La presencia de la especie Homo sapiens sobre la Tierra es por lo menos veinte veces más antigua que la civilización que ha creado. El debilitamiento del último período glacial permitió culminar la larga marcha hacia la civilización y fue el preludio inmediato de la historia. En un lapso de 5.000 a 6.000 años tuvo lugar una sucesión de cambios trascendentales, el más importante de los cuales fue el aumento del suministro alimentario. Ningún otro acontecimiento aceleró de modo tan repentino el desarrollo humano ni tuvo unas consecuencias tan generalizadas hasta los cambios que se agrupan bajo el nombre de «revolución industrial», ocurridos en los últimos tres siglos. Un estudioso resumió estos cambios que señalan el final de la prehistoria con una expresión semejante, «revolución neolítica». He aquí otro pequeño embrollo de terminología engañosa en potencia, aunque se trata del último que debemos considerar en la prehistoria. Después del Paleolítico, los arqueólogos sitúan el Mesolítico y, a continuación, el Neolítico (algunos añaden un cuarto período, el Calcolítico, con el que designan una fase de la sociedad en la que se utilizan simultáneamente objetos de piedra y cobre). La distinción entre los dos primeros períodos solo es importante en realidad para los especialistas, pero todos estos términos describen hechos culturales; identifican secuencias de objetos que muestran un fondo cada vez mayor de recursos y capacidades. Solo el término «Neolítico» debe preocuparnos. Significa, en su sentido más estricto, una cultura en la que los útiles de piedra pulida o pulimentada sustituyen a los de piedra tallada (aunque a veces se añaden otros criterios). Podría parecer que esto no representa un cambio tan extraordinario como para justificar la fascinación que algunos prehistoriadores han mostrado por el Neolítico, y mucho menos para justificar que se hable de «revolución neolítica». De hecho, aunque la expresión se emplea todavía en algunas ocasiones, es insatisfactoria porque implica abarcar demasiadas ideas distintas. No obstante, fue un intento de precisar un cambio complejo e importante que tuvo lugar con muchas variaciones locales, y merece la pena tratar de evaluar su trascendencia general.
Incluso en el sentido tecnológico más estricto, la fase neolítica del desarrollo humano no comienza, ni florece ni termina en todas partes al mismo tiempo. En un lugar puede durar miles de años más que en otro, y sus comienzos no están separados de lo sucedido en épocas anteriores por una línea nítida, sino por una misteriosa zona de cambio cultural. Por otra parte, dentro de este período, no todas las sociedades poseen la misma gama de destrezas y recursos; unas descubren cómo hacer vasijas de cerámica, además de útiles de piedra pulimentada, mientras que otras avanzan domesticando animales y comienzan a cultivar cereales. La evolución lenta es la regla, y no todas las sociedades habían alcanzado el mismo nivel en la época en que aparece la escritura. No obstante, la cultura neolítica es la matriz de la que surge la civilización y proporciona las condiciones previas en las que se basa, que no se limitan en modo alguno a la producción de los útiles de piedra sumamente acabados de los que la fase toma su nombre.
Debemos matizar también el término «revolución» cuando hablemos de este cambio. Aunque dejamos atrás las lentas evoluciones del Pleistoceno y nos adentramos en una época de aceleración de la prehistoria, sigue sin haber divisiones nítidas, que, por otra parte, son bastante raras en la historia posterior; incluso cuando intentamos trazarlas, pocas sociedades rompen con su pasado. Lo que podemos ver es una transformación lenta pero radical de la organización y el comportamiento humanos en una superficie cada vez más extensa de la Tierra, compuesta por varios cambios decisivos que constituyen el último período de la prehistoria identificable como unidad, sea cual sea el nombre que le demos.
Al final del Paleolítico Superior, el ser humano existía físicamente de modo muy parecido a como lo conocemos. Como es natural, debía experimentar todavía algunos cambios en cuanto a estatura y peso, sobre todo en las zonas del planeta donde mejoró en estatura y esperanza de vida a medida que mejoraba la nutrición. En la Edad de la Piedra Antigua era improbable todavía que un hombre o una mujer cumpliesen cuarenta años, y si franqueaban esa barrera era probable que sus vidas fueran bastante miserables de acuerdo con nuestros criterios: envejecidos prematuramente, atormentados por la artritis, el reumatismo y los accidentes fortuitos que constituían las fracturas de huesos o las caries dentales. La evolución favorable de esta situación fue lenta. La forma del rostro humano también debió de seguir evolucionando a medida que se modificaba la dieta. (Parece ser que, hasta después del año 1066, la coincidencia de los arcos dentarios no fue sustituida entre los anglosajones por la prominencia del arco dentario superior sobre el inferior, que fue la consecuencia última de un incremento del almidón y los hidratos de carbono, avance de cierta importancia para la posterior aparición del inglés.)
