El beso a Samuel

En abril de 19**, partí solo, por una semana, a Florencia, para fotografiar las figuras del museo de cera anatómico. Llegué el domingo. El museo abría sólo unas horas el sábado por la tarde. Durante esos seis días de espera llovió.

Llevaba poco dinero. En la oficina de turismo me indicaron una pensión en Via Martiri del Popolo, en el cuarto piso, al fondo de un patio en el que un cine exhibía una película de Bruce Lee. La habitación me gustaba, pese a ser muy modesta: el agua del grifo tenía un gusto a lejía que yo saboreaba; el interior del armario olía, en efecto, a interior de armario; las sábanas, de tan usadas, estaban suaves; la colcha de lana marrón, muy fina, me recordaba a la del dormitorio de la escuela de párvulos. Pagaba siete mil liras por noche. La pensión cerraba a medianoche.

La soledad me obligó inmediatamente a una percepción más activa, más puntillosa, a desmenuzar naderías. Mi mirada tropezaba con todo, pero nadie tropezaba con mi disponibilidad. Me miraba excesivamente. T., que en el último momento me había dejado marchar solo, se convertía en una idea de refugio, un punto de apoyo, en el que abandonarse: ¿debía solicitar el sufrimiento?

No visité ningún museo. Me veía deambular por las calles, volver a los lugares por los que había pasado con él dos años antes. Volvía a las mismas comidas, al pan caliente con aceite de una panadería de Via del Cerchi, pero habían renovado el local. Volví a tomar las mismas fotos, las tumbas de niños, los medallones y los mausoleos del gran cementerio, seguramente con los mismos encuadres. No volví a los jardines de Boboli, donde dos años antes, caminando detrás de él, había sentido el repentino deseo de lanzarle con todas mis fuerzas la masa de la máquina de fotos, sujeta en torno a la muñeca por una correa, contra la nuca. Era un peregrinaje sin hipnosis.

Ya no sabía si debía hablarme a mí mismo o tomar un interlocutor, sellar un sobre. Allí no solamente dormía solo, sino que, además, estaba exclusivamente solo, no hablaba sino para pedir la comida o cambiar el dinero destinado a los fotomatones. Si un imbécil quería abordarme, no le decía que era extranjero o que no comprendía, le decía simplemente: «No quiero hablar». No hacía ningún trayecto en autobús, ni siquiera el más largo, iba a pie. Llevaba los calcetines agujereados por la parte del talón. Ya no me afeitaba, no me lavaba la cabeza. No llevaba conmigo ningún objeto de escritura e iba arrancando sucesivamente las páginas de mi libro, pedía prestado un bolígrafo para escribir. El fotomatón se convirtió en mi ocupación más frecuente. Las fotos estaban garantizadas: indestructibles, inalterables, durante veinte años. En la máquina estaba escrito que eran fotos para pasaporte, carnet de identidad, carnet de conducir y permiso de armas, alguien había añadido «narcisismo». Volví varias veces a sacarme fotos en esos fotomatones de cuatrocientas liras. No sabía si esas imágenes que salían del aparato reforzaban mi aislamiento o me separaban de él. Con una de ellas encargué en una tienda mi medallón funerario.

Volví dos veces al día a la estación terminal. Me metí por ese pasaje subterráneo cuyo guarda era un hombre ciego que mendigaba sin descanso. Me mantenía atento a la confusión de los movimientos. Mientras unos viajeros se adormilaban en la sala de espera, en la capilla católica un hombre dejaba su gorra de cuadros y su bolsa de eskay en el banco que tenía delante y se arrodillaba para rezar, unas mujeres esperaban en fila para la confesión; a veinte metros de allí, en los servicios, unos hombres maniobraban, por entre las puertas entreabiertas, barras de carne bastante rosadas. Deslicé cien liras en el shoe polisher e introduje, sin poner atención, mi mocasín bajo el enorme cepillo, que se había puesto a girar. Pero un hombre se me acercó y me apartó la pierna, me mostró la máquina en que estaba escrito «marrón» y después señaló mis zapatos, negros, naturalmente, y aprovechó los últimos instantes en que el cepillo giraba para deslizar sus zapatos, de color marrón.

