En seguida, al cruzar el vestíbulo de la estación, tuve la impresión de recuperarme, reapropiarme, poseerme de nuevo, sentirme de nuevo rico de mí mismo. Y en seguida, en el tren, todo me parecía raro: ese cielo tan rosa, esa bruma azulada que se aferraba a todo, ese escalope de pavo tropical y ese Diabolique-Stromboli que proponía el menú, esos cubiertos de acero inoxidable precintados, la pintada con bolígrafo, ya pintarrajeada, que mostraba en la banqueta que tenía ante mí a una mujer con las piernas separadas y alzadas, entre las cuales trepaba un sexo dibujado como un caracol, esa mostaza que untaba en el camembert (y me pregunté si sería porque el camembert estaba soso o porque había sentido deseos de abrir ese sobre de mostaza), ese helado repugnante con sabor a pistacho con el que concluir ya la comida, todo me parecía inefable y apropiado para la observación. Pensaba ya en esos relatos de la vida de un viajero, de un solitario: aquí anochece a las seis, me acuesto pronto y duermo bien, he guardado para el viaje un traje sin brillo, impráctico; mis mocasines negros, a los que nunca doy betún, están cubiertos de polvo. De repente, no comprendía por qué era el tren un medio tan seguro, por qué no había más insensatos que colocaran de noche troncos de árbol cruzados en los raíles.
Había partido con precipitación y, en el último momento, había optado por hacerlo solo, en lugar de ir a ver a amigos. No conocía aquel lugar: me lo habían descrito al borde del mar, aislado sobre un farallón, azotado por el viento. No era un hotel, sino una quinta cuyos propietarios recibían a veces a huéspedes. Las habitaciones, cuatro, eran espaciosas y claras. Había que subirse a un taburete para meterse en la cama y hundirse bajo un edredón. Se comía en la cocina, en torno a una larga mesa de madera tosca, con los propietarios. El hombre vino a buscarme a la estación de Cherburgo, se dirigió hacia mí pronunciando mi nombre y, como yo parecía considerar natural que fuese él quien me recibiera, me dijo: «Pero usted ha visto mi fotografía». Debíamos recorrer veinte kilómetros en la bruma, que, después, en las inmediaciones del mar, se disipó. El hombre me avisó de que en la quinta no se encontraban las comodidades ni la acogida de un hotel, que no se iba a ella por razones de ocio o diversión, sino para el estudio y el recogimiento. No me hizo pregunta alguna, cosa que agradecí.
Llegamos a la quinta, el perro ladró. Nos esperaba la mujer, quien me enseñó mi alcoba. El niño estaba ya dormido. La alcoba no era como yo la imaginaba: espaciosa, cierto es, con dos ventanas, pero la cama era baja y estaba cubierta con una colcha de terciopelo rojo y amarillo sobre el que habían colocado un erizo de piel acrílica. Yo miraba demasiado el enlucido nuevo y todos los colores eran demasiado limpios: el rojo del terciopelo y los de los objetos colocados en la repisa de la chimenea, el jarrón de opalina, el encendedor, el cochecito antiguo, el cristal amarillo del quinqué, al que habían conectado la electricidad; me habría gustado el lagarto disecado, si no hubiera estado entre aquellos objetos. Había una mesa y un escritorio y sobre este habían colocado una carpeta de cuero repujado con incrustaciones de oro, un tampón secante y una piedra aparentemente volcánica, y todas las cosas tenían su lugar en la placa de vidrio que cubría la madera, ya protegida por un tapete de fieltro. Tomé cada uno de los objetos en las manos para observarlo. Abrí la maleta y saqué la estilográfica, el tintero, dos cuadernillos, papel y un volumen de Flaubert de la colección de La Pléïade, que tuve el cuidado de colocar sobre la mesa y no sobre el escritorio. Retiré el erizo gris de la colcha y, por último, observé la moqueta. Aquella habitación, en conjunto, me recordaba la supremacía de los colores en la descripción literaria.
En el momento de acostarme, fui presa de un gran espanto, al intentar arrancar de uno de los visillos un caparazón aparentemente inerte, disecado, sin patas ni cola ni cabeza, a medias crustáceo y a medias oruga, y que bruscamente empezó a moverse, con flaccidez. Fui al instante a ahogarlo en un remolino de agua hirviendo y, cuando, además, lo aplasté con la punta del cepillo de dientes, sólo salió un poco de polvo verde.
