Cartas de amor (o El depósito desconsiderado)

Creyendo que las palabras tenían un poder efectivo (…).

Flaubert

Por considerar la narración aburrida, decidió resumir así su encuentro:

En realidad, yo me había excitado con su propuesta, con el deseo que tenía de mi boca, la eventualidad de un sentimiento amoroso.

Deseo de engaño. Deseo de pérdida. ¿Duelo de T.?

Durante un mes escribí una carta diaria a A. Durante un mes guardé la castidad. Dormía con el sexo comprimido dentro de la mano. Intentaba apartarme del pensamiento las ideas vulgares, cualquier representación carnal. Ya no comía carne, ni tejido sangrante ni nervioso alguno, para empalidecerme la tez. Al pasar por una playa, permanecía completamente vestido, a la sombra, y me limitaba a alzarme los bajos de los pantalones para bañarme las pantorrillas. Debían de pensar que disimulaba algún defecto anatómico.

Por la noche, después de apagar la luz, me desnudaba por fin en la cama y, procurando que la amnesia de mi sensualidad no se volviera definitiva, me arañaba un punto de la piel, por lo general los costados. Me negaba a tocarme el sexo, al orinar no bajaba la vista hacia él y con ningún dedo desplegaba mis pliegues radiados de Morgani. Abrevié considerablemente el tiempo que dedicaba a la defecación: tenía que privarme de cualquier sensación anal, me estaba formando un himen. En cierto modo me volví loco: esa retención me aturdía.

Lanzaba propuestas novelescas, pero mi cabeza no se concentraba en nada, ninguna concatenación, ninguna minucia: las ideas de títulos, subtítulos y portadas, de tipografías incluso, resultaban encontradas, tenía fantasías de libros, pero la escritura estaba parada en seco. Leía biografías de grandes escritores y de vez en cuando mis ojos se desdoblaban de los caracteres impresos para componer, en filigrana, mi propia biografía.

Un insomnio me dio esta premonición: yo le reclamaba las cartas, él no quería confiármelas, tal vez las hubiera roto, por lo que nos enfadábamos.

1) A. Tal vez sea una chifladura pensar que puedo amarte, pero lo pienso. Sólo espero de ti mirarte, oírte hablar, verte sonreír, besarte. No es un deseo localizado, es un simple deseo de acercamiento. Aquí, en París, me dan deseos de mezclar el calor de mi cuerpo con el tuyo, castamente, adormecerme contra ti, respirarte. Semejante declaración tal vez sea la condena a muerte de nuestra relación: sobre todo no te sientas repelido por esta efusión.

2) A. ¿Pienso en ti al escribir este nombre? La primera carta era, pues, una carta de amor. Te escribo de nuevo sin haber recibido respuesta, pues es como un soliloquio, un arrebato. El riesgo de la carta de amor es un efecto de la desproporción entre dos distancias, dos personas, a veces un momento de exaltación frente a otro de enfriamiento. El riesgo también de la anonadación mediante las palabras: expresar el sentimiento propio, ponerlo en el papel, tal vez sea liquidarlo, rematarlo. Pero aquella carta no se ha enfriado.

Creo que en el momento de volver a vernos tendremos que haber olvidado esas cartas, esas palabras, hacer tabla rasa en nuestras miradas y dejar aumentar el sentimiento hasta que no quede más remedio que comunicarlo, tocarnos. Y, si no viene el sentimiento, no deberemos correr tras él: no sé si podemos de verdad amarnos.

3) A. ¿Pienso en ti, cuando escribo este nombre, o es tan sólo el soporte, el receptor de un requerimiento de amor? ¿Acaso te imagino? Durante este tiempo, habría tenido tiempo de olvidar tu rostro. Tomé fotos de ese rostro antes de separarme de ti y tal vez fuera un error, un maleficio. He mandado revelar una foto y la tengo aquí, delante de mí, puedo mirarla, puedo enseñarla, diciendo «es él», tal vez no te gustaras, si te vieses. Esta imagen robada bloquea un poco todas las que puedo tener de ti, que podría hacer surgir.