La tipología física de los seres humanos variaba en los distintos continentes, pero no podemos dar por supuesto que también mudaban las capacidades. En todas las partes del mundo, el Homo sapiens sapiens mostraba una gran versatilidad para adaptar su herencia a las conmociones climáticas y geográficas de la fase terminal del último período glacial. En los comienzos de los asentamientos de cierto tamaño y permanencia, en la elaboración de tecnología y en el desarrollo del lenguaje, así como en los albores de la caracterización en el arte, se hallan algunos elementos rudimentarios de la mezcla que cristalizó finalmente como civilización. Pero era necesario mucho más que eso. Sobre todo, debía existir la posibilidad de algún tipo de excedente económico sobre las necesidades cotidianas.
Esto era difícilmente concebible salvo en algunas zonas especialmente favorables a la economía de caza y recolección, que sustentaba toda la vida humana, la única conocida por el ser humano hasta hace unos 10.000 años. Lo que hizo posible la civilización fue la invención de la agricultura.
La importancia de este hecho fue tal que parece justificar una metáfora poderosa, y expresiones como «revolución agrícola» o «revolución de la recolección de alimentos» no suscitan dudas en cuanto a su significado. Estas expresiones destacan el hecho que explica por qué la época neolítica pudo proporcionar las circunstancias en las que pudieron aparecer las civilizaciones. Ni siquiera el conocimiento de la metalurgia, que se propagó en algunas sociedades durante las fases neolíticas, es tan fundamental. La agricultura revolucionó realmente las condiciones de la existencia humana y es el hecho principal que ha de tenerse en cuenta cuando se considera el significado del Neolítico, un significado resumido concisamente por un eminente arqueólogo como «un período entre el final de la forma de vida basada en la caza y el comienzo de una economía en la que se utilizaban plenamente los metales, durante el cual la práctica de la agricultura nació y se propagó por la mayor parte de Europa, Asia y el norte de África como una ola de avance lento».
Los elementos esenciales de la agricultura son el cultivo de plantas y la cría de animales. Pero cómo surgieron estas actividades y en qué lugares y fechas es más misterioso. Unos entornos debieron de ayudar más que otros; mientras unos individuos perseguían la caza a través de llanuras no cubiertas por los hielos en retirada, otros intensificaban las habilidades necesarias para aprovechar los nuevos y fértiles valles fluviales y los entrantes costeros ricos en plantas comestibles y peces. Lo mismo debió de ser cierto en el caso del cultivo y la ganadería. En términos generales, la situación del Viejo Mundo (África y Eurasia) era mejor en cuanto a animales domesticables que lo que después se llamó América. No es sorprendente, pues, que la agricultura naciese en más de un lugar y en formas diferentes. Es probable que el ejemplo más antiguo, basado en el cultivo de formas primitivas de mijo y arroz, tuviese lugar en Oriente Próximo, hacia el año 10000 a.C.
Aun con todo, durante miles de años, y hasta hace apenas un par de siglos, el incremento de las reservas de alimentos se obtenía con métodos ya conocidos, aunque de forma primitiva y rudimentaria, en la época prehistórica. Los terrenos se araban para sembrar mejor, la observación y selección de las cosechas fue modificando las especies vegetales, las plantas más habituales se trasladaban a ubicaciones nuevas, y se aplicaban a la agricultura métodos ya conocidos en aquellos tiempos, como cavar, drenar e irrigar. Todo ello hizo posible un crecimiento en la producción de alimentos que solo servía para sustentar a una raza humana en crecimiento lento y constante, hasta la llegada de los grandes cambios provocados por los fertilizantes químicos y la ciencia genética contemporánea.
