Si la contribución de Grecia a la civilización fue ante todo mental y espiritual, la de Roma fue estructural y práctica; su esencia era el propio imperio. Si bien ningún hombre encarna un imperio, ni siquiera el gran Alejandro Magno, la naturaleza y el gobierno del imperio romano fueron, hasta un grado asombroso, creación de un solo hombre de capacidad sobresaliente: Octaviano, sobrino nieto de Julio César, a quien este adoptó como heredero. Octaviano sería conocido posteriormente como César Augusto. Toda una era recibe su nombre de él, que legó así un adjetivo a la posteridad. A veces se tiene la sensación de que inventó casi todo lo que caracterizó a la Roma imperial, desde la nueva guardia pretoriana, que fue la primera fuerza militar con guarnición permanente en la capital, hasta los impuestos que gravaban a los solteros. Uno de los motivos de esta impresión (aunque solo uno) es que César Augusto fue un maestro de las relaciones públicas; es significativo que nos hayan llegado más representaciones de su efigie que de ningún otro emperador romano.
Aunque perteneciente a los César, Octaviano procedía de una rama más joven de la familia. De Julio (a quien sucedió a los dieciocho años) heredó las conexiones aristocráticas, una gran riqueza y el respaldo del ejército. Durante un tiempo colaboró con uno de los hombres de confianza de César, Marco Antonio, en una feroz serie de proscripciones dirigidas a destruir al grupo que había asesinado al gran dictador. Luego, la partida de Marco Antonio a conseguir victorias en Oriente, sus fracasos y su imprudente matrimonio con Cleopatra, que había sido amante de Julio César, brindaron nuevas oportunidades para Octaviano. Combatió en nombre de la república contra la amenaza de que Marco Antonio regresara como cónsul llevando la monarquía oriental en su equipaje. A la victoria de Actium (31 a.C.) le siguieron los legendarios suicidios de Marco Antonio y Cleopatra; la dinastía de los Ptolomeos llegó a su fin, y Egipto fue anexionado también como provincia romana.
La anexión de Egipto señaló el final de la guerra civil. Octaviano volvió para convertirse en cónsul. Tenía todas las cartas en la mano y, prudentemente, se abstuvo de jugarlas, dejando que sus oponentes reconocieran su fuerza. En el año 27 a.C. realizó lo que denominó una «restauración republicana», con el apoyo de un Senado a cuyos miembros republicanos, purgados y debilitados por la guerra civil y la proscripción, hizo aceptar su supremacía real gracias al cuidadoso respeto de las formas. Restableció así la realidad del poder de su tío abuelo tras una fachada de virtud republicana. Fue imperator solo como jefe de las tropas de las provincias fronterizas, aunque ahí era donde estaba el grueso de las legiones. Cuando los viejos soldados de sus ejércitos y de los de su tío abuelo regresaban para retirarse, los establecía debidamente en pequeñas propiedades, con lo que obtenía su agradecimiento. Su mandato como cónsul se prolongó un año tras otro, y en el 27 a.C. recibió el título honorífico de Augusto, nombre con el que es recordado. En Roma, sin embargo, se le llamaba formal y habitualmente por su apellido o bien princeps, «primer ciudadano». Con el paso de los años, el poder de Augusto creció aún más. El Senado le concedió el derecho a intervenir en las provincias gobernadas formalmente por dicho órgano (es decir, en aquellas donde no era necesario mantener un ejército acuartelado). Se le concedió la potestad tribunicia. Su especial posición se realzó y se formalizó con un nuevo reconocimiento de su estado o dignitas, como lo llamaban los romanos; tras su dimisión del cargo anterior en el 23 a.C., se sentó entre los dos cónsules, y sus asuntos tenían preferencia en la agenda del Senado. Por último, en el 12 a.C., se convirtió en pontifex maximus, jefe del culto oficial, como lo había sido su tío abuelo. Se mantuvieron las formas de la república, con sus elecciones populares y al Senado, pero Augusto decía a quién había que elegir.
La realidad política que se ocultaba tras la supremacía de Augusto era el ascenso al poder, dentro de la clase dominante, de los hombres que debían su posición a la familia de los César. Pero las nuevas élites no podían comportarse como las antiguas. El despotismo benévolo de Augusto regularizó la administración provincial y el ejército, poniéndolos en manos obedientes y asalariadas. La restauración consciente de la tradición y de las fiestas republicanas cumplió también su función. El gobierno de Augusto estaba fuertemente teñido de preocupación por el renacimiento moral; para algunos, las virtudes de la antigua Roma parecían revivir. Ovidio, poeta del placer y del amor, fue desterrado al mar Negro con la excusa de un escándalo sexual que afectó marginalmente a la familia imperial. Si a esta austeridad oficial se añaden la paz que caracterizó a la mayor parte del reinado y los grandes y visibles monumentos de los arquitectos e ingenieros romanos, la fama de la era de Augusto difícilmente sorprende. Tras su muerte, en el 14 d.C., Augusto fue deificado al igual que lo había sido Julio César.
