El joven lleva al mayor a una habitación. Es de noche. En seguida el joven enciende la lámpara con una luz muy intensa como para protegerse con ella. Al instante, el joven dice al mayor: «Te marchas a las cuatro de la mañana». Se desnudan. Se tumban en la cama. Y entonces el joven, a la intensa luz, ve bajo la piel del mayor toda una red de venillas rosáceas que le repugna un poco, observa su vientre, que es ya un poco grueso, y su erección, del mismo carmín vislumbrado bajo la piel del rostro. Él no está empalmado y esa erección también le asquea un poco, pero es un asco muy leve, casi indiferente. Entonces el joven, que se dejaba acariciar, se echa de repente sobre el mayor y repite: «Te marchas a las cuatro de la mañana». El joven tiene gestos de una gran ternura, de un gran afecto, y dirige su azul mirada, la ternísima mecha de sus cabellos, hacia el mayor, que replica, considera oportuno replicar: «No, no me marcho, me quedo». El mayor protesta. Ruedan juntos hacia un lado y hacia el otro y de pronto el mayor se mete en la boca el sexo del joven. Entonces el joven se estira, sonríe con una sonrisa muy amplia bajo la luz, aún muy intensa, y lanza gemidos de animal muy joven. El mayor quiere apagar esa luz, que da a cada partícula de piel una apariencia de carne, de carne comestible, lo ve claramente en él. El mayor se sacia con la dulzura de los hombros del joven, esa carne no tiene la menor apariencia de carne comestible, sino de un fruto o un tejido muy suave, de un moiré. El joven se niega a apagar la lámpara, teme encontrarse en la obscuridad con ese hombre, quiere verlo con nitidez, y que nada pueda quedar oculto, ni siquiera en plena voluptuosidad, que le ha procurado esa boca, ha cerrado una sola vez los párpados. Se quedan así tres horas uno junto al otro, o uno sobre el otro, rodando juntos sobre la sábana, besándose, y el mayor quisiera que ese instante no tuviese nunca fin. Pero, brusca, precisamente, el joven quiere que ese instante tenga un fin muy próximo, se levanta y su rostro cobra cierta dureza, la luz ha seguido encendida y ya la debilita el amanecer del verano, dice: «Yo voy a dormir en el suelo, tú quédate en la cama». Una vez más el mayor protesta y quiere reunirse con él en el suelo, pero la mirada del joven se vuelve aviesa y el mayor vuelve a la cama y se queda dormido. A las ocho de la mañana, el joven zarandea al mayor y le dice: «Son las ocho, déjame la cama y vete». El mayor quiere reanudar, torpe, la ternura y el más joven se lo impide. Se despiden sin siquiera saber sus nombres.
Durante ese tiempo, a distancia, en otra habitación, yo, que deseaba al joven, a quien me ha robado el mayor, y, como el mayor, deseaba cualquier clase de relación con el joven, no logro conciliar el sueño. Me he extendido por la base del cabello el líquido de esta ampolla que acabo de romper en la obscuridad, por miedo a los mosquitos, y sueño con que el cabello me brota en la frente, en las palmas de las manos, que han recibido ese líquido, siento una suave sensación de ardor en el cuero cabelludo. Isabelle se ha reunido con T. en mi sueño. De pronto me despierta un estrépito espantoso y siento miedo, a solas en esa habitación, al fondo del pasillo. Un hombre cuya lengua no entiendo ha entrado con una mujer en la habitación contigua, detrás del fino tabique que los separa de mi cabeza, y grita, rompe muebles, y yo temo que sospeche mi presencia, no me atrevo siquiera a darme la vuelta en la cama, como un testigo avergonzado. Tal vez ese hombre se convierta de un instante a otro en un asesino. Por último, se queda —o me quedo yo— dormido, y la escena se reanuda por la mañana, en esa lengua incomprensible, y el hombre y la mujer abandonan el cuarto. Entonces oigo la voz de las señoras de la limpieza, que descubren la habitación abierta, con los muebles patas arriba y las sábanas manchadas, y una de ellas dice: «Simone, ven a ver esta leonera»… No ser el cuerpo del extraño que ha estado a punto de cometer un asesinato, ni tampoco el cuerpo del mayor, rechazado incluso por el joven, sino el cuerpo que siente en el cuero cabelludo una suave sensación de ardor en su soledad para que su cabello de otro tiempo reaparezca, de nuevo fogoso: esa idea suscitaba un abatimiento casi feliz.