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La antigua Mesopotamia

El lugar acerca del que hay mejores argumentos para considerarlo la cuna de la primera civilización es la parte meridional de Mesopotamia, una tierra de 1.100 kilómetros de longitud formada por los dos valles fluviales del Tigris y el Éufrates. Este extremo del Creciente Fértil estaba en el Neolítico densamente cubierto de poblados agrícolas. Algunos asentamientos se hallan en el extremo sur, donde los depósitos de siglos de drenaje de las tierras altas y las inundaciones anuales habían formado un suelo de gran riqueza. Siempre debió de ser mucho más fácil cultivar la tierra aquí que en otro lugar, dado que el suministro de agua podía ser continuo y sin riesgos, y eso porque, a pesar de que las lluvias eran insignificantes e irregulares, el lecho del río quedaba a menudo por encima del nivel de los llanos circundantes. Se ha calculado que, hacia el 2500 a.C., la producción de grano en el sur de Mesopotamia se podía comparar con la de los mejores campos de trigo canadienses de la actualidad. En fecha temprana existió la posibilidad de cosechar más de lo que se necesitaba para el consumo diario y obtener el excedente indispensable para la aparición de la vida urbana. Además, el vecino mar proporcionaba pesca.

El marco de la Mesopotamia meridional constituía un desafío, además de una oportunidad. El Tigris y el Éufrates podían cambiar sus lechos; de forma repentina y violenta, había que elevar las tierras pantanosas y bajas del delta por encima del nivel de las aguas con obras de encauzamiento y construir canales para el drenaje. Miles de años después, se podían ver aún en uso en Mesopotamia técnicas que probablemente fueron las primeras empleadas para hacer las plataformas de cañas y barro sobre las que se construyeron los primeros caseríos de la zona. Los terrenos de cultivo solían agruparse donde el suelo era más rico. Los canales de drenaje y de riego que necesitaban solo podían gestionarse adecuadamente si se hacían de forma colectiva. Sin duda, la organización social del saneamiento de los pantanos fue otra de las consecuencias. Sea como fuere, el logro aparentemente sin precedentes de convertir en campos de cultivo una zona pantanosa debió de provocar una nueva complejidad en la forma en que convivía la gente.

A medida que aumentaba la población de Mesopotamia, se fueron ocupando más tierras para cultivar alimentos. Antes o después, hombres de diferentes poblaciones se encontrarían cara a cara con el intento de otros hombres de sanear unos pantanos que antes los habían separado. Las diferentes necesidades de riego incluso podrían haberlos puesto en contacto antes de esto. Solo había una alternativa: combatir o cooperar. Cada una de ellas significaba una mayor organización colectiva y una nueva acumulación de poder. En algún punto de este camino, era lógico que la gente se agrupara en unidades mayores que las que había hasta entonces para la autoprotección o la gestión del entorno. Un resultado físico de ello es la ciudad, rodeada al principio de muros de barro para protegerse de las inundaciones y los enemigos, y elevada sobre las aguas en una plataforma. Era lógico que el lugar escogido fuera el santuario de la deidad local que respaldaba la autoridad de la comunidad. Esta autoridad la ejercía un sumo sacerdote que se convirtió en el gobernante de una pequeña teocracia que competía a su vez con otras.

Un proceso similar a este explica la diferencia entre la Mesopotamia meridional en el tercer y cuarto milenios a.C. y las demás zonas de cultura neolítica con las que, para entonces, ya llevaba tiempo en contacto. Hay multitud de testimonios, como la existencia de cerámica y altares característicos, de los vínculos que unían Mesopotamia y las culturas neolíticas de Anatolia, Asiria e Irán. Todas ellas tenían mucho en común, pero solo en una zona relativamente pequeña el modelo de vida de poblado que era común a gran parte de Oriente Próximo comenzó a desarrollarse rápidamente y se convirtió en algo distinto. Es en este contexto donde surgen el primer urbanismo real, el de Sumer, y la primera civilización observable.

Sumer es el nombre antiguo del sur de Mesopotamia, que entonces se extendía alrededor de 160 kilómetros menos al sur que actualmente. Sus habitantes no hablaban lenguas semitas, a diferencia de sus vecinos del sudoeste, y tampoco eran semitas sus vecinos septentrionales, los elamitas, que vivían al otro lado del Tigris. Los especialistas siguen divididos respecto a cuándo llegaron los sumerios —es decir, los que hablaban la lengua posteriormente llamada «sumeria»— a la zona; podrían llevar ahí desde aproximadamente el 4000 a.C. Pero dado que sabemos que la población del Sumer civilizado era una mezcla de razas, que quizá incluyera a los anteriores habitantes de la región, y tenía una cultura que unía elementos foráneos y locales, eso no importa mucho.

La civilización sumeria tenía raíces profundas. La gente compartía desde hacía tiempo una forma de vida no muy diferente de la de sus vecinos. Vivían en poblados y tenían unos cuantos centros de culto importantes que se ocupaban continuamente. Uno de ellos, en un lugar llamado Eridu, probablemente se originó alrededor del 5000 a.C. Creció regularmente hasta bien entrada la época histórica y, a mediados del cuarto milenio, había un templo que algunos creen que sirvió de modelo original para la arquitectura monumental mesopotámica, aunque nada queda de él salvo la plataforma sobre la que se erigió. Estos centros de culto empezaron atendiendo a los que vivían cerca de ellos. No había auténticas ciudades, sino lugares de devoción y peregrinaje. Puede que no tuvieran una población residente considerable, pero eran habitualmente los centros alrededor de los cuales cristalizaron más tarde las ciudades, lo que contribuye a explicar la estrecha relación entre religión y gobierno que hubo siempre en la antigua Mesopotamia. Mucho antes del 3000 a.C., algunos de estos lugares tenían templos realmente grandes; en Uruk (llamada Erech en la Biblia) había uno especialmente magnífico, con una decoración elaborada y unas impresionantes columnas de ladrillos de adobe, de casi dos metros y medio de diámetro.

