1

Los cimientos

Las raíces de la historia se hallan en el pasado prehumano, un tiempo cuya extensión resulta difícil de calibrar, aunque es importante hacerlo. Si pensamos que un siglo de nuestro calendario es un minuto de un gran reloj que registra el paso del tiempo, los europeos blancos comenzaron a establecerse en América hace solo cinco minutos, y el cristianismo había nacido algo menos de quince minutos antes. Hace algo más de una hora, se asentó en el sur de Mesopotamia un pueblo que pronto creó la primera civilización que conocemos. Este hecho se encuentra ya mucho más allá del margen más extremo del registro escrito; según nuestro reloj, el ser humano también comenzó a poner por escrito los hechos sucedidos en el pasado hace mucho menos de una hora. Seis o siete horas más atrás en nuestra escala, y mucho más remotos, podemos distinguir a los primeros seres humanos reconocibles, de un tipo fisiológico moderno, ya establecidos en Europa occidental. Tras ellos, entre dos y tres semanas antes, aparecieron las primeras huellas de seres con algunas características semejantes a las humanas cuya contribución a la evolución posterior continúa siendo objeto de debate.

Es discutible hasta dónde es preciso seguir adentrándose en una oscuridad creciente para comprender los orígenes del ser humano, pero merece la pena considerar por un instante períodos aún mayores, simplemente por lo mucho que sucedió en ellos, pues, aunque no podamos decir nada muy preciso al respecto, determinaron los acontecimientos que siguieron. Esto es así porque el hombre llevó consigo hasta los tiempos históricos ciertas posibilidades y limitaciones que se consolidaron hace tiempo, en un pasado aún más remoto que el período mucho más breve —hace unos 4,5 millones de años— en el que se tiene constancia de que existían seres que podían reivindicar al menos ciertas cualidades humanas. Aunque no nos incumbe directamente, debemos tratar de comprender qué había en el bagaje de ventajas y desventajas que permitió al ser humano ser el único primate que surgió después de estos enormes lapsos temporales como hacedor del cambio. Prácticamente toda la formación física y gran parte de la psíquica que seguimos dando por supuestas estaban determinadas por entonces, fijadas en el sentido de que unas posibilidades fueron excluidas y otras no. El proceso decisivo es la evolución de seres con apariencia humana como una rama diferenciada entre los primates, pues es en esta bifurcación de la línea, por decirlo así, donde comenzamos a estar atentos para encontrar la estación en la que descendemos para abordar la historia. Es aquí donde podemos confiar en encontrar los primeros signos de esa repercusión decidida y consciente en el entorno que señala la primera etapa del logro humano.

La base del relato es la Tierra misma. Los cambios registrados en los fósiles de la flora y la fauna, en las formas geográficas y los estratos geológicos, narran un drama de magnitud épica que dura cientos de millones de años, durante los cuales la forma del mundo cambió hasta hacerse irreconocible en muchas ocasiones. Grandes fallas se abrieron y cerraron en su superficie, y los litorales se elevaron y descendieron; a veces, extensas zonas quedaban cubiertas por una vegetación desaparecida tiempo atrás. Muchas especies vegetales y animales surgieron y proliferaron. La mayoría se extinguieron. Pero estos acontecimientos «espectaculares» sucedieron con una lentitud poco menos que inimaginable. Algunos duraron millones de años, e incluso los más rápidos se prolongaron durante siglos. Los seres que vivían mientras tenían lugar no pudieron percibirlos más de lo que una mariposa del siglo XXI, en sus aproximadamente tres semanas de vida, siente el ritmo de las estaciones. Pero la Tierra fue tomando forma como una serie de hábitats que permitían sobrevivir a diferentes variedades. Mientras tanto, la evolución biológica avanzaba poco a poco, con una lentitud casi inconcebible.

El clima fue el primer gran regulador del cambio. Hace unos 40 millones de años —un momento suficientemente temprano para comenzar a afrontar nuestro relato—, una larga fase climática templada comenzó a llegar a su término. Había favorecido a los grandes reptiles, y en su transcurso, la Antártida se había separado de Australia. No había por entonces grandes bancos de hielo en ninguna parte del planeta. A medida que el mundo se enfriaba y las nuevas condiciones climáticas restringían su hábitat, los grandes reptiles desaparecieron (aunque algunos autores afirman que otros factores distintos del cambio medioambiental desempeñaron un papel decisivo). Sin embargo, las nuevas condiciones eran adecuadas para otras especies animales que ya existían, entre ellas algunos mamíferos cuyos minúsculos antepasados habían aparecido más o menos 200 millones de años antes. Ahora heredaron la Tierra, o una parte considerable de ella. Con muchas interrupciones en la secuencia y accidentes de selección en el camino, estas especies evolucionaron hasta convertirse en los mamíferos que ocupan hoy nuestro mundo, incluidos nosotros mismos.

Resumiendo grosso modo, las líneas principales de esta evolución estuvieron determinadas probablemente por ciclos astronómicos durante millones de años. A medida que la posición de la Tierra cambiaba en relación con el Sol, también cambiaba el clima. Aparece un modelo de oscilaciones fuertes y reiteradas de la temperatura. Los extremos resultantes, de enfriamiento climático por una parte y de aridez por otra, cercenaron algunas posibles líneas de desarrollo. A la inversa, en otras épocas, y en ciertos lugares, la presencia de unas condiciones suficientemente benignas permitió a ciertas especies prosperar y alentó su propagación a nuevos hábitats. La única subdivisión importante de este proceso de duración inmensa que nos concierne llegó en tiempos muy recientes (en términos prehistóricos), hace algo menos de 4 millones de años. Comenzó entonces un período de cambios climáticos que, a nuestro entender, fueron más rápidos y violentos que los observados en épocas anteriores. El término «rápido», debemos recordar una vez más, es relativo, pues estos cambios requirieron decenas de miles de años. Semejante ritmo de cambio, sin embargo, parece muy distinto de los millones de años de condiciones mucho más constantes que predominaban en el pasado.

