Ahí, detrás del tabique, bajo el entarimado, justo detrás de mí, debajo de mí, están sus dos cuerpos, me desplazo como para seguirlos, no hacen el menor ruido, se tocan, ni siquiera necesito imaginarlos, se ajustan frente por frente, se abrazan, sus vientres se adhieren, el sexo de él toca el de ella, que se humedece, él se arrodilla, la lame, se dejan caer por el suelo con un ruido sordo, apenas perceptible, arman un jaleo silencioso, saben que estoy al lado de ellos, encima de ellos, de pie e inmóvil, espiándolos, me resulta imposible desear siquiera conciliar el sueño, tenderme, los desafío, no consiguen olvidarme, mi presencia de espía los excita, él la monta y su sexo entra en el de ella, entra y sale, las nalgas se le contraen, mi sexo se alza en vano al imaginarlas, él sale de ella, que se vuelve, y la toma por detrás.
He extendido una sábana por el suelo y sobre su blanca superficie he dibujado con rotulador como una cartografía, la he dividido en tiras, en mordazas, en trabas diversas. Había calculado que necesitaba cuatro fajas, una para los pies, otra para las manos y otra para el sexo, un barboquejo y un freno para los dientes. Las tijeras han seguido esas líneas de puntos, como un modelo, un patrón de mis placeres por venir. Esa ocupación ha bastado para inflarme el sexo y hacerlo derramar un hilillo brillante.
Ahí, detrás del tabique, detrás del espejo colgado cuyo azogue corta el paso a mi mirada, bajo las esteras de mimbre del entarimado, sus dos cuerpos, exactamente debajo de mí, paralelos a mí en el espacio, pues me parece seguirlos, desplazarme al mismo tiempo que ellos, están colocados frente por frente, desnudos ya, sus vientres se adhieren con el sudor, él la atrae hacia sí aún más, la coge de la nuca, algunos de sus cabellos se le quedan en la mano por efecto de la torsión, le mete bruscamente la lengua en la boca, en lo más profundo de ella empieza a babear, su sexo late contra el vientre de ella, con el calor sus pelos están ya húmedos, al penetrarla la muerde, le muerde los labios, le muerde el cuello, las nalgas se le contraen, espasmódicas, su pelvis lanza embates hasta ella, que se desploma en silencio, él se deja caer sobre ella con un ruido sordo, apenas perceptible, la monta, la aplasta, la asfixia y después resopla y sale de ella, que se da la vuelta, y la toma por detrás, a cada penetración le peina el pelo con la punta de los dedos, ella se duerme y olvida su placer, duermen, pero su comercio no se me va de la cabeza y me agobia el cuerpo, me quedo de pie, inmóvil, siguiendo cada una de sus posiciones, todas las tiras musculosas de mi cuello están tendidas hacia ellos, me acuclillo para estar aún más cerca, intentar conciliar el sueño, colocarme incluso en posición horizontal, sería una pretensión quimérica, hace ya mucho tiempo que no se excitan con mi presencia de espía, no me imaginan: al contrario, quieren olvidarme, ya no perciben mi aliento contenido.
Sobre la húmeda sábana de mi insomnio, abandonada por mi cuerpo empapado de sudor y cuyo molde conserva aún, me he puesto a trazar rayas negras, superficies largas y después redondas, como una pista de aterrizaje, bolas de tejido cuyo sabor acre, rugoso, me llena la boca, he dividido ese sudario deshilachado en fajas, tiras, mordazas para mi boca, en barboquejos y frenos. Las tijeras han seguido las rayas negras y la sábana se ha dejado rasgar con dos manos, a tirones, con un ruido restallante. He recogido las tiras sobre mis brazos, como estolas, chales de ceremonia. Cuando ha entrado en el cuarto, he tendido los brazos hacia él, al principio no ha comprendido, venía a buscar fuego, una espiral de hierbas estrujadas que quemar para ahuyentar a los mosquitos, estaba desnudo y cubierto por su olor.
He ido a elegir unas disciplinas en la droguería, estaban colgadas del techo, en la obscuridad, entre las escobas, suspendidas del mango, y las tiras pendientes, olvidadas y un poco arcaicas, restos de un surtido antiguo, la droguera me ha dicho: pero si ya no se azota a los niños, yo he dicho: pero ¿y si el niño es rebelde?, (pensaba: ¿y si el culo está ávido de azotes?), la droguera ha dicho: pero si usted no tiene edad de tener un hijo, yo he dicho: no, le he mentido, es para una colección, colecciono todos los objetos de mi infancia, las cajas de música, los caramillos, qué sé yo. He elegido las disciplinas con el mango más grueso y tiras rojas por uno de los lados.
