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El nacimiento de la civilización en Asia oriental

Desde el principio de la Historia hasta la época más reciente, el centro gravitatorio de la historia universal ha oscilado entre el Atlántico e Irán. Aun con todo (también hasta épocas bien recientes), lo que ocurría allí poseía muy poca influencia directa en lo acontecido en el resto del mundo. La vida en los demás lugares permanecía en muchos casos impermeable a la influencia de sus civilizaciones, y hubo dos zonas especialmente infranqueables: India y China. Antes del 1000 a.C. aparecieron en dichos países distintas civilizaciones que, a pesar del contacto periférico, continuaron siendo independientes de Oriente Próximo. Sentarían las bases de unas tradiciones culturales espléndidas y duraderas, que sobrevivirían a las de Mesopotamia y Egipto, y cada una de ellas ejerció una amplia influencia en su entorno.

LA ANTIGUA INDIA

Incluso ahora, la antigua India sigue siendo visible y accesible para nosotros en un sentido muy directo. A principios del siglo XX, algunas comunidades indias vivían todavía como debieron de vivir todos nuestros antepasados primitivos, de la caza y de la recolección. Las carretas tiradas por bueyes y los tornos de alfarero de muchas aldeas de hoy son, aparentemente, muy semejantes a los que se utilizaban hace cuatro mil años. Las vidas de millones de personas, incluso las de algunos indios cristianos y musulmanes, siguen estando regidas por un sistema de castas cuyas características principales se fijaron hacia el 1000 a.C. Dioses y diosas cuyos cultos tienen su origen en la Edad de Piedra siguen siendo objeto de adoración en los santuarios de las aldeas.

En cierto modo, y a diferencia de cualquier otra civilización del pasado, la antigua India está aún entre nosotros. Aunque estos ejemplos del conservadurismo de la vida india son lugares comunes, el país donde se encuentran contiene también muchas otras cosas. Los cazadores-recolectores de principios del siglo XX eran contemporáneos de otros indios que viajaban en ferrocarril. La diversidad de la vida india es enorme, pero totalmente comprensible si se consideran el tamaño y la variedad de su entorno. Después de todo, el subcontinente indio tiene aproximadamente el mismo tamaño que Europa y está dividido en regiones claramente diferenciadas por su clima, su suelo y sus cultivos. Hay dos grandes valles fluviales, los sistemas del Indo y del Ganges en el norte; entre ellos se extienden el desierto y las áridas llanuras, y al sur están las tierras altas del Decán, cubiertas en su mayor parte de bosques. Cuando comienza la historia escrita, la complejidad racial de la India es también ya muy grande; los especialistas identifican seis grupos étnicos principales. Muchos otros llegarían posteriormente, y fijarían su residencia en el subcontinente indio y también en su sociedad. Eso dificulta la tarea de fijar el punto central.

Aun con todo, la historia de la India tiene unidad en su inmensa capacidad para absorber y transformar las fuerzas externas que actúan en ella, y eso nos proporciona un hilo conductor a través de la iluminación desigual e incierta que de sus primeros estadios nos facilitan la arqueología y unos textos que se transmitieron solo oralmente durante largo tiempo. Su base se encuentra en otro hecho: el gran aislamiento del mundo exterior con que la geografía dotó a la India. A pesar de su tamaño y variedad, hasta que comenzaron a explorarse los océanos en los siglos XVI y XVII, la India solo tuvo que enfrentarse ocasionalmente a incursiones de pueblos extranjeros, aunque a veces estas fueran irresistibles. Al norte y al noroeste, estaba protegida por algunas de las montañas más altas del mundo, y al este, por zonas de jungla. Los otros dos lados del gran triángulo del subcontinente se abrían a las enormes extensiones del océano Índico. Esta delimitación natural no solo encauzó y limitó la comunicación con el mundo exterior, sino que también dio a la India un clima propio. Gran parte de la India no está en el trópico y, sin embargo, su clima es tropical. Las montañas mantenían a raya los vientos helados de Asia central; las largas costas se abren a las nubes cargadas de lluvia que llegan en abundancia desde los mares, y a las que las cadenas montañosas del norte impiden el paso. El reloj climático es el monzón anual, que trae la lluvia durante los meses más calurosos del año y que sigue siendo el pilar central de la economía agrícola.

Aunque siempre ha estado protegida, en cierta medida, de las fuerzas externas antes de la época moderna, la frontera noroccidental de la India está más abierta que las demás al mundo exterior. Beluchistán y los pasos fronterizos fueron las zonas de encuentro más importantes entre la India y otros pueblos hasta el siglo XVII; en las épocas civilizadas, incluso los contactos de la India con China tuvieron lugar al principio por esta tortuosa ruta (aunque no es tan indirecta como la hacen parecer los habituales mapas basados en la proyección de Mercator). A veces, esta región noroccidental cayó directamente bajo el dominio extranjero, lo que es sugerente si consideramos las primeras civilizaciones indias; no sabemos mucho sobre la forma en que surgieron, pero sabemos que Sumer y Egipto fueron anteriores. Los testimonios mesopotámicos de Sargón I de Acad hablan de contactos con una región llamada «Meluhha» que los especialistas creen que era el valle del Indo, las llanuras de aluvión que forman la primera región natural que los viajeros se encuentran una vez que entran en la India. Fue allí, en aquel rico territorio densamente arbolado, donde aparecieron las primeras civilizaciones indias en la época en que, más al oeste, los grandes movimientos de los pueblos indoeuropeos estaban comenzando a actuar como las palancas de la historia. Pudo haber influido más de un estímulo.

Las pruebas también indican que la agricultura llegó más tarde a la India que a Oriente Próximo, y su aparición en el subcontinente también puede situarse en su esquina noroccidental. Hay pruebas arqueológicas de animales domesticados en Beluchistán ya en el 3700 a.C. Hacia el 3000 a.C., hay señales de vida sedentaria en las llanuras de aluvión y comienzan a aparecer paralelismos con otras culturas de los valles fluviales. Empiezan a encontrarse cerámica hecha con torno y herramientas de cobre. Todo parece indicar un aumento gradual en la intensidad de los asentamientos agrícolas hasta que aparece la auténtica civilización, como ocurrió en Egipto y Sumer. Pero existe la posibilidad de que hubiera una influencia mesopotámica directa y, asimismo, de que ya estuviera conformándose el futuro de la India con la llegada de nuevos pueblos desde el norte. Eso es lo que sugiere la compleja composición racial de la población de la India desde muy antiguo, aunque sería temerario asegurarlo.

Cuando se dispone por fin de pruebas irrefutables de vida civilizada, el cambio es sorprendente. Un experto lo califica de «explosión» cultural. Pudo haberse dado un avance tecnológico crucial, la invención del ladrillo cocido (frente al ladrillo de barro secado al sol de Mesopotamia), que hizo posible el control de las inundaciones en una llanura donde no había piedra natural. Sea cual fuera el proceso, el resultado fue una notable civilización que se extendía por 1.300.000 kilómetros cuadrados del valle del Indo, una región mayor que la sumeria o que la egipcia.

A esta civilización se la conoce como «civilización de Harappa» debido a que uno de sus grandes centros es la ciudad del mismo nombre, situada a orillas de un afluente del Indo. Hay otro emplazamiento parecido en Mohenjo-Daro, y se están descubriendo más. Todos ellos, revelan la existencia de seres humanos sumamente organizados y capaces de realizar obras colectivas cuidadosamente reguladas a una escala que iguala a las de Egipto y Mesopotamia. Había grandes graneros en las ciudades, y parece que hubo un sistema normalizado de pesos y medidas en una extensa zona. Es evidente que en el 2600 a.C. se estableció una cultura bien desarrollada que, con muy pocos cambios, duró unos 600 años, antes de desaparecer en el segundo milenio a.C.

Las dos ciudades que son sus mayores monumentos pudieron tener más de 30.000 habitantes cada una, lo que dice mucho de la agricultura que las sostenía. La región estaba entonces lejos de ser la zona árida en que se convirtió después. Mohenjo-Daro y Harappa tenían entre tres y cuatro kilómetros de circunferencia, y la uniformidad y complejidad de sus edificaciones indican un grado muy elevado de capacidad administrativa y organizativa. Cada una de ellas tenía una ciudadela y una zona residencial; las casas se alineaban en calles que formaban cuadrículas y estaban hechas de ladrillos de tamaño normalizado. Tanto los complejos y eficaces sistemas de alcantarillado como la disposición interna de las casas muestran una gran preocupación por el aseo y la limpieza; en algunas calles de Harappa, casi todas las casas tienen cuarto de baño. Quizá no sea extravagante ver en esto algunas de las primeras manifestaciones de lo que se ha convertido en una característica duradera de la religión india, los baños y abluciones rituales, que siguen siendo tan importantes para los hindúes.

Los habitantes de Mohenjo-Daro y Harappa comerciaban con lugares situados a grandes distancias y tenían una actividad económica de cierta complejidad. Un gran puerto, unido al mar por un canal de más de un kilómetro y medio de longitud en Lothal, a 650 kilómetros al sur de Mohenjo-Daro, sugiere la importancia de un comercio exterior que llegaba, a través del golfo Pérsico por el norte, hasta Mesopotamia. En las propias ciudades de la cultura de Harappa quedan pruebas de que los artesanos especializados obtenían sus materias primas en una extensa zona a donde posteriormente enviaban de nuevo los productos de su oficio. Esta civilización disponía de telas de algodón (las primeras de las que tenemos constancia) en abundancia suficiente como para envolver fardos de productos para exportar cuyo cordaje iba sellado con sellos que se han encontrado en Lothal, y que constituyen parte de los testimonios de que disponemos sobre la escritura de la civilización de Harappa. Algunas inscripciones en fragmentos de cerámica son lo único que los complementa, y nos proporcionan las primeras huellas de la escritura india. Los sellos, de los que sobreviven unos 2.500, nos dan algunos de los mejores indicios sobre las ideas de esta civilización; los pictogramas van de derecha a izquierda, aparecen a menudo figuras de animales y podrían representar las seis estaciones en las que se dividía el año. Muchas «palabras» de los sellos son ilegibles, pero es probable que formen parte de una lengua similar a las lenguas dravídicas que siguen utilizándose en el sur de la India.

