El deseo de imitación

Tomé el tren en la estación de L. el viernes 26 de diciembre de 19**, a las dieciocho cincuenta, con destino a R., como atestigua un billete estampillado que olvidé por mucho tiempo en un bolsillo. Sólo me había llevado, en aquella maleta de cocodrilo de color gold que aún conservaba y había comprado con mi primera paga, una bolsa de aseo y alguna ropa de muda, de regalo un álbum virgen de fotografías, con hojas de grueso papel negro. No me había llevado el diario, por miedo a que ella lo leyera, lo abriese, en todo caso, y quizá me lo robara, tal vez sólo lo emborronase, me conocía yo bien las frases que habrían podido irritarla.

En el vagón-restaurante, un hombre me pidió fuego y conservó imperceptiblemente, un segundo más de lo necesario, o incluso menos, sus dedos rozándome la mano: era de origen calabrés y un año mayor que yo y tenía pómulos altos y cabeza rapada, voz de un timbre grave, piel de poros dilatados, casi granizada, como apretada cien veces para sacarle pus. Se llamaba F. y, cuando le pregunté qué significaba ese nombre, pensé en la lava, en el fuego que derraman los volcanes. Me propuso ir a alojarme en su hotel, propuesta a todas luces indecente, pues él reunía todos los requisitos para ser un bandido, y por la mañana, en el andén, al bajar del vagón, no lo esperé.

El chófer me esperaba, impasible y vestido enteramente de gris, ya entrado en años, con una elegancia un poco zafia: llevaba en la mano una foto de su ama. Sin decir palabra, quiso coger la maleta y me condujo hasta el Mercedes plateado. Hacía diez años que habían vendido el Rolls. Me preguntó si quería ir sentado detrás o delante y monté delante. Aunque él fuera como un lacayo, me sentía lamentable a su lado, y vi desfilar bajo el sol un paisaje frío que pasaba abruptamente de los vestigios antiguos a la construcción industrial, inhabitual para R., o, mejor dicho, inhabitual para la visión que yo tenía de R.

El movimiento del coche me recordó brevemente al movimiento del tren. Estaba solo entonces y había empezado a leer uno de los dos libros que mis padres me habían regalado por mi cumpleaños: Rojo y negro de Stendhal y El adolescente de Dostoyevski. Tomé el prefacio de Rojo y negro, que no había leído nunca. El autor explicaba que Stendhal se había inspirado en un suceso real y apenas lo había modificado en su desarrollo: un joven dispara en una iglesia a una mujer que ha sido su amante; según el autor del prefacio, Stendhal se había contentado con desarrollar los sentimientos que podían conducir a la evidencia de ese asesinato y, a medida que yo leía esas líneas, se desdoblaba otra evidencia: el objeto de mi viaje a R. era matar a esa mujer que me había convocado, yo no lo había pensado antes, no era, a decir verdad, un objetivo siquiera, sino una evidencia, algo que, a partir de ese instante, yo ya no podría evitar. Pero el encuentro con el muchacho, la comida, el estruendo permanente del tren, el incómodo y helado duermevela me disuadieron de esa idea. A mi llegada, la había olvidado incluso. Intenté decir algunas palabras al chófer. Contrariamente a su costumbre, su ama se había levantado a las nueve para preparar mi llegada y había un desayuno esperándome.

El trayecto de la estación a la casa me pareció extraordinariamente largo y después tuve la sensación de que el chófer lo había alargado a propósito y lo había complicado con numerosos segmentos, cruces y alamedas siniestras para desestabilizar mi idea de las distancias y obnubilar todos mis proyectos de salir de la casa. Esta aparecía, así, lejana y aislada, punto de llegada de un tortuoso laberinto que me resultaría difícil de seguir, en adelante, en sentido contrario. Por lo demás, el chófer se proponía ya ir a buscarme todas las mañanas el periódico a la estación y habría parecido ridículo querer acompañarlo. Al parecer, no había ningún autobús hasta aquel distrito. Detuvo el coche delante de un gran portal pintado de verde. La mujer se encontraba en el sótano de la casa, ocupada en un trabajo inefable: tenía puestas unas gafas finas y, cuando me vio, se las quitó, se levantó bruscamente y al instante cubrió su labor.

Yo había puesto como condición, para ir a verla, la de poder escoger la habitación en que dormiría: quería que estuviera bastante alejada de la suya y la imaginaba muy sencilla, pequeña, toda de blanco, sólo con una cama y una mesa, como un cuarto de sirviente. Tras tomarme del brazo, me condujo por la casa para enseñarme las habitaciones. Había unas treinta, ninguna de las del segundo piso tenía calefacción, seguramente no las habían habitado nunca y había en ellas una mezcolanza de tapices y cuadritos feos. Incluso el gran salón ofrecía una mezcla increíble, de estilo español y chino, barroco y clásico, con sus arañas venecianas, sus paisajes románticos, sus aparadores nacarados de la época Ming, pues la mujer había mandado comprar, a lo largo de su carrera, todo lo más caro, sin distinción. Su alcoba se encontraba en el primer piso: todos los pasillos, bordeados de armarios empotrados, encerraban todos los vestidos de sus películas y sus veladas, que había conservado; un vestíbulo, con alfombras espesas y armarios empotrados, también secretos, albergaba también su tocador, en una oquedad, y como un diván bajo destinado a los servicios del masajista y del pedicuro, que se relevaban. En la propia alcoba, la cama estaba cubierta de percal blanco, sobre ella había un cristo de madera torturado, pero lo que atraía la mirada eran tres pieles de tigres con las rojas bocas abiertas, estaban dispuestas a uno y otro lado de la cama, en escuadra, y las tres fieras se miraban y mantenían imposibles conversaciones (nostalgia de la jungla). La cama, que parecía perpetuamente nupcial, era, en realidad, una cama virgen, pues el marido la había abandonado hacía casi veinte años y la mujer no se había atrevido jamás a llevar a ella a otros hombres por temor de sus criados.