Augusto trató de que le sucediera un miembro de su familia. Aunque respetaba las formas republicanas (y estas perdurarían con notable tenacidad), Roma era una monarquía de hecho, de lo que dio buena prueba la sucesión de cinco miembros de la misma familia. Augusto solo tuvo una hija; su sucesor inmediato fue su yerno Tiberio, uno de los tres maridos de su hija, a quien adoptó. El último de sus descendientes en el trono fue Nerón, que murió en el año 68.
Los gobernantes del mundo clásico no tenían por lo general una vida fácil. Algunos emperadores romanos instalaron grandes espejos en las esquinas de los pasillos de sus palacios para impedir que les acecharan posibles asesinos. El propio Tiberio puede que no falleciera de muerte natural, destino que de hecho no tuvo ninguno de sus cuatro sucesores. Este dato es significativo y muestra la debilidad inherente del legado de Augusto. Aún había sitio para las puyas de un Senado que formalmente seguía nombrando al primer magistrado, y siempre cabían la intriga y las camarillas en torno a la corte y a la familia imperial. Pero el Senado nunca pudo esperar recuperar su autoridad, ya que la base última del poder era siempre militar. Si había confusión e indecisión en el centro, eran los soldados quienes decidían. Esto fue lo que ocurrió en la primera gran guerra civil que sacudió al imperio, en el año de los cuatro emperadores, el 69, de la que surgió Vespasiano, proclamado por las legiones de Oriente, nieto de un centurión y sin ninguna relación con la aristocracia. Vespasiano renovó sus equipos dirigentes, senatoriales y ecuestres, mejoró la disciplina militar y redujo los efectivos de la guardia pretoriana. Las grandes familias romanas habían perdido la primera magistratura.
Esta dinastía advenediza llegó a su fin cuando el hijo menor de Vespasiano fue asesinado en el año 96. Su sustituto fue un anciano senador, Nerva, que resolvió el problema de la sucesión frustrando los intentos de asegurar una continuidad dinástica natural. En su lugar, institucionalizó la práctica de la adopción a la que se había visto empujado Augusto. El resultado fue una sucesión de cuatro emperadores, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio, que dieron al imperio un siglo de buen gobierno que recibe el nombre (por el tercero de ellos) de «era de los Antoninos». Todos ellos procedían de familias con raíces en las provincias; fueron la prueba de hasta qué punto el imperio era una realidad cosmopolita, el marco del mundo posthelenístico de Occidente, y no propiedad exclusiva de los nacidos en Italia. La adopción facilitó la elección de candidatos sobre los que podían estar de acuerdo el ejército, las provincias y el Senado, pero esta edad de oro llegó a su fin con el retorno al principio hereditario que conllevó la sucesión de Cómodo, hijo de Marco Aurelio. Cómodo murió asesinado en el año 192, al que le siguió un nuevo año 69 cuando, al siguiente, hubo de nuevo cuatro emperadores, cada uno de ellos aclamado por su propio ejército. Finalmente prevaleció el ejército de Iliria, que impuso a un general africano. Otros emperadores posteriores serían también propuestos por los soldados; iban a llegar malos tiempos.
Los emperadores gobernaban entonces un territorio mucho mayor que el que había gobernado Augusto. En el norte, Julio César había realizado incursiones de reconocimiento en Gran Bretaña y Germania, pero había dejado la Galia, con el canal de la Mancha y el Rin como fronteras. Augusto presionó hacia Germania, y también Danubio arriba, desde el sur. El Danubio se convirtió finalmente en la frontera del imperio, pero las incursiones al otro lado del Rin tuvieron menos éxito y la frontera no se estabilizó en el Elba, como había esperado Augusto. Por el contrario, la confianza de Roma sufrió un grave revés en el año 9, cuando las tribus teutónicas dirigidas por Arminio (a quien los alemanes consideraron posteriormente un héroe nacional) destruyeron tres legiones. Nunca se recuperaron el terreno ni las legiones, ya que su número se creía de tan mal agüero que jamás volvieron a figurar en las listas del ejército. Ocho de ellas siguieron estacionadas a lo largo del Rin, la parte de la frontera mejor guardada debido a los peligros que había tras ella.
En otras regiones, el dominio de Roma siguió avanzando. En el año 43, Claudio comenzó la conquista de Gran Bretaña, que alcanzó su límite extremo más duradero cuando, unos ochenta años después, se construyó la muralla de Adriano, que servía en el norte de verdadera frontera. En el 42, Mauritania se había convertido en provincia romana. En el este, Trajano conquistó Dacia, la posterior Rumanía, en el 105, pero esto ocurrió más de un siglo y medio después de que se iniciara en Asia una disputa que resultaría duradera.