Las ideas y técnicas del Indo se difundieron por todo Sind y el Punjab, así como por la costa occidental de Gujarat. Este proceso duró siglos, y el panorama que revela la arqueología es demasiado confuso para trazar un modelo constante. En las regiones a donde no llegó su influencia —el valle del Ganges, la otra gran zona rica en fértiles tierras de aluvión donde pudieron vivir grandes poblaciones, y el sudeste— estaban dándose procesos culturales diferentes, pero que no nos han dejado nada tan espectacular. Parte de la cultura de la India debe de proceder de otras fuentes; hay indicios de la influencia china en otros lugares. Pero es difícil estar seguros. El arroz, por ejemplo, comenzó a cultivarse en la India en el valle del Ganges; no sabemos de dónde procedía, aunque una posibilidad es China o el sudeste asiático, en cuyas costas se cultivaba desde alrededor del 3000 a.C. Dos mil años después, este producto crucial en la dieta india actual se utilizaba ya en casi toda la India septentrional.

No sabemos por qué las primeras civilizaciones indias comenzaron a declinar, aunque su desaparición puede fecharse aproximadamente. Las inundaciones catastróficas del Indo o las alteraciones incontrolables de su curso pudieron haber roto el delicado equilibrio de la agricultura en sus riberas. Puede que la tala destinada a obtener combustible para los hornos de ladrillos de los que dependía la construcción en la cultura de Harappa, destruyera los bosques. Pero quizá hubiera también otros agentes. En las calles de Mohenjo-Daro se han encontrado esqueletos, posiblemente de hombres asesinados en el mismo lugar donde se han hallado. La civilización de Harappa parece terminar en el valle del Indo hacia el 1750 a.C., lo que coincide, sorprendentemente, con la irrupción en la historia india de una de sus grandes fuerzas creativas, la llegada de los arios, aunque los expertos no son proclives a aceptar la idea de que los invasores destruyeran las ciudades del valle del Indo. Quizá los recién llegados entraran en una tierra ya devastada por la sobreexplotación y los desastres naturales.

En sentido estricto, «ario» es un término lingüístico, como «indoeuropeo». Sin embargo, se utiliza habitualmente para identificar a un grupo de los pueblos indoeuropeos cuyos movimientos constituyeron gran parte de la dinámica de la historia antigua en varias partes del Viejo Mundo después del 2000 a.C. Aproximadamente en la época en que otros pueblos indoeuropeos se dirigían hacia Irán, alrededor del 1750 a.C., una gran cantidad de arios empezaron a entrar en la India desde el Hindu Kush, señalando el principio de varios siglos en los que oleadas de estos inmigrantes penetraron con profundidad creciente en el valle del Indo y en el Punjab, hasta llegar finalmente al alto Ganges. Aunque los arios no expulsaron a los nativos, la civilización del valle del Indo se desmoronó. Sin duda, su llegada entrañó mucha violencia, ya que eran guerreros y nómadas, y tenían armas de bronce, carros y caballos. Pero, en cualquier caso, se establecieron, y hay abundantes indicios de que los nativos convivieron con ellos, manteniendo vivas sus propias creencias y prácticas. Hay muchas pruebas arqueológicas de la fusión de la cultura de Harappa con tradiciones posteriores. Pese a sus limitaciones, este es un ejemplo temprano de la asimilación de culturas que siempre caracterizaría a la sociedad india, y que finalmente constituiría la base de la notable capacidad asimilativa del hinduismo clásico.

Parece evidente que los arios no llevaron a la India una cultura tan avanzada como la de Harappa, lo que recuerda de alguna forma la historia de la llegada de los indoeuropeos al Egeo. La escritura, por ejemplo, desaparece, y no surge de nuevo hasta mediados del primer milenio a.C.; también hubo que reinventar las ciudades, y las nuevas carecían de la complejidad y del orden de sus antecesoras del valle del Indo. Por el contrario, parece que los arios renunciaron a sus hábitos de pastores y se adaptaron lentamente a la vida agrícola, extendiéndose hacia el este y hacia el sur desde sus primeras zonas de asentamiento en aldeas repartidas irregularmente. Este proceso tardó siglos en consumarse, y no culminó hasta la llegada del hierro y hasta que se colonizó el valle del Ganges; los aperos de hierro facilitaron el cultivo. Mientras tanto, junto con esta apertura física de las llanuras del norte, la cultura aria había hecho dos contribuciones decisivas a la historia india, a sus instituciones religiosas y a las sociales.

Los arios sentaron las bases de la religión que constituye el núcleo de la civilización india. Su religión se centraba en el concepto de sacrificio, a través del cual se repetía indefinidamente el proceso de creación que los dioses llevaron a término al principio de los tiempos. Agni, el dios del fuego, era muy importante, porque a través de las llamas los hombres podían llegar a los dioses. Los brahmanes, los sacerdotes que presidían estas ceremonias, tenían gran importancia y prestigio. En el panteón ario, dos de los dioses más importantes eran Varuna, dios del cielo nocturno y de los océanos, controlador del orden natural y encarnación de la justicia, e Indra, el dios supremo, que año tras año mataba a un dragón y liberaba así de nuevo las aguas celestiales que llegaban con el comienzo del monzón. Conocemos a estos dioses gracias al Rig Veda, una recopilación de más de un millar de himnos que se entonaban durante los sacrificios, reunida por primera vez hacia el 1000 a.C., pero sin duda acumulada durante siglos, y que constituye una de las fuentes más importantes para conocer la historia no solo de la religión india, sino también de la sociedad aria.

El Rig Veda parece un reflejo de la cultura aria que fue tomando forma en la India, no de la cultura aria anterior. Es, al igual que las obras de Homero, la forma escrita en la que cristalizó un corpus de tradición oral, aunque bastante diferente en el sentido de que es mucho menos difícil utilizarlo como fuente histórica, dado que su origen es más claro. Su carácter sagrado hizo que fuera esencial su memorización exacta, y aunque no se fijó por escrito hasta después del 1300, es casi seguro que permaneció fiel en gran parte a su forma original. Junto con los himnos védicos y obras en prosa posteriores, el Rig Veda es nuestra mejor fuente sobre la India aria, cuya arqueología no nos resulta de gran ayuda al ser los materiales de construcción empleados en sus poblaciones y templos menos duraderos que el ladrillo utilizado en las ciudades del valle del Indo.

El mundo que revela el Rig Veda, que es el de los bárbaros de la Edad del Bronce, recuerda también al de Homero. Algunos arqueólogos creen ahora que se pueden identificar en los himnos referencias a la destrucción de las ciudades de la civilización de Harappa. No se menciona el hierro, que aparentemente no llegó a la India hasta después del 1000 a.C. (hay controversias sobre cuánto tiempo después y procedente de dónde). El escenario de los himnos es una tierra que se extiende desde las orillas occidentales del Indo hasta el Ganges, habitada por arios y por nativos de piel oscura, que formaban sociedades cuyas unidades fundamentales eran la familia y la tribu, pero cuyo legado fue menos duradero que el modelo de organización social aria que surge finalmente y que llamamos «sistema de castas».

Es imposible hablar con seguridad de los comienzos y las repercusiones de un sistema tan vasto y complejo como el de las castas. Una vez que se fijaron por escrito las normas de las castas, estas parecieron una estructura resistente y sólida, incapaz de variación. Pero esto no ocurriría hasta que las castas tuvieron una existencia de cientos de años, período en el que el sistema siguió siendo flexible y evolucionó. Sus raíces parecen hallarse en el reconocimiento de las divisiones de clase fundamentales de una sociedad agraria asentada: una aristocracia de guerreros (chatrias), los sacerdotes o brahmanes y los campesinos y agricultores corrientes (vaishias). Estas son las primeras divisiones de la sociedad aria que pueden observarse, y no parecen haber sido exclusivas; era posible el movimiento entre ellas. La única barrera infranqueable al principio era, al parecer, la que existía entre arios y no arios; una de las palabras que empleaban los arios para designar a los habitantes nativos de la India era dasa, que finalmente se utilizó para los «esclavos». A las categorías ocupacionales pronto se añadió una cuarta de no arios que sin duda se basaba en el deseo de conservar la pureza racial. Estos eran los shudras o «impuros», que no podían estudiar ni escuchar los himnos védicos.

Esta estructura fue desarrollándose casi desde entonces. A medida que la sociedad fue volviéndose más compleja y se sucedían los movimientos dentro de la estructura tripartita original, fueron apareciendo nuevas divisiones y subdivisiones, proceso en el que los brahmanes, la clase superior, desempeñaron un papel decisivo. Se distinguió a los terratenientes y comerciantes de los agricultores; los primeros se llamaron vaishias, y los campesinos se convirtieron en shudras. Se codificaron el matrimonio y los tabúes alimentarios, y el proceso llevó gradualmente a la aparición del sistema de castas que conocemos en la actualidad. Un enorme número de castas y subcastas se insertaron poco a poco en el sistema, y sus obligaciones y exigencias se convirtieron finalmente en el regulador fundamental de la sociedad india, quizá el único significativo para las vidas de muchos indios. En la época moderna, había ya miles de jatis o castas locales cuyos integrantes solo podían casarse entre ellos y comer alimentos cocinados por miembros de la misma casta, y que obedecían sus normas. Por lo general, una casta limitaba también a quienes pertenecían a ella a la práctica de un oficio o profesión. Por este motivo (además de por los lazos tradicionales de tribu, familia y localidad, y por la distribución de la riqueza), la estructura del poder en la sociedad india ha guardado mucha más relación hasta la actualidad con las castas que con las instituciones políticas formales y la autoridad central.