Yo seguía sin decidirme por una habitación, me parecían todas a cual más lúgubre. Por último, me llevó al sótano de la casa, más allá de su laboratorio y su cámara frigorífica, a un pequeño apartamento secreto. Era la antigua bodega, que unos años antes había desmontado con la ayuda del hijo de su ama de llaves, expulsando las ratas y exhumando restos humanos, huesos, fragmentos de escudos, cascos de jarrones que había mandado montar sobre varillas para sus vitrinas. Para entrar había que inclinarse ligeramente bajo una serie de cortinas de perlas y puertas bajas y estrechas. Al final, se llegaba a una lujuria de dorados, pedrerías, espejos biselados que reflejaban elefantes, diosas de mil brazos, marfiles enteros, budas enormes y lascivos. Esa alcoba, que ella llamaba cuarto de la oración, era, en realidad, su alcoba para el amor, raras veces usada, los hombres a los que allí llevaba debían escapar al amanecer, antes de que apareciese el jardinero. En ella quemaba perfumes de Oriente. Un tragaluz, cerrado por barrotes, era la única salida; un regulador de la luz irisaba todos los objetos y hacía crepitar falsas llamas. Esa habitación era la que me tenía destinada y esa fue también la que creí elegir.

Me encontré solo. Como estaba un poco sudoroso del viaje, quise darme una ducha. Abrí un armario empotrado: encontré en él algunos vestidos, perdidos o colocados allí a propósito, vestidos-tubo escarlatas, transparencias pectorales o volantes españoles de lamé negro, lo volví a cerrar rápidamente, no sin haber hecho zumbar los tejidos con un toque de la mano. El cuarto de baño estaba también tapizado de espejos, pero lo más asombroso era la bañera, transparente y excavada como un pozo, un jarrón, cercado por morenas que serpenteaban solapadamente en el acuario, que se adaptaba a la forma de la bañera. Los espejos que reflejaban mi cuerpo hasta el infinito y me revelaban perfiles monstruosos se volvían un camino demasiado evidente para el suicidio: apagué la luz. Sólo quedaba la luz verde y translúcida del acuario, me deslicé tiritando en un agua demasiado caliente, entre esas serpientes de mar que no me parecían separadas por ninguna pared y que de repente, con sus reptaciones negras, enseñando a veces sus minúsculos colmillos blancos, como alfileres de marfil, entre sus aplastados hocicos, me enlazaron las piernas, hicieron en mi cuello collares terroríficos con los pálidos reflejos del vidrio. Pero las morenas estaban ahítas: el chófer, encargado del acuario, les había dado esa misma mañana varios de esos peces rojos vivos que esperaban su hora en un tarro distinto y que de momento hormigueaban bajo mis pies.

Me llamó la atención sobre todo un pez rojo, pero más imponente que las víctimas, bastante plano, de costados estriados con una fina franja plateada, que se mantenía siempre en el mismo sitio, flotando en un volumen preciso, en lo alto y a la derecha del acuario, sin que nada pudiese desalojarlo: la inercia de ese pez era fascinante, decidí verificarla en varias ocasiones. Desviaba la cara para darle tiempo de largarse, pero, cuando de nuevo dirigía los ojos hacia el acuario, el pez seguía en su sitio, sin que pudiese distinguirse en qué sentido era un lugar más selecto que el torbellino de oxígeno que se elevaba en una columna de burbujas, las piedras relucientes o las algas artificiales…

La mujer me llevó a dar una vuelta por el jardín. Para salir, se había puesto sobre su vestido ligero un largo abrigo de piel de leopardo que había fingido coger al azar de uno de sus roperos. Me llevó a la pista de tenis, regalo de un productor, ahora empapada, invadida por la vegetación y de un bistre desvaído. La hice subir a la tribuna, absurdamente, en la pista desierta, para tomarle una foto, siempre llevaba conmigo el aparatito en el bolsillo. Dentro del recinto vallado y orlado por la hiedra, los tres perros, pastores alemanes, dos machos y una hembra, ladraron al verme. A través de la reja, mientras les hablaba, les alargó los dedos, que olfateaban con gusto y cuyo empolvado sabor conocían bien. Había que hablarles con un código, y en alemán, pues los había amaestrado la policía alemana. Entonces se oía la voz de esa mujer decir a sus perros, en tono brusco: «Sitz! Platz! Auf!», y los perros se sentaban, se levantaban, se echaban. Eran las únicas palabras de alemán que ella conocía, junto con las de un poema de Goethe que había aprendido en la escuela y que aún recitaba, mecánicamente, sin comprender su sentido.

Me llevó a la caseta del jardinero, que había mandado acondicionar para su hijo y el de su ama de llaves. La puerta estaba abierta. Estaba su hijo estudiando. Me estrechó la mano, con cierta frialdad, pero con simpatía. Ya nos habíamos visto en París, de los dos muchachos era el que más me quería, pues el otro sólo veía en mí a un intrigante, un gigoló y, todo hay que decirlo, un rival. Pidió a su hijo que nos ofreciera una bebida, sólo había whisky.

Cuando volvimos a la casa, el ama de llaves nos esperaba con el correo, que ya había seleccionado. Sólo le dio a leer el telegrama de un presentador de la televisión americana, que la felicitaba. El hijo del ama de llaves se disponía a marcharse a esquiar con unos amigos. Me saludó como yo me esperaba, de forma completamente glacial, y montó en el coche deportivo que le había comprado su madre, con esquíes sobre el techo.

