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Los otros mundos de la Antigüedad

En nuestro relato no hemos mencionado hasta ahora algunas regiones extensas del mundo. Aunque África tiene prioridad en la historia de la evolución y difusión de la humanidad, y pese a que la aparición del hombre en América y en Australasia exige algún comentario, una vez que se han tratado estos remotos acontecimientos, los inicios de la historia centran la atención en otros lugares. Las cunas de las culturas creativas que dominan la historia de la civilización fueron Oriente Próximo y el Egeo, India y China. En todas estas áreas puede verse una ruptura significativa del ritmo en el primer milenio a.C.; aunque no hay divisiones precisas, sí existe cierta sincronía aproximada que hace razonable dividir sus historias en esta época. Pero, para las grandes zonas de las que no se ha dicho nada aún, esta cronología no revelaría mucho.

Esto se debe, principalmente, a que ninguna de ellas había alcanzado niveles de civilización comparables a los ya logrados en el Mediterráneo y en Asia hacia el 1000 a.C. Para entonces se habían logrado cosas notables en Europa occidental y en América, pero, cuando se les da la debida importancia, sigue habiendo un vacío cualitativo entre la complejidad y los recursos de las sociedades que las produjeron y los de las antiguas civilizaciones que fundarían tradiciones duraderas. El interés por la historia antigua de estas zonas estriba más en la forma en que ilustran cómo se puede llegar a la civilización por caminos diversos y cómo desafíos ambientales distintos pueden exigir respuestas diferentes, que en lo que han dejado como herencia. En uno o dos casos, estos ejemplos pueden permitirnos reabrir las discusiones sobre qué constituye la «civilización», pero, para el período del que hemos hablado hasta ahora, la historia de África, de los pueblos del Pacífico, de América y de Europa occidental no es historia, sino aún prehistoria. Poca o ninguna correspondencia hay entre sus ritmos y lo que estaba ocurriendo en Oriente Próximo o en Asia, aun cuando hubiera (como en el caso de África y Europa, pero no en América) contactos con estos lugares.

África es un buen lugar para comenzar, dado que ahí es donde se inició la historia humana. Los historiadores especializados en África, sensibles a cualquier menosprecio real o imaginario hacia su objeto de estudio, gustan de acentuar la importancia de este continente en la prehistoria. Como ya se ha visto en esta obra, tienen mucha razón; la mayor parte de las pruebas de la vida de los primeros homínidos son africanas. Sin embargo, en el Paleolítico Superior y en el Neolítico el foco se desplaza. Siguen ocurriendo muchas cosas en África, pero el período de mayor influencia creativa de este continente sobre el resto del mundo ha terminado.

No sabemos por qué disminuye la influencia de África, pero existen muchas posibilidades de que la fuerza principal fuera un cambio de clima. Hasta hace poco, digamos hacia el 3000 a.C., el Sahara tenía animales, como elefantes e hipopótamos, que ya han desaparecido de la región; lo que es más notable, allí vivían pueblos pastores que criaban ganado vacuno, ovejas y cabras. En aquella época, lo que ahora es un desierto surcado por áridas gargantas era una sabana fértil cruzada y regada por ríos que desembocaban en el Níger y por otro sistema de casi dos mil kilómetros de longitud que desembocaba en el lago Chad. Los pueblos que vivían en las montañas donde nacían estos ríos han dejado un testimonio de su vida en las pinturas y grabados rupestres, muy diferentes del arte de las cavernas de Europa, que representaba sobre todo la vida animal y solo ocasionalmente la humana. Estos testimonios sugieren también que el Sahara era entonces un punto de encuentro de los pueblos negroides y lo que algunos han llamado pueblos «caucasoides», antepasados quizá de los bereberes y los tuaregs actuales. Al parecer, uno de estos pueblos logró llegar hasta allí desde Trípoli, con caballos y carros, y quizá conquistó a los pueblos pastores. Lo hicieran o no, su presencia y la de los pueblos negroides del Sahara muestran que la vegetación de África fue una vez muy diferente de la de épocas posteriores; los caballos necesitan pastos. Pero, cuando llegamos a la época histórica, el Sahara ya se ha desecado, los asentamientos de un pueblo antaño próspero están abandonados y ya no hay animales.