Este falo negro tiene el mérito de estar hueco y ser ancho y estanco, de poder inflarse con agua hirviendo que vuelve incandescente el caucho, a la vez cubierto de talco y engrasado, con este falo negro, manteniéndome acuclillado y de espaldas a él, me fuerza el culo, que cede bajo su presión, y me lo rellena, lo zurra, lo pule, lo escalda, lo deja enganchado en mi culo, bien metido, como un corchete, una humillante mierda negra.
Estas pinzas para la ropa tienen la virtud de estar dentadas en las puntas y resultar en las tetillas como punzones, tajaderas, alfileres, prensas, pellizcos, las he elegido a propósito, especialmente pérfidas.
La víctima será blanca, estará envuelta en sus hilas, y el verdugo será negro, estará desnudo, con el sexo ceñido sólo por un anillo de cuero claveteado.
He entrado en la droguería, un hombre estaba hablando con el droguero a la puerta de la tienda. He preguntado: ¿tiene disciplinas? Me ha dicho: mire, es un artículo que se vende bien, yo mismo tengo unas para mi suegra y otras para mi mujer. Me ha asombrado que semejante objeto cueste sólo cinco francos, ni siquiera pensaba que pudiera seguir en venta.
Ha entrado y yo llevaba las cuatro fajas de sábana en los brazos, como los atributos de un rito, de un bautismo. Yo había dejado a la vista el negro falo inflado de agua hirviendo y engrasado, las disciplinas, las pinzas de la ropa, no ha puesto expresión de sorpresa. Le he dicho: ¿quieres ser mi víctima o mi verdugo? En voz baja e imperiosa ha dicho: desnúdate, del todo, y túmbate. Yo había dejado en el suelo las cuatro correas, se ha puesto a desliarlas, después se ha desnudado, le he tendido el anillo de cuero negro claveteado para ceñirse la verga, le he dicho: tú llevarás sólo ese adorno, pero no se lo ha puesto, llevaba ese ceñidor herniario que trajo de Estados Unidos y que daba un perfil elegante a su sexo y sus huevos, al imprimir en su piel la fina trama de sus mallas, yo estaba acostado en la cama, boca arriba, primero se ha puesto a atarme los tobillos cruzados, a envolverlos en una multitud de nudos, me ha dicho: siéntate, y yo le he ofrecido las manos, del mismo modo, pero por la espalda, me ha atado las muñecas, cruzadas, al tresbolillo, se ha sentado junto a mí, ha acercado mucho su rostro al mío, me ha mirado con profunda gravedad, he creído que iba a besarme, me ha escupido en los labios, una vez y después otra, me ha dicho: levántate, entonces se ha puesto a ligarme el sexo, procurando oprimirme la polla y los huevos en su punto de arranque, y después a pasarme de nuevo la tela apretada en un segundo anillo por la base del sexo y por debajo de los huevos, a hacerlo subir por cada lado de las nalgas, al tiempo que lo ribeteaba, lo volvía a vendar en cada nudo y, por último, a atármelo en el vientre, lo más fuerte que podía, apretándome el vientre con uno de los pies y aplastándolo para comprimirlo más, yo apenas podía respirar, entonces por sorpresa ha tomado las dos pinzas de la ropa y las ha fijado en la punta de mis senos, he gritado, él ha dicho: no, así aún no hace bastante daño, y las ha retirado, me ha pellizcado las tetillas con la punta de los dedos humedeciéndolas con saliva, haciéndolas erizarse por entre sus pelos y después me ha vuelto a colocar las pinzas, me ha dicho: aún no vamos a vendarte la boca, va a poder servir, pero tal vez podamos hacer algo con tu cuello, ha desplegado la última venda y se ha puesto a atármela muy alta en el cuello, bajo la barbilla, como para darle la imposición, la elevación de una minerva, dejando una larga faja de tejido libre con la que poder dirigir mis movimientos como una correa para perro, me ha dicho: vuélvete, y me ha metido el largo falo negro hirviendo entre las nalgas, de un solo embite, apartándolas con una mano, he sentido el caucho aceitoso que me subía intestinos arriba y los quemaba, me ha dicho: la próxima vez lo untaremos con una mermelada de hashish caliente para embriagarte el ano o con un mentol glacial, ha tirado hacia abajo de la tela que me ataba el cuello para hacerme acuclillar y se ha sentado desnudo en el sillón de cuero con las piernas separadas, imperioso, regio, vestido sólo con ese taparrabos de mallas muy amplias, a través de las cuales podía yo ver su sexo inflarse y palpitar con sacudidas, me ha dicho: mírame, deséame, suplícame, quiero verte implorarme con todas tus fuerzas, sólo para desearme, te concedo el derecho de desearme, me gustaría verte llorar de agradecimiento por ello, aún no había tocado las disciplinas, que seguían al alcance de su mano, ni el anillo real que yo había destinado a su sexo, me ha dicho: te gustaría verme el sexo, pero vas a tener que merecerlo, y quiero que lo veas como si fuese la primera vez y que te deslumbre, que nunca hayas visto un sexo tan hermoso, tan