Roma se había enfrentado a Partia en el Éufrates, en las campañas realizadas por el ejército de Sila en el 92 a.C. No sucedió nada importante hasta treinta años después, cuando los ejércitos romanos comenzaron a avanzar hacia Armenia. Allí se superponían dos esferas de influencia, y Pompeyo tuvo que arbitrar en una ocasión entre los reyes armenio y parto en un conflicto de fronteras. Más tarde, en el 54 a.C., el político romano Craso inició la invasión de Partia por el Éufrates. En unas semanas, Craso perdió la vida y un ejército romano de 4.000 hombres quedó destruido. Fue uno de los peores desastres militares de la historia de Roma. Evidentemente, había un nuevo gran poder en Asia. Para entonces, el ejército parto tenía excelentes arqueros montados, así como una caballería pesada de calidad inigualada, los catafractos, jinetes que iban vestidos con una cota de malla, al igual que sus caballos, y que atacaban con una pesada lanza. La fama de sus grandes caballos provocó incluso la envidia de los lejanos chinos.
Tras estos hechos, la frontera oriental del Éufrates permanecería sin cambios durante un siglo, pero los partos no se granjearon la amistad de Roma al intervenir en la política de la guerra civil, hostigando a Siria y fomentando el descontento entre los judíos de Palestina. Marco Antonio, desacreditado y en peligro, tuvo que retirarse a Armenia, después de perder a 35.000 hombres en una desastrosa campaña contra ellos. Pero Partia sufría también divisiones internas, y en el 20 a.C. Augusto pudo conseguir la devolución de los estandartes romanos arrebatados a Craso y, lleno de gratitud, descartó toda necesidad de atacar Partia por motivos de honor. Pero la posibilidad de un nuevo conflicto persistió, debido tanto a la susceptibilidad con que ambas potencias consideraban a Armenia como a la inestabilidad de la política dinástica de Partia. El emperador Trajano conquistó la capital parta de Ctesifonte y siguió combatiendo hasta el golfo Pérsico, pero su sucesor Adriano, más prudente, se reconcilió con los partos devolviéndoles muchas de las conquistas de Trajano.
Los romanos alardeaban de que todos sus nuevos súbditos se beneficiaban de la extensión de la Pax Romana, la paz imperial que eliminaba la amenaza de incursiones bárbaras o de disputas internacionales. Aunque esta afirmación ha de matizarse con el reconocimiento de la violencia con que muchos súbditos se resistieron al dominio romano y del derramamiento de sangre que costó, hay algo de cierto en ella. Dentro de las fronteras había un orden y una paz sin precedentes. En algunos lugares, esto cambió para siempre las formas de poblamiento, a medida que se fundaban nuevas ciudades en Oriente o que los descendientes de los soldados de César se establecían en nuevas colonias militares en la Galia. A veces ello tuvo consecuencias de mayor alcance aún. La fijación permanente de la frontera del Rin afectó a la historia de Europa por su división de los pueblos germánicos. Mientras tanto, en todas partes, a medida que la situación se normalizaba, se producía una romanización gradual de los notables locales, a quienes se animaba a compartir una civilización común cuya difusión facilitaba la nueva rapidez de las comunicaciones gracias a las calzadas, cuyo principal fin era el desplazamiento de las legiones. Napoleón no pudo desplazar a sus mensajeros desde París a Roma más rápido de lo que lo hicieron los emperadores del siglo I.
El imperio ocupaba una enorme superficie y exigía la solución de problemas de gobierno a los que nunca se habían enfrentado los griegos ni habían resuelto los persas. Apareció una burocracia compleja, con un notable ámbito de competencia. Por citar solo un pequeño ejemplo, los expedientes de todos los oficiales con rango de centurión y superior (por así decir, de jefe de compañía para arriba) estaban centralizados en Roma. El cuerpo de funcionarios civiles provinciales era el armazón administrativo, que en más de un lugar dependía en la práctica del ejército, que hacía mucho más que combatir. A la burocracia se la controlaba con objetivos muy limitados. Estos eran sobre todo de índole fiscal; si recaudaba impuestos, Roma no deseaba interferir de otra forma en el funcionamiento de las costumbres locales. Roma era tolerante, y proporcionaría el marco dentro del cual el ejemplo de su civilización apartaría a los bárbaros de sus costumbres autóctonas. La reforma de los administradores había comenzado con Augusto. El Senado seguía nombrando muchos cargos con una periodicidad anual, pero los legati (delegados) del emperador que actuaban en su nombre en las provincias fronterizas, ejercían el cargo conforme a sus deseos. Todo apunta a que, con independencia de los medios con que se alcanzó, la administración logró una notable mejora durante el imperio, en comparación con la corrupción del último siglo de la república. Estaba mucho más centralizada e integrada que el sistema persa de satrapías.