Debido a la evolución posterior, a los accidentes de las supervivencias históricas y a la dirección tomada por las iniciativas de los estudiosos, se sabe mucho más acerca de la primitiva agricultura en Oriente Próximo que sobre sus posibles precursores en Extremo Oriente. Es posible que el arroz ya se cultivase en el valle del Yangtzé en el 7000 a.C. A pesar de todo, existen razones fundadas para seguir considerando Oriente Próximo una zona decisiva. Tanto las condiciones previas que predisponían a ello como las pruebas indican que la región que después se llamaría «Creciente Fértil» tuvo una trascendencia especial, en un arco territorial que va desde Egipto hacia el norte, a través de Palestina, el Levante mediterráneo y Anatolia, hasta los territorios montañosos situados entre Irán y el sur del mar Caspio, abarcando los valles fluviales de Mesopotamia. Gran parte de estos territorios presentan hoy un aspecto muy diferente del paisaje exuberante de la misma zona cuando el clima alcanzó sus condiciones más favorables, hace unos 5.000 años. En aquella época crecían cebada silvestre (un cereal semejante al trigo) en el sur de Turquía, y escaña melliza (un trigo silvestre) en el valle del Jordán. Egipto disfrutó de lluvia suficiente para la caza de grandes animales hasta bien entrada la época histórica, y en los bosques de Siria había elefantes todavía en el año 1000 a.C.
Toda la región es fértil hoy en día en comparación con el desierto con el que limita, pero en los tiempos prehistóricos era aún más favorecida. Las gramíneas, que son los antepasados de cultivos posteriores, han sido localizadas en estas tierras en épocas aún más remotas. Se han encontrado pruebas de la recolección —aunque no necesariamente del cultivo—, de gramíneas silvestres en Asia Menor hacia el año 9500 a.C. También allí, la forestación que siguió al término del último período glacial parece ser que estimuló perfectamente los intentos de ampliar el espacio vital mediante la roturación y la siembra cuando las zonas aptas para la caza y la recolección quedaron superpobladas. De esta región parece que llegaron a Europa, hacia el año 6000 a.C., los nuevos alimentos y las técnicas para plantarlos y cosecharlos. Como es lógico, dentro de la región los contactos eran relativamente más fáciles que fuera de ella; a los descubrimientos en el sudoeste de Irán de útiles laminados hechos de obsidiana procedente de Anatolia se les ha asignado una fecha tan temprana como el año 8000 a.C. La agricultura apareció después en América, aparentemente sin importar ninguna técnica del exterior.
El salto desde la recolección de cereales silvestres hasta su siembra y cosecha parece ligeramente mayor que el que va de obligar a los animales a dirigirse hacia un lugar determinado para cazarlos a criarlos. La domesticación de animales fue casi tan trascendental como la aclimatación de plantas. Las primeras huellas de la cría de ovejas se encuentran en Irak, hacia el año 9000 a.C. Los antepasados de la vaca y del cerdo recorrieron en libertad esas zonas accidentadas y herbáceas durante miles de años, con la salvedad de los contactos ocasionales con sus cazadores. Es cierto que el cerdo podía encontrarse en todo el Viejo Mundo, pero la oveja y la cabra eran especialmente abundantes en Asia Menor y en una región que recorría gran parte de Asia. De su explotación sistemática se derivaría el control de su reproducción y otras innovaciones económicas y tecnológicas. El uso de las pieles y la lana abrió nuevas posibilidades; el ordeño de la leche inauguró la elaboración de productos lácteos. La utilización de animales como medio de transporte y como fuerza de tiro llegaría después, así como la cría de aves de corral.
La historia de la humanidad ha rebasado ya con mucho el punto en que las repercusiones de tales cambios pueden captarse fácilmente. De pronto, con la llegada de la agricultura, se vislumbra el tejido material en el que habría de basarse toda la historia humana posterior, aunque sin aparecer todavía. Dio comienzo a la mayor transformación del entorno por el ser humano. En las sociedades de cazadores-recolectores, se necesitan miles de hectáreas para alimentar a una familia, mientras que en la sociedad agrícola primitiva es suficiente con unas diez hectáreas. En términos de crecimiento demográfico, se hizo posible una enorme aceleración. Un excedente alimentario asegurado o prácticamente asegurado significó también unos asentamientos más sólidos. Poblaciones más numerosas pudieron vivir en superficies más pequeñas y pudieron aparecer verdaderas aldeas. Los especialistas que no intervenían en la producción de alimentos pudieron ser tolerados y alimentados con mayor facilidad mientras ponían en práctica sus propias destrezas. Antes del año 9000 a.C. había una aldea (y quizá un santuario) en Jericó. Mil años después, el asentamiento había crecido hasta abarcar de tres a cuatro hectáreas con viviendas de adobe de sólidos muros.
