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Intrusos e invasores: la edad oscura del antiguo Oriente Próximo

Mesopotamia y Egipto son las piedras angulares de la historia escrita. Durante largo tiempo, estos dos primeros grandes centros de civilización dominan la cronología y pueden tratarse con comodidad de forma más o menos aislada. Pero es evidente que su historia no es toda la historia del antiguo Oriente Próximo, y no digamos ya del mundo antiguo. Poco después del 2000 a.C., los movimientos de otros pueblos ya estaban dividiendo este mundo en nuevos modelos; mil años más tarde, existían centros de civilización en otros lugares y nos encontramos bien adentrados en la era histórica.

Por desgracia para el historiador, no hay una unidad simple y evidente para esta historia ni siquiera en el Creciente Fértil, que durante largo tiempo continuó mostrando más creatividad y dinamismo que ninguna otra parte del mundo. Solo hay una confusión de cambios cuyo comienzo se remonta al segundo milenio y que prosiguen hasta que surge el primero de una nueva sucesión de imperios, en el siglo IX a.C. Resulta difícil incluso trazar el esquema de las violentas agitaciones políticas que jalonan esta confusión, no digamos ya explicarlo; por suerte, no hace falta desentrañar aquí sus detalles. La historia se aceleraba y la civilización proporcionaba al ser humano nuevas oportunidades. En lugar de sumergirnos en la avalancha de acontecimientos, vale la pena que tratemos de comprender algunas de las fuerzas de cambio que actuaban.

UN MUNDO QUE SE COMPLICA

La más patente de estas fuerzas sigue siendo la de las grandes migraciones humanas. Su modelo básico no cambia mucho durante mil años aproximadamente después del 2000 a.C., ni tampoco los protagonistas étnicos. La dinámica fundamental es la que proporcionaba la presión de los pueblos indoeuropeos sobre el Creciente Fértil, tanto desde el este como desde el oeste. La variedad y el número de estos aumentan; no hace falta recordar aquí sus nombres, pero algunos de ellos nos llevan a los orígenes remotos de Grecia. Mientras tanto, los pueblos semitas se disputan con los indoeuropeos el valle de Mesopotamia; luchan con Egipto y con los misteriosos «Pueblos del Mar» por el Sinaí, Palestina y el Mediterráneo oriental. Otra rama indoeuropea se establece en Irán, donde surgirá finalmente el mayor de todos los imperios de la Antigüedad, el de Persia, que duró seis siglos. Otra rama empuja hacia la India. Estos movimientos explican gran parte de lo que subyace tras una pauta cambiante de imperios y reinos que se extienden a lo largo de los siglos. Aplicando criterios modernos, algunos de ellos duraron bastante; desde alrededor del 1600 a.C., los casitas, procedentes de Caucasia, gobernaron Babilonia durante cuatro siglos y medio, período comparable con el de toda la historia del imperio británico. Pero, si los comparamos con los criterios con que evaluamos a Egipto, estos gobiernos son criaturas efímeras, que nacen un día para desaparecer al siguiente.

Lo sorprendente sería sin duda que los imperios y reinos de la Antigüedad no hubieran sido finalmente frágiles, ya que actuaban también muchas otras fuerzas nuevas que multiplicaban los revolucionarios efectos de los desplazamientos de poblaciones. Una de ellas, que ha dejado profundos rastros, fue el perfeccionamiento de la técnica militar. La fortificación y, presumiblemente, el arte del asedio ya habían alcanzado un nivel bastante elevado en Mesopotamia hacia el 2000 a.C. Entre los pueblos indoeuropeos que roían los bordes de la civilización que estas técnicas protegían, algunos tenían orígenes nómadas recientes; quizá por ese motivo pudieron revolucionar la guerra en campaña, aunque siguieron desconociendo durante mucho tiempo el arte del asedio. La introducción del carro de guerra de dos ruedas y de la caballería transformó las operaciones en campo abierto. Los soldados de Sumer son representados en torpes carretas de cuatro ruedas tiradas por asnos, que probablemente no fueran más que un medio para transportar a los generales o para llevar a un jefe hasta la refriega, donde poder utilizar la lanza y el hacha. El auténtico carro es un vehículo de combate de dos ruedas tirado por caballos, en el que iban normalmente dos hombres, el conductor y otro que lo utilizaba como plataforma de armas arrojadizas, especialmente del arco compuesto fabricado con tiras de cuerno. Los casitas fueron probablemente el primer pueblo que utilizó de esta forma el caballo, y sus gobernantes parecen tener un origen indoeuropeo. El acceso a los pastos altos del norte y el este del Creciente Fértil les abrió las puertas a las reservas de caballos de las tierras de los nómadas. En los valles fluviales, los caballos eran al principio escasos, preciadas posesiones de reyes o de grandes jefes, y los bárbaros disfrutaban por tanto de una gran superioridad militar y psicológica. Al final, sin embargo, el carro se utilizaba en los ejércitos de todos los grandes reinos de Oriente Próximo; era un arma demasiado valiosa para ser ignorada. Cuando los egipcios expulsaron a los hicsos, lo hicieron, entre otras cosas, empleando esta arma contra quienes les habían conquistado gracias a ella.

La guerra cambió también con la aparición de los jinetes. Un soldado de caballería propiamente dicho no solo se mueve a caballo, sino que combate a caballo; este arte tardó mucho en desarrollarse, dada la complejidad de manejar al mismo tiempo un caballo y un arco o una lanza. La equitación procedía de las tierras altas iraníes, donde puede que se practicara ya en el 2000 a.C., y se difundió a través de Oriente Próximo y del Egeo mucho antes del final del siguiente milenio. Más tarde, después del 1000 a.C., apareció el jinete con armadura, que cargaba contra el enemigo imponiéndose a los soldados de infantería por efecto del peso y del impulso de su caballo. Su aparición significó el principio de una larga era en la que la caballería pesada fue un arma clave, aunque no pudo explotarse en todo su valor hasta siglos después, cuando la invención del estribo dio al jinete el control real de su caballo.

En el segundo milenio a.C., los carros tenían algunas partes de hierro y pronto tuvieron llantas de este metal. Las ventajas militares del hierro son manifiestas, y no sorprende que su uso se difundiera con rapidez por Oriente Próximo y más lejos, pese a los intentos de limitarlo por parte de quienes lo poseían. Al principio, fueron los hititas. Tras su declive, el forjado del hierro se extendió con rapidez, no solo porque era un metal mejor para la fabricación de armas, sino porque el mineral de hierro, aunque escaso, era más abundante que el cobre o el estaño. El hierro supuso un gran estímulo para el cambio económico además del militar. En la agricultura, los pueblos que lo utilizaban podían cultivar suelos impenetrables a la madera o al sílex. Pero no se produjo una transferencia general y rápida al nuevo metal; el hierro era un complemento del bronce, del mismo modo que el bronce y el cobre lo habían sido de la piedra y del sílex en el juego de herramientas del hombre, y ello ocurrió en algunos lugares con más rapidez que en otros. Ya en el siglo XI a.C. se utilizaba el hierro para fabricar armas en Chipre (algunos han argumentado que allí también se producía acero), y desde esa isla su empleo se difundió al Egeo poco después del 1000 a.C. Esa fecha puede servir como división aproximada entre la Edad del Bronce y la del Hierro, pero no es más que un sostén útil para la memoria. Durante el período, la industria del hierro experimentó un rápido progreso en Irán, el Cáucaso, Siria y Palestina, desde donde se extendió a Mesopotamia. En la península Ibérica, la metalurgia del hierro fue introducida por poblaciones indoeuropeas. Aunque las herramientas de hierro fueron más numerosas a partir de entonces, hubo partes de lo que podríamos llamar el «mundo civilizado» que siguieron viviendo mucho tiempo en una cultura de la Edad del Bronce. Junto con el Neolítico en otros lugares, la Edad del Bronce pervivió hasta bien entrado el primer milenio a.C., y se desvaneció con gran lentitud. Después de todo, durante un largo período de tiempo hubo muy poco hierro disponible.

La demanda de metal contribuye a explicar otro cambio: el nuevo y cada vez más complejo comercio, tanto dentro de la región como a gran distancia, en una de esas complejas interacciones que parecen conferir cierta unidad al mundo antiguo justo antes de su ruptura al final del segundo milenio a.C. El estaño, por ejemplo, tenía que transportarse desde Mesopotamia y Afganistán, así como desde Anatolia, hasta lo que ahora llamaríamos «centros de fabricación». El cobre de Chipre era otro producto que conoció un amplio comercio, y la búsqueda de más minerales dio a Europa, pese a estar en los márgenes de la historia antigua, una nueva importancia. Para obtener cobre se perforaron pozos de extracción en lo que hoy es Serbia, a unos veinte metros de profundidad bajo tierra, incluso antes del 4000 a.C. Quizá no resulte sorprendente que algunos pueblos europeos llegaran a mostrar después un elevado nivel de aptitud a la hora de trabajar los metales, sobre todo en el batido de grandes láminas de bronce y en la forja de hierro (un material mucho más difícil de trabajar que el bronce hasta que se pudieron conseguir temperaturas lo bastante altas para fundirlo).

El comercio a gran distancia depende del transporte. Al principio, los productos se llevaban a lomos de asnos y burros; la domesticación de caballos a mediados del segundo milenio a.C. hizo posible las caravanas comerciales de Asia y de la península Arábiga, que posteriormente parecerían de inmemorial antigüedad y que abrieron un entorno hasta entonces casi impenetrable, el del desierto. Salvo entre los pueblos nómadas, probablemente la rueda no tuvo más que una importancia local para el transporte, dada la exigua calidad de los primeros caminos. Las primeras carretas eran arrastradas por bueyes o asnos; quizá estuvieran en uso en Mesopotamia alrededor del 3000 a.C., en Siria en torno al 2250 a.C., en Anatolia doscientos o trescientos años después, y en la Grecia continental hacia el 1500 a.C.

Probablemente, para acarrear grandes cantidades de productos, el transporte marítimo y fluvial era ya más barato y sencillo que el terrestre, lo que sería una constante de la vida económica hasta la invención de la locomotora de vapor. Mucho antes de que las caravanas empezaran a llevar hasta Mesopotamia y Egipto las gomas y resinas de las costas árabes del sur, las transportaban los barcos por el mar Rojo, y las mercancías iban y venían en navíos mercantes por el mar Egeo; es lógico, pues, que algunos de los progresos más importantes en el transporte se produjeran en la tecnología marítima.

Sabemos que los pueblos neolíticos podían hacer largos viajes por mar en canoas, y existen incluso algunos testimonios sobre la navegación en el séptimo milenio a.C. Los egipcios de la dinastía III añadieron una vela a los barcos de navegación marítima; el mástil central y la vela cuadrada fueron el principio de una navegación marítima que no dependía solo de la energía humana. Las mejoras del aparejo fueron llegando lentamente en los dos milenios siguientes. Se ha pensado que, durante este tiempo, se hizo alguna aproximación al aparejo de velas diversificadas, necesario para que los barcos navegaran en ángulo cerrado respecto al viento. No obstante, la mayor parte de los barcos de la Antigüedad tenían tan solo velas cuadradas. Debido a ello, la dirección de los vientos dominantes fue decisiva para fijar las pautas de la comunicación marítima. La única fuente de energía disponible, además del viento, era la humana; la invención del remo es antigua y proporcionó la fuerza motriz necesaria para realizar largas travesías por mar, además de para un manejo preciso. Es probable, sin embargo, que los remos se emplearan con más frecuencia en las guerras marítimas, y la vela en lo que, en fecha tan temprana, cabe llamar «navegación mercantil». En el siglo XIII a.C., navegaban por el Mediterráneo oriental barcos capaces de transportar más de doscientos lingotes de cobre, y unos cuantos siglos más tarde, algunos de estos barcos iban equipados con cubiertas estancas para facilitar el almacenamiento.