La cerámica es uno de los testimonios más importantes que unen la Mesopotamia precivilizada a la época histórica, al proporcionar una de las primeras pruebas del avance de algo culturalmente importante y cualitativamente diferente del Neolítico. Las llamadas «cerámicas de Uruk» (el nombre procede del lugar donde fueron halladas) resultan en ocasiones mucho más insulsas y menos impactantes que las anteriores. En realidad, fueron producidas en serie siguiendo un modelo, hechas con torno. Lo que esto implica es, evidentemente, que cuando se realizaron ya existía una población de artesanos especializados, mantenida por una agricultura lo bastante rica como para producir un excedente que podía ser intercambiado por sus creaciones. Es este cambio con el que se puede dar por inaugurada la historia de la civilización sumeria.

La civilización sumeria dura unos mil trescientos años (del 3300 al 2000 a.C.), más o menos el mismo tiempo que nos separa de la época de Carlomagno. Al principio se produjo la invención de la escritura, posiblemente el único invento de importancia comparable a la de la agricultura antes de la era del vapor. La escritura había ido precedida de la invención de los sellos cilíndricos, sobre los que se grababan pequeños dibujos que se imprimían en la arcilla; puede que la cerámica degenerase, pero estos sellos constituyen uno de los grandes logros artísticos mesopotámicos. Las escrituras más antiguas tienen forma de pictogramas o dibujos simplificados (un paso hacia la comunicación no representativa), y aparecen sobre tablillas de arcilla que se cocían después de ser grabadas con una caña. Las más antiguas están en sumerio y son informes, listas de productos y recetas; su utilidad es económica y no pueden leerse como una prosa continua. La escritura de estos primeros cuadernos de notas y libros de contabilidad evolucionó lentamente hacia la cuneiforme, mediante la cual las impresiones se grababan sobre la arcilla con la sección en forma de cuña de una caña cortada. Esta escritura supone la ruptura total con la forma pictográfica. Los signos y los grupos de signos representan en esta etapa elementos fonéticos y posiblemente silábicos, y están compuestos todos ellos de combinaciones de la misma forma cuneiforme básica. Como forma de comunicación por signos, era más flexible que cualquier otra utilizada hasta entonces, y Sumer la adoptó poco después del 3000 a.C.

Se sabe bastante de la lengua sumeria. Algunas de sus palabras han sobrevivido hasta nuestros días; una de ellas es la forma original de la palabra alcohol, lo que es sugerente. Pero su mayor interés está en su aparición en formas escritas. La escritura debió de ser al mismo tiempo algo inquietante y estabilizador. Por una parte, ofrecía enormes y nuevas posibilidades de comunicación; por otra, estabilizaba la práctica porque permitía la consulta de anotaciones. Facilitó en gran medida las operaciones complejas de regar las tierras y recoger y almacenar las cosechas, fundamentales para una sociedad en crecimiento. La escritura contribuyó también a una explotación más eficiente de los recursos. Asimismo, fortaleció enormemente el gobierno y subrayó los lazos de este con las castas sacerdotales que al principio monopolizaron la escritura. Resulta interesante que uno de los primeros usos que se dio a los sellos parece estar relacionado con ello, dado que se utilizaban para certificar de algún modo la cantidad de productos que se entregaban en el templo. Quizá sirvieran al principio para dejar constancia de las operaciones de una economía de redistribución centralizada, en la que la gente llevaba su producción al templo, donde recibían a su vez los alimentos o los materiales que necesitaban.

Además de lo dicho, la invención de la escritura abre otra puerta del pasado al historiador, que no solo puede estudiar las anotaciones administrativas, sino que puede por fin hablar con cierta seguridad de mentalidades, ya que la escritura preserva la literatura. La historia más antigua del mundo es la Epopeya de Gilgamesh. Cierto es que su versión más completa solo se remonta al siglo VII a.C., pero la narración en sí aparece en la época sumeria y se sabe que fue escrita poco después del 2000 a.C.

Gilgamesh fue un personaje real, un gobernante de Uruk, que se convirtió asimismo en el primer héroe de la literatura universal, y aparece también en otros poemas. Es la primera persona cuyo nombre debe aparecer en este libro. Para el lector moderno, la parte más sorprendente de la epopeya es la que refiere la llegada de una gran inundación que borra de la Tierra la especie humana salvo una familia escogida, que sobrevive al construir un arca; de ella nace una nueva raza que poblará el mundo cuando se retiren las aguas. Esto no formaba parte de las versiones más antiguas de la epopeya, sino que era un poema distinto que contaba una historia que aparece bajo numerosas formas en Oriente Próximo, aunque resulta fácil entender su incorporación a la epopeya. La Baja Mesopotamia debió de sufrir siempre muchos problemas con las inundaciones, que fueron sin duda una gran lacra para el frágil sistema de irrigación del que dependía su prosperidad. Las inundaciones tenían, quizá, el carácter de un desastre general, y debieron de contribuir a fomentar el fatalismo pesimista que algunos especialistas consideran la clave de la religión sumeria.

Este sombrío estado de ánimo domina la epopeya. Gilgamesh hace grandes cosas en su incansable búsqueda de afirmación frente a las férreas leyes de los dioses que aseguran el fracaso humano, pero estos triunfan al final y Gilgamesh también ha de morir:

Los héroes, los hombres sabios, crecen y menguan como la luna nueva. Los hombres dirán: «¿Quién ha gobernado nunca con tanta fuerza y poder como él?». Como en el mes de la oscuridad, el mes de las sombras, así sin él no hay luz. ¡Oh, Gilgamesh!, este era el significado de tu sueño. Recibiste el trono, ese fue tu destino; la vida eterna no era tu destino.