Conque puedo recordar y decir: tiene el pelo negro y rizado, un anillito de oro en una oreja, la primera vez que lo vi llevaba un pantalón de peto blanco y una sencilla chaqueta de cuero negra, llevaba mocasines blancos, un poco sucios y sin calcetines. La segunda vez —y fue tan sólo una o dos horas más tarde—, llevaba una chaqueta de terciopelo verde sobre un tee-shirt blanco cuyo escote en forma de V dejaba ver el torso un poco moreno y una manchita roja, como una marca de depilación, tenía el pelo mojado y más rizado, presenta la particularidad de parecer totalmente imberbe, de que sus mejillas, el espacio entre sus labios y su nariz, son pálidos, carentes de pigmentación (la punta de sus boots era puntiaguda y sus jeans ceñidos: todas las cosas pueden significar y tienen su color propio). No siento deseos de imaginar su sexo. No hice ninguna pregunta a T., que debía de haberlo visto desnudo en la playa.

Los días siguientes, llevaba la camisa más abierta en el torso y podía verle las tetillas y regalarme con esa ausencia de pelos. Por lo demás, S. nos había contado a T. y a mí una conversación en la que A. le había expresado su falta de deseo por todos los signos de la masculinidad. Concebí el proyecto de depilarme.

Con él había permanecido yo extrañamente distante, en guardia, a la espera. Al encontrarnos solos por primera vez, el hecho de proponerle mi lengua, una compresa de mis papilas para aliviar sus piernas enrojecidas por las quemaduras del sol, fue como una simple provocación. Aún podía considerarlo hostil. Me gustaban sus miradas, pero desconfiaba, por ejemplo, de la similitud entre esas miradas y las que cambiaba con S.

Cogimos el tren de la una, porque el de las ocho cuarenta y ocho iba atestado. Yo había corrido por el paso subterráneo para volver a verte y en el andén te habría besado con toda seguridad, me había vuelto invisible para los otros, pero tu tren ya había partido y en las horas siguientes, en ese tren en el que me encontraba con T., había de disimular mi tristeza y saborearla interiormente.

Me gusta escribirte. El arrebato amoroso corresponde siempre a un arrebato en la escritura o en la palabra (siento deseos de hablar de él, de evocarlo, no puedo remediarlo), no sé cuál de ellos provoca el otro. También me gusta la idea de una carta diaria, pero no por ello la cumpliré forzosamente.

4) A. Escribirte es una pérdida de tiempo, un vacío en la escritura. Me quedo en París. No hago gran cosa, leo, voy todas las noches al cine a ver un reestreno, ceno con amigos sin demasiado entusiasmo, no duermo con T., nos separamos todas las noches prácticamente a la entrada del metro Sèvres-Babylone.

Debería escribir una carta a una mujer a la que quiero mucho, que me importa muchísimo, y todas las veces aplazo esa tarea por escribirte a ti, esa carta es indispensable y pronto será demasiado tarde para escribirla.

El amor es la única pérdida de tiempo verdadera. Yo decía a T. que mi amor hacia él era enfermizo, pues todas las veces que lo veo sueño con abrazarlo y con que ese abrazo sea como una profunda anestesia, con que al instante holguemos juntos en un sueño sin despertar. Llevo varias noches teniendo pesadillas. Sigo sin recibir carta tuya. Cuando reciba una, tal vez deje de escribirte. Pero ¿no será que ya no me quieres por culpa de estas cartas? ¿Habrá algo en ellas que te resulte detestable?

5) A. Me parece que en todo momento podría tomar una hoja para escribirte y la carta sería ininterrumpida, el caudal de palabras tendría la regularidad de una teleimpresora.

Podría enviarte dos, tres, más cartas al día y no hacer otra cosa, aplazar todo para más tarde, no dejarlo sino para dormir, comisquear sobre el papel. Así, ayer comí poco, un melón, dos yogures de frambuesa. No podría contarte mi empleo del tiempo, ya que tú serías su único objeto, sólo podría hablarte de la escritura de estas cartas, ya que ocuparía todo mi tiempo.

El ritmo de una carta al día es en sí sospechoso: para los padres, por ejemplo, semejante asiduidad revela, no les cabe duda, una relación amorosa. ¿Habré de maquillar mi escritura, modificar la disposición de las señas en el sobre, cambiar de estafeta, desplazarme todos los días a un distrito diferente, para disipar esa sospecha?

