La aparición del Homo sapiens es trascendental; he aquí, por fin, una humanidad reconocible, por muy tosca que sea su forma. Con todo, este paso evolutivo es otra abstracción. Es el comienzo de la obra principal al término del prólogo, pero de nada sirve preguntarse cuándo sucedió esto exactamente. Es un proceso, no un momento, y no un proceso que tenga lugar en todas partes a la misma velocidad. Lo único que tenemos para datarlo son unos cuantos restos físicos de humanos primitivos, de tipos reconociblemente modernos o estrechamente emparentados con los modernos. Algunos de ellos podían solapar en miles de años la continuidad de la vida de homínidos anteriores. Algunos podrían representar falsos comienzos y falsos finales, pues la evolución humana debió de seguir siendo sumamente selectiva. Aunque mucho más rápida que en épocas anteriores, esta evolución es todavía muy lenta; estamos hablando de algo que quizá tuvo lugar durante 200.000 años en los cuales no sabemos cuándo apareció nuestro primer «antepasado» (aunque el lugar fue casi con certeza África). Nunca es fácil formular las preguntas correctas; las líneas fisiológicas, técnicas y mentales en las que dejamos detrás al Homo erectus son cuestiones de definición, y durante decenas de miles de años, dicha especie y los primeros especímenes de Homo sapiens convivieron en la Tierra.
Los escasos fósiles encontrados de los primeros seres humanos han provocado una importante polémica. Dos famosos cráneos hallados en Europa parecen pertenecer al período comprendido entre dos períodos glaciales, hace 200.000 años, una época tan diferente de la nuestra desde el punto de vista climático que los elefantes pacían en un valle semitropical del Támesis y los antepasados de los leones merodeaban por lo que un día sería Yorkshire. El cráneo de Swanscombe, que recibe ese nombre por el lugar donde fue encontrado, indica que su dueño tenía un cerebro voluminoso (unos 1.300 cm3), pero en otros aspectos no se parecía mucho al ser humano moderno; si el «hombre de Swanscombe» era un Homo sapiens, representa una versión muy temprana. El otro cráneo, el del «hombre de Steinheim», es diferente en cuanto a la forma del Homo sapiens, pero su cerebro también era grande. Tal vez sea mejor considerarlos los precursores de los primeros prototipos de Homo sapiens, aunque eran seres que seguían viviendo (tal como indican sus útiles) de manera muy parecida al Homo erectus.
El siguiente período glacial hace caer el telón. Cuando se alza de nuevo, unos 130.000 años después, en el siguiente período cálido, aparecen de nuevo restos humanos. Ha habido una polémica considerable acerca de lo que indican, pero es indudable que se ha producido un gran salto adelante. En este punto entramos en un período en el que hay un registro bastante denso aunque quebrado. Su esclarecimiento puede comenzar en Europa. Seres a los que debemos llamar ya humanos vivían aquí hace poco más de 100.000 años. Hay cuevas en la región francesa de Dordoña que estuvieron ocupadas, aunque no regularmente, durante unos 50.000 años a partir de entonces. Las culturas de aquellas poblaciones sobrevivieron, por tanto, a un período de enorme cambio climático; las primeras huellas de ellos pertenecen a un período interglacial cálido, y las últimas terminan a mediados del último período glacial. Se trata de una continuidad impresionante si se confronta con lo que debió de ser una extraordinaria variación en la población animal y en la vegetación en las proximidades de estos lugares; para perdurar tanto tiempo, tales culturas debían de tener muchos recursos y una gran capacidad de adaptación.