Además de este tono y de que constituye la expresión del temperamento religioso de una civilización, la epopeya contiene mucha información sobre los dioses de la antigua Mesopotamia. Pero es difícil llegar a la historia a través de ella, y no digamos ya relacionarla con el Gilgamesh histórico. En concreto, las tentativas de identificar una única inundación catastrófica por medios arqueológicos no han sido convincentes, aunque se dispone de multitud de pruebas de la existencia de inundaciones periódicas. Del agua emerge finalmente la tierra; quizá, entonces, lo que se nos ofrece es un relato de la creación del mundo, del génesis. En la Biblia hebrea, la tierra emerge de las aguas por voluntad de Dios, y este relato satisfizo a los europeos más cultos durante mil años. Es fascinante especular con que podríamos deber gran parte de nuestros antecedentes intelectuales a una reconstrucción mítica por los sumerios de su propia prehistoria, cuando se crearon las tierras de cultivo a partir de las marismas del delta de Mesopotamia. Pero esto es solo especulación; la prudencia aconseja que nos conformemos con señalar sin más los innegables paralelismos que hay entre la epopeya y una de las mejores historias de la Biblia, la del arca de Noé.

La Epopeya de Gilgamesh apunta hacia la posible importancia de la difusión de las ideas sumerias en Oriente Próximo, mucho después de que el foco de la historia de la región se hubiera desplazado hacia la Alta Mesopotamia. Versiones y partes de la epopeya —por ceñirnos, de momento, a ese texto— han aparecido en los archivos y reliquias de muchos pueblos que dominaron parcialmente la región en el segundo milenio a.C. Aunque posteriormente se perdiera de vista hasta su redescubrimiento en la época moderna, Gilgamesh fue durante unos dos mil años un nombre al que podía aludir la literatura en muchas lenguas, de forma similar al modo en que, hasta hace poco, los autores europeos podían dar por sentado que sus lectores entenderían una alusión a la Grecia clásica. La lengua sumeria pervivió durante siglos en templos y escuelas de escribas, de modo muy parecido a como vivió el latín para las personas instruidas en la confusión de las culturas vernáculas en Europa tras la caída del mundo clásico occidental de Roma. La comparación es sugerente, porque la tradición literaria y lingüística representa ideas e imágenes que imponen, permiten y delimitan diferentes formas de ver el mundo; que tienen, por así decir, su propio peso histórico.

Probablemente, las ideas más importantes que mantuvieron viva la lengua sumeria fueron las religiosas. Ciudades como Ur y Uruk fueron semilleros de unas ideas que, tras su transmutación en otras religiones de Oriente Próximo durante el primer y el segundo milenios a.C., iban a influir, cuatro mil años después, en todo el mundo, aunque en formas diferentes y casi irreconocibles. Existe por ejemplo, en la Epopeya de Gilgamesh, una criatura ideal de la naturaleza, el hombre Enkidu; su caída o pérdida de la inocencia tiene carácter sexual, al ser seducido por una ramera, después de lo cual, pese a que el resultado para él es la civilización, pierde su feliz relación con el mundo natural. La literatura permite observar indicios como este en las mitologías de otras sociedades posteriores. En la literatura, la gente empieza a hacer explícitos los significados antes ocultos en oscuras reliquias de ofrendas sacrificiales, en figuras de arcilla y en las plantas de altares y templos. En el antiguo Sumer, estos indicios ya revelan una organización del discurso humano sobre lo sobrenatural mucho más compleja y elaborada que en cualquier otro lugar de la Antigüedad. Los templos, que habían sido el foco de las primeras ciudades, se fueron volviendo cada vez más grandes y espléndidos (en parte gracias a la tradición de construir nuevos templos en montículos que abarcaban a sus predecesores). Se ofrecían sacrificios en ellos para asegurar buenas cosechas. Posteriormente, sus cultos se volvieron más complejos y se construyeron templos de mayor magnificencia aún en lugares tan al norte como Assur, a casi quinientos kilómetros del Tigris, y sabemos de uno construido con cedros traídos de Líbano y cobre de Anatolia.

Ninguna otra sociedad antigua de la época concedía a la religión un lugar tan destacado ni desviaba tanto de sus recursos colectivos para mantenerla. Se ha sugerido que ello se debía a que ninguna otra sociedad antigua permitió que la gente se sintiera tan totalmente dependiente de la voluntad de los dioses. El paisaje de la Baja Mesopotamia de la Antigüedad era llano, monótono, de marismas, pantanos y agua. No había montañas para que los dioses moraran en ellas como los hombres, solo un cielo vacío, el implacable sol del estío, vientos violentos contra los que no había protección, el irresistible poder de la riada y los frustrantes ataques de la sequía. Los dioses moraban en estas fuerzas elementales o en los «lugares altos» que dominaban, solitarios, las llanuras, en las torres de ladrillo y zigurats que recuerdan la bíblica torre de Babel. No sorprende, pues, que los sumerios se consideraran un pueblo creado para trabajar para los dioses.

Hacia el 2250 a.C., había en Sumer un panteón de dioses que representaban más o menos los elementos y fuerzas naturales, y que iba a ser la columna vertebral de la religión mesopotámica. Este es el principio de la teología. Al principio, cada ciudad tenía su dios particular. Posiblemente ayudados por los cambios políticos en las relaciones de las ciudades, al final se organizaron en una especie de jerarquía que reflejaba y afectaba a las ideas de la gente sobre la sociedad humana. Los dioses de Mesopotamia, en el sistema desarrollado, se representan con forma humana. A cada uno de ellos se le adjudicaba una actividad o papel especial; había un dios del aire, otro del agua, otro del arado. Ishtar (como se la conoció más tarde bajo su nombre semítico) era la diosa del amor y de la procreación, pero también de la guerra. En la cúspide de la jerarquía había tres grandes dioses masculinos, cuyos papeles no son fáciles de desentrañar: Anu, Enlil y Enki. Anu era el padre de los dioses. Enlil era, al principio, el más importante; era el «Señor Aire», sin el cual nada podía hacerse. Enki, dios de la sabiduría y del agua dulce que significaba literalmente la vida para Sumer, era un maestro y dador de vida, que mantenía el orden configurado por Enlil.

