecieron en la actual Bélgica, entre el Escalda y el Mosa, donde se convertirían en foederati romanos. Algunos se dirigieron hacia la Galia, y de un grupo de estos, establecido en Tournai, surgió una dinastía que posteriormente se llamó merovingia, y cuyo tercer rey (si se le puede llamar así) fue Clodoveo. Suyo es el primer gran nombre en la historia del país conocido como Francia gracias a los pueblos que Clodoveo reunió.
Clodoveo se convirtió en el gobernante de los francos occidentales en el 481. Aunque formalmente era súbdito del emperador, pronto se volvió en contra de los últimos gobernadores romanos de la Galia y conquistó tierras más al oeste y hasta el Loira. Mientras, los francos orientales derrotaron a los alamanes, y cuando Clodoveo fue elegido también su rey, se formó un reino franco que cubría el valle del bajo Rin y el norte de Francia. Este fue el corazón del Estado franco que heredó la supremacía romana en el norte de Europa. Clodoveo contrajo matrimonio con una princesa de otra tribu germana, los burgundios, que se habían establecido en el valle del Rin y en la región que va hacia el sudeste hasta las modernas Ginebra y Besançon. La esposa de Clodoveo era católica, aunque su pueblo era arriano, y después del matrimonio (que tradicionalmente se cree que se celebró en el 496) y de una conversión en el campo de batalla que recuerda a la de Constantino, Clodoveo abrazó el catolicismo. Esto le proporcionó el apoyo de la Iglesia romana, el poder más importante que aún sobrevivía al imperio en las tierras bárbaras, en lo que entonces esta decidió considerar una guerra de religión contra los demás pueblos germánicos de la Galia. El catolicismo fue también el camino hacia la amistad con la población galorromana. Sin duda, la conversión fue un acto político, y también tuvo una enorme trascendencia. Una nueva Roma iba a gobernar la Galia.
Los burgundios fueron las primeras víctimas de Clodoveo, aunque no se les dominó del todo hasta después de la muerte de este, cuando se les dieron príncipes merovingios, aunque mantuvieron una estructura de Estado independiente. Después les tocó el turno a los visigodos, a quienes solo les dejaron los territorios del sudeste que tenían al norte de los Pirineos (posteriormente, el Languedoc, el Rosellón y la Provenza). Clodoveo fue entonces el sucesor de los romanos en toda la Galia, lo que reconoció el emperador nombrándole cónsul.
Clodoveo trasladó la capital franca a París. Allí se le dio sepultura, en la iglesia que mandó construir, convirtiéndose así en el primer rey franco que no fue enterrado como un bárbaro. Pero este no fue el comienzo de la historia ininterrumpida de París como capital; un reino germánico no era lo que después se consideraría un Estado, ni lo que un romano reconocería como tal. Era una herencia compuesta en parte de tierras y, en parte, de clanes familiares. El legado de Clodoveo se dividió entre sus hijos varones, y el reino franco no se reunificó hasta el 558. Un par de años después volvió a dividirse. Poco a poco, se estabilizó en tres regiones: una era Austrasia, con capital en Metz y su centro de gravedad al este del Rin; Neustria era su equivalente occidental, y tenía su capital en Soissons, y bajo el mismo gobernante, pero aparte, estaba el reino de Borgoña. Los gobernantes de estas regiones solían disputarse las tierras en las zonas fronterizas.
En esta estructura tripartita comienza a aparecer una nación franca que ya no es un conjunto de bandas de guerreros, sino de personas que pertenecen a un Estado reconocible, que hablan un latín vernáculo y que cuentan con una clase emergente de nobles terratenientes. De forma significativa, a partir de ahí surge también una interpretación cristiana del papel de los bárbaros en la historia, la Historia de los francos, cuyo autor es san Gregorio, obispo de Tours, miembro de la aristocracia galorromana. Otros pueblos bárbaros escribirían obras similares (quizá la más importante fue la que redactó para Inglaterra el venerable Beda) con el fin de tratar de conciliar las tradiciones en las que el paganismo tenía aún fuerza con el cristianismo y la herencia civilizada. Hay que decir que san Gregorio ofrecía un panorama pesimista de los francos tras la muerte de su héroe Clodoveo; pensaba que los gobernantes francos se habían comportado tan mal que su reino estaba condenado.