grueso, tan potente, y que te lo comas con los ojos, lo adores, pero de momento vas a tener que ganártelo, y ha vuelto a darme un tirón del cuello hacia abajo, para someterme más, me ha dicho: arquea más el lomo, quiero verte a mis pies, arqueado, como un perro, como una mujer, y con la punta del pie se ha puesto a hundirme el falo negro en el culo, que lo iba expulsando lentamente, me ha dicho: es necesario que te merezcas mi sexo, a cuatro patas vas a intentar liberarlo de su ganga, con la punta de los dientes exclusivamente, procurando no tocarlo nunca, no ensuciarlo nunca con la punta de los labios, he acercado la boca a su calzoncillo, lo he olido, su olor genital me ha entrado en las ventanas de la nariz como un almizcle, una cocaína, me ha dicho: ni siquiera eres digno de respirarme, es un óbolo que te doy, relámete y gime un poco para mostrarme tu placer de perro, con la punta de los dientes he intentado hacer bajar el grueso elástico que retenía su calzoncillo, ha restallado varias veces y él se ha quejado, pero aún no ha utilizado el látigo, a cada torpeza se contentaba con volver a hundirme más profundamente con la punta del pie el falo negro en el culo, no he logrado hacer bajar el elástico, entonces he intentado alzar uno de los bordes del tejido, cerca de la ingle, para dejar salir su polla y sus huevos, su perfume se ha reavivado, bruscamente se han soltado de la ropa y me han tocado en las mejillas, pero al instante él me ha alejado el rostro de ellos tirándome del cuello hacia un lado con la correa, me ha dicho: te doy permiso sólo para admirarme el sexo, ¿ves?, aún está amoratado por el tejido, ya sé que estás absolutamente ansioso de metértelo en la boca y chuparlo, metértelo hasta la garganta, tragarlo y asfixiarte con él, pero te lo prohíbo, para eso tendrás que suplicarme y llamarme amo, adora mi sexo, ámalo, cómetelo con los ojos y sueña con metértelo en la boca, suplícame, he empezado a gemir, tenía la mirada clavada en su magnífico sexo, presa ante mis ojos de brincos autónomos, y me he puesto a rogarle, a suplicarle, porque era absolutamente necesario que ese sexo entrara en mi boca, lo más rápido posible, porque me retorcía con ese deseo, he dicho: te lo suplico, déjame chuparte el sexo, él me ha dicho: pero si aún no lo amas bastante, no lo adoras, me gustaría que se te viera más el deseo en los ojos, que te hiciese retorcerte, que te consumiera completamente, he repetido: te lo suplico, entonces con un tirón de la correa me ha acercado bruscamente la boca a su sexo, tan cerca, que mis labios casi lo tocaban, pero no del todo, y ha dicho: te prohíbo que te lo metas en la boca, conténtate con olerlo, con pasar la nariz pegada a él, para acariciarlo, cómetelo aún más con los ojos, te permito que le babees encima, ya que tanto te atormenta el deseo de jalártelo, ante esa orden mi saliva, largo rato retenida, ha empezado a chorrear desde lo alto de su glande y a deslizarse a lo largo de todo el aparato, hasta los pelos, a bañarlo, y cada vez le brincaba más, me ha dicho: no te quejas bastante, ya veo que no te duele bastante, y me ha retirado las pinzas de los senos para volver a colocarlas en otro sentido, a fin de que me hirieran aún más, ha dicho: ahora vamos a jugar a un juego, te voy a dejar que te metas mi sexo en la boca, pero te prohíbo que lo toques con la lengua, tan sólo quiero sentir en tu boca el vacío de tu aliento, tu hálito caliente, si una de tus mucosas osa rozarlo siquiera, recibirás un castigo, se ha retirado completamente el elástico del taparrabos y ha dejado que se le deslizara por las piernas, ha dicho: después va a ser una mordaza excelente para ti, ha cogido el anillo de cuero y se lo ha puesto en torno al sexo para aprisionarse los huevos e inflarlo aún más y que todas las venas se le tensaran, listas para estallar bajo la fina piel, yo seguía acuclillado a sus pies, arqueado y gimiendo, he abierto la boca al máximo, como me pedían que la abriera en la escuela para verme las amígdalas, y le he rodeado con ella el sexo, procurando no tocarlo, por el desplazamiento de su brazo he notado que agarraba las disciplinas, durante unos segundos no ha ocurrido nada, los dos, absolutamente inmóviles, reteníamos el aliento, entonces mi lengua ha tenido la desgracia de tocarle el glande y al instante las correas del látigo, que colgaban contra mis nalgas y las acariciaban con movimiento regular, se han puesto a azotarlas con perfidia, ese golpe ha sido para mis maxilares como un separador de cirujano, una escuadra de hierro atravesada en la boca, apenas podía respirar, de nuevo se me ha soltado la saliva y le ha bañado abundantemente el sexo, que seguía tieso, inflado en mi boca a unos milímetros de mi lengua, él repetía: te gustaría mucho chuparla, ¿eh?, ya sé que sólo piensas en