Volvimos a encontrarnos solos. Ella se quejó de la mala educación de esos jóvenes. Ni siquiera le habían dado las gracias, aunque les prestaba su casa de Suiza, sin conocerlos siquiera. Nos instalamos en el comedor, cuya mesa estaba ya puesta. Y reapareció el chófer, con librea blanca, un poco sucia, mal abrochada. Alargó unos tallarines fríos con salsa de tomate en una magnífica fuente de plata. El almuerzo fue muy mediocre, la única señal de refinamiento, vestigio seguramente de costumbres antiguas, era la de colocar en el canastillo de fruta nueces a medio cascar, cuyo fruto se podía sacar fácilmente.

Después del almuerzo, expresé mi deseo de descansar un poco y ella, por su parte, continuó su labor. Intenté escribir, sin gran éxito, no me gustaban aquellas mesas con espejo, todos aquellos reflejos me asustaban. Saqué Rojo y negro y volvió a saltarme a la vista la historia del asesinato, cerré el libro. Fui al cuarto de baño a ver si el pez inmóvil seguía en el mismo lugar: no me había equivocado. Decidí expresar el día siguiente mi deseo de salir. Pensé en F., el muchacho que había conocido en el tren. Lamentaba no haber anotado su dirección.

Por la noche, cenamos pronto y aprisa: en el salón estaba ya bajando del techo una pantalla blanca. Como por lo general se ocupaba de las proyecciones el hijo del ama de llaves, había pedido a dos proyeccionistas que vinieran a prestar sus servicios. Fuimos juntos al sótano de la casa y ella abrió el gran refrigerador en el que guardaba los rollos de sus películas. Me hizo elegir dos: Noches de China y El gran Saba. Después cogió un manojo de llaves y se puso un abrigo para ir a la cabina de proyección, que estaba instalada en el jardín y daba al salón gracias a una ventanita corredera en el fondo de una vitrina. Hacía meses que no habían abierto la cabina, desde que se la habían enseñado al visitante anterior. Unas ratas, que yacían al pie del aparato, habían intentado roer los hilos del proyector, se habían comido los granos rojos esparcidos por el suelo de madera y la sangre se les había coagulado en las venas. Hubo que volver a ponerlo en marcha: el motor resoplaba, la lámpara tosiqueaba.

El ama de llaves se había ido ya de la casa, tras dejar en el salón una botella de champán, un bollo y turrón negro. En la pantalla reapareció su imagen de juventud temblequeando; su voz, tantas veces repetida, iba perdiendo brillo: era reina de Oriente, llevada en un carro por esclavos desnudos, hacía restallar su látigo, me tomó la mano. Los dos proyeccionistas se habían quedado en la cabina y miraban la escena, mientras comían salchichón.

Se habían mezclado los rollos: el fin vino después del primer rollo, ella murió y resucitó, las pasiones se invirtieron, abrazaba a hombres a los que aún no había conocido y el odio precedía a la pasión. Ella me traducía las voces, superponiendo la voz actual a la de entonces, y, como con frecuencia eran palabras de amor, parecía que utilizaba la imagen y la historia para decírmelas a mí.

Me acompañó a mi alcoba y ella misma retiró la piel que hacía de colcha, quitó los cojines, dejó al descubierto las sábanas de seda blanca. Después yo la rechacé. Me ofreció sus labios, que una vez más besé sin separarlos. Dormí de un tirón, con sueño profundo, sin oír siquiera los perros. Me despertó su voz. Ya era mediodía. También ella acababa de despertarse: su ama de llaves iba a llegar con el desayuno, inmediatamente después me la enviaría.

El ama de llaves dejó la bandeja encima del acuario y entró en el cuarto. A petición de su ama, me observó atenta: yo estaba sentado en la cama, en calzoncillos y con tee-shirt, y no me había peinado. Trajo un café absolutamente negro, asesino, que hube de rebajar con agua caliente en el grifo del cuarto de baño. Cuando volvió a la alcoba de su ama, a quien sólo ella podía ver salir de la cama, sin peluca, sin maquillaje, le dijo: «Pero ¡si tiene un aspecto de lo más normal! Estaba sentado en la cama, en calzoncillos y con tee-shirt, se lo aseguro, le he observado bien, no está nada mal formado». Ella me lo repitió a mí.

Por la mañana, después de levantarme y desayunar, me duchaba y me iba al jardín con mi libro; me cercioraba de que los perros estaban bien atados: ya no me ladraban cuando me veían pasar. Pero no dejaban de ladrar en toda la noche: en cuanto los soltaban de su recinto, se ponían a ladrar, sin cesar, hasta la mañana, no me dejaban dormir, me desasosegaban en la cama. Los escasos sueños eran pesadillas. Me reponía con el sol de la mañana, con los ojos levantados del libro, entornados y dirigidos hacia esa viva luz de invierno. Pasaba el jardinero con su escalera de mano y sus podaderas y me hacía una seña desde lejos. Yo la esperaba a ella, no podía verla nunca antes de la hora del almuerzo, no estaba visible. A veces miraba hacia su ventana, oculta por el visillo, y me la imaginaba mirándome. Me la imaginaba en su bañera en forma de concha, con el cráneo medio calvo, luego maquillándose durante un largo rato, con vendas blancas en torno al rostro, y después poniéndose la peluca. Cuando yo entraba en su alcoba, todos los utensilios habían desaparecido, me quedaba mirando fijamente los cajones cerrados. «Ya no es maquillaje», decía ella, «es restauración». Acababa de asfixiarse el busto ciñéndoselo con un vestido de volantes españoles demasiado estrecho.

