La toalla

Una noche cené pescado crudo en un restaurante japonés y la mañana siguiente ingresaba de urgencia en el Hospital des Peupliers, en el distrito XIII, para operarme de apendicitis. Estaba a punto de cumplir veinte años, pero me pusieron en una habitación común con dos niños: uno negro que debía de tener quince años y otro mucho más joven, de cabello fino y extraordinariamente rubio y de piel tan pálida, que, cuando se animaba, parecían vérsele en trasparencia ciertas afloraciones más rosadas. No debían de haberme administrado anestesia suficiente, pues a la salida del quirófano me despertaron mis alaridos en la camilla y en el ascensor. Por los pasillos seguía dando alaridos, con una voz que no reconocía, que no procedía de la garganta, sino del vientre precisamente. Los enfermos se apostaban en el umbral de sus habitaciones, al borde del pasillo, para verme pasar. Una enfermera me dio cachetes, le supliqué que me pusiera una inyección para volver a dormirme. Sacaron a los dos niños de la habitación y por fin me pusieron esa inyección, que me tranquilizó.

Cuando me desperté, tenía a la cabecera de la cama al niño pálido, que me velaba de pie. Un poco más allá, sus padres, que habían venido a visitarlo, lo miraban en silencio. Yo llevaba unas veinte horas sin beber y suplicaba que me dieran esa agua que aún me estaba vedada (iba a tener que esperar a la sopa de la cena, el agradable gusto del puré y de la loncha de jamón). El niño fue al baño y volvió con su manopla empapada y se puso a pasármela por el borde de los labios. Volvió varias veces al baño para remojarla y refrescarla y acabó aplicándomela en la frente. Sus padres le pidieron que volviera a acostarse. En la otra cama, el muchacho negro estaba leyendo un tebeo. Sin decir palabra tampoco esa vez, el niño pálido se levantó de la cama para ir a orinar. Echó la cortina de plástico blanco y al instante se oyó el sordo choque de su cuerpo contra el suelo. Sus padres corrieron a levantarlo y lo llevaron a su cama, donde recuperó el conocimiento. Tuvieron que marcharse y yo les dije adiós.

La víspera habían circuncidado a ese niño y, todas las veces que orinaba, caía al suelo desmayado, seguramente de dolor al tocarse la verga. El muchacho negro y yo llamábamos al instante con el timbre a la enfermera, que iba a levantarlo.

Cada vez estaba más pálido, con esa piel tan blanca y tan mate, que a veces, con la emoción, cobraba tonos sonrosados. No hablaba, permanecía con los ojos muy abiertos en la cama. El día siguiente, abandonó el hospital y a mí me llevaron a una habitación individual. Vinieron a recogerlo sus padres. Antes de marcharse, abrió su bolsa para darme su toalla, una fea toalla abigarrada, que aún conservo.