Volví más tarde, y borracho, a esos servicios; con el vientre frotando contra el embaldosado húmedo, pues la cisterna se desencadenaba sola a intervalos regulares, me dejé dar por el culo por el primer tipo que se presentó. La última noche seguía sin haber hablado con nadie. Delante de los servicios un joven me abordó y me pidió diez mil liras por acostarme con él. Llevaba ese dinero e incluso un poco más en un bolsillo interior de la chaqueta. Llevaba también cinco mil liras, la mitad del dinero que me pedía, en un bolsillo exterior. Entonces se me ocurrió la idea de mentirle: le dije que no llevaba ese dinero conmigo, que tenía sólo cinco mil liras y se las daba tan sólo por un beso. Esa propuesta pareció alegrarlo, halagarlo. Se llamaba Samuel, era originario de Palermo y tenía diecinueve años; me habló de su novia, que vivía en el norte de Francia, en Marcq-en-Baroeul. Fuimos en busca de un lugar en el que pudiéramos besarnos. Bordeamos el andén y después nos metimos por los pasos subterráneos, en los que cuerpos envueltos en nilón azul y rosa tapizaban el suelo en busca del sueño, algunos nos interpelaban por las estrechas ranuras del saco dé dormir para preguntarnos la hora. Nunca era posible el beso. Siempre pasaba un viajero o un mozo de equipajes, un ruido de pasos nos impedía detenernos. Cruzamos la estación en toda su longitud y después volvimos a salir al último andén, desierto y negro, y lo bordeamos hasta que desapareció en la alineación de los raíles, tras pasar ante un vestíbulo en el que hombres con mono arrastraban grandes cajas, por fin nos encontramos solos y nos detuvimos, nos volvimos uno hacia el otro, pero un hombre escondido en la obscuridad de una locomotora nos interpeló y nos ordenó que nos largáramos. Le dije: «de paseo», y reanudamos la marcha, volvimos a meternos por el paso subterráneo. Habíamos caminado veinte minutos y al final se volvió hacia mí y nos besamos sin prestar ya atención a los que pasaban, al pie de una escalera. El traspaso del dinero siguió casi al instante al traspaso de la saliva: mientras su lengua me penetraba en la boca, yo me sacaba las cinco mil liras del bolsillo y se las pasaba al suyo. Al principio me pareció que tenía pelos en la lengua, pero era el paloduz que estaba mascando. El beso se prolongó. Samuel se rio y me dijo: «Tienes unos dientes bonitos». Volvió a besarme, varias veces seguidas. Dijo riendo, en francés, como en la canción: «Voulez-vous coucher avec moi ce soir?». Me preguntó si había visto ya a Alain Deion, como yo lo veía a él, midiendo la distancia que nos separaba, y me puse a describírselo, pues lo había visto realmente, y mi descripción me pareció de repente mentirosa por lo estereotipada que era. Después me dijo que tenía hambre y me invitó a comer espaguetis con él y beber Coca-Cola en la cantina de la estación. No me atreví a decirle que le había mentido y al final le dejé pagar. Tenía que volver a mi pensión, pues faltaba poco para la medianoche. Me acompañó un poco fuera de la estación, con la mano en el hombro, y, cuando nos separamos, me puso quinientas liras en la mano «para volver a casa».

El día siguiente, fui al museo de cera anatómico a la hora en que abría. Había esperado tanto ese momento, que me puse a tomar fotos con precipitación, sin mirar nada. El museo estaba aún vacío, y, aunque estaba prohibido, podía tomar todas las fotos que quisiera sin llamar la atención. Pero, a partir de la tercera foto, el flash dejó de funcionar, las pilas estaban gastadas y el lugar estaba tan obscuro, que no se podía fotografiar sin flash. Salí a comprar pilas, pero todas las tiendas estaban cerradas. Había que esperar cuatro horas. Cuando volvieron a abrir, el museo estaba a punto de cerrar. Yo había abandonado el cuarto de la pensión y había dejado mi equipaje en la consigna de la estación. Me quedaba un poco de tiempo antes de que saliera el tren. Samuel no estaba por allí. Fui a los sótanos de un establecimiento de higiene compuesto de un barbero, servicios y baños turcos. Entré a que me afeitaran la barba, ya de seis días, y salí con las mejillas rojas de sangre.

Tomé el tren hasta Siena. En el jardín del Palazzo Ravizza, el árbol en flor estaba ya rosado. Escuché el sordo estruendo del chaparrón, mientras el lento hilillo de agua caliente llenaba la bañera. El campo toscano era tal como Yvonne me lo había descrito, más allá se alzaban las cruces del cementerio. Los espíritus que debían de morar en mi cuarto, en el último piso de aquel palacio desierto, no formaban ninguna presencia hostil, o graciosa, en torno a mí, tan sólo una suave envoltura. Delante de la ventana, me rasqué con fuerza la cabeza, hasta que la piel cayó en películas sobre el cuaderno, en el que escribí: excepto la persistencia de mi materia fecal al chocar en el esmalte, ya no hay punto de referencia.