Pero, a pesar de su semejanza esencial con nosotros, las personas que crearon estas culturas siguen siendo distinguibles fisiológicamente del hombre moderno. El primer descubrimiento de sus restos tuvo lugar en Neandertal, Alemania (por eso los humanos de este tipo suelen recibir el nombre de «hombres de Neandertal»), y consistió en un cráneo de forma tan curiosa que, durante mucho tiempo, se pensó que pertenecía a un idiota moderno. El análisis científico todavía tiene mucho que explicar al respecto. Pero hoy en día se piensa que el Homo sapiens neandertalensis (que es como se clasifica al hombre de Neandertal) tiene su origen último en una temprana expansión desde África de formas avanzadas de Homo erectus, posiblemente hace 700.000 años. A través de las numerosas etapas genéticas que intervienen en el proceso, surgió una población de preneandertales, de la que, a su vez, evolucionó la forma extrema cuyos chocantes restos se encontraron en Europa (y, hasta la fecha, en ningún otro lugar). Este desarrollo especial ha sido interpretado por algunos como una subespecie de neandertal, quizá aislada por algún accidente de la glaciación. Han aparecido pruebas de la existencia de otros neandertales en lugares como Marruecos, el norte del Sahara, el monte Carmelo de Palestina y otros puntos de Oriente Próximo e Irán. También han sido localizados en Asia central y China, donde los ejemplares más antiguos pueden remontarse a algo así como 200 milenios. Evidentemente, fue durante mucho tiempo una especie de éxito.
Hace 80.000 años, los objetos fabricados por neandertales se habían difundido por toda Eurasia, aunque con diferencias de técnica y forma. Sin embargo, en diversos lugares se ha identificado tecnología de hace más de 100.000 años, asociada a otras formas de «humanos anatómicamente modernos», como denominan los estudios a otros seres evolucionados a partir de formas avanzadas de Homo erectus, que, por otra parte, alcanzó mayor difusión que la de los neandertales. Así pues, la unidad cultural primigenia se había fragmentado, y comenzaban a aparecer tradiciones culturales diferentes. Desde el comienzo hay una especie de provincianismo dentro de la humanidad.
El hombre de Neandertal, como otras especies a las que los especialistas califican de anatómicamente modernas, andaba erguido y tenía un cerebro de gran tamaño. Aunque en otros aspectos era más primitivo que la subespecie a la que pertenecemos, Homo sapiens sapiens (como la conjetura acerca del primer cráneo sugiere), representa no obstante un gran avance evolutivo y muestra una nueva complejidad mental que todavía apenas puede captarse, y menos aún medirse. Un ejemplo llamativo es el uso de tecnología para adaptarse al entorno; sabemos por las pruebas de los raspadores que utilizaban para curtir pieles y cueros que los neandertales usaban vestidos (aunque ninguno ha perdurado; la antigüedad del cuerpo vestido más antiguo que se ha descubierto hasta la fecha, en Rusia, ha sido calculada en unos 35.000 años aproximadamente). Fue un avance importante en la manipulación del entorno, aunque no puede compararse con la excepcionalidad de la aparición del enterramiento formal en el período de Neandertal. El acto del enterramiento en sí mismo es trascendental para la arqueología; las tumbas son de enorme importancia debido a los objetos de la sociedad antigua que conservan. Pero las tumbas de neandertal proporcionan más que esto: también contienen las primeras pruebas de rituales o ceremonias.
En este sentido, es muy difícil controlar la especulación. Quizá algún antiguo totemismo explique el círculo de cuernos dentro del cual fue enterrado un niño de Neandertal cerca de Samarcanda. Las conjeturas son estimuladas asimismo por una visión fugaz de la comunidad primitiva del norte de Irak que salió un día a recoger los montones de flores y de hierbas silvestres que finalmente sirvieron de lecho y rodearon al compañero muerto al que se quería honrar de este modo. Algunos autores han señalado que el enterramiento realizado con todo cuidado podría reflejar una nueva preocupación por el individuo, que fue uno de los resultados de la mayor interdependencia del grupo en el renovado período glacial. Esto podría haber intensificado el sentimiento de pérdida cuando un miembro moría, y también podría señalar algo más. Se ha encontrado el esqueleto de un hombre de Neandertal que había perdido el brazo derecho antes de morir. Tenía que depender en gran medida de los demás, y era mantenido por el grupo a pesar de su impedimento.