eso, chuparla, mamarla, chuparla hasta la garganta, tragarla, embutirte la boca con ella, el músculo de la lengua se me ha tensado muy ligeramente para rozarle el glande y he vuelto a recibir el latigazo, al tiempo que me excitaba cada vez más, lo he interpretado como una orden de desafiar su prohibición y me he puesto a chuparle la polla codiciosa, ruidosamente, a embutirme la boca con ella, al tiempo que le derramaba por el vientre gran cantidad de saliva, y su brazo no cesaba de azotarme las nalgas y cuanto más me golpeaba más lo mamaba yo, cuanto más lo mamaba, para bebérmelo, más me azotaba, a veces me bajaba con el pie descalzo mi erguido sexo, que no soportaba más no poder gozar, para vejarlo más, hasta el espasmo, me ha dicho: me vas a chupar sin parar durante media hora, quiero que te jales toda mi carne y que te asfixies con ella, que llegue a darte asco, que te deje sin aliento, sin baba, yo seguía chupándole sin parar, cuando de repente su brazo fatigado ha cesado de marcarme como una cebra las nalgas, que me escocían, y, tirándome de la correa, me ha obligado a abandonar su sexo, ha dicho: ya me estás fastidiando, me vas a lamer el culo un poco, me he corrido en tu boca sin que te dieras cuenta, mi lefa debe de haberte tapizado el velo del paladar, tengo que recargarme un poco, reponer un poco de lefa para tu culo, me vas a lamer el culo, sé que te da asco y te excita al mismo tiempo, lo vas a chupar a fondo, aspirarlo, y pensar que te voy a cagar en la boca, aunque no lo haga, tienes que recibirme por todas partes, al cabo de un rato se ha vuelto y me ha dicho: tengo ganas de mear, me ha apartado los labios con un dedo a cada lado de la boca y la ha rociado con su orina, me ha dicho: la próxima vez te mearé en el culo, te llenaré el vientre, entonces me ha hecho levantarme, yo estaba aún tragando su amargo chorro, cuando se ha puesto, detrás de mí, a azotarme las nalgas como un loco, decía: te voy a dar por el culo, hay que calentártelo bien, pero también debe resultarte intolerable no tener ya nada en él (acababa de sacar el falo negro), tienes que suplicarme una vez más, desear en voz muy alta mi picha dentro del culo, y pon un poco de entusiasmo, si no, sólo recibirás mis patadas, te voy a meter la polla hasta el fondo del culo, porque has sido un perro obediente, di que la quieres, mi polla en el culo, ruégamelo, retuércete, patalea, quiero que te cagues, llores y babees otra vez, de ganas de que te la meta por el culo, y, al tiempo que me obligaba con una mano a arquearme excesivamente, no cesaba de azotarme las nalgas, ha dicho: aún no estás bastante bien atado, podrías escaparte, aún no eres bastante dócil, y me ha desatado la ligadura que me trababa el cuello para volver a apretarla más pasándome por cada lado de los hombros, bajo los omoplatos, para ligarme, encordelarme como un paquete y, por último, volviendo a pasarme la sábana entre los dientes, como un freno, después de haberme llenado la boca con la bola cubierta de lefa y mierda de su calzoncillo, amarga contra mi lengua, yo mascullaba dentro, su polla ha entrado sin dificultad en el culo relajado y él se ha puesto a hurgar en él, a agotarme con empellones furiosos de la pelvis, sacudidas aviesas, a cada golpe uno de sus dedos me daba un papirotazo en la punta del glande, que ya no podía más de exasperación, con las dos manos me ha girado la cabeza, retenida por la mordaza, y me ha escupido en la cara, ha apretado los labios para que su escupitajo resultara pulverizado y, en el momento, un poco penoso, del goce, esa lluvia fina y almizclada ha sido como la vaporización de una palabra amorosa.
Detrás de la pared, justo encima del techo, sus dos cuerpos, por encima de mí, se acercan, se tocan, ya desnudos, se estrechan, la humedad de su piel los enlaza uno al otro, ella echa hacia atrás la cabeza para ordenarle que le lama los senos, se los muerda suavemente, después pega la cabeza al vientre de él, separa los muslos, siente su lengua encajada, endurecida, en lo más profundo de sí, se siente chupada, aspirada, algo un poco amargo le gotea en la garganta intermitentemente, se dejan caer al suelo y oigo el sordo ruido de sus cuerpos, que ruedan uno sobre el otro, se penetran. De repente él llama a la puerta y entra como una exhalación, con el pretexto de buscar esas espirales de hierbas estrujadas que sirven para ahuyentar los mosquitos, se ha puesto un pantalón, va desnudo de cintura para arriba, me dice: ábrete los alares, y rápidamente me saca por la bragueta la picha atenazada, consumida por la erección, se la mete en la boca, con fuerza, la muerde, la atenaza y después se va. Se ha llevado el sabor de mi polla para metérsela en la boca a ella dos segundos después, para forzarla a mamar mi olor, en el cuerpo de ella insemina nuestra historia.