Al principio, la sociedad tribal aria produjo reyes, que surgieron, sin duda, gracias a sus aptitudes militares. Gradualmente, algunos de ellos adquirieron una especie de sanción divina, aunque esto siempre dependía del buen equilibrio de relaciones con la casta de los brahmanes. Pero este no fue el único modelo político, pues no todos los arios aceptaron esta evolución. Hacia el 600 a.C., cuando comienzan por fin a discernirse algunos de los detalles de la historia política india a través de la maraña de leyendas y mitos, pueden distinguirse dos tipos de comunidades políticas: una no monárquica, que sobrevivía en el norte montañoso, y otra monárquica, establecida en el valle del Ganges. Esto era el reflejo de siglos de expansión constante de los arios hacia el este y el sur, durante los cuales parece que el asentamiento pacífico y los matrimonios mixtos desempeñaron un papel tan importante como la conquista. Poco a poco, durante esta época, el centro de gravedad de la India aria fue desplazándose desde el Punjab hasta el valle del Ganges, donde los pueblos que lo habitaban antes que los arios adoptaron la cultura aria.

A medida que salimos de la zona de penumbra de los reinos védicos, se hace más patente que estos establecieron algo parecido a una unidad cultural en el norte de la India. El valle del Ganges era, en el siglo VII a.C., el gran centro de población india. Quizá lo que lo hizo posible fuera el cultivo del arroz. Ahí comenzó una segunda edad de las ciudades indias, que al principio eran mercados y centros de fabricación, a juzgar por la forma en que agrupaban a artesanos especializados. Las grandes llanuras, junto con el desarrollo de los ejércitos a una escala mayor y su mejor equipamiento (sabemos del uso de elefantes), favorecieron la consolidación de unidades políticas mayores. Al final del siglo VII a.C., el norte de la India estaba organizado en dieciséis reinos, aunque sigue siendo difícil desentrañar, a partir de su mitología, cómo surgieron y cómo estaban relacionados entre sí. Sin embargo, la existencia de un sistema monetario y los comienzos de la escritura hacen probable que tuvieran gobiernos de solidez y regularidad crecientes.

Los procesos en virtud de los que surgieron aparecen tratados en algunas de las primeras fuentes literarias de la historia india, los Brahmanas, textos compuestos durante el período en el que la cultura aria llegó a dominar el valle del Ganges (h. 800-600 a.C.). Pero se pueden encontrar más datos y los grandes nombres que intervinieron en estos procesos en documentos posteriores, sobre todo en dos grandes epopeyas indias, el Ramayana y el Mahabharata. Los textos actuales son el resultado de una revisión constante realizada desde alrededor del 400 a.C. hasta el 400 de nuestra era, cuando fueron escritos por primera vez en la forma en que los conocemos, por lo que no es fácil su interpretación. En consecuencia, sigue siendo difícil comprender, por ejemplo, la realidad política y administrativa existente en el reino de Magadha, al sur del actual Bihar, que surgió finalmente como potencia dominante y que sería el núcleo de los primeros imperios históricos de la India. Por otra parte (y lo que posiblemente es más importante), es indudable que el valle del Ganges ya era lo que iba a seguir siendo, la sede del imperio, una vez asegurado su dominio cultural como centro de la civilización india, el futuro Indostán.

Los textos védicos posteriores y la riqueza general de la literatura aria hacen que olvidemos con demasiada facilidad la existencia de medio subcontinente. Los documentos escritos suelen limitar la historia india hasta ese momento (e incluso después) a la historia del norte. El estado de los estudios arqueológicos e históricos refleja también, y explica mejor, la concentración de la atención en el norte de la India; se sabe mucho más sobre esta zona en la Antigüedad que sobre el sur. Pero también hay otras razones mejores y menos accidentales que justifican este énfasis. Los testimonios arqueológicos muestran, por ejemplo, un claro y continuo desfase en este período inicial entre la zona del Indo y sus afluentes y el resto de la India (parte esta última a la que, cabría subrayar, daría nombre el río). La ilustración (si puede decirse así) llegó del norte. En el sur, cerca de la moderna Mysore, los asentamientos más o menos contemporáneos de la civilización de Harappa no muestran ningún rastro de metales, aunque sí pruebas de la existencia de ganado vacuno y de cabras domesticadas. El bronce y el cobre no comenzaron a aparecer hasta un tiempo después de la llegada de los arios al norte. Fuera del sistema del Indo, tampoco hay esculturas de metal contemporáneas ni sellos, y las figuras de terracota halladas son inferiores en número. En Cachemira y Bengala oriental hay testimonios fehacientes de culturas de la Edad de Piedra que tienen afinidades con las del sur de China, pero al menos es evidente que, fueran cuales fuesen las características locales de las culturas indias con las que estuvieron en contacto y dentro de los límites impuestos por la geografía, primero la civilización de Harappa y después la aria fueron dominantes. Ambas se fueron afirmando gradualmente hacia Bengala y el valle del Ganges, hasta la costa occidental en dirección a Gujarat, y en las tierras altas centrales del subcontinente. Este es el modelo de la edad oscura, y cuando llegamos a la época histórica no hay mucha más luz. La supervivencia de las lenguas dravídicas en el sur demuestra el persistente aislamiento de la región.

La topografía explica gran parte de este aislamiento. El Decán siempre ha estado cortado en el norte por montañas cubiertas de jungla, los montes Vindhya. El sur es también accidentado y montañoso en el interior, lo que no favorecía, como las llanuras abiertas del norte, la creación de grandes estados. Por el contrario, el sur de la India permaneció fragmentado, y algunos de sus habitantes seguían viviendo, gracias a su inaccesibilidad, de la caza y la recolección propias de una era tribal. Otros, por un accidente geográfico diferente, se volvieron hacia el mar, también en contraste con los imperios predominantemente agrarios del norte.

Millones de personas debieron de verse afectadas por los cambios hasta aquí descritos. Los cálculos sobre poblaciones antiguas son notoriamente poco fiables. De la India se ha dicho que tenía veinticinco millones de habitantes en el 400 a.C., lo que equivaldría aproximadamente a la cuarta parte de la población total del mundo de la época. La importancia de la historia antigua de la India radica, sin embargo, en la forma en que fijó unos modelos que siguen conformando las vidas de un número aún mayor de personas hoy en día, más que en su repercusión sobre grandes poblaciones en la Antigüedad. Esto es cierto sobre todo en el ámbito de la religión. El hinduismo clásico cristalizó en el primer milenio a.C. En esa misma época nació, también en la India, una gran religión mundial, el budismo, que llegaría a dominar amplias zonas de Asia. Lo que el hombre hace está determinado por lo que cree que puede hacer; por tanto, lo que constituye el pulso de la historia de la India es la creación de una cultura, no la de una nación ni de una economía, y para esta cultura la religión fue fundamental.

Las raíces más profundas de la síntesis religiosa y filosófica de la India son realmente muy profundas. Una de las grandes figuras populares del actual panteón hindú es Siva, cuyo culto aunó muchos cultos de fertilidad antiguos. Un sello hallado en Mohenjo-Daro muestra ya una figura que recuerda la de Siva, y en las ciudades de la cultura de Harappa se han encontrado también piedras como el lingam, el objeto de culto fálico que es el emblema de este dios, que se halla en los templos modernos. Por tanto, hay algunas pruebas que hacen suponer que la adoración de Siva podría ser el culto religioso más antiguo que sobrevive en el mundo. Aunque ha asimilado muchas características arias importantes, Siva es anterior a los arios y sobrevive en todo su poder polifacético, siendo aún objeto de veneración en el siglo XX. Tampoco es la única deidad del pasado remoto de la civilización del Indo que pudo sobrevivir. Otros sellos de la civilización de Harappa parecen sugerir un mundo religioso centrado en torno a una diosa-madre y a un toro, y el toro llega hasta nuestros días como el Nandi de incontables santuarios de pueblo en toda la India hindú (y con renovado brío en su última encarnación, como símbolo electoral del Partido del Congreso).

Visnú, otro foco de la devoción popular moderna hindú, es un dios mucho más ario. Visnú reunió a cientos de dioses y diosas locales que aún hoy se adoran para formar el panteón hindú, aunque su culto no es ni por asomo el único ni el mejor testimonio de la contribución aria al hinduismo. Con independencia de lo que sobrevivió de la civilización de Harappa (o incluso anterior), las principales tradiciones filosóficas y especulativas del hinduismo derivan de la religión védica. Esta es la herencia aria. Hasta hoy, el sánscrito es la lengua de la enseñanza religiosa; trasciende las divisiones étnicas, y los brahmanes lo utilizan tanto en el sur, donde se hablan lenguas dravídicas, como en el norte. Fue un gran elemento de cohesión cultural, al igual que la religión que transmitía. Los himnos védicos proporcionaron el núcleo de un sistema de pensamiento religioso más abstracto y filosófico que el animismo primitivo. Las ideas arias de infierno y paraíso, la Casa de Arcilla y el Mundo de los Padres, evolucionaron gradualmente hasta la creencia de que las acciones que se hacen en la vida determinaban el destino humano. Poco a poco fue surgiendo una estructura ideológica inmensa y global, una visión del mundo en la que todas las cosas estaban unidas en una enorme red ontológica. En este todo inmenso, las almas podían ir adoptando diferentes formas, y podían subir o bajar por la escala del ser, entre castas, por ejemplo, o incluso entre el mundo humano y el animal. La idea de la transmigración de vida en vida, cuyas formas se determinan por una conducta adecuada, iba unida a la idea de purga y renovación, a la fe en la liberación de lo transitorio, lo accidental y lo aparente, y a la creencia en la identidad final del alma y el ser absoluto en brahma, el principio creativo. El deber del creyente era la observación del dharma, concepto casi intraducible, pero que contiene algo de la idea occidental de una ley natural y algo de la idea de que los hombres han de mostrar respeto y obediencia a los deberes inherentes a su posición.

Este desarrollo llevó mucho tiempo. Los pasos a través de los que la tradición védica original comienza a transformarse en el hinduismo clásico son oscuros y complejos. En su origen se hallan los brahmanes, que controlaron durante mucho tiempo el pensamiento religioso gracias a su papel clave en los ritos de sacrificio de la religión védica. Parece que la clase brahmánica utilizó su autoridad religiosa para subrayar su aislamiento y sus privilegios. Matar a un brahmán se convirtió muy pronto en el crimen más grave, y ni siquiera los reyes podían competir con sus poderes. Pero parece que hubo enseguida un acuerdo con los dioses de un mundo más antiguo; hay quien sugiere que ello pudo deberse a la infiltración en la clase brahmánica de sacerdotes de cultos no arios que aseguraron así la supervivencia y posterior popularidad del culto de Siva.