Los estudiosos hablan desde hace tiempo de «períodos glaciales», de una duración comprendida entre 50.000 y 100.000 años cada uno, que cubrían extensas zonas del hemisferio septentrional (incluidas gran parte de Europa y América del Norte, hasta donde hoy se halla la ciudad de Nueva York) con grandes placas de hielo, a veces de dos kilómetros de grosor. Se han distinguido ya entre diecisiete y diecinueve (el número exacto es objeto de debate) de tales «glaciaciones» desde el comienzo de la primera, hace más de 3 millones de años. Vivimos en un período cálido que siguió a la más reciente, que terminó hace unos 10.000 años. Los datos que poseemos actualmente sobre estas glaciaciones y sus efectos en todos los océanos y continentes representan la columna vertebral de la cronología prehistórica. Con la escala externa que nos proporcionan los períodos glaciales podemos relacionar las claves que poseemos sobre la evolución de la humanidad.

Los períodos glaciales permiten entender con facilidad cómo el clima determinó la vida y su evolución en la época prehistórica, pero hacer hincapié en sus grandiosas repercusiones directas es engañoso. Es indudable que la lenta aparición del hielo fue decisiva y a menudo catastrófica para cuanto se encontraba en su camino. Muchos de nosotros seguimos viviendo en paisajes configurados por las erosiones y horadaciones que se produjeron hace miles de siglos. Las grandes inundaciones que seguían a la retirada de los hielos cuando estos se fundían también debieron de tener efectos locales catastróficos, destruyendo los hábitats de seres que se habían adaptado al desafío planteado por las condiciones árticas. Pero también crearon nuevas oportunidades. Después de cada glaciación, nuevas especies se propagaron a las zonas dejadas al descubierto por el deshielo. Pero, al margen de las regiones directamente afectadas, los efectos de las glaciaciones podrían haber sido más importantes si cabe para la historia global de la evolución. Tras el enfriamiento y el calentamiento, tenían lugar cambios en el entorno a miles de kilómetros de distancia del lugar donde se encontraba el hielo, y los resultados tuvieron su propia fuerza determinante. La aridificación y la expansión de los pastos, por ejemplo, modificaron las posibilidades de propagación que tenían las especies existentes. Algunas de estas especies forman parte de la historia evolutiva humana, y las etapas más importantes de esa evolución observadas ahora se han localizado en África, lejos de las placas de hielo.

El clima continúa siendo muy importante hoy en día, como puede comprobarse mediante la observación de las catástrofes causadas por las sequías. Pero tales efectos, aun cuando afectan a millones de personas, no son tan fundamentales como la lenta transformación de la geografía básica del mundo y la modificación en los suministros de alimentos que el clima causó en la época prehistórica. Hasta épocas muy recientes, el clima ha determinado dónde y cómo vivían los seres humanos. Hizo que la técnica fuera muy importante (y aún lo es); la posesión en aquellos tiempos de habilidades como la pesca o la capacidad de encender fuego podía significar el acceso a nuevos entornos para las afortunadas ramas de la familia humana que estaban en poder de tales destrezas, o que eran capaces de descubrirlas y aprenderlas. Diferentes posibilidades de recolectar alimentos en hábitats diferentes significaban posibilidades diferentes de una dieta variada y, finalmente, de avanzar de la recolección a la caza y, después, de la caza al cultivo. Pero mucho antes de los períodos glaciales, e incluso antes de la aparición de los seres a partir de los cuales evolucionarían los humanos, el clima preparaba el terreno para el género humano y configuraba de ese modo, mediante la selección, la herencia genética final del hombre.

Es útil volver la vista atrás una vez más antes de zambullirnos en las aguas todavía superficiales (aunque gradualmente más profundas) de las pruebas. Hace unos 55 millones de años, los mamíferos primitivos eran de dos clases principales. Una, semejantes a los roedores, permaneció en el suelo, y la otra se subió a los árboles. De este modo, la competencia de las dos familias por los recursos se atenuó, y los linajes de cada una de ellas sobrevivieron para poblar el mundo con los seres que hoy conocemos. El segundo grupo estaba formado por los prosimios. Nosotros somos uno de sus descendientes, pues ellos fueron los antepasados de los primeros primates.

Lo mejor es no dejarse impresionar demasiado por lo que se dice sobre nuestros «antepasados», salvo en el sentido más general. Entre los prosimios y nosotros median millones de generaciones y muchos callejones evolutivos sin salida. Es importante, sin embargo, el hecho de que nuestros antepasados más remotos identificables vivieran en los árboles, porque las especies genéticas que sobrevivieron en la fase siguiente de la evolución fueron las que estaban mejor adaptadas a las incertidumbres especiales y los desafíos accidentales del bosque. Aquel entorno primó la capacidad de aprender. Sobrevivieron aquellos cuya herencia genética pudo responder y adaptarse a los sorprendentes e inopinados peligros de la intensa sombra, las confusas pautas visuales, los asideros poco fiables. Las especies propensas a los accidentes en tales condiciones se extinguieron. Entre las que prosperaron (desde el punto de vista genético) había algunas especies provistas de largos apéndices que se transformarían en dedos y, finalmente, en el pulgar oponible, así como otros precursores de los simios ya embarcados en una evolución hacia la visión tridimensional y la disminución de la importancia del sentido del olfato.

