Sólo lo había visto una vez, en una escuela de fotografía en la que habían solicitado mi presencia. Era el muchacho más alto, tenía el pelo negro y corto, erizado en remolinos, hablaba con acento alemán, eso era todo lo que yo sabía de él, para explicar esa atracción.
Su imagen permaneció suspendida durante meses: no me decidí a pasar página. Cuando estaba seguramente a punto de esfumarse por fin, me llamó por teléfono. Le dije: «Tengo deseos de verte». Él me dijo: «Ven en seguida, que te voy a preparar una comida», y colgó sin darme tiempo a decirle que no estaba libre. Volví a llamar, pero ya se había marchado.
Me presenté en su casa, en lo alto de una escalerita mugrienta. Vivía en el otro extremo de París, en el distrito XVIII. Me abrió la puerta como a un amigo al que hubiera vuelto a ver por fin, tras años de ausencia (esos años habrían sido los de nuestras edades: veintitrés, veinticuatro años). Estaba echando en una sartén, al fuego, trozos de cebolla, plátano y jamón y arroz aliñado con aceite. Nos sentamos frente a frente en la cocinita sin luz y con su presencia experimenté al instante una sensación de elevación, aventura, libertad. En apariencia, nada erótico había en sus palabras, pero ante ellas mi verga se inflaba brusca, misteriosamente.
Dos cosas deberían haberme parecido agresiones, pero me las tomé con naturalidad, como en una sucesión armoniosa de acontecimientos: primero encendió la bombilla desnuda que colgaba del techo, en el preciso momento en que yo creía preferir aquella obscuridad en la que nos encontrábamos, y aquella nueva iluminación, al dar un duro color plomizo a nuestros rostros, no cambió nada, ni en nuestra mirada ni en nuestras palabras. Después llamó a la puerta un amigo suyo, con un bocadillo en la mano comprado en la tienda árabe de ultramarinos, y esa intrusión cómica (pues era uno de esos muchachos que cuentan historias graciosas) no logró importunarme: yo tenía confianza en todo instante. El vino era de mala calidad, pero eso no tenía la menor importancia, se volvía excelente simultáneamente en nuestras bocas.
Por último, en el momento de marcharme, el muchacho se puso a contar historias de miedo: que si el barrio no era seguro, que si a él ya le habían atacado, pidió que llamáramos a un taxi para que lo llevase a su casa. Yo insistí en coger el metro y, mientras su amigo montaba en el taxi, él se ofreció a acompañarme hasta el metro. Al doblar una esquina, nos dimos de bruces con unos chicos vestidos con cuero negro que estaban meándose en los coches, al tiempo que eructaban. Uno de ellos dijo: «A esos vamos a trincárnoslos». Yo temblé, pensé en volver atrás, salir corriendo, pero él sintió mi miedo y me echó la mano al hombro en el preciso momento en que nos los cruzábamos y se separaron para dejarnos pasar, cuando me dijo en voz muy alta: «No debes tener miedo, que vas conmigo». No me volví, cuando me dejó en el vestíbulo de la estación de metro, me deseó buen viaje, como a alguien que parte para un largo crucero, viento en popa.
Me dio la foto de un hombre que muestra con el brazo extendido una lechuza muerta. Abrió la boca riendo y me señaló un agujero, entre los dientes, justo en medio, abajo, se había peleado de niño y el diente, sin desprenderse totalmente, había acabado pudriéndose. Había pegado la radiografía de ese diente ausente en algunas de sus fotos. Esa forma alegre de mostrar en seguida lo que otros habrían intentado disimular me hizo acariciar el proyecto de pasar la lengua, al darle el primer beso, si es que llegaba a dárselo algún día, por el intersticio de ese diente desaparecido antes de que lo taparan. Habría podido cogerle la mano y pasársela por mi torso para que se accidentara, como por descuido, al borde de un precipicio, como en una trampa para lobos cubierta de hojas, para que su mano se esfumara… pero no lo hice.