Más arriesgada aún es la sugerencia de que el enterramiento ritualizado supone alguna visión de otra vida. Si esto fuera cierto, atestiguaría un enorme poder de abstracción en los homínidos, así como los orígenes de uno de los mitos más extraordinarios y duraderos: el que dice que la vida es una ilusión, que la realidad habita, invisible, en otra parte, que las cosas no son lo que parecen. Sin ir tan lejos, al menos es posible admitir que un cambio trascendental está en marcha. Al igual que los indicios de rituales con animales que las cuevas de neandertales también ofrecen aquí y allá, el enterramiento cuidadoso podría señalar un nuevo intento de dominar el entorno. El cerebro humano debía de ser capaz ya de discernir preguntas a las que deseaba responder y quizá de proporcionar respuestas en forma de rituales. Ligera, tímida, torpemente —por mucho que la describamos y por muy en mantillas que pudiera estar todavía—, la mente humana está en marcha; el más grande de todos los viajes de exploración ha comenzado.
El hombre de Neandertal también proporciona las primeras pruebas de otra gran institución, la guerra, que podría haberse practicado junto con el canibalismo, que estaba dirigido aparentemente a devorar el cerebro de las víctimas. La analogía con sociedades posteriores sugiere que aquí tenemos de nuevo el comienzo de cierta conceptualización acerca de un alma o espíritu; tales actos están dirigidos a veces a adquirir el poder mágico o espiritual de los vencidos. Sin embargo, cualquiera que sea la magnitud del paso evolutivo que los neandertales representan, al final fracasaron como subespecie. Tras un éxito prolongado y generalizado, no fueron al final los herederos de la Tierra. De hecho, los neandertales supervivientes fueron «vencidos» genéticamente por la estirpe de Homo sapiens, que al final fue la dominante, aunque nada sabemos sobre las razones que motivaron la derrota de los primeros. Tampoco podemos saber hasta qué punto, en su caso, esta fue mitigada por cierto grado de transmisión genética a través de la mezcla de razas.
El sucesor del hombre de Neandertal y de las formas humanas arcaicas entre las que apareció este, fue el Homo sapiens sapiens, a la que pertenecemos. Su éxito biológico fue tan excepcional que se extendió por toda Eurasia en los cien mil años aproximados que siguieron a su primera aparición en África (datada hace unos 135.000 años) y, posteriormente, por todo el mundo. Los miembros de esta especie tenían un parecido identificable con los seres humanos modernos, como un rostro más pequeño, un cráneo más ligero y extremidades más rectas que el hombre de Neandertal. Desde África se dirigieron al Mediterráneo oriental y Oriente Próximo, desde donde avanzaron hacia la parte de Extremo Oriente, y llegaron por fin a Australasia aproximadamente en el año 40000 a.C. Para entonces ya habían empezado a colonizar Europa, donde convivirían durante miles de años junto con los neandertales. En el año 15000 a.C. cruzaron un puente terrestre que salvaba lo que luego sería el estrecho de Bering para entrar en América.
De todas formas, todavía existen muchas lagunas en la explicación del tiempo y el patrón de difusión del Homo sapiens sapiens, de modo que los paleoantropólogos son cautos. No les gusta afirmar que los restos fósiles de más de unos 30.000 años de antigüedad son de Homo sapiens sapiens. No obstante, es evidente que, entre hace unos 50.000 años y el final del último período glacial, hacia el 9000 a.C., aparecen por fin abundantes pruebas de seres humanos de tipo moderno. Este período se llama normalmente «Paleolítico Superior». «Paleolítico» es un término que deriva de las palabras griegas que significan «piedras antiguas». Se corresponde, aproximadamente, con el término más familiar de «Edad de Piedra», pero, al igual que otras contribuciones a la caótica terminología de la prehistoria, hay dificultades cuando se emplean tales palabras sin una matización cuidadosa.