Los prosimios eran unos animales pequeños. Todavía existen musarañas arborícolas que nos permiten hacernos una idea de su aspecto; estaban lejos de ser monos, y todavía más de ser humanos, pero durante millones de años portaron los rasgos que hicieron posible el género humano. Durante este tiempo, la geografía fue un factor muy importante en su evolución, imponiendo límites al contacto entre diferentes especies, a veces aislándolas efectivamente y aumentando de ese modo la diferenciación. Los cambios no sucederían rápidamente, sino que es probable que las fragmentaciones del entorno causadas por las alteraciones geográficas condujesen al aislamiento de zonas en las que, poco a poco, aparecieron los antepasados reconocibles de muchos mamíferos modernos. Entre ellos se cuentan los primeros monos comunes y los antropoides, cuyo origen no parece remontarse a más allá de unos 35 millones de años.

Los monos y los antropoides representan un gran avance evolutivo. Ambas familias tenían una destreza manipulativa muy superior a la de sus predecesores. Dentro de ellas comenzaron a evolucionar especies diferenciadas en cuanto al tamaño o las dotes acrobáticas. La evolución fisiológica y psicológica desdibuja tales asuntos. Al igual que el desarrollo de una visión mejor y estereoscópica, el incremento de la capacidad de manipulación parece suponer un aumento en la conciencia. Es posible que algunas de estas criaturas pudieran distinguir diferentes colores. El cerebro de los primeros primates era ya mucho más complejo que el de cualquiera de sus predecesores, y también más grande. En algún lugar, el cerebro de una o más de estas especies alcanzaba una gran complejidad y sus capacidades físicas, un grado de desarrollo suficiente como para que el animal cruzase la línea en la que el mundo como masa de sensaciones no diferenciadas se convertía, al menos en parte, de un mundo de objetos. Cuando quiera que esto sucediera, fue un paso decisivo hacia el dominio del mundo, en vez de reaccionar automáticamente ante él.

Hace entre 25 y 30 millones de años, cuando la desecación comenzó a reducir la superficie boscosa, la competencia por unos recursos forestales menguantes se intensificó. El desafío y la oportunidad medioambientales aparecieron en los lugares donde confluían los bosques y los pastos. Algunos primates carentes del poder necesario para conservar sus bosques originarios fueron capaces, gracias a alguna cualidad genética, de penetrar en las sabanas en busca de alimento y pudieron hacer frente al desafío y aprovechar las oportunidades. Quizá su postura y sus movimientos fueron ligeramente más parecidos a los del ser humano que, por ejemplo, a los del gorila o el chimpancé. La postura erguida y la capacidad de desplazarse fácilmente sobre dos extremidades hicieron posible transportar cargas, entre ellas los alimentos. Entonces fue posible explorar la peligrosa sabana abierta y retirar de ella sus recursos hasta una base doméstica más segura. La mayoría de los animales consumen su alimento en el mismo lugar donde lo encuentran, mientras que el ser humano no actúa así; ¿cuándo dejaron de hacerlo sus antepasados? La libertad de utilizar las extremidades superiores con fines distintos de la locomoción o la lucha también sugiere otras posibilidades. No sabemos cuál fue la primera «herramienta», pero se ha observado a otros primates distintos del ser humano coger los objetos que encuentran y esgrimirlos a modo de arma disuasoria, utilizarlos como armas o investigar y descubrir con su ayuda posibles fuentes de alimento.

El paso siguiente en el razonamiento es gigantesco, pues nos lleva a la primera visión de un miembro de la familia biológica a la que pertenecen tanto el ser humano como los grandes antropoides. Las pruebas son fragmentarias, pero indican que hace 15 o 16 millones de años una especie se había extendido con éxito por África, Europa y Asia. Es probable que fuera arborícola, y los ejemplares no eran muy grandes puesto que su peso debía de rondar los veinte kilos. Lamentablemente, la naturaleza de las pruebas la dejan aislada en el tiempo. No tenemos ningún conocimiento directo de sus antepasados o descendientes inmediatos, pero en el camino de la evolución de los primates había tenido lugar alguna bifurcación. Mientras una rama conducía a los grandes simios y chimpancés, la otra llevaba al ser humano. Los miembros de este linaje han recibido el nombre de «homínidos». Pero los primeros fósiles de homínido (encontrados en Kenia y Etiopía) solo datan de hace entre 4,5 y 5 millones de años, de tal modo que el registro no está claro durante más o menos 10 millones de años. En ese período, los grandes cambios geológicos y geográficos debieron de favorecer y frustrar muchas pautas evolutivas nuevas.