La cooperación de los súbditos se obtenía mediante un señuelo. La república primero, y luego el imperio, se habían extendido concediendo la ciudadanía a un número cada vez mayor de súbditos de Roma. Era un privilegio importante; entre otras cosas, como nos recuerdan los Hechos de los Apóstoles, conllevaba el derecho a apelar las sentencias de los tribunales locales ante el emperador, en Roma. De la concesión de la ciudadanía podía depender la obtención de las lealtades de los notables locales; con el paso de los siglos, un número creciente de no romanos fueron miembros del Senado y vivieron en Roma. Finalmente, en el año 212, se concedió la ciudadanía a todos los súbditos libres del imperio.
Este último hecho es un destacado ejemplo de la capacidad de asimilación romana. El imperio y la civilización que este llevaba eran claramente cosmopolitas. El marco administrativo contenía una variedad asombrosa de contrastes y diversidades, conjugadas no por un despotismo imperial ejercido por una élite romana o una burocracia profesional, sino por un sistema constitucional que absorbió a las élites locales y las romanizó. Desde el siglo I, el propio Senado vio decrecer el número de miembros de ascendencia italiana. La tolerancia romana al respecto se difundió entre otros pueblos. El imperio no fue nunca una unidad racial cuyas jerarquías estuvieran vetadas a los no italianos. Solo uno de sus pueblos, el judío, tenía ideas muy fijas sobre el mantenimiento de su distinción dentro del imperio, y esa distinción se basaba en la religión.
La civilización helenística ya había logrado una notable mezcla de Oriente y Occidente; ahora Roma continuaba el proceso en un territorio más extenso aún. El elemento más evidente del nuevo cosmopolitismo era, de hecho, el griego, ya que los propios romanos se beneficiaron en gran medida de la herencia griega, aunque fue con los griegos de la era helenística con los que se sintieron más cómodos. Todos los romanos cultos eran bilingües, lo que da fe de la tradición en la que se inspiraban. El latín era la lengua oficial y siempre fue la del ejército; se hablaba en la mayor parte de Occidente y, a juzgar por los documentos militares, el nivel de alfabetización era elevado. El griego era la lengua franca en las provincias orientales, donde lo hablaban todos los funcionarios y comerciantes, y se empleaba en los tribunales si así lo deseaban los litigantes. Los romanos cultos aprendían a leer los clásicos griegos y de ellos sacaban sus modelos; la creación de una literatura que pudiera sostenerse en pie de igualdad con la más antigua fue la loable ambición de la mayoría de los escritores romanos. En el siglo I, cuando más se aproximaron a esta meta, la confluencia del logro cultural y el imperial sobresale en Virgilio, el renovador consciente de la tradición épica, que fue al mismo tiempo el poeta de la misión imperial.
Puede que esto explique en parte la peculiar atmósfera de la cultura romana. Quizá sea la evidencia y omnipresencia del legado griego lo que la priva en gran parte del aire de novedad. El peso de esta herencia estaba acentuado por la preocupación, estática y conservadora, de los pensadores romanos, cuya atención absorbían casi exclusivamente dos focos: el legado griego y las tradiciones morales y políticas de la república. Ambos perduraron, curiosa y, en cierto modo, artificialmente, en un entorno material en el que cada vez encajaban menos. La educación formal cambió poco en la práctica y en su contenido a lo largo de los siglos; por ejemplo, Tito Livio, el gran historiador romano, trató de nuevo de resucitar las virtudes republicanas en su historia, pero sin criticarlas ni reinterpretarlas. Aun cuando la civilización romana era irreversiblemente urbana, seguían celebrándose las virtudes (casi extintas) del campesino independiente, y los romanos ricos anhelaban (decían) abandonarlo todo por la vida sencilla del campo. La escultura romana solo repitió lo que los griegos ya habían hecho mejor, y las filosofías de Roma eran también griegas. El epicureísmo y el estoicismo ocupaban el centro del escenario; el neoplatonismo era innovador, pero procedía de Oriente, al igual que los misterios, religiones que finalmente proporcionaron a los hombres y a las mujeres de Roma lo que su cultura no podía darles.