Es fácil distinguir entre «Paleolítico Superior» y «Paleolítico Inferior»; la división representa el hecho físico de que las capas superiores de los estratos geológicos son las más recientes y de que, por tanto, los fósiles y los objetos encontrados entre ellas son posteriores a los hallados en niveles inferiores. «Paleolítico Inferior» es, pues, un término que designa una época más antigua que el Superior. Casi todos los objetos del Paleolítico que han perdurado están hechos de piedra; ninguno es de metal, cuya aparición hace posible seguir la terminología empleada por el poeta romano Lucrecio al denominar «Edad del Bronce» y «Edad del Hierro» a las épocas que sucedieron a la Edad de Piedra.
Se trata, desde luego, de etiquetas culturales y tecnológicas; su gran mérito consiste en que dirigen la atención a las actividades del ser humano. En un momento determinado, los útiles y las armas se hacen de piedra, después de bronce y a continuación de hierro. No obstante, esta terminología también tiene sus desventajas. La más evidente es que, dentro de los inmensos lapsos de tiempo en los que los objetos de piedra proporcionan el mejor y más amplio conjunto de pruebas, nos hallamos en su mayor parte ante homínidos. Tenían, en grados variables, algunas características humanas, pero muchas herramientas de piedra no fueron obra de seres humanos. Asimismo, el hecho de que esta terminología tuviera su origen en la arqueología europea ha creado cada vez más dificultades a medida que se acumulaban cada vez más pruebas sobre el resto del mundo que realmente no encajaban. Una última desventaja es que desdibuja distinciones importantes dentro de los períodos incluso en Europa. El resultado ha sido su posterior mejora. Dentro de la Edad de Piedra, los estudiosos han distinguido (en este orden) el Paleolítico Inferior, Medio y Superior, y después el Mesolítico y el Neolítico (el último de los cuales desdibuja la división atribuida por los esquemas anteriores a la llegada de la metalurgia). El período que abarca hasta el final del último período glacial en Europa también recibe a veces el nombre de «Edad de la Piedra Antigua»; otra complicación, porque nos hallamos aquí ante otro principio de clasificación, simplemente el proporcionado por la cronología. El Homo sapiens sapiens aparece en Europa más o menos al comienzo del Paleolítico Superior y es allí donde se ha encontrado la mayor cantidad de restos de esqueletos. En estas pruebas concluyentes es en lo que se ha basado la distinción de la especie.
El clima de la prehistoria humana no fue constante; aunque normalmente era frío, hubo importantes fluctuaciones, entre las que probablemente figuró el intenso comienzo, hace unos 20.000 años, de las condiciones más frías en un millón de años. Tales variaciones climáticas ejercían todavía un gran poder determinante en la evolución de la sociedad. Fue quizá hace 30.000 años cuando hicieron posible que el ser humano llegase por vez primera a América, cruzando desde Asia por algún lugar de la región que hoy es el estrecho de Bering, por un enlace proporcionado por el hielo o, quizá, por la tierra que había quedado al descubierto debido a que los casquetes glaciares retenían gran parte del agua marina y, por tanto, el nivel del mar era muy inferior. Estos seres avanzaron hacia el sur durante miles de años siguiendo a la caza que les había atraído al último continente deshabitado. América fue poblada desde el principio por inmigrantes. Pero los casquetes glaciares también se retiraron, causando enormes transformaciones en las costas, las rutas y los suministros de alimentos. Todo sucedía como había ocurrido desde siempre, pero en esta ocasión con una diferencia decisiva. El ser humano estaba allí. Un nuevo orden de inteligencia estaba disponible para utilizar nuevos y crecientes recursos a fin de hacer frente al cambio del medio. Se había iniciado el paso a la historia, cuando la acción humana consciente para controlar el entorno será cada vez más eficaz.
