En este día, Raraku se alza.
XXXIV.II.I.81 «Palabras de la profecía»
El libro de Dryjhna del Apocalipsis
La diosa del Torbellino había sido en otro tiempo una tormenta furiosa de viento y arena. Un muro que rodeaba a la joven que había sido Felisin, de la Casa Paran, y que se había convertido en Sha’ik, la elegida y soberana suprema del Ejército de Apocalipsis.
Felisin había sido el nombre de su madre. Después lo había convertido en el nombre de su hija adoptiva. Pero ella lo había perdido. De vez en cuando, sin embargo, en las horas más profundas de la noche, en el corazón del silencio impenetrable que ella misma había creado, podía vislumbrar una imagen de aquella niña. Como había sido una vez, el reflejo manchado de un espejo pulido. Mejillas redondas y ruborizadas, una gran sonrisa y los ojos brillantes. Una niña con un hermano que la adoraba, que la zarandeaba sobre una rodilla como si fuera un caballo que corcoveaba y los chillidos de miedo y placer de la pequeña llenaban el aposento.
Su madre había tenido el don de las visiones. Era de sobra conocido por todos. Una verdad respetada. Y la hija pequeña de esa madre había soñado que un día ella también hallaría ese talento en su interior.
Pero ese don solo llegaba con la diosa, con esa criatura malintencionada y horrenda cuya alma estaba mucho más agostada y marchita que cualquier desierto. Y las visiones que asaltaban a Sha’ik eran imágenes tenebrosas, repletas de peligros. No nacían, había terminado por comprender, de ningún talento o don. Sino que eran conjuradas por el miedo.
El miedo de una diosa.
Y en ese momento, el muro del Torbellino se había cerrado, retraído, se había apartado del mundo exterior para bramar bajo la piel bronceada por el sol de Sha’ik, por sus venas y arterias, con giros salvajes y ensordecedores en su mente.
Oh, allí había poder. Amargado por la edad, impregnado por la bilis de la malicia. Y lo que fuera que lo alimentaba soportaba el sabor amargo de la traición. Una traición desgarradora y muy personal. Algo que debería haber sanado, que debería haberse amortiguado bajo tejido cicatrizal duro y grueso. Un placer rencoroso había mantenido la herida abierta, había alimentado su putrefacto corazón hasta que odio fue todo lo que quedó. Odio por… alguien, un odio tan antiguo que ya no poseía cara.
En los momentos en que podía razonar con frialdad, Sha’ik lo veía por lo que era. Perturbada, llevaba todo a tal extremo que comprendía que fuera cual fuera el crimen que se había cometido contra la diosa, fuera cual fuera la fuente de la traición, no se había ganado una reacción tan brutal. Las proporciones ya habían empezado mal. Desde el comienzo. Lo que le llevaba a sospechar que la tendencia a la locura ya existía, defectos oscuros que manchaban el alma que un día se abriría camino a zarpazos a la ascensión.
Paso a paso recorremos los caminos más horrendos. Nos bamboleamos por el borde de un abismo que no sospechamos. Los compañeros no ven nada raro. El mundo parece un sitio normal. Paso a paso, no muy diferente de nadie más, no en apariencia. Ni siquiera por dentro. Aparte de esa tensión, ese susurro de pánico. La vaga confusión que amenaza tu equilibrio.
Felisin, que era Sha’ik, había terminado por comprenderlo.
Pues ella había recorrido el mismo sendero.
Odio, tan dulce como el néctar.
He caminado por el abismo.
Estoy tan loca como esa diosa. Y por eso me eligió, porque somos almas gemelas.
Entonces, ¿qué es este saliente al que todavía me aferro con tanta desesperación? ¿Por qué persisto en mi creencia de que puedo salvarme, de que puedo regresar… encontrar una vez más el lugar en el que la locura no tiene cabida, en el que no existe la confusión?
El lugar… de la infancia.
Se hallaba en el aposento principal, el sillón que podría ser un trono tras ella, los cojines fríos, los brazos secos. Se encontraba allí, de pie, aprisionada por la armadura de una desconocida. Casi podía sentir a la diosa que le tendía los brazos para envolverla, no era el abrazo de una madre, no, nada parecido. Ese abrazo la asfixiaría por completo, ahogaría toda la luz, hasta el último resplandor de conciencia de sí misma.