No te hablaría de otra cosa que de esta escritura que me solaza y que no es rentable, que pierdo al momento, que puedes quemar, si lo deseas. Tú no me has pedido nada y, mira por dónde, yo te catapulto palabras en espera de las tuyas, que no me llegan. ¿No será que esa correspondencia no hace sino responder a tu silencio?

6) A. Regreso en coche: los cien últimos kilómetros no me resultaron tan pesados, al pensar en que al final tal vez encontraría una carta tuya, y ahí estaba. Antes de abrirla, me pregunto si debo esconderme para leerla (dejar el postigo cerrado), en cualquier caso lavarme las manos y tal vez defecar también, estar limpio y vacío, cortar el sobre con la hoja de un cuchillo, y cedo a la impaciencia.

Entonces pienso: a una carta habría que dar siempre dos respuestas, primero una antes incluso de haberla abierto (el efecto que me causa cerrada, la impaciencia, el deseo que provoca), después otra a la carta misma y la distancia o la superposición entre lo que esperábamos y lo que en ella encontramos. Tu carta es temible, excitante, en el sentido de que una de cada dos palabras me resulta ilegible, me obliga a una relectura, a prestar una atención extrema, y puedo atribuirle sentidos contrarios.

7) A. Vuelvo a conectar, después de un señuelo de distracción. Acabo de vacilar en el momento de telefonearte. Al final, he marcado el número, comunicaba, he vuelto a marcarlo pensando: si sigue comunicando, querrá decir que no debo llamarlo hoy. Seguía comunicando y no he vuelto a intentarlo. Naturalmente, he pensado también: tal vez esté llamándome. ¿Quién hablará detrás de ese breve tono repetido? ¿Sus padres o él? Y, si es él, ¿con quién habla? Y pensaba: no ha podido recibir la carta que le he enviado esta mañana, el final era demasiado atrevido, no le he enviado un beso.

También él me ha escrito: un beso. ¿Pensará al menos en eso, en besarme? ¿Pensará en mi boca? ¿Pensará en la sensación de besar, en la dulzura de los labios que se tocan y después en su separación, en la irrupción de la saliva, de una boca a la otra, y tal vez en un momento en que el beso desborde la boca e inunde el rostro entero, el cuerpo entero? ¿Pensará, como yo, en todo eso? Ya nos hemos besado, pero sólo una vez, y no tuve tiempo de quedarme con el recuerdo del sabor.

8) A. Esta noche me falta algo. Quisiera distraerme con un cuerpo, con piel, formas cálidas, una boca, un sexo. Cuando escribo estas palabras, no puedo por menos de imaginarte. No iré a ligar, a buscar una boca fuera. Debería trabajar y, en lugar de ello, te escribo. No puedo decir que te ame, sólo puedo decir que deseo que nos amemos. Contigo no hay brutalidad: la evacuación de las fantasías. Una sola fantasía: la regresión. «Colocarnos» con la humedad de nuestros cuerpos, babear el uno en el otro, boquiabiertos en el iglú ardiente, en ese baño de humores desprovistos de viscosidades. ¡Nosotros dos solos! Dos, la cifra única.

9) A. Estoy en casa de mis padres: duermen o fingen dormir, por el pasillo pueden ver la luz que pasa por debajo de mi puerta, estoy escribiendo. La risa de mi padre me resulta execrable, como también los susurros de los dos por la mañana para no despertarme. Hacía varios años, dos al menos, que no había venido. Tienen que mudarse, el inmueble está en venta y no tienen suficiente para comprar el piso, se van a vivir a un suburbio insulso y monótono. Han llenado tres cajas con cosas que dejé cuando me marché, hace cinco años. Mi madre ha escrito en ellas: H., personal. Ha insistido tanto en repetirme que lo había metido todo en desorden y que no había mirado nada, que me he imaginado, al contrario, que lo había mirado y leído todo. Es que les cuento muy pocas cosas.