Ha de transcurrir mucho tiempo para que podamos distinguir gran parte de la organización social y del comportamiento de las comunidades. En esta época, de modo muy parecido a cualquier otra, las divisiones locales fueron decisivas. Físicamente, la humanidad era más uniforme que nunca, pero culturalmente se diversificaba a medida que hacía frente a diferentes problemas y se apropiaba de diferentes recursos. La adaptabilidad de las diferentes ramas del Homo sapiens a las condiciones que dejaban tras el final del último período glacial es muy llamativa, y produjo una mayor variedad de experiencias que las de épocas pasadas. Las comunidades humanas vivían en su mayor parte en tradiciones aisladas y asentadas, en las que la importancia de la rutina era abrumadora. Esto debió de dar una nueva estabilidad a las divisiones de cultura y raza que habían aparecido con tanta lentitud durante el Paleolítico. Debería transcurrir mucho menos tiempo en el futuro histórico que se avecinaba para que estas peculiaridades locales se desmoronasen bajo el impacto del crecimiento demográfico, de la mayor celeridad de las comunicaciones y de la llegada del comercio: un máximo de solo 10.000 años. Dentro de las nuevas comunidades agrícolas, es probable que las distinciones de papeles sociales se multiplicasen y que hubieran de aceptarse nuevas disciplinas colectivas. Para algunos individuos debía de haber más tiempo libre (aunque para otros plenamente involucrados en la producción de alimentos, es muy posible que el tiempo libre disminuyera). Es indudable que las distinciones sociales se acentuaron. Este hecho podría estar relacionado con la aparición de nuevas posibilidades a medida que el aumento de los excedentes disponibles permitía el trueque, lo cual condujo finalmente al comercio.
Los excedentes también podrían haber fomentado el deporte más antiguo del ser humano después de la caza: la guerra. Las nuevas recompensas debieron de hacer más tentadoras las incursiones y la conquista. También es posible que tenga aquí sus orígenes un conflicto con un gran futuro, el que enfrentaba a nómadas y sedentarios. El poder político pudo tener su origen en la necesidad de organizar la protección de los cultivos y el ganado de los predadores humanos. Podemos especular incluso con que cabe buscar las tenues raíces de la idea de aristocracia en los éxitos (que debían de ser frecuentes) de los cazadores-recolectores, representantes de un orden social más antiguo, en la explotación de la vulnerabilidad de los sedentarios, atados a sus zonas de cultivo, mediante su esclavización. La caza sería durante mucho tiempo el deporte de los reyes y el dominio del mundo animal, un atributo de los primeros héroes, de cuyas hazañas tenemos constancia en la escultura y las leyendas. No obstante, aunque el mundo prehistórico real debía de ser caótico y brutal, merece la pena recordar que había un factor compensador: el mundo no estaba todavía muy lleno. La sustitución de los cazadores-recolectores por los agricultores no debió de ser un proceso violento. La abundancia de espacio y lo exiguo de las poblaciones de Europa en vísperas de la introducción de la agricultura podrían explicar la ausencia de pruebas arqueológicas de lucha. El aumento de la probabilidad de competencia debido al crecimiento de las poblaciones y de la presión sobre los nuevos recursos agrícolas fue lento.
A la larga, la metalurgia cambió las cosas tanto como lo había hecho la agricultura, pero lo hizo mucho más a largo plazo. De inmediato, significó una diferencia menos rápida y fundamental. Esto se debió probablemente a que los primeros yacimientos de minerales que se descubrieron eran escasos y estaban dispersos. El primer metal de cuyo uso tenemos constancia es el cobre, hecho que debilita un tanto el atractivo del viejo término «Edad del Bronce» para designar el comienzo de la cultura del uso de metales. Entre los años 7000 y 6000 a.C. se batía para darle forma sin calentarlo en Çatal Hüyük (Anatolia), aunque los primeros objetos de metal conocidos datan del 4000 a.C. y son fíbulas de cobre de aleación encontradas en Egipto. Una vez descubierta la técnica para mezclar cobre con estaño (que se utilizaba en Mesopotamia poco después del 3000 a.C.) con vistas a producir bronce, se dispuso de un metal que era relativamente fácil de moldear y que conservaba mucho mejor el filo. Podía servir de base para infinidad de cosas, y en él tuvo su origen la novísima importancia de las zonas con yacimientos de minerales. A su vez, esto dio un nuevo giro al comercio, a los mercados y a las rutas. Obviamente, siguieron nuevas complicaciones a la llegada del hierro, que apareció cuando ya algunas culturas se habían transformado indudablemente en civilizaciones. Su evidente valor militar salta a la vista, pero tuvo idéntica importancia cuando se transformó en herramientas agrícolas. Esto es mirar muy adelante en el futuro, pero hizo posible una enorme ampliación del espacio para vivir y del suelo para producir alimentos; por muy eficaz que fuera en la quema de los bosques y matorrales, el ser humano del Neolítico solo podía arañar en los suelos pesados con un pico de asta o de madera. Removerlos y cavarlos en profundidad solo comenzó a ser posible cuando la invención del arado (en Oriente Próximo hacia el año 3000 a.C.) indujo a aprovechar la potencia muscular de los animales para ayudar al ser humano y cuando el uso de utensilios de hierro se generalizó.