Los Upanishads sagrados, textos que datan de alrededor del 700 a.C., señalan la siguiente evolución importante hacia una religión más filosófica. Son un cajón de sastre que contiene unas 250 jaculatorias, himnos, aforismos y reflexiones de santos que indican el significado interno de las verdades religiosas tradicionales. Hacen mucho menos hincapié en dioses y diosas personales que los textos anteriores, y también incluyen algunas de las primeras enseñanzas ascéticas que serían después una característica tan visible y sorprendente de la religión india, aun cuando solo las practicara una pequeña minoría. Los Upanishads cubren la necesidad que algunos sentían de buscar la satisfacción religiosa fuera de la estructura tradicional. Parece que se suscitaron dudas sobre el principio del sacrificio; al comienzo del período histórico empiezan a aparecer nuevos modelos de pensamiento, y en los últimos himnos del Rig Veda ya se expresa la incertidumbre sobre las creencias tradicionales. Conviene mencionar aquí estos cambios porque no pueden comprenderse separados del pasado ario y preario. El hinduismo clásico sería una síntesis de ideas como las que aparecen en los Upanishads (que apuntan a una concepción monoteísta del universo) con la tradición popular más politeísta que representaban los brahmanes.

La especulación abstracta y el ascetismo se vieron favorecidos a menudo por la existencia del monacato, un alejamiento de las preocupaciones materiales para practicar la devoción y la contemplación que aparece en la época védica. Algunos monjes optaron por la experiencia ascética y otros llevaron muy lejos la especulación, y tenemos constancia de sistemas intelectuales basados en un determinismo y un materialismo a ultranza. Un culto que tuvo mucho éxito y que no exigía creer en dioses y representaba una reacción contra el formalismo de la religión brahmánica fue el jainismo, creación de un maestro del siglo VI a.C. que, entre otras cosas, predicaba un respeto a la vida animal que hacía imposible la agricultura y la ganadería. Los jainistas tendieron a hacerse, pues, comerciantes, lo que ha tenido como consecuencia que, en la actualidad, la comunidad jainista sea una de las más ricas de la India. El más importante, con diferencia, de los sistemas innovadores fue el de las enseñanzas de Buda, «el iluminado» o «el consciente», como cabe traducir su nombre.

Se considera significativo que Buda, al igual que algunos otros innovadores religiosos, naciera en uno de los estados de la frontera septentrional de la llanura del Ganges donde no se consolidó el modelo ortodoxo y monárquico que surgió en otras regiones. Esto ocurrió a principios del siglo VI a.C. Siddhartha Gautama no era un brahmán, sino un príncipe de la clase de los guerreros que recibió una educación cómoda y señorial, y que, insatisfecho con su vida, abandonó su casa. Su primer recurso fue el ascetismo, pero después de practicarlo durante siete años, decidió que había tomado un camino erróneo, y comenzó a predicar y a enseñar. Sus reflexiones le indujeron a plantear una doctrina austera y ética, cuyo objetivo era la liberación del sufrimiento alcanzando estados superiores de conciencia, lo que no carecía de paralelismos con las enseñanzas de los Upanishads.

Una parte importante del budismo es el yoga, que se convirtió en uno de los denominados «Seis sistemas» de la filosofía hindú. La palabra tiene muchos significados, pero en este contexto se puede traducir aproximadamente como «método» o «técnica». Mediante el yoga, se trataba de llegar a la verdad a través de la meditación después de lograr un control completo y perfecto del cuerpo, control que revelaría la ilusión de la personalidad, que, como todo el resto del mundo creado, no es más que un fluir, el paso de los acontecimientos, no la identidad. Este sistema ya se había esbozado también en los Upanishads, y se convertiría en uno de los aspectos de la religión india que más sorprendieron a los visitantes procedentes de Europa. Buda enseñó a sus discípulos a disciplinar las necesidades de la carne y a despojarse de ellas de tal modo que ningún obstáculo impidiera que el alma alcanzara el estado de santidad del nirvana o autoaniquilación, la liberación del ciclo infinito de renacimiento y transmigración. Una doctrina, pues, que instaba a los hombres no a que hicieran algo, sino a que fueran algo para no ser cualquier cosa. La forma de lograrlo era seguir un camino de ocho vías de perfeccionamiento moral y espiritual. Todo esto equivale a una gran revolución ética y humanitaria.

Aparentemente, Buda tenía grandes dotes prácticas y de organización que, junto con su incuestionable calidad personal, le convirtieron enseguida en un maestro popular y de éxito. Eludió la religión brahmánica en lugar de oponerse a ella, y esto debió de suavizar su camino. La aparición de comunidades de monjes budistas confirió a su obra un marco institucional que le sobreviviría. Buda ofreció, asimismo, un papel a quienes no estaban satisfechos con la práctica tradicional, en especial a las mujeres y a los seguidores de las castas inferiores, ya que, a sus ojos, la casta era irrelevante. Por último, el budismo era arritualista, sencillo y ateo. No tardó en ser objeto de elaboración y, dicen algunos, de contaminación especulativa, y, al igual que todas las grandes religiones, asimiló gran parte de las creencias y prácticas preexistentes, aunque al hacerlo mantuvo una gran popularidad.

Pero el budismo no sustituyó a la religión brahmánica, y durante dos siglos aproximadamente estuvo confinado en una parte relativamente pequeña del valle del Ganges. Al final, aunque no fue hasta bien entrada la era cristiana, vencería el hinduismo, y el budismo disminuiría hasta convertirse en una creencia minoritaria en la India. Pero, en cambio, se convertiría en la religión más difundida en Asia y en una poderosa fuerza de la historia universal. Y fue la primera religión del mundo que se difundió más allá de la sociedad en la que nació, ya que la tradición de Israel, más antigua, tendría que esperar hasta la era cristiana para poder asumir un papel mundial.

En su India natal, el budismo sería importante hasta la llegada del islam. Las enseñanzas de Buda señalan, por tanto, una época reconocible en la historia de la India y justifican una interrupción en su exposición. En su época, una civilización india que aún pervive y aún es capaz de realizar enormes hazañas de asimilación estaba completa en lo esencial. Este es un hecho de enormes consecuencias que separaría a la India del resto del mundo.

Gran parte de los logros de las primeras civilizaciones de la India siguen siendo intangibles. Hay una famosa figura que representa a una bella bailarina de Mohenjo-Daro, pero la India antigua anterior a la época de Buda no produjo arte ni unos monumentos comparables a los de Mesopotamia, Egipto o la Creta minoica. Marginal en su tecnología, la India también llegó tarde —aunque no puede decirse con exactitud en qué medida en relación con las demás civilizaciones— a la escritura. Pero las dudas sobre gran parte de la historia antigua de la India no pueden oscurecer el hecho de que su sistema social y sus religiones han durado más que cualquier otra de las grandes creaciones de la mente humana. Incluso es temerario especular sobre la influencia que ejercieron a través de las actitudes que alentaron, difundidas a través de los siglos en formas puras o impuras. Lo único seguro es un dogmatismo negativo; un conjunto tan completo de visiones del mundo, unas instituciones tan despreocupadas por el individuo, una filosofía tan afirmativa de los ciclos implacables del ser, tan carente de una fácil atribución de la responsabilidad del bien y del mal, que tuvieron que dar lugar a una historia muy diferente de la de los seres humanos que vivieron en las grandes tradiciones semíticas. Y estas actitudes se formaron y asentaron en su mayor parte mil años antes de Cristo.

LA ANTIGUA CHINA

Lo más llamativo de la historia de China es su duración: China existe como nación, en la que se utiliza la lengua china, desde hace unos 2.500 años. Su gobierno como una entidad única viene considerándose normal desde hace tiempo, pese a los intervalos de división y confusión. La continua experiencia de China como civilización solo tiene rival en la del antiguo Egipto, y esta experiencia, tanto cultural como política, es la clave de la identidad histórica china. El ejemplo de la India demuestra hasta qué punto puede ser más importante la cultura que el gobierno, mientras que el caso de China, por su parte, viene a indicar lo mismo aunque de forma distinta; en China, la cultura permitió que el gobierno unificado resultara más fácil. De alguna manera, en una época muy antigua, se materializaron en el territorio chino ciertas instituciones y actitudes que habrían de perdurar porque se adecuaban a las circunstancias del país. Es más, algunas de ellas parecen haber trascendido incluso la revolución del siglo XX.

Debemos empezar por el territorio, que a primera vista no parece que favorezca la unidad. El escenario físico de la historia china tiene una extensión enorme. China es más grande que Estados Unidos y, en la actualidad, tiene cuatro veces la población estadounidense. La Gran Muralla, que protegía la frontera septentrional, estaba compuesta por entre 4.000 y 4.800 kilómetros de fortificaciones, y nunca se ha terminado de examinar. Desde Pekín hasta Hong Kong, más o menos al sur, hay 1.900 kilómetros en línea recta. Esta enorme extensión abarca muchos climas y muchas regiones, pero entre ellos destaca una distinción, la que separa el norte del sur. En verano, el norte es abrasador y árido, mientras que el sur es húmedo y suele sufrir inundaciones; el norte parece pelado y lleno de polvo en invierno, mientras que el sur está siempre verde. Y esto no es todo lo que supone tal distinción. Algunos de los principales asuntos desde los comienzos de la historia china son la propagación de la civilización mediante la migración, o la difusión, de norte a sur, la tendencia a la conquista y a la unificación política, que toma la misma dirección, y los continuos estímulos que la civilización del norte recibió del exterior, procedentes de Mongolia y Asia central.

Las principales divisiones internas de China están determinadas por montañas y ríos. Tres grandes ríos atraviesan el interior y recorren el país aproximadamente de oeste a este. De norte a sur, son el Huang o Amarillo, el Yangtsé y el Xi Jiang. Resulta sorprendente que un país tan grande y, por tanto, dividido, forme una unidad. Pero China está también aislada. Algunos estudiosos creen que el país es un mundo en sí mismo desde el comienzo del Pleistoceno. Gran parte de China es montañosa, y salvo en el extremo meridional y en el nordeste, sus fronteras se sitúan a través y a lo largo de grandes cadenas montañosas y mesetas. La cabecera del Yangtsé, como la del Mekong, está en los montes Kunlun, al norte del Tíbet. Estas fronteras montañosas son grandes elementos aislantes; el arco que forman solo se rompe por donde fluye el río Amarillo hacia el sur, hacia China, desde la Mongolia Interior, y es en las riberas de este río donde comienza la historia de la civilización en China.