Estos dioses exigían actos de propiciación y sumisión en un complejo ritual. A cambio de ello y de vivir una vida buena, concederían prosperidad y longevidad, pero nada más. En medio de las incertidumbres de la vida mesopotámica, era esencial el sentimiento de que existía un posible acceso a la protección. El hombre dependía de los dioses para obtener tranquilidad en un universo caprichoso. Los dioses —aunque ningún mesopotámico lo habría expresado así— eran la conceptualización de un intento elemental de controlar el entorno, de resistir a los repentinos desastres de las inundaciones y las tormentas de arena, de asegurar la continuidad del ciclo de las estaciones mediante la repetición de la gran fiesta de la primavera, en la que los dioses se desposaban de nuevo y se volvía a representar el acto de la creación. Después de eso, se aseguraba la existencia del mundo un año más.

Una de las grandes exigencias que posteriormente llegó a plantear el ser humano a la religión era que debía ayudarlo a enfrentarse al inevitable terror a la muerte. Por lo que sabemos, los sumerios y quienes heredaron sus ideas religiosas apenas pudieron obtener consuelo de sus creencias; al parecer, veían el mundo de la vida después de la muerte como un lugar triste y tenebroso. Era «la casa donde se sientan en la oscuridad, donde el polvo es su alimento y la arcilla su carne, se visten como pájaros con alas por vestido, sobre cerrojo y puerta yacen el polvo y el silencio». En estas creencias radica el origen de las ideas posteriores sobre Sheol, el infierno. Al menos un ritual suponía en la práctica el suicidio, ya que varios reyes y reinas sumerios de mediados del tercer milenio fueron acompañados hasta sus tumbas por sus ayudantes, que fueron enterrados con ellos, quizá tras tomar alguna bebida soporífera. Esto podría sugerir que los muertos iban a algún lugar donde llevar un gran séquito y magníficas joyas sería tan importante como en la Tierra.

La religión sumeria tenía importantes aspectos políticos. Toda la tierra pertenecía en última instancia a los dioses; el rey, probablemente un rey-sacerdote que en sus orígenes debió de ser un jefe-guerrero, no era más que su representante. No había ningún tribunal humano, desde luego, ante el que debiera rendir cuentas el rey. Esta condición también supuso el nacimiento de una clase sacerdotal, integrada por especialistas cuya importancia justificaba unos privilegios económicos que podían permitir que cultivaran destrezas y conocimientos especiales. En este aspecto, Sumer fue también la cuna de una tradición, la de los videntes, adivinos y sabios de Oriente, que asimismo tenían a su cargo el primer sistema organizado de educación, basado en la memorización y copia de la estructura cuneiforme.

Una de las consecuencias de la religión sumeria fue la primera representación real del ser humano en el arte. Hubo un centro religioso en particular, Mari, donde parece que existió una especie de afición a representar figuras humanas que realizaban actos rituales. A veces están agrupadas en procesiones; se crea así uno de los grandes temas del arte pictórico. Otros dos temas destacan también: la guerra y el mundo animal. Algunos han detectado un significado profundo en las primeras representaciones de los sumerios, viendo en ellas las cualidades psicológicas que hicieron posibles los asombrosos logros de su civilización, un impulso profundo hacia la preeminencia y el éxito. Esto es también especulación. Lo que podemos ver, asimismo por primera vez, en el arte sumerio es gran parte de una vida cotidiana que en las épocas más antiguas permaneció oculta para nosotros. Dados los amplios contactos que tenía Sumer y la semejanza básica de su estructura con la de otros pueblos vecinos, no exageramos si decimos que a través del arte sumerio podemos empezar a vislumbrar parte de la vida casi tal y como se vivió en una extensa zona del antiguo Oriente Próximo.

Sellos, estatuas y pinturas muestran un pueblo en muchas ocasiones vestido con una especie de falda de pieles —¿de cabra o de oveja?—, un pliegue de la cual llevaban a veces las mujeres sobre el hombro. Los hombres van a menudo, aunque no siempre, totalmente afeitados. Los soldados visten la misma ropa y solo se les distingue porque llevan armas y a veces un gorro puntiagudo de cuero. Parece que el lujo consistía en disponer de tiempo para el ocio y en tener otras posesiones además de la ropa, sobre todo joyas, de las que han sobrevivido gran cantidad. Su finalidad parece ser con frecuencia indicar la posición social, y su presencia es síntoma de una sociedad de complejidad creciente. También se ha conservado una pintura que representa una fiesta en la que un grupo de hombres están sentados en unos sillones con copas en las manos, mientras escuchan a un músico. En esos momentos Sumer parece menos lejano.

El matrimonio sumerio tenía muchos elementos que serían familiares para las sociedades posteriores. Lo esencial era el consentimiento de la familia de la novia. Una vez fijados los términos a satisfacción de esta, el matrimonio creaba una nueva unidad familiar monógama que quedaba inscrita en un contrato sellado. El cabeza de familia era el marido patriarcal, que gobernaba tanto sobre su familia como sobre sus esclavos, siguiendo un modelo observable hasta hace muy poco en la mayor parte del mundo. Aunque hay matices interesantes. Los testimonios jurídicos y literarios sugieren que, incluso en las épocas más antiguas, las mujeres sumerias estaban menos oprimidas que las de muchas sociedades posteriores de Oriente Próximo. Las tradiciones semíticas y no semíticas pueden discrepar al respecto. Las historias sumerias sobre sus dioses sugieren una sociedad que era muy consciente del peligroso y siempre impresionante poder de la sexualidad femenina; los sumerios fueron el primer pueblo que escribió sobre la pasión.

No siempre es fácil relacionar estas cosas con las instituciones, pero las leyes sumerias dieron importantes derechos a las mujeres. Una mujer no era un mero bien mueble; incluso la esclava que fuera madre de los hijos de un hombre libre tenía derechos que la ley protegía. Las disposiciones sobre el divorcio daban a las mujeres, además de a los hombres, la posibilidad de separarse, y establecían que las esposas divorciadas recibieran un trato equitativo. Aunque el adulterio de una esposa estaba castigado con la muerte, mientras que el del marido no, esta diferencia ha de entenderse a la luz de la preocupación por la herencia y la propiedad. Hasta mucho después de la época sumeria no empezaron las leyes mesopotámicas a subrayar la importancia de la virginidad y a imponer el velo a las mujeres respetables, signos ambos de endurecimiento y de la asignación de un papel más restrictivo a la mujer.