Los merovingios mantuvieron a los demás bárbaros fuera de la Galia y tomaron sus tierras al norte de los Alpes de los ostrogodos, cuyo rey más importante fue Teodorico, a quien el emperador le reconoció en el 497 el derecho a gobernar en Italia, donde combatió y venció a otros germanos. Teodorico estaba totalmente convencido de la autoridad de Roma; su padrino era un emperador y había vivido en Constantinopla hasta los dieciocho años. «Nuestra realeza es una imitación de la vuestra, una copia del único imperio sobre la Tierra», escribió en una ocasión al emperador en Constantinopla desde su capital, Rávena. En sus monedas figuraba la leyenda «Roma invicta», y cuando fue a Roma, Teodorico celebró juegos circenses al estilo antiguo. Técnicamente, sin embargo, era el único ostrogodo que era ciudadano romano, cuya autoridad aceptaba el Senado; sus compatriotas no eran más que los soldados mercenarios del imperio. Teodorico nombró a romanos para ocupar los cargos civiles. Uno de ellos, su amigo y consejero, Boecio el filósofo, fue posiblemente el cauce individual más importante por el que se transmitió el legado del mundo clásico a la Europa medieval.
Parece que Teodorico fue un gobernante juicioso y que mantuvo buenas relaciones con otros pueblos bárbaros (se casó con una hermana de Clodoveo) y disfrutó de una especie de primacía entre ellos. Pero no compartía la fe arriana de su pueblo, y, a largo plazo, la división religiosa se volvió contra el poder ostrogodo. A diferencia de los francos, y pese al ejemplo de su gobernante, no iban a aliarse con el pasado romano, y, tras la muerte de Teodorico, los generales del imperio oriental expulsaron a los ostrogodos de Italia y de la historia. Dejaron una Italia en ruinas, que pronto sería invadida por otro pueblo más bárbaro, el de los lombardos.
En el oeste, Clodoveo había dejado a los visigodos prácticamente confinados en España, de donde habían expulsado a su vez a los vándalos y donde ya se habían establecido otros pueblos germánicos. El territorio planteaba problemas muy especiales —como ha seguido planteándoselos a todos sus invasores y gobiernos—, y el reino visigodo de España no pudo resistir la romanización mucho más que la que habían experimentado sus fundadores en la Galia, donde se habían fusionado con la sociedad existente mucho menos que los francos. Los visigodos —y no eran tantos, alrededor de cien mil como máximo— hicieron piña en torno a sus líderes, que se dispersaron desde Castilla la Vieja por las provincias; después, fueron tantas sus disputas que el gobierno imperial pudo restablecerse durante más de medio siglo en el sur. Finalmente, los reyes visigodos se convirtieron al catolicismo, obteniendo así el apoyo de los obispos españoles. En el 587 comenzó la larga tradición de la monarquía católica en España.
Es difícil explicar el sentido de este movimiento de pueblos en Europa. Las generalizaciones son arriesgadas. En gran medida, se explica por su duración en el tiempo: los visigodos sufrieron tres siglos de evolución entre la creación del reino de Toulouse y el final de su supremacía en España, y muchas cosas cambiaron en un período tan largo. Aunque la vida económica y la tecnología apenas sufrieron alteraciones, las formas institucionales y las mentalidades experimentaron transformaciones radicales, aunque lentas, en todos los reinos bárbaros. En poco tiempo ya no resultó correcto creer que seguían siendo bárbaros (salvo, quizá, los lombardos). Las tribus germánicas constituían una minoría, a menudo aisladas en asentamientos extranjeros que dependían de rutinas largo tiempo consolidadas por el entorno concreto para poder vivir, y obligadas a una especie de entendimiento con los conquistados. El paso de sus invasiones debió de parecerse a veces, visto de cerca, a una inundación provocada por la marea, de la que, una vez que había pasado, a menudo solo quedaban pequeños charcos aislados de invasores aquí y allí, que sustituían a los amos romanos, pero que muchas veces vivían junto a ellos y con ellos. El matrimonio entre romanos y bárbaros no fue legal hasta el siglo VI, pero eso no dice mucho. En la Galia, los francos adoptaron el latín, añadiéndole palabras francas. En el siglo VII, la sociedad europea occidental ya tenía una atmósfera muy diferente de la del turbulento siglo V.