No puedes imaginarte lo guapo que estás cuando chupas, cuando te agachas, cuando te arrodillas, te inclinas sobre mi picha y la atrapas de un bocado, te la tragas y te pones como loco por tenerla en la boca, te agitas, te retuerces de impaciencia, de hambre, cómo te conviertes de repente en un animal hambriento, un perro, una máquina cuyo mecanismo hubiera yo regulado, una bomba, no te puedes imaginar lo hermosas que están tus mejillas hundidas por la respiración, toda tu cabeza echada hacia atrás, en el vacío, e inflada por la sangre, lo hermosos que resultan de repente tus labios en torno a mi carne, tus ojos entornados, perdidos, todo tu cuerpo, tensado en la succión. Me gustaría que te vieras chupar, con la boca colmada por mi polla, que te vieses tragar mi jugo. Te propongo como único accesorio un espejo cuadrado, sin marco, sin adornos, que sujetaré cerca de mi vientre en el momento en que te eches delante de mí, arqueándote, ondulando y soñando con recibir otra polla dentro de ti en el mismo momento, mientras mis palmas no necesitan siquiera apretarte el cuello para someterte y mi mirada le infunde un magnífico collar de esclavo. Por la noche, cuando me aburro, te imagino así, chupando y refunfuñando, ávido, y al tiempo contemplando en el espejo cuadrado cómo te dan por el culo, desdoblando tu placer. Te imagino chupando otras pollas, además de la mía, te traigo en mis sueños una multitud de pollas para embriagar tu sed, pollas de muchachos dulces y bien ribeteadas, vergas voluminosas y negras, cipotes gigantescos que señorean tu rostro.
En adelante, ¿me oyes?, te prohíbo que te laves el sexo. Seré yo el que lo limpie, concienzudamente, con mi boca, mi lengua y mis labios, a tus pies, quiero comer el gel de tu esperma y de tu orina y todo el olor a humedad de ese vientre del que sales, quiero que gracias a tu polla su jugo vaginal me gotee en la garganta. Ya no quiero que tu sexo esté liso e inodoro, casi jabonoso, contra mi lengua, quiero que tenga grano, espesor, el olor de vuestros sexos confundidos.
Le he alargado los jirones de sábanas y le he dicho: ahora me toca a mí saciarme con tu esclavitud, agáchate en seguida, quítate la ropa en cuclillas, con dificultad, y le he lanzado el pie descalzo contra la mejilla, la barra de mi sexo está ya calentándoseme bajo el pantalón, voy a golpearte las mejillas y la nuca con ella, voy a frotarte mi chuzo por las nalgas y, para que te lo meta en el culo, tendrás que implorarme con las palabras más obscenas, pero primero túmbate cuan largo eres, voy a fajarte, ya babeaba sobre él, a mi pesar. He apretado progresivamente la mordaza más fina hasta casi estrangularlo y le he dicho: es tu collar de perro, imagínate que está cubierto de pinchos y que esos pinchos se te van a clavar en el cuello a cada señal de insumisión, imagínate que la sábana que voy a anudarte en torno a los huevos y la picha estará forrada con los mismos pinchos, que se te clavarán en la carne siempre que me la chupes con menos ardor, siempre que tu brazo se canse de meneármela, cada vez más fuerte, siempre que tu culo no me aspire bastante la polla, quiero verte caído y suplicante, extenuado por mis golpes, ávido de castigo, mira, esta otra mordaza te pasará entre los dientes y te hará sangrar las encías, pero tu boca aún puede servir y tengo con qué llenarla varias veces, con el paquete que se hincha y palpita en mi calzoncillo, con mi lengua y mi puño, es necesario incluso que el fondo de tu garganta, tus amígdalas, que no controlas, esté al servicio de mi placer, vuélvete y estira las piernas para que te ate los tobillos, no vas a tener tregua alguna, mi carne te lacerará, te atravesará de parte a parte, quiero oírte quejarte, para poder hacerte callar, rellenarte la boca y el culo cada vez más, sin remisión, y ahora extiende los brazos para que te ate las muñecas, sé impedido, sé manco, voy a castigarte por esa erección que te enrojece el vientre, te voy a frotar la base del glande, ahí donde se abre en la punta del nervio, con un cubito de hielo, y no grites, el suelo bajo tu cuerpo está aún demasiado suave para ti, no es piedra lo que necesitas, sino hielo, una placa de hierro al rojo, para que te retuerzas, para que tu cuerpo se reanime y explote, aplastado por el mío, voy a comerme tu piel asada, quiero que estés absolutamente en carne viva, de momento bajo las palmas, en la parte baja de los brazos en flexión, y bajo los pies, en la parte baja de tus piernas plegadas, comprimidas, vas a tener el terciopelo granuloso de una tela esmerilada y te voy a dar hambre, te voy a hacer salivar y, cuando lo tengas justo en la punta de los labios, voy a retirar mi cebo, me voy a levantar los calzoncillos unos segundos y te voy a frotar toda la cara, en cuclillas sobre ti, con mi gruesa polla fláccida, con la masa bamboleante de mis huevos, te voy a untar con ellas