Puede que sea el cambio climático en el resto de África lo que nos lleve de nuevo a Egipto como el principio de la historia africana, aunque Egipto ejerció escasa influencia creativa más allá de los límites del valle del Nilo. Pese a que mantuvo contactos con otras culturas, no es fácil profundizar en ellos. Presumiblemente, los libios de los documentos egipcios eran como las personas que aparecen, con sus carros, representadas en las pinturas rupestres del Sahara, pero no lo sabemos con certeza. Cuando el historiador griego Herodoto escribió sobre África en el siglo V a.C., dedicó pocas palabras a lo que ocurría fuera de Egipto. Su África era una tierra definida por el Nilo, que él pensaba que se dirigía al sur, en paralelo al mar Rojo, y después giraba hacia el oeste, siguiendo las fronteras de Libia. Al sur del Nilo estaban, al este, los etíopes, y al oeste, una tierra de desiertos, deshabitada, de la que Herodoto no pudo obtener información, aunque las narraciones de los viajeros hablaban de un pueblo de enanos y hechiceros. Dadas sus fuentes, esta era una composición bastante inteligente desde el punto de vista topográfico, pero Herodoto solo captó una tercera o una cuarta parte de la verdad étnica. Los etíopes, al igual que los antiguos habitantes del Alto Egipto, pertenecían a los pueblos camitas, que constituían uno de los tres grupos raciales de África al final de la Edad de Piedra que los antropólogos distinguieron más tarde. Los otros dos eran los antepasados de los modernos san (antes llamados despectivamente «bosquimanos»), que vivían aproximadamente en las regiones abiertas que iban desde el Sahara hasta El Cabo, y el grupo negroide, finalmente dominante en los bosques centrales y en el África occidental (las opiniones están divididas en cuanto al origen y las características de un cuarto grupo, el de los pigmeos). A juzgar por las herramientas de piedra, parece que las culturas asociadas con los pueblos camitas o protocamitas fueron las más avanzadas en África antes de la llegada de la agricultura. Esta evolución fue, salvo en Egipto, lenta, y en África las culturas de cazadores y recolectores de la prehistoria han coexistido con la agricultura hasta la época moderna.

El mismo crecimiento que se produjo en otras partes cuando comenzaron a producirse alimentos en cantidad, cambió pronto las pautas de población de África, primero al permitir los densos asentamientos del valle del Nilo que fueron el prólogo de la civilización egipcia, y después al aumentar la población negroide del sur del Sahara, que vivía en los pastizales situados entre el desierto y el bosque ecuatorial en el segundo y primer milenios a.C., lo que parece reflejar una difusión de la agricultura hacia el sur desde el norte. Este hecho también refleja el descubrimiento de cultivos nutritivos, como el mijo y el arroz de las sabanas mejor adaptados a las condiciones tropicales y a otros suelos que el trigo y la cebada que florecieron en el valle del Nilo. Las zonas forestales no pudieron explotarse hasta la llegada de otras plantas compatibles con ellas desde el Asia sudoriental y finalmente América, y nada de esto ocurrió antes del nacimiento de Cristo. Se estableció así una de las principales características de la historia africana: la divergencia de las direcciones culturales dentro del continente.