A pesar de todo, el pasado bárbaro dejó su impronta. En casi todos los reinos bárbaros, la sociedad estuvo modelada largo tiempo y de forma irreversible por las costumbres germánicas. Estas sancionaron una jerarquía que se reflejaba en el característico mecanismo germánico para garantizar el orden público: la enemistad heredada. Los hombres —y las mujeres, el ganado y todo tipo de propiedad— tenían, en el sentido más literal, un precio; los errores se resolvían involucrando a todo un clan o familia en el resultado si no se pagaba la indemnización habitual. Los reyes fueron dejando por escrito cada vez más y, por tanto, en cierto sentido, «publicando», cuáles eran estas costumbres. Tan pocas eran las personas que sabían leer, que instrumentos como la estela de Babilonia o los «tableros blancos» en los que se exponían los decretos de las ciudades-estado griegas hubieran carecido de sentido. Lo único que se podía hacer era que un escribano dejara constancia escrita de esas costumbres en un pergamino para futuras consultas. No obstante, en este mundo germánico están los orígenes de una jurisprudencia que un día cruzaría los océanos para llegar a nuevas culturas de raíces europeas. La primera institución que abrió el camino a este futuro fue la aceptación del poder real o colectivo para decidir aquello de lo que iba a quedar constancia escrita. Todos los reinos germánicos avanzaron hacia la consignación por escrito y la codificación de sus leyes.
Cuando las primeras formas de actuación del poder público no son religiosas ni sobrenaturales, suelen ser judiciales, por lo que apenas resulta sorprendente que, por ejemplo, el tribunal visigodo de Toulouse recurriera a los jurisconsultos romanos. Pero esta fue solo una de las expresiones del respeto que casi toda la aristocracia bárbara mostraba hacia la tradición y el estilo romanos. Teodorico se consideraba el representante del emperador; su problema no estaba en identificar su propio papel, sino en la necesidad de evitar irritar a sus seguidores, que considerarían una provocación cualquier exceso de romanización. Quizá Clodoveo tomó en cuenta consideraciones similares antes de su conversión, que constituyó un acto de identificación con el imperio, además de con la Iglesia. En el nivel inmediatamente inferior al que ocupaban estas figuras heroicas, tanto los nobles francos como los visigodos parecían complacerse en mostrarse como los herederos de Roma, escribiéndose en latín y protegiendo una literatura de entretenimiento. También existía un vínculo de interés con los romanos; los soldados visigodos a veces encontraban empleo sofocando las rebeliones campesinas que no solo amenazaban a los invasores, sino también a los terratenientes galorromanos. Pero, mientras subsistiera el arrianismo, habría un límite por parte de los bárbaros para la identificación con la romanitas. Al fin y al cabo, la Iglesia era el vestigio supremo del imperio al oeste de Constantinopla.
Los emperadores orientales no habían contemplado estos cambios con indiferencia. Pero los problemas que tenían en sus propios dominios les tenían atados de pies y manos y, en el siglo V, sus generales bárbaros también les dominaban. Observaron con recelo los últimos años de los emperadores títeres de Rávena, pero reconocieron a Odoacro, que destronó al último de ellos. Mantuvieron el derecho formal de gobernar sobre un solo imperio, oriental y occidental, sin cuestionarse realmente la independencia de Odoacro en Italia hasta que tuvieron un sustituto efectivo en Teodorico, a quien se le concedió el título de patricio. Mientras tanto, las guerras con Persia y la nueva presión de los eslavos en los Balcanes eran más que suficientes. Hasta la llegada del emperador Justiniano, en el 527, no pareció probable que se restableciera la realidad del gobierno imperial.
Visto retrospectivamente, Justiniano parece en cierta medida la imagen del fracaso. Pero se comportó como la gente pensaba que debía hacerlo un emperador, e hizo lo que la mayoría de las personas aún esperaban que un emperador fuerte hiciera algún día. Se vanagloriaba de que el latín era su lengua materna; pese al enorme alcance de las relaciones exteriores del imperio, podía pensar todavía con cierta verosimilitud en reunificar y restaurar el antiguo imperio, aunque su centro tuviera que estar ahora en Constantinopla. Nosotros tenemos la desventaja de saber lo que ocurrió, pero Justiniano reinó durante un largo período de tiempo y sus contemporáneos se sintieron más asombrados por sus éxitos temporales; esperaban que fueran el anuncio de una auténtica restauración. Al fin y al cabo, nadie podía concebir realmente un mundo sin el imperio. Los reyes bárbaros de Occidente se sometían con gusto a Constantinopla y aceptaban los títulos que desde allí les llegaban; no pretendían hacerse con la púrpura. Justiniano buscó un poder autocrático, y sus contemporáneos pensaban que esa meta era comprensible y realista. Hay cierta grandeza en la idea que tenía de su propio papel; es una lástima que fuera un hombre tan poco atractivo.