Habíamos convenido por teléfono en salir de viaje juntos. Yo había dicho Bruselas, él Chartres o La Roche-aux-Fées, quería llevarme a dormir bajo una brecha que había descubierto entre dos menhires, donde iban a dormir los gatos. De niño estaba grueso, pero no había adelgazado, se había quedado muy flaco porque de repente había crecido en demasía. Me había sobrepasado, pero yo no lo conocía aún. Tenía ocho meses menos que yo. Él era alemán, nacido en Friburgo. Pronto debía trasladarse a esa ciudad para celebrar los setenta años de su padre y, si queríamos viajar juntos, teníamos que partir en seguida.
Se había llevado tintura de mirra para calmarse las encías, en caso de que le dolieran. Por mi parte, yo había llenado mi bolsita con toda clase de comprimidos y cápsulas diferentes, había imaginado todas las clases posibles de padecimientos y tenía un remedio contra cada uno de ellos; en el momento de salir, había confeccionado metódicamente ese catálogo (me habría gustado, en secreto, que él hubiera padecido algo para aliviarlo): todo, es decir, dolor de vientre, dolor de cabeza, insomnio, mareo e incluso fatiga extrema. No me había llevado ningún libro ni ropa, salvo otro tee-shirt de recambio, de color rojo.
En el momento de partir, en su casa, había abierto bruscamente su bolsa de fotógrafo, había sacado delante de mí su pijama y había dicho: «No, no quiero llevármelo». Pero no se había lavado, voluntariamente, desde hacía varios días para que su olor lo protegiese formando en torno a su cuerpo una armadura, una barrera, que me sería difícil franquear (así como contra los mosquitos se recomienda el licor de corteza de limón).
Se había puesto una cazadora de cuero negro que varios años antes un camionero le había dado en la carretera de Hamburgo y a la que había mandado poner un forro de lana de oveja. Unos días antes de nuestra partida, yo había notado, en el interior de sus orejas, la amarilla y cerosa materia del cerumen y me había dicho que ese asco particular que me inspiraba sería una prueba, un desafío a mi deseo, como el obstáculo de un torneo. Pero el día de la partida la materia amarilla había desaparecido. Y esa cazadora de cuero negro usada, con su cinturón, se convertía para mi deseo en un puente demasiado evidente, un conductor demasiado eficiente.
Eligió un tren que tardaba seis horas en llegar a Bruselas, cuando, en realidad, se podía hacer ese viaje en tres. Era un tren en el que le hacían un descuento, de estudiante, un tren con destino a Amsterdam que tomaban los emigrantes portugueses de regreso a sus trabajos en los Países Bajos. No había literas, pero la mayoría de los viajeros estaban tendidos a lo largo de los asientos y tiritando bajo pilas de ropa. Intentamos mantenernos despiertos hablando, las palabras ya no significaban nada, sólo la sonoridad que comunicaban al oído. El tren permanecía una hora en una estación, sin motivo, ya eran las dos de la mañana y el hombre que paseaba un carrito de bebidas a lo largo del andén llamaba a intervalos regulares a los cristales, a la altura de la cara aplastada de los viajeros dormidos, sólo para despertarlos, abusando de un derecho irreal que le concedía su empleo de vendedor ambulante, pero sin la menor esperanza de vender nada (tal vez también por estar acostumbrado a no vender ninguna botella de cerveza ni ningún calducho negro fuera por lo que ese hombre golpeaba los cristales, para perturbar el sueño de los no bebedores…).