toda la jeta y después te voy a poner a dieta abruptamente, sé que cuando está fláccida es cuando más deseos te despierta mi polla, cuando más ganas tienes de chuparla, conque, antes de rellenarte, voy a vedarme la erección, a fin de que esté bien fláccida y gruesa contra tus labios y sólo tengas premura por una cosa, abrirlos, dejarla deslizarse dentro de tu boca y llenarla enteramente, ardiente y fláccida, para que la chupetees, la masques, la tragues hasta la garganta, pero, como ya te he dicho, te prohíbo abrir los labios, refunfuña de deseo, si los entreabres siquiera, sentirás tus nalgas, sin recurrir siquiera a las disciplinas sabré calentarlas, pero de momento no te muevas, veo que tu polla, de la que ha caído el cubito de hielo, vuelve a brincar, voy a tener que atarla, vejarla, comprimírtela en un nudo con los huevos, estás ansioso de que te llene, pero quiero oírte decirlo, quiero que digas: mi amo, te lo suplico, no puedo seguir más así, vacío, quiero que me rellenes por todos lados, sé paciente, el falo negro descuartizado se agita en el agua hirviendo y mi polla se alza deseosa de llenarte, yo le había atado las manos por encima de la cabeza, le cizallaba las tetillas con la punta de los dientes y después las aprisionaba en el torno de las pinzas, el dolor le hizo gemir, le dije: mientras no te haya hecho aullar, no te dejaré en paz, al tiempo que le tiraba de los cabellos hacia atrás, como para forzarlo a verse la veta en la espalda, le metía el negro falo hirviendo entre las nalgas y se lo volvía a sacar al instante, para herirlo, y lo metía de nuevo, para que el ardiente y aceitoso caucho le excitara la herida, y después fijaba el falo a la pared sobre una ventosa para que no volviese a salírsele del culo y se viera forzado sin cesar, y hasta la extenuación, so pena de resultar destripado, a alzarse cada vez más alto sobre la punta de los pies, según las posiciones a las que lo sometía, subía o bajaba el nivel, en cuclillas, con las nalgas contra la pared, maltratadas por sus protuberancias, lo forzaba a chuparme, cuando mi polla se había vuelto repulsiva, le pegué al mismo tiempo en el costado y le susurré: ya sé que mi polla te da asco, ya sé que te horroriza metértela en la boca, pero por eso precisamente te obligo a hacerlo, hale, chúpala, mámala bien, métetela hasta la garganta, no tendrás descanso hasta que la hayas hecho derramarse, del todo, y su árida leche te queme el vientre antes de dejarte pulido el culo, desde arriba me saciaba con la visión de su boca deformada por la succión, de las dos bolas infladas de sus mejillas que se ensanchaban por abajo, le daban un aspecto grotesco y sublime a su rostro, el culo se le desplazaba siguiendo el movimiento de balanceo del falo montado sobre bolas, le apreté aún más la tela en la base del cuello para que mi polla lo sofocara más y después le apreté de un solo tirón la tela anudada en torno a los huevos, comprendí por el gruñido sofocado por mi carne que no podía más, vi su sexo derramar un hilillo viscoso, le dije: imagínate que estás chupando a un dios, a un coloso, a un toro, imagínate que estás chupando a un ángel, imagínate que estás chupando a un gigante, imagínate que eres un niño y que te obligo a chuparme la picha, que mi picha te da asco, que nunca has visto una tan gruesa y te horroriza tenerla dentro de la boca, y le apreté aún más las dos telas en torno al cuello y a los huevos, de una patada le empujé los tensos muslos hacia abajo para que se empalara más profundamente sobre el falo negro, oí sus carnes desgarrarse, se derramó sangre a sus pies, ahora abría los ojos y los alzaba hacia mí con espanto, le dije: mi lefa va a curarte las heridas, me voy a correr en tu boca y voy a guardar un poco para cauterizarte el culo, en el momento de correrme salí como un resorte de su boca para rociarle los ojos, que quedaron bañados por los lechosos chorros blancos, le desplacé unos milímetros las pinzas de los senos para reavivarle el dolor, al tiempo que le sacaba el falo negro del culo para metérselo en la boca, todo lleno de sangre y mierda, y aproveché el camino abierto para acabar de sacudirme la polla en él, había cogido las disciplinas y, al tiempo que le daba por el culo, le azotaba la espalda, las nalgas, la parte baja del lomo, le mordía profundamente el cuello, a cada mordisco le obligaba a tragar más profundamente el consolador, para que casi le agujereara la garganta, tenía sus cabellos en una mano y tiraba de su cabeza hacia atrás con fuerza, mi saliva procedente de su carne mordida le chorreaba por el torso, le dije: voy a cubrir la superficie libre de tu piel con sinapismos, con largas correas de crin helada y untada con mostaza, para que no quede un solo centímetro cuadrado de tu cuerpo sin exultar. Después mis manos te entregarán el talco, el alivio, las besarás y te quedarás dormido.
