Fin de otoño

Aquí los acontecimientos son de esta clase: como todos los miércoles, el panadero, cuando estaba haciendo el bizcocho borracho, ha acabado ebrio, achispado por los vapores del alcohol, al derramar el vino tinto sobre la enorme bola de masa mezclada con piñones y pasas. En Rio Marina han pescado un pez espada de varios metros, los hombres lo han cansado primero cercándolo con sus barcas, cada vez más cerca, y después empujándolo hasta la costa para que quedara varado; entonces los remeros, regocijados por su agonía, han formado en torno a él una turba ruidosa y excitada; el extranjero que pasaba por allí, al contemplar desde lo alto del paseo el círculo negro y agitado, ha pensado primero en que alguien se había ahogado y después se ha acercado; hacían falta dos hombres para sostener el animal y aún forcejeaba; el extranjero se ha identificado con su sufrimiento y ha buscado en sus ojos la señal, la prueba, de ese sufrimiento, como si con su mirada se pudiera aliviarlo un poco, pero sólo ha visto en ellos dos grandes círculos opacos y concéntricos, como dos piedras plateadas, que nada le decían de lo que de ellos esperaba; entonces la muchedumbre se ha llevado, con gran esfuerzo, el pez espada en procesión por el pueblo, con su enorme tajamar como un mascarón de proa dentado.

Por la noche, el extranjero estaba en el café, situado en la plaza del pueblo, y bebía ese licor raro y puro, totalmente negro, del espresso italiano; ha entrado un hombre en el café y ha dicho: «Hay un incendio en el camino del cementerio, ¿quién viene a ayudarme?», el café ha quedado vacío tras él. El extranjero ha salido y desde lo alto del pretil ha contemplado, con una como inercia apática y fascinada, las llamas que formaban un círculo en la noche, y ha permanecido de pie hasta que se han extinguido… Según los campesinos de aquí, hay hombres que provocan incendios a propósito, que cobran por hacerlo, para desvalorizar la isla. Otros creen que el fuego brota solo, que es el sol el que calienta ciertos minerales hasta la exasperación.

El pueblo está encaramado en lo alto, algunos lo consideran austero, con sus callejuelas estrechas y escarpadas, sus casas grises y húmedas. La plaza del pueblo, cruzada por los coches que van de Cavo a Porto Azzuro, está guardada simétricamente por dos cafés: el café-estanco de los comunistas y el International Bar de los demócratas cristianos. Por la mañana, el sol, al salir, baña a los comunistas y, por la noche, al ponerse, mira a los demócratas cristianos entre dos altas montañas negras en las que parece haber calvarios plantados. Sólo los niños, cuya inocencia se da por sentada, tienen derecho a pasar de un café al otro; el adulto que pasara, indiferente, de uno a otro sería considerado un traidor. Los viejos juegan a las cartas, las mujeres se dirigen susurrando a la iglesia. Ellos beben un vino blanco amargo, ellas se refugian, en la sombría humedad del incienso, bajo la protección de sus santos de yeso coloreado. Esperan a los hombres en casa confeccionando inútiles visillos de encaje. Los muchachos se aferran a sus detonantes vespas, las chicas en cohortes contoneantes fingen no verlos pasar. La iglesia es el reino de las mujeres; el café, el de los hombres. La vida se detiene a las once de la noche, la placita se queda totalmente a obscuras, el auricular luminoso de las dos cabinas telefónicas, siempre vacías, se apaga al mismo tiempo que la esfera del reloj. El hijo del carnicero, único perjuro, está solo todas las noches en uno de los dos cafés: tomando tristemente un helado en una copita. Dicen que antes de su matrimonio era un muchacho muy alegre; se le veía siempre con su novia, muchacha muy guapa, pero, ahora que está casado, pasa todas las noches con los viejos del pueblo y ya no se ve nunca a su mujer, salvo por la mañana en la panadería. El extranjero, al no poder conciliar el sueño, porque el hálito de su respiración llena el cuarto y lo agobia, se ha levantado de la cama, se ha vuelto a vestir y después ha estado caminando largo rato por las calles, oyendo por las ventanas la diversidad de las respiraciones, los ronquidos de los hombres y las mujeres, los residuos de la embriaguez y la oración…