Incluso en épocas recientes se intercambiaban o hacían trueques de productos, y sin duda esto fue lo que significó el comercio durante la mayor parte de la Antigüedad. Pero la invención del dinero supuso un gran paso adelante. Al parecer, esto ocurrió en Mesopotamia, donde ya se daban valores de cómputo en medidas de grano o de plata antes del 2000 a.C. Los lingotes de cobre parecen haber sido tratados como unidades monetarias en todo el Mediterráneo a finales de la Edad del Bronce. El primer medio de intercambio sellado oficialmente que ha llegado a nuestros días procede de Capadocia, tiene forma de lingote de plata y pertenece a finales del tercer milenio a.C.; una auténtica moneda de metal. Aunque el dinero fue un invento importante y que habría de difundirse, hemos de esperar hasta el siglo VII a.C. para ver las primeras monedas. Los mecanismos monetarios refinados (y Mesopotamia tenía un sistema de crédito y letras de cambio en épocas muy tempranas) ayudarían a promover el comercio, pero no eran indispensables; los pueblos del mundo antiguo podían pasar sin él. Los fenicios, un pueblo comerciante de habilidad y perspicacia legendarias, no tuvieron moneda hasta el siglo VI a.C.; Egipto, con una economía centralizada de impresionante riqueza, no adoptó una moneda hasta dos siglos después, y la Europa celta, para todo su comercio de productos de metal, no acuñó moneda hasta dos siglos más tarde aún.

Mientras tanto, las personas intercambiaban productos sin dinero, aunque es difícil estar muy seguros de lo que esto significa. Aunque hubo un importante aumento del volumen de productos que se transportaban por el mundo hacia el 1000 a.C., no todo este tráfico podría calificarse de «comercio» según los parámetros actuales. Sabemos poco sobre la organización económica de aquellos tiempos. Toda función especializada —la fabricación de cerámica, por ejemplo— supone un mecanismo que por una parte distribuya sus productos y, por otra, asegure la subsistencia del especialista mediante la redistribución al mismo y a sus compañeros de los alimentos que necesitan para sobrevivir, y quizá de otros productos. Pero esto no exige un «comercio», ni siquiera en forma de trueque. Se ha observado que muchos pueblos de la época histórica realizaban esta distribución a través de sus jefes; estos hombres presidían un almacén común, eran en cierto modo «propietarios» de todo lo que poseía la comunidad, y de él extraían y repartían las partes necesarias para mantener el buen funcionamiento de la sociedad. Esto podría ser lo que subyacía tras su centralización de productos y provisiones en los templos sumerios; también explicaría la importancia del registro y sellado de los depósitos almacenados en ellos, y de ahí la primera asociación de escritura y contabilidad.

En cuanto al intercambio económico entre comunidades, generalizar con seguridad sobre sus primeras fases es aún más arriesgado. En la era histórica, podemos ver muchas actividades en desarrollo que suponen la transferencia de bienes, no todas ellas encaminadas al beneficio monetario. El pago de tributos, los regalos simbólicos o diplomáticos entre gobernantes y las ofrendas votivas eran algunas de sus formas. Hasta el siglo XIX, el imperio chino concebía su comercio exterior como un tributo del mundo exterior, y los faraones entendían de forma similar el comercio con el Egeo, a juzgar por las pinturas funerarias. En el mundo antiguo, estas transacciones podían incluir la transferencia de objetos normalizados como trípodes, vasijas de cierto peso o anillos de tamaño uniforme, que presentan por tanto, en época tan temprana, algunas de las características de la moneda. A veces estos objetos eran útiles; otras, eran meros símbolos. Lo único seguro es que el movimiento de bienes aumentó y que gran parte de este incremento adoptó finalmente la forma de intercambios lucrativos que ahora denominamos «comercio».

Las nuevas ciudades debieron de contribuir en cierta medida a ello. Sin duda, estas brotaron en todo el antiguo Oriente Próximo en parte gracias al crecimiento de la población, y son testimonio del éxito de la explotación de las posibilidades agrícolas, pero también de un creciente parasitismo. La tradición literaria de la alienación del hombre de campo en la ciudad aparece ya en el Antiguo Testamento. Pero la vida urbana también ofrecía una nueva intensidad de creatividad cultural, una nueva aceleración de la civilización.

Una señal de dicha aceleración es la difusión de la escritura. Hacia el año 2000 a.C., esta capacidad estaba circunscrita aún en gran medida a las civilizaciones de los valles fluviales y sus zonas de influencia. La escritura cuneiforme se había difundido por Mesopotamia y se empleaba para escribir en dos o tres lenguas; en Egipto, las inscripciones monumentales eran jeroglíficas y la escritura cotidiana se hacía sobre papiro en una forma simplificada llamada «hierática». Aproximadamente mil años después, el panorama había cambiado. Podían hallarse pueblos con escritura en todo Oriente Próximo, y también en Creta y Grecia. La escritura cuneiforme se había adaptado con gran éxito a más lenguas aún; hasta el gobierno egipcio la adoptó para su diplomacia. También se inventaron otras escrituras. Una, en Creta, nos acerca a la frontera de la modernidad, ya que revela, hacia el 1500 a.C., a un pueblo cuya lengua era el griego. Hacia el 800 a.C., con la adopción de un alfabeto semítico, el fenicio, existía ya el medio por el que se transmitiría la primera literatura occidental, y también, quizá, la primera manifestación de ella que ha llegado hasta nosotros: los poemas atribuidos a Homero.

Las cuestiones localizadas no se prestan a una cronología precisa; se trata de cambios que no se aprecian bien si la historia se circunscribe demasiado a unos países concretos. Pero los países y pueblos, aunque sometidos a fuerzas diversas, fueron volviéndose cada vez más distintos. La escritura fija la tradición; a su vez, la tradición expresa la conciencia de sí misma de una comunidad. Presumiblemente, las tribus y los pueblos siempre han percibido su identidad; esa conciencia se ve muy reforzada cuando los estados adoptan formas más continuas e institucionalizadas. La disolución de los imperios en unidades más viables es una historia conocida desde Sumer hasta la época moderna, pero hay zonas que surgen una y otra vez como núcleos duraderos de tradición. Incluso en el segundo milenio a.C., los estados se vuelven más sólidos y muestran una mayor capacidad de resistencia. Estaban aún lejos de alcanzar ese amplio y continuo control de sus pueblos cuyas posibilidades solo se han revelado en su plenitud en la época moderna. Pero, aun en los registros más antiguos, parece haber una tendencia irrefrenable hacia una mayor regularidad en el gobierno y una mayor institucionalización del poder. Los reyes se rodean de burocracias, y los recaudadores de impuestos buscan recursos para acometer empresas cada vez mayores. La ley se convierte en una idea aceptada generalmente; ahí donde penetra, se produce una limitación, aun cuando al principio solo fuera implícita, del poder del individuo y un aumento del que ostenta el legislador. Por encima de todo, el Estado se expresa a través de su poder militar; el problema de alimentar, equipar y administrar unos ejércitos profesionales permanentes se resuelve hacia el 1000 a.C.

Cuando el Estado se hace poderoso, la historia de las instituciones gubernamentales y sociales comienza a salirse de las categorías generales de las primeras civilizaciones. A pesar del nuevo cosmopolitismo, que permitió unas relaciones y una influencia recíproca más fructíferas y fáciles, las sociedades tomaron caminos muy diversos. En el ámbito del pensamiento, la expresión más llamativa de esa diversidad es la religión. Aunque algunos han creído ver en la era preclásica una tendencia hacia sistemas más simples y monoteístas, el hecho más evidente es la existencia de un enorme y variado panteón de deidades locales y especializadas, que en su mayoría coexistían pacíficamente, con solo algún indicio ocasional de que un dios estaba celoso de su distinción.

También hay un nuevo ámbito para la diferenciación en otras expresiones de la cultura. Antes de que comenzara la civilización, el arte ya se había establecido como una actividad autónoma no necesariamente vinculada a la religión o a la magia (pese a que a menudo siguieron estándolo). Ya se ha hablado de la primera literatura, y también empezamos a vislumbrar algo de otras manifestaciones culturales. Existe la posibilidad del juego; aparecen tableros de juego en Mesopotamia, Egipto y Creta. Quizá la gente ya hiciera apuestas. Reyes y nobles cazaban con pasión, y en sus palacios les entretenían músicos y bailarines. En cuanto a los deportes, el boxeo parece remontarse a la Creta de la Edad del Bronce, una isla donde se practicaba también un deporte único y probablemente ritual, el salto del toro.

En estos aspectos es más evidente que en otros que no debemos prestar mucha atención a la cronología, y mucho menos a fechas particulares, aun cuando podamos estar seguros de ellas. La noción de una civilización individual es cada vez menos útil en la zona de la que nos venimos ocupando; hay demasiada interrelación para que esa idea tenga el peso que puede poseer en Egipto y Sumer. En algún momento entre el 1500 y el 800 a.C., se produjeron grandes cambios que no hemos de permitir que se escapen a través de la red tejida para capturar la historia de las dos primeras grandes civilizaciones. En el Oriente Próximo y el Mediterráneo oriental de los siglos en torno al año 1000 a.C., confusos y turbulentos, estaba formándose un nuevo mundo diferente del de Sumer y del Imperio Antiguo egipcio.

LAS PRIMERAS CIVILIZACIONES DEL EGEO

La nueva interrelación de culturas introdujo muchos cambios en los pueblos que vivían en la zona de Oriente Próximo, pero la civilización de las islas del Egeo tenía sus raíces en el Neolítico, como en otros lugares. El primer objeto de metal hallado en Grecia —un abalorio de cobre— ha sido datado hacia el 4700 a.C., y pudieron haber entrado en juego estímulos europeos, además de los asiáticos. Creta es la mayor de las islas griegas. Varios siglos antes del 2000 a.C., un pueblo avanzado que vivía ahí desde el Neolítico estaba construyendo ciudades de un diseño regular. Pudieron haber tenido contactos con Anatolia que les espolearan para alcanzar logros excepcionales, pero las pruebas en tal sentido no son decisivas. También pudieron haber llegado a la civilización por sí mismos. En cualquier caso, durante cerca de mil años construyeron las casas y tumbas por las que se distingue su cultura y no modificaron mucho su estilo. Hacia el 2500 a.C., había pueblos y ciudades importantes en las costas, construidas de piedra y adobe; sus habitantes trabajaban el metal y fabricaban atractivos sellos y joyas. En esta etapa, los cretenses compartían gran parte de la cultura de la Grecia peninsular y de Asia Menor e intercambiaban productos con otras comunidades del Egeo. Luego se produjo un cambio. Unos quinientos años después, comenzaron a construir una serie de grandes palacios que son los monumentos de lo que llamamos «civilización minoica»; el mayor de ellos, el de Cnosos, fue erigido por primera vez hacia el 1900 a.C. En ningún otro lugar de las islas aparece nada tan impresionante, y ejerció una hegemonía cultural que abarcaba casi todo el Egeo.

