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Los inicios de la vida civilizada

Desde tiempo inmemorial existe en Jericó un manantial que alimenta lo que sigue siendo un importante oasis. Sin duda esto explica por qué allí ha vivido el ser humano casi continuamente durante cerca de 10.000 años. Los agricultores se agruparon en sus proximidades al final de la prehistoria; su población debía de ascender por aquel entonces a dos o tres mil personas. Antes del 6000 a.C., tenía grandes depósitos de agua, posiblemente para la irrigación, y una enorme torre de piedra que formaba parte de un complicado sistema de defensa que se mantuvo mucho tiempo en buen estado. Es evidente que sus habitantes pensaban que tenían algo que valía la pena defender: tenían propiedades.

Sin embargo, aunque Jericó era un lugar importante, no era el comienzo de una civilización; faltaban aún demasiados elementos. Merece la pena que nos detengamos un momento a considerar, al principio de la era de la civilización, qué es lo que buscamos. De modo similar al problema que nos encontramos al tratar de precisar en el tiempo la aparición de los primeros seres humanos, existe una zona oscura en la que sabemos que se produce el cambio, pero todavía se puede discrepar sobre el punto exacto en el que se cruzó la línea divisoria. En todo Oriente Próximo, en torno al 5000 a.C., las poblaciones agrícolas tenían los excedentes agrarios sobre los que podía levantarse eventualmente la civilización. Algunas de ellas han dejado testimonios de una práctica religiosa compleja y de una elaborada cerámica pintada, una de las formas de arte más extendidas en la era neolítica. En algún momento en torno al 6000 a.C., se construían edificaciones de ladrillo en Turquía, en Çatal Hüyük, un emplazamiento casi tan antiguo como Jericó. Pero, normalmente, entendemos por civilización algo más que rituales, arte o la presencia de cierta tecnología, y sin duda algo más que la mera aglomeración de seres humanos en el mismo lugar.

Definir la civilización es algo parecido a cuando se habla de «un hombre culto»; todo el mundo puede reconocerlo cuando lo ve, pero no todos los observadores reconocen a todos los hombres cultos como tales, ni hay un requisito formal (un título universitario, por ejemplo) que sea un indicador necesario o infalible. Las definiciones del diccionario tampoco sirven de ayuda para precisar qué es la «civilización». La del Oxford English Dictionary es indiscutible, pero tan cauta como inútil: «Un estado desarrollado o avanzado de la sociedad humana». Lo que nos deja sin saber aún hasta qué punto desarrollado o avanzado y en qué aspectos.

Hay quien dice que una sociedad civilizada es diferente de otra no civilizada porque tiene ciertos atributos, entre los que se han sugerido la escritura, las ciudades y las edificaciones monumentales. Pero es difícil llegar a un acuerdo, y parece más seguro no basarse en ninguna prueba de este tipo. Si, en cambio, examinamos ejemplos de lo que todo el mundo coincide en llamar civilizaciones, y no casos marginales y dudosos, entonces es evidente que lo que tienen en común es la complejidad. Todas han llegado a un nivel de elaboración que permite una variedad mucho mayor de actividad y de experiencia humanas que incluso una comunidad primitiva acomodada. «Civilización» es el nombre que damos a una interacción muy creativa entre seres humanos cuando se ha llegado a una masa crítica de potencial cultural y a cierto excedente de recursos. En la civilización, esto libera las capacidades humanas necesarias para un nivel verdaderamente nuevo de desarrollo, y en gran medida dicho desarrollo es autosostenible.

En algún momento del cuarto milenio a.C. se sitúa el punto de partida de la historia de las civilizaciones, y será útil establecer una cronología global aproximada para empezar. Comenzamos con la primera civilización reconocible en Mesopotamia. El siguiente ejemplo está en Egipto, donde se puede observar la existencia de civilización en una fecha algo posterior, quizá alrededor del 3100 a.C. Otro caso en Oriente Próximo es la civilización minoica de Creta, que aparece hacia el 2000 a.C., y a partir de esa época podemos olvidarnos de prioridades en esa parte del mundo, que ya se ha convertido en un entramado de civilizaciones que interactúan entre sí. Mientras tanto, hacia esa misma época, quizá en torno al 2500 a.C., ha aparecido otra civilización en la India que tiene, al menos en cierta medida, escritura. La primera civilización de China comienza más tarde, hacia la mitad del segundo milenio a.C. Más tarde aún llegan las civilizaciones mesoamericanas. Una vez sobrepasado aproximadamente el año 1500 a.C., sin embargo, solo este último ejemplo está lo suficientemente aislado como para que la interacción no constituya una parte importante de la explicación de lo que ocurre. A partir de entonces, no hay civilizaciones cuya aparición pueda explicarse sin el estímulo, el choque o el legado que les proporcionan las que la precedieron. Así pues, de momento este esquema preliminar es lo bastante completo para nuestros fines.