En la época del nacimiento de Cristo, el hierro ya había llegado a África y se producía la primera explotación de minerales africanos. Esto ocurrió en el primer Estado africano independiente, aparte de Egipto, del que tenemos noticia: el reino de Cush. Nilo arriba, en la región de Jartum, esta región había sido originalmente la zona fronteriza extrema de la actividad egipcia. Tras absorber Nubia, los egipcios situaron una guarnición en el principado sudanés que existía al sur de Nubia, pero hacia el 1000 a.C. este principado se convirtió en un reino independiente, profundamente marcado por la civilización egipcia. Probablemente, sus habitantes eran camitas, y la capital estaba en Napata, justo al sur de la cuarta catarata. En el 730 a.C., Cush fue lo bastante poderosa para conquistar Egipto, donde gobernaron cinco de sus reyes como los faraones que la historia conoce como dinastía XXV o «etíope». Sin embargo, no pudieron detener el declive egipcio, y la dinastía cushita acabó cuando los asirios cayeron sobre Egipto. Aunque la civilización egipcia continuó en el reino de Cush, un faraón de la siguiente dinastía lo invadió a principios del siglo VI a.C. Después, los cushitas también empezaron a presionar hacia el sur para ampliar sus fronteras, y, con ello, su reino sufrió dos cambios importantes. Por una parte, se hizo más negroide, y su lengua y su literatura reflejan un debilitamiento de las tendencias egipcias; por otra, amplió su territorio a costa de otros que contenían tanto mineral de hierro como el combustible necesario para fundirlo, técnica que aprendieron de los asirios. La nueva capital cushita en Meroe se convirtió en el centro metalúrgico de África. Las armas de hierro dieron a los cushitas las mismas ventajas sobre sus vecinos de las que habían disfrutado antes los pueblos del norte frente a Egipto, y las herramientas de hierro ampliaron las tierras cultivables. Sobre esta base transcurrirían unos trescientos años de prosperidad y civilización en Sudán, aunque con posterioridad a la época que estamos estudiando.

Es evidente que la historia de la humanidad en América es mucho más breve que en África y, de hecho, que en cualquier otra parte del mundo salvo en Australasia. Hace aproximadamente 30.000 años, los pueblos mongoloides llegaron hasta América del Norte procedentes de Asia, y en los siguientes milenios fueron avanzando lentamente hacia el sur. Se han encontrado huellas de la presencia de cavernícolas en los Andes peruanos hace 18.000 años. América abarca climas y entornos muy diversos, por lo que no resulta muy sorprendente que los testimonios arqueológicos muestren que hubo casi igual diversidad de modelos de vida, basados en las diferentes oportunidades para la caza, la recolección de alimentos y la pesca. Lo más probable es que nunca se pueda descubrir lo que aprendieron unos de otros; lo que es indiscutible es que algunas de estas culturas llegaron a la invención de la agricultura con independencia del Viejo Mundo.

Sigue siendo posible discrepar acerca de cuándo tuvo lugar exactamente la invención de la agricultura en América porque, paradójicamente, se sabe mucho del cultivo de plantas en una época en que la escala a la que se hacía impide llamarlo razonablemente «agricultura». Sin embargo, es un cambio que se produjo más tarde que en el Creciente Fértil. El maíz se comenzó a cultivar en México hacia el 5000 a.C., pero en el 2000 a.C. su técnica había mejorado en Mesoamérica hasta el punto de que ya se cultivaba algo parecido a la planta que hoy conocemos. Este es el tipo de cambio que hizo posible el establecimiento de grandes comunidades. Más al sur, la patata y la mandioca (otro tubérculo feculento) comenzaron a aparecer también alrededor de esa época, y hay indicios de que poco después el maíz se había difundido desde México hacia el sur. En todas partes, sin embargo, el cambio es gradual; hablar de una «revolución agrícola» en América es incluso menos apropiado que en Oriente Próximo. De todas formas, tuvo una influencia realmente revolucionaria, no solo en el tiempo, sino también en el espacio, fuera de América. El boniato, originario de México y América Central, se extendió por el Pacífico y sirvió de sustento a las comunidades isleñas de campesinos varios siglos antes de que los galeones europeos de la era colonial lo llevaran a África, el océano Índico y Filipinas.