El término «minoico» es curioso; procede del nombre de un rey, Minos, que, aunque famoso en la leyenda, quizá nunca existió. Mucho tiempo después, los griegos creían —o decían— que fue un gran rey de Creta que vivió en Cnosos, que parlamentaba con los dioses y que se casó con Pasífae, la hija de Apolo y Perseis. Esta engendró un monstruo, el Minotauro, que devoraba a los jóvenes y doncellas que le ofrecían como sacrificio y tributo desde Grecia. El Minotauro vivía en el corazón de un laberinto en el que finalmente logró penetrar el héroe Teseo, que mató al monstruo. Pese a que este es un tema rico y sugerente que ha apasionado a los estudiosos, que creen que puede arrojar luz sobre la civilización cretense, no hay ninguna prueba de la existencia del rey Minos. Puede que, como insinúa la leyenda, hubiera más de un rey con ese nombre, o que dicho nombre fuera en realidad un título que llevaron varios gobernantes cretenses. Minos es una de esas fascinantes figuras que, como el rey Arturo, permanecen más allá de las fronteras de la historia, en el ámbito de la mitología.

Así pues, «minoico» solo designa, sin más connotaciones, a la civilización de la Edad del Bronce de Creta, que duró unos seiscientos años, aunque su historia solo se conoce a grandes rasgos. Estos revelan a un pueblo que vivía en ciudades vinculadas con cierto grado de dependencia a una monarquía que reinaba en Cnosos. Durante tres o cuatro siglos, prosperaron intercambiando productos con Egipto y la Grecia continental, y subsistiendo de la agricultura nativa. Quizá esta explique el salto hacia delante de la civilización minoica. Creta parece que fue, como hoy, mejor zona para la producción de aceitunas y vinos, dos de los productos principales de la agricultura mediterránea posterior, que ninguna de las demás islas y que la Grecia continental. Parece probable, también, que tuviera un gran número de ovejas y que exportara lana. Fueran cuales fuesen sus formas precisas, el caso es que Creta experimentó un importante avance agrícola al final del Neolítico, que desembocó no solo en un mejor cultivo de cereales, sino, sobre todo, en el cultivo del olivo y de la vid, que podían plantarse donde no podía cultivarse el grano y cuyo descubrimiento cambió las posibilidades de la vida mediterránea. Una consecuencia inmediata fue el aumento de la población, que permitió muchos más avances por la disponibilidad de nuevos recursos humanos, pero que también planteó nuevas demandas, de organización y de gobierno, para la regulación de una agricultura más compleja y el manejo de su producción.

La civilización minoica vivió su apogeo hacia el 1600 a.C. Aproximadamente un siglo después, los palacios minoicos fueron destruidos. El misterio de este final es seductor. Más o menos al mismo tiempo, las principales ciudades de las islas del Egeo fueron también destruidas por el fuego. Ya había habido terremotos, y quizá fuera el resultado de uno de ellos. Estudios recientes señalan que hacia esas fechas hubo una gran erupción en la isla de Tera, que pudo ir acompañada de maremotos y terremotos en Creta, a un centenar de kilómetros de distancia, y seguida de una lluvia de cenizas que devastara los campos cretenses. Algunas personas han preferido creer que se produjo una rebelión contra los gobernantes que vivían en los palacios; otros han visto señales de una nueva invasión, o aventuran algún gran ataque desde el mar en busca de un gran botín y prisioneros, destruyendo para siempre el poder político con los daños que infligió y no dejando nuevos colonizadores. Ninguna de estas hipótesis puede corroborarse. Solo es posible hacer conjeturas sobre lo que ocurrió, y la visión que mejor encaja con la ausencia de pruebas es la de que hubo una catástrofe natural originada en Tera que destruyó la civilización minoica.

Independientemente de la causa, este no fue el final de las primeras civilizaciones en Creta, ya que Cnosos estuvo ocupada durante otro siglo aproximadamente por pueblos procedentes del interior. Sin embargo, aunque llegarían aún épocas bastante prósperas, la preponderancia de la civilización indígena de Creta terminó. Al parecer, durante un tiempo, Cnosos siguió prosperando. Luego, a principios del siglo XIV a.C., también fue destruida por el fuego. Ya había ocurrido antes, pero esta vez no fue reconstruida. Así termina la historia de la primera civilización cretense.

Por fortuna, las características más notables de la civilización cretense son más fáciles de entender que los detalles de su historia. Lo más evidente es su estrecha relación con el mar. Más de mil años después, la tradición griega decía que la Creta minoica fue una gran potencia naval que ejerció la hegemonía política en el Egeo merced a su flota. Los especialistas modernos tienden a reducir lo que consideran una concepción anacrónica a proporciones más verosímiles, y sin duda parece erróneo ver en esta tradición el tipo de poder político que posteriormente ejercieron con sus navíos estados como la Atenas del siglo V a.C. o la Gran Bretaña del siglo XIX. Puede que los minoicos tuvieran muchos barcos, pero no es probable que estuvieran especializados en una época tan temprana, y no cabe trazar en modo alguno, en plena Edad del Bronce, una línea que separe comercio, piratería y contrapiratería. Probablemente no existió en absoluto una «marina» permanente cretense, en un sentido estatal. Sin embargo, los minoicos se sentían lo bastante seguros de la protección que les daba el mar, lo que debió de suponer cierta confianza en su capacidad de dominar los accesos a los puertos naturales, en su mayoría situados en la costa norte, como para vivir en ciudades sin fortificar, construidas cerca de la costa en un terreno solo ligeramente elevado. Sería absurdo buscar a un Nelson cretense entre sus defensores, pero sí podemos ver a un Hawkins o a un Drake cretenses, que combinaban el comercio, la piratería y la protección de la base local.

Los minoicos, pues, explotaban el mar igual que otros pueblos explotaron sus entornos naturales. El resultado fue un intercambio de productos e ideas que muestra una vez más como la civilización puede acelerarse donde existe la posibilidad de interrelación. Los minoicos mantenían estrechas relaciones con Siria antes del 1550 a.C. y comerciaban, hacia el oeste, hasta Sicilia, quizá más lejos aún. Alguien llevó sus productos hasta las costas del Adriático. Aún más importante fue su penetración en Grecia. Puede que los minoicos fueran el cauce más importante a través del cual llegaron los productos y las ideas de las primeras civilizaciones a la Europa de la Edad del Bronce. Ciertos productos cretenses empezaron a aparecer en Egipto en el segundo milenio a.C., y este era un mercado importante; el arte del Imperio Nuevo muestra influencias cretenses. Incluso hubo, según creen algunos expertos, un egipcio que residió un tiempo en Cnosos, presumiblemente para velar por sus intereses, y se ha argumentado que los minoicos combatieron con los egipcios contra los hicsos. Se han encontrado vasijas y objetos de metal cretenses en varios lugares de Asia Menor; esto es lo que sobrevivió de aquella época, pero se ha afirmado que los minoicos suministraban al continente una amplia gama de productos, como madera, uvas, aceite, vasijas de metal e incluso opio. A cambio, se procuraban metal de Asia Menor, alabastro de Egipto y huevos de avestruz de Libia. Era un mundo comercial complejo.

Junto con la prosperidad agrícola, el comercio hizo posible una civilización de considerable solidez, capaz desde hacía tiempo de recuperarse de los desastres, como parece demostrar la reiterada reconstrucción del palacio de Cnosos. Los palacios son las reliquias más hermosas de la civilización minoica, pero las ciudades estaban asimismo bien construidas, y tenían un complejo sistema de tuberías de desagüe y alcantarillas, lo que era un logro técnico de un gran nivel; muy pronto, en la secuencia de palacios de Cnosos, las instalaciones sanitarias y de aseo alcanzan una escala que no se superó hasta la época romana. Otro logro cultural fue menos práctico, y más artístico que intelectual; parece que los minoicos adoptaron las matemáticas de Egipto y que las dejaron sin más, y su religión desapareció con ellos, aparentemente sin dejar nada a la posteridad, pero los minoicos hicieron una importante contribución artística a la civilización de la Grecia continental. El arte representó a la civilización minoica en su máximo esplendor, y sigue siendo su legado más espectacular. Su genio era pictórico y alcanzó su punto culminante en los frescos de los palacios, de una viveza y movimiento sorprendentes. He aquí un estilo realmente original, que influyó, a través del mar, en Egipto y Grecia. Aunque también otras artes palaciegas, sobre todo la elaboración de gemas y metales preciosos, crearían moda en otros lugares.

El arte minoico ofrece algún testimonio sobre el estilo de vida de los cretenses, porque a menudo es figurativo. Al parecer, iban ligeros de ropa, y a las mujeres se las representaba a menudo con el pecho desnudo; los hombres no llevaban barba. Hay flores y plantas en abundancia, lo que sugiere un pueblo que apreciaba profundamente los dones de la naturaleza; no tenemos la impresión de que los minoicos considerasen el mundo un lugar hostil. De su riqueza relativa —dados los niveles de la época antigua— dan cuenta las filas de enormes y bellas tinajas de aceite de sus palacios. Su preocupación por la comodidad y por lo que no cabe más que calificar de elegancia se ve claramente en los delfines y los lirios que decoran las habitaciones de una de sus reinas.

La arqueología también ha encontrado testimonios de un mundo religioso singularmente poco amenazador, aunque no podemos extraer demasiadas conclusiones, dado que carecemos de textos. Pese a que tenemos representaciones de los dioses y diosas cretenses, no es fácil estar seguros de quiénes son. Tampoco podemos comprender sus rituales, aparte de registrar el elevado número de altares de sacrificio y de hachas de dos filos, y el hecho de que, aparentemente, los cultos minoicos se centraban en una figura femenina (aunque sigue siendo un misterio cuál era su relación con otras deidades). Podría tratarse de la representación de la fertilidad del Neolítico que, como tal, aparecerá una y otra vez como encarnación de la sexualidad femenina: las posteriores Astarté y Afrodita. En Creta, esta diosa se representa vestida con una elegante falda y los pechos desnudos, de pie entre dos leones y sosteniendo unas serpientes. Es menos claro que hubiera también un dios masculino. Pero la aparición de astas de toro en muchos lugares y de frescos que representan a estos nobles animales es sugerente si se los vincula a la leyenda griega posterior (Zeus había seducido, en forma de toro, a la madre de Minos, Europa; la esposa de Minos, Pasífae, engendró de sus relaciones con un toro a un monstruo que nació mitad toro, mitad hombre: el Minotauro) y a los oscuros, pero evidentemente importantes, ritos del salto del toro. Lo sorprendente es que, sea como fuere, la religión cretense no parece tenebrosa; las pinturas de deportes y bailes, y los delicados frescos y cerámicas sugieren que no se trataba de un pueblo infeliz.

Desconocemos la organización política de esta sociedad. El palacio no era solo una residencia real, sino en cierto sentido un centro económico —un enorme almacén— que quizá se entendiera mejor como el vértice de una avanzada forma de intercambio basada en la redistribución por parte del gobernante. El palacio era asimismo un templo, pero no una fortaleza. En su madurez, fue el centro de una estructura muy organizada cuya inspiración podría haber sido asiática; como pueblo comerciante, los minoicos tenían acceso a la cultura de los imperios de Egipto y Mesopotamia. Una de las fuentes de lo que conocemos sobre los propósitos del gobierno minoico es una enorme colección de miles de tablillas que constituyen sus archivos administrativos, y que indican una rígida jerarquía y una administración sistematizada, aunque no cómo funcionaban en la práctica. Por efectivo que fuera el gobierno, lo único que muestran con certeza estos archivos es que aspiraba a una supervisión mucho más estrecha y compleja de lo que pudo concebir el mundo griego posterior. Si existe alguna analogía, nuevamente habrá que buscarla en los imperios asiáticos y en Egipto.