Los sumerios mostraron también una gran capacidad inventiva para la técnica, y otros pueblos les deberían muchas innovaciones. Fueron ellos quienes pusieron los cimientos de las matemáticas, estableciendo la técnica de expresar el número mediante la posición además de mediante el signo (del mismo modo que nosotros, por ejemplo, podemos asignar a la cifra 1 el valor de una unidad, de una décima), y hallaron un método de dividir el círculo en seis segmentos iguales. Conocían también el sistema decimal, aunque no lo explotaron.

Al final de su historia como civilización independiente, los sumerios habían aprendido a vivir en grandes grupos; se dice que una sola ciudad tenía treinta y seis mil varones. Esto planteaba grandes exigencias a la capacidad de construcción, aunque eran mayores aún las que planteaban las grandes estructuras monumentales. A falta de piedra, los mesopotámicos meridionales habían construido primero con cañas cubiertas de barro, y luego con ladrillos de barro secados al sol. Al final del período sumerio, su tecnología del ladrillo era lo suficientemente avanzada como para posibilitar la construcción de edificios muy grandes con columnas y terrazas; el mayor de sus monumentos, el zigurat de Ur, tenía una plataforma superior de treinta metros de altura y una base de sesenta metros por cuarenta y cinco. El torno de alfarero más antiguo se halló en Ur; esta fue la primera forma en que el ser humano hizo uso del movimiento de rotación y en este instrumento se basó la producción a gran escala de la cerámica, lo que la convirtió en una ocupación masculina y no femenina, como lo fue la alfarería. Pronto, hacia el 3000 a.C., se utilizó la rueda para el transporte. Otro invento de los sumerios fue el vidrio, y había artesanos especializados que fundían el bronce a principios del tercer milenio a.C.

La innovación sumeria plantea nuevos interrogantes: ¿de dónde procedía la materia prima? No hay metales en la Mesopotamia meridional. Además, incluso en épocas anteriores, durante el Neolítico, la región tuvo que obtener de otro lugar el sílex y la obsidiana necesarios para construir los primeros aperos agrícolas. No cabe duda de que existió una gran red de contactos exteriores, sobre todo con el Mediterráneo oriental y con Siria, situados a gran distancia, pero también con Irán y Bahrein, en el golfo Pérsico. Antes del 2000 a.C., Mesopotamia obtenía productos —aunque posiblemente de forma indirecta— del valle del Indo. Junto con los testimonios que proporcionan los documentos (que revelan contactos con la India antes del 2000 a.C.), se obtiene la impresión de que había un sistema de comercio internacional vagamente emergente que iba creando importantes modelos de interdependencia. Cuando, a mediados del tercer milenio, se agotó el abastecimiento de estaño de Oriente Próximo, las armas de bronce mesopotámicas tuvieron que dar paso a las de cobre puro.

Toda la economía se sostenía con una agricultura que fue, desde fecha muy temprana, tan compleja como rica. Se cosechaban en abundancia cebada, trigo, mijo y sésamo; puede que la cebada fuera el cultivo principal, lo que explicaría sin duda los frecuentes indicios de la presencia de alcohol en la antigua Mesopotamia. En el blando suelo de los lechos de las inundaciones, no hacían falta herramientas de hierro para lograr un cultivo intensivo; las grandes contribuciones de la tecnología fueron la práctica de la irrigación y el crecimiento del gobierno, habilidades que fueron acumulándose con lentitud; el testimonio de la civilización sumeria nos lo han dejado mil quinientos años de historia.

Hasta ahora se ha hablado de esta enorme extensión de tiempo como si no hubiera ocurrido nada en ella, como si fuera un todo inmutable. Desde luego, no fue así. Sean cuales sean las reservas que haya que albergar sobre la lentitud del cambio en el mundo antiguo, y aunque ahora nos pueda parecer muy estático, fueron quince siglos de grandes cambios para los mesopotámicos; historia, en el auténtico sentido de la palabra. Los especialistas han recuperado mucho de esta historia, pero no es este el lugar de exponerla con detalle, especialmente cuando gran parte de ella sigue en discusión, gran parte permanece en tinieblas e incluso su datación es muchas veces solo aproximada. Lo único que nos hace falta aquí es relacionar el primer período de la civilización mesopotámica con sus sucesores y con lo que ocurría simultáneamente en otros lugares.

Cabe distinguir tres grandes fases en la historia de Sumer. La primera, que transcurrió entre el 3360 a.C. y el 2400 a.C., se ha llamado «período arcaico». Su contenido narrativo es una sucesión de guerras entre ciudades-estado, sus ascensiones y caídas. Las ciudades fortificadas y la aplicación de la rueda a la tecnología militar en torpes carros de cuatro ruedas son algunos testimonios de ello. Hacia mediados de esta fase, que duró novecientos años, comenzaron a establecerse con cierto éxito las dinastías locales. Al principio, parece que la sociedad sumeria tuvo alguna base representativa, incluso democrática, pero el aumento de la población condujo al surgimiento de reyes distintos de los primeros sacerdotes gobernantes, que probablemente fueron al principio señores de la guerra nombrados por las ciudades para dirigir sus fuerzas, y que posteriormente, una vez desaparecido el peligro que les empujó al poder, se negaron a renunciar a este. De ellos nacieron una serie de dinastías que combatieron entre sí hasta que la repentina aparición de una gran personalidad inició una nueva fase.

Sargón I fue un rey de la ciudad semítica de Acad que conquistó Mesopotamia en el 2334 a.C. y que inauguró la era de la supremacía acadia. Existe una cabeza esculpida que probablemente le representa; si es él, se trata de uno de los primeros retratos reales que existen. Sargón I fue el primer rey de un largo linaje de creadores de imperios; se cree que envió sus tropas hasta Egipto y Etiopía. Su gobierno no se basaba en la superioridad relativa de una ciudad-estado sobre otra, sino que creó un imperio unificado que integró las ciudades en un solo conjunto. Su pueblo fue uno de los que, durante miles de años, presionaron desde el exterior a las civilizaciones de los valles fluviales. Tomaron lo que quisieron de su cultura, pero se impusieron por la fuerza y legaron un nuevo estilo de arte sumerio caracterizado por el tema de la victoria real.