Bordeando el desierto de Ordos, separado este por otra cadena montañosa de los desolados yermos del Gobi, el río Amarillo abre una especie de embudo en el norte de China, a través del cual han fluido hacia esta personas y tierras. Los sedimentos de loess del valle fluvial, fértiles y fáciles de trabajar, depositados por el viento del norte, son la base de la primera agricultura china. Hubo un tiempo en que esta región tenía una abundante riqueza de árboles y agua, pero en una de las transformaciones climáticas que subyacen tras tantos cambios sociales primitivos, la tierra se enfrió y se desecó. Para el conjunto de la prehistoria china, desde luego, el marco es mayor que el de un solo valle fluvial. El «hombre de Pekín» surge como el primer usuario del fuego hace unos 600.000 años, y hay restos de neandertales en las tres grandes cuencas fluviales. El rastro desde estos predecesores hasta las culturas apenas discernibles que les sucedieron al principio del Neolítico, nos lleva a una China ya dividida en dos zonas culturales, con un punto de contacto y de mezcla en el río Amarillo. Es imposible separar la maraña de interconexiones culturales ya detectable en esa época, pero el progreso hacia una cultura uniforme o unida no fue regular; incluso en los primeros tiempos históricos, se dice que «toda China ... era un hervidero de supervivientes neolíticos». Sobre este fondo tan variado surgió la agricultura permanente; nómadas y sedentarios coexistirán en China hasta nuestros días. No mucho antes del 1000 a.C., en el norte aún se cazaban rinocerontes y elefantes.

Al igual que en otras partes del mundo, la llegada de la agricultura supuso una revolución. Se ha dicho que los pueblos que vivían en las zonas costeras semitropicales del sudeste de Asia y del sur de China talaban árboles para obtener campos de cultivo ya en el 10.000 a.C. Sin duda explotaron la vegetación para proveerse de fibras y alimento, pero este es un asunto sobre el que aún carecemos de muchos datos. Existen testimonios mucho mejores en el norte de China, donde el terreno situado justo por encima del nivel de las inundaciones del río Amarillo empieza a dar pruebas de la existencia de la agricultura a partir del 5800 a.C. aproximadamente. De forma parecida a lo que ocurrió al principio de la historia de Egipto, parece que esta agricultura agotaba la fertilidad del suelo; se desbrozaba la tierra, se utilizaba unos cuantos años y, después, se dejaba de nuevo en manos de la naturaleza, mientras los agricultores labraban en otra parte. Desde esta zona septentrional de China, la agricultura se difundió posteriormente tanto hacia el norte, a Manchuria, como hacia el sur. En ella aparecieron pronto culturas complejas que combinaban la agricultura con la talla del jade y de la madera, la utilización doméstica de gusanos de seda, la fabricación de vasijas ceremoniales dándoles formas que se convertirían en tradicionales, y quizá incluso el uso de palillos. En otras palabras, esta región era, ya en el Neolítico, la cuna de gran parte de lo que sería característico en la posterior tradición china en la época histórica.

Los autores de la Antigüedad reconocieron la importancia de este revolucionario cambio social, y las leyendas hablan de un inventor concreto de la agricultura, aunque poco puede inferirse con seguridad o claridad sobre la organización social de esta etapa. Quizá por eso los chinos tienden persistentemente a idealizarla. Mucho antes de que se generalizara la propiedad privada, se suponía que «todo lugar bajo el cielo es del soberano», lo que podría ser reflejo de la idea primitiva de que todas las tierras pertenecían a la comunidad. Los marxistas chinos han mantenido esta tradición, viendo en los testimonios arqueológicos una edad de oro del comunismo primitivo, que fue seguido de un declive hacia la esclavitud y la sociedad feudal. No es probable que este argumento convenza a los interesados en la cuestión de una forma u otra. Parece que se pisa un terreno más firme con la atribución a esta época de la aparición de una estructura de clanes y de tótems, con prohibiciones sobre el matrimonio dentro del clan. Esta forma de parentesco es casi la primera institución que puede constatarse que sobrevivió y fue importante en la época histórica. La cerámica también sugiere cierta nueva complejidad en las funciones sociales. Se fabricaban ya objetos delicados que no podían estar destinados al uso cotidiano; parece que, antes de llegar a la era histórica, estaba surgiendo una sociedad estratificada.

Un indicio material de la futura China que es ya evidente en este período es el uso generalizado del mijo, un grano bien adaptado a la agricultura a veces de secano del norte. El mijo fue el producto básico de la dieta china hasta hace unos mil años y sustentó a una sociedad que, en su momento, alcanzó la escritura, la grandeza en el arte de la fundición del bronce basada en una tecnología difícil y avanzada, los medios para fabricar una cerámica exquisita, mucho más delicada que la existente hasta entonces en cualquier otra parte del mundo, y, sobre todo, un sistema político y social ordenado que identifica el primer período principal de la historia china. Pero hay que recordar una vez más que la agricultura que hizo posible todo esto estuvo circunscrita durante mucho tiempo al norte de China y que en muchas partes de este inmenso país solo se adoptó el cultivo cuando ya había empezado la época histórica.

Es muy difícil reconstruir lo sucedido en los primeros tiempos, aunque puede esbozarse con cierta seguridad. Se acepta comúnmente que la historia de la civilización en China empieza con unos gobernantes procedentes de un pueblo llamado Shang, el primer nombre que cuenta con pruebas independientes que respaldan su existencia en la lista tradicional de dinastías que, durante mucho tiempo, fue la base de la cronología china. Desde finales del siglo VIII a.C. disponemos de fechas mejores, pero seguimos careciendo de una cronología para la historia antigua de China tan bien fundada como, por ejemplo, la de Egipto. Es mucho más seguro que, hacia el 1700 a.C. (y un siglo más o menos es un margen aceptable de aproximación), una tribu llamada Shang, que tenía la ventaja militar de disponer de carros de guerra, se impuso sobre sus vecinos en una extensión considerable del valle del río Amarillo. Finalmente, el dominio Shang sería ejercido sobre más de cien mil kilómetros cuadrados en el norte de Henan, una superficie algo menor que la que ocupa la Inglaterra moderna, aunque sus influencias culturales llegaron mucho más allá de su periferia, como muestran testimonios aparecidos en lugares tan lejanos como el sur de China, el Turquestán chino y la costa nororiental.

Los reyes Shang vivieron y murieron rodeados de cierto lujo; junto con ellos eran enterrados esclavos y víctimas de sacrificios humanos en tumbas profundas y lujosas, y en sus cortes había archiveros y escribas, ya que esta fue la primera cultura que tuvo una auténtica escritura al este de Mesopotamia. Este es uno de los motivos para distinguir la civilización Shang de la importancia dinástica de los Shang, ya que este pueblo ejerció una influencia cultural que se extendió sin duda mucho más allá de la zona que pudo dominar políticamente. Parece que el propio orden político de los dominios Shang dependía de la conjunción de dos factores: la posesión de tierras y el cumplimiento de las obligaciones para con el rey; los terratenientes militares, que fueron las figuras clave de esta época, eran los miembros más destacados de unos linajes aristocráticos de orígenes semimíticos. Pero el gobierno Shang fue lo bastante avanzado como para emplear escribas y tuvo una moneda normalizada. Una muestra de lo que pudo hacer en su mejor momento está en su capacidad para movilizar grandes cantidades de mano de obra para la construcción de fortificaciones y ciudades.

La China Shang sucumbió al final ante otra tribu procedente del oeste del valle, los Zhou. La fecha probable sería entre el 1150 y el 1120 a.C. Con los Zhou, se conservaron y perfeccionaron muchas de las estructuras gubernamentales y sociales ya elaboradas por los Shang, y heredadas de estos. Los ritos funerarios, las técnicas para trabajar el bronce y el arte decorativo sobrevivieron también en formas que apenas sufrieron alteración. La gran obra del período Zhou fue la consolidación y difusión de este legado, y cabe ver en ella la cristalización de las instituciones de una futura China imperial que duraría dos mil años.

Los Zhou se consideraban rodeados de pueblos bárbaros que estaban a la espera de los efectos benéficos de la pacificación Zhou (una idea, cabría señalar, que aún subyacería en la persistente negativa de las autoridades chinas, dos mil años después, a considerar las misiones diplomáticas de Europa como algo más que respetuosas portadoras de tributos). La supremacía Zhou se basaba de hecho en la guerra, pero de ella se derivaron grandes consecuencias culturales. Al igual que con los Shang, no hubo un auténtico Estado unitario, y el gobierno Zhou supuso más un cambio cuantitativo que cualitativo. Normalmente, el poder estaba en manos de un grupo de notables y vasallos, unos más dependientes de la dinastía que otros, que en las buenas épocas ofrecían al menos un reconocimiento formal de su supremacía y que compartían, de forma creciente, una cultura común. La China política (si es razonable emplear este término) se basaba en grandes haciendas con cohesión suficiente para poder sobrevivir largo tiempo, y en este proceso sus amos originales fueron convirtiéndose en gobernantes a quienes se podía llamar reyes, servidos por burocracias elementales.

El sistema Zhou se derrumbó a partir del 700 a.C. aproximadamente, cuando una incursión bárbara empujó a los Zhou desde su centro ancestral hasta otro nuevo situado más al este, en Henan. La dinastía no terminó hasta el 256 a.C., pero es significativo que al período que va del 403 al 221 a.C. se lo conozca como el de los «Reinos Combatientes». En él, la selección histórica mediante el conflicto cobró fuerza. El pez grande se comió al pequeño hasta que solo quedó uno, y todas las tierras de los chinos fueron gobernadas por primera vez por un solo y gran imperio, el Qin, que daría su nombre al país. De ello se hablará en otro lugar; aquí solo se trae a colación en cuanto que señala otra época de la historia china.