Es muy difícil hacer generalizaciones acerca de estas primeras civilizaciones (de cuya aparición y conformación nos ocuparemos en los siguientes capítulos). Desde luego, todas muestran un nivel bajo de logros tecnológicos, aun cuando sea asombrosamente alto en comparación con el de sus antecesores no civilizados. A este respecto, su forma y desarrollo estaban aún mucho más determinados por su entorno que los de nuestra civilización. Pero habían empezado a romper tímidamente las limitaciones de la geografía. La topografía del mundo ya era en gran parte como la actual; los continentes habían adquirido la forma que tienen ahora y las barreras y los canales de comunicación que proporcionaban iban a ser constantes, pero había una capacidad tecnológica creciente para explotarlos y trascenderlos. Los vientos y las corrientes marinas que orientaron las primeras navegaciones, ya en el segundo milenio a.C., el ser humano estaba aprendiendo a utilizarlos y a escapar de su fuerza determinante.

Esto sugiere, correctamente, que muy pronto las posibilidades del intercambio humano fueron sumamente considerables, lo que hace muy poco aconsejable dogmatizar sobre la aparición de la civilización en una forma normalizada en lugares diferentes. Se ha hablado de entornos favorables, los valles fluviales por ejemplo; obviamente, sus tierras ricas y fácilmente cultivables podían sostener poblaciones muy densas de agricultores en poblados que después crecerían para formar las primeras ciudades. Esto fue decisivo en Mesopotamia, Egipto, el valle del Indo y China. Pero también han surgido ciudades y civilizaciones lejos de los valles fluviales, en Mesoamérica, en la Creta minoica y, más tarde, en Grecia. Respecto a las dos últimas, existen muchas probabilidades de que hubiera una importante influencia del exterior, pero Egipto y el valle del Indo también estuvieron en contacto con Mesopotamia en los inicios de su evolución. La prueba de este contacto indujo a que, hace unos años, se planteara la idea de que deberíamos buscar una única fuente central de civilización de la que procedían todas las demás, concepto que ya no es muy popular, pues nos lleva a enfrentarnos no solo al incómodo caso del surgimiento de la civilización en un continente aislado como el americano, sino también a la enorme dificultad de elaborar el calendario de esa supuesta difusión precisamente cuando se está conociendo cada vez mejor la cronología más antigua gracias a la datación por radiocarbono.

La respuesta más satisfactoria parece ser que, probablemente, la civilización es siempre resultado de la conjunción de varios factores que predisponen a un área particular para levantar algo lo bastante denso como para ser reconocido posteriormente como civilización, pero que los diferentes entornos, las diferentes influencias del exterior y los diferentes legados culturales del pasado significan que los humanos no se movieron en todas las partes del mundo a la misma velocidad, ni siquiera hacia las mismas metas. La idea de un patrón constante de «evolución» social fue puesta en duda antes incluso que la idea de la «difusión» a partir de una fuente civilizadora común. Sin duda, era esencial un marco geográfico favorable; en las primeras civilizaciones, todo dependía de la existencia de un excedente agrícola. Pero hubo otro factor igual de importante: la capacidad de los habitantes del lugar para sacar partido de un entorno o enfrentarse a un reto, y aquí los contactos externos podrían ser tan importantes como la tradición. China parece a primera vista casi aislada del exterior, pero incluso allí existieron posibilidades de contacto. La forma en que las diferentes sociedades generan la masa crítica de elementos necesarios para crear una civilización sigue siendo, por tanto, muy difícil de precisar.

Es más fácil decir algo generalmente cierto sobre las características de las primeras civilizaciones que sobre la forma en que surgieron. Aquí tampoco hay afirmaciones absolutas y universales verosímiles. Han existido civilizaciones sin escritura, siendo como es indudable la utilidad de esta para conservar y utilizar la experiencia. También ha habido capacidades más mecánicas repartidas de forma desigual: los mesoamericanos realizaron importantes proyectos de construcción sin tener animales de tiro ni conocer la rueda, y los chinos lograron fundir el hierro casi 1.500 años antes que los europeos. Tampoco todas las civilizaciones siguieron los mismos modelos de crecimiento; es enorme la disparidad de su capacidad de resistencia, no digamos ya de su éxito.