Me he dado cuenta de que, al marcharme, había dejado, curiosamente, mis cosas más íntimas y ahí estaban los primeros poemas, escritos durante la clase en los cuadernos escolares, y los dibujos que siempre representaban el mismo rostro, un muchacho rubio de cara delgada, y las imágenes de la primera comunión, las fotos de la clase, las cajas de pintura. Esta noche, la ebriedad por las sensaciones exquisitas: Guinness de barril en un lugar demasiado iluminado. Podría hablarte de la luna bañada o de esas personas pringosas y cansadas cuya cara he mirado y rehuido al instante en el obscuro resplandor de un urinario.

En el tren, seguía leyendo Salammbó y todas las palabras raras me hacían pensar en ti, me habría gustado pasártelas, como una caricia, por los labios, por el cuerpo: nubios y púnicos, baleares, faláricos…

10) A. Inminencia de tu llegada: ya es hora de cuidar en mi cuerpo las superficies de placer que recorrerán tus dedos: pulirlo, alisarlo, depilarlo, adelgazarlo ligeramente, posiblemente comprar un guante de crin para quitarle las rugosidades, poner perfume en ciertos puntos. Durante estos pocos días, voy a ayunar —cuaresma antes de una resurrección— y bañarme el cuerpo largo rato, ablandarlo para que esté todavía más suave, si te vienen deseos de tocarlo. Todo esto es literario: pienso en ello, pero, cuando estés aquí, mi cuerpo, como siempre, me resultará indeseable (la fantasía suprema sería que me gustara verme acariciado por ti sin reticiencias, sin mirarme). Otra carta que no recibirás, puesto que ya te has marchado de casa de tus padres. Estar enamorado y, por tanto, decirse: a esta hora debe de estar en un tren, entre Ajaccio y Niza, tal vez solo, tal vez acompañado…

Las letras seguidas de un punto que designan a los personajes serían como cifras, proposiciones aritméticas: los términos morales de una regla de tres: H., T. y A.

El sobre de las últimas cartas ya sólo estaba marcado con esa letra A., seguida de una cifra, 4, que significaba: la cuarta carta sin señas, la que no podía enviarle. Y, a fuerza de no tener respuesta, la escritura se volvía de nuevo egoísta, se recuperaba, volvía a pasar a grandes hojas blancas sin fecha, sin empezar con un pronombre, y el «tú» pasaba a «él», el «yo» permanecía. Después ocurrió que la espera no tenía otra razón de ser que la de no acabar y la llegada de A. debía por fuerza quitarle la gracia para mí (pero se trataba simplemente de otra proposición más). Cuanto más se aproximaba su llegada, menos lo imaginaba, más se desdibujaba. Al ponerlo de relieve mediante la escritura, ¿no habría rematado mi sentimiento?

Por tanto, había habido un paso importante, una transferencia: ahora era A. quien me hacía escribir y ya no T., al que yo obligaba ora a desistir ora a cautivar de nuevo la escritura, a hacerla versar de nuevo sobre él.

Así, pues, no había nada que yo esperara tanto como esa llamada de teléfono, esa voz, esa cita: ¿nada de verdad? A. no venía y tal vez no fuese a venir nunca a París, era mentira, o estaba aún desapareciendo y el miedo le impedía dar señal alguna. Yo no sabía dónde ni cómo ponerme en contacto con él después de esa fecha: la dirección ya no era válida. En mi mesa se apilaban las cartas que seguía escribiéndole y en el sobre ponía su nombre, después ya sólo sus iniciales y acabé pensando que ya no las cerraría, podría releerlas sin remordimiento. Pues, si él desaparecía, se convertiría en ladrón de las cartas que yo le había enviado.

La llamada por teléfono de T. fue una sorpresa: había vuelto de Cerdeña y se quedaba unos días más en Hyères. Le comuniqué el estado de castidad y, sin que me pidiera nada, le hice la promesa de mantenerlo, haciéndome creer de repente a mí mismo que estaba dedicado a él. Yo tenía la impresión de desviar el fin de la espera y la abstinencia y de volver al objeto original, negarme, pues, en el último momento a lo que más había deseado: A., en cierto olvido de T.