El imperio acadio no supuso el final de Sumer, sino su segundo período principal. Aunque en sí mismo fue una fase intermedia, tuvo importancia como expresión de un nuevo nivel de organización. En la época de Sargón, ya ha aparecido un auténtico Estado. La división entre la autoridad laica y la religiosa iniciada en el antiguo Sumer fue fundamental. Aunque lo sobrenatural seguía impregnando todos los aspectos de la vida cotidiana, se había consumado la separación de la autoridad laica y de la sacerdotal. Testimonio físico de ello es la aparición de palacios junto a los templos en las ciudades sumerias; la autoridad de los dioses respaldaba también a sus ocupantes.

Aunque sigue sin saberse cómo los notables de las primeras ciudades se convirtieron en reyes, probablemente la evolución del ejército profesional desempeñó un papel importante en ello. En algunos monumentos de Ur se puede ver una infantería disciplinada, que se mueve como una falange con los escudos superpuestos y las lanzas en ristre. En Acad se llega a algo similar al punto culminante del primer militarismo. Se decía que Sargón alimentaba a 5.400 soldados en su palacio. Este, sin duda, fue el final de un proceso que acumuló poder sobre poder, y la conquista proporcionó los recursos para mantener una fuerza de tal envergadura. Pero los principios podrían estar originalmente también en los desafíos y necesidades especiales de Mesopotamia. A medida que crecía la población, uno de los deberes principales del gobernante debió de ser movilizar la mano de obra suficiente para realizar grandes obras de riego y de control de las inundaciones. El poder para hacer estas obras podía también proporcionar soldados, y a medida que las armas se fueron haciendo más complejas y costosas, lo más probable es que el ejército se profesionalizara. Una de las causas del éxito acadio fue que este pueblo utilizaba una nueva arma, el arco compuesto, fabricado con tiras de madera y cuerno.

La hegemonía acadia fue relativamente breve. Transcurridos doscientos años, con el bisnieto de Sargón fue derrocada, aparentemente por unos pueblos de montaña, los guti, y comenzó el último período de Sumer, llamado «neosumerio» por los especialistas. Durante otros doscientos años aproximadamente, hasta el 2000 a.C., la hegemonía pasó de nuevo a manos de los sumerios nativos. Esta vez su centro fue Ur, y, aunque es difícil saber qué significaba en la práctica, el primer rey de la Tercera Dinastía de Ur que ejerció esta ascendencia se llamaba a sí mismo rey de Sumer y de Acad. El arte sumerio de este período muestra una nueva tendencia a exaltar el poder del príncipe; la tradición de los retratos populares del período arcaico casi desaparece. Se construyeron de nuevo templos, más grandes y mejores, y parece que los reyes trataron de reflejar su grandeza en los zigurats. Los documentos administrativos muestran que el legado acadio fue también fuerte; la cultura neosumeria tiene muchos rasgos semíticos, y la aspiración a extender la monarquía quizá sea reflejo de esta herencia. Las provincias que rindieron tributo a los últimos reyes de Ur se extendían desde Susa, en las fronteras de Elam, en el bajo Tigris, hasta Biblos, en la costa de Líbano.

Este fue el ocaso del primer pueblo que logró la civilización. Desde luego, no desapareció, pero su individualidad estaba a punto de fundirse en la historia general de Mesopotamia y de Oriente Próximo. Tras de sí dejaban su gran era creativa, que ha centrado nuestra atención sobre un área relativamente pequeña; los horizontes de la historia estaban a punto de ampliarse. Los enemigos abundaban en las fronteras. Hacia el 2000 a.C. llegaron los elamitas, y Ur cayó ante ellos. ¿Por qué? No lo sabemos. Había habido una hostilidad intermitente entre los pueblos durante mil años, y algunos han visto en ella el resultado de una lucha por el control de las rutas de Irán que pudiera garantizar el acceso a las tierras altas, donde había los minerales que necesitaba Mesopotamia. En cualquier caso, fue el final de Ur. Con él desapareció la característica tradición sumeria, fundida ya en los torbellinos de la corriente de un mundo donde había más de una civilización. A partir de ahora, solo sería visible de vez en cuando en las pautas que marcarían otros pueblos. Durante quince siglos aproximadamente, Sumer creó el subsuelo de la civilización en Mesopotamia, del mismo modo que sus antecesores precivilizados habían creado el subsuelo físico sobre el que aquel se alzó. Dejó la escritura, edificios monumentales, un concepto de justicia y legalidad, y las raíces de una gran tradición religiosa: un legado considerable y la semilla de muchas cosas más. La tradición mesopotámica tenía una larga vida ante sí, y en todas sus partes llevaba la marca de la herencia sumeria.

Mientras los sumerios construían su civilización, su influencia contribuía a introducir cambios en otros lugares. En todo el Creciente Fértil habían ido apareciendo nuevos reinos y pueblos, estimulados e instruidos por lo que veían en el sur y por el imperio de Ur, así como por sus propias necesidades. La difusión de las formas civilizadas ya era rápida, lo que hace muy difícil delimitar y clasificar con claridad los principales procesos que se sucedieron en estos siglos. Lo que es peor, Oriente Próximo fue durante largos períodos una gran confusión de pueblos, que se movían por razones que a menudo no entendemos. Los propios acadios habían sido uno de los pueblos que, procedentes originalmente de la gran reserva semítica de Arabia, terminaron en Mesopotamia. Los guti, que participaron en el derrocamiento de los acadios, eran caucásicos. De todos estos pueblos, el que más éxitos obtuvo fue el de los amorritas, de estirpe semítica, que se había extendido por todas partes y que se unió a los elamitas para derrotar a los ejércitos de Ur y destruir su supremacía. Se habían establecido en Asiria (o Alta Mesopotamia), en Damasco y en Babilonia, en una serie de reinos que llegaban incluso hasta las costas de Palestina. Se siguieron disputando la Mesopotamia meridional, el antiguo Sumer, con los elamitas. En Anatolia, sus vecinos eran los hititas, un pueblo indoeuropeo que cruzó los Balcanes en el tercer milenio. Y en las fronteras de esta enorme confusión existía otra antigua civilización, Egipto, y estaban los vigorosos pueblos indoeuropeos que habían ocupado Irán. El panorama refleja un caos; toda la región es un maremágnum de razas que penetran en ella desde todas partes, del que surgieron modelos difíciles de distinguir entre sí.

