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El final del mundo antiguo

Los gobernantes de los pueblos mediterráneos y de Oriente Próximo apenas sabían nada de lo que estaba sucediendo en India y China ni de su importancia para el futuro. Puede que algunos de ellos, al escuchar a los comerciantes, tuvieran una percepción borrosa de los bárbaros de la Europa del norte y del noroeste. Pero nada sabían de lo que ocurría más allá del Sahara ni de la existencia de América. Sin embargo, su mundo iba a ampliarse con rapidez en el primer milenio a.C. y también —quizá de forma aún más evidente—, iba a integrarse más a medida que crecían en complejidad y eficiencia sus comunicaciones internas. Un mundo compuesto por un puñado de civilizaciones sumamente distintas y casi independientes entre sí daba paso a otro en el que regiones cada vez más extensas compartían los mismos logros de la civilización —la escritura, el gobierno, la tecnología, la religión organizada, la vida urbana— y, bajo su influencia, cambiaban a mayor velocidad con el incremento de las interacciones de las diferentes tradiciones. Es importante no pensar en ello en términos demasiado abstractos o grandiosos, pues este proceso no está recogido solo en el arte y en el pensamiento especulativo, sino también en gran parte de lo más prosaico, y aparece tanto en las cosas pequeñas como en las grandes. En las piernas de las enormes estatuas de Abu Simbel, 1.125 kilómetros Nilo arriba, los mercenarios griegos del ejército egipcio del siglo VI a.C. grabaron inscripciones en las que dejaron constancia de su orgullo por llegar tan lejos, igual que, 2.500 años después, los regimientos ingleses inscribirían sus símbolos y sus nombres en las rocas del paso de Khyber.

No se puede trazar una línea cronológica clara en este mundo cada vez más complejo, pues, de existir, se ha atravesado ya varias veces antes de llegar a los inicios de la época clásica de Occidente. La expansión militar y económica de los mesopotámicos y de sus sucesores, los movimientos de los indoeuropeos, la llegada del hierro y la difusión de la escritura, mezclaron modelos en otros tiempos claramente diferenciados en Oriente Próximo, y ello mucho antes de la aparición de una civilización mediterránea que es la matriz de la nuestra. Sin embargo, en cierto sentido sí es patente que se había cruzado una frontera importante en algún momento a principios del primer milenio a.C. Los mayores desplazamientos de pueblos en el antiguo Oriente Próximo habían terminado. Los modelos ahí establecidos al final de la Edad del Bronce serían aún modificados localmente por la colonización y la conquista, pero hasta mil años después no habría grandes llegadas y partidas de pueblos. Las estructuras políticas heredadas de la Antigüedad serían las palancas de la siguiente era de la historia universal en una zona que se extendía desde Gibraltar hasta el Indo. La civilización dentro de esta área se basaría cada vez más en la interacción, en los préstamos y en el cosmopolitismo. El marco para ello lo proporcionaría el gran cambio político de mediados del primer milenio a.C., el surgimiento de una nueva potencia, Persia, y el hundimiento definitivo de las tradiciones egipcia y babilónica-asiria.

La historia de Egipto es la más fácil de resumir, ya que queda constancia de poco más que del declive. Se ha calificado a Egipto de «anacronismo de la Edad del Bronce en un mundo que se alejaba cada vez más de ella», y cierta incapacidad para cambiar o adaptarse parece explicar su suerte. Sobrevivió a los primeros ataques de los pueblos que utilizaban el hierro y había vencido a los pueblos del mar al comienzo de la era de la agitación. Pero este fue el último gran logro del Imperio Nuevo; desde entonces, los síntomas son sin lugar a dudas los de una máquina que se va quedando sin cuerda. En el interior, reyes y sacerdotes se disputaban el poder, mientras la soberanía de Egipto más allá de sus fronteras declinaba hasta convertirse en una sombra de sí misma. A un período de dinastías rivales lo siguió brevemente una reunificación que, de nuevo, llevó a un ejército egipcio hasta Palestina, pero a finales del siglo VIII a.C. se había establecido una dinastía de los invasores cushitas que los asirios expulsaron del Bajo Egipto en el 667 a.C. Assurbanipal saqueó Tebas. Con el declive del poder asirio surgió de nuevo un período ilusorio de «independencia» egipcia. Esta vez, pueden verse pruebas de un nuevo mundo al que Egipto debería hacer más concesiones que las políticas, como el establecimiento de una escuela para intérpretes griegos y de un enclave comercial griego con privilegios especiales en Naucratis, en el delta. Después, una vez más, en el siglo VI a.C. Egipto fue derrotado, primero por las fuerzas de Nabucodonosor (588 a.C.) y, sesenta años después, por los persas (525 a.C.), convirtiéndose en provincia de un imperio que fijaría los límites de una nueva síntesis y que, durante siglos, se disputaría la supremacía mundial con las nuevas potencias que aparecerían en el Mediterráneo. No fue el final de la independencia egipcia, pero, desde el siglo IV a.C. hasta el XX, Egipto será gobernado por extranjeros o dinastías inmigrantes, dejando de existir como nación independiente. Los grandes períodos de recuperación egipcia muestran poca vitalidad innata y son señal, por el contrario, de una relajación temporal de las presiones a las que estaba sometida, presiones que al final siempre se reanudaron. La amenaza persa fue la última de ellas y tuvo consecuencias funestas.

Una vez más, el punto de partida es una migración. En la alta meseta que constituye el corazón del moderno Irán, había ya asentamientos en el 5000 a.C., pero la palabra Irán (que no aparece hasta alrededor del 600 d.C.) significa en su forma más antigua «tierra de los arios», y es en torno al 1000 a.C., con una irrupción de tribus arias del norte, cuando comienza la historia del imperio persa. En Irán, al igual que en la India, el impacto de los arios sería indeleble y fundó una tradición de larga duración. De entre sus tribus, dos fueron especialmente vigososas y poderosas, y han sido recordadas por sus nombres bíblicos: los medos y los persas. Los medos se desplazaron hacia el oeste y hacia el noroeste hasta Media; su gran era llegó a principios del siglo VI a.C. después de derrotar a Asiria, su vecina. Los persas se dirigieron hacia el sur, hacia el golfo Pérsico, y se establecieron en Juzistán (junto al valle del Tigris y en el antiguo reino de Elam) y en Fars, la Persia de los antiguos.