Me abrió su armario secreto, el que contenía el motor de la sirena de alarma, el cuadro de mandos, con numerosos botones, para encender el circuito de vigilancia magnética. En él ocultaba fotos íntimas, sus joyas, sus cartas de amor, guardaba incluso las cintas magnéticas de las conversaciones telefónicas que había tenido con sus amantes. Nunca había posado desnuda, para ninguna revista, le habían ofrecido millones de dólares, y nunca había aparecido desnuda en el cine, siempre lo hacía una doble. Para las escenas en que aparecía ligera de ropa, en virtud de una cláusula especial del contrato, tras la toalla de baño que ocultaba deliciosamente su cuerpo, rellenaba toda su piel, sus senos y su vientre con grandes trozos de esparadrapo de color carne para que la cámara, en caso de que intentase transgredir, al sesgo, el límite fijado por la toalla, resultara burlada. Conque no existía ninguna foto de ella absolutamente desnuda, salvo dos Polaroid, en color, que había tomado ella misma delante de la puerta barnizada de su armario ropero. Las guardaba en un sobre cerrado, cuya abertura estaba lacrada con sus iniciales, arrancó el lacre y me mostró las fotos, que yo era el primero en ver y me revelaba como un tesoro. Las miré con expresión bastante indiferente y ella me pellizcó.

Después del almuerzo, declaré que iba a salir, ella palideció y después dijo: «Voy contigo». Yo dije: «No, tengo ganas de estar solo un poco». Ella dijo: «Muy bien, el chófer te acompañará». Tenía el rostro descompuesto. Yo no podía poner el pretexto de que iba a comprar el periódico, podía traerlo el chófer perfectamente. Acepté que me acompañara el chófer hasta la estación, pero le dejé volver solo, al regreso tomaría un autobús. Me paseé un poco: faltaban dos días para Noche Vieja y las calles estaban llenas de gente. La ciudad me cansó muy pronto. Quise volver. Ya había caído la noche. Un autobús me dejó en una curva junto a la carretera de la casa, pero a varios kilómetros. No había luz alguna que iluminara la carretera, me cegaban los faros de los coches que pasaban en tromba rozándome, otros frenaban, hipócritas, a mi altura, los perros ladraban tras las verjas de los jardines, caí en hoyos de desnivel y me entró miedo. Por fin apareció la casa, llamé al interfono, se oyó la voz del ama de llaves, por un instante pensé que ya no volvería a abrirse aquella puerta para mí. Me habían castigado por mi deseo de huida. Crucé el jardín en la obscuridad, transido, hacía mucho que no ardía el fuego de las páteras alineadas simétricamente a cada lado de las alamedas.

Era la última noche en que los hombres de la ciudad venían a proyectar las películas, la noche siguiente se quedarían junto a sus mujeres para preparar la cena de Noche Vieja. Quise ver Las noches de Bagdad, continuación de Las noches de China, y El circo rojo, en la que ella interpretaba el papel de una funámbula amada por dos domadores rivales. Recordé que había gustado a mi padre, cuando era joven: de niño, me había hablado con frecuencia de ella como de la mujer más bella del mundo. El ama de llaves había preparado una nueva botella de champán, tuvimos que acabarnos el bollo comenzado la víspera, que se había quedado un poco duro, así como el turrón de chocolate. Volvió a traducirme los diálogos y le pedí, con cierta brusquedad, que se callara. De momento no podía oír más su voz. No podía soportar más que se desdoblara, aún viva, de la voz un poco cascada y embalsamada por la película.

Aquella noche, mientras dormía, me despertó una puerta que chirriaba un poco, seguida de un ruido de pasos sigilosos. No me moví y contuve la respiración. Pensé en ella y después en su hijo, pero este no podía ser. Una respiración extraña se acercaba despacio a mi cuerpo. Me abstuve de encender la luz y fingí seguir durmiendo. De repente, alguien se sentó en mi cama y después noté el soplo de un aliento que se inclinaba sobre mí y, por último, unos labios que se acercaban a mi cuello. Entonces esos labios me mordieron violentamente, como para chuparme la sangre. Di un alarido, al tiempo que encendía la luz. En el almuerzo, reñimos. Ella calificaba a Pasolini de pornógrafo y se declaraba a favor de la pena de muerte, yo la insulté, pero nuestras palabras eran un simple pretexto.

Por la noche, como los proyeccionistas no iban a venir, quise llevarla a la ciudad. Se resistió. Hacía meses que no había salido. Al ama de llaves no le hacía gracia, pues debía ser ella quien guardara la casa. Insistí, de repente una alegría intensa la hizo ceder. Recuperó el guión que había mandado escribir diez años antes y con el que quería hacer su reaparición, llamó a un amigo productor. Precisamente él daba una fiesta aquella noche, todo el mundo se alegraría de verla. Yo quise cenar primero a solas con ella, antes de ir a aquella casa. Tardó mucho en prepararse. El chófer había aparcado el Mercedes ante la puerta de la casa y esperaba sentado en el coche, que zumbaba. El hijo estaba a mi lado. Por fin salió de su habitación y empezó a bajar la gran escalinata de madera con un sari de oro resplandeciente. El hijo me susurró: «Esta casa está fuera del mundo, fuera de toda realidad… parece enteramente aquella película…». No se atrevía a pronunciar el título. Le dije: «¿Sunset Boulevard?». «Sí, esa…». Ella montó en el coche a mi lado y el hijo cerró de un portazo.

En el coche le expresé mi deseo de fotografiarla, a la vuelta, ante la pantalla blanca del salón y bajo el haz de luz del proyector. Yo me imaginaba una secuencia: primero, ella tenía delante una toalla blanca, para ocultar su cuerpo desnudo, como en aquella película que había causado escándalo; después la toalla, tirada por cuerdas, salía volando y dejaba al descubierto su cuerpo, sus senos y su vientre, cubiertos con esparadrapo; su peluca salía volando, a su vez, y dejaba al descubierto su cráneo cercado por vendas blancas; entonces aparecía yo, precedido de mi sombra en la pantalla que se separaba del aparato, llevaba su peluca, que acababa de salir volando, y también uno de sus vestidos. Cuando me había situado delante de la pantalla, su cuerpo se esfumaba lentamente como en un ácido. Ella no vislumbró el simbolismo del asesinato, yo tampoco: por lo demás, sólo me dijo: «Pero tú no eres mi amante, haré esas fotos cuando seas mi amante».