Los investigadores se han esforzado por clasificar, para este período en Europa, culturas identificadas por sus utensilios. Hablar de paso a la historia podría parecer exagerado en vista de los recursos que poseían los primeros hombres, a juzgar por sus utensilios y sus armas. Pero estos dan idea ya de una inmensa gama de capacidades si los comparamos con los de sus predecesores. Las herramientas básicas del Homo sapiens eran de piedra, pero estaban hechas con fines mucho más precisos que los utensilios anteriores y se elaboraban de manera distinta, desprendiendo lascas de un núcleo cuidadosamente preparado. Su variedad y grado de elaboración son otro signo de la creciente aceleración de la evolución humana. También comenzaron a utilizarse nuevos materiales en el Paleolítico Superior, al añadirse el hueso y el asta a la madera y el sílex de los anteriores talleres de herramientas y armas. Estos materiales proporcionaron nuevas posibilidades de manufactura; la aguja de hueso supuso un gran avance para la confección, y la técnica de extraer lascas por presión permitió a algunos trabajadores especializados conseguir hojas de sílex tan finas y delicadas que no parecían útiles de trabajo. También hizo su aparición el primer material hecho por el hombre, una mezcla de arcilla y hueso triturado. Las armas en particular fueron mejoradas. A finales del Paleolítico Superior, se observa una tendencia a producir pequeños objetos de sílex de formas geométricas regulares que indican la fabricación de puntas de lanza más complejas. En la misma época tuvo lugar la invención y propagación del propulsor o lanzador de dardos, del arco y la flecha y del arpón provisto de lengüetas, utilizados primero para cazar mamíferos y después para capturar peces. Este último aspecto indica una extensión de la caza —y por tanto de los recursos— al agua. Mucho antes de que esto ocurriera, tal vez hace 600.000 años, los homínidos recogían moluscos para alimentarse, en China y sin duda en otros lugares. Al disponer de arpones, y quizá de utensilios más perecederos como redes y sedales, podían explotarse ahora nuevas y más ricas fuentes de alimento acuáticas (algunas creadas por los cambios de temperatura del último período glacial), y esto condujo a éxitos en la caza, posiblemente asociados al desarrollo de los bosques en las fases posglaciales, así como a un conocimiento de los movimientos del reno y de los bóvidos salvajes.
La prueba más extraordinaria y misteriosa de cuantas han sobrevivido a los humanos del Paleolítico Superior es su arte. Es la primera de cuya existencia podemos estar seguros. Es posible que los humanos —o incluso los seres de apariencia humana— de épocas anteriores realizasen figuras arañando en el barro, que se pintarrajearan el cuerpo, que se movieran rítmicamente en la danza o que extendieran flores formando dibujos, pero nada sabemos de tales cosas, porque nada ha perdurado de ellas, si es que alguna vez sucedieron. Alguno de aquellos seres se tomó la molestia de acumular pequeñas cantidades de ocre rojo hace 40.000 o 60.000 años, pero no sabemos con qué fin lo hizo. Se ha señalado que dos muescas en una lápida de Neandertal son las manifestaciones artísticas más antiguas que se han conservado, pero las primeras pruebas abundantes y fehacientes aparecen en Europa hace unos 35.000 años. Después aumentan espectacularmente, hasta que nos hallamos en presencia de un arte consciente cuyos mayores logros técnicos y estéticos aparecen, sin previo aviso ni antecedentes, ya casi maduros. La situación continúa así durante miles de años, hasta que este arte desaparece. Del mismo modo que no tiene antepasados, tampoco deja descendientes, aunque parece haber empleado muchos de los procedimientos básicos de las artes visuales que hoy en día siguen vigentes.