Los romanos solo fueron grandes creadores en dos campos prácticos: en el derecho y en la ingeniería. Los logros de los juristas fueron relativamente tardíos; hasta los siglos II y III, los jurisconsultos no comenzaron a reunir los comentarios que constituirían un legado tan valioso para el futuro cuando los códices pasaron a la Europa medieval. En la ingeniería —y los romanos no la distinguían de la arquitectura—, la calidad de sus obras impresiona de inmediato. Fue una fuente de orgullo para los romanos y una de las pocas cosas en las que estaban seguros de que habían superado a los griegos. Se basaba en la mano de obra barata; en Roma eran los esclavos, y en las provincias, a menudo eran las legiones desocupadas de las guarniciones las que en tiempos de paz llevaron a cabo las grandes obras de ingeniería hidráulica y construyeron puentes y carreteras. Pero intervinieron más factores aparte de los materiales. Los romanos fueron en realidad los primeros al oeste del Indo en unir el arte en la planificación urbanística y la destreza administrativa, y su invención del hormigón y de la cúpula abovedada revolucionó las formas de los edificios. Por primera vez, los interiores de los edificios fueron algo más que una serie de superficies para la decoración. Los volúmenes y la iluminación se convirtieron en parte del objeto de la arquitectura; las basílicas cristianas posteriores fueron las primeras grandes manifestaciones de una nueva preocupación por los espacios interiores de los edificios.
El talento técnico romano dejó su huella en una zona que se extiende desde el mar Negro al este hasta la muralla de Adriano en el norte y las montañas del Atlas al sur. La capital, naturalmente, contenía algunas de las reliquias más espectaculares. Allí, el esplendor del imperio se expresaba en una riqueza de los acabados y de la decoración que no se alcanzó en ningún otro lugar. Cuando los revestimientos de mármol estaban intactos, y la pintura y las molduras de estuco rompían la monotonía de la masa de piedra desnuda, Roma debía de estimular la imaginación como antes lo hiciera Babilonia. Había en ello una ostentación que le confería también cierta vulgaridad, y en esto tampoco es difícil percibir la diferencia de calidad entre Roma y Grecia; la civilización romana exhibe una rudeza y un prosaísmo patentes hasta en sus mayores monumentos.
El materialismo romano no era, en parte, más que la expresión de las realidades sociales en las que se basaba el imperio; Roma, al igual que todo el mundo antiguo, se construyó sobre una gran división entre ricos y pobres, y en la capital esta división era un abismo que no se ocultaba, sino que se expresaba conscientemente. Los contrastes de riqueza eran flagrantes en la diferencia entre la suntuosidad de las casas de los nuevos ricos, que recibían las rentas del imperio y que recurrían a los servicios de quizá decenas de esclavos en la ciudad y de cientos en las haciendas que les mantenían, y los hormigueros donde vivía el proletariado romano. Los romanos no tenían ninguna dificultad en aceptar estas divisiones como parte del orden natural; a este respecto, pocas civilizaciones se han preocupado por ello antes que la nuestra, aunque menos aún las mostraron de forma tan patente como la Roma imperial. Por desgracia, aunque fáciles de reconocer, las realidades de la riqueza en Roma siguen estando curiosamente ocultas para los historiadores, y solo conocemos con cierto detalle las finanzas de un senador, Plinio el Joven.
El modelo romano se reflejaba en todas las grandes ciudades del imperio. Era fundamental para la civilización que Roma sostenía en todas partes. Las ciudades de provincias eran como islas de cultura grecorromana en medio del panorama rural propio de los pueblos dominados. Salvo por las diferencias climáticas, reflejaban un modelo de vida de notable uniformidad y mostraban las prioridades romanas. Cada ciudad tenía un foro, templos, un teatro y baños, ya fuera añadidos a las ciudades antiguas o construidos como parte del plan básico de las refundadas. Se adoptaron planos regulares en forma de cuadrícula. El gobierno de las ciudades estaba en manos de los jefes locales, los curiales o «padres de la ciudad», que al menos hasta la época de Trajano disfrutaron de una gran independencia en la dirección de los asuntos municipales, aunque posteriormente se les impuso una supervisión más estrecha. Algunas de estas ciudades, como Alejandría, Antioquía o Cartago (que los romanos refundaron), alcanzaron un gran tamaño. La mayor de todas era la propia Roma, que llegó a tener más de un millón de habitantes.