En la actualidad, las tablillas nos hablan solo de la última etapa de la civilización minoica, porque muchas de ellas no pueden interpretarse. La opinión mayoritaria de los especialistas concuerda actualmente con la expuesta hace unos años, en el sentido de que un gran número de las encontradas en Cnosos se empleaban para escribir en lengua griega y que datan de entre el 1450 y el 1375 a.C. Esto confirma la prueba arqueológica de la llegada por esas fechas de invasores del continente que sustituyeron a los gobernantes nativos. Las tablillas son sus documentos, y la escritura en la que están escritas se ha denominado «Lineal B». Los testimonios escritos anteriores se encuentran primero en jeroglífico, con algunos signos prestados de Egipto, y luego en otro tipo de escritura (sin descifrar aún), llamada «Lineal A» y utilizada quizá ya en el 1700 a.C. Los griegos adoptaron la práctica administrativa minoica existente y realizaron anotaciones, como las que ya se hacían, en su propia lengua. Por tanto, las tablillas anteriores probablemente contienen información muy parecida a la de las posteriores, aunque es sobre la Creta anterior a la llegada de los invasores de lengua griega que presidieron la última etapa y el misterioso final de la civilización minoica.

El éxito de la invasión desde el continente fue una señal de que las condiciones que habían hecho posible esta civilización se estaban desmoronando en los turbulentos tiempos del final de la Edad del Bronce. Durante mucho tiempo, Creta no tuvo rival que amenazara sus costas. Quizá los egipcios habían estado demasiado ocupados, y desde el norte no había habido en mucho tiempo amenaza posible. Pero, gradualmente, la segunda de estas condiciones había comenzado a cambiar; en el continente, se agitaban los mismos pueblos indoeuropeos que ya han aparecido en tantos lugares de esta historia. Algunos de ellos penetraron de nuevo en Creta tras el hundimiento definitivo de Cnosos; aparentemente, lograron establecerse como colonos, explotaron las tierras bajas y expulsaron a los minoicos y su cultura hecha añicos hacia solitarias y pequeñas poblaciones, donde se refugiaron y desaparecieron del escenario de la historia universal.

Irónicamente solo dos o tres siglos antes, la cultura cretense había ejercido una suerte de hegemonía en Grecia, y el recuerdo misterioso de Creta siempre permanecería en la mentalidad griega como el de una tierra perdida. A través de los aqueos, nombre que se suele dar a los primeros pueblos de habla griega, que bajaron hasta el Ática y el Peloponeso, donde fundaron pueblos y ciudades en los siglos XVIII y XVII a.C., se produjo una transfusión directa de la cultura minoica al continente. Los aqueos llegaron a una tierra que tenía desde hacía tiempo contactos con Asia, y cuyos habitantes ya habían aportado al futuro un símbolo duradero de la vida griega, la fortificación del lugar más alto de la ciudad o acrópolis. Los nuevos pueblos que llegaron apenas eran superiores culturalmente a los conquistados, y aunque introdujeron el caballo y el carro de guerra, eran unos bárbaros en comparación con los cretenses y carecían de arte propio. Más conocedores de la función de la violencia y de la guerra en la sociedad que los isleños (sin duda porque no gozaban de la protección del mar y vivían con una sensación de presión constante en sus lugares de procedencia), fortificaron sus ciudades y erigieron castillos. Su civilización tenía un estilo militar. A veces escogieron emplazamientos que serían posteriormente el centro de las ciudades-estado griegas, como Atenas y Pilos. No eran muy grandes, pues las mayores tenían como mucho unos pocos miles de habitantes. Una de las más importantes estaba en Micenas, que fue la que dio su nombre a la civilización que finalmente se difundió por la Grecia de la Edad del Bronce, a mediados del segundo milenio.

La civilización micénica dejó algunos vestigios espléndidos, ya que era muy rica en oro; debido a la gran influencia que recibió del arte minoico, es también una auténtica síntesis de las culturas griegas e indígenas del continente. Su base institucional parece tener sus raíces en las ideas patriarcales halladas entre muchos de los pueblos indoeuropeos, pero hay algo más. La aspiración burocrática revelada por las tablillas de Cnosos y por otras de Pilos, en el Peloponeso occidental, de alrededor del 1200 a.C., sugiere la existencia de corrientes de cambio que fluían desde la Creta conquistada hacia el continente. Cada ciudad importante tenía un rey. El de Micenas, que presidía una sociedad de terratenientes guerreros cuyos arrendatarios y esclavos eran los indígenas, pudo haber sido ya el jefe de alguna especie de federación de reinos. Algunos testimonios sugerentes hallados en los archivos diplomáticos hititas apuntan a la existencia de cierta unidad política en la Grecia micénica. Por debajo de los reyes, las tablillas de Pilos muestran una estrecha supervisión y control de la vida comunitaria, así como importantes distinciones entre funcionarios y, lo más fundamental, entre esclavos y hombres libres. Lo que no puede saberse es lo que significan en la práctica estas diferencias. Tampoco conocemos mucho de la vida económica que estaba en la raíz de la cultura micénica, más allá de su centralización en la familia real, como en Creta.

Sea cual fuera su base material, la cultura que tuvo su manifestación más espectacular en Micenas se había difundido por toda la Grecia continental y por muchas de las islas del Egeo hacia el 1400 a.C. Era unitaria, aunque existían marcadas diferencias entre los distintos dialectos griegos, que distinguirían a una región de otra hasta la era clásica. Micenas sustituyó la primacía comercial minoica en el Mediterráneo por la suya. Tenía enclaves comerciales en el Mediterráneo oriental y los reyes hititas la trataban como a una potencia. En ciertos lugares, las explotaciones de cerámica micénica sustituyeron a las minoicas, y hay incluso ejemplos de asentamientos minoicos seguidos de otros micénicos.

El imperio micénico, si se nos permite el término, llegó a su punto culminante durante los siglos XV y XIV a.C. Durante algún tiempo, la debilidad de Egipto y el derrumbamiento del poder hitita lo favorecieron; en ese período, un pequeño pueblo enriquecido por el comercio alcanzó una importancia desproporcionada mientras las grandes potencias desaparecían. Se establecieron colonias micénicas en las costas de Asia Menor; el comercio con otras ciudades asiáticas, sobre todo con Troya, prosperó. Pero, a partir del 1300 a.C. aproximadamente, empiezan a aparecer señales de decadencia. Parece que la guerra fue una de sus causas; los aqueos desempeñaron un papel importante en los ataques que sufrió Egipto a fines del siglo XIII a.C., y parece que una de sus grandes incursiones, que quedó inmortalizada como la guerra de Troya, tuvo lugar hacia el 1200 a.C. Una serie de levantamientos dinásticos en las propias ciudades micénicas constituyeron el turbulento fondo sobre el que se producían estos acontecimientos.

Estaba a punto de comenzar lo que cabe denominar la «edad oscura del Egeo», tan oscura como lo que ocurría en Oriente Próximo más o menos en la misma época. Cuando cayó Troya, ya habían empezado a producirse nuevas invasiones bárbaras procedentes de la Grecia continental. Justo al final del siglo XIII a.C., los grandes centros micénicos fueron destruidos, quizá por terremotos, y la Grecia antigua se dividió en centros desligados entre sí. Como entidad, la civilización micénica desapareció, y aunque no todos los centros micénicos fueron abandonados, su vida continuó a un nivel inferior. Los tesoros reales desaparecieron, no se reconstruyeron los palacios. En algunos lugares, los pueblos ya establecidos resistieron durante siglos; en otros, se convirtieron en siervos de los nuevos conquistadores, indoeuropeos del norte que llevaban migrando desde casi un siglo antes de la caída de Troya, o fueron expulsados por ellos. No parece probable que estos nuevos pueblos se asentaran siempre en las tierras que asolaban, pero acabaron con las estructuras políticas existentes y el futuro se construiría sobre sus tronos, y no sobre las instituciones micénicas. Un panorama de confusión se extiende a medida que se penetra en la edad oscura del Egeo; solo poco antes del 1000 a.C. hay algunas señales de que está surgiendo un nuevo modelo: el proyecto de la Grecia clásica.

Los relatos legendarios de este período atribuyen muchas cosas a un grupo de recién llegados: los dorios. Fuertes e intrépidos, se les recordaría como los descendientes de Hércules. Aunque es muy arriesgado inferir, de la presencia de dialectos griegos posteriores, la existencia de grupos identificables y compactos entre los primeros invasores, la tradición les convierte en los hablantes de una lengua, el dórico, que pervivió hasta la era clásica como el dialecto que les diferenciaba. En este caso, los especialistas creen que la tradición está justificada. En Esparta y Argos, se establecieron comunidades dorias que serían futuras ciudades-estado.

Sin embargo, otros pueblos contribuyeron también a forjar una nueva civilización en este período de oscuridad. Quienes más éxito tuvieron fueron identificados posteriormente como los hablantes del griego jónico, los jonios de la edad oscura. Procedentes del Ática (donde Atenas había sobrevivido o asimilado a los invasores que siguieron a los micénicos), arraigaron en las islas Cícladas y en Jonia, la actual costa turca del Egeo, donde, como inmigrantes y piratas, capturaron o fundaron ciudades (si no en las islas, casi siempre en la costa o cerca de ella), que fueron las futuras ciudades-estado de un pueblo marinero. A menudo los emplazamientos que escogieron ya habían estado ocupados por los micénicos; a veces —en Esmirna, por ejemplo— desplazaron a los colonos griegos anteriores.

Este panorama es confuso en el mejor de los casos y solo quedan testimonios fragmentarios de gran parte de él, aunque de este desorden resurgiría lentamente la unidad de civilización de que gozó la Edad del Bronce egea. Al principio, sin embargo, hubo siglos de desorganización y particularismo, un nuevo período de provincialismo en un mundo que otrora fue cosmopolita. El comercio decayó y los vínculos con Asia se debilitaron, sustituidos por las migraciones, que a veces tardaron siglos en dar lugar a nuevos modelos culturales, pero que finalmente sentaron las bases de un futuro mundo griego.

Tuvo lugar un revés colosal para la vida civilizada que debe recordarnos lo frágil que podía ser esta en la Antigüedad. Su señal más evidente fue una despoblación ocurrida entre el 1100 y el 1000 a.C., tan general y violenta que algunos especialistas han buscado su explicación en una catástrofe repentina: una epidemia quizá, o un cambio climático tal que redujo súbita y terriblemente la pequeña superficie cultivable de las laderas de los Balcanes y del Egeo. Sea cual fuera la causa, sus efectos se reflejan también en una decadencia de la elegancia y de la habilidad artística; desaparecieron el tallado de gemas, los frescos y la cerámica refinada. La continuidad cultural que permitió la época debió de ser en gran parte más mental que física, a través de las canciones, los mitos y las ideas religiosas.