Justiniano estuvo casi siempre en guerra, y a menudo salió victorioso. Incluso las costosas campañas contra Persia (y los pagos al rey persa) tuvieron éxito en el sentido de que no hicieron perder mucho terreno al imperio. Pero fueron un grave obstáculo para su estrategia; la liberación de sus recursos para una política de recuperación de Occidente, que había sido el objetivo de Justiniano al sellar el primer tratado de paz con los persas, siempre le fue esquiva. Sin embargo, su mejor general, Belisario, destruyó el África de los vándalos y recuperó ese territorio para el imperio (aunque costó diez años someterlo). Siguió la invasión de Italia, y comenzó una guerra que finalizó en el 554 con la expulsión definitiva de los ostrogodos de Roma y la unificación, una vez más, de toda Italia bajo el dominio imperial, aunque fuera una Italia devastada por los ejércitos imperiales como nunca lo había sido por los bárbaros. Fueron grandes logros, aunque mal consolidados. Les siguieron otros en el sur de España, donde los ejércitos imperiales explotaron las rivalidades entre los visigodos y establecieron de nuevo el gobierno imperial en Córdoba. Por otro lado, las flotas imperiales dominaban todo el Mediterráneo occidental; durante un siglo después de la muerte de Justiniano, los barcos de Bizancio circularon en paz.
Pero esta situación no duró. A finales del siglo, se había vuelto a perder la mayor parte de Italia, esta vez a manos de los lombardos, otro pueblo germánico que acabó definitivamente con el poder imperial en la península. En Europa oriental, por su parte, pese a una enérgica diplomacia de sobornos y a su ideología misionera, Justiniano nunca había logrado mantener a raya a los bárbaros. Quizá allí fuera imposible un éxito duradero. La presión que sufrían estos pueblos inmigrantes era demasiado grande y, además, podían ver grandes recompensas ante ellos; «los bárbaros —escribió un historiador del reinado—, después de haber probado una vez la riqueza romana, nunca olvidaron el camino que les conducía a ella». A la muerte de Justiniano, y a pesar de su costosa campaña de construcción de fortalezas, los antepasados de quienes serían los búlgaros se habían establecido en Tracia y una cuña de pueblos bárbaros separaba la Roma occidental de la oriental.
Los sucesores de Justiniano no pudieron mantener sus grandes conquistas ante la continua amenaza de Persia y el surgimiento de la presión eslava en los Balcanes y, en el siglo VII, de un nuevo rival, el islam. Iba a comenzar una época terrible. Pero, aun entonces, el legado de Justiniano actuaría a través de la tradición diplomática que fundó con el establecimiento de una red de influencias entre los pueblos bárbaros del otro lado de la frontera, oponiendo a unos contra otros, sobornando a un príncipe con tributos o con un título, o bien apadrinando en el bautizo a los hijos de otro. De no haber sido por los principados dependientes del Cáucaso que se convirtieron al cristianismo en la época de Justiniano, o por la alianza de este con los godos de Crimea (que duraría siete siglos), la supervivencia del imperio oriental habría sido casi imposible. También en este sentido el reinado de Justiniano fue el proyecto de la futura esfera de Bizancio.
Dentro del imperio, Justiniano dejó una huella indeleble. Cuando llegó al poder, la monarquía sufría el lastre de la persistencia de rivalidades entre partidos que podían recurrir al apoyo popular, pero que en el 532 desembocaron en una gran insurrección que permitió asestar un duro golpe a las facciones, y, aunque gran parte de la ciudad fue incendiada, esto supuso el final de las amenazas interiores a la autocracia de Justiniano, que a partir de entonces actuó con una firmeza y una claridad crecientes.
Sus monumentos fueron lujosos; el mayor de ellos es la basílica de Santa Sofía (532-537), pero, en todo el imperio, edificios públicos, iglesias, baños y nuevas ciudades marcaron el reinado y fueron señal de la riqueza inherente del imperio oriental. Las provincias más ricas y civilizadas estaban en Asia y Egipto; Alejandría, Antioquía y Beirut fueron sus grandes ciudades. Un monumento no material, sino institucional, fue la codificación de la legislación romana, por Justiniano. En cuatro colecciones se reunieron mil años de jurisprudencia romana, de tal modo que tuvo una profunda influencia a través de los siglos y contribuyó a dar forma a la idea moderna del Estado. Los esfuerzos de Justiniano por realizar una reforma administrativa y organizativa tuvieron mucho menos éxito. No era difícil diagnosticar las enfermedades peligrosas ya en el siglo III, pero, teniendo en cuenta los gastos y responsabilidades del imperio, era difícil encontrar remedios permanentes. Por ejemplo, se sabía que la venta de cargos era un mal, y como tal Justiniano la abolió, pero tuvo que tolerarla cuando volvió a aparecer.