T. me había escrito, por primera vez, diez días antes, una carta que yo no había recibido aún y que nunca iba a recibir: al marcharse del hotel de Cerdeña, se la había confiado al portero.

Me llamaron en plena noche, justo cuando acababa de conciliar el sueño, con el cuerpo evidentemente roto y uno de los brazos cruzado por todo el torso, y no era la voz esperada, sino la de un amigo, quien, en un arrebato de tristeza, me pedía que le dejara venir a dormir conmigo. Vacilé y al fin me negué: si me negaba toda idea carnal, con mayor razón una presencia. Y no era ese el cuerpo que yo esperaba, que podía volver a poner en movimiento el mío, el único que podía reanimarlo de nuevo y sacarlo de su hibernación. Cinco minutos después, volvió a sonar el teléfono y yo pensaba encontrarme con la misma voz, como una insistencia, pero era otra y tampoco la esperada. Otro amigo me telefoneaba desde una casa en el Mediodía, solo y borracho, y me esforcé en fingir afecto por él. Después no volví a conciliar el sueño en toda la noche y decidí entregarme al placer, tras encender de nuevo todas las luces: el ojo, el sexo y la mano en una imaginería pornográfica. Y no era nada, realmente nada, ese placer: un simple error, un crimen. ¿Cómo hacerlo ahora aparecer en mis sueños y retenerlo sin los polvos de la madre Celestina? Yo ya no podía bañar mi sueño con su imagen, el placer había borrado el sueño. Y el día siguiente la escritura volvía a ser una exhortación, igual que el brujo africano provoca la tromba.

Por fin, me llamó y su voz me resultó indiferente. Sólo oía su nombre: A. Acababa de llegar a París, le propuse cenar conmigo. Me dijo que volvería a llamarme: reservaba su respuesta. Yo me sentía conmocionado. ¿Qué debía hacer primero? ¿Cambiarme de calcetines, lavarme la cabeza, poner sábanas limpias, limpiar la bañera, defecar? Entre sus dos llamadas de teléfono, me dejaba tiempo para una preparación y de nuevo una espera, una suspensión. En lugar de entregarme a un disimulo cualquiera, pasé ese tiempo escribiendo. ¿Le daría las últimas cartas? Su voz me había ya enfriado. ¿Le citaría fuera de mi casa, en un café, para no precipitar lo que la escritura había entorpecido y que esa noche podía desinflarse como un feo globo, con sonidos obscenos? Quise embriagarme con música fúnebre, amplificar mi emoción, gritar en la voz de Léontyne Price, pero el tocadiscos no giraba. Más tarde advertí que estaba desenchufado.

Si lo citaba en un lugar en el que no hubiéramos de romper cierta distancia, ¿no sería para reactivar mi frustración? Tenía que permanecer enamorado a toda costa y lograr que la escritura no se extinguiera.

¿Descolgaría del cuarto de baño la foto de T.? No. Y, sin embargo, era la única foto que quedaba, había quitado todas las demás. Por superstición, no me lavé el cuerpo hasta que volvió a llamarme para confirmar la cena. Justo antes de que llegara, di la vuelta a los sobres en que estaba escrita su inicial y, en la delantera de la mesa, dispuse, bien visibles, mis objetos de escritura, una hoja en blanco, la estilográfica abierta. Esa disposición de los objetos parecía decir: «De ti depende exclusivamente que vuelva a coger esta estilográfica y me ponga a escribir otra vez». Quería significar que yo era ante todo un mozo de escritura (que hechizaba mediante ella, cuya arma amorosa era ella). Y a un lado alineé algunos objetos: una regla, un cuchillo, un espejito de bolsillo.

¿Adónde lo llevaría a cenar? De esa elección dependería tal vez toda nuestra relación futura. Debía ser un lugar en el que estuviéramos totalmente solos, en el que no pudiese encontrarme con nadie, tan sólo encontrar a un amigo lo echaría todo a perder. Me desagradaba mucho que él mismo viniese con un amigo, como me había anunciado, aun cuando fuera a dejarlo en su casa al comienzo de la velada. ¿Querría abusar de mi cortesía para imponérmelo? ¿Sería un subterfugio para evitarme?