Una pequeña parte de esta turbulenta época se refleja débil y remotamente en las epopeyas de los bardos que posteriormente tomaron forma escrita en la Ilíada y la Odisea. Estos poemas incluyen material transmitido oralmente durante generaciones y cuyos orígenes se sitúan en una tradición casi contemporánea de los hechos que narran, aunque más tarde fueran atribuidos a un solo poeta, Homero. Sin embargo, es mucho más arduo ponerse de acuerdo en qué es lo que reflejaba exactamente; recientemente, los expertos han llegado al consenso de que casi nada corresponde a la época micénica y muy poco a la época inmediatamente posterior. El episodio central de la Ilíada, el ataque contra Troya, no es lo que aquí importa, aunque el relato refleja probablemente un predominio real de la iniciativa aquea en la colonización de Asia Menor. Lo que sobrevive son algunos datos sobre la sociedad y las ideas, transmitidos incidentalmente en los poemas. Aunque Homero da la impresión de cierta preeminencia especial atribuida al rey micénico, esta información corresponde al Egeo posmicénico del siglo VIII, cuando comienza la recuperación tras la edad oscura, y revela una sociedad cuyos supuestos son los de los señores de la guerra bárbaros, no los de unos reyes que estaban al mando de unos ejércitos regulares o supervisaban burocracias, como los de Asia. Los reyes de Homero son los principales entre los principales nobles, jefes de grandes familias cuya autoridad reconocida estaba atemperada por el poder real de unos truculentos guerreros que son casi sus iguales, y que dependía por tanto de imponerse sobre ellos; sus vidas son turbulentas y duras. La atmósfera es individualista y anárquica; se parecen más a una banda de jefes vikingos que a los gobernantes que conmemoraban las tablillas micénicas. Con independencia de las reminiscencias de detalles que puedan sobrevivir de la época más temprana (cuya exactitud se ha visto a veces confirmada por las excavaciones), y por muchos reflejos de una sociedad posterior que eventualmente contengan, los poemas solo arrojan una luz irregular sobre una sociedad primitiva, aún en estado de confusión, que se iba asentando quizá, pero no tan avanzada como la micénica y que ni siquiera presagiaba remotamente lo que iba a ser Grecia.

La nueva civilización que al final surgiría de estos siglos de confusión debió mucho a la reanudación de las relaciones con el este. Fue muy importante que los helenos (el nombre por el que se distinguía a los invasores de Grecia de sus antecesores) se extendieran por las islas y hasta el continente asiático; proporcionaron muchos puntos de contacto entre dos mundos culturales. Pero no fueron ellos los únicos lazos entre Asia y Europa; los intermediarios de la historia universal, los grandes pueblos comerciantes, siempre llevaron consigo las semillas de la civilización.

Uno de los pueblos comerciantes, pueblo marinero, tuvo una larga y turbulenta historia, aunque no tan extensa como decía su leyenda; los fenicios afirmaban que habían llegado a Tiro hacia el 2700 a.C., a lo que podría concederse el mismo grado de verosimilitud que a las historias sobre la descendencia de los reyes dorios de Heracles. Sin embargo, sí es cierto que los fenicios ya estaban establecidos en la costa del moderno Líbano en el segundo milenio a.C., cuando los egipcios obtenían de ellos su madera de cedro. Los fenicios eran un pueblo semita. Como los árabes del mar Rojo, se hicieron marineros porque la geografía les urgió a buscar más hacia fuera que tierra adentro. Vivían en la estrecha franja costera que fue el cauce de comunicación histórico entre África y Asia. Tras ellos se extendía un llano interior, pobre en recursos agrícolas, cortado por las colinas que bajaban de las montañas hasta el mar, y que dificultaban la unidad de los asentamientos costeros. La experiencia de los fenicios tenía paralelismos con la de los estados griegos posteriores, que sintieron la tentación del mar en circunstancias similares, y en ambos casos el resultado no solo fue el comercio, sino también la colonización.

Débiles en su tierra —vivieron bajo el dominio sucesivo de los hebreos, los egipcios y los hititas—, no puede ser del todo una coincidencia el que los fenicios no surgieran de las sombras históricas hasta que finalizaron las grandes épocas de Egipto, Micenas y el imperio hitita. Ellos también prosperaron gracias al declive de otros. Fue después del 1000 a.C., cuando hacía tiempo que había desaparecido la gran era del comercio minoico, cuando las ciudades fenicias de Biblos, Tiro y Sidón vivieron su breve edad de oro. Su importancia en aquel entonces queda atestiguada por el relato bíblico de su intervención en la construcción del templo de Salomón: «Pues tú sabes —dice Salomón— que nosotros no tenemos taladores tan expertos como los sidonios», a los que pagó en consecuencia (1 Sam 5, 6). Este es quizá el testimonio de un contrato de obras único en grandeza y espectacularidad en toda la Antigüedad, y hay abundante material posterior que muestra la importancia continuada de la iniciativa fenicia. Muchos antiguos escritores subrayaron su fama como viajeros y colonizadores. Cuenta la leyenda que comerciaban con los salvajes de Cornualles; sin duda eran grandes navegantes de largas distancias. Sus tintes fueron durante largo tiempo famosos y se buscaban incluso en la época clásica. No cabe duda de que la necesidad comercial estimuló la inventiva de los fenicios; fue en Biblos (cuyo nombre tomarían los griegos para los libros) donde se inventó el alfabeto que posteriormente adoptaron los griegos. Esto significó un gran paso, que hizo posible la difusión de la escritura, pero no sobrevive ninguna pieza literaria fenicia notable, mientras que el arte de este pueblo suele reflejar su función de intermediarios, tomando prestado y copiando de modelos asiáticos y egipcios, quizá por exigencias del cliente. Gracias al comercio, este arte se difundió por todas las costas del Mediterráneo occidental.

El comercio, la preocupación principal de los fenicios, no exigía al principio establecerse en ultramar. Pero los fenicios llegaron a fundar un número creciente de colonias o centros comerciales, a veces donde habían comerciado los micénicos antes que ellos. Al final, había unos veinticinco de estos centros en todo el Mediterráneo, el primero de los cuales fue fundado en Kitión (la moderna Larnaca), Chipre, al final del siglo IX a.C. Puede que algunas colonias siguieran la actividad comercial que anteriormente ejercieron los fenicios en el lugar; puede que también reflejaran la época turbulenta que asoló las ciudades fenicias tras una breve fase de independencia, al principio del primer milenio. En el siglo VII, Sidón fue arrasada hasta sus cimientos, y las hijas del rey de Tiro fueron llevadas al harén de Assurbanipal, en Asiria. Fenicia quedó entonces reducida a sus otras colonias en el Mediterráneo y poco más. Pero su fundación pudo ser también reflejo de la inquietud fenicia ante la oleada de colonización griega que desde el oeste amenazaba el suministro de metales, especialmente del estaño británico y de la plata española. Esto podría explicar que los fenicios fundaran un siglo antes Cartago, que se convertiría en la sede de un poder mucho más formidable que el que jamás tuvieron Tiro y Sidón, y que siguió fundando sus propias colonias. Más hacia el oeste, al otro lado del estrecho de Gibraltar, los fenicios ya conocían Cádiz, adonde llegaron en busca de un comercio atlántico más al norte.

Los fenicios fueron uno de los agentes transmisores de civilización más importantes, pero eso, en cualquier caso, también lo habían sido otros: los micénicos por su difusión de una cultura y los helenos por su agitación del mundo étnico del Egeo. Los minoicos habían sido algo más, auténticos originadores, pues no solo tomaron prestados elementos de los grandes centros culturales establecidos, sino que los reelaboraron antes de difundirlos a su vez. Estos pueblos contribuyeron a dar forma a un mundo que cambiaba cada vez más rápidamente. Un importante efecto secundario, del que poco se ha hablado aún, fue la estimulación de la Europa continental. La búsqueda de minerales llevó lentamente a los exploradores cada vez más lejos, a las ignotas tierras bárbaras. Ya en el segundo milenio, se observan los primeros indicios de un futuro complicado; los abalorios hallados en Micenas se fabricaban en Gran Bretaña con ámbar del Báltico. El comercio actuó siempre con lentitud, acabando con el aislamiento, modificando las relaciones mutuas entre los pueblos e imponiendo nuevas formas al mundo. Pero es difícil relacionar esta historia con los movimientos del crisol étnico en el Egeo, y no digamos ya con la turbulenta historia del continente asiático desde el segundo milenio antes de nuestra era.

ORIENTE PRÓXIMO EN LA ERA DE LA CONFUSIÓN

La «confusión» es una cuestión de perspectiva. Durante alrededor de ochocientos años desde el final de Cnosos, por ejemplo, la historia de Oriente Próximo es, en efecto, muy confusa si la analizamos desde el punto de vista de la historia universal. En esencia, lo que hubo fue una serie de conflictos sobre el control de una riqueza que crecía lentamente en la región agrícola mejor definida del mundo antiguo (los imperios que aparecieron y desaparecieron no pudieron encontrar, en las estepas y desiertos situados en las fronteras de Oriente Próximo, recursos que pudieran justificar su conquista), y es difícil encontrar un hilo de continuidad en esa historia. Los invasores llegaban y se marchaban con rapidez, algunos de ellos dejando tras de sí nuevas comunidades, mientras otros fundaban nuevos estados que sustituían a los que derrocaban. Esta situación apenas podían entenderla quienes no eran conscientes de estos hechos más que ocasionalmente y de forma repentina, cuando, por ejemplo, quemaban sus casas, violaban a sus esposas e hijas y se llevaban a sus hijos como esclavos; o, por decirlo con menos dramatismo, cuando descubrían que un nuevo gobernante iba a recaudar más impuestos. Tales acontecimientos debían de ser bastante preocupantes, por no emplear una palabra más enérgica. Por otra parte, seguramente, millones de personas vivieron en aquella época sin conocer un cambio más espectacular que la llegada un día a su aldea de la primera hoz o espada de hierro; cientos de comunidades vivieron dentro de un sistema de ideas e instituciones que permaneció inmutable durante muchas generaciones. Esta es una reserva importante que no hay que olvidar cuando hacemos hincapié en el dinamismo y la violencia de la historia de Oriente Próximo durante la transición de la Edad del Bronce a la del Hierro, una era a la que ya hemos aludido al tratar de los pueblos del Egeo.

En el continente, los pueblos errantes se movían en una zona donde había centros consolidados de gobierno y población, estructuras políticas poderosas y duraderas, y numerosas jerarquías de especialistas en administración, religión y aprendizaje. Esto explica en parte por qué la llegada de nuevos pueblos destruye menos que en el Egeo lo que ya se había logrado. Otra fuerza conservadora la constituía el largo contacto que muchos de los bárbaros mantenían ya con la civilización en esta región, lo que hizo que no desearan destruirla, sino disfrutar de sus ventajas. Estas dos fuerzas contribuyeron a largo plazo a difundir más la civilización y a fomentar el creciente cosmopolitismo de un Oriente Próximo grande y confuso, pero civilizado e interconectado.

La historia del Oriente Próximo civilizado comienza muy pronto, y se remonta a principios del segundo milenio a.C., con la llegada a Asia Menor de los hititas. Quizá estos pertenecían al mismo grupo de pueblos que los minoicos; en cualquier caso, vivieron en Anatolia más o menos al mismo tiempo que la civilización minoica se disponía a alcanzar sus mayores triunfos, y estaban lejos de ser unos bárbaros primitivos. Los hititas tenían un sistema jurídico propio y absorbieron gran parte de lo que Babilonia les pudo enseñar. Por otro lado, disfrutaron durante mucho tiempo del virtual monopolio del hierro en Asia, lo que no solo tuvo una gran importancia agrícola, sino que, junto con su dominio de la fortificación y del carro, les dio una superioridad militar que fue el azote de Egipto y Mesopotamia. El ataque que derribó el poderío de Babilonia hacia el 1590 a.C. equivalió a la señal de la altura máxima que alcanzaron las aguas de la inundación del primer «imperio» hitita. Después siguió un período de declive y oscuridad, hasta que, en la primera mitad del siglo XIV, hubo un renacimiento de su poder. Esta segunda era, aún más espléndida, fue testigo de una hegemonía hitita que se extendió, por un tiempo breve, desde las costas del Mediterráneo hasta el golfo Pérsico, dominando todo el Creciente Fértil salvo Egipto, y que desafió con éxito incluso a esa gran potencia militar mientras guerreaba casi sin cesar con los micénicos. Pero, al igual que otros imperios, se derrumbó un siglo después, y su final llegó alrededor del 1200 a.C.

