Se había marchado por la mañana temprano, había puesto a las seis su pequeño despertador de cuarzo electrónico que no sonaba, sino que dejaba oír en su sueño un pitido sordo, su sueño se había borrado al instante. Se había afeitado sin mirarse y se había cortado un poco. Ante el espejo, había bajado la cabeza y se había pasado la mano por los cabellos, para atusárselos, cada día que pasaba se encontraba más envejecido que la víspera y era una impresión que no carecía de voluptuosidad. En el momento de montar en el coche, le pareció que toda su sensación de existir se concentraba en ese charco en movimiento de café negro que inviscaba su estómago como la tinta descargada de un ventrículo de pulpo. Ya había amanecido, pero el día estaba aún macilento y su calle desierta.
Al salir de Francia, atravesó capas de brumas persistentes agujereadas por el intermitente brillo amarillo de los faros, altos abetos se perfilaban al borde de la carretera. Al pasar por un pueblo, se detuvo en un café y se preguntó si esa forma de elegir deliberadamente azucarillos ya cortados —podía imaginarlo— por dedos grasientos y sucios no sería una manifestación de su naturaleza viciosa. La mujer del café le dijo: «Pero, señor, lleva usted espuma de afeitar en las orejas», y, efectivamente, él se quitó con la punta del dedo esa materia blanca que aún no había perdido su humedad. La mujer había sido muy perspicaz en cuanto a la naturaleza de la espuma.
Releyó en la carta de su abuela, que lo había invitado, convocado, pensó, a pasar dos días en aquel hotel moridero de Suiza, en aquella clínica disfrazada de palacio en la que veinte años antes había muerto su marido y a la que regresaba sola todos los años, durante los tres meses de verano. Cuando vio el gran edificio blanco al final de la alameda, en el centro de un bosque tupido, advirtió que era la hora de la cena: tras la cristalera curva del comedor, estaban tomando asiento siluetas tiesas enfundadas en chales. Sintió de repente un escalofrío al imaginarse en aquella asamblea, dio media vuelta y se fue a cenar solo a Pontarlier.
Se entraba en el hotel por la fachada trasera, atravesando una pasarela sobre un precipicio. La recepción se encontraba en el tercer piso. Dijo su nombre y la mujer elegante le dijo que lo habían esperado para cenar, que su abuela, cansada de aguardar en el salón entre los jugadores de bridge y un poco inquieta, había subido a su habitación. Le indicó uno de los dos ascensores, provisto de un espejo, en el que procuró no mirarse por miedo de parecer ridículo al mozo que subía su equipaje. Caminaba por el centro de un largo pasillo recto, bordeado a cada lado de puertas acolchadas con cuero negro, que le recordó al dédalo subterráneo de una inmensa bodega, ningún ruido podía traspasar aquellas puertas, la espesa moqueta y las alfombras superpuestas amortiguaban totalmente el ruido de los carritos transportados hasta el segundo ascensor, más profundo que el primero, y sin espejo, que descendía hasta el sótano, donde se encontraban las cocinas, las despensas, las salas de masaje y las cámaras frigoríficas. El mozo había desaparecido al instante sin esperar una propina, en cuanto había abierto la puerta de su habitación, toda ella con mobiliario sueco blanco de 1930. Se dirigió a la habitación de su abuela, al fondo del pasillo. Aún no se había desvestido, había conservado, para esperarlo, el traje sastre azul marino y blanco que se había puesto para la cena. Estaba echada en la cama leyendo, con el libro sostenido por un atril de madera colocado sobre el pecho, oraciones escritas por niños enfermos. Le dijo: «Pobrecito mío», eso fue lo único que oyó de su comentario. Él le contó su viaje y, para explicar su gran tardanza en llegar, su ausencia en la cena, no olvidó retrasar la hora de su salida. Ella le leyó una de sus oraciones. Su blanco cabello echado hacia atrás, cuidadosamente peinado, su nuca, apoyada en un almohadón, se encontraban justo al lado de un timbre encima del cual estaba escrito: ENFERMERA. Cuando la besó, le pareció que eran sus propios labios los que, al hundirse en esa carne blanda de dulzón olor a polvo de arroz, resultaban una encarnación de la blandura, mientras que las mejillas de su abuela eran como una roca infalible.