Ya está claro con qué rapidez —el término es legítimo en el marco de la prehistoria anterior, aunque requiriese miles de años en algunos lugares— la interpenetración y la interacción comenzaron a influir en el ritmo y la dirección del cambio. En cualquier caso, mucho antes de que estos procesos hubieran agotado sus efectos en algunas zonas, aparecieron las primeras civilizaciones. Los prehistoriadores solían polemizar en torno a si las innovaciones se difundieron desde una fuente única o aparecieron de modo espontáneo e independiente en diferentes lugares, pero la complejidad del contexto ha hecho que esto parezca una pérdida de tiempo y energía. Ambas concepciones parecen insostenibles si se presentan sin matizaciones. Decir que en un lugar, y solo en un lugar, existían todas las condiciones necesarias para la aparición de los nuevos fenómenos, y que después estos se difundieron sin más a otros lugares, es tan inverosímil como decir que, en circunstancias ampliamente diversas en cuanto a geografía, clima y herencia cultural, podían producirse exactamente los mismos inventos, por así decirlo, una y otra vez. En Oriente Próximo podemos observar una concentración de factores que hicieron que esta región fuera, en un momento decisivo, el centro infinitamente más evidente, activo e importante de los nuevos avances. Esto no significa que avances semejantes no pudieran haber ocurrido en otros lugares; la cerámica, por lo visto, fue producida por vez primera en Japón hacia el año 10000 a.C., y la agricultura surgió en América quizá en el 5000 a.C., totalmente aislada del Viejo Mundo.
El prólogo de la historia humana llega a su fin de manera desigual y desordenada; una vez más, no hay una línea divisoria nítida. Al término de la prehistoria y en vísperas de las primeras civilizaciones, podemos distinguir un mundo de sociedades humanas más diferenciadas que en ninguna otra época anterior y con más éxito que nunca en el dominio de diferentes entornos y en la supervivencia. Algunas continuarán existiendo hasta los tiempos históricos. Solo en los últimos cien años han desaparecido los ainus del norte de Japón, llevándose con ellos una vida que, según se dice, era muy parecida a la que vivían 15.000 años atrás. Los franceses y los ingleses que llegaron a América del Norte en el siglo XVI encontraron allí cazadores-recolectores que debían de vivir de modo muy parecido a como lo hacían sus antepasados 10.000 años antes. Platón y Aristóteles vivieron y murieron antes de que la prehistoria en América diese lugar a la aparición de la gran civilización maya del Yucatán, y para los esquimales y los aborígenes australianos la prehistoria se prolongó hasta el siglo XIX.
Con todo esto queremos decir que ninguna división aproximada de la cronología ayudará a desentrañar un modelo tan enmarañado de pueblos y culturas. Sin embargo, su característica más importante está suficientemente clara: hacia 6000 o 5000 a.C. existían, al menos en una zona del Viejo Mundo, todos los elementos constitutivos esenciales de la vida civilizada. Sus raíces más profundas se hallaban cientos de miles de años más atrás, en épocas dominadas por el ritmo lento de la evolución genética. Durante los tiempos del Paleolítico Superior, el ritmo del cambio se había multiplicado por un factor inmenso a medida que la cultura iba adquiriendo lentamente importancia, pero esto no fue nada en comparación con lo que vendría. La civilización trajo consigo intentos conscientes, de una magnitud ciertamente nueva, de controlar y organizar a los hombres y su entorno. Incorporó una base de recursos mentales y tecnológicos acumulados, y la respuesta de sus propias transformaciones aceleró aún más el proceso de cambio. Por delante queda un desarrollo más rápido en todos los campos, en el control técnico del medio, en la elaboración de pautas mentales, en el cambio de la organización social, en la acumulación de riqueza y en el crecimiento de la población.