La lectura de estos hechos en los relatos históricos tradicionales chinos puede producir una ligera sensación de vaguedad, y quizá pueda perdonarse a los historiadores no especializados en estudios chinos si no pueden encontrar en todo este período, de unos 1.500 años, ningún hilo narrativo de utilidad en las luchas apenas discernibles entre reyes y otras figuras extraordinarias. Se les debería excusar; después de todo, los estudiosos no han proporcionado aún ninguno. Sin embargo, durante la mayor parte de esta época se desarrollaron dos procesos básicos que fueron muy importantes para el futuro y que confieren al período cierta unidad, aunque sus detalles son escurridizos. El primero fue una difusión continua de la cultura hacia el exterior desde la cuenca del río Amarillo.

Para empezar, la civilización china era un conjunto de pequeñas islas en medio de un océano de barbarie. Pero en el 500 a.C. era la posesión común de decenas, quizá cientos, de «estados» dispersos por el norte, y también había llegado hasta el valle del Yangtsé. Esta había sido durante mucho tiempo una región pantanosa llena de bosques muy diferente del norte, habitada por pueblos mucho más primitivos. La influencia Zhou —en parte gracias a la expansión militar— se irradió hasta esta zona, y contribuyó a producir la primera cultura y el primer Estado importantes en el valle del Yangtsé, la civilización Chu, que, aunque debía mucho a la Zhou, tenía numerosos rasgos lingüísticos, caligráficos, artísticos y religiosos propios. Al final del período de los Reinos Combatientes, llegamos a un momento en que el escenario de la historia china está a punto de ampliarse en gran medida.

El segundo de estos procesos fundamentales de las épocas Shang y Zhou fue el establecimiento de una serie de hitos institucionales que sobrevivirían hasta la época moderna. Entre ellos, cabe mencionar la división fundamental de la sociedad china entre una nobleza propietaria de tierras y el pueblo llano, integrado en su mayor parte por los campesinos que constituían la inmensa mayoría de la población, y que pagaron por todo lo que China produjo en el camino hacia la civilización y el poder del Estado. Muy poco sabemos de sus vidas, pues tenemos menos información aún sobre ellos que sobre las masas anónimas de trabajadores que constituyeron la base de cualquier otra civilización antigua. Hay una buena razón material para ello: la vida del campesino chino era una alternancia entre su cuchitril de barro en el invierno y el campamento donde residía durante los meses de verano para vigilar y cuidar sus campos. Ni del uno ni del otro han quedado muchos rastros. Por lo demás, vive sumergido en el anonimato de su comunidad (no pertenece a ningún clan), está atado a la tierra, y ocasionalmente es sacado de ella para cumplir con otros deberes y servir a su señor en la guerra o en la caza. Su condición miserable queda de manifiesto en la clasificación de la historiografía comunista china, que agrupa las civilizaciones Shang y Zhou bajo la denominación de «sociedad esclavista», que a su vez fue seguida de la «sociedad feudal».

Aunque la sociedad china alcanzaría una complejidad mucho mayor al final del período de los Reinos Combatientes, esta distinción entre el pueblo llano y la nobleza permanecería y tendría importantes consecuencias prácticas. La nobleza, por ejemplo, no estaba sometida a los castigos —como la mutilación— que se infligían a los plebeyos; esta costumbre sobrevivió en tiempos posteriores, en que la pequeña nobleza estaba exenta de los golpes que podían recibir los plebeyos (aunque, desde luego, podía sufrir otros castigos más apropiados e incluso espantosos por delitos graves). Los nobles disfrutaron también durante mucho tiempo del monopolio de la riqueza, reminiscencia de su primitivo monopolio de las armas de metal. Sin embargo, la distinción crucial no era esta, sino que se basaba en la especial condición religiosa de los nobles y en su monopolio de ciertas prácticas rituales. Solo los nobles podían participar en los cultos que constituían el núcleo del concepto chino de parentesco. Solo los nobles pertenecían a una familia, lo que significaba que solo ellos tenían antepasados. La veneración de los antepasados y el apaciguamiento de sus espíritus habían existido antes de los Shang, aunque parece que al principio se creía que no sobrevivían muchos antepasados en el mundo de los espíritus. Posiblemente, los únicos lo bastante afortunados para ello eran los espíritus de personas especialmente importantes; los que más probabilidades tenían eran, desde luego, los espíritus de los antepasados de los gobernantes, cuyo origen último, se decía, era divino.

La familia surgió como un perfeccionamiento jurídico y una subdivisión del clan, y el período Zhou fue el más importante para su clarificación. En esa época había alrededor de cien clanes, dentro de los cuales estaba prohibido el matrimonio. Se creía que cada uno estaba fundado por un héroe o un dios. Los jefes patriarcales de las familias y las casas del clan ejercían una autoridad especial sobre sus miembros, y podían realizar sus rituales e influir así sobre los espíritus para que, como intermediarios ante los poderes que controlaban el universo, actuaran en favor del clan. Estas prácticas llegaron a identificar a las personas con derecho a poseer tierras u ocupar cargos. El clan ofrecía en este aspecto una especie de democracia de oportunidades; cada uno de sus miembros podía ser nombrado para ocupar el puesto supremo en él, ya que todos estaban habilitados para ello merced a la virtud esencial de una ascendencia cuyos orígenes eran divinos. En este sentido, el rey solo era un primus inter pares, un patricio que destacaba entre todos los patricios.

La familia absorbió enormes cantidades de sentimiento religioso y de energía psíquica; sus rituales eran rigurosos y largos. El pueblo llano, por su parte, que no participaba en ellos, encontró una salida religiosa en el mantenimiento del culto a los dioses de la naturaleza. Estos siempre merecieron también cierta atención de la élite, y la adoración de montañas y ríos y el apaciguamiento de sus espíritus fueron un importante deber imperial desde muy temprano, aunque influirían menos en el desarrollo fundamental del pensamiento chino que ideas similares de otras religiones.

La religión tuvo considerables repercusiones sobre las formas políticas. La exigencia de obediencia a la familia gobernante se basaba en su superioridad religiosa. Gracias al mantenimiento del ritual, esta tenía acceso a la buena voluntad de unos poderes invisibles, cuyas intenciones podían conocerse a través de los oráculos, cuya interpretación permitía a su vez la ordenación de la vida agrícola de la comunidad, ya que regulaban asuntos tales como la época de la siembra o de la cosecha. Por tanto, muchas cosas dependían de la condición religiosa del rey, de suma importancia para el Estado. Esto quedó reflejado en el hecho de que el desplazamiento de los Shang por los Zhou fue religioso además de militar. Los Zhou introdujeron la idea de que existía un dios superior al dios ancestral de la dinastía, del que se derivaba el poder para gobernar, y que ahora, decían, había ordenado que dicho poder pasara a otras manos. Esto supuso la introducción de otra idea fundamental para el concepto chino de gobierno, que iría estrechamente unida a la noción de una historia cíclica marcada por las repetidas ascensiones y caídas de las dinastías y que, inevitablemente, provocó especulaciones sobre cuáles eran las señales por las que se reconocería al receptor del nuevo mandato divino. Una de ellas era la piedad filial, que llevaba implícito un principio conservador. Pero los escritores de la dinastía Zhou también introdujeron otra idea, traducida sin demasiada exactitud como «virtud», cuyo contenido fue sin duda flexible, ya que permitía el desacuerdo y la discusión.

En sus primeras formas, el «Estado» chino —y debe pensarse en largos períodos en los que coexistieron más de uno— parece poco más que una abstracción de la idea de la hacienda del gobernante y de la necesidad de mantener los rituales y sacrificios. Los testimonios no dan la impresión de que fuera una monarquía muy ajetreada. Aparte de las decisiones extraordinarias sobre la paz o la guerra, parece que el rey tenía poco más que hacer que cumplir con sus deberes religiosos, cazar y emprender proyectos de construcción en los complejos palaciegos que aparecen ya en la época Shang, aunque hay indicios de que los reyes Zhou también acometieron (utilizando como mano de obra a los prisioneros) una extensa colonización agrícola del territorio. Durante mucho tiempo, los primeros gobernantes chinos no tuvieron una burocracia digna de mención. Poco a poco, fue surgiendo una jerarquía de ministros que regulaba la vida de la corte, pero el rey era un terrateniente que necesitaba sobre todo administradores, supervisores y unos pocos escribas. Sin duda, gran parte de su tiempo lo dedicaba a recorrer sus tierras. El único otro aspecto de su actividad que requería el apoyo de expertos era el de la vida sobrenatural. Esto tendría muchas consecuencias, una de ellas la íntima relación entre el gobierno y la determinación del tiempo y del calendario, muy importantes ambos en las sociedades agrarias, que se basaron en la astronomía, y que, aunque llegó a sustentarse principalmente en la observación y el cálculo, tuvo sus orígenes más remotos en la magia y la religión.

En la época Shang, todas las grandes decisiones de Estado, y muchas de las de índole menor, se tomaban previa consulta a los oráculos. Esto se hacía grabando caracteres escritos en caparazones de tortuga o en paletillas de ciertos animales a los que luego se aplicaba un alfiler de bronce calentado que producía grietas en el reverso. Después se estudiaban la dirección y la longitud de estas grietas en relación con los caracteres y se interpretaba el oráculo en consecuencia. Esta práctica tiene enorme importancia para los historiadores, ya que los oráculos se conservaron, presumiblemente como archivos, y nos proporcionan testimonios sobre los orígenes de la lengua china, dado que los caracteres grabados en estos huesos (y en algunos bronces tempranos) son básicamente los del chino clásico. Los Shang tenían alrededor de cinco mil de estos caracteres, aunque no pueden leerse todos. Sin embargo, los principios de esta escritura muestran una congruencia única; mientras que otras civilizaciones renunciaron a la caracterización pictográfica en favor de un sistema fonético, el chino creció y evolucionó, pero permaneció básicamente dentro del marco pictográfico. Además, ya con los Shang, la estructura de la lengua era la del chino moderno: monosilábica y en función del orden de las palabras, y no de su inflexión, para transmitir significado. Los Shang, de hecho, ya utilizaban una forma de chino.