La agricultura, las aldeas, el tejido y la cerámica aparecen en América Central en el segundo milenio a.C., y hacia el final de este surgieron las primeras manifestaciones de la cultura que daría lugar a la primera civilización americana reconocida, la de los olmecas de la costa oriental mexicana. Al parecer, sus núcleos fueron centros ceremoniales importantes en los que construyeron grandes pirámides de tierra, donde se han encontrado esculturas colosales y figuras de jade finamente talladas. El estilo de estas obras es muy individual, y se concentra en figuras humanas y en otras parecidas al jaguar, a veces fusionándolas. Parece que durante varios siglos después del 800 a.C. fue dominante en toda América Central, llegando, en el sur, hasta lo que actualmente es El Salvador. Pero la cultura olmeca mantiene su misterio, ya que apareció sin antecedentes ni aviso previo en una región pantanosa y boscosa, lo que hace difícil explicarlo en términos económicos. No sabemos por qué la civilización, que en otros lugares necesitó la abundancia relativa de los grandes valles fluviales, surgió en América de un suelo tan poco propicio.

La civilización olmeca dejó algo a la posteridad, ya que los dioses de los posteriores aztecas eran descendientes de las divinidades olmecas. Quizá también los primeros sistemas jeroglíficos de América Central tengan su origen en la época olmeca, aunque los primeros ejemplos de caracteres de estos sistemas se remontan a un siglo después, aproximadamente, de la desaparición de la cultura olmeca, hacia el 400 a.C. Tampoco sabemos por qué o cómo se produjo esta desaparición. Mucho más al sur, en Perú, una cultura llamada chavín por el nombre de un gran centro ceremonial también apareció y sobrevivió poco más que la civilización olmeca del norte; también logró un alto grado de habilidad en el tallado de piedras y se difundió con fuerza, solo para desaparecer misteriosamente.

Es muy difícil saber qué debemos pensar de estos primeros avances en dirección a la civilización. Fuera cual fuese su importancia para el futuro, surgieron, por los motivos que fueran, milenios después de la aparición de la civilización en otras partes del mundo. Cuando los españoles llegaron al Nuevo Mundo, casi dos mil años después de la desaparición de la cultura olmeca, aún encontrarían a la mayoría de sus habitantes trabajando con herramientas de piedra. También hallaron sociedades complejas (y restos de otras) que habían alcanzado un nivel prodigioso en la construcción y en la organización, nivel que sobrepasaba con mucho, por ejemplo, todo lo que África pudo ofrecer tras el declive del antiguo Egipto. Lo único evidente es que en estas cuestiones no hay secuencias inquebrantables.

La otra única zona donde también se alcanzó un asombroso nivel de éxito en la construcción con piedra fue Europa occidental, lo que ha llevado a algunos entusiastas a afirmar que esta región es otra cuna de las primeras «civilizaciones», casi como si sus habitantes fueran una especie de marginados que necesitaran una rehabilitación histórica. Ya se ha hablado de Europa como suministradora de metales a Oriente Próximo en la Antigüedad. Pero, aunque gran parte de lo que ahora encontramos interesante ocurrió aquí en la prehistoria, Europa no ofrece una historia antigua muy impresionante o sorprendente. En la historia del mundo, la Europa prehistórica apenas tiene más importancia que la meramente ilustrativa. Para las grandes civilizaciones como las que nacieron y murieron en los valles fluviales de Oriente Próximo, Europa fue en gran medida irrelevante. Aunque a veces recibió la huella del mundo exterior, solo contribuyó de forma marginal y ocasional al proceso del cambio histórico.

Cabría establecer un paralelismo con lo que fue África en una fecha posterior, interesante en sí misma, pero no por sus contribuciones positivas a la historia universal. Habría de pasar mucho tiempo antes de que el hombre pudiera concebir siquiera que existía una unidad geográfica, por no decir cultural, correspondiente a la idea posterior de Europa. Para el mundo antiguo, las tierras del norte de donde procedían los bárbaros antes de su aparición en Tracia eran irrelevantes (y, en cualquier caso, la mayoría de los bárbaros probablemente llegaron de tierras situadas más al este). El interior noroccidental solo era importante porque proporcionaba ocasionalmente los productos que necesitaban Asia y el Egeo.