La culminación y el hundimiento de este gran esfuerzo de organización al comienzo de la edad oscura de Grecia y el Egeo tienen dos características interesantes. La primera es que, por aquel entonces, los hititas ya no disfrutaban del monopolio del hierro; hacia el 1000 a.C., el hierro se utiliza en todo Oriente Próximo, y su difusión desempeñó sin duda cierto papel en la brusca modificación de la balanza de poder en perjuicio de los hititas. La otra característica interesante es una coincidencia del ritmo de las migraciones, ya que parece que los grandes difusores de la tecnología del hierro fueron los pueblos indoeuropeos que desde alrededor del 1200 a.C. sembraron el desorden a su paso. Se cree que la desaparición de Troya, que jamás se repuso de la destrucción aquea, tuvo una gran importancia estratégica a este respecto; al parecer, la ciudad desempeñaba hasta entonces un papel destacado en una alianza de potencias de Asia Menor que había mantenido a raya a los bárbaros del norte. Tras su caída, no apareció ningún otro foco de resistencia. Algunos expertos piensan que la proximidad en el tiempo de la caída del último imperio hitita y los ataques de los «pueblos del mar» que registran los archivos egipcios es demasiado acusada para no ser más que una coincidencia. En particular, los destructores del imperio hitita fueron un pueblo de Tracia, los frigios.

Los «Pueblos del Mar» solo eran un síntoma más de los grandes movimientos humanos de la época. Provistos de armas de hierro, emprendieron sus incursiones en las costas del Mediterráneo oriental, arrasando ciudades sirias y levantinas, desde comienzos del siglo XII a.C. Puede que algunos de ellos fueran «refugiados» procedentes de las ciudades micénicas que primero se marcharon al Dodecaneso y después a Chipre. Uno de estos grupos, el de los filisteos, se estableció en Canaán hacia el 1175 a.C.; de su nombre deriva el de Palestina. Pero las principales víctimas de los Pueblos del Mar fueron los egipcios. Al igual que los vikingos de los mares del norte dos mil años después, los invasores que llegaban del mar se lanzaron sobre el delta una y otra vez, sin dejarse intimidar por las ocasionales derrotas, y llegaron incluso a arrebatar el país al faraón. Egipto sufrió una gran presión. A principios del siglo XI a.C. se dividió, siendo disputado por dos reinos. Los Pueblos del Mar no eran tampoco los únicos enemigos de Egipto. Parece que en un momento determinado, una flota libia atacó el delta, aunque fue rechazada. En el sur, la frontera nubia no representaba aún un problema, pero alrededor del 1000 a.C. surgió un reino independiente en Sudán que posteriormente sería conflictivo. La marea de los pueblos bárbaros erosionaba las viejas estructuras de Oriente Próximo del mismo modo que desgastó la Grecia micénica.

Nos hemos adentrado lo suficiente en el torbellino de acontecimientos como para dejar de manifiesto que hemos penetrado en una era demasiado compleja y demasiado poco conocida que no nos permite elaborar una narración sencilla y directa. Afortunadamente, pronto aparecen dos rayos de sol en medio del caos. Uno es la renovación de un asunto antiguo, el de la continuidad de la tradición mesopotámica, a punto de entrar en su última fase. El otro es bastante nuevo, y comienza con un acontecimiento que no podemos fechar y que solo conocemos gracias a la tradición registrada siglos después, pero que probablemente ocurrió durante la época de pruebas que los Pueblos del Mar impusieron a Egipto. Con independencia del momento y la forma en que sucedió, la salida de Egipto del pueblo que los egipcios llamaban hebreo y que el mundo denominó después judío, marcó un momento decisivo en la historia universal.

Para muchas personas durante muchos siglos, la historia de la humanidad antes de la llegada del cristianismo fue la historia de los judíos y de lo que estos narraron a su vez acerca de la historia de otros pueblos. Ambas quedaron registradas en un conjunto de libros llamados Antiguo Testamento, que constituyen las escrituras sagradas del pueblo judío, y que posteriormente fueron difundidas por todo el mundo en numerosas lenguas gracias al impulso misionero cristiano y a la invención de la imprenta. Los judíos fueron el primer pueblo que llegó a una idea abstracta de Dios y que prohibió su representación en imágenes. Ningún pueblo ha tenido mayor repercusión histórica a partir de unos orígenes y unos recursos tan relativamente insignificantes, tan insignificantes, de hecho, que aún es difícil estar seguros de muchos de los aspectos referidos a ellos pese a los enormes esfuerzos realizados.

Los orígenes de los judíos se remontan a los pueblos semitas nómadas de Arabia, cuya tendencia prehistórica e histórica fue presionar frecuentemente hacia las tierras ricas del Creciente Fértil más próximas a sus lugares de origen. La primera etapa de su historia a la que la historia antigua debe prestar la debida atención es la era de los patriarcas, cuyas tradiciones figuran en los relatos bíblicos sobre Abraham, Isaac y Jacob. No parece que existan sólidos motivos para negar que los hombres que dieron origen a estas gigantescas y legendarias figuras existieran realmente. Si realmente fue así, debieron de vivir alrededor del 1800 a.C., y su historia forma parte de la confusión que siguió a la caída de Ur. La Biblia nos explica que Abraham fue desde Ur a Canaán, lo que es bastante verosímil y no contradice lo que sabemos de la dispersión de los amorritas y de otras tribus en los siguientes cuatrocientos años. De entre ellos, quienes serían recordados como los descendientes de Abraham fueron conocidos al final por el nombre de «hebreos», una palabra que significa «nómada» y que aparece por primera vez en textos egipcios de los siglos XIV o XIII a.C., mucho después de que se establecieran por primera vez en Canaán. Aunque no es del todo satisfactorio, es probablemente el mejor nombre que se puede dar a las tribus de las que nos ocupamos, y las identifica mejor que la palabra judíos, que, por todas las connotaciones que tradicionalmente se le han asociado durante siglos de uso popular, es mejor reservar (como hacen normalmente los expertos en la materia) para una era muy posterior a la de los patriarcas de esta religión monoteísta.

Es en Canaán donde aparece por primera vez el pueblo de Abraham en la Biblia. Los judíos son representados como un pueblo de pastores, organizado tribalmente, que se disputa pozos y pastos con vecinos y parientes, y que aún puede ser empujado a emigrar por las presiones de la sequía y el hambre. Se nos dice que un grupo bajó hasta Egipto, quizá a principios del siglo XVII a.C.; es el grupo que figura en la Biblia como la familia de Jacob. El desarrollo de la historia en el Antiguo Testamento nos muestra que José, hijo de Jacob, llegó a estar al servicio del faraón, dato del que cabría esperar encontrar algún rastro en los archivos egipcios. Algunos especialistas han sugerido que esto ocurrió durante la dominación de los hicsos, dado que solo un período de perturbación a gran escala podría explicar la improbable preeminencia de un extranjero en la burocracia egipcia. Puede que fuera así, pero no hay testimonios que lo confirmen o desmientan. Solo tenemos la tradición, al igual que solo es tradición toda la historia hebrea hasta alrededor del 1200 a.C. Esta tradición se manifiesta en el Antiguo Testamento, cuyos textos no adoptaron su forma actual hasta el siglo VII a.C., quizá ochocientos años después de la historia de José, aunque pueden distinguirse en ellos, y se han distinguido, elementos anteriores. Como testimonio, el Antiguo Testamento es a los orígenes judíos lo que Homero es a los de Grecia.

Nada de todo esto importaría mucho, y sin duda no interesaría a nadie salvo a los expertos, si no fuera por los acontecimientos que sucedieron entre mil y tres mil años después, cuando los destinos de todo el mundo estuvieron bajo la influencia de las civilizaciones cristiana e islámica, cuyas raíces están en la tradición religiosa de un pequeño pueblo semita, no fácilmente identificable, y al que, durante siglos, los gobernantes de los grandes imperios de Mesopotamia y Egipto apenas distinguieron de muchos otros nómadas similares. Y esto se debió a que los hebreos consiguieron llegar a una visión religiosa única.

Podemos ver en todo el mundo del antiguo Oriente Próximo la actuación de unas fuerzas que, probablemente, hicieron más atractivos los enfoques religiosos monoteístas. Es probable que el poder de las deidades locales quedara cuestionado en vista de los grandes trastornos y desastres que periódicamente barrieron la región después del primer imperio babilónico. Tanto las innovaciones religiosas de Ajenatón como la afirmación creciente del culto de Marduk parecen ser respuestas a este desafío. Pero solo los hebreos y quienes compartieron después sus creencias pudieron llevar el proceso a buen término, trascendiendo el politeísmo y el localismo para alcanzar un monoteísmo coherente y absoluto.

Es muy difícil establecer el orden en que se produjo este proceso, pero sus fases esenciales no se completaron antes del siglo VIII a.C. En la primera época en que cabe distinguir a la religión hebrea, esta aún era probablemente politeísta, pero también monólatra; es decir, que al igual que otros pueblos semitas, las tribus que fueron las precursoras de los judíos creían que había muchos dioses, pero adoraban solo a uno, al suyo. La primera etapa de perfeccionamiento fue la idea de que el pueblo de Israel (como se llamaron los descendientes de Jacob) debía devoción exclusiva a Yahvé, la deidad tribal, un dios celoso que había hecho un pacto con su pueblo para llevarlo de nuevo a la tierra prometida, la Canaán adonde Yahvé ya había llevado a Abraham desde Ur, y que ha seguido siendo un foco de pasión hasta la actualidad. El pacto era una idea dominante: Israel tenía la seguridad de que, si hacía algo, ocurriría algo deseable en consecuencia, lo que suponía una gran diferencia respecto de la atmósfera religiosa de Mesopotamia o de Egipto.

Las exigencias de exclusividad de Yahvé dieron paso al monoteísmo, ya que, llegado el momento para ello, los israelitas no sentían respeto alguno por los otros dioses que podrían constituir un obstáculo para esta evolución. Pero esto no fue todo. La naturaleza de Yahvé fue pronto diferente a la de los demás dioses tribales. La característica más distintiva de su culto era que no había ninguna representación de su imagen. A veces se presenta, al igual que otros dioses, en una morada inmanente, como un templo construido por los hombres, o incluso en manifestaciones de la naturaleza, pero, a medida que la religión israelita evolucionó, pudo vérsele como una deidad trascendente:

El Señor está en su templo santo, el Señor tiene su trono en el cielo. (Salmo 11, 4)

dice un salmo. Él lo había creado todo, pero existía con independencia de su creación; era un ser universal. Se preguntaba el salmista:

¿Adónde iré yo lejos de tu espíritu, adónde de tu rostro podré huir? (Salmo 139, 7)

El poder creativo de Yahvé era otro aspecto que diferenciaba a los hebreos de la tradición mesopotámica. Ambas religiones consideraban que el origen del género humano era un caos acuático. «La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo», dice contundentemente el libro del Génesis. Para los mesopotámicos, no hubo creación pura; siempre había existido algún tipo de materia, y los dioses solo la ordenaron. Pero para los hebreos era diferente: Yahvé ya había creado el propio caos. Yahvé fue para Israel lo que más tarde expresó el credo cristiano: «Creador del cielo y de la tierra, creador de todo lo visible y lo invisible»; era, por tanto, el supremo creador. Además, hizo al hombre a su imagen y semejanza, como un compañero, no como un esclavo; el hombre era la culminación y la revelación suprema de su poder creativo, una criatura capaz de distinguir el bien del mal, como el propio Yahvé. Finalmente, el hombre se movía en un mundo moral que establecía la propia naturaleza de Yahvé. Solo Él era justo; las leyes del hombre podían reflejar o no su voluntad, pero Él era el único autor de la rectitud y de la justicia, quien marcaba los parámetros de la conducta ejemplar.