Su ego luce la armadura del odio. No puede ver en su interior y apenas vislumbrar el exterior. Sus pasos se arrastran, incómodos y rígidos, una canción de complementos oxidados y correas que crujen. Los dientes le brillan en las sombras, pero no es más que un rictus.
Felisin Paran, levanta este espejo por tu cuenta y riesgo.
Fuera, comenzaban a colarse las primeras luces del alba.
Y Sha’ik estiró la mano para coger el yelmo.
L’oric apenas distinguía las posiciones de los Mataperros en las cimas de las rampas de adoquines. No percibía ningún movimiento bajo la luz gris del amanecer. Era raro pero no sorprendente. La noche que acababa de finalizar haría que hasta el soldado más curtido dudara antes de levantar la mirada al cielo, antes de salir de su escondite para dar inicio a las tareas mundanas que marcaban el comienzo de un nuevo día.
Con todo, había algo desviado en aquellas trincheras.
Recorrió sin prisa el risco hacia la cima de la colina donde Sha’ik había establecido el puesto avanzado para observar la batalla inminente. Al mago supremo le dolían todos los huesos. Los músculos se quejaban con cada paso que daba.
Rezó para que estuviera allí.
Rezó para que la diosa se dignase a oír sus palabras, su advertencia y, al fin, su ofrecimiento.
Todo planeaba sobre la cúspide. La oscuridad había sido derrotada… de algún modo. Le extrañó, pero no por mucho tiempo, no había tiempo para ociosas meditaciones. Ese torturado fragmento de Kurald Emurlahn estaba despertando y la diosa a punto de llegar para reclamarlo. Para crear un trono. Para devorar Raraku.
Los fantasmas todavía giraban en las sombras, guerreros y soldados de decenas de civilizaciones muertas mucho tiempo atrás. Soldados que empuñaban armas extrañas, los cuerpos ocultos bajo singulares armaduras, los rostros (por suerte) cubiertos por ornamentadas celadas. Estaban cantando, aunque la canción tanno se había hecho meditabunda, lúgubre, un suspiro suave como el viento. Había empezado a alzarse y caer, un susurro que helaba la sangre de L’oric.
¿Por quién lucharán? ¿Por qué están aquí en realidad? ¿Qué quieren?
La canción pertenecía a los Abrasapuentes. Pero parecía que el sagrado desierto la había reclamado, se había apoderado de esa multitud de voces etéreas. Y cada alma que había caído en batalla durante la inmensa historia del desierto se había reunido en ese lugar.
La cúspide.
Llegó a la base del camino que subía a la colina de Sha’ik. Había guerreros del desierto acurrucados aquí y allá, envueltos en sus telabas de color ocre, las lanzas levantadas, las puntas de hierro reluciendo con el rocío a medida que el fuego del sol irrumpía por el horizonte oriental. Se estaban formando las compañías de la caballería ligera de Mathok en las llanuras que tenía L’oric a la derecha. Los caballos estaban nerviosos, las filas cambiaban de postura, irregulares e inquietas. El mago supremo no veía a Mathok por ninguna parte entre ellos, ni tampoco, comprendió con un escalofrío, veía los estandartes de la tribu del caudillo.
Oyó los caballos que se acercaban por detrás y se volvió para ver a Leoman, uno de sus oficiales y al toblakai cabalgando hacia él.
El caballo del toblakai era un jhag, apreció L’oric, enorme y magnífico en su saña primitiva, el paso largo medido y perfectamente proporcionado al gigante que cabalgaba a horcajadas sobre su lomo.
Y ese gigante estaba destrozado. La sanación sobrenatural todavía tenía que reparar del todo las terribles heridas que sufría. Las manos eran una ruina carmesí. Unas mandíbulas despiadadas y gigantescas le habían mordido una pierna.
El toblakai y su caballo arrastraban un par de objetos que rebotaban y rodaban en los extremos de unas cadenas. L’oric abrió mucho los ojos al ver lo que eran.
Ha matado a los deragoth. Ha cogido sus cabezas.
—¡L’oric! —jadeó Leoman cuando de detuvo junto a él—. ¿Está arriba?
—No lo sé, Leoman de los Mayales.
Desmontaron los tres y L’oric vio que el toblakai trataba con cuidado la pierna mutilada. Se lo hicieron las mandíbulas de un mastín. Y entonces vio la espada de piedra atada a la espalda del gigante. Ah, así que es él, entonces. Creo que el dios Tullido ha cometido un terrible error.