No hay mucho que decir de la Europa prehistórica, pero, para obtener una perspectiva correcta, debemos señalar algo más. Es preciso distinguir dos Europas. Una es la de las costas del Mediterráneo y sus pueblos, cuya frontera aproximada coincide con la línea que delimita el cultivo del olivo. Al sur de esta línea, surge con bastante rapidez una civilización urbana dotada de escritura, una vez iniciada la Edad del Hierro, y aparentemente por contacto directo con zonas más avanzadas. En el 800 a.C., las costas del Mediterráneo occidental ya estaban empezando a experimentar un contacto bastante continuo con Oriente. La Europa situada al norte y al oeste de esta línea es diferente. En esta región, nunca hubo escritura en la Antigüedad, sino que fue impuesta mucho más tarde por los conquistadores. Se resistió durante mucho tiempo a las influencias culturales del sur y del este —o al menos no tuvo ante ellas una actitud receptiva—, y durante dos mil años fue importante, no en sí misma, sino por su relación con otras regiones. Con todo, su papel no fue del todo pasivo: los movimientos de sus pueblos, sus recursos naturales y sus destrezas influyeron marginalmente y de forma ocasional en los acontecimientos que ocurrían en otros lugares. Sin embargo, en el 1000 a.C. —por poner una fecha arbitraria—, e incluso al principio de la era cristiana, Europa tenía pocas cosas propias que ofrecer al mundo salvo sus minerales, y nada que represente un logro cultural de la escala alcanzada por Oriente Próximo, la India o China. La era de Europa estaba aún por venir; la suya sería la última gran civilización en aparecer.

La civilización no apareció más tarde en Europa que en otros continentes porque el medio natural del continente fuera desfavorable. Europa abarca una zona desproporcionadamente grande de la tierra del mundo propicia para el cultivo. Sería sorprendente que esto no hubiera favorecido un desarrollo temprano de la agricultura, y eso es lo que muestran los testimonios arqueológicos. Pero la facilidad relativa de una agricultura sencilla en Europa pudo tener un efecto negativo sobre la evolución social; en los grandes valles fluviales, el hombre tuvo que trabajar colectivamente para controlar el riego y explotar el suelo si quería sobrevivir, mientras que en gran parte de Europa una familia podía sobrevivir por sí sola. No es necesario caer en extravagantes especulaciones sobre los orígenes del individualismo occidental para reconocer que aquí hay algo muy distintivo y potencialmente muy importante.

Los expertos coinciden ahora en aceptar que tanto la agricultura como la manipulación del cobre (la forma más primitiva de metalurgia) entraron en Europa desde Anatolia y Oriente Próximo. Tesalónica y la parte norte de Grecia ya poseían comunidades campesinas poco después del 7000 a.C. En el 5000 a.C. existían comunidades similares mucho más al oeste; en el norte de Francia y Holanda, y poco después, también en las islas británicas. Las principales rutas de expansión fueron los Balcanes y sus valles fluviales, aunque al mismo tiempo la agricultura había llegado a las islas del Mediterráneo y por las costas del sur de Europa, incluso a Andalucía. En el 4000 a.C., el cobre ya se trabajaba en la zona de los Balcanes. Así pues, ya no parece probable que dicha técnica o la agricultura surgieran de forma espontánea en Europa, aunque no tardaron en adoptar las prácticas que llevaban consigo los inmigrantes recién llegados. No obstante, Europa tardaría miles de años en adquirir los cereales más extendidos en Oriente Próximo.

La mayoría de las regiones noroccidentales y occidentales de Europa estaban ocupadas, hacia el 3000 a.C., por unos pueblos, a veces denominados «mediterráneos occidentales», que durante el tercer milenio a.C. fueron sufriendo gradualmente la presión que ejercían los indoeuropeos desde el este. Hacia el 1800 a.C., parece que las culturas resultantes se habían fragmentado de forma lo bastante clara para nosotros como para identificar entre ellas a los antepasados de los celtas, el más importante de los pueblos europeos prehistóricos, una sociedad de guerreros, más que de comerciantes o exploradores, que conocía la rueda y la utilizaba para el transporte. Un grupo de celtas decididos llegó a las islas británicas y podrían considerarse los primeros navegantes marítimos del norte de Europa. Hay muchas discrepancias acerca de hasta dónde se remonta la influencia celta, pero no nos alejaremos mucho de la verdad si pensamos que, hacia el 1800 a.C., Europa estaba dividida en tres grupos de pueblos. Los antepasados de los celtas ocupaban entonces la mayor parte de lo que actualmente son Francia, Alemania, los Países Bajos y la Alta Austria. Al este estaban los futuros eslavos y al norte (en Escandinavia), las futuras tribus teutónicas. Fuera de Europa, ya en las regiones septentrionales de Escandinavia y Rusia, estaban los primitivos finlandeses, una raza no indoeuropea.