El restaurante al que quería llevarla estaba cerrado por las fiestas, me llevó ella a un restaurante de actores, no lejos de la estación. Pero temía a los fotógrafos: en cuanto llegaba a un restaurante, los propietarios llamaban a un periódico para hacerse propaganda. «Al fin y al cabo», dijo, «me trae sin cuidado que te vean conmigo; al fin y al cabo, te quiero». Pero no vino el fotógrafo y nos hicieron pagar la cuenta. Un poco decepcionada, dijo: «Esta es gente correcta».

El chófer nos llevó a casa del productor. Era un playboy que había sido fotógrafo exclusivo y amante de tres princesas y de una estrella de cine americana. Se había casado con la secretaria de la estrella, joven francesa bastante vulgar. Asistían a aquella velada muchas mujeres francesas, antiguas prostitutas que se habían casado con hombres de negocios. Cuando llegamos, tocaba ya a su fin. Me impresionó la grosería de la decoración: cristal ahumado, espejos con pátina y gadgets dorados colocados sobre el plexiglás. Ella se encontró con un antiguo empresario que ahora era abogado de una gran compañía americana y que le dijo con tristeza: «No has cambiado». Ella le dio su guión para que lo leyera. Mientras conversaban, yo me aburrí y las mujeres francesas, que hablaban mi lengua, intentaron distraerme. Me preguntaron: «¿Qué hace usted?». Respondí: «¿No lo ven? Soy su esclavo». Expresé mi deseo de salir, ella me disculpó. Cuando nos marchamos, en el umbral, el dueño de la casa me dijo: «No la toque, es uno de nuestros monumentos más preciosos».

Una noche me despertó el timbre del teléfono interior, era ella quien me llamaba. Había bajado al sótano, donde se ausentaba con frecuencia por las tardes para dedicarse a esa tarea misteriosa, y me dijo: «Ya está, acabo de terminarlo. Es una sorpresa… pero no podré guardar silencio hasta mañana… adivina…». Yo no podía imaginar nada. Mi cabeza se encontraba vacía ante aquella voz lejana y tan cercana a la vez (poner un nombre a esa voz, su nombre, era ya para mí completamente irreal y fantástico). Ella me dijo: «He hecho tu retrato, una sanguina, de tamaño natural, pero te lo enseñaré mañana…». Colgó. Fui al cuarto de baño a orinar. Encendí el acuario para cerciorarme de que el pez rojo seguía en su lugar.

El día siguiente era Noche Vieja. Como los proyeccionistas no volverían hasta el día siguiente, había que encontrar algo que hacer para nuestra velada. Me dijo: «En último caso, podemos ir a una velada, estamos invitados en casa del príncipe V., pero, como la gente de anoche te pareció tan repugnante, tal vez no te gusten estos y estaremos atrapados, hoy he dado permiso al chófer para la cena de Noche Vieja y el príncipe vive en el extrarradio. Te propongo lo siguiente: vamos a ir esta tarde a su casa con el pretexto de hacerles una visita y, si te gustan, y sólo en ese caso, volveremos allí por la noche». Comimos deprisa y después nos marchamos. Hacía un sol radiante y la periferia industrial de R. desfilaba, ensordecida, amortecida, como una larga cinta, tras los cristales del Mercedes. El coche se deslizaba despacio, con el chófer delante, apenas oíamos el ruido del motor, ella me tomó la mano y se inclinó hacia mí para hablarme en voz baja. Escuché, presa como de un letargo. Por miedo a sentirse deprimida, acababa de tomar anfetaminas, su precipitada habla chocaba con la calma del paisaje:

«… Cuando llegué a Hollywood, él me ocultó en una de sus casas, nadie podía visitarme, tenía mi peluquera, mi encargada de vestuario, mi secretaria, no tenía nada que hacer, esperaba, había un solario y pasaba todo el día bronceándome; estando un día en la terraza, una corriente de aire cerró de un portazo la puerta, estaba sola en la casa, llamé al jardinero, nadie vino, no había ningún punto de sombra, al final me quedé adormilada al sol; cuando me desperté, era casi de noche, pero estaba toda roja, se me caía la piel a tiras, alguien vino a abrirme, recogí toda mi piel y la metí en un sobre, se lo envié a mi hijo, todos los días le enviaba algo, tenía cinco años… Era un hombre muy extraño, nadie lo había visto nunca desnudo, le daba vergüenza su piel, no se le podía tocar, tenía la piel muy seca, como la de un viejo, me acosté con él y estuve a punto de ponerle la mano sobre el hombro, me dijo: “Te lo suplico, no me toques”; en cuanto tenía una relación con una mujer, la hacía lavarse antes y él iba inmediatamente después a lavarse, tenía una verga muy larga, muy fina; cuando estaba en el cuarto de baño, aproveché para ir a examinar su chaqueta, siempre llevaba la misma, la había dejado sobre una silla, la volví y vi el raído forro que se deshilachaba, era multimillonario, pero siempre llevaba el mismo traje…».

Eran historias que me había contado ya varias veces. Yo ya no podía oírlas más. Ya ni siquiera podía oír el sonido de su voz. Me parecía que cada una de sus palabras tenía una materialidad física, además de sonora: táctil, como ondas, olas de hediondez que venían a azotarme el rostro. Primero aparté la cara y miré fija y obstinadamente el paisaje, intenté no oír en absoluto la voz. Pero ella seguía hablando y me apretó la mano con mayor fuerza. La evidencia del asesinato se me apareció de nuevo, pero esa vez se me imponían unas imágenes de una precisión espantosa: si pasaba la Noche Vieja a solas con ella, estaba seguro de que la mataría. Los gestos del crimen se superponían a la triste cinta del paisaje.