En esta civilización, la omnipresencia del anfiteatro es un recordatorio permanente de la brutalidad y tosquedad de que era capaz. Tan importante es no sacarlo de su contexto como no inferir demasiadas cosas sobre la «decadencia» a partir de las tan citadas obras de los supuestos reformadores morales. Una desventaja de la que ha sido víctima la reputación de la civilización romana, es que esta es una de las escasas épocas anteriores a la moderna de cuya mentalidad popular conocemos muchos aspectos a través de sus diversiones, ya que los combates de gladiadores y los espectáculos con animales salvajes eran sin duda la diversión de las masas, de un modo en que el teatro griego no lo era. En cualquier época, es difícil que la diversión popular sea edificante para los más sensibles, y los romanos institucionalizaron sus aspectos menos atractivos construyendo grandes centros para sus espectáculos y permitiendo que la industria de la diversión de masas se utilizara como instrumento político; la organización de juegos espectaculares era una de las formas en que un hombre rico podía hacer que su riqueza le asegurara el ascenso político. Sin embargo, si tenemos en cuenta que no podemos saber, por ejemplo, cómo se divertían las masas en Egipto o en Asiria, nos quedamos solo con el espectáculo de los gladiadores; una explotación de la crueldad como espectáculo a una escala sin precedentes, que no tuvo rival hasta la llegada del cine, ya en el siglo XX. Su existencia fue posible gracias a la urbanización de la cultura romana, que pudo aportar más audiencias multitudinarias que nunca. Las raíces últimas de los «juegos» eran etruscas, pero su desarrollo derivó de una nueva escala de urbanismo y de las exigencias de la política romana.
Otro aspecto de la brutalidad arraigada en la sociedad romana no tenía, desde luego, nada de único: la omnipresencia de la esclavitud. Al igual que en la sociedad griega, la esclavitud era tan variada que no cabe resumirla en una generalización. Muchos esclavos ganaban un salario, algunos compraban su libertad y todos tenían derechos reconocidos por ley. El crecimiento de las grandes haciendas agrícolas, es cierto, proporcionó ejemplos de una nueva intensificación de la esclavitud en el siglo I aproximadamente, pero sería difícil decir que la esclavitud romana fue peor que la de otras sociedades antiguas. Fueron muy atípicos quienes se cuestionaron la institución; los moralistas se resignaron a tener esclavos con la misma facilidad con que lo hicieron después los cristianos.
Gran parte de lo que conocemos sobre la mentalidad popular antes de la época moderna lo sabemos gracias a la religión. La religión era una parte muy evidente de la vida romana, pero esto puede resultar engañoso si pensamos en términos modernos. No tenía nada que ver con la salvación individual y no demasiado con la conducta individual; era, sobre todo, un asunto público. Era parte de la res publica, una serie de rituales cuyo mantenimiento era bueno para el Estado, y cuyo descuido podía merecer el castigo. No existía una casta sacerdotal separada de los demás hombres (si excluimos a uno o dos supervivientes arcaicos en los templos de unos cuantos cultos especiales), y las funciones sacerdotales eran tarea de los magistrados, que hallaban en el sacerdocio un medio útil de influencia social y política. Tampoco había un credo ni dogmas. Lo único que se exigía a los romanos eran las ceremonias y los rituales prescritos, que debían realizarse de la forma acostumbrada; para los proletarios, esto no significaba más que no debían trabajar en día de fiesta. Las autoridades civiles eran las responsables en todas partes de los ritos, así como del mantenimiento de los templos. Los cultos tenían una finalidad sobre todo práctica; Tito Livio habla de un cónsul que decía que los dioses «miran con benevolencia la práctica escrupulosa de los ritos religiosos que han llevado a nuestro país a su cúspide». Los hombres sentían genuinamente que la paz de Augusto era la pax deorum, una recompensa divina por respetar debidamente a los dioses que Augusto había reafirmado. De un modo algo más cínico, Cicerón había señalado que los dioses eran necesarios para evitar el caos en la sociedad. Esto, si bien diferente, era también una expresión del enfoque práctico de los romanos hacia la religión. No era hipócrita ni incrédulo; el recurso a los adivinos para la interpretación de augurios y la aceptación de las decisiones de los augures sobre actos importantes de la política, podrían demostrarlo por sí solos. Pero carecía de misterios y era prosaica en su interpretación de los cultos oficiales.
El contenido de los cultos oficiales era una mezcla de la mitología griega y de las fiestas y ritos derivados de las prácticas primitivas romanas, y, por tanto, estaban fuertemente marcados por las preocupaciones agrícolas. Una de las que sobrevivió para revestirse con los símbolos de otra religión fue la Saturnalia de diciembre, que seguimos celebrando como la Navidad. Pero la religión que practicaban los romanos iba mucho más allá de los ritos oficiales. Las características más sobresalientes del enfoque romano de la religión eran su eclecticismo y cosmopolitismo. En el imperio cabían todo tipo de creencias, siempre que no contravinieran el orden público o inhibieran la adhesión a las prácticas oficiales. En su mayoría, los campesinos de todo el imperio se aferraban a las supersticiones eternas de sus cultos locales ligados a la naturaleza, los habitantes urbanos adoptaban de vez en cuando una nueva moda, y los romanos más cultos profesaban cierta aceptación del panteón clásico de los dioses griegos y estaban al frente del pueblo en las prácticas oficiales. Cada clan y cada familia, por último, ofrecía sacrificios a su propio dios mediante rituales especiales y adecuados en los grandes momentos de la vida humana: el nacimiento, el matrimonio, la enfermedad y la muerte. Cada familia tenía su altar y cada esquina, su ídolo.