Salvo en los Balcanes y en Tracia, los movimientos de estos pueblos influyeron en los centros más antiguos de la civilización únicamente en la medida en que afectaron su acceso a los recursos, sobre todo minerales, de las regiones en las que se establecieron. A medida que crecía la demanda de las civilizaciones de Oriente Próximo, fue aumentando la importancia de Europa. El primer centro de metalurgia que se desarrolló en el continente estaba en los Balcanes, y a este le siguieron, en torno al 2000 a.C., otros situados en el sur de España, Grecia y el Egeo e Italia central. Al final de la Edad del Bronce, el trabajo del metal avanzó hasta alcanzar un nivel elevado incluso en lugares donde se carecía de mineral. He aquí uno de los primeros ejemplos del surgimiento de áreas económicas cruciales basadas en la posesión de recursos especiales. El cobre y el estaño condicionaron la penetración oriental de Europa y también su navegación costera y fluvial, ya que estos productos eran necesarios y en Oriente Próximo solo existían en pequeñas cantidades. Europa fue el principal productor de materias primas del mundo metalúrgico de la Antigüedad, así como el principal fabricante. El trabajo del metal tenía un nivel elevado y producía bellos objetos mucho antes que en el Egeo, pero el hecho de que esta técnica, aun cuando fuera combinada con un mayor abastecimiento de metales tras el hundimiento de la demanda micénica, no estimulara a la cultura europea para llegar a una civilización plena y compleja, es posiblemente un argumento en contra de una admiración exagerada por los factores materiales en la historia.

La Europa de la Antigüedad desarrolló, naturalmente, otra actividad que ha dejado tras de sí restos impresionantes: los miles de monumentos megalíticos que se encuentran formando un amplio arco que va desde Malta, Cerdeña y Córcega, recorre España y Bretaña, y llega hasta las islas británicas y Escandinavia. No son característicos solo de Europa, pero sí más abundantes, y parece que se erigieron antes —algunas de ellas en el quinto milenio a.C.— que en otros continentes. La palabra megalito procede del griego y significa «piedra grande», y muchas de las piedras utilizadas son, efectivamente, muy grandes. Algunos de estos monumentos son tumbas, con paredes y techos formados por bloques de piedra; otros son piedras que se alzan solas o en grupos. Algunos forman dibujos a lo largo de varios kilómetros, y otros circundan pequeñas áreas a modo de arboledas. El monumento megalítico más impresionante y completo es el de Stonehenge, al sur de Inglaterra, cuya creación se calcula que precisó 900 años, hasta completarse en el 2100 a.C.

Es difícil adivinar o imaginar cómo eran originalmente estos lugares. Su moderna austeridad y su grandiosidad erosionada podrían inducir a error; los grandes monumentos no suelen ser tan austeros cuando se hallan en uso, y lo más probable es que las enormes piedras estuvieran pintarrajeadas en colores ocres y sangre, y que de ellas colgaran pieles y fetiches. En muchos casos quizá se parecieran más a tótems que a las formas solemnes que vemos hoy cerniéndose sobre nosotros. Salvo las tumbas, no es fácil saber para qué servían, aunque se ha dicho que algunas eran relojes gigantescos o enormes observatorios solares, alineados con la salida y la puesta del sol, la luna y las estrellas en los momentos clave del año astronómico. Estas obras se basaban en una cuidadosa observación, aun cuando carezcan del detalle y la precisión de lo que hacían los astrónomos de Babilonia y Egipto.