Su aislamiento, tanto en el espacio como en el tiempo, nos hace sospechar que hay algo más por descubrir. En África abundan las cuevas con pinturas y grabados prehistóricos con una antigüedad que se remonta a hace 27.000 años y que continúa hasta finales del siglo XIX, y en Australia se realizaban pinturas rupestres hace al menos 20.000 años. El arte paleolítico no se limita, pues, a Europa, pero lo que se ha descubierto fuera de este continente ha sido estudiado hasta la fecha de modo mucho más intermitente. No sabemos todavía lo suficiente acerca de la datación de las pinturas rupestres en otras partes del mundo, ni tampoco sobre la excepcionalidad de las condiciones que condujeron a la conservación en Europa de objetos que podrían tener su paralelo en otros lugares. Tampoco sabemos qué puede haber desaparecido; existe un amplio campo de posibilidades de lo que podría haberse producido en gestos, sonidos o materiales perecederos que no pueden explorarse. No obstante, el arte de Europa occidental durante el Paleolítico Superior, una vez hechas todas las matizaciones pertinentes, posee un carácter admirable de proporciones colosales y sólidas.
La mayoría de estas muestras de arte primitivo se han encontrado en una zona relativamente reducida del sudoeste de Francia y el norte de España, y son de tres tipos principales: pequeñas figuras (normalmente femeninas) de piedra, hueso u ocasionalmente arcilla, objetos decorados (a menudo utensilios y armas) y pinturas en las paredes y techos de las cuevas. En las cuevas (y en la decoración de los objetos) se da un abrumador predominio de los temas animales. El significado de estos dibujos, sobre todo en las complejas secuencias de las pinturas rupestres, ha intrigado a los estudiosos. Es evidente que muchos de los animales tan concienzudamente observados eran fundamentales para una economía de caza. Asimismo, al menos en las cuevas de Francia, parece ahora sumamente probable que exista un orden consciente en las secuencias en que aparecen representados. Pero avanzar en este razonamiento es todavía muy difícil. Obviamente, el arte en el Paleolítico Superior ha de soportar gran parte de la carga que después asumirá la escritura, pero no está claro todavía cuál puede ser el significado de sus mensajes. Parece verosímil que las pinturas estuvieran relacionadas con la práctica religiosa o mágica; se ha demostrado de modo convincente que las pinturas rupestres de África están relacionadas con la magia y el chamanismo, y la elección de rincones en las cuevas tan aislados y difíciles como los que albergan las pinturas de Europa es en sí misma un firme indicio de que se realizaba algún rito especial cuando se pintaban o contemplaban. (Como es lógico, en estos rincones oscuros era necesario valerse de luz artificial.) Se han querido ver los orígenes de la religión en los enterramientos de Neandertal, y aparecen aún con más fuerza en los de pueblos del Paleolítico Superior, que a menudo son más complejos; aquí, en su arte, hay algo a cuyas inferencias resulta más difícil incluso resistirse. Quizá se trate de los primeros restos que se han conservado de una religión organizada.
El nacimiento, la madurez y la extinción de los primeros logros artísticos del hombre en Europa ocupan un período muy prolongado, del orden de 30.000 años. Hace unos 35.000 años aparecen los objetos decorados y coloreados, en muchos casos de hueso y marfil. Más adelante, unos 15 milenios después, llegamos al arte figurativo, y poco después a la cumbre del logro estético prehistórico: los grandes «santuarios» (así se los ha llamado) rupestres decorados con pinturas e incisiones, con sus cortejos de animales y sus misteriosas formas simbólicas repetidas. Esta fase de apogeo duró unos 5.000 años, un período asombrosamente prolongado para el mantenimiento de un estilo y un contenido tan constantes. Un período tan largo —casi tanto como la historia de la civilización en este planeta— ilustra la lentitud del cambio de la tradición en la Antigüedad y su impermeabilidad a las influencias exteriores. Es posible que esto sea también un indicio del aislamiento geográfico de las culturas prehistóricas. La última fase que se ha distinguido en este arte se remonta en la historia hasta el 9000 a.C.; en ella, el ciervo sustituye cada vez más a los demás animales como motivo pictórico (sin duda como reflejo de la desaparición del reno y del mamut con la retirada de los hielos) antes de que una eclosión final de útiles y armas profusamente decorados ponga fin al gran logro artístico de Europa. En la época siguiente no se produjo nada que se le acercara en magnitud o calidad; los mejores vestigios que han llegado hasta nosotros son unos cuantos guijarros decorados. Hubieron de transcurrir 6.000 años hasta la llegada del siguiente período de gran arte.