La aparición de un nuevo imperio en Mesopotamia de célebre nombre, Babilonia, marca un hito. Y, unido inseparablemente a él, otro nombre célebre: el de uno de sus reyes, Hammurabi. Hammurabi ocuparía un lugar seguro en la historia si no conociéramos de él más que su fama como legislador; su código es la plasmación más antigua del principio jurídico del ojo por ojo. También fue el primer gobernante que unificó toda Mesopotamia, y aunque el imperio fue efímero, la ciudad de Babilonia sería desde entonces el centro simbólico de los pueblos semitas del sur. Este imperio comenzó con el triunfo de una tribu amorrita sobre sus rivales en el confuso período que siguió al hundimiento de Ur. Hammurabi se convirtió en gobernante quizá en el 1792 a.C.; sus sucesores mantuvieron la unidad hasta aproximadamente el 1600 a.C., fecha en que los hititas destruyeron Babilonia, y Mesopotamia quedó una vez más dividida entre pueblos rivales que llegaban a ella desde todas partes.

En su momento de máximo esplendor, el primer imperio babilónico iba desde Sumer y el golfo Pérsico hasta Asiria en el norte, la parte septentrional de Mesopotamia. Hammurabi gobernó las ciudades de Nínive y Nimrud en el Tigris y la de Mari en el Éufrates, y controlaba ese río hasta su punto más próximo de Alepo. Con una superficie de unos 1.000 kilómetros de largo por aproximadamente 160 de ancho, era un gran Estado, el más grande, de hecho, aparecido en la región hasta entonces, ya que el imperio de Ur había tenido un carácter menos preciso, más tributario.

La estructura administrativa del imperio era compleja, y el código legislativo de Hammurabi es justamente famoso, aunque parte de su importancia la debe al azar. Al igual que probablemente se hacía con recopilaciones anteriores de sentencias y normas de las que solo han sobrevivido fragmentos, el código de Hammurabi estaba grabado en piedra y permanecía erigido en el patio de los templos para la consulta pública. Pero, con una mayor extensión y de una forma más ordenada que recopilaciones anteriores, este código reunía unos 282 artículos, que se ocupaban de forma exhaustiva de un amplio abanico de cuestiones: salarios, divorcio, honorarios médicos y muchos asuntos más. No era una legislación original, sino una exposición de las leyes vigentes, y hablar de un «código» podría ser engañoso si no se recuerda este aspecto. Hammurabi reunió normas ya existentes; no dictó esas leyes ex novo. Este cuerpo de leyes «consuetudinarias» proporcionó una de las mayores continuidades de la historia de Mesopotamia.

Parece que la familia, las tierras y el comercio eran las principales preocupaciones de esta recopilación de normas, que ofrece el retrato de una sociedad que va mucho más allá de la regulación basada en los lazos de parentesco, la comunidad local y el gobierno de los jefes del poblado. En la época de Hammurabi, el proceso judicial se había emancipado del templo y ejercían unos tribunales no sacerdotales, en los que se sentaban los notables de la ciudad y cuyas sentencias podían ser apeladas ante el propio rey. La estela de Hammurabi (la columna de piedra sobre la que se grabó su código) establecía claramente que su finalidad era asegurar la justicia haciendo pública la ley:

Que el hombre oprimido que tenga un pleito

venga a presencia de mi estatua

y lea atentamente mi estela inscrita.

Desafortunadamente, parece que sus condenas se endurecieron en comparación con la práctica sumeria anterior, pero en otros aspectos, como en las leyes que afectan a la mujer, la tradición sumeria sobrevivió en Babilonia.

Las disposiciones del código de Hammurabi sobre la propiedad incluían leyes sobre la esclavitud. Babilonia, como todas las civilizaciones antiguas y muchas de la era moderna, dependía de la esclavitud. Muy posiblemente, el origen de esta sea la conquista; sin duda, la esclavitud era la suerte que esperaba probablemente a los perdedores de cualquiera de las guerras de la Antigüedad, así como a sus mujeres e hijos. Pero, en la época del primer imperio babilónico, ya existían mercados regulares de esclavos y había una estabilidad en el precio que indicaba un comercio bastante habitual. Los esclavos procedentes de ciertos distritos eran especialmente apreciados por sus cualidades. Aunque la propiedad del amo sobre el esclavo era prácticamente absoluta, algunos esclavos babilonios disfrutaban de una notable independencia, tomaban parte en negocios e incluso eran dueños a su vez de otros esclavos. Tenían derechos según la ley, si bien eran escasos.

Es difícil valorar lo que significaba en la práctica la esclavitud en un mundo que no comparte nuestro presupuesto de que la esclavitud carece de justificación. Las generalidades se disuelven a la luz de los testimonios sobre la diversidad de cosas que podían hacer los esclavos; si bien para la mayoría la vida era dura, probablemente lo era para todos en aquella época. Realmente, resulta difícil no sentir lástima por las vidas de los cautivos llevados como esclavos ante los reyes conquistadores que se pueden contemplar en decenas de monumentos conmemorativos, desde el «estandarte real» de Ur, de mediados del tercer milenio, hasta los relieves de piedra que relatan las conquistas asirias, de mil quinientos años después. El mundo antiguo basaba la civilización en la explotación del hombre por el hombre; que no se sintiera su gran crueldad solo significaba que no era concebible ninguna otra forma posible de vivir.