Las primeras civilizaciones, como las posteriores, parecen tener como característica positiva común el hecho de que modifican la escala humana de las cosas. Aúnan el esfuerzo cooperativo de más hombres y mujeres que las sociedades anteriores y, por lo general, lo hacen reuniéndolos físicamente en aglomeraciones también mayores. La palabra «civilización» sugiere, a juzgar por su raíz latina, una conexión con la urbanización. Cierto es que sería muy audaz el historiador que estuviera dispuesto a trazar una línea precisa en el momento en que se produjo el paso de un modelo denso de poblados agrícolas agrupados en torno a un centro religioso o un mercado a la primera ciudad auténtica. Pero es perfectamente razonable decir que, más que cualquier otra institución, la ciudad ha proporcionado la masa crítica que da lugar a la civilización y ha fomentado la innovación mejor que cualquier otro entorno anterior. Dentro de la ciudad, los excedentes de riqueza producidos por la agricultura hicieron posibles otras cosas que caracterizan a la vida civilizada. Sirvieron para el mantenimiento de una clase sacerdotal que elaboró una compleja estructura religiosa, que condujo a la construcción de grandes edificios con funciones distintas a las meramente económicas y, finalmente, a la literatura. Así, se asignaron recursos mucho mayores que en épocas anteriores a algo distinto del consumo inmediato, y ello llevó a nuevas iniciativas y experiencias. La cultura así acumulada se convirtió gradualmente en un instrumento cada vez más efectivo para cambiar el mundo.

Hay un cambio que resulta evidente enseguida: en distintas partes del mundo, los seres humanos empezaron a diferenciarse entre sí cada vez más rápidamente. El hecho más obvio de las primeras civilizaciones es que son asombrosamente diferentes en cuanto a estilo, pero precisamente por ser tan obvio lo solemos pasar por alto. La llegada de la civilización inaugura una era de diferenciación cada vez más rápida de la vestimenta, de la arquitectura, de la tecnología, del comportamiento, de las formas sociales y del pensamiento. Sus raíces están evidentemente en la prehistoria, cuando ya existían seres humanos con estilos de vida diferentes, diferentes modelos de existencia, diferentes mentalidades, así como diferentes características físicas. Con el surgimiento de las primeras civilizaciones, esto se vuelve mucho más obvio, pero ya no es meramente producto del entorno natural, sino de la capacidad creativa de la propia civilización. Solo con la llegada del predominio de la tecnología occidental, en el siglo XX, ha empezado a disminuir esta variedad. Desde las primeras civilizaciones hasta nuestros días, siempre ha habido modelos de sociedad alternativos, incluso cuando apenas se conocían entre sí.

Gran parte de esta variedad es muy difícil de recuperar; en algunos casos, lo único que podemos hacer es ser conscientes de que está ahí. Al principio, son aún pocos los testimonios sobre la vida intelectual, salvo las instituciones que hemos podido recuperar, los símbolos que aparecen en el arte y las ideas que se expresan en la literatura. En ellos están los presupuestos que constituyen las grandes coordenadas en torno a las cuales se construye una visión del mundo, aun cuando las personas que sostienen esa visión no sepan que están ahí (con frecuencia, la historia es el descubrimiento de lo que el hombre no sabía de sí mismo). Muchos de ellos son irrecuperables, e incluso cuando podemos empezar a captar las formas que definieron el mundo de los hombres que vivieron en las civilizaciones antiguas, hay que hacer un constante esfuerzo de imaginación para evitar el peligro de caer en el anacronismo que nos rodea por todas partes. Ni siquiera la escritura revela mucho de la mentalidad de unas criaturas tan parecidas y tan distintas a la vez de nosotros.

Es en Oriente Próximo donde se hacen patentes por primera vez los estimulantes efectos que producen las diferentes culturas unas sobre otras, y sin duda ahí está gran parte de la historia de la aparición de las primeras civilizaciones. Un torbellino de idas y venidas de pueblos a lo largo de 3.000 o 4.000 años enriqueció y alteró la región donde comenzó nuestra historia. El Creciente Fértil iba a ser, durante la mayor parte de la era histórica, un gran crisol de culturas, una zona no solo de asentamiento sino también de tránsito, a través de la cual se vertió un flujo y reflujo de personas e ideas. Al final, todo esto produjo un fértil intercambio de instituciones, lenguas y creencias del que se deriva gran parte del pensamiento y de las costumbres del hombre de nuestros días.