La escritura seguiría ocupando un puesto destacado en las artes chinas, y siempre ha conservado alguna huella del respeto religioso que se dio a los primeros caracteres. Hace solo unos años, se reprodujeron ampliamente muestras de la caligrafía de Mao Zedong durante su mandato, que se utilizaron para aumentar su prestigio. Esto refleja los siglos durante los que la escritura siguió siendo un privilegio de la élite celosamente guardado. Los lectores de los oráculos, los llamados shih, fueron los precursores de la posterior clase de los aristócratas eruditos, y eran expertos indispensables, poseedores de habilidades hieráticas y arcanas. Su monopolio pasaría en épocas posteriores a la clase, mucho más numerosa, de los aristócratas eruditos. La lengua fue, por tanto, la forma de comunicación de una élite relativamente pequeña que no solo tenía sus privilegios enraizados en su posesión, sino que también sentía interés por preservarla frente a la corrupción o la variación. La lengua tuvo una enorme importancia como fuerza unificadora y estabilizadora, ya que el chino escrito se convirtió en una lengua de gobierno y cultura que trascendió las divisiones en función del dialecto, la religión y la región. Su uso por la élite mantuvo unido al país.

Así pues, al final del período Zhou se habían fijado varios grandes factores determinantes de la futura historia de China. Ese final llegó después de crecientes indicios de cambios sociales que afectaron al funcionamiento de las principales instituciones, lo que no ha de sorprendernos; China fue durante mucho tiempo básicamente agraria, y a menudo los cambios se iniciaron por la presión de la población sobre los recursos. A ello responde el impacto producido por la introducción del hierro, probablemente en uso hacia el 500 a.C., a la que, al igual que en otros lugares, siguió un enorme crecimiento de la producción agrícola (y, por tanto, de la población). Las primeras herramientas que se han encontrado proceden del siglo V a.C.; las armas de hierro son posteriores. También se fabricaban ya entonces herramientas mediante la fundición, pues se han encontrado moldes de hierro para cuchillas de hoz que datan del siglo V o IV a.C. Por tanto, la técnica china para la manipulación del nuevo metal era avanzada desde sus primeras etapas. Ya fuera gracias al desarrollo de la fundición del bronce o mediante experimentos con hornos de cerámica que podían producir altas temperaturas, China alcanzó la fundición del hierro aproximadamente al mismo tiempo que el conocimiento de la forja. Carece de importancia cuál de ellas precedió a la otra; lo destacable es que en otros lugares no se dispuso de temperaturas lo suficientemente altas para la fundición hasta unos diecinueve siglos después.

Otro cambio importante producido al final del período Zhou fue un gran crecimiento de las ciudades. Solían estar situadas en llanuras próximas a ríos, pero es probable que las primeras adoptaran su forma y emplazamiento a partir del uso de los templos de los terratenientes como centros de administración de sus haciendas. Esto favoreció la aparición en las ciudades de otros templos, los de los dioses de la naturaleza populares, alrededor de los cuales se reunían las comunidades. Después, en el período Shang, comienza a percibirse una nueva escala de gobierno, y encontramos murallas de tierra apisonada, residencias especializadas para los aristócratas y la corte, y restos de grandes edificios. En Anyang, la capital Shang hacia el 1300 a.C., había fundiciones de metal y hornos de cerámica, además de palacios y un cementerio real. Al final de la época Zhou, la capital estaba rodeada de un rectángulo de murallas de tierra, cada una de las cuales medía casi tres kilómetros de longitud.

Había decenas de ciudades hacia el 500 a.C., y su difusión supone una sociedad cada vez más diversificada. Muchas de ellas tenían tres áreas bien definidas: un pequeño recinto donde vivía la aristocracia, otro mayor habitado por artesanos especializados y comerciantes, y los campos extramuros que alimentaban a la ciudad. Otro cambio importante fue la aparición de una clase de comerciantes. Puede que los terratenientes no la tuvieran muy en consideración, pero mucho antes del 1000 a.C. se utilizaba una moneda de concha de cauri que denota una nueva complejidad de la vida económica y la presencia de personas especializadas en el comercio. Sus viviendas y las de los artesanos se distinguían de las residencias de la nobleza en que estas estaban rodeadas de muros y murallas, pero las primeras también estaban dentro de la ciudad, lo que es señal de una necesidad creciente de defensa. En las calles comerciales de las ciudades del período de los Reinos Combatientes podían encontrarse tiendas que vendían joyas, objetos curiosos, comida y ropa, así como tabernas, casas de apuestas y burdeles.

El corazón de la sociedad china, sin embargo, seguía latiendo al lento compás del campo. Cuando el período Zhou llegaba a su fin, la clase privilegiada que dominaba el sistema agrario mostraba señales inequívocas de una creciente independencia de sus reyes. Los terratenientes tenían originalmente la responsabilidad de proveer de soldados al rey, y el desarrollo del arte de la guerra contribuyó a aumentar su independencia. Los nobles siempre habían tenido el monopolio de las armas, y esto ya era significativo cuando, en la época Shang, el armamento chino se limitaba en su mayor parte al arco y a la alabarda de bronce. Con el paso del tiempo, solo los nobles pudieron permitirse el lujo de tener las armas, las armaduras y los caballos, más costosos, que se empleaban cada vez más. El guerrero que utilizaba un carro como plataforma para tirar con el arco antes de descender, en la última fase de la batalla, para combatir a pie con armas de bronce, evolucionó en los últimos siglos de la era precristiana hasta convertirse en miembro de un equipo de dos o tres guerreros con armadura que se movían con una compañía de sesenta o setenta asistentes y soldados de apoyo, acompañados de un carro de combate que transportaba la pesada armadura y las nuevas armas que, como la ballesta y la espada larga de hierro, necesitaban en el campo de batalla. Los nobles seguían siendo las figuras clave en este sistema, al igual que en épocas anteriores.

A medida que los testimonios históricos son más claros, puede verse que la supremacía económica estaba basada en una ocupación de las tierras consuetudinaria que tenía gran fuerza y largo alcance. La propiedad sobre las haciendas —teóricamente concedida por el rey— se extendía no solo a la tierra, sino también a los carros, al ganado, a las herramientas y, sobre todo, a las personas; los trabajadores podían ser incluso objeto de venta, intercambio o herencia. Esta fue otro factor de la creciente independencia de la nobleza, pero también dio una nueva importancia a las distinciones dentro de la clase terrateniente. En principio, las haciendas eran propiedad de esta dentro de un sistema de círculos concéntricos que giraban alrededor de la hacienda del rey, en función de su proximidad al linaje real y, por tanto, en función del grado de cercanía de sus relaciones con el mundo espiritual. Hacia el 600 a.C., parece evidente que esto había llevado a que el rey dependiera de hecho de los grandes príncipes, pues aparecen una sucesión de protectores de la casa real; los reyes solo podían evitar las usurpaciones de estos poderosos nobles orientales en tanto en cuanto el éxito de cualquiera de ellos provocara inevitablemente los celos de los demás, y por el peso que aún tenía el prestigio religioso real para la pequeña nobleza. Sin embargo, el final del período Zhou, en el siglo III a.C., estuvo marcado en su conjunto por graves desórdenes y un creciente escepticismo acerca de los criterios por los que se reconocía el derecho de gobernar. El precio que tuvieron que pagar los príncipes que se disputaban China para su supervivencia fue la organización de unos gobiernos y de unas fuerzas armadas más eficaces que pudieran hacer frente a los retos del futuro, por lo que a menudo acogieron con agrado a los innovadores dispuestos a dejar de lado la tradición, tan arraigada en la idiosincrasia china.

En la profunda y prolongada crisis social y política de los últimos siglos de decadencia de la era Zhou y del período de los Reinos Combatientes (433-221 a.C.), se produjo una importante reflexión sobre los fundamentos del gobierno y de la ética. La era se haría famosa como la época de las «Cien escuelas», en la que los sabios viajaban de un lugar a otro y de un protector a otro exponiendo sus enseñanzas. Una señal de esta nueva tendencia fue la aparición de una escuela de escritores conocidos como los «legalistas», que propugnaban que el poder legislador sustituyera las prácticas rituales como principio de organización del Estado; debía haber una sola ley para todos, ordenada y aplicada enérgicamente por un solo gobernante. Su objetivo era la creación de un Estado rico y poderoso. A muchos de sus oponentes esto les parecía poco más que una cínica doctrina del poder, pero los legalistas cosecharon importantes éxitos en los siglos siguientes porque al menos a los reyes les gustaron sus ideas. El debate se prolongó durante mucho tiempo.

En el debate sobre la organización del Estado, los principales oponentes de los legalistas fueron los seguidores de un maestro que es el más famoso de todos los pensadores chinos: Confucio. Emplearemos por comodidad este nombre, aunque no es más que la versión latinizada de su nombre chino, Kung Fu-tzu, con la que le bautizaron los europeos en el siglo XVII, más de dos mil años después de su nacimiento, a mediados del siglo VI a.C. Confucio se convirtió en el filósofo más profundamente respetado en China. Lo que dijo —o lo que se dice que dijo— conformó el pensamiento de sus habitantes durante dos mil años y recibiría el cumplido del encarnizado ataque del primer Estado chino posconfucionista, la república marxista del siglo XX.

Confucio procedía de una familia de la pequeña nobleza shih, y durante algún tiempo fue ministro de Estado y supervisor de graneros. Al no poder encontrar un gobernante que pusiera en práctica sus recomendaciones para un gobierno justo, se dedicó a la meditación y a la enseñanza; su objetivo era presentar una versión purificada y más abstracta de la doctrina que, según creía, constituía el núcleo de las prácticas tradicionales, y recuperar así la integridad personal y el servicio desinteresado entre la clase gobernante. Fue un conservador reformista que trató de enseñar a sus alumnos las verdades esenciales de un sistema vulgarizado y oscurecido por la rutina. En algún momento del pasado, pensaba Confucio, hubo una edad mítica en la que cada cual conocía su lugar y cumplía con su obligación; la meta ética de Confucio era volver a ella. Confucio propugnaba el principio del orden, la atribución a todo de su lugar correcto en la gran totalidad de la experiencia, y su expresión práctica fue la enérgica predisposición confucianista a apoyar las instituciones que aseguraran el orden —la familia, la jerarquía, la antigüedad— y el debido cumplimiento de las numerosas y cuidadosamente clasificadas obligaciones entre los hombres.