En este lugar, los muchachos, pese al calor ambiente, propio de un invernadero, están vestidos con calzoncillos y jerseys de angora. Algunos prefieren las camisetas, que pueden remangar hasta los hombros, unas veces blancos y mates, de presos, otras veces negros y brillantes, de corsarios. Se desplazan en este espacio bastante vacío siguiendo trayectorias que parecen fijadas por otras voluntades: en primer lugar, sus cuerpos tienen la irreprochable belleza de las estatuas y en sus ojos, azules o verdes, hay una fijeza, una extraña ausencia de profundidad; además, las acciones que realizan son limitadas, como las de una gimnasia regulada por las señales de los aparatos colgados del techo o fijados a la pared, principalmente los trapecios y las anillas, pero también los muelles, las barras, las cuerdas. Se balancean, se estiran o se arrodillan, vacían las pilas de las que desborda el esperma: en efecto, el movimiento de balancín del trapecio o el de las anillas, en las que se han introducido sus gruesos muslos para arquear mejor la pelvis, está regulado con precisión para satisfacer, mediante la unión de sus bocas y sus anos y con la infatigable regularidad de una bomba de émbolo, a los visitantes. El aliento de uno de esos muchachos, cuyo busto ha sido vaciado para que sirva de depósito de cristal o cromado, difunde permanentemente vapores de nitrito de amilo absorbidos por los visitantes directamente en las ventanas de la nariz y cuyo efecto es una dilatación de la sangre que palpita en su corazón o calienta sus riñones, les infla instantáneamente la vergas y las nalgas, las suaviza, satina el cuerpo con toda clase de fluideces. No se ve ningún punto de luz, ni ventana ni neón. Resulta difícil saber si es un lugar subterráneo o está en un piso, si está en el centro de la ciudad o en una de sus periferias. Desde hace mucho tiempo no se oye palabra alguna, sólo el chirrido de los aparatos de gimnasia o el deslizamiento, propio de leopardos, de los muchachos. El paquete que realza y ahúsa la lana, justo bajo su liso vientre, bajo su cincelado ombligo, es muy grande y, si quieres enrollar la angora a lo largo de los muslos, tienes en la mano un miembro grueso, en ofrenda, unas veces blanco y mate, de preso, otras veces negro y liso, de corsario. Ese miembro permanece tenso e inflado fuera de la lana todo el tiempo que se quiera, para hurgar en sus entrañas o masajear sus encías. Una vez que han brindado el placer, se ve a los muchachos sacudirse y refrescarse en las pilas de agua clara. Después vuelven a dejarse acariciar.
El amo nos soltó y nos arrojó la carne. Corrimos a atraparla y nos cogimos los pies en las cadenas. Él se rio. Teníamos hambre. La tajada era magnífica: roja, hinchada de sangre, en largas fibras ahusadas, chorreaba y humeaba también, estaba aún caliente, recién cortada. Había suficiente para dos, pero el otro, más rápido, menos obstaculizado, la atrapó al vuelo antes que yo y la bloqueó entre sus patas, se puso a lamerla, sin hincarle el diente, por toda su superficie, siguiendo el sentido de la fibra y ladrando. Yo me acerqué para cogerle un poco, para tener una tajada que lamer también yo, pero el otro empezó a gruñir, descubrió las encías al sesgo para enseñarme los colmillos y después volvió a apretar la tajada entre sus patas y se puso a lamerla de forma más apremiante, con arrogancia. Se me derramó de la boca una gota de baba, en un bloque, y ese miserable charquito, reflejo de mi extrema hambre, empezó a humear también con el frío y después se heló. Yo me agitaba en torno a la tajada, en torno al que la estrechaba, y el amo se reía cada vez más, con sus hermosos dientes blancos, mucho más finos que los nuestros, dijo: tengo sólo una tajada para vosotros dos, pero es dura y caliente y muy buena, vais a tener que repartírosla, no os peleéis más. El otro seguía apretándola entre sus patas y ahora en ciertas partes la chupaba y aspiraba el jugo que rezumaba del corazón por la fibra, la mordisqueaba. El hambre en la que el amo nos había mantenido hasta entonces y el agotamiento, al hacernos correr, sin descanso, con los ojos vendados, en torno a esos círculos eternos, y con el frío, completamente desnudos, rapados, desprovistos de nuestro pelo, me había provocado un estado de vaga alucinación y me parecía ver la carne revivir por instantes, dar saltos en la boca del otro, con lo que resultaba aún más deseable. Solapadamente, con la cola mojada y los costados ateridos, me puse a reptar en torno a las