Los primeros fósiles homínidos que se conservan pertenecen a una especie que podría ser o no la antecesora de los pequeños homínidos que con el tiempo emergieron en una amplia zona del este y sudeste de África después de este enorme período de cambios. Pertenecen a la familia que ahora conocemos como «australopitecos». Los fósiles más antiguos que se han identificado con este género tienen más de 4 millones de años, pero es probable que el cráneo completo y el esqueleto casi completo más antiguos encontrados cerca de Johannesburgo en 1998 sean por lo menos medio millón de años más «jóvenes». Así, no estarían muy alejados (salvando generosos lapsos de tiempo y permitiéndonos la aproximación propia de la cronología prehistórica) de la fecha adjudicada a «Lucy», hasta ese momento el especimen de Australopithecus más completo que se había encontrado (en Etiopía). Las pruebas de otras especies de australopitecos (o «australopitecinos», como también se les llama), encontradas en lugares tan distantes como Kenia y Transvaal, pueden datarse en diversos períodos en el transcurso de los 2 millones de años siguientes, y han tenido una repercusión extraordinaria en el pensamiento arqueológico. Desde 1970, gracias a los descubrimientos efectuados en relación con los australopitecos, se han añadido unos 3 millones de años al período en el que se desarrolla la búsqueda de los orígenes del hombre. Todavía están rodeados de gran incertidumbre y vivos debates, pero si la especie humana tiene un antepasado común, parece sumamente probable que perteneciera a una especie de este género. Pero es con el Australopithecus y con los que, a falta de un término mejor, debemos llamar sus «contemporáneos», con los que aparecen por vez primera en toda su complejidad las dificultades a la hora de distinguir entre monos, antropoides y otros seres dotados de algunas características humanas. En cierto modo, las preguntas suscitadas siguen siendo cada vez más difíciles de responder. No ha aparecido ninguna panorámica sencilla y única, y los descubrimientos continúan.

La mayoría de las pruebas disponibles corresponden al australopiteco, pero este llegó a ser contemporáneo de algunas especies de australopitecinos, seres distintos, más antropomorfos, a los que se ha dado el nombre genérico de Homo. El Homo estaba emparentado sin duda con el australopiteco, pero apareció por primera vez, claramente identificable como especie diferenciada, hace unos 2 millones de años en ciertos lugares de África; la antigüedad de unos restos atribuidos a una de sus especies, sin embargo, ha sido calculada mediante la radiactividad en aproximadamente 1,5 millones de años más. Para agravar la confusión, recientemente han aparecido cerca del lago Turkana, en el norte de Kenia, los restos de un homínido más grande. Con una estatura aproximada de 150 centímetros y un cerebro cuyo tamaño duplica al del chimpancé moderno, ha recibido el poco airoso nombre de «hombre 1470», por ser este el número asignado a sus restos en el catálogo del museo de Kenia donde se encuentran.

En un terreno en el que los especialistas discrepan y quizá continúen discutiendo acerca de unas pruebas tan fragmentarias como las que tenemos (todo lo que queda de hace más o menos 2 millones de años de vida de los homínidos podría extenderse sobre una mesa grande), lo mejor que pueden hacer los profanos es no dogmatizar. Es evidente, sin embargo, que podemos estar bastante seguros por lo que se refiere al grado en que algunas características observables posteriormente en el ser humano existían ya hace más de 2 millones de años. Sabemos, por ejemplo, que los australopitecos, aun siendo más pequeños que los humanos modernos, tenían los huesos de las extremidades inferiores y los pies de apariencia más humana que simiesca. Andaban erguidos y podían correr y transportar cargas durante largas distancias, mientras que los monos no podían. Sus manos mostraban un aplanamiento en las yemas de los dedos que es característico de los del ser humano. Se trata de etapas muy avanzadas en el camino del físico humano, aunque el origen real de nuestra especie se encuentre en otra rama del árbol de los homínidos.

Es a los primeros miembros del género Homo (a veces distinguidos con el nombre de Homo habilis) a quienes debemos nuestros primeros restos de utensilios. El uso de útiles no es privativo del ser humano, pero desde hace mucho tiempo se piensa que la fabricación de útiles es una característica humana. Se trata de un gran avance para conseguir el sustento a partir del entorno. Los útiles encontrados en Etiopía son los más antiguos de que disponemos (2,5 millones de años, aproximadamente), y consisten en piedras toscamente talladas desprendiendo lascas de los guijarros para formar una parte cortante. Los guijarros fueron transportados de manera deliberada y quizá selectiva hasta el lugar donde fueron preparados. La creación consciente de utensilios había comenzado. Simples hachas de guijarro del mismo tipo, pertenecientes a épocas posteriores, aparecen en todo el Viejo Mundo prehistórico; hace más o menos un millón de años, por ejemplo, se utilizaban en el valle del Jordán. En África comienza, pues, el flujo de lo que resultaría el mayor conjunto de pruebas acerca de la prehistoria del ser humano y sus precursores, que ha proporcionado la mayor parte de la información sobre el hombre prehistórico, su distribución y sus culturas. Un yacimiento situado en la garganta de Olduvai, en Tanzania, ha proporcionado los vestigios de la primera construcción identificada, un cortavientos de piedras cuya antigüedad se ha calculado en 1,9 millones de años, así como pruebas de que sus habitantes eran carnívoros, en forma de huesos aplastados para sacar el tuétano y los sesos y comerlos crudos.

Olduvai induce a formular una especulación tentadora. El transporte de piedras y carne al yacimiento se une a otras pruebas para indicar que los hijos de los homínidos primitivos no podían permanecer asidos fácilmente a su madre durante las largas expediciones en busca de comida, como hacen las crías de otros primates. Podría darse el caso de que este fuera el primer vestigio de la institución humana de la base doméstica. Entre los primates, el ser humano es el único que dispone de ellas: lugares donde permanecen las hembras y los niños mientras los machos buscan comida para llevársela. Este tipo de base también prefigura, si bien de forma un tanto difusa, la diferenciación sexual de los papeles económicos. Podría registrar incluso el logro ya alcanzado de cierto grado de previsión y planificación, por cuanto la comida no era devorada para satisfacer el apetito inmediato en el lugar donde se encontraba (como hacen la mayoría de los primates), sino que se reservaba para el consumo familiar en un lugar distinto. Si existía la caza, como actividad diferenciada del carroñeo, es otra cuestión, pero en Olduvai se consumía carne de grandes animales en épocas muy tempranas.

