Prólogo

Margen del Naciente, día 943 de la Búsqueda

Sueño de Ascua

Grises, hinchados y picados de viruelas, los cuerpos se alineaban en la orilla cargada de sedimentos hasta donde alcanzaba la vista. Apilados como maderos a la deriva por las aguas crecientes, meciéndose y rodando por los bordes, la carne putrefacta hervía de cangrejos de diez patas y caparazones negros. Aquellas criaturas del tamaño de una moneda apenas se habían adentrado en el munífico festín tendido ante ellos tras la partición de la senda.

El mar reflejaba el tono del cielo bajo. Peltre remendado y apagado arriba y abajo, roto solo por el ceniciento más profundo de los sedimentos y, a treinta golpes de remo de distancia, por los tonos manchados de ocre de los niveles superiores apenas entrevistos de los edificios inundados de una ciudad. Las tormentas habían pasado y las aguas estaban serenas entre los restos de un mundo ahogado.

Bajos y achaparrados habían sido sus habitantes. De rasgos planos, cabellos claros y siempre largos y sueltos. El suyo había sido un mundo frío, dada la ropa de forros gruesos que llevaban. Pero con la partición todo eso había cambiado, como un cataclismo. El aire era sofocante, húmedo y a esas alturas, apestaba a putrefacción.

El mar había nacido de un río de otro reino, una arteria inmensa, ancha y, con seguridad, dueña de todo un continente, una arteria de agua dulce impregnada por los sedimentos de la llanura. Las profundidades turbias albergaban enormes bagres y arañas del tamaño de ruedas de carretas, los bajíos estaban atestados de aquellos cangrejos de diez patas y conchas negras y plantas carnívoras sin raíces. El río había vertido su torrencial volumen en ese inmenso paisaje llano. Durante días, luego semanas, después meses.

Las tormentas, conjuradas por el volátil choque de corrientes de aire tropicales contra el clima templado de la zona, habían empujado la inundación bajo el aullido de los vientos. Con las aguas crecientes e inexorables llegaron plagas mortales para llevarse a aquellos que no se habían ahogado.

Sin que se supiera cómo, el desgarro se había cerrado en algún momento de la noche anterior. El río de otro reino había regresado a su camino original.

La costa que tenía delante seguramente no se merecía ese nombre, pero a Trull Sengar no se le ocurría nada más mientras lo arrastraban por el margen. La playa no era otra cosa que un montón de sedimentos apilados contra un muro enorme, gigantesco, que parecía extenderse de un horizonte a otro. El muro había soportado la riada, aunque el agua ya corría por el otro lado.

Cadáveres a la izquierda, una caída en picado de una altura de siete, quizás ocho hombres, a la derecha, la parte superior del propio muro de algo menos de treinta pasos de anchura; que aquello contuviera un mar entero hablaba, aunque fuera en susurros, de hechicería. Las losas anchas y planas que pisaban estaban manchadas de barro, un barro ya casi seco bajo el sol. Unos insectos del color del estiércol bailaban sobre ellas y se apartaban a saltos del camino de Trull Sengar y sus captores.

A Trull seguía costándole bastante comprender esa noción. Captores. Una palabra que no terminaba de entender. Después de todo, eran sus hermanos. Parientes. Rostros que conocía de toda la vida, rostros que había visto sonreír, y reír, y rostros que (a veces) se llenaban de dolor, un dolor que reflejaba el suyo propio. Trull había permanecido a su lado y lo había vivido todo con ellos, los triunfos gloriosos, las pérdidas que destrozaban el alma.

Captores.

Ya no había sonrisas. Ni risas. Las expresiones de quienes lo retenían eran rígidas y frías.

A qué hemos llegado.

La marcha terminó. Unas manos tiraron a Trull Sengar al suelo sin hacer caso de las magulladuras, los cortes y los desgarros que todavía no habían dejado de sangrar. Unos aros inmensos de hierro habían sido instalados, por alguna razón desconocida, por los habitantes ya muertos de ese mundo, en la parte superior del muro, anclados al fondo de los enormes bloques de piedra. Los aros estaban colocados a intervalos regulares por todo el muro, cada quince pasos más o menos, hasta donde Trull alcanzaba a ver.

Y esos aros acababan de encontrar una nueva función.

Unas cadenas envolvieron a Trull Sengar, unos grilletes que le colocaron a martillazos alrededor de las muñecas y los tobillos. Le cincharon dolorosamente un cinturón tachonado alrededor de la cintura, pasaron las cadenas por los aros de hierro y las tensaron para inmovilizarlo junto al anillo de hierro. Le pegaron a la mandíbula una prensa de metal con unos goznes, lo obligaron a abrir la boca, le metieron la placa y se la trabaron sobre la lengua.

A continuación, el pelado. Una daga le grabó un círculo en la frente, seguido por una cuchillada irregular para romper ese mismo círculo, la punta se adentró lo suficiente como para mellarle el hueso. Le frotaron cenizas en las heridas. Le cortaron la única y larga trenza que lucía con tajos toscos que le convirtieron la nuca en un desastre ensangrentado. Después le untaron en el pelo que le quedaba un ungüento, espeso y empalagoso, y lo masajearon hasta que le impregnó el cráneo. En unas pocas horas haría que se le cayera el resto del pelo y lo dejaría calvo para siempre.