La mañana siguiente, vi al niño: era rubio, muy rubio, y tenía los ojos azules, estaba montado en su silloncito de niño, en el que lo sentaban para comer. Estábamos esperando la leche, que aún no habían traído. Me fui a pasear y crucé el pueblo, donde algunas caras me observaron con curiosidad. La quinta estaba junto a una granja y la alcaldía y la escuela se encontraban justo al otro lado de la calle. Primero pasé por delante de la estafeta, que era al mismo tiempo salón de peluquería y mercería, después me vi en el espejo del escaparate del garajista. Había una iglesia hecha con piedras grandes y rodeada de un cementerio. Pasaba un tractor o una bicicleta, los conductores se volvían para mirarme a la cara. El Café des Sports, que tenía un despacho de pan y carne, estaba cerrado por las vacaciones anuales. Entré en el estanco: la joven me dijo que no recibían los periódicos de París, había que ir hasta Pieux.
El mar estaba a casi dos kilómetros del pueblo. Vi lecheras de zinc plateado derribadas a lo largo de las casas, vi a mujeres que recogían manzanas y judías, vi coles altas sobre sus tallos, espectáculo que me resultaba inhabitual. Los olores eran a fuego de leña, a manzana de sidra y, por capas, a masa de pan. Hundía los zapatos en la arena de las dunas: la playa se extendía hasta el infinito sin una sola presencia. Pensé en poner las nalgas al viento, incendiar un nido de pulgas de mar y estudiar minuciosamente su angustia, pero eran ideas de imbécil. El sol calentaba tanto, que hube de quitarme el jersey y la bufanda.
La mujer me había hecho la cama y había vuelto a colocar encima de ella el erizo gris. Lo retiré de nuevo y lo escondí en el fondo del armario, debajo de una almohada; si el día siguiente ella volvía a colocarlo en el mismo sitio… pues yo lo dejaría, por desesperación. Abrí de par en par las dos ventanas que daban a un huerto. A ratos oía los gritos de los niños en el patio del recreo, mugían las vacas, cacareaban las gallinas: un cuadro completo. Alejé la mesa un poco de la ventana, pues la reflexión del sol me cegaba. Aquí tenía más tiempo para mirarme, pero me preocupaba menos de mi aspecto. Por la mañana, no me lavaba la cabeza para que se me rizara el pelo. Por lo demás, el lavabo estaba demasiado bajo y el intersticio entre el grifo y la jofaina era demasiado estrecho para no herirse la nuca.
El hombre tenía una sotabarba rubia y las mejillas siempre rosadas. Por la noche nos dejaba en seguida, nada más comerse el queso, pues se iba a trabajar a un cine de Cherburgo. La comida comenzaba con una sopa de acedera, comían mirando la televisión y sin hablarse. A la mujer le gustaba un cantante que tenía los ojos azules y dijo: «Me gustan los hombres de ojos azules», yo tenía la cara vuelta hacia el televisor y ella me tiró del brazo para verme la cara y dijo: «Pero ¡si usted también tiene los ojos azules!». El hombre nos repetía «hasta luego», a ella y después a mí. Yo subía rápido a mi habitación.
Desde que había visto a unos niños comiendo raviolis en un anuncio de televisión, el niño no cesaba de pedir raviolis. En cuanto aparecía un negro en la pantalla, se ponía a gritar y repetía gesticulando: «Quítate de ahí, quítate de ahí», hasta que el negro desaparecía, efectivamente. Tuteaba a su madre, pero para pedirle algo decía: «Mamá, por favor, agua; mamá, por favor, fruta».
Todas las noches escribía a Yvonne e iba a echar la carta la mañana siguiente. Era una meta para el paseo. La recogida del correo se hacía a las once. Cuando volvió de la compra, la mujer me dijo que varios comerciantes le habían dado mi descripción. El niño pidió que lo llevara conmigo a la playa y, como debía hacer la siesta, no pudo dormirse por miedo a que me marchara sin él.