Sin embargo, unas pruebas tan fascinantes solo proporcionan islas minúsculas y aisladas de datos comprobados. No puede darse por supuesto que los yacimientos de África oriental fuesen necesariamente típicos de los que albergaron e hicieron posible el nacimiento del género humano; solo conocemos su existencia porque las condiciones reinantes en esos lugares han permitido la supervivencia y el posterior descubrimiento de restos de homínidos primitivos. Tampoco podemos estar seguros, aunque las pruebas puedan inducir a pensar lo contrario, de que ninguno de estos sea un antepasado directo del hombre; podría suceder que todos fueran únicamente precursores. Lo que puede decirse es que estos seres muestran una notable eficacia evolutiva del modo creativo que asociamos al ser humano, y sugieren la inutilidad de categorías como la de hombre mono (o mono hombre), así como también que pocos estudiosos estarían dispuestos ahora a afirmar categóricamente que no descendemos directamente del Homo habilis, la primera especie identificada con el uso de útiles.

También es fácil creer que la invención de la base doméstica hizo más fácil la supervivencia biológica, al hacer posibles unos breves períodos de descanso y recuperación de los peligros representados por las enfermedades y los accidentes, eludiendo de ese modo, por corto que fuera, el proceso de evolución mediante la selección física. Junto con sus otras ventajas, esto podría ayudar a explicar cómo ejemplares del género Homo pudieron dejar huellas de sí mismos en la mayor parte del mundo, con la excepción de América y Australasia, en el millón de años siguiente. Pero no sabemos con certeza si esto se debió a la propagación de una sola estirpe, o porque seres semejantes evolucionaron en diferentes lugares. La opinión más aceptada afirma, sin embargo, que la fabricación de utensilios fue llevada a Asia y la India (y quizá a Europa) por emigrantes originarios de África oriental. El asentamiento y la supervivencia de estos homínidos en tantos lugares distintos deben de demostrar una capacidad superior para lidiar con unas condiciones cambiantes, pero al final no sabemos cuál fue el secreto relativo al comportamiento que súbitamente (hablando una vez más en términos de tiempo histórico) liberó esa capacidad y les permitió propagarse por las masas terrestres de África y Asia. Ningún otro mamífero se estableció de modo tan amplio y con tal éxito antes de nuestra propia rama de la familia humana, que finalmente ocupó todo el planeta salvo la Antártida, un logro biológico excepcional.

El siguiente paso claro en la evolución humana es nada menos que una revolución en el físico. Después de una divergencia entre los homínidos y los seres más simiescos, que podría haber tenido lugar hace más de 4 millones de años, hubieron de transcurrir al menos 2 millones de años para que el cerebro de una familia de homínidos duplicase en tamaño al del australopiteco. Una de las etapas más importantes de este proceso y algunas de las más decisivas en la evolución del ser humano habían sido alcanzadas ya en una especie llamada Homo erectus, que existía de modo generalizado y próspero hace 250.000 años. Para entonces, existía ya desde hacía al menos 500.000 años y quizá más aún (el ejemplar más antiguo identificado hasta la fecha podría tener 1,5 millones de años). Es decir, la existencia de esta especie duró mucho más de lo que ha durado (hasta ahora) la del Homo sapiens, la rama de los homínidos a la que pertenecemos. Una vez más, muchos indicios apuntan a un origen africano y a una posterior difusión por Europa y Asia (donde el Homo erectus fue encontrado por vez primera). Además de los fósiles, hay un utensilio especial que ayuda a trazar el mapa de la distribución de la nueva especie, pues define tanto las zonas donde el Homo erectus se propagó como aquellas a donde no llegó. Se trata de la llamada «hacha de mano» de piedra, cuyo uso principal parece haber sido el desollamiento y descuartizamiento de animales de gran tamaño (su uso como hacha parece improbable, pero el nombre se ha consolidado). El éxito del Homo erectus como producto genético es indudable.

Cuando terminamos con el Homo erectus, no hay ninguna línea divisoria precisa (nunca la hay en la prehistoria humana, hecho muy fácil de olvidar o de pasar por alto), sino que nos hallamos ya ante un ser que ha añadido a la postura erguida de sus predecesores un cerebro del mismo orden de magnitud que el del hombre moderno. Aunque nuestros conocimientos acerca de la organización del cerebro son todavía escasos, existe, al observar el tamaño del cuerpo, una correlación aproximada entre el tamaño y la inteligencia. Es razonable, pues, atribuir una gran importancia a la selección de las estirpes con cerebros más grandes y considerar este aspecto como un enorme avance en la historia de la lenta acumulación de características humanas.

Un cerebro más grande significaba también un cráneo más grande y otros cambios. El aumento del tamaño prenatal requiere cambios en la pelvis de la hembra para permitir el nacimiento de unas crías con la cabeza más grande, y otra consecuencia era un período más prolongado de crecimiento después del nacimiento; la evolución fisiológica de la hembra no era suficiente para proporcionar un espacio prenatal hasta un momento cercano a la madurez física. Las crías humanas necesitan cuidados maternos hasta mucho después de su nacimiento. La prolongación de la infancia y la inmadurez, a su vez, suponen una prolongación de la dependencia; debe transcurrir mucho tiempo hasta que esos niños puedan recoger por sí solos su alimento. Es posible que con el nacimiento del Homo erectus comenzase la larga ampliación del período de inmadurez, cuya manifestación más reciente es el mantenimiento de los jóvenes por la sociedad durante los largos períodos de enseñanza superior.