Las implicaciones de las ideas fundadoras hebreas tardarían siglos en aclararse y milenios en mostrar todo su peso. Al principio, estaban envueltas en los presupuestos de una sociedad tribal que buscaba el favor de un dios en la guerra. Gran parte de ellos reflejaban la experiencia especial de un pueblo que vivía en el desierto. Más tarde, la tradición judía hizo un gran hincapié en sus orígenes en el éxodo de Egipto, una historia en la que destaca la gigantesca y misteriosa figura de Moisés. Lo que es evidente es que, cuando los hebreos llegaron a Canaán, ya eran conscientemente un pueblo, agrupado en torno al culto a Yahvé. El relato bíblico de su viaje por el Sinaí narra probablemente la época crucial en que se forjó esta conciencia nacional. Pero la tradición bíblica es, aquí también, lo único que tenemos para documentarnos, y no se recogió hasta mucho más tarde. Sin duda es verosímil que los hebreos debieran huir finalmente de una dura opresión en tierras extranjeras; una opresión que podría, por ejemplo, ser reflejo de las cargas que imponían unas enormes empresas de construcción. Moisés es un nombre egipcio, y es probable que existiera un original histórico del gran líder que domina la historia bíblica dirigiendo el éxodo y manteniendo unidos a los hebreos en el desierto. En el relato tradicional, fundó la ley tras traer los Diez Mandamientos de su encuentro con Yahvé, ocasión en que se renovó el pacto de Yahvé con su pueblo en el monte Sinaí, y que podría verse como el retorno formal a sus tradiciones de pueblo nómada cuyos cultos habían sido erosionados por la larga permanencia en el delta del Nilo. Por desgracia, sigue siendo imposible de definir el papel exacto que desempeñó este gran reformador religioso y líder nacional, y los propios Mandamientos no pueden fecharse de una forma fiable hasta mucho después de la época en que vivió Moisés.

De todas formas, aunque el relato bíblico no puede aceptarse en su literalidad, ha de tratarse con respeto, dado que es el único testimonio que tenemos de gran parte de la historia judía y contiene muchos elementos que pueden relacionarse con lo que se conoce o se infiere de otras fuentes. La arqueología no acude en ayuda de los historiadores hasta la llegada de los hebreos a Canaán. La historia de conquista que se narra en el Libro de Josué coincide con los testimonios de la destrucción de las ciudades cananeas en el siglo XIII a.C., y lo que sabemos de la cultura y la religión cananeas también coincide con el relato bíblico de las luchas de los hebreos contra los cultos locales y el politeísmo, que lo impregnaban todo. Palestina fue, a lo largo del siglo XII a.C., el escenario de las disputas entre dos tradiciones religiosas y dos pueblos, y esto, naturalmente, ilustra de nuevo el hundimiento del poder egipcio, dado que una región tan crucial no habría quedado a merced de unos pueblos semitas menores si el poder de la monarquía hubiera estado aún en vigor. Es probable que los hebreos consiguieran el apoyo de otras tribus nómadas, siendo la piedra de toque de la alianza la adhesión a Yahvé. Tras asentarse, y aunque las tribus luchaban entre sí, siguieron adorando a Yahvé, y esto constituyó durante un tiempo la única fuerza que las unía, pues las divisiones tribales formaron la única institución política de Israel.

Los hebreos asimilaban al mismo tiempo que destruían. Sin duda, en muchos aspectos estaban menos avanzados culturalmente que los cananeos, así que adoptaron su escritura. También tomaron prestada su práctica de la edificación, aunque sin llegar siempre al mismo nivel de vida urbana que sus antecesores. Jerusalén fue durante mucho tiempo un pequeño lugar lleno de suciedad y confusión, algo muy alejado del nivel que, mucho antes, había alcanzado la vida urbana de los minoicos. Pero en Israel estaban las semillas de gran parte de la historia futura del género humano.

La colonización de Palestina había sido esencialmente una operación militar, y la necesidad militar provocó la siguiente etapa de la consolidación de una nación. Parece que fue el desafío que plantearon los filisteos (oponentes obviamente mucho más formidables que los cananeos) lo que estimuló el surgimiento de la monarquía hebrea en algún momento hacia el 1000 a.C. Con ella aparece otra institución, la de la especial distinción de los profetas, ya que fue el profeta Samuel quien ungió (nombrando así de hecho) tanto a Saúl, el primer rey, como a su sucesor, David. Durante el reinado de Saúl, dice la Biblia, Israel no tenía armas de hierro, ya que los filisteos se cuidaron de no poner en peligro su supremacía permitiéndolas. Sin embargo, los judíos aprendieron a usar el hierro de sus enemigos; las palabras hebreas para cuchillo y casco tienen raíces filisteas.

Saúl obtuvo victorias, pero al final se suicidó y su obra fue completada por David. De todos los personajes del Antiguo Testamento, David es con diferencia el más verosímil, tanto por sus puntos fuertes como por sus flaquezas. Aunque no hay testimonios arqueológicos de su existencia, pervive aún como una de las grandes figuras de la literatura mundial y fue un modelo para los reyes durante doscientos años. El relato literario, aunque confuso, es irresistiblemente convincente, y habla de un héroe de corazón noble, pero con defectos y demasiado humano, que puso fin al peligro filisteo y reunificó el reino que se había dividido a la muerte de Saúl. Jerusalén se convirtió en la capital de Israel, y David se impuso después sobre los pueblos vecinos. Entre ellos estaban los fenicios, que le habían ayudado contra los filisteos, lo que supuso el final de Tiro como Estado independiente importante.

El hijo y sucesor de David, Salomón, fue el primer rey de Israel que alcanzó importancia internacional. Salomón incorporó carros de guerra a su ejército, lanzó expediciones contra los edomitas, se alió con Fenicia y creó una armada, con lo que logró conquistas y prosperidad.

Salomón dominaba todos los reinos, desde el río [Éufrates] hasta el país de los filisteos y hasta la frontera de Egipto [...] Judá e Israel vivieron en seguridad, cada cual bajo su parra y bajo su higuera, desde Dan hasta Beersheba, todos los días de Salomón. (1 Sam 4, 21-25)

Una vez más, esto parece la explotación de las posibilidades de que disponen los débiles cuando los grandes están en declive; el éxito de Israel bajo el reinado de Salomón es otra evidencia del eclipse de los imperios más antiguos, y se unió al éxito de otros pueblos ahora olvidados de Siria y el Mediterráneo oriental, que constituían el mundo político representado en las oscuras luchas de que da cuenta el Antiguo Testamento. La mayoría de ellos eran descendientes de la antigua expansión amorrita. Salomón era un rey de gran vigor y empuje, y los avances económicos y técnicos del período fueron también notables. Fue un gobernante empresario de primera fila. Se dice que las legendarias «minas del rey Salomón» reflejaban la actividad de la primera refinería de cobre de la que hay testimonio en Oriente Próximo, aunque no es una opinión unánime. Sin duda, la construcción del templo (siguiendo modelos fenicios) fue solo una de sus numerosas obras públicas, aunque quizá no la más importante. David había dado a Israel una capital, acrecentando así la tendencia a la centralización política. Había planificado la construcción de un templo, y cuando Salomón lo edificó, el culto a Yahvé tuvo una forma más espléndida que nunca y un lugar duradero.

Una religión tribal había logrado resistir los primeros riesgos de contaminarse con los ritos de la fertilidad y el politeísmo de los agricultores entre los que se habían establecido los hebreos en Canaán. Pero siempre hay una amenaza de reincidencia que pone en peligro el pacto. Con el éxito llegaron también otros peligros. Un reino significaba una corte, contactos con el extranjero y —en la época de Salomón— esposas extranjeras que traían el culto de sus propios dioses. La primera función de los profetas había sido denunciar los males que conllevaba apartarse de la ley prostituyéndose con los dioses de la fertilidad de los filisteos; el nuevo lujo les dio también un tema social.

Los profetas llevaron a su culminación la idea israelita de Dios. No solo eran adivinos, como los que ya se conocían en Oriente Próximo (aunque es probable que fuera esta la tradición que formaron los primeros dos grandes profetas, Samuel y Elías), sino predicadores, poetas, políticos y críticos morales. Su categoría dependía esencialmente de la convicción que pudieran generar en sí mismos y en los demás de que Dios hablaba a través de ellos. Pocos predicadores han tenido tanto éxito. Al final, Israel sería recordada no por las grandes hazañas de sus reyes, sino por las normas éticas que anunciaron sus profetas. Ellos dieron forma a los vínculos de la religión con la moralidad que dominarían no solo el judaísmo, sino también el cristianismo y el islam.

Los profetas hicieron evolucionar el culto a Yahvé hasta la adoración de un Dios universal, justo y misericordioso, severo a la hora de castigar el pecado, pero dispuesto a dar la bienvenida al pecador que se arrepentía. Este fue el clímax de la cultura religiosa en Oriente Próximo, un punto de inflexión después del cual pudo separarse la religión de la localidad y de la tribu. Los profetas también atacaron con acritud la injusticia social. Para ello, Amós, Isaías y Jeremías dejaron a un lado a la privilegiada casta sacerdotal, denunciando la burocracia religiosa directamente ante el pueblo. Anunciaron que todos los hombres eran iguales ante Dios, que los reyes no podían hacer sin más su voluntad; proclamaron un código moral que era una realidad dada, independiente de la autoridad humana. Así pues, la predicación de la adhesión a una ley moral que Israel creía que había sido dada por Dios, se convirtió también en una base para la crítica al poder político existente. Si la ley no estaba hecha por el hombre, no emanaba aparentemente de ese poder, y los profetas siempre podían recurrir a ella, así como a su inspiración divina, contra el rey o el sacerdote. No es demasiado decir que, si la esencia del liberalismo político radica en la creencia de que el poder ha de emplearse dentro de un marco ético independiente de él, su raíz primaria está en las enseñanzas de los profetas.

La mayoría de los profetas después de Samuel hablaron dentro de un contexto turbulento, que interpretaron como señales de retroceso y corrupción. Israel había prosperado en medio del declive de grandes potencias, en una época en la que los reinos aparecían y desaparecían con gran rapidez. Tras la muerte de Salomón hacia el 928 a.C., la historia hebrea tuvo altibajos, pero la tendencia general fue de decadencia. Ya había habido revueltas, y pronto el reino se dividió en dos: Israel se convirtió en un reino al norte, compuesto por diez tribus reunidas en torno a una capital en Samaria, mientras que, en el sur, las tribus de Benjamín y Judá siguieron conservando Jerusalén como capital del reino de Judá. Los asirios destruyeron Israel en el 722 a.C. y las diez tribus desaparecieron de la historia, al ser expulsadas en masa. Judá duró más. Era más compacta y se encontraba más alejada de la senda de los grandes estados; sobrevivió hasta el 587 a.C., cuando un ejército babilonio arrasó las murallas y el templo de Jerusalén. Los hebreos del reino de Judá sufrieron también expulsiones, y muchos de ellos fueron conducidos a Babilonia, donde vivieron la gran experiencia del exilio, un período tan importante y formativo que, tras él, podemos hablar con propiedad de «los judíos», herederos y transmisores de una tradición aún viva y fácilmente identificable. Una vez más, los grandes imperios establecieron su dominio en Mesopotamia y dieron a su civilización un último período de florecimiento. Las circunstancias que habían favorecido la aparición de un Estado judío habían desaparecido, pero, por suerte para los judíos, la religión de Judá aseguraba que esto no significara también la desaparición de su identidad nacional.