Me encontré caminando por una carretera rural, llevando a un niño rubio de una mano y en la otra la correa de un pastor alemán. La gente nos miraba por las ventanas y los perros, que ladraban con rabia en los patios, se estrangulaban en sus cadenas de hierro al intentar lanzarse sobre nosotros. La perra llevaba también un collar cuyos pinchos, en cuanto tiraba demasiado fuerte de la correa, se le incrustaban en el cuello. Yo llevaba los tirantes del niño en el bolsillo. Y un rato antes, en la playa, había montado al niño sobre mis hombros y había corrido con él. Habíamos construido una pirámide y habíamos cavado un hoyo profundo. Nos habíamos quitado los zapatos y los calcetines y él se había mojado los bajos del pantalón con las olas y me había preguntado si podía quitárselo y después si podía quitarse también los calzoncillos y yo le había dicho primero que no y luego que sí. Cuando volví a montármelo sobre los hombros, sentí la carne un poco fría de su vientre que me frotaba la nuca. Después volví a vestirlo. A ese niño de tres años sólo lo conocía desde aquella mañana. Al ver las miradas desconfiadas de la gente en las ventanas, sorprendidas por el concierto de ladridos que desencadenábamos (¿era la perra la que los desencadenaba o yo, como un personaje marcado por la maldición cuya proximidad misma enloquece a los animales y les eriza las orejas?), pensé: si de repente sufriera un ataque de amnesia y me encontrara por esta carretera rural, con ese niño de la mano, me vería en esa situación, yo que no «dispongo» nunca de niños, y creería que acababa de raptarlo. Y, sin embargo, aunque sólo me conocía desde hacía unas horas, el niño me hablaba ya con confianza: me decía que los tractores le daban miedo, pero que le gustaban mucho los coches, a condición de que no lo atropellaran. Así, pues, yo estaría raptando a ese niño, volvería a la playa, cuando, en realidad, nos dirigíamos de ella a casa, volvería a desvestirlo y esa vez le acariciaría todo el cuerpo y su cuerpo era tan pequeño, tan agradable, tan confiado, que de pronto resultaría evidente que lo estaba estrangulando y sería cosa de nada, su cuello era tan estrecho, que una sola mano bastaría y yo soltaría el perro y huiría.
Pero no tengo amnesia y advierto que ese niño quiere extraviarme a mí, indicándome caminos equivocados, para quedarse más tiempo conmigo y no volver en seguida a la casa.
He paseado largo rato por el cementerio. Una mujer me ha preguntado si buscaba una tumba, pues ciertas inscripciones están borradas. Había cristos atados a cruces de chapa recubiertas de perlas negras. Sobre las tumbas de niños, sembradas de piedrecitas blancas o de vidrio machacado, los angelotes de porcelana practicaban un faquirismo fantasmal. No me he atrevido a robar uno de esos angelotes. Después he entrado en la caseta de piedra de los servicios para ver si había una inscripción detrás de una puerta y la obscenidad de esta me ha parecido muy encantadora: «Busco niña de 8-12 años para mamarla cariñosamente o que me acaricie, que me enseñe su rajita. DRV».
El domingo fuimos de paseo en coche. Visitamos una cantera de mármol y después, bordeando el mar, la mujer me mostró una instalación atómica. El paseo por las dunas fue largo y pesado. El hombre hacía restallar como un látigo la correa del perro a intervalos regulares. Saludamos a un cazador. Las moras que la mujer me ofrecía tenían mal sabor. El niño empezó a quejarse y pidió que volviéramos a casa. Su madre me dijo: «No se lo monte a hombros, mi marido se niega siempre y no hay que crearle malos hábitos». El niño se echó a llorar. Nos habíamos alejado tanto, que tardamos mucho en encontrar el coche. Al regreso, la mujer propuso que tomáramos un té para entrar en calor y un bollo del día anterior, que recalentó en el horno. El día siguiente, la mujer me dijo que lo sentía mucho, había discutido con su marido e iba a tener que cobrarme mi participación en la excursión y en la merienda.
Yvonne me ha dicho que debía vivir las situaciones para escribir de ellas, como por honradez. No me cuesta imaginar una situación que me conduciría a estrangular al niño y entregarme a la policía, como por honradez para con la escritura, vivir, por tanto, la amnesia que esta habría programado.
El niño quiso volver a la playa conmigo. Soplaba el viento. Poco antes de divisar las dunas, se detuvo: no quería seguir adelante, decía que mi mano estaba demasiado fría. Se guardó la suya en el bolsillo y dio media vuelta.