Estas enseñanzas aspiraban a producir unos individuos que respetasen la cultura tradicional, subrayaran el valor de los buenos modales y de la conducta normal, y trataran de cumplir con sus obligaciones morales en la escrupulosa observancia de sus deberes. Tuvieron un éxito inmediato, en el sentido de que muchos discípulos de Confucio lograron la fama y triunfos materiales (aunque las enseñanzas de su maestro deploraban la búsqueda deliberada de estas metas, instando, en su lugar, a una modestia señorial). Pero también tuvieron éxito en un sentido mucho más básico, dado que las posteriores generaciones de funcionarios chinos se formarían en los preceptos de conducta y de gobierno que establecieron. «Documentos, conducta, lealtad y fidelidad», cuatro preceptos atribuidos a Confucio como orientación sobre el gobierno, contribuyeron a formar a unos funcionarios fiables, desinteresados y humanos durante cientos de años, aunque no siempre con igual éxito.

Los textos confucianistas serían tratados después con cierta reverencia religiosa. El nombre de Confucio confería un gran prestigio a todo lo que se le asociara. Se dice que Confucio reunió algunos de los textos conocidos posteriormente como los «Trece clásicos», una recopilación que no adoptó su forma definitiva hasta el siglo XIII. De forma muy similar al Antiguo Testamento, eran una colección ecléctica de antiguos poemas, crónicas, algunos documentos de Estado, máximas morales y una cosmogonía primitiva llamada I Ching (Libro de las mutaciones), que se utilizó durante siglos de una forma unificada y creativa para formar a generaciones de funcionarios y gobernantes chinos en los preceptos que se creía que había aprobado Confucio (el paralelismo con el uso de la Biblia, al menos en los países protestantes, es aquí también notable). La tradición de que los textos habían sido seleccionados por Confucio y de que contenían, por tanto, la doctrina que resumía sus enseñanzas, confirió un sello de autoridad a esta recopilación. De forma casi casual, estos textos también reforzaron aún más el uso del chino en el que estaban escritos como la lengua común de los intelectuales; la recopilación fue otro lazo que unía a un país enorme y diverso en una cultura común.

Es sorprendente que Confucio dijera tan poco acerca de lo sobrenatural. En el sentido corriente de la palabra, no era un maestro «religioso» (lo que probablemente explica por qué otros maestros tuvieron más éxito con las multitudes). Su preocupación esencial eran los deberes prácticos, énfasis que compartió con varios maestros chinos de los siglos V y IV a.C. El pensamiento chino parece menos preocupado por las angustiosas incertidumbres acerca de la realidad de lo verdadero, o por la posibilidad de la salvación personal, que otras tradiciones más atormentadas. Las lecciones del pasado, la sabiduría de épocas anteriores y el mantenimiento del buen orden tenían más importancia que el examen de enigmas teológicos o la búsqueda de la afirmación en brazos de los dioses de la oscuridad.

A pesar de su gran influencia, Confucio no fue el único creador de la tradición intelectual china. En parte, quizá no se pueda atribuir el tono de la vida intelectual china a ninguna enseñanza concreta, sino que comparte algunos elementos con otras filosofías orientales en su énfasis en la meditación y la reflexión más que en el método y la interrogación, con los que están más familiarizados los europeos. La configuración del conocimiento mediante el cuestionamiento sistemático de la mente sobre la naturaleza y el alcance de sus propias capacidades no sería una actividad característica de los filósofos chinos, aunque eso no significa que estos se inclinaran por el alejamiento del mundo y la fantasía, ya que el confucianismo fue eminentemente práctico. A diferencia de los maestros éticos del judaísmo, del cristianismo y del islam, los chinos tendieron siempre a centrarse en el aquí y el ahora, más en las cuestiones pragmáticas y seculares que en la teología y en la metafísica.

Puede decirse lo mismo de los sistemas que rivalizaron con el confucianismo y que se desarrollaron para satisfacer las necesidades chinas. Uno de ellos fue el constituido por las enseñanzas de Mo-tzu, un pensador del siglo V que predicó un credo activo de altruismo universal: los hombres debían amar a los extraños como a su propia familia. Algunos de sus seguidores subrayaron este aspecto de sus enseñanzas; otros, un fervor religioso que fomentaba el culto a los espíritus y que tuvo un mayor atractivo popular. Lao Tse, otro gran maestro (aunque su enorme fama oculta el hecho de que no sabemos prácticamente nada de él), es considerado el autor del texto que constituye el documento clave del sistema filosófico posteriormente llamado «taoísmo». El taoísmo competía de forma mucho más clara con el confucianismo, ya que propugnaba el incumplimiento categórico de gran parte de lo que sostenía aquel: el respeto al orden establecido, el decoro y la observancia escrupulosa de la tradición y de las ceremonias, por ejemplo. El taoísmo defendía la sumisión a un concepto que ya existía en el pensamiento chino y que Confucio conocía, el del Tao o «camino», el principio cósmico que recorre el universo y lo mantiene armónicamente ordenado. Los resultados prácticos del taoísmo eran el quietismo político y el desapego; un ideal que sus practicantes sostenían era que una aldea sabría que existían otras aldeas porque oiría a los gallos cantar por las mañanas, pero que no debía tener más interés por ellas ni comerciar con ellas, ni debía existir ningún orden político que las uniera. Esta idealización de la sencillez y la pobreza era justo lo contrario del imperio y la prosperidad que sostenía el confucianismo.

Todas las escuelas de filosofía china debían tener en cuenta las enseñanzas de Confucio, pues su prestigio e influencia eran increíbles.

Otro sabio, posterior en el tiempo, fue Mencio (adaptación latina de Mengtzu), que en el siglo IV a.C. enseñó a buscar el bienestar de la humanidad siguiendo las enseñanzas confucianistas. El seguimiento de un código moral basado en este principio aseguraría que pudiera actuar la naturaleza fundamentalmente benéfica del hombre, lo cual era más un desarrollo de las enseñanzas de Confucio que una desviación de estas. Pero todas las escuelas filosóficas chinas hubieron de tener en cuenta las enseñanzas confucianistas; tan grandes fueron su prestigio e influencia. Finalmente, junto con el budismo (que no había llegado aún a China al final del período de los Reinos Combatientes) y el taoísmo, el confucianismo fue considerado habitualmente como una de las «tres enseñanzas» que constituyen la base de la cultura china.

El efecto conjunto de estas ideas es imponderable pero enorme. Es difícil saber cuántas personas se vieron directamente afectadas por tales doctrinas, y, en el caso del confucianismo, su gran período de influencia se extendía aún en un futuro lejano en la época de la muerte de Confucio. Pero la importancia del confucianismo para las élites dirigentes de China iba a ser inmensa, pues fijó unas normas e ideales para los dirigentes y gobernantes chinos cuya erradicación resultaría imposible hasta nuestros días. Además, algunos de sus preceptos —la piedad filial, por ejemplo— se filtraron hasta la cultura popular a través de los cuentos y de los motivos tradicionales del arte. El confucianismo, pues, cimentó aún más una civilización en la que muchas de sus características más sobresalientes estaban ya arraigadas en el siglo III a.C. Sin duda, sus enseñanzas acentuaron una preocupación por el pasado entre los gobernantes chinos que le daría su tendencia característica a la historiografía china, y quizá tuvieran también un efecto perjudicial para la investigación científica. Hay datos que sugieren que, después del siglo V a.C., entró en decadencia una tradición de observación astronómica que había permitido la predicción de los eclipses lunares, y algunos estudiosos consideran que la influencia del confucianismo explica en parte este hecho.

Las grandes escuelas de ética de China son un notable ejemplo de la forma en que casi todas las categorías de su civilización difieren de las de la nuestra y, de hecho, de las de cualquier otra civilización que conocemos. Su carácter único no es solo un indicio de su relativo aislamiento, sino también de su vigor. Ambos se muestran en su arte, que constituye, de todo lo que queda en la actualidad de la antigua China, lo más inmediatamente atractivo y accesible. De la arquitectura de los períodos Shang y Zhou no ha perdurado mucho; la mayoría de sus edificios eran de madera, y las tumbas no revelan gran cosa. Las ciudades excavadas, por otra parte, muestran una enorme capacidad de construcción; los muros de una capital Zhou estaban hechos de tierra batida y tenían más de nueve metros de altura por doce de ancho.

Los objetos más pequeños son mucho más abundantes y reflejan una civilización que, ya en la época Shang, era capaz de realizar labores exquisitas, sobre todo en el ámbito de la cerámica, que no tiene parangón en el mundo antiguo y que se basa en una tradición que se remonta al Neolítico. Hay que destacar también, sin embargo, la gran serie de bronces que comenzó al principio de la época Shang, y que continuó ininterrumpidamente a partir de entonces. La técnica para fundir recipientes para sacrificios, ollas, vasijas de vino, armas y trípodes ya había llegado a su cúspide en el 1600 a.C. Y algunos expertos aseguran que el método de moldeo a la cera perdida, que hizo posibles nuevos triunfos, también se conocía en el período Shang. La fundición del bronce aparece de forma tan repentina y tiene un nivel tan alto, que durante mucho tiempo trató de explicarse como el resultado de la transmisión de la técnica desde el exterior. Pero no hay pruebas de ello, y el origen más probable de la metalurgia china es la evolución de técnicas locales en varios centros al final del Neolítico.

Ningún bronce chino llegó al mundo exterior en la Antigüedad, o al menos no se ha descubierto ninguna pieza en otros lugares que pueda fecharse antes de mediados del primer milenio a.C. Tampoco se han descubierto fuera de China muchas piezas pertenecientes a las primeras épocas, y que merecieron también la atención de los artistas chinos, como las piedras o el jade de asombrosa dureza, por ejemplo, sobre los que estos tallaron bellos e intrincados diseños. Aparte de lo que absorbió de sus vecinos bárbaros nómadas, parece que China no solo tuvo poco que aprender del exterior hasta bien entrada la era histórica, sino que no tenía ningún motivo para pensar que el mundo exterior —si es que lo conocía— quisiera aprender mucho de ella.