A pesar del esplendor de este arte, sabemos poco acerca de su ocaso. La luz nunca pasa de débil en el Paleolítico Superior y oscurece rápidamente, todo ello, obviamente, durante miles de años. No obstante, la impresión dejada por la violencia del contraste entre lo que había antes y lo que llegó después produce una conmoción. Una extinción tan relativamente súbita es un misterio. No disponemos de fechas exactas, ni siquiera de secuencias exactas; nada terminó de un año para otro. Solo hubo un declive gradual de la actividad artística durante un prolongado período que al final parece haber sido absoluto. Algunos estudiosos han culpado al clima. Quizá, afirman, todo el fenómeno del arte rupestre estaba vinculado a los intentos de influir en los desplazamientos o a la abundancia de las grandes manadas de animales de caza de las que dependía la subsistencia de los pueblos de cazadores. A medida que el último período glacial perdía fuerza y el reno se retiraba un poco todos los años, los seres humanos buscaron técnicas nuevas y mágicas para manipularlos, pero gradualmente, a medida que las capas de hielo se retiraban cada vez más, desaparecía un entorno al que habían logrado adaptarse. Y al mismo tiempo desaparecía la esperanza de influir en la naturaleza. El Homo sapiens no estaba indefenso; antes al contrario, podía adaptarse, y así lo hizo, a un nuevo desafío. Pero, durante algún tiempo, una de las consecuencias de la adaptación fue un empobrecimiento cultural, el abandono de su primer arte.
Es fácil ver mucha fantasía en esta especulación, pero difícil contener la emoción que produce un logro tan asombroso. Se ha dicho que las grandes secuencias de cuevas son las «catedrales» del mundo del Paleolítico, y semejantes metáforas están justificadas si el nivel de logro y la magnitud de la obra emprendida se comparan con las pruebas de que disponemos de los triunfos anteriores del hombre. Con el primer gran arte, los homínidos quedan muy atrás y tenemos pruebas inequívocas del poder de la mente humana.
Muchos de los datos que conocemos sobre el Paleolítico Superior confirman la sensación de que los cambios genéticos decisivos están detrás y de que la evolución es ahora un fenómeno mental y social. La distribución de las principales divisiones raciales en el mundo, que se prolongó hasta los comienzos de la época moderna, se ha fijado ya ampliamente al final del Paleolítico Superior. Las divisiones geográficas y climáticas habían producido especializaciones en el Homo sapiens en lo referente a la pigmentación de la piel, las características capilares, la forma del cráneo y la estructura de los huesos de la cara. En los restos más antiguos de Homo sapiens que se han encontrado en China, pueden apreciarse las características mongoloides. Los principales grupos raciales están establecidos en el 10000 a.C., en términos generales, en las zonas que dominaron hasta el gran asentamiento de las razas caucasianas (que fue uno de los aspectos del ascenso de la civilización europea al dominio del mundo a partir del año 1500). El mundo se estaba llenando durante la Edad de la Piedra Antigua. El hombre penetró por fin en los continentes vírgenes. Pueblos mongoloides se extendieron por América y llegaron a Patagonia antes del 6000 a.C. Unos 20.000 años antes, los seres humanos se habían extendido por Australia, tras llegar al continente por una combinación de viajes marítimos en los que se desplazaban de isla en isla y de los puentes terrestres que desaparecieron tiempo después. El Homo sapiens ya era aventurero al final del último período glacial y, al parecer, solo la Antártida se resistió a su llegada y asentamiento (un logro para el que habría que esperar hasta el año 1895 de nuestra era).