Estábamos los dos en el sótano de la casa, cerca del refrigerador, cuyo motor era el zumbido del coche, bebíamos champán, ella acababa de enseñarme mi retrato y resultaba evidente que era mi retrato funerario; si no quería morir, yo tenía que matarla a ella. Quiso besarme, la rechacé y tan violentamente, que cayó hacia atrás y fue a golpearse la cabeza con la parte trasera del acuario. El pez rojo seguía en su lugar y en su inmovilidad yo vi una orden de muerte: monté sobre ella, desplomada, y le apreté la garganta, se rompió el collar de perlas, mis manos no tardaron en juntarse en torno a su cuello deshecho, un chorro de sangre que le salió por la boca me escupió en el rostro, seguí zarandeándole la cabeza, después la solté y ella se desplomó como una gran muñeca estúpida. Le arranqué la peluca para verle por fin la cabeza: descubrí las vendas blancas, la gasa que ceñía el cráneo y dejaba ver algunos cabellos esparcidos y pegados. Por último, y pese a las morenas que serpenteaban, aviesas, fui a lavarme las manos en el torbellino del acuario. El hilillo de agua que hacía gluglú dispersó una nube de sangre que expulsó por fin al pez rojo de su lugar. Yo había tenido la precaución de remangarme el brazo.

De repente le dije: «Calla, no puedo escucharte más. Ya no puedo soportar tu voz. Te lo ruego, calla, que se me ocurren ideas innobles. Si nos quedamos solos esta noche, te mataré, estoy seguro de ello. No debemos quedarnos solos». Ella soltó una carcajada: esa idea le encantaba, ser asesinada por mis manos le fascinaba. Le conté detalladamente mi guión, ella se sometió a él, pero yo le supliqué que lo evitara.

Al frenar el Mercedes, en el patio del castillito, las aves de corral salieron huyendo como locas. En el crepúsculo era un paraje de una gran tristeza: la antigua piscina, enrejada y cercada por murallas, servía ahora de corral, un estanque vacío estaba cubierto de cuerdas de tender la ropa, en las que había sábanas puestas a secar. El príncipe V. nos recibió con los brazos abiertos: era un noble medio arruinado que conservaba su castillo a saber mediante qué artificio; como viajaba con frecuencia, ella sospechaba que era espía de China o de Rusia. Se había casado con una joven euroasiática, que había sido maniquí, cuarenta años más joven que él, le había dado una hija, un monstruito ruidoso y con trenzas, un bólido que se lanzaba por las frías salas del castillo devastando todo lo que encontraba a su paso, pero quedaban pocas cosas que no hubieran sido robadas o vendidas. Hacía mucho tiempo que no encendían la calefacción, se movían por el interior con el cuello del abrigo alzado. Sobre largas mesas bajas había botellas de alcohol del mundo entero, otro medio de entrar en calor. Pero lo que por encima de todo constituía el orgullo del príncipe era su cocina: enorme y equipada a la antigua, provista de las primeras máquinas eléctricas, que zumbaban, arcaicas, como robots, la heladera, los grandes hornos, los había comprado en stocks de palacios desahuciados. En pilas de agua se movían lentamente grandes anguilas negras, la niña las molestaba con la punta de los dedos. Se las mandaban directamente de Groenlandia, por avión: según decía, resultaba más barato que comprarlas en el mercado local. Un cocinero chino, con el pelo lacado y trenzado y una gorrita plana en lo alto del cráneo, perforada para dejar salir la trenza, picaba meticulosamente trozos de jengibre y hojas de arroz para un pastel. El príncipe decía en francés, señalando a su cocinero chino: «Es mi último lujo». Nos dio a beber un aguardiente de membrillo. La velada que estaban preparando era de blanco, ella iba a tener que ir a cambiarse. Pero la joven euroasiática tuvo la desafortunada ocurrencia de decirle: «Mis invitados se alegrarían mucho de ver a una celebridad». En el coche, de regreso, dijo: «Estoy harta de estar en una vitrina, lo he estado toda mi vida». Decidió no ir a esa velada. Nos quedaríamos solos.

Cuando el coche volvió a atravesar el portal, nos cruzamos, tras los cristales, con el ama de llaves y toda su familia que volvían a su casa: así, pues, ella había convenido con su criada en que pasara la Noche Vieja en familia y que ella guardaría la casa conmigo. Con el pretexto de mi irritabilidad, había fingido al preguntarme mi opinión. Yo iba a pasar esa noche a solas con ella, totalmente a solas, y la idea del asesinato volvía, con la obsesiva regularidad de un ojo que parpadea.

Quisimos dar un paseo por el jardín, caía la tarde. Ella se había cambiado ya para mí, se había puesto un ceñido traje de noche de muselina, transparente y con incrustaciones de plata, cortado por ella misma, diez años antes, para una gala benéfica en Las Vegas, apenas había engordado. Abrí la puerta del jardín, ella pasó la primera, al instante dos de los tres perros se lanzaron sobre mí. Ella gritó, pero no se detuvieron, como si el hijo del ama de llaves los teledirigiera, desde su montaña, para que realizasen sus proyectos asesinos. Tuve apenas tiempo de volver a cerrar la puerta, los perros ladraban tras el vidrio mostrando los colmillos, el rosa asalmonado de sus morros, ahora podía provocarlos sin miedo. A ella no la tocaron, pero no consiguió hacerlos volver a su recinto. El tercer perro estaba atado dentro de la casa, en un pasillo de la planta baja, por si necesitábamos que nos defendiera.