El pelado era una medida absoluta, un acto irreversible de ruptura. Se había convertido en un paria. Para sus hermanos, había dejado de existir. Nadie lo lloraría. Sus obras se desvanecerían de todo recuerdo junto con su nombre. Su madre y su padre habrían dado vida a un hijo menos. Aquello era, para su pueblo, el castigo más duro, peor que una ejecución, mucho peor.

Y sin embargo, Trull Sengar no había cometido ningún delito.

Y a esto es a lo que hemos llegado.

Se alzaban sobre él, quizá solo entonces comprendieron lo que habían hecho.

Una voz conocida rompió el silencio.

—Hablaremos de él ahora, y una vez que hayamos dejado este sitio, dejará de ser nuestro hermano.

—Hablaremos de él ahora —entonaron los demás, y luego otro añadió:

—Te traicionó.

La primera voz era fría, no revelaba el regocijo que Trull Sengar sabía que estaría allí.

—Dices que me traicionó.

—Lo hizo, hermano.

—¿Qué prueba tienes?

—Sus propias palabras.

—¿Eres solo tú el que afirma haber oído que se pronunciara tal traición?

—No, yo también lo oí, hermano.

—Y yo.

—¿Y qué os dijo a todos nuestro hermano?

—Dijo que tú habías separado tu sangre de la nuestra.

—Que ahora servías a un amo oculto.

—Que tu ambición nos llevaría a todos a la muerte…

—A todo nuestro pueblo.

—Habló contra mí, entonces.

—Lo hizo.

—Con sus propias palabras, me acusó de traicionar a nuestro pueblo.

—Lo hizo.

—¿Y lo he hecho? Consideremos el cargo que me imputa. Las tierras del sur están en llamas. Los ejércitos del enemigo han huido. El enemigo se arrodilla ahora ante nosotros y nos ruega que lo hagamos nuestro esclavo. De la nada hemos forjado un imperio. Y con todo, nuestra fuerza sigue creciendo. Todavía. Para ser aún más fuertes, ¿qué debéis hacer vosotros, hermanos míos?

—Debemos buscar.

—Sí. ¿Y cuando encontréis lo que ha de buscarse?

—Debemos entregarlo. A ti, hermano.

—¿Veis que es necesario?

—Lo vemos.

—¿Entendéis el sacrificio que hago, por vosotros, por nuestro pueblo, por nuestro futuro?

—Lo entendemos.

—Y sin embargo, mientras vosotros buscabais, este hombre, este que fue nuestro hermano, habló contra mí.

—Lo hizo.

—Peor aún, habló para defender a los nuevos enemigos que habíamos encontrado.

—Lo hizo. Los llamó los parientes puros y dijo que no deberíamos matarlos.

—Y, si hubieran sido en verdad parientes puros, ¿entonces…?

—No habrían muerto con tanta facilidad.

—Así pues…

—Te traicionó, hermano.

—Nos traicionó a todos.

Se hizo el silencio.

Ah, ahora quieres compartir este crimen tuyo. Y ellos dudan.

—Nos traicionó a todos, ¿no es cierto, hermanos?

—Sí. —La palabra surgió ronca, sin aliento, murmurada… un coro de incertidumbre y dudas.

Nadie habló durante largos minutos y después, salvaje, con una ira apenas contenida:

—Así pues, hermanos, ¿no deberíamos acaso cuidarnos de este peligro? ¿De la amenaza de la traición, de este veneno, de esta plaga que pretende desgarrar nuestra familia? ¿Se extenderá? ¿Volveremos aquí una vez más? Debemos permanecer vigilantes, hermanos. De lo que hay en nuestro interior. Unos de otros. Bien, ya hemos hablado de él. Y ahora, se ha ido.

—Se ha ido.

—Nunca existió.

—Nunca existió.

—Abandonemos este lugar, entonces.

—Sí, abandonémoslo.

Trull Sengar escuchó hasta que dejó de oír sus botas sobre las piedras, hasta que dejó de sentir el temblor de sus pasos menguantes. Estaba solo, incapaz de moverse, solo veía la piedra manchada de barro de la base del aro de hierro.

El mar removía los cadáveres de la orilla. Los cangrejos se escabullían. El agua seguía filtrándose por la argamasa, se insinuaba por el muro gigantesco con la voz de fantasmas que murmuraban, y se deslizaba por el otro lado.

Entre su pueblo era una verdad de siempre conocida, quizá la única verdad, que la naturaleza no libraba más que una guerra eterna. Contra un solo enemigo. Es más, entender eso era entender el mundo. Todos los mundos.

La naturaleza no tiene más que un enemigo.

Y ese enemigo es el desequilibrio.

El muro contenía al mar.

Y hay dos significados en eso. Hermanos míos, ¿es que no veis la verdad que hay en eso? Dos significados. El muro contiene al mar.

Por ahora.

Aquella era una riada que no podría contenerse. La inundación no había hecho más que empezar, algo que sus hermanos no podían entender, algo que quizá nunca llegasen a entender.

El ahogamiento era común entre su pueblo. No temían ahogarse. Y así, Trull Sengar se ahogaría. Pronto.

Y a no mucho tardar, sospechaba, su pueblo entero se uniría a él.

Su hermano había hecho pedazos el equilibrio.

Y la naturaleza no lo consentirá.