El tren permaneció una hora en la aduana, esa vez estábamos adormilados, él se había tapado con su cazadora, yo, cuando no dormía, jugaba con su cremallera, no me atreví a volverme para mirarlo. Un hombre grueso, con acento belga, despertó a todo el compartimento con su potente y cansina voz: «¿De quién es esta maleta roja? ¿Es de usted, señor? ¿De usted, señor? Si esta maleta roja es de alguien, que lo diga; si no, voy a tener que bajarla al andén». Al cabo de unos veinte minutos de apostrofes individuales en que no cesaba de repetir esas palabras —maleta roja—, el hombre se decidió a bajar la maleta al andén. Nada más ponerla en el suelo, la maleta explotó y el hombre quedó despedazado. Registraron todos nuestros bártulos, apuntaron todas nuestras identidades, interrogaron a todos los viajeros.
El tren llegó a Bruselas con retraso. Eran las cinco de la mañana. La oficina de cambio no abría hasta las siete y no teníamos ni una sola moneda belga. Estaba amaneciendo apenas, como él había deseado. El viento era muy frío, los postes de señalización parpadeaban sobre un fondo de cielo malva. Cruzamos la carretera y entramos en el primer café. Preguntamos a la señora de la barra si podíamos pagar en francos franceses y le dimos diez francos por los dos cafés. Estábamos sentados en una banqueta, junto a un juke-box desenchufado, frente a nosotros una mujer de párpados abultados, acurrucada contra un hombre, le acariciaba las mechas de los cabellos con la punta de los dedos, con uñas pintadas de rojo.
Esperamos a que abrieran la oficina de cambio y nos alejamos de la estación caminando. Entramos en otro café, en una placita. Un hombre, recién lavado, a punto de marcharse para el trabajo, con una bolsa a sus pies, estaba bebiendo una cerveza. Nos preguntó si éramos ingleses. Nos dijo que todas las mañanas escuchaba la radio francesa y se puso a cantarnos la sintonía de una emisión.
En el Museo de Bellas Artes no había ningún Rembrandt y las pinturas del Museo Wiertz, difícil de encontrar, eran de una materia grosera, de colores vulgares y dimensiones vanidosas: era preferible verlas en tarjetas postales. El sol se alzó en el parque bordeado por el invernadero. Junto a la escalera, de pie frente a la pared, dando la espalda a quienes subían, un hombre oscilaba en silencio, al tiempo que besaba la piedra. Pero la cámara de fotos no podía transcribir nada de ese movimiento, esa pose, esa inmovilidad combinadas.
Volvimos tres veces al mismo restaurante, bajo un pasaje cubierto, y comimos los mismos platos: croquetas de gambas. Le cayó una ceja en la mejilla y yo la cogí con la punta de mi índice mojado para ponérmela en la lengua y tragármela, cosa que le molestó. Bebimos un vino blanco del Jura. Me habló de los paseos que daba de niño por los bosques de los alrededores de Friburgo, de los almuerzos del domingo. Era el mayor de cuatro hermanos. Cuando por fin nació su hermana, tenía siete años y dijo: «Me casaré con mi hermana». «Todavía hoy», me dijo, «cuando me masturbo, sueño con que la abrazo».
Cuando salíamos, me molestaba que el viento, helado, al apartarme los cabellos de la frente, me dejara el rostro descubierto. No iba bastante abrigado, tenía frío. La habitación, muy alargada, con dos lavabos a cada lado y dos camas sencillas separadas por un tabique, no tenía buena calefacción, él no cerró la puerta. Se desvistió y la camiseta se elevó sobre una parcela de vientre un poco gruesa, sobre todo blanca. Yo me acosté en las sábanas, muy frías, y contuve la respiración, nos dimos las buenas noches desde cada lado del tabique, nuestras cabezas casi debían de tocarse, cada uno de nosotros era como el envés del otro, seguramente nuestros dos cuerpos estaban igual de rígidos e inmóviles, de repente fui presa del deseo imperioso de gozar con él, de frotar juntos nuestras pollas en mi palma, deseaba que se reuniera conmigo en mi cama y, sin decir nada, levantara las mantas para meterse, yo sabía que tendría los pies tan helados y húmedos como yo. Se levantó, le oí caminar, estaba desnudo en el espacio sombrío y frío, desnudo ante mí, traía en la mano su cazadora de cuero, la dejó sobre mi cama para cubrirme los pies, dijo sólo: «Debes de tener frío», después se marchó y volvió a acostarse, acabamos conciliando el sueño, ¿cuál sería el primero? Por la mañana me despertó temprano.