Al volver a verlo, ya no me gustaba: llevaba encima los signos de una heterosexualidad opulenta. Tenía llavero de cuero, reloj de Cartier y bolsito de Hermés, su equipaje era el que aparecía en los anuncios de L’Express. Al salir de su coche, su forma de comprobar si todas las portezuelas estaban bien cerradas era, enteramente, el gesto que hacía mi padre y que yo no había visto hacer con tanta insistencia a nadie más. En el salpicadero del coche había, pegado con cinta adhesiva, un papel con unos veinte nombres de ciudades que indicaban su itinerario, de Niza a París, y, aun así, se había perdido. Me dijo que no quería vivir en el distrito IX, porque, según le había dicho su padre, era un barrio de mala fama. Me pidió que lo llevara a un lugar tranquilizador. Estaba espantado ante la idea de vivir en París y tener que atravesar lugares desconocidos, tenía un plan de batalla en la cabeza, una táctica de conquista que la desmesura urbana estaba ya desmantelando. Dos semanas más tarde, tenía que presentarse al examen de la escuela de arte dramático. Yo también me había presentado cinco años antes y había suspendido.

Lo llevé al bar del Vieux Berlin. Al dejarle elegir su puesto en la mesa, que era redonda, expresó una preferencia, yo también tenía una y era la misma. Los dos preferíamos estar a la derecha del otro para ofrecer el perfil izquierdo. Ya a ese respecto no podíamos entendernos: siempre habría uno que cedería, por cortesía, y resultaría por ello perjudicado. Nos cambiamos a una mesa cuadrada y nos sentamos frente a frente.

Así, pues, con ese raudal de escritura repulsiva había yo convertido a A. en un personaje inofensivo para T. A. me reprochaba esas cartas: su insistencia, y que si lo convertían en un objeto, que si yo había cometido una indiscreción en Bayreuth, al enviarle aquella postal sin sobre. ¿Por qué no había dominado mis sentimientos, en lugar de exhibirlos como un exaltado? Esas cartas le habían dejado, según me dijo, un sabor de perversión.

Quiso darse un baño en mi casa y, como a mí, le gustaba mojarse el pelo, sin lavárselo necesariamente, para rizárselo otra vez, teníamos los dos esa coquetería. Le enseñé las fotos, había varias de mí y una sola de él y observé que sólo miraba de verdad la suya, la única que le interesaba. Le di a beber un poco de vodka. El alcohol, al insinuárseme en la sangre, me puso melancólico.

Se me mostró con el torso desnudo, en calzoncillos. Corría el agua de la bañera. Y me gustaba ese cuerpo que aún no había visto nunca, esa ausencia de pelos, la belleza del torso, la finura de las tetillas, como cinceladas, pero me volvía como un sufrimiento la idea de que yo no tenía un cuerpo igual para presentarle. Dejó sobre la mesa un libro de bolsillo estropeado, que me regaló: de ese autor que tanto le gustaba. En la portada aparecían dos gemelos imbricados. Había escrito su nombre en la guarda.

No quiso dormir en mi casa, pero insistió en dejar en ella una bolsa llena de ropa, pues el piso del muchacho en cuya casa iba a vivir daba a la calle y no cerraba bien. De nuevo sus azoramientos de persona pudiente: pensaba en todo. Tuve deseos de besarlo, pero, en el momento de acercarme a él, sólo pude darle un abrazo viril, ridículo en comparación con la dulzura de los sentimientos pasados. Al encontrarme en mi cama media hora después y volver a pensar en ese cuerpo que se había presentado, me dije que podía servir muy bien de material fantasmático. Podía acariciarlo mentalmente, retirarle el calzoncillo, tomar su sexo en mi boca, pero, apenas me toqué el vientre, me quedé dormido.

A. acababa de llamarme después de cuatro días de silencio y en esos cuatro días el sentimiento había quedado revocado, borrado sin queja y sin escritura.

Me telefoneaba porque quería recuperar su equipaje. Sin premeditación, le dije que él había dejado en mi casa un depósito desconsiderado, como yo con mis cartas, y que había decidido ser el ladrón de su equipaje, como él había sido el de mis efusiones. Era necesario un intercambio: el equipaje a cambio del paquete de cartas, habría que contarlas y yo no admitiría un paso directo de sus manos a las mías. Lo haríamos mediante un intermediario.