El cambio biológico también significó que el cuidado y la crianza adquirieron poco a poco más importancia que las grandes camadas a la hora de asegurar la supervivencia de la especie. Esto, a su vez, implicó una nueva y más acusada diferenciación en los papeles de los sexos. Las hembras quedaban mucho más inmovilizadas por la maternidad, en una época en que las técnicas de recolección de alimentos parecen haber adquirido un grado mayor de complejidad y exigido una actuación cooperativa ardua y prolongada de los machos, quizá porque unos seres más grandes necesitaban más y mejores alimentos. También desde el punto de vista psicológico, el cambio debió de ser significativo. El nuevo énfasis en el individuo es concomitante con la prolongación de la infancia. Quizá se intensificó debido a una situación social en la que la importancia del aprendizaje y de la memoria era cada vez mayor y las habilidades, más complejas. Más o menos en este punto, la mecánica de los progresos comienza a escapársenos de las manos (si es que en realidad estuvo alguna vez en ellas). Nos hallamos cerca de la zona en que la programación genética de los homínidos es transgredida por el aprendizaje. Este es el comienzo del gran cambio desde la dotación física natural a la tradición y la cultura —y, finalmente, al control consciente— como selectores evolutivos, aunque es posible que nunca sepamos con precisión dónde tiene lugar este cambio.

Otro cambio fisiológico importante es la pérdida del estro por las hembras de homínido. No sabemos cuándo se produjo este cambio, pero, a partir del momento en que tuviera lugar, el ritmo sexual de las hembras de la especie presentó importantes diferencias con respecto al de otros animales. El ser humano es el único animal en el que el mecanismo del estro (la restricción del atractivo y de la receptividad de la hembra a períodos limitados en los que está en celo) ha desaparecido por completo. Es fácil entender la relación evolutiva entre este fenómeno y la prolongación de la infancia: si los homínidos hembras hubieran experimentado la alteración violenta de la rutina que el estro impone, sus crías habrían quedado expuestas periódicamente a un abandono que habría hecho imposible su supervivencia. Así pues, la selección de un linaje genético que prescindía del estro fue fundamental para la supervivencia de la especie; ese linaje debía de estar disponible, aunque el proceso en el que surgió podría haber durado un millón o 1,5 millones de años, porque no puede haberse llevado a cabo conscientemente.

Este cambio tiene indudablemente unas repercusiones radicales. El aumento del atractivo y de la receptividad de las hembras para los machos hace que la elección individual sea mucho más importante en el emparejamiento. La selección de pareja está menos determinada por el ritmo de la naturaleza; nos hallamos en el comienzo de un camino muy oscuro y largo que conduce indefectiblemente a la idea del amor sexual. Junto con la prolongada dependencia de las crías, las nuevas posibilidades de selección individual apuntan también hacia la futura unidad familiar estable y duradera compuesta por el padre, la madre y las crías, una institución exclusiva del género humano. Existen también opiniones respecto a que los tabúes del incesto (que son, en la práctica, poco menos que universales, por mucho que pueda variar la identificación precisa de las relaciones prohibidas) tuvieron su origen en el reconocimiento de los peligros que representaban los machos jóvenes, socialmente inmaduros pero sexualmente adultos, durante los prolongados períodos en que se hallaban en estrecha relación con unas hembras siempre potencialmente receptivas desde el punto de vista sexual.

En cuestiones sexuales, lo mejor es ser siempre prudentes. Las pruebas solo pueden hacernos avanzar un pequeño trecho. Además, corresponden a un arco temporal muy amplio; se han identificado ejemplos de Homo erectus activos desde hace al menos 1,5 millones de años, y han seguido apareciendo pruebas de su supervivencia durante más o menos un millón de años más. Este inmenso período habría dado tiempo para una considerable evolución física, psicológica y tecnológica. Las formas más antiguas de Homo erectus podrían no guardar grandes semejanzas con las últimas, algunas de las cuales han sido clasificadas por algunos científicos como formas arcaicas de la siguiente etapa evolutiva del linaje de los homínidos. Pero todas las reflexiones respaldan la hipótesis general según la cual los cambios observables en los homínidos, mientras el Homo erectus ocupa el centro de nuestro escenario, fueron especialmente importantes para definir los arcos dentro de los que evolucionaría la humanidad. Esta especie tenía la capacidad sin precedentes de manipular su entorno, por muy débil que pueda parecernos su arraigo en él. Además de las hachas de mano que hacen posible la observación de sus tradiciones culturales, formas tardías de Homo erectus dejaron las huellas más antiguas que han perdurado de viviendas construidas (cabañas, a veces de quince metros de longitud, construidas con ramas, con suelos de losas de piedra o pieles), las primeras maderas talladas, la primera lanza y el primer recipiente, un cuenco de madera. La creación a tal escala apunta con fuerza a un nuevo nivel de mentalidad, a una concepción del objeto formado antes del comienzo de la manufactura, y quizá a una idea de proceso. Algunas argumentaciones han ido mucho más lejos. En la repetición de formas sencillas, como triángulos, elipses y óvalos, en las ingentes cantidades de ejemplos de útiles de piedra, se ha distinguido un gran cuidado en producir formas regulares que no parece estar en proporción con ningún aumento de la eficiencia que podría haberse logrado. ¿Puede distinguirse en esto quizá el primer y minúsculo atisbo de sentido estético?