botas del amo y después a alejarme de ellas y acercarme al otro, por detrás, y morderle muy fuerte en la nuca para hacerle soltar su presa, para que me dejara la tajada. Pero su olfato, más agudizado que el mío, le avisó, y en el último momento, cuando ya me veía yo la tajada en la boca, se volvió y dejó oír su gruñido bajo, sordo, cercano al ladrido, y que manifestaba también contra mí, en sus inflexiones, todo el placer que sacaba de la tajada y que me fascinaba, era un ladrido húmedo, ebrio de carne, amenazador. Me aparté y corrí: hasta el lago. Por despecho, y aun cuando la idea de beber esa agua helada, llevando, como llevaba, varios días en ayunas, frente a la carne caliente y buena que me estaba vedada, me repugnaba, me revolvía el vientre, bebí un poco, pero el amo desde lejos me silbó, el agua que nos da habitualmente es tibia y nauseabunda, siempre llena de películas, de depósitos que tienen el sabor de sus sobacos, sus pies, sus nalgas, y que debemos limpiar como si estuviéramos desborrando. Me silbó y me volvió a atar, yo me pegué al suelo, tenía miedo de sus golpes. Me dijo: no te portas bastante bien, así no vas a conseguirla, esa tajada. El otro seguía rodeándola con su baba y sus uñas, sin cortarla nunca, haciéndola chorrear, exultar, macerar en sus jugos. El amo me dijo: ¿ves?, tiene hambre, pero prolonga el placer, sabe que, de todos modos, sólo puede obtener el sabor y que nunca quedará saciado, sabe que le arrojo esa tajada tan sólo para darle más hambre. Esta vez el estado de extenuación, fatiga, nerviosismo, me hacía ver claramente la carne brincar entre los muslos del amo, desenrollarse en largos bolillos rojos anillados, acabada por la punta en una porra, una catapulta cónica, como las estacas que quebrantan las puertas de las fortalezas. El amo seguía riendo y la flexión de sus piernas calzadas con botas y de su pelvis para propulsar la risa hacía crujir, ondular, su traje negro abierto en el medio por la escotadura vertical bordeada por esos pelos tupidos con los que hace nuestros ranchos y entre la cual pendía ese trozo de carne que había colgado ahí, como para provocarnos. Yo mordía tan fuerte la nuca del otro (ya no tenía melena para protegerlo) y al mismo tiempo lo montaba tan duramente, con esa enorme barra absurdamente alzada entre mis esqueléticos costados, que al principio gimió, con un sonido en aumento que acabó haciéndole soltar su presa. Por haber quedado vencido, el amo lo ahuyentó de una patada. Yo me arrojé sobre la carne, abandonada y chorreante, colgante como estaba me golpeó la mejilla y después me la zampé, guardé tan poco las apariencias, tuve tan poca moderación para jalármela, para hacerla soltar todo su jugo, porque el otro la había ya calentado al borde de la exultación, que estuve a punto de faltar al mandato divino y machacarla, tragarla entera, asfixiarme con ella. Para calmarme, solté el suntuoso cono y comencé a trabajarla por la base, cuando el otro volvió a la carga, abalanzándose, ladrando y recuperando la punta. Durante un tiempo nos saciamos uno frente al otro, con la vista clavada en esa barra de carne, gruñendo de placer y amenazando en cuanto el otro intentaba acercarse, deseoso de ganar terreno en la otra mitad, y después el amo se cansó de esa avidez y de un tirón, sin avisar, nos quitó la carne y se la metió en los alares, dijo: sois unos simples perros famélicos, lo único que merecéis es que os cuelguen de los pies, como la caza, con el morro envuelto en plástico, sumergido en una cuba y adornado con esponjas, para que os asfixiéis con vuestros vómitos, para restañar vuestra sangre.
De repente se desploma la pared, desaparece el tabique, se eleva el techo, se abre el suelo, se disipa el azogue del espejo y tengo acceso a sus cuerpos, me reúno con ellos. Él acaba de retirarse de ella, de gozar dentro de ella, de inflarle el vientre como un odre, en ese preciso momento los sorprendo. No, aún no se ha retirado de ella, veo su polla salir de entre sus labios, que gotean, y me arrodillo para besar su unión, le lamo la polla a medida que sale de su vagina y cae en mi boca, aspiro sus jugos conjugados. Se me ha puesto la polla tiesa. Después, cada embestida que le doy con la pelvis lo hunde más profundamente dentro de ella y en ese instante, mediante el flujo de nuestros espermas, pasando de mí a él, hasta sus huevos, y atravesando masas esponjosas, de él a ella, en ese preciso instante queda ella fecundada mediante el flujo de nuestros espermas, que se suman.