La principal respuesta institucional al problema del imperio fue la progresiva reglamentación de la vida de sus ciudadanos, que en parte estaba en la tradición de regular la economía que Justiniano había heredado. Al igual que los campesinos estaban atados a la tierra, los artesanos pasaron a estar adscritos a sus sociedades y gremios por herencia; incluso la burocracia tendió a hacerse hereditaria. La rigidez resultante no facilitó precisamente la resolución de los problemas imperiales.
Fue desafortunado que se desencadenaran una serie de catástrofes naturales excepcionalmente graves en el este a principios del siglo VI, que por sí solas serían suficientes para explicar las dificultades que tuvo Justiniano para dejar el imperio mejor de lo que lo encontró. Terremotos, hambrunas y plagas devastaron las ciudades y la propia capital, donde los hombres veían fantasmas en las calles. El mundo antiguo era un lugar crédulo, pero los relatos sobre la capacidad del emperador para quitarse la cabeza y volver a ponérsela después, o para desaparecer de la vista a voluntad, sugieren que, bajo estas tensiones, las mentalidades del imperio oriental ya estaban soltando amarras de la civilización clásica. Justiniano facilitaría la separación con su punto de vista y sus políticas en materia religiosa, otro resultado paradójico, ya que no era eso lo que pretendía. Después de sobrevivir durante ochocientos años, la Academia de Atenas fue abolida; Justiniano quería ser un emperador cristiano, no un gobernante de descreídos, y ordenó la destrucción de todas las estatuas paganas de la capital. Lo que es peor, aceleró la degradación de la situación civil de los judíos y la reducción de su libertad de culto. Las cosas ya habían llegado muy lejos para entonces. Hacía tiempo que se hacía la vista gorda ante los pogromos y que se destruían sinagogas; Justiniano dio un paso más alterando el calendario judío e interfiriendo en sus cultos. Incluso animó a los gobernantes bárbaros a que persiguieran a los judíos. Constantinopla tuvo un gueto mucho antes que las ciudades de Europa occidental.
Justiniano estaba más seguro si cabe de la legitimidad de hacer valer la autoridad imperial en los asuntos eclesiásticos, ya que (del mismo modo que Jacobo I de Inglaterra más tarde) era realmente aficionado a las controversias religiosas. A veces, las consecuencias fueron desgraciadas; tal actitud no hizo nada por renovar la lealtad al imperio de los nestorianos y de los monofisitas, herejes que se habían negado a aceptar las definiciones que sobre la relación precisa entre Dios Padre y Dios Hijo se establecieron en el 451 en el concilio de Calcedonia. Su teología importaba menos que el hecho de que sus principios simbólicos se identificaran cada vez más con importantes grupos lingüísticos y culturales. El imperio comenzó a crear focos de resistencia. El acoso a que se vieron sometidos los herejes intensificó el sentimiento separatista en algunas zonas de Egipto y Siria. En el primero, la Iglesia copta inició su propio camino en oposición a la ortodoxia a finales del siglo V, camino que siguieron los monofisitas, que fundaron una iglesia «jacobita». Ambas fueron fomentadas y apoyadas por los numerosos y entusiastas monjes de esos países. Algunas de estas sectas y comunidades tuvieron también importantes conexiones fuera del imperio, por lo que todo esto tuvo consecuencias para la política exterior. Los nestorianos hallaron refugio en Persia y, aunque no eran herejes, los judíos ejercieron especial influencia al otro lado de las fronteras; los judíos de Irak apoyaron los ataques persas contra el imperio, y los estados árabe-judíos del mar Rojo interfirieron las rutas comerciales hacia la India cuando se tomaron medidas hostiles contra los judíos en el imperio.
Las esperanzas de Justiniano de reunificar las iglesias occidental y oriental se verían frustradas pese a sus esfuerzos. Existía desde siempre una división potencial entre ambas debido a las diferentes matrices culturales en las que se había formado cada una de ellas. La Iglesia occidental nunca había aceptado la unión de la autoridad religiosa y la seglar, que fue el núcleo de la teoría política del imperio oriental; el imperio desaparecería igual que habían desaparecido otros (y la Biblia así lo decía), y sería la Iglesia la que prevalecería frente a las puertas del infierno. Ahora estas divergencias doctrinales cobraban mayor importancia, y las probabilidades de separación se hacían mayores debido al hundimiento de Occidente. Un Papa de Roma visitó a Justiniano, y el emperador habló de Roma como la «fuente del sacerdocio», pero, al final, las dos comunidades cristianas emprenderían su camino por separado y se enfrentarían después con violencia. La opinión del propio Justiniano en el sentido de que el emperador era la autoridad suprema, incluso en asuntos de doctrina, fue víctima de la intransigencia clerical de ambas partes.