La civilización babilónica se convirtió en su momento en una leyenda de opulencia. La pervivencia de la asociación de una imagen determinada de la vida urbana —la mundana y perversa ciudad del placer y del consumo— con el nombre de Babilonia es un legado que indica la escala y la riqueza de su civilización, aunque se debe en su mayor parte a un período posterior. Sin embargo, queda lo suficiente como para ver la realidad que se oculta tras este mito, incluso del primer imperio babilónico. El gran palacio de Mari es un ejemplo notable: muros de doce metros de espesor rodeaban los patios, y unas trescientas habitaciones formaban un complejo que vertía sus aguas residuales en tuberías revestidas de betún y enterradas a nueve metros de profundidad. Ocupaba una superficie de unos 140 por unos 180 metros, y es el testimonio más notable de la autoridad de la que llegó a gozar el monarca. En este palacio también se han hallado grandes cantidades de tablillas de arcilla cuya escritura revela las actividades de las que se ocupaba el gobierno en aquel período.

Se han conservado muchas más tablillas del primer imperio babilónico que de sus antecesores o de sus sucesores más inmediatos, y se ha dicho que sus detalles nos permiten conocer mejor su civilización que la de algunos países europeos que existieron hace mil años. También aportan testimonios sobre la vida intelectual en Babilonia. Fue entonces cuando la Epopeya de Gilgamesh adoptó la forma en que la conocemos actualmente. Los babilonios dieron a la escritura cuneiforme una forma silábica, aumentando así enormemente su flexibilidad y utilidad. Su astrología impulsó la observación de la naturaleza y dejó otro mito, el de la sabiduría de los caldeos, nombre con el que a veces se denomina erróneamente a los babilonios. Con la esperanza de comprender sus destinos mediante el estudio de las estrellas, los babilonios crearon una ciencia, la astronomía, e hicieron una importante serie de observaciones que fueron otro legado de peso de su cultura. Después de siglos de observaciones desde sus inicios en Ur, hacia el año 1000 a.C. era posible predecir los eclipses lunares, y en dos o tres siglos más se había determinado con bastante exactitud la trayectoria del sol y de algunos planetas en relación con las posiciones de las estrellas, aparentemente inmóviles. Esta tradición científica se reflejó en las matemáticas, y crearon también una geometría algebraica de gran utilidad práctica.

La astronomía se inició en el templo, en la contemplación de los movimientos celestiales que anunciaban la llegada de las fiestas de la fertilidad y la siembra, y la religión babilónica se mantuvo próxima a la tradición sumeria. Al igual que las ciudades antiguas, Babilonia tenía un dios cívico, Marduk, que gradualmente fue ganando preponderancia entre sus rivales mesopotámicos, aunque fue un largo proceso. Hammurabi decía (lo que es significativo) que Anu y Enlil, los dioses sumerios, habían otorgado el liderazgo del panteón mesopotámico a Marduk, del mismo modo que le habían ordenado gobernar a todos los hombres para su bien. Las vicisitudes posteriores (a veces acompañadas por el secuestro de su estatua por los invasores) oscurecieron la posición de Marduk, pero después del siglo XII a.C. no volvió a ser cuestionado en general. Mientras, la tradición sumeria siguió viva hasta entrado el primer milenio a.C. en el uso del sumerio en la liturgia babilónica, en los nombres de los dioses y en los atributos de los que estos gozaban. La cosmogonía babilónica empezaba, como la de Sumer, con la creación del mundo de un erial acuoso (el nombre del dios significa «lodo») y con la fabricación final del ser humano como esclavo de los dioses. En una de sus versiones, los dioses hicieron a los hombres como si fueran ladrillos, a partir de moldes de arcilla. Era una representación del mundo acorde con la monarquía absoluta, en que los reyes ejercían un poder como el de los dioses sobre unos hombres que se afanaban penosamente en construir sus palacios y sostenían una jerarquía de funcionarios y grandes hombres que era reflejo de la jerarquía celeste.

El logro de Hammurabi no le sobrevivió mucho tiempo. Los acontecimientos en el norte de Mesopotamia señalaban la aparición de un nuevo poder aun antes de que Hammurabi creara su imperio. Hammurabi derribó un reino amorrita que se había establecido en Asiria al final de la hegemonía de Ur. Pero fue un éxito temporal. Siguieron casi mil años en los que Asiria iba a ser campo de batalla y recompensa, que eclipsaron finalmente a la Babilonia de la que estaba separada; el centro de gravedad de la historia mesopotámica se había desplazado definitivamente desde el antiguo Sumer hasta el norte. Los hititas, que se establecieron en Anatolia en el último cuarto del tercer milenio a.C., presionaron lentamente en los dos siglos siguientes; en este tiempo, adoptaron la escritura cuneiforme, que adaptaron a su propia lengua indoeuropea. Hacia el 1700 a.C., gobernaban las tierras situadas entre Siria y el mar Negro. Entonces, uno de sus reyes se dirigió hacia el sur contra una Babilonia ya debilitada y reducida a la antigua tierra de Acad. Su sucesor completó el avance; Babilonia cayó y fue saqueada, y la dinastía y los logros de Hammurabi llegaron a su fin. Pero, entonces, los hititas se retiraron y otros pueblos gobernaron y se disputaron Mesopotamia durante cuatro misteriosos siglos de los que poco sabemos, salvo que la separación de Asiria y Babilonia, que iba a ser tan importante en el siguiente milenio, se hizo definitiva.

En el 1162 a.C., la estatua de Marduk fue de nuevo retirada de Babilonia por los conquistadores elamitas. Para entonces, se había iniciado ya una era sumamente confusa y el foco de la historia universal se había desplazado desde Mesopotamia. La historia del imperio asirio aún continuó, pero sobre el fondo de una nueva oleada de migraciones en los siglos XII y XIII a.C. en las que otras civilizaciones intervinieron más directa y profundamente que los sucesores de los sumerios. Sin embargo, esos sucesores, que los conquistaron y desplazaron, construyeron sobre los cimientos de Sumer. Tanto en el aspecto técnico como en el intelectual, el jurídico y el teológico, Oriente Próximo, que en el 1000 a.C. fue absorbido por el torbellino de la política mundial —el término no era en aquella época demasiado drástico—, aún llevaba el sello de quienes construyeron la primera civilización. Su herencia se transmitiría, a su vez, en formas extrañamente transmutadas, a otros pueblos.