Aquí nadie me conoce y yo no conozco a nadie y poco importa cómo me vea la gente: como un turista, un simplón o un despistado. He tomado trenes y después un aliscafo, barco que se desliza por el agua, he montado en un autocar, me ha llamado la atención ese nombre desconocido, Rio Elba, y me he apeado al final del trayecto. Llevo poco equipaje, una bolsa de plástico con mis utensilios de aseo, un poco de ropa de muda, un libro, este cuaderno y esta estilográfica. No tengo misal ni peine ni aparato de radio. No sé la lengua, pero he hablado con la gente, una puerta se ha abierto, me alojo en un cuartito de la planta baja, un cristo de marfil vela mi sueño, me alimento de higos que enrollo en lonchas de jamón crudo, aquí los higos no cuestan nada. Cuando me dispongo a comer, las niñas del pueblo se apiñan ante mi ventana para mirarme, han pasado notas por debajo de la puerta, pero no comprendo —ya lo he dicho— esta lengua, les he sonreído. Soy un muchacho solo y los chicos del pueblo me miran con extrañeza, a veces les oigo decir «pederasto» cuando paso, pero en su voz no hay inflexión alguna de linchamiento, y me vuelvo y les sonrío también, como si me hubieran dicho «buenos días».

La gata está cansada de que sus cinco crías quieran seguir sacándole la leche, ya no le queda nada, durante el verano las han alimentado los turistas, pero ahora se han marchado y lo único que les han enseñado es el «mono». La negra ropa interior del cura está colgada a secar en el patio de la iglesia, el cura ha entregado al carpintero un cristo de madera hallado entre los escombros bajo el púlpito, un cristo muy hermoso del siglo XVII, de colores delicados, casi desvaídos, y el carpintero le ha vuelto a pintar el taparrabos con una laca de un verde muy vivo, pero no se le puede reprochar nada, el carpintero es un hombre muy simpático. Ha llegado el otoño y pronto va a empezar la búsqueda de setas entre la maleza del bosque y habrá que seleccionarlas bien para que nadie muera envenenado con ellas. Los niños han vuelto a la escuela y los músicos de la banda han guardado sus trompetas en espera de los bailes del verano próximo, los empleados municipales han desmontado ya el estrado.

El Estado italiano ha decidido cerrar las canteras de mármol y las minas de acero, los trabajadores habrán de abandonar la isla, se les ofrecen puestos substitutorios en comarcas del sur y los que los rechacen no recibirán indemnización alguna. En el café-estanco de los comunistas están organizándose. Las casas de los mineros serán compradas por los ricos turistas alemanes, arquitectos, periodistas, tenores. El municipio ha decidido construir una nueva carretera para desviar la circulación del pueblo, varias casas están amenazadas y, en el bar internacional de los demócratas cristianos, los propietarios están firmando peticiones.

Esta tarde he ido a sentarme en el banco de la plaza del pueblo, con la espalda contra la pared, a esperar que el sol se pusiera entre los dos calvarios, detrás de las montañas negras. Seguía bajo los dedos las líneas de la madera. Los niños jugaban haciendo restallar los bejucos de plástico amarillo que cierran la entrada de la tienda de ultramarinos. Una mosca ha venido a posárseme en el brazo y de repente he dejado de intentar cazarla, me he dicho: tal vez esa mosca quiera ser mi amiga, después me he dicho: hay que tener cuidado con la beatitud. He permanecido sentado en este banco como los viejos del pueblo en espera de que pase la vida, como los minerales en espera de que el sol los inflame. Me ha parecido que en este pueblo estaba al abrigo de toda violencia, al abrigo de la Historia. La guerra podría perfectamente estallar fuera de la isla y no me enteraría. Los periódicos y el correo tardan más de una semana en llegar y las noticias llegan atenuadas, disminuidas, rebotan, lejanas y de repente absurdas. Sobre la imagen de esta plaza delimitada por las sombras de los tejados, sobre la mancha global de la luz, ha venido a superponerse, en negativo, la imagen de la explosión de la estación de Bolonia, que se ha disipado al instante.

La guerra ha llegado a la isla a través de la pantalla de un juego electrónico en el que unos cohetes desintegran marcianos invasores, pero las canciones del juke-box ahogan el ruido de las deflagraciones. De la espera de la puesta de sol, en este banco, me ha parecido sacar una enseñanza de la vida: simplemente la espera familiar de la muerte, mientras que en las ciudades se lucha con barbarie contra ella.

El gran autobús azul de Portoferraio se ha detenido en la plaza y de él se ha apeado un joven con una bolsa de plástico, un extranjero. Mañana tomaré el barco para Nápoles. Parece ser que en la ópera napolitana el pueblo canta al mismo tiempo que los cantantes. Quiero oír eso.