Con Augusto, hubo un intento deliberado de revitalizar las creencias antiguas, algo erosionadas por el estrechamiento de las relaciones con el Oriente helenístico, y sobre las que algunos escépticos se habían manifestado con ironía ya en el siglo II a.C. A partir de Augusto, los emperadores siempre desempeñaron el cargo de sumo sacerdote (pontifex maximus), uniendo así la primacía política y la religiosa en una misma persona, lo que inició la importancia creciente y la definición del propio culto imperial. Este culto se adecuaba bien al conservadurismo innato de los romanos, a su respeto por las costumbres de sus antepasados. El culto imperial vinculaba el respeto por los patronos tradicionales, el apaciguamiento o la invocación de las deidades familiares y la conmemoración de los grandes hombres y acontecimientos, con las ideas sobre el carácter divino del trono procedentes de Oriente, de Asia, donde se erigieron los primeros altares a Roma o al Senado, y donde pronto se reasignaron al emperador. El culto se difundió por todo el imperio, aunque hasta el siglo III la práctica no fue del todo respetable en la propia Roma, donde estaba muy arraigado el sentimiento republicano. Pero, aun allí, las tensiones del imperio habían favorecido ya un renacimiento de la piedad oficial que benefició al culto imperial.
La deificación de los gobernantes no fue lo único que llegó de Oriente. Hacia el siglo II, es prácticamente imposible distinguir la tradición religiosa romana pura de otras tradiciones dentro del imperio. El panteón romano, como el griego, quedó absorbido de forma casi indistinguible por una masa de creencias y cultos, de límites difuminados y fluidos, que fusionaba imperceptiblemente un ámbito de experiencia que iba desde la pura magia al monoteísmo filosófico popularizado por los filósofos estoicos. El mundo intelectual y religioso del imperio era omnívoro, crédulo y profundamente irracional. Es importante no dejarnos engañar al respecto por el visible sentido práctico de la mentalidad romana; los hombres prácticos son a menudo supersticiosos. Tampoco la herencia griega se entendió de una forma totalmente racional; el siglo I a.C. consideraba a sus filósofos unos hombres inspirados, unos santos cuyas enseñanzas místicas eran la parte de sus obras que se estudiaba con más afán, e incluso la civilización griega se había erigido siempre sobre una amplia base de superstición popular y de prácticas y cultos locales. Los dioses tribales llenaban todo el mundo romano.
Todo esto se reduce a un alto grado de crítica práctica de las antiguas costumbres romanas. Obviamente, ya no era suficiente para una civilización urbana, por superiores que fueran en número los campesinos sobre los que se basaba. Muchas de las fiestas tradicionales eran pastoriles o agrícolas en su origen, pero a veces se olvidaba hasta al dios invocado. Los habitantes de las ciudades necesitaban algo más que la piedad en un mundo cada vez más complejo. Los hombres se asían desesperadamente a todo lo que pudiera dar sentido al mundo y cierto grado de control sobre él, lo que benefició a las viejas supersticiones y a las nuevas modas. Prueba de ello es la atracción que ejercían los dioses egipcios, cuyos cultos inundaron todo el imperio a medida que su seguridad creciente facilitaba los viajes y los intercambios (que incluso fomentó un emperador libio, Septimio Severo). Un mundo civilizado de mayor complejidad y unidad que ningún otro anterior, albergaba al mismo tiempo una religiosidad creciente y una curiosidad casi sin límites. Se dice que uno de los últimos grandes maestros de la Antigüedad pagana, Apolonio de Tiana, vivió y estudió con los brahmanes de la India. Los hombres buscaban nuevos salvadores mucho antes de que apareciera uno en el siglo I.
Otro síntoma de la influencia oriental fue la popularización de los misterios, cultos que se basaban en la transmisión de virtudes y poderes especiales a los iniciados a través de ritos secretos. El culto de sacrificio a Mitra, un dios menor de la religión de Zoroastro, apoyado especialmente por los soldados, era uno de los más famosos. Casi todos los misterios reflejaban la impaciencia con las limitaciones del mundo material, un pesimismo extremo acerca de él y una preocupación por la muerte (y quizá una promesa de supervivencia después de ella). En esto radicaba su poder para proporcionar una satisfacción psicológica que ya no ofrecían los dioses antiguos y que nunca poseyó realmente el culto oficial. Arrastraban a las personas hacia ellos; tenían el atractivo que posteriormente llevaría a los hombres al cristianismo, que en su primera época se consideró a menudo, significativamente, otro misterio.