Tuvo pesadillas, en las que aparecía la materia fecal, en las que las uñas se le soltaban de la punta de los dedos. Por la mañana, desayunaron cada uno en su habitación y se telefonearon para quedar. Él abrió de par en par la puerta que daba a un balcón circular, separado de las demás habitaciones sólo por un cristal esmerilado. Contempló el bosque que se extendía al pie del hotel y daba a un lago en el que los triángulos blancos de las velas se movían lentos y lejanos. Se inclinó, a su derecha, por encima de la balaustrada para mirar en la habitación contigua y al instante se echó para atrás: había creído ver, de pie e inmóvil, mirando fijamente al lago, una silueta de mujer en bata cuya cabeza, envuelta en cintas blancas, sólo dejaba ver las ojeras, como claveles de terciopelo negro, y al instante volvió a cerrar la puerta vidriera del balcón.
El médico del hotel, que era asiático, pasaba todas las mañanas por la habitación de su abuela. Ella padecía asma e insomnio, decía que ya no dormía más de tres horas por noche. El resto del tiempo leía, rezaba. Había profundizado tanto en esa creencia, que ya no podía expresar, ni siquiera para sus adentros, la menor duda. Tenía ochenta y tres años. Para el paseo se puso un vestido sencillo, también azul marino, su color favorito, y se cubrió los hombros desnudos con un chal. Le dio el brazo. Lo llevó hasta la capillita en la que todos los sábados asistía a misa, y, algunas noches de entre semana, a vísperas. Desde 1949 acudía a aquel hotel todos los veranos y un mes en invierno, por Navidad. Había ido por primera vez con su marido, importante fabricante de papel. Una mañana del verano de 1956, se lo había encontrado muerto a su lado en la cama. Pero había vuelto, tan sólo había pedido otra habitación. La mayoría de los huéspedes se conocían de un año para otro y algunas noches se reunían para cenar. Pero ella se negaba siempre a hacer «mesa común». Iban a ese hotel para vivir, pero en él morían: además de las cocinas y las cámaras frigoríficas en las que se conservaba la carne, el sótano albergaba una piscina con olitas cálidas, un solario, un pequeño depósito de cadáveres. La planta baja estaba ocupada por el comedor, el salón y una sala más pequeña en la que jugaban a las cartas. Todos los jueves por la tarde se celebraba un té danzante, pero ella, mujer discreta, no asistía.
Para bajar a cenar, ella cogió el ascensor más profundo, el que no tenía espejo, pero cuyo fondo se desplegaba para acoger un cuerpo en posición horizontal. Él le preguntó asombrado: «Pero ¿por qué coges este ascensor? ¡Es siniestro!», ella le respondió con tono impaciente: «Lo cojo siempre que voy con retraso». Él ya no era el único hombre joven de la asamblea, mientras que en el almuerzo la juventud le había parecido un privilegio: por la tarde había llegado un rey de África con sus cuatro guardaespaldas. También los camareros, con librea, eran hombres elegidos por su porte y su edad relativamente joven. Se tomaban la libertad de dirigir la palabra a la señora Hicks, antigua maniquí casada con un rico americano y que había enviudado rápidamente, huésped permanente desde hacía treinta años, pero ella fingía no oír y se volvía indignada, al tiempo que decía: «¿Han oído? ¡Se atreven a hablarme!». Un viejo inglés muy digno cruzó el comedor casi tambaleándose.
El día siguiente, su abuela le contó que la pasada Navidad había conseguido llevarse a la señora Hicks a la iglesia y la había obligado incluso a confesarse y la había visto salir del confesionario deshecha en lágrimas. Le trajeron un ramo de flores con una tarjeta que se apresuró a ocultar a su nieto, como para atraer aún más su atención: en la familia, había llegado a ser como una leyenda que esa anciana había conservado pasiones ardientes. Al tiempo que su libro de oraciones, leía una Vida amorosa en la Edad Media. Al despedirse de ella, la besó de nuevo, pero esa vez le pareció que los que eran de una dureza despiadada y casi lastimaban aquella carne dulzona y arrugada, al juntarse a ella, eran los labios de él.