El mayor avance técnico y cultural de la prehistoria tuvo lugar cuando algunas de estas criaturas aprendieron a dominar el fuego. Hasta tiempos recientes, las pruebas más antiguas de su uso habían sido encontradas en China, y databan probablemente de hace entre 300.000 y 500.000 años. Pero descubrimientos muy recientes en el Transvaal han proporcionado pruebas que han convencido a muchos estudiosos de que los homínidos de aquella zona utilizaban el fuego mucho antes. Sigue siendo perfectamente cierto que el Homo erectus nunca aprendió a encender fuego y que ni siquiera sus sucesores poseyeron esta técnica durante mucho tiempo. Que sabía cómo utilizarlo, por otra parte, es indiscutible. La importancia de este conocimiento lo atestigua el folclore de muchos pueblos posteriores; en casi todos ellos, una figura heroica o un animal mágico captura por vez primera el fuego. Hay implícita una transgresión del orden natural: en la leyenda griega, Prometeo roba el fuego a los dioses. Se trata solo de una hipótesis, pero quizá el primer fuego fue tomado de emanaciones de gas natural o de la actividad volcánica. Desde el punto de vista cultural, económico, social y tecnológico, el fuego fue un instrumento revolucionario, aunque debemos recordar de nuevo que una «revolución» prehistórica duraba milenios. El fuego trajo la posibilidad del calor y de la luz, y por tanto de una doble extensión del entorno del ser humano, hacia lo frío y hacia lo oscuro. Desde el punto de vista físico, una expresión evidente de esto fue la ocupación de cuevas. Ahora se podía expulsar de ellas a los animales y mantenerlos alejados mediante el fuego (y quizá se halle aquí el germen del uso del fuego para guiar a los grandes animales en la caza). La tecnología pudo avanzar: las lanzas podían endurecerse en las hogueras y resultó posible cocinar, con lo que sustancias indigeribles como las semillas se convirtieron en fuentes de alimento y plantas de sabor desagradable o amargo resultaron comestibles. Esto debió de estimular la atención hacia la variedad y disponibilidad de la vida vegetal; la ciencia de la botánica despertaba sin que nadie lo supiera.

El fuego también debió de influir de modo más directo en la mentalidad. Fue otro de los factores que reforzaron la tendencia a la inhibición y la limitación conscientes, y por tanto su importancia evolutiva. El foco de la lumbre para cocinar como fuente de luz y calor tenía también el profundo poder psicológico que aún hoy conserva. Cuando oscurecía, alrededor de las hogueras se congregaba una comunidad que, casi con total certeza, ya era consciente de sí misma en cuanto una unidad pequeña y significativa en un marco caótico y hostil. El lenguaje —de cuyos orígenes nada sabemos todavía— debió de ser mejorado por un nuevo tipo de relaciones de grupo. El propio grupo debía de ser más complejo también en su estructura. En algún momento aparecieron portadores del fuego y especialistas en el fuego, seres de formidable y misteriosa importancia, pues de ellos dependía la vida y la muerte. Portaban y custodiaban el gran instrumento liberador, y la necesidad de custodiarlo debió de convertirlos a veces en amos. Pero la tendencia más profunda de este nuevo poder estaba orientada siempre hacia la liberación del ser humano primitivo. El fuego comenzó a quebrar la férrea rigidez de la noche y el día, e incluso la disciplina de las estaciones. De ese modo, llevó más allá la ruptura de los grandes ritmos naturales objetivos que ataban a los antepasados que no conocían el fuego. El comportamiento podía ser menos rutinario y automático. Había incluso una posibilidad perceptible de ocio como consecuencia directa del uso del fuego.

La caza de grandes animales fue el otro gran logro del Homo erectus. Sus orígenes deben de hallarse muy atrás, en el carroñeo que convirtió a los homínidos vegetarianos en omnívoros. El consumo de carne proporcionaba proteínas concentradas. Liberaba a los carnívoros del incesante mordisqueo propio de tantos seres vegetarianos, por lo que permitía economizar esfuerzos. Es uno de los primeros indicios de que la capacidad de limitación consciente está presente cuando se transportan a casa osos para compartirlos mañana en lugar de consumirlos hoy in situ. Al comienzo del registro arqueológico, había un elefante y quizá algunas jirafas y búfalos entre los animales cuya carne carroñeada se consumía en Olduvai, pero, durante mucho tiempo, en los desperdicios predominan claramente los huesos de animales más pequeños. Hace unos 300.000 años el panorama se modifica por completo.

Tal vez sea aquí donde podamos encontrar una pista de la manera en que el australopiteco y sus parientes fueron sustituidos por el más grande y eficaz Homo erectus. Un nuevo suministro de alimentos permite un mayor consumo, pero también impone nuevos entornos; es preciso seguir a la caza si el consumo de carne se generaliza. A medida que los homínidos se hacen más o menos parásitos de otras especies, emprenden nuevas exploraciones del territorio, y también crean nuevos asentamientos a medida que se descubren lugares especialmente preferidos por el mamut o el rinoceronte lanudo. Los conocimientos relacionados con tales hechos han de ser aprendidos y transmitidos; la técnica ha de ser enseñada y custodiada, pues las destrezas necesarias para atrapar, matar y descuartizar a los grandes animales de la Antigüedad eran enormes en relación con las precedentes. Es más, eran destrezas cooperativas; solo un número elevado de individuos podían llevar a cabo una operación tan compleja como dirigir —quizá mediante el fuego— la caza a un matadero favorable debido a las ciénagas en las que un animal pesado quedaba atascado, o debido a la existencia de un precipicio, miradores bien situados o plataformas seguras para los cazadores. Las armas disponibles para completar las trampas naturales eran escasas, y una vez muertas, las víctimas planteaban nuevos problemas. Valiéndose únicamente de madera, piedra y sílex, debían ser troceadas y trasladadas hasta la base doméstica. Una vez transportados a casa, los nuevos suministros de carne señalan otro paso hacia la obtención de tiempo libre a medida que el consumidor queda liberado durante un tiempo de la carga de la búsqueda incesante en su entorno de pequeñas, aunque siempre disponibles, cantidades de alimento.