De esto parece deducirse (aunque también por muchos otros de sus actos) que el auténtico logro de Justiniano no fue el que buscó y alcanzó temporalmente, el restablecimiento de la unidad imperial, sino otro bastante diferente: el allanamiento del camino hacia el desarrollo de una nueva civilización, la bizantina. Después de él, Bizancio fue una realidad, si bien no reconocida aún, que evolucionó separándose del mundo clásico hacia un estilo claramente relacionado con él, pero independiente, algo que facilitaron los sucesos contemporáneos tanto en la cultura occidental como en la oriental, centradas ahora, abrumadoramente, en las nuevas tendencias en la Iglesia. Con el tiempo, las divergencias religiosas de las iglesias de Oriente y Occidente se irían acentuando cada vez más.
Como ocurrió a menudo en la historia posterior, la Iglesia y sus dirigentes no reconocieron al principio ni dieron la bienvenida a la oportunidad que se presentaba en medio del desastre. Se identificaban con lo que se estaba hundiendo, lo cual era comprensible. El hundimiento del imperio era para ellos el hundimiento de la civilización; la Iglesia en Occidente era a menudo, salvo la autoridad municipal de las ciudades empobrecidas, la única superviviente institucional de la romanitas. Sus obispos eran hombres con experiencia en la administración, posiblemente con la misma preparación intelectual, como mínimo, que los notables locales, lo que les permitía resolver nuevos problemas. Una población semipagana les miraba con temor supersticioso y les atribuía un poder casi mágico. En muchos lugares, eran la última representación de la autoridad que quedó tras la marcha de los ejércitos imperiales y el derrumbamiento de la administración imperial, y eran hombres cultos en medio de una nueva clase gobernante inculta que ansiaba la seguridad de compartir la herencia clásica. Socialmente, a menudo procedían de familias importantes de provincias, lo que significaba que a veces eran grandes aristócratas y propietarios con recursos materiales para sostener su función espiritual. Naturalmente, se les confiaron nuevas tareas.
Y eso no fue todo. El final del mundo clásico también presenció el surgimiento de dos nuevas instituciones en la Iglesia occidental que servirían de salvavidas en los peligrosos rápidos que había entre una civilización que se había hundido y otra aún por nacer. La primera fue el monacato cristiano, fenómeno que apareció primero en Oriente. Hacia el 285, un copto, san Antonio, se retiró a vivir a una ermita en el desierto egipcio. Su ejemplo fue seguido por otros que meditaban, oraban y luchaban con los demonios o que mortificaban la carne con el ayuno y disciplinas más equívocas. Algunos se unieron en comunidades. En el siglo siguiente, esta nueva forma de espiritualidad se estableció en forma de comunidades en el Mediterráneo oriental y en Siria, desde donde la idea se difundió hacia Occidente, hasta la costa mediterránea francesa. En una sociedad que se derrumbaba como la de la Galia del siglo V, el ideal monástico de rendir culto y servir a Dios sin perturbaciones en la oración, dentro de la disciplina de una regla ascética, ejerció un enorme atractivo sobre muchos hombres y mujeres de intelecto y carácter. A través de él, podían asegurarse la salvación personal. Las comunidades atrajeron a muchos de buena familia que buscaban refugiarse de un mundo en pleno cambio. A su vez, críticos hostiles que añoraban el antiguo ideal romano de servicio al Estado les condenaron por eludir sus responsabilidades con la sociedad retirándose de ella. Tampoco fue siempre bien recibido por el clero algo que consideraba una deserción de algunos de los miembros más entusiastas de sus congregaciones. Pero muchos de los sacerdotes más importantes de la época fueron monjes, y la institución prosperó. Los terratenientes fundaron comunidades o donaron tierras a las existentes. Surgieron algunos escándalos, y sin duda hubo que llegar a muchos compromisos de principio en la resolución de conflictos con patronos y hombres poderosos.
Un monje italiano, del que poco sabemos salvo sus logros y que se creía que obraba milagros, encontraba escandaloso el estado monacal. Era san Benito, uno de los hombres más influyentes de la historia de la Iglesia. En el 529 fundó un monasterio en Montecassino, al sur de Italia, y lo dotó de una nueva regla que había recopilado tras examinar cuidadosamente todas las existentes y seleccionar entre ellas. Este documento, que tuvo una enorme trascendencia para el cristianismo occidental y, por tanto, para la civilización occidental, dirigía la atención del monje hacia la comunidad, cuyo abad tendría la autoridad absoluta. El propósito de la comunidad no era solo servir de semillero para el cultivo de la salvación de almas individuales, sino orar y vivir como un todo en el que cada monje aportaba su trabajo en el marco de una rutina ordenada de culto, oración y trabajo. Desde el individualismo del monacato tradicional, se forjó un nuevo instrumento humano que sería una de las armas del arsenal de la Iglesia.