Volvimos a encontrarnos a solas en la casa, sin poder siquiera salir. Si la mataba, tendría que vencer a los perros. Sólo eran las ocho, había que pasar el tiempo hasta la medianoche. Un plato de lentejas, tradicionalmente preparado todos los años por Noche Vieja para que trajera suerte con el dinero durante el nuevo año, estaba enfriándose en su olla; ella abrió una primera botella de champán. Quiso besarme y replicó lanzando una risa casi aviesa: «sin penetración», los ojos se le humedecieron, la risa ocultaba su tristeza. Estuvimos mirando la televisión hasta hartarnos, los futbolistas se mezclaban con las locutoras, después se le ocurrió la idea de ir a buscar sus fotos. Su hermana las había guardado en cajas, en el desván, bajo los armazones de la casa. Subimos al último piso y allí, en el cuarto de baño, tomó un enchufe sin hilo que aplicó a un tabique, un espejo giró sobre su eje, desembocamos bajo el tejado, allí donde había apiladas miles de fotos. Las cogíamos en paquetes para llevarlas al saloncito, donde las miramos una por una, pasándonoslas de una rodilla a otra. Ella dijo: «No recuerdo nada, es como si nada hubiera ocurrido».

Habíamos dejado pasar la hora: los fuegos artificiales de las ciudades vecinas nos devolvieron a la realidad, las sirenas de alarma se disparaban solas, los perros ladraban cada vez más. Nos precipitamos hasta la cocina, pusimos a calentar el plato de lentejas y abrimos una nueva botella de champán. Nos besamos como dos amigos. Las fotos nos habían reconciliado, se había esfumado la idea del asesinato. Ella se sentó junto al teléfono, pero nadie la llamaba. La espera la ponía cada vez más nerviosa. Ya había pasado una hora. Por fin, sonó el teléfono. Vaciló antes de descolgar. Dijo, inquieta: «Debe de ser mi hijo…». Pero su hijo estaba esnifando cocaína en alguna parte de la ciudad. Era una voz masculina, un nombre desconocido, una voz que llegaba de muy lejos, que atravesaba continentes, profundidades submarinas, ciclones, huracanes, todo eso para decirle, con cierta inexactitud en el cálculo del desfase horario, pero temblando de emoción: «Señora, es usted la estrella más grande». No era una broma. Tal vez fuese la única persona en el mundo que se había acordado de ella en aquel instante y había pensado que tal vez estuviera sola. Pero también aquel año había logrado no estarlo del todo. No respondió, colgó el auricular.

Más tarde, por la noche, dijo:

«Piensas que mi boca huele a polvo, a carne, a mucosa, o, si no, que huele a vino, a vagina, a muerte. Dices que mi boca te da asco, que apesta, que apesta a muerte. Esta casa es como una oficina bancaria. No duermo. Estoy sola y los perros dan vueltas a nuestro alrededor. No te vayas. El champán está caliente, mala suerte. Chin, chin. Feliz Año Nuevo. Quédate un poco más conmigo. ¿Quieres?».

El día siguiente, Año Nuevo, comprobé que el pez rojo seguía en su lugar en el acuario y quise marcharme precipitadamente. Hice la maleta. Dije: «Me marcho», y ella no hizo nada para retenerme. Quiso regalarme uno de sus jarrones etruscos, pero lo rechacé. Me acompañó con el chófer a la estación. Durante el trayecto volvió a pedirme que le contara lo que había ocurrido en Viena, con aquellos dos muchachos, yo nunca había querido contárselo exactamente. Volvía a la carga: yo había contado demasiado y no suficiente, quería detalles. Dije: «Pero ¡si era una relación espiritual!». Ella dijo: «Yo tengo confianza en ti, me he mostrado desnuda ante ti. Te he enseñado esas fotos que nadie había visto». Insistió. Al final, tomé un lápiz y una hoja de papel y me puse a dibujarle las posturas eróticas que habíamos practicado. El chófer espiaba el intercambio por el retrovisor, vio que ella plegaba el papel en cuatro y se lo deslizaba, como en los cuentos antiguos, dentro de la blusa.

Cuando volvió a su casa, la habitación estaba vacía. Sabía que yo no volvería. En su habitación, volvió a desplegar el papel y examinar las posturas, sus dedos separaron los labios de su vientre. Por último, preparó un nuevo sobre, pues había rasgado el que contenía sus fotos: dibujó en él una calavera, metió dentro cincuenta dólares y una nota en la que suplicaba al ama de llaves que, si ella moría, hiciera trizas el sobre. En otro sobre, volvió a colocar sus fotos, envolviéndolas en ese papel que contenía las posturas eróticas de los tres muchachos. A solas, se echó a reír.

Volví a verla en Nueva York dos meses después. Tomé un billete de avión por un capricho, nunca había ido a Nueva York. Me asfixiaba en París, Nueva York era una última carta, una carta vital. También para ella Nueva York era una última carta: la casa que tenía en R. devoraba varios millones al mes y, como hacía diez años que ya no trabajaba, vivía de revender, a medida que lo necesitaba, las acciones que tenía en Suiza y la suma se estaba agotando: pronto iba a verse obligada a vender sus muebles, sus alfombras, sus joyas. Era demasiado orgullosa para vender: sabía que esas ventas no se mantendrían en el anonimato, aunque los receptores fueran ladrones o estafadores y a menor precio. Se le había ocurrido la idea de lanzar una colección de toallas de baño, colchas, fundas de almohadas o vasos para enjuagar los dientes con algunos de sus torpes dibujos. Había ido a Nueva York para vender su nombre, su rúbrica, cosa a la que hasta entonces siempre se había negado, cuando le habían propuesto millones de dólares. Pero ahora su nombre se había depreciado y se enredaba en cuestiones de porcentajes, apoderados y abogados, y le hacían firmar documentos que en el último momento substituían por otros contratos que la perjudicaban.