Teníamos que bajar a la recepción a buscar una llave para la ducha. La mujer había exigido que pagáramos la habitación por adelantado, pues no llevábamos equipaje, sólo esas bolsas de colegiales. Esa vez estaba en la recepción un hombre, acabábamos de desayunar. Le pedí la llave de la ducha y de nuevo nos solicitó el pago por adelantado. Fue a buscar ante nuestros ojos dos toallas en un armario empotrado y, por la segunda vacilación que había dejado su mano en suspenso, vi perfectamente que había elegido a propósito las dos toallas más finas, más raídas, menos mullidas de la pila. Cogí las toallas y le dejé cruzar todo el vestíbulo de nuevo. Una vez que estuvo en la recepción, le devolví las toallas, al tiempo que le decía que quería otras, más espesas, en un tono que le obligó a obedecer. Volvió con una de las dos toallas cambiada y, para humillarme, me dijo: «Sois unas auténticas niñas, la verdad», y con tono muy tranquilo yo le dije: «Sí, somos unas niñas». No replicó y subimos la escalera. Yo le dejé voluntariamente la toalla más espesa y de nuevo, como en el caso de la ceja que me había tragado, esa atención para con su cuerpo pareció indisponerlo.
En la plaza estaba tocando una charanga y se había reunido gente, algunos tomaban fotos, nosotros los mirábamos con una sensación de extrañeza, de piedad. Teníamos que volver a tomar el tren. Él no había encontrado lo que buscaba, de tienda en tienda, la misma pieza suelta, inencontrable, de un arma tal vez, de un tambor.
Tomamos un tranvía hasta la estación, sin saber adónde iba, y en los mismos asientos volvimos de donde veníamos. Lo llevé a tomar una de esas cervezas amargas con cereza en un café del que me habían hablado: La Mort Subite. Sentados codo a codo en la banqueta, la gente nos miraba, y allí, con mi deseo, le dije frases a las que no prestó atención.
En el tren de regreso, se inclinó hacia mí para besarme la mejilla. Nos separamos en el metro, en el andén lo vi desaparecer detrás del cristal iluminado, iba a reunirse con Marianne. No lo volví a ver.
Yo había vuelto vacío. El día siguiente descubrí la pereza, apenas tenía fuerzas para leer. En el teléfono advertí una voz que no era la suya y pensé sin la menor tristeza: está haciendo entrar en calor los pies de Marianne bajo su cazadora, está junto a ella. Pero el verano era inminente. Esa voz de muchacha con la que me veía confrontado parecía dormitar y yo imaginaba el apartamento de él, durante su ausencia, como un gran dormitorio. La muchacha me dijo: «No, aún no se ha marchado a Friburgo». Intenté hablar alemán, estuve a punto de renunciar a escribirle.
Las palabras que habíamos pronunciado juntos formaban una novela corta apócrifa y perfecta, deslavada, quemada, escrita con tinta simpática, enterrada e indesenterrable. Nada podía reconstruir esas palabras, eran como un tesoro varado y demasiado profundo, indetectable, intimidante.
Durante aquellos días, en aquel vacío, en aquel tiempo pasado sin hacer nada, sin escribir, sin nada, yo creía que él me había robado el alma, pero se había convertido en mi inspiración…
(De seis a ocho meses habían pasado entre los dos textos, el primero abandonado, interrumpido, sin conexión. Le envié la carta con tres meses de retraso, esperando que por esa ausencia de relación no le hiciera gracia, le resultara molesta, como la ceja caída o la toalla demasiado mullida. Después encontré por azar el fragmento del texto ya escrito y volví a tener la misma sensación de aventura. Había que superar el olvido, había que remitirse a la memoria).