San Benito no puso sus miras demasiado elevadas, y este fue uno de los secretos de su éxito; la Regla estaba al alcance de las capacidades del hombre corriente que amaba a Dios. Su éxito al juzgar la necesidad del hombre común quedó demostrado con su rápida difusión. Enseguida aparecieron monasterios benedictinos en todo Occidente, que se convirtieron en fuentes clave de misioneros y de enseñanza para la conversión de la Inglaterra y la Germania paganas. Al oeste, solo la Iglesia celta en su límite se aferró al modelo eremita, más antiguo, de la vida monacal.
Además de los monasterios benedictinos, el otro nuevo gran sostén de la Iglesia fue el papado. El prestigio de la sede de San Pedro y la legendaria tutela de los huesos del apóstol siempre dieron a Roma un lugar especial entre los obispados de la cristiandad. Era el único en Occidente que reivindicaba descender de uno de los apóstoles. Pero, en principio, tenía poco más que ofrecer; la Iglesia occidental era una rama joven, y las iglesias de Asia podían hacer valer sus vínculos más estrechos con la época de los apóstoles. Hacía falta algo más para que el papado comenzara su ascensión hacia la espléndida preeminencia que daría por supuesta el mundo medieval.
Para empezar, estaba la ciudad. Roma había sido durante siglos la capital del mundo, y para gran parte de él, eso había sido cierto. Sus obispos despachaban asuntos con el Senado y con el emperador, y la partida de la corte imperial solo hizo más evidente su importancia. La llegada a Italia de funcionarios extranjeros procedentes del imperio oriental hacia quienes los italianos sentían la misma antipatía que hacia los bárbaros, dirigió una nueva atención hacia el papado como foco de las lealtades italianas. Roma era, además, una sede rica, con un aparato de gobierno acorde con sus posesiones, y generaba una capacidad administrativa superior a todo lo que pudiera hallarse fuera de la propia administración imperial. Esta distinción brillaba con más claridad en tiempos turbulentos, cuando los bárbaros carecían de estas capacidades. La sede de Roma tenía los mejores archivos, que los apologistas papales explotaban ya en el siglo V. La postura papal, característicamente conservadora, de que no se estaban siguiendo nuevas rutas sino que se estaban defendiendo posiciones antiguas, ya estaba presente y era totalmente sincera; los papas no se consideraban conquistadores de un nuevo terreno ideológico o jurídico, sino unos hombres que trataban desesperadamente de mantener el pequeño punto de apoyo que ya había ganado la Iglesia.
Este era el marco en el que surgió el papado como una gran fuerza histórica. San León Magno fue, en el siglo V, el primer Papa bajo cuyo mandato fue claramente visible el nuevo poder del obispo de Roma. Un emperador declaró que las decisiones del Papa tenían rango de ley, y León Magno afirmó enérgicamente la doctrina de que los papas hablaban en nombre de san Pedro. Asumió el título de pontifex maximus que habían abandonado los emperadores. Se creía que su intervención, al visitar a Atila, había evitado el ataque de los hunos sobre Italia; los obispos de Occidente que hasta entonces se habían opuesto a la supremacía de Roma, se sintieron más proclives a aceptarla en un mundo revuelto por los bárbaros. Sin embargo, Roma seguía siendo parte de la Iglesia estatal de un imperio cuya religión Justiniano consideraba que estaba por encima de los intereses del emperador.
El Papa que reveló con mayor claridad el futuro papado medieval fue también el primer Papa que había sido monje. En san Gregorio Magno, cuyo papado duró desde el 590 hasta el 604, se unían así las dos grandes innovaciones institucionales de la Iglesia en sus comienzos. Gregorio era un hombre de Estado de gran perspicacia; aristócrata romano, leal al imperio y respetuoso con el emperador, fue, sin embargo, el primer Papa que aceptó plenamente la Europa bárbara en la que reinó; su pontificado revela por fin una ruptura total con el mundo clásico. Consideró deber suyo la primera gran campaña misionera, uno de cuyos objetivos fue la Inglaterra pagana, adonde envió a Agustín de Canterbury en el 596. Combatió la herejía arriana y acogió complacido la conversión de los visigodos al catolicismo. Tenía tanta relación con los reyes germanos como con el emperador, en cuyo nombre afirmaba actuar, pero fue también el oponente más valiente de los lombardos, contra quienes pidió la ayuda tanto del emperador como, lo que es más significativo, de los francos. Pero los lombardos también convirtieron al Papa, por necesidad, en un poder político. No solo le separaron del representante imperial en Rávena, sino que le obligaron a negociar con ellos cuando llegaron hasta las murallas de Roma. Al igual que otros obispos de Occidente que heredaron la autoridad civil, el Papa tenía que alimentar su ciudad y gobernarla. Poco a poco, los italianos llegaron a considerar al Papa el sucesor de Roma, además del de san Pedro.