El mundo del Paleolítico Superior seguía siendo un lugar muy vacío. Los cálculos indican que 20.000 seres humanos vivían en Francia en la época de Neandertal, y posiblemente 50.000 hace 20 milenios. Es probable que entonces hubiera en todo el mundo unos 10 millones de seres humanos. «Un desierto humano rebosante de caza», lo ha llamado un estudioso. Aquellos seres vivían de la caza y la recolección, y para alimentar a una familia era necesaria una gran extensión de tierra.
Por muy cuestionables que tales cifras pueden ser, si se admite que son de este orden de magnitud no es difícil entender que siguen significando un cambio cultural muy lento. Pero, por muy acelerado que pueda parecer el avance del hombre en la Edad de la Piedra Antigua y por mucho más versátil que se esté volviendo, todavía requiere miles de años transmitir sus enseñanzas a través de las barreras de la geografía y la división social. Al fin y al cabo, un hombre podía vivir toda su vida sin conocer jamás a ningún individuo perteneciente a otro grupo o tribu, y mucho menos a otra cultura. Las divisiones que ya existían entre los diferentes grupos de Homo sapiens abren una época histórica cuya tendencia se dirigía íntegramente hacia la distinción cultural, cuando no al aislamiento, de un grupo respecto de otro, y esta inclinación aumentó la variedad humana hasta que fue invertida por las fuerzas técnicas y políticas en tiempos muy recientes.
En cuanto a los grupos en los que vivía el ser humano del Paleolítico Superior, es mucho lo que aún queda por saber. Lo que está claro es que eran más grandes que los de épocas anteriores y también más sedentarios. Los restos más antiguos de construcciones pertenecen a los cazadores del Paleolítico Superior que habitaban en lo que hoy son la República Checa, Eslovaquia y el sur de Rusia. Hacia el año 10000 a.C., en ciertas zonas de Francia, algunos conjuntos de construcciones parecen haber alojado a entre 400 y 600 personas, pero, a juzgar por el registro arqueológico, esto no era lo habitual. Así pues, es probable que existiera algo parecido a la tribu, aunque es prácticamente imposible hablar acerca de su organización y sus jerarquías. Lo único que está claro es que la especialización en función del sexo continuó en la Edad de la Piedra Antigua, a medida que la caza se volvía más compleja y sus destrezas, más exigentes, y que los asentamientos proporcionaban nuevas posibilidades de recolección de plantas por parte de las mujeres.
No obstante, por muy imprecisa que sea su imagen la Tierra al final de la Edad de la Piedra Antigua resulta familiar ante nuestros ojos en algunos aspectos importantes. Todavía debían tener lugar algunos cambios geológicos (el canal de la Mancha no hizo su aparición definitiva hasta más o menos el año 7000 a.C., por ejemplo), pero hemos vivido en un período de relativa estabilidad topográfica que ha conservado las principales formas del mundo de hacia el año 9000 a.C. Ese mundo era ya con firmeza el mundo del hombre. Gracias a la adquisición de sus propias habilidades para la fabricación de útiles, al uso de materiales naturales para construir refugios, a la domesticación del fuego, a la caza y al aprovechamiento de otros animales, los descendientes de los primates que bajaron de los árboles habían alcanzado hacía tiempo un grado importante de independencia de los ritmos de la naturaleza. Esto les había llevado a un nivel de organización social lo bastante elevado como para acometer importantes obras cooperativas. Sus necesidades habían provocado la diferenciación económica entre los sexos. La lucha con estos y otros problemas materiales había conducido a la transmisión de ideas a través del habla, a la invención de prácticas e ideas rituales que se hallan en las raíces de la religión y, finalmente, a un gran arte. Se ha llegado a afirmar que el ser humano del Paleolítico Superior tenía un calendario lunar. Los humanos que dejan la prehistoria son ya seres conceptualizadores, dotados de intelecto y de la facultad de objetivar y abstraer. Es muy difícil no creer que es esta nueva fuerza la que explica la capacidad del ser humano para dar el último y mayor paso en la prehistoria: la invención de la agricultura.