Cuando colgué, miré la palabra «depósito» en el diccionario. El primer ejemplo era el de la colocación de un ramo de flores sobre una tumba; después, el depósito del testamento en la notaría; el depósito era un contrato por el que se recibía una cosa ajena con el encargo de guardarla y restituirla en especie; el depósito era una prenda, una provisión, unas reservas; había depósitos de basuras; era una prisión en la que se guardaba a los presos de paso; partículas sólidas se depositaban en el fondo de un líquido impuro en reposo; el depósito era un precipitado, una incrustación, un tártaro. La intuición de la propiedad de la palabra se revelaba exacta.

Rolf, al que yo veía muy raras veces, dejaba siempre en mi casa, como emblemas conmemorativos, un rastro de su paso por ella, un dibujo, una firma en un cartel, que yo descubría días después de su marcha. Esa vez había recortado una tira fina de papel en la que había escrito: «Ich habe/Ich habe nicht». Al contemplar esas palabras, me pareció que lo decían todo sobre esta historia, sobre mi tristeza ya seca.

El tintero estaba vacío. El plumín de la Meisterstück aspiró la última tinta: con la mano izquierda debía mantener el tintero inclinado y con la derecha girar torpemente el tornillo de la reserva, en el fondo quedaban sólo unas gotas negras. Quedaban unas tiras de papel recortadas por Rolf, rompí una, decidido a hacer del tintero, a partir del cual había extraído durante un mes esa substancia amorosa, un panteón en el que enterré el papelito con nuestros nombres, el tiempo de nuestra relación, como la inscripción funeraria de un nacimiento y una muerte. El papel enjugó al instante las últimas gotas de tinta y el cristal, con la evaporación, volvió a estar claro.

A. me dijo por teléfono que no podía devolverme las cartas, no las tenía, se las había confiado a Simone, quien las guardaba en una cajita. «Era la única manera de conservarlas». Yo iba a guardar su equipaje en el sótano por si acaso venía a recuperarlo brutalmente. Por teléfono pronunció estas palabras: «una exageración que no me satisface». Le dije que la herida segregaba una demencia.

Yo iba a dar esas cartas a T. Sería la primera persona a la que leería este texto. De nuevo, tendría el placer de leerle algo.

Hablamos sobre un posible título. «Cartas de amor» no le gustaba. Propuse: «El (o los) depósito(s) desconsiderado(s)». En primer lugar le contrariaron las dos palabras: el depósito, me dijo, no había sido desconsiderado. Había sido considerable: lo que estaba en juego era importante, treinta o cuarenta hojas de papel lo atestiguaban. No comprendía bien el sentido de esa palabra, «desconsiderado», la repitió varias veces y observó que había en ella una inversión de deseo. Yo le expliqué que era A. quien había hecho con mis cartas ese depósito desconsiderado: yo me había equivocado de dirección, se habían perdido mis cartas y ahora las reclamaba. «No debes denigrar a A.», me dijo. «Debes denigrarte a ti mismo»: en efecto, ¿hay algo más mezquino que la recuperación de cartas de amor? Yo recobraba esas cartas para convertirlas en una novela corta, una escritura con la que obtener dinero. «No hay beneficio pequeño, ahí tienes un título», dijo con cinismo. Y yo le recordé mi situación de colaborador a tanto alzado, periodista pagado por líneas, que debe entregar hojas de sesenta espacios por veinticinco líneas. T. consideró que A. había sido una víctima: esa escritura era una construcción maquiavélica de la que él había sido, a su pesar, un simple pretexto.

A. había fracasado en el examen, había trabajado quince días en una compañía de seguros y se habían negado a pagarle, había solicitado un puesto de actor en un teatro pornográfico. La noche en que me devolvió las cartas, fuimos al cine con Simone. Ahora yo me sentía completamente desapegado de A., por fin veía a Simone, la mujer amada, la que había guardado mis cartas. Era una chati vestida de astracán y con el rostro cubierto de granos: no podía mirarla sin sentirme al instante invadido por una sensación de miseria.