Si se cuenta en años, hacia el 500 a.C. ha transcurrido ya más de la mitad de la historia de la civilización. Aún estamos más cerca de esa fecha de lo que los hombres que vivieron en dicha época lo estaban de sus primeros antecesores civilizados. En los aproximadamente tres mil años que les separan, la humanidad había recorrido un largo camino; por imperceptibles y lentos que fueran los cambios que se produjeron en la vida cotidiana en esos años, entre Sumer y la Persia aqueménida hay un enorme salto cualitativo. En el siglo VI a.C. ya había llegado a su fin un gran período de creación y aceleración. Desde el Mediterráneo occidental a las costas de China, se había establecido una diversidad de tradiciones culturales en las que habían arraigado civilizaciones distintas, algunas con la suficiente firmeza y profundidad para sobrevivir hasta nuestra era. Varias perduraron con pocos cambios, superficiales y temporales, durante cientos e incluso miles de años. Prácticamente aisladas, contribuyeron poco a la vida común de la humanidad fuera de sus propias regiones de influencia. En su mayor parte, incluso los principales centros de la civilización fueron indiferentes a lo que sucedía fuera de sus respectivos ámbitos durante al menos dos mil años después de la caída de Babilonia, salvo cuando sufrían una invasión. Solo una de las civilizaciones que ya se vislumbraba hacia el siglo VI a.C. mostró de hecho un gran potencial para expandirse más allá de su cuna, el Mediterráneo oriental. Y, aun siendo la más joven de todas, alcanzaría grandes éxitos y duraría más de mil años sin sufrir una ruptura en su tradición, lo cual es menos notable que el legado que dejó a la posteridad, ya que fue el semillero de casi todo lo que desempeñó un papel dinámico en la conformación del mundo que todavía habitamos.