No se puede explicar con exactitud por qué llegó tanta gente al Creciente Fértil, pero la hipótesis más generalizada es que tuvo su raíz en la superpoblación de las tierras de las que procedían los intrusos. La superpoblación es, a primera vista, una idea curiosa de aplicar a un mundo cuya población total, alrededor del 4000 a.C., se calcula que era de solo entre 80 y 90 millones de personas. En los siguientes 4.000 años aumentó en cerca del 50 por ciento hasta llegar a 130 millones, lo que supone un crecimiento anual casi imperceptible en comparación con el que consideramos normal ahora. Asimismo, ello es muestra tanto de la lentitud relativa con la que aumentó nuestra especie su capacidad para explotar el mundo natural como de en qué medida y con qué rapidez las nuevas posibilidades de civilización habían reforzado ya la propensión del hombre a multiplicarse y prosperar en comparación con la época prehistórica.

Este crecimiento era aún pequeño según criterios posteriores, porque siempre se basó en un margen muy frágil de recursos y es esta fragilidad la que justifica que se hable de superpoblación. La sequía o la desecación podían destruir de forma dramática y repentina la capacidad de una zona para alimentarse, y ello miles de años antes de que se pudieran traer con facilidad alimentos de otros lugares. El resultado inmediato debió de ser a menudo el hambre, pero a largo plazo hubo otros más importantes. Las perturbaciones consiguientes fueron los principales motores de la historia antigua; el cambio climático era aún un factor determinante, aunque de una forma mucho más local y específica. Las sequías, las tormentas catastróficas, incluso unas cuantas décadas de temperaturas marginalmente inferiores o superiores, podían obligar a los pueblos a emigrar y contribuir así a la llegada de la civilización al reunir a personas de diferentes tradiciones. En conflicto y cooperación aprendieron unos de otros, y aumentaron así el potencial total de sus sociedades.

Los pueblos que se convirtieron en los actores de la historia antigua en Oriente Próximo pertenecían todos a la familia humana de piel clara (a veces llamada «caucásica»), que es una de las tres principales clasificaciones étnicas tradicionales de la especie Homo sapiens (las otras dos son la negroide y la mongoloide). Las diferencias lingüísticas permiten una mayor distinción. Todos los pueblos del Creciente Fértil en la época de las primeras civilizaciones pueden clasificarse en las razas camitas que evolucionaron en África, al norte y el nordeste del Sahara; en los semitas de la península Arábiga; en los indoeuropeos que, desde el sur de Rusia, se habían propagado también en el 4000 a.C. a Europa e Irán, o en los verdaderos «caucásicos» de Georgia. Estos son los dramatis personae de la historia antigua de Oriente Próximo. Todos sus centros históricos están situados alrededor de la zona donde aparecen la agricultura y la civilización en fecha tan temprana; la riqueza de una zona tan bien colonizada debió de ejercer una gran atracción sobre los pueblos periféricos.

Hacia el 4000 a.C., la mayor parte del Creciente Fértil estaba quizá ocupado por caucásicos. Probablemente, por aquel entonces los pueblos semitas ya habían empezado a penetrar también en la región, y su presión aumentó de tal manera que, a mediados del tercer milenio a.C. (mucho después de la aparición de la civilización), estarán bien instalados en la Mesopotamia central, junto a los tramos intermedios del Tigris y el Éufrates. La interacción y rivalidad de los pueblos semitas con los caucásicos, que lograron mantenerse en las tierras altas que rodeaban Mesopotamia por el nordeste, es una cuestión con la que los investigadores se han encontrado continuamente en la historia más antigua de la región. Hacia el 2000 a.C., los pueblos cuyas lenguas forman parte de lo que se denomina «grupo indoeuropeo» habían entrado también en escena, y en dos direcciones. Los hititas penetraron en Anatolia desde Europa, mientras desde el este avanzaban a su vez los iranios. Entre el 2000 y el 1500 a.C., algunas ramas de ambos grupos lucharon y se mezclaron con los pueblos semitas y caucásicos en el mismo Creciente, mientras que los contactos de los camitas y los semitas subyacen en gran parte de la historia política del antiguo Egipto. Este resumen es, desde luego, muy impresionista, y su valor radica únicamente en que ayuda a indicar el dinamismo y los ritmos básicos de la historia del antiguo Oriente Próximo. Muchos de los detalles siguen siendo muy inciertos (como se verá), y poco puede decirse sobre lo que mantuvo esta fluidez. Sin embargo, sea cual fuera su causa, este movimiento de pueblos fue el fondo sobre el cual apareció y prosperó la primera civilización.