Los monumentos megalíticos requerían enormes concentraciones de mano de obra y denotan la existencia de una organización social desarrollada. En Stonehenge hay varios bloques que pesan unas cincuenta toneladas cada uno y que tuvieron que ser transportados casi treinta kilómetros hasta el lugar donde se erigieron. También existen alrededor de ochenta bloques de piedra de unas cinco toneladas traídos de las montañas de Gales, a unos 240 kilómetros de distancia. Las personas que construyeron Stonehenge sin la ayuda de vehículos de ruedas, como las que construyeron las tumbas cuidadosamente alineadas de Irlanda, los alineamientos de piedras verticales de Bretaña o los dólmenes de Dinamarca, eran capaces, por tanto, de trabajar a una escala que se aproximaba a la del antiguo Egipto, aunque sin la elegancia de este y sin contar con ningún medio para dejar constancia de sus propósitos e intenciones salvo estas mismas grandes construcciones. Esta habilidad, unida al hecho de que los monumentos se distribuyen formando una larga cadena situada a corta distancia del mar, ha sugerido una posible explicación en las enseñanzas de los canteros procedentes del este, quizá de Creta, Micenas o las islas Cícladas, donde se conocía la técnica para tallar y manejar tales masas. Pero los recientes avances en la datación han eliminado una vez más una hipótesis verosímil: probablemente, Stonehenge se terminó de construir antes de la época micénica; las tumbas megalíticas de España y Bretaña son anteriores a las pirámides, y los misteriosos templos de Malta, con sus enormes bloques de piedra labrada, estaban allí antes del 3000 a.C. Del mismo modo, los monumentos no tienen por qué formar parte de un único proceso de distribución, ni siquiera en el noroeste. Podrían haber sido levantados de forma más o menos aislada y ser obra de cuatro o cinco culturas compuestas por sociedades relativamente pequeñas y sencillas que mantenían contacto entre sí, y los motivos y ocasiones de su construcción podrían haber sido muy diferentes. Al igual que su agricultura y su metalurgia, la ingeniería y la arquitectura de la Europa prehistórica surgen de forma independiente respecto del mundo exterior.

Pese a sus considerables logros, los europeos de la Antigüedad parecen extrañamente pasivos y poco resistentes cuando, finalmente, se constata su contacto regular con la civilización avanzada. Sus dudas e incertidumbres recuerdan en cierto modo las de otros pueblos primitivos que entran en contacto con sociedades avanzadas en fechas posteriores; los africanos del siglo XVIII, por ejemplo. Pero, en cualquier caso, el contacto regular no comenzó hasta poco antes de la era cristiana. Antes de esa fecha, parece que los pueblos europeos agotaron sus energías en la lucha cuerpo a cuerpo con un entorno que, pese a que era fácil de trabajar para satisfacer unas necesidades modestas, exigía la llegada del hierro para hacerlo plenamente explotable. Aunque mucho más avanzados que sus contemporáneos en América o en el África al sur del valle del Nilo, nunca llegaron a la etapa de urbanización. Sus mayores logros culturales fueron decorativos y mecánicos. Lo mejor fue su metalurgia, con la que los europeos de la Antigüedad atendieron a las necesidades de otras civilizaciones. Aparte de eso, solo proporcionarían las estirpes que recibirían más tarde la impronta de la civilización.

Solo un grupo de bárbaros occidentales realizó una contribución más positiva al futuro. Al sur de la línea del olivar, un pueblo de la Edad del Hierro de la Italia central ya había entablado, en el siglo VIII a.C., contactos comerciales con los griegos que vivían más al sur en Italia y con Fenicia. Es la cultura de Villanova, así llamada por uno de los lugares donde se desarrolló. En los siguientes doscientos años, este pueblo adoptó los caracteres griegos para escribir su lengua. Para entonces estaba organizado en ciudades-estado, y producía un arte de gran calidad. Eran los etruscos, una de cuyas ciudades-estado sería conocida un día como Roma.