Es importante situar correctamente nuestra perspectiva en este asunto. Desde algunos puntos de vista modernos, los siglos de la Edad Media europea parecen un largo sueño, aunque, obviamente, ningún medievalista lo admitiría. Pero el lector moderno a quien le impresionan la rapidez del cambio que le circunda y la relativa inmovilidad de la sociedad medieval debería reflexionar sobre el hecho de que el arte que se desarrolla desde el prerrománico del Aquisgrán de Carlomagno hasta el flamígero de la Francia del siglo XV cambió radicalmente en cinco o seis siglos; en un período de una duración diez veces superior, el primer arte conocido, el de la Europa del Paleolítico Superior, muestra, en comparación, un cambio estilístico insignificante. Más atrás, el ritmo es más lento aún, tal como indica la prolongada persistencia de tipos de útiles primitivos. Otros cambios fundamentales son más difíciles de comprender si cabe. De acuerdo con lo que sabemos, los últimos 12.000 años no registran nada nuevo en la fisiología humana comparable a las colosales transformaciones del Pleistoceno antiguo que han quedado registradas para nosotros en un puñado de restos de algunos de los experimentos de la naturaleza, pero estos necesitaron cientos de miles de años.
El contraste en el ritmo del cambio es el que existe entre la naturaleza y el ser humano como indicadores del cambio. El ser humano decide cada vez más por sí mismo, y, por tanto, incluso en la prehistoria la historia del cambio es cada vez más el relato de una adaptación consciente. Y así continuará el relato hasta los tiempos históricos, de modo más intenso si cabe. Por eso la parte más importante de la historia de la humanidad es la historia de la conciencia; cuando, hace mucho tiempo, rompió la lenta marcha genética, hizo posible todo lo demás. La naturaleza y la cultura están presentes desde el momento en que el ser humano es identificable por vez primera, y quizá nunca puedan ser desenmarañadas, pero la cultura y la tradición creadas por el hombre son cada vez más los determinantes del cambio.
Dos reflexiones deberían hacerse, no obstante, para equilibrar el hecho indiscutible de que el ser humano ejerce algún control sobre su destino. La primera es que el hombre no ha mostrado casi con certeza ninguna mejora en capacidades innatas desde el Paleolítico Superior. Su físico no ha cambiado fundamentalmente en unos 40.000 años, y sería una sorpresa que su capacidad mental sí lo hubiera hecho. Un lapso de tiempo breve podría ser apenas suficiente para cambios genéticos comparables a los de épocas anteriores. La rapidez con que la humanidad ha avanzado tanto desde los tiempos prehistóricos puede explicarse de manera bastante sencilla: cada vez son más numerosos los seres humanos que contribuyen con su talento al patrimonio común, lo que es más importante, los logros humanos son esencialmente acumulativos. Se basan en una herencia que también se acumula, podría decirse, según la regla del interés compuesto. Las sociedades primitivas tenían en el banco una ventaja heredada mucho menor. Esto hace que la magnitud de sus mayores pasos adelante sea tanto más asombroso.
Si esta reflexión es especulativa, la segunda no tiene por qué serlo: nuestra herencia genética no solo nos permite hacer el cambio consciente, realizar un tipo de evolución sin precedentes, sino que también nos controla y limita. Las irracionalidades del último siglo muestran lo exiguo de los límites de nuestra capacidad para el control consciente de nuestro destino. En tal medida, seguimos estando determinados, privados de libertad, formando parte de una naturaleza que produjo nuestras excepcionales cualidades ante todo a través de la selección evolutiva. Tampoco es fácil separar esta parte de nuestra herencia de la configuración emocional que hemos recibido de los procesos a través de los cuales ha evolucionado. Esa configuración se encuentra todavía en lo más profundo del corazón de toda nuestra vida estética y afectiva. El ser humano debe vivir con un dualismo innato. Hacerle frente ha sido el objetivo de la mayoría de las grandes filosofías y religiones y las mitologías de las que vivimos todavía, pero también son moldeadas por él. Cuando nos disponemos a pasar de la prehistoria a la historia, es importante no olvidar que su efecto determinante resulta todavía mucho más resistente al control que las fuerzas prehistóricas ciegas de la geografía y el clima que fueron superadas con tanta rapidez. No obstante, el ser humano al borde de la historia es ya el ser que conocemos: el hombre hacedor del cambio.