Es difícil no pensar que nos hallamos ante una época de importancia decisiva. Considerado en el marco de millones de años de evolución, el ritmo del cambio, aun siendo todavía increíblemente lento desde el punto de vista de las sociedades posteriores, se acelera. Los pobladores no son seres humanos tal como los conocemos, pero están comenzando a ser criaturas semejantes al hombre; el mayor de los predadores comienza a agitarse en su cuna. También puede distinguirse débilmente algo parecido a una verdadera sociedad, no solo en las complejas iniciativas cooperativas de caza, sino también en lo que esto supone para la transmisión de conocimientos de una generación a otra. La cultura y la tradición están sustituyendo lentamente a la mutación genética y la selección natural como fuentes primarias del cambio entre los homínidos. Son los grupos dotados de mejores «recuerdos» de técnicas eficaces los que harán avanzar la evolución. La importancia de la experiencia era muy grande, pues de ella dependía el conocimiento de métodos que tenían probabilidades de triunfar, y no (como sucede de modo creciente en la sociedad moderna) del experimento y el análisis. Este hecho por sí solo debió de otorgar una nueva importancia a los hombres y las mujeres de edad avanzada. Sabían cómo se hacían las cosas y qué métodos funcionaban, y todo ello en una época en que la base doméstica y la caza de grandes animales hacían más fácil su mantenimiento por parte del grupo. No debían de ser muy viejos, ciertamente. Es improbable que muchos vivieran más de cuarenta años.

La selección también favoreció a los grupos cuyos miembros no solo tenían buena memoria, sino también la facultad de reflexionar sobre ella que otorgaba el lenguaje. Sabemos muy poco acerca de la prehistoria del lenguaje. Los tipos modernos de lenguaje solo pudieron aparecer mucho después de la desaparición del Homo erectus, pero algún tipo de comunicación debía de utilizarse en la caza de grandes animales, y todos los primates hacen señales dotadas de significado. Es posible que nunca sepamos cómo se comunicaban los primeros homínidos, pero una explicación verosímil es que comenzaron descomponiendo llamadas semejantes a las de otros animales en sonidos concretos susceptibles de ser reorganizados. Esto debió de ofrecer la posibilidad de emitir diferentes mensajes y podría ser la raíz remota de la gramática. Lo que es seguro es que una gran aceleración de la evolución debió de seguir a la aparición de grupos capaces de compartir experiencias, practicar y perfeccionar destrezas, y elaborar ideas por medio del lenguaje. Una vez más, no podemos separar un proceso de los demás; la mejora de la visión, el aumento de la capacidad física para hacer frente al mundo con un conjunto de objetos diferenciados y la multiplicación de artefactos mediante el uso de útiles tuvieron lugar simultáneamente durante los cientos de miles de años en los que el lenguaje fue evolucionando. Juntos contribuyeron a una ampliación creciente de la capacidad mental, hasta que un día fue posible la conceptualización y apareció el pensamiento abstracto.

Si bien es cierto que no puede afirmarse con seguridad nada de carácter muy general acerca del comportamiento de los homínidos anteriores al ser humano, menos aún es lo que puede ser muy preciso. Nos movemos en la niebla, percibiendo débilmente durante un momento unos seres ora más, ora menos humanos y familiares. Sus mentes, podemos estar seguros de ello, son casi inconcebiblemente distintas de las nuestras como instrumentos para el registro del mundo exterior. Pero cuando consideramos la gama de atributos del Homo erectus, sus características más sorprendentes son las humanas, no las prehumanas. Físicamente, su cerebro es de una magnitud comparable a la nuestra. Fabrica utensilios (y lo hace en el marco de más de una tradición técnica), construye refugios, se apropia de cobijos naturales utilizando el fuego y sale de ellos para cazar y recoger su alimento. Esto lo hace en grupos, con una disciplina que puede ejecutar operaciones complejas; tiene, por tanto, cierta capacidad para intercambiar ideas a través del lenguaje. Las unidades biológicas básicas de estos grupos de caza prefiguran probablemente la familia nuclear humana, pues se basan en las instituciones de la base doméstica y de la diferenciación de las actividades en función del sexo. Podría haber incluso cierta complejidad de organización social, en la medida en que los portadores del fuego y los recolectores o los individuos mayores cuya memoria les convertía en bancos de datos de sus «sociedades» podían ser mantenidos por el trabajo de otros. También ha de haber alguna organización social que permita compartir el alimento conseguido mediante la cooperación. Nada de provecho puede añadirse a una exposición como esta con el objetivo de precisar en qué lugar exacto de la prehistoria se puede encontrar un punto o una línea divisoria donde tales cosas habían llegado a ser, pero la historia humana posterior es inimaginable sin ellas. Cuando una subespecie de Homo erectus, que tal vez poseía un cerebro ligeramente más grande y complejo que el de las demás, evolucionó hasta convertirse en Homo sapiens, lo hizo con unos logros y una herencia enormes ya seguros en su poder. Apenas importa si decidimos llamarla humana o no.