En san Gregorio Magno se unieron la herencia clásica-romana y la cristiana; representó algo nuevo, aunque difícilmente él mismo lo hubiera visto así. El cristianismo había sido parte de la herencia clásica, pero ahora se apartaba de gran parte de ella y se volvía distinta. Es significativo que san Gregorio Magno no hablara griego, ni sintiera la necesidad de hacerlo. Ya habían aparecido señales de transformación en las relaciones de la Iglesia con los bárbaros. Con Gregorio, uno de los focos de esta historia era por fin Europa, y no la cuenca del Mediterráneo. Ya se habían sembrado en ella las semillas del futuro, aunque no de un futuro próximo; para la mayoría de los habitantes del mundo, la existencia de Europa durante los siguientes mil años aproximadamente fue casi irrelevante. Pero por fin puede discernirse una Europa, por muy distinta que fuera de la que llegaría a ser algún día.
También era decididamente diferente del pasado. La vida ordenada, culta y pausada de las provincias romanas había dado paso a una sociedad fragmentada que tenía, acampadas en ella, a una aristocracia de soldados y sus tribus, integradas a veces con los habitantes anteriores, y a veces no. Sus jefes se hacían llamar reyes y sin duda ya no eran solo jefes, al igual que sus seguidores, después de casi dos siglos de relación con lo que Roma había dejado, ya no eran solo bárbaros. Fue en el 550 cuando un rey bárbaro —un godo— se representó por primera vez en sus monedas engalanado con las insignias imperiales. A través de la huella que dejaron en su imaginación los restos de una cultura superior, a través de la eficacia de la idea de la propia Roma y, sobre todo, a través del trabajo consciente e inconsciente de la Iglesia, estos pueblos caminaban hacia la civilización, y su arte así lo atestigua.
Por lo que respecta a la cultura formal, los bárbaros no aportaron nada comparable con la Antigüedad. No hubo ninguna contribución bárbara al intelecto civilizado. Pero, en niveles menos formales, el tráfico cultural no se producía solo en una dirección. No debemos subestimar hasta qué punto el cristianismo, o al menos la Iglesia, seguía siendo una forma flexible. El cristianismo tuvo que discurrir en todas partes por los cauces existentes, y estos estaban formados por capas de paganismo: germánico sobre romano sobre celta. La conversión de un rey como Clodoveo no significó que su pueblo se adhiriera enseguida, ni siquiera formalmente, al cristianismo; algunos bárbaros siguieron siendo paganos durante generaciones, como muestran sus tumbas. Pero este conservadurismo ofreció oportunidades además de obstáculos. La Iglesia pudo utilizar la creencia en la magia popular, o la existencia de un lugar sagrado que podía asociar a un santo con dioses seculares del campo y del bosque. Los milagros, cuyo conocimiento se propagaba con asiduidad en las vidas de santos que se leían en voz alta a quienes peregrinaban a sus santuarios, eran los argumentos persuasivos de la época. La gente estaba acostumbrada a las intervenciones mágicas de los antiguos dioses celtas o a las manifestaciones del poder de Wotan (Odín). Para la mayoría de los hombres y mujeres, pues, al igual que durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el papel de la religión no era el de ofrecer una orientación moral o una penetración espiritual, sino propiciar las fuerzas invisibles. Solo en el caso de los sacrificios de sangre, el cristianismo trazó la línea que lo separaba sin ambigüedad del pasado pagano; gran parte de las restantes prácticas y reminiscencias paganas se cristianizaron sin más.
Se ha considerado a menudo que el proceso merced al que esto se produjo fue de declive, y sin duda hay argumentos razonables para respaldar esta opinión. En términos materiales, la Europa de los bárbaros era un lugar más pobre económicamente que el imperio de los Antoninos; en toda Europa, los turistas siguen contemplando con asombro los monumentos de los constructores de Roma, de la misma forma en que los debieron de contemplar nuestros antepasados bárbaros. Pero de esta confusión surgiría, en su momento, algo bastante nuevo e infinitamente más creativo que Roma. Quizá era imposible que sus contemporáneos vieran lo que estaba sucediendo en otros términos que los apocalípticos. Pero puede que algunos vieran un poco más allá, como sugieren las preocupaciones de san Gregorio.