Que el dominio romano no satisfacía siempre a todos los súbditos fue cierto incluso en la propia Italia, cuando ya en el 73 a.C., en el desorden de la última etapa de la república, una gran rebelión de esclavos requirió tres años de campañas militares y fue castigada con la crucifixión de seis mil esclavos a lo largo de las calzadas que salían de Roma hacia el sur. En las provincias, la rebelión era endémica, siempre a punto de estallar por un gobierno especialmente duro o malo. Eso fueron la famosa rebelión de Boadicea en Gran Bretaña o el primer alzamiento de Panonia durante el reinado de Augusto. A veces, estos disturbios evocaban las tradiciones locales de independencia, como fue el caso de Alejandría, donde fueron frecuentes. En otro caso concreto, el de los judíos, tocaban fibras muy similares a las del nacionalismo posterior. El espectacular historial de desobediencia y resistencia de los judíos se remonta al período anterior al dominio romano, hasta el 170 a.C., cuando combatieron ferozmente las prácticas «occidentalizantes» de los reinos helenísticos, que prefiguraron políticas que más tarde adoptaría Roma. El culto imperial empeoró las cosas. Incluso los judíos a los que no les importaban los recaudadores de impuestos romanos y que pensaban que había que darle al César lo que era del César, se sentían obligados a no cometer la blasfemia de ofrecer sacrificios ante el altar del emperador. En el año 66 estalló una gran rebelión, y hubo otras con Trajano y Adriano. Las comunidades judías eran polvorines. Su susceptibilidad hace algo más comprensible que un procurador de Judea, hacia el año 30, no se sintiera muy inclinado a defender con firmeza y escrupulosidad los derechos de un acusado cuando los dirigentes judíos exigieron su muerte.
Los impuestos mantenían el imperio. Aunque no eran excesivos en épocas normales, cuando financiaban con bastante holgura la administración y la policía, eran una odiada carga, aumentada también, de vez en cuando, con exacciones en especie, requisas y reclutamientos forzosos. Durante mucho tiempo, fueron la base de una economía próspera y creciente. No se trataba solamente de adquisiciones imperiales tan afortunadas como las minas de oro de Dacia. El aumento de la circulación del comercio y el estímulo que proporcionaban los nuevos mercados de los grandes campamentos de las fronteras favorecieron también la aparición de nuevas industrias y proveedores. El enorme número de ánforas de vino halladas por los arqueólogos es solo un indicio de lo que debió de ser un vasto comercio —de productos alimenticios, textiles, especias— que ha dejado menos huellas. Pero la base económica del imperio fue siempre la agricultura. Esta no era rica según los cánones modernos, ya que sus técnicas eran primitivas; el agricultor romano no vio nunca un molino de viento, y los molinos de agua eran aún raros cuando el imperio sucumbió en Occidente. Pese a su idealización, la vida rural era dura y laboriosa. Por tanto, para ella era también esencial la Pax Romana: significaba que podían pagarse los impuestos con el pequeño excedente de producción, y que no se saquearían las tierras.
En última instancia, casi todo parece apuntar hacia el ejército, del que dependía la paz romana, aunque fue un instrumento que cambió en seis siglos tanto como el propio Estado romano. La sociedad y la cultura romanas fueron siempre militaristas, pese a que los instrumentos de ese militarismo cambiaron. Desde la época de Augusto, el ejército era una fuerza regular de servicio prolongado y que ya no dependía, ni siquiera formalmente, de la obligación de todos los ciudadanos de alistarse en él. El legionario común servía durante veinte años, cuatro de ellos en la reserva, y de forma creciente, a medida que transcurría el tiempo, procedía de las provincias. Por sorprendente que pueda parecer, dada la fama de la disciplina romana, parece que hubo suficientes voluntarios para que los aspirantes a reclutas recurrieran a las cartas de recomendación y al mecenazgo. Las veintiocho legiones que eran los efectivos normales tras la derrota en Germania se distribuían en las fronteras, con unos 160.000 hombres en total, y constituían el núcleo del ejército, que tenía casi el mismo número de hombres en la caballería, los cuerpos auxiliares y otras armas. Las legiones siguieron bajo el mando de los senadores (salvo en Egipto), y la cuestión fundamental de la política en la capital siguió siendo la vía de acceso a oportunidades como esta, ya que, como se vio cada vez más claro con el paso de los siglos, era en los campamentos de las legiones donde estaba el corazón del imperio, pese a que la guardia pretoriana se disputaba a veces su derecho a elegir un emperador. Pero los soldados hicieron solo parte de la historia del imperio. A largo plazo, el puñado de seguidores y discípulos del hombre que el procurador de Judea había entregado para la ejecución tuvieron casi el mismo impacto que ellos.