El día siguiente al de mi llegada, fuimos a ver una obra de teatro en Broadway: era tan aburrida, que se durmió sobre mi hombro y yo, para luchar contra mi propio aburrimiento, me puse a escribir la crítica de la obra en un trocito de papel. Quisimos salir los primeros, antes de los aplausos, pero nos encontramos bajo la marquesina del teatro, detenidos por un diluvio infranqueable. Llamé a un taxi, pero siguió su camino, era la hora de la salida de los teatros. Salió el público, a su vez, y se agrupó entre nosotros bajo la marquesina. La lluvia formaba una muralla verdaderamente intransitable. Ella iba vestida con su visón de color verde manzana, se había puesto las gafas negras y el azar hizo que se encontrara situada junto a un enano asiático, al que tomaron por su galán. La gente que la reconocía la miraba con insistencia y sorpresa: ¿cómo podía encontrarse una mujer como ella en la misma situación que ellos, rebajada a aquella espera miserable? Un hombre se plantó ante sus narices, hizo estallar contra su ardiente rostro el flash de una instamátic y dio media vuelta sin hablarle siquiera. Yo adivinaba sus lágrimas detrás de sus gafas. Me dijo: «¡Qué tonta he sido por dejarme ese número de teléfono en casa! Habría llamado a mi amigo y nos habría enviado una limusina». Pero yo sabía que no había ni amigo ni limusina. Me arriesgué bajo la lluvia a ir a buscar un taxi y volví con las manos vacías. La desesperación había caído sobre nosotros como un jarro de agua fría.

Por último, le propuse que camináramos bajo la lluvia. Hacía media hora que ella estaba inmovilizada entre aquella gente que la miraba como a un mono, no había otra solución. Desplegó el programa por encima de su peluca y se lanzó bajo el agua. Caminamos un rato antes de detenernos bajo la marquesina de un cine cuyo rótulo luminoso acababa de apagarse. La gente corría por todos lados gritando, los taxis tocaban el claxon sin detenerse. Bajo la misma marquesina había dos polis, apartados y con sus walkie-talkies. Uno de ellos, el más joven, la miraba ruborizado y, tras vacilar, se acercó y se dirigió a ella como un auténtico caballero: «Perdone, señora, lamento molestarla, pero ¿no es usted la señora X.?». En aquel momento, la desesperación pareció abandonarla, se reavivaba, aquellas palabras de reconocimiento la devolvían a la vida, como una suicida a la que reanimaran con soplos de oxígeno. Le dijo: «Veo, señora, que usted y su amigo parecen incomodados por la lluvia. ¿Quiere que llamemos a un coche?». Se volvió para hablar en el walkie-talkie, como si no quisiera molestarla más con una manipulación trivial; medio minuto después, un enorme coche de policía frenaba a nuestra altura y nos abría sus portezuelas. Los polis pusieron la sirena, dijeron: «Nos sentimos muy honrados de transportar a la señora X.», ni siquiera pidieron fotos ni autógrafos. El coche se detuvo ante la puerta del restaurante en el que había reservado mesa para dos.

Acababa de ocurrir un instante maravilloso: estar en Nueva York, por la noche, en un coche de policía, con aquella mujer casi divina a mi lado, yo me sentía embriagado por el sonido de la sirena y la velocidad del coche, la proximidad de los polis, su silencio respetuoso; como si su veneración recayera sobre mí y sólo yo tuviese los medios para concedérsela, le tomé la mano y se la besé.

En el momento de pagar la cuenta, reparamos en dos nuevos polis que preguntaban al maître en la entrada del restaurante si querrían la señora X. y su amigo hacerles el honor de que los acompañaran al lugar que eligieran. Ella aceptó de buen grado. Pero esa vez los polis pidieron fotos con su dedicatoria, que no llevaba consigo, por lo que debía subir a su apartamento. Temiendo que la tomaran por una mujer culpable a la que venían a registrar y detener, explicó al portero del edificio: «Estos señores han tenido la gentileza de acompañarnos y, a cambio, voy a regalarles una foto con mi dedicatoria». Estaba reviviendo. Los dos polis entraron con timidez en el apartamento, estaban contentos de ver hasta qué punto se parecía a lo que esperaban, con sus espejos ahumados y todo su mal gusto lujoso. Habían guardado sus walkie-talkies, cuyos hilos les colgaban de los oídos, pues no debían dar la impresión de haber abandonado su servicio. Los fotografié a los dos, a ambos lados de ella, mucho más baja, delante de su cama…

Epilogo

Hubo una interrupción, de varios meses, de varios años. En Nueva York nos habíamos enfadado. Luego una noche, años después, me llamó una vez más y su voz me pareció una emanación del más allá. Yo seguía sin mudarme. Y no me había suicidado. Lloraba, sentado en mi cama. En mi continente, eran las tres de la mañana. Ella me dijo: «¿Duermes?», yo dije: «No, estoy llorando». Ella no compartía mi tristeza, dijo: «No llores: a rey muerto, rey puesto el día siguiente». Me llamaba porque acababa de encontrar el papel en que le había escrito yo (el único que le escribí), copiando de mi diario: «Me ha dicho que anoche se masturbó pensando en mí y hasta hacerse sangre. Yo le he tomado la mano para que me tocase el torso, para que evaluara ese vacío que ahonda mis costillas y me ha dicho: tú tienes corazón…». Había rasgado ese papel, por miedo de que su hijo lo encontrara después de su muerte. Me dijo: «En esta imposibilidad de amor habrá habido, pese a todo, un poco de amor…».