Desde la época de Hammurabi, los pueblos del valle de Mesopotamia habían sufrido la presión de los pueblos migratorios vecinos. Durante mucho tiempo, les habían amenazado los hititas por un lado y los mitanos por otro, aunque, ocasionalmente, otros pueblos dominaron también Asiria y Babilonia. Cuando, en su momento, los hititas cayeron también, la antigua Mesopotamia no fue sede de ninguna gran potencia militar hasta el siglo IX a.C., aunque esta frase oculta mucho. A principios del siglo XI, un rey asirio conquistó brevemente Siria y Babilonia, pero pronto fue barrido por la presión de un grupo de tribus semitas que los especialistas llaman «arameos», seguidores de la antigua tradición de expansión hacia las tierras fértiles desde el desierto. Los arameos, junto con un nuevo linaje de reyes casitas en Babilonia, fueron los inoportunos y susceptibles vecinos de los debilitados reyes de Asiria durante unos doscientos años; casi el mismo tiempo que lleva existiendo Estados Unidos. Aunque uno de estos pueblos semitas, los llamados «caldeos», que posteriormente dieron su nombre (de forma errónea) a Babilonia, no hay mucho que reseñar en esta historia, salvo nuevos testimonios de la fragilidad de las construcciones políticas del mundo antiguo.

Fue en el siglo IX a.C. cuando reapareció en Mesopotamia un poder estable capaz de imponerse a la turbulencia de los acontecimientos. Entonces, nos relata el Antiguo Testamento, los ejércitos asirios se lanzaron una vez más contra los reinos sirios y judíos. Tras encontrar resistencia y a veces la derrota, los asirios volvieron una y otra vez, y finalmente vencieron. Este fue el principio de una nueva fase, importante y desagradable, de la historia de Oriente Próximo. Se estaba creando un nuevo imperio asirio. En el siglo VIII a.C. iba hacia su apogeo, y Nínive, la capital, situada en el tramo superior del Tigris, y que había sustituido al antiguo centro de Assur, se convirtió en el foco de la historia mesopotámica, igual que lo había sido Babilonia en su día. El imperio asirio no fue unificado como otros grandes imperios; no convirtió a los reyes en sus vasallos y tributarios, sino que eliminó a los gobernantes nativos e instaló en su lugar a gobernadores asirios. A menudo eliminó también pueblos enteros. Una de sus técnicas características era la expulsión en masa; las diez tribus de Israel son sus víctimas más recordadas.

La expansión asiria se hizo merced a victorias reiteradas y aplastantes. Sus grandes triunfos se obtuvieron después del 729 a.C., cuando capturaron Babilonia. Poco después, los ejércitos asirios destruyeron Israel, invadieron Egipto (confinaron a sus reyes en el Alto Egipto) y se anexionaron el delta. Para entonces, Chipre se había rendido, y se habían conquistado Cilicia y Siria. Finalmente, en el 646 a.C., Asiria hizo su última conquista importante, parte del reino de Elam, cuyos reyes arrastraron el carro del conquistador asirio por las calles de Nínive. Las consecuencias fueron de enorme importancia para todo Oriente Próximo. Un sistema normalizado de gobierno y legislación comprendía toda la región, dentro de la cual se movían soldados conscriptos y poblaciones expulsadas, socavando su provincialismo. El arameo se difundió con amplitud como lengua común. La era asiria dio paso a un nuevo cosmopolitismo.

La gran potencia formativa de los asirios aparece conmemorada en monumentos de innegable grandiosidad. Sargón II (721-705 a.C.) construyó un gran palacio en Jorsabad, cerca de Nínive, que ocupaba cerca de 1,3 kilómetros cuadrados de superficie y estaba embellecido con alrededor de 1.500 metros de relieves esculpidos. Los beneficios de la conquista financiaron una corte rica y espléndida. Assurbanipal (668-626 a.C.) también dejó sus monumentos (que incluyen obeliscos llevados a Nínive desde Tebas), pero fue un hombre culto a quien le gustaban las antigüedades, y su mejor legado lo constituyen los restos de la gran colección de tablillas que reunió para su biblioteca. En ella acumuló copias de todo lo que pudo descubrir de los archivos y la literatura de la antigua Mesopotamia, y es a ella a la que debemos gran parte de nuestros conocimientos sobre la literatura mesopotámica, incluyendo la Epopeya de Gilgamesh en su edición más completa, traducida del sumerio. Así pues, tenemos acceso a las ideas que movieron esta civilización gracias a la literatura, así como a otras fuentes. La frecuente representación de los reyes asirios como cazadores podría ser una parte de la imagen del rey-guerrero, pero también podría formar parte de una identificación consciente del rey con los conquistadores legendarios de la naturaleza que habían sido los héroes de un remoto pasado sumerio.

Los relieves de piedra que conmemoran las grandes hazañas de los reyes asirios también repiten, monótonamente, otra historia, la que narra los saqueos, la esclavitud, los empalamientos, las torturas y la «solución final» de la expulsion en masa. El imperio asirio se fundó brutalmente sobre los cimientos de la conquista y la intimidación, y fue posible gracias a la creación del mejor ejército que había existido hasta entonces. Alimentado de la leva de todos los varones y pertrechado de armas de hierro, también tenía unas máquinas de asedio capaces de derribar murallas hasta entonces inexpugnables, e incluso jinetes revestidos con cotas de malla. Era una fuerza coordinada de todas las armas. Quizá también tenía un especial fervor religioso; el dios Assur aparece suspendido sobre los ejércitos cuando se dirigen a la batalla, y ante él informaban los reyes de sus victorias sobre los descreídos.

Sea cual sea la explicación fundamental del éxito asirio, este se desvaneció con rapidez. Posiblemente, el imperio sometió sus recursos humanos a un esfuerzo excesivo. El año siguiente a la muerte de Assurbanipal, el imperio empezó a desmoronarse, y la primera señal fue una revuelta en Babilonia. Los rebeldes tenían el apoyo de los caldeos, y también el de un nuevo gran vecino, el reino de los medos, el pueblo iranio ahora en cabeza. Su entrada en la escena de la historia como potencia destacada señala un cambio importante. Hasta entonces, los medos habían estado haciendo frente a otra oleada más de invasores bárbaros procedentes del norte, los escitas, que llegaron hasta Irán desde el Cáucaso (y, al mismo tiempo, hasta la costa del mar Negro en dirección a Europa). Los escitas eran soldados de caballería ligera, que combatían con el arco a lomos de sus caballos, y constituyeron la primera irrupción reseñable en Asia occidental de una nueva fuerza en la historia universal, la de los pueblos nómadas procedentes directamente de Asia central. Llevó tiempo llegar a un acuerdo con ellos en el siglo VII a.C. Al igual que otras grandes invasiones, también el avance escita empujó a otros pueblos, que huyeron hacia delante (el reino de Frigia fue invadido por uno de ellos). Todo este proceso duró más de un siglo, pero supuso una gran limpieza del escenario. La inestabilidad y fragmentación de la periferia del Creciente Fértil habían favorecido durante mucho tiempo a Asiria, pero dejaron de hacerlo cuando los escitas y los medos unieron sus fuerzas. Esta circunstancia desbancó a Asiria y dio de nuevo a los babilonios la independencia; Asiria desaparece de la historia con el saqueo de Nínive por los medos en el 612 a.C.

Pero esto no fue del todo el final de la tradición mesopotámica. La caída de Asiria dejó las puertas del Creciente Fértil abiertas a nuevos amos. El norte fue capturado por los medos, que presionaron por toda Anatolia hasta que los detuvieron en los límites de Lidia, y que al final empujaron a los escitas de regreso a Rusia. Un faraón egipcio intentó conquistar el sur y el Mediterráneo oriental, pero fue derrotado por un rey babilonio, Nabucodonosor, que dio a la civilización mesopotámica un corto período de grandeza y un último imperio babilónico que cautivó más que ningún otro la imaginación de la posteridad, y que se extendía desde Suez, el mar Rojo y Siria hasta el otro lado de la frontera de Mesopotamia y el antiguo reino de Elam (gobernado entonces por una dinastía irania menor, la de los aqueménidas). Nabucodonosor sería recordado, sobre todo, como el gran conquistador que destruyó Jerusalén en el 587 a.C., después de una rebelión judía, y el que condujo las tribus de Judá al cautiverio, utilizándolas, como utilizó a otros cautivos, para llevar a cabo el embellecimiento de su capital, cuyos «jardines colgantes» o terrazas se recordarían como una de las siete maravillas del mundo. Fue el mayor rey de su época, y quizá de todas las épocas anteriores.

La gloria del imperio llegó a su apogeo con el culto de Marduk, que ahora estaba en su cenit. En la gran fiesta anual del Año Nuevo, todos los dioses mesopotámicos —los ídolos y estatuas de los santuarios provinciales— bajaban por los ríos y canales para pedir consejo a Marduk en su templo y reconocer su supremacía. Llevados por un camino procesional de más de un kilómetro de longitud (se dice que era probablemente la calle más magnífica de la Antigüedad) o desembarcados del Éufrates, cerca del templo, eran conducidos ante la presencia de una estatua del dios que, según nos informa Herodoto dos siglos después, estaba hecha de dos toneladas y cuarto de oro. Seguramente exageraba, pero sin duda era magnífica. Entonces los dioses debatían y decidían los destinos de todo el mundo, cuyo centro era este templo, para otro año. La teología era, así pues, un reflejo de la realidad política. Cada nueva representación del acto de la creación era el aval de la autoridad eterna de Marduk, y este era a su vez el aval de la monarquía absoluta de Babilonia. En el monarca se delegaba la responsabilidad de asegurar el orden del mundo.

El culto de Marduk fue el último florecimiento de la tradición mesopotámica, que no tardaría en tocar a su fin. Durante el reinado del sucesor de Nabucodonosor, se perdieron cada vez más provincias; en el 539 a.C. se produjo la invasión de unos nuevos conquistadores procedentes del este, los persas, dirigidos por los aqueménidas. El paso de la pompa y el esplendor mundanos a la destrucción fue rápido. El Libro de Daniel lo resume en una espléndida escena final, el festín de Baltasar. «Aquella noche fue asesinado Baltasar el rey de los caldeos —leemos— y recibió el reino Darío el Medo» (Dn, 5, 30-31). Por desgracia, este relato no se escribió hasta trescientos años después, y las cosas no ocurrieron exactamente así. Baltasar no era hijo de Nabucodonosor ni su sucesor, como dice el Libro de Daniel, y el rey que tomó Babilonia se llamaba Ciro. Sin embargo, el énfasis de la tradición judía contiene una verdad dramática y psicológica. Si la historia de la Antigüedad tiene un punto de inflexión, es este. Una tradición mesopotámica independiente que se remonta a Sumer termina. Estamos al borde de un nuevo mundo. Un poeta judío lo resumió jubilosamente en el Libro de Isaías, donde Ciro aparece como un libertador de los judíos:

Siéntate en silencio y entra en la tiniebla, hija de los caldeos, que ya no se te volverá a llamar señora de reinos. (Is 47, 5)