Dioses, ha matado a los deragoth.
—¿Dónde se oculta Febryl? —preguntó Leoman cuando los cuatro empezaron a subir. Respondió el toblakai.
—Muerto. Se me olvidó contaros algunas cosas. Lo maté yo. Y maté a Bidithal. Habría matado a Manos Fantasmales y a Korbolo Dom, pero no los encontré.
L’oric se pasó una mano por la frente y la bajó mojada y grasienta. Pero todavía podía verse el aliento. El toblakai continuó, inexorable.
—Y cuando entré en la tienda de Korbolo, encontré a Kamist Reloe. Lo habían asesinado. Al igual que a Henaras.
L’oric se sacudió y se dirigió a Leoman.
—¿Recibiste las últimas órdenes de Sha’ik? ¿No deberías estar con los Mataperros?
El guerrero lanzó un gruñido.
—Es probable. Acabamos de venir de allí.
—Están todos muertos —dijo el toblakai—. Masacrados durante la noche. Los fantasmas de Raraku han estado muy ocupados… aunque ninguno se atrevió a desafiarme a mí. —Lanzó una carcajada seca—. Como podría deciros Manos Fantasmales, yo tengo mis propios fantasmas.
L’oric tropezó en el camino. Levantó los brazos y se agarró al brazo de Leoman.
—¿Masacrados? ¿Todos ellos?
—Sí, mago supremo. Me sorprende que no lo supieras. Todavía tenemos a los guerreros del desierto. Todavía podemos ganar, no solo aquí y no solo ahora. Así pues, debemos convencer a Sha’ik para irnos…
—Eso es imposible —lo interrumpió L’oric—. Se acerca la diosa, ya casi está aquí. Ya es demasiado tarde, Leoman. En unos momentos será muy tarde para todo…
Treparon hasta la cima.
Y allí estaba Sha’ik.
Con el yelmo y la armadura, dándoles la espalda y con la mirada clavada en el sur.
A L’oric le apeteció gritar. Porque vio lo que sus compañeros no podían ver. No llego a tiempo. Oh, por los dioses del inframundo. Y entonces dio un salto hacia delante, el portal de su senda llameó a su alrededor… y desapareció.
La diosa no había perdido sus recuerdos. De hecho, la rabia había grabado sus retratos, cada detalle, tan burlón, sólido y real como los árboles tallados del bosque de piedra. Y podía acariciarlos, canturrearle su odio como la canción de un amante, detenerse en una caricia que prometía la muerte, aunque la persona que le había hecho daño estaba, si no muerta, en un lugar que ya no importaba.
El odio era lo único que importaba ya. Su furia ante la debilidad de aquel hombre. Oh, había otros en la tribu que jugaban a eso con bastante frecuencia. Cuerpos que se deslizaban entre las pieles de choza en choza cuando las estrellas adoptaban su alineación estival; ella misma había abierto las piernas más de una vez para el marido de otra mujer, o para un jovencito torpe e impaciente.
Pero el corazón se lo había entregado al único hombre con el que vivía. Esa ley era sacrosanta.
Oh, pero él había sido tan sensible. Sus manos seguían el mismo camino que sus ojos cuando creaban las imágenes prohibidas de esa otra mujer, allí, en lugares ocultos. Había usado esas manos para encerrar con ellas su corazón y entregárselo a otra, sin pensar por un momento en quien lo había considerado propio una vez.
Otra, que ni siquiera le daría a él su corazón a cambio, ella se había ocupado de eso, con palabras despiadadas y acusaciones desafiantes. Suficientes para animar a los demás a desterrarla para siempre.
Pero no antes de que esa zorra matara a todos sus parientes, salvo a uno.
Hombre necio, estúpido, que le había dado su amor a esa mujer.
Su rabia no había muerto con el ritual, no había muerto cuando ella misma (demasiado destrozada para caminar) había sido separada del voto y abandonada en un lugar de oscuridad eterna. Y cada espíritu curioso que había oído su llanto, que se había acercado para ofrecer su simpatía, bueno, había alimentado sus ansias y ella se había apoderado de sus poderes. Capa tras capa. Pues ellos también habían sido necios y estúpidos, díscolos y tendentes a malgastar esos poderes en cosas sin sentido. Pero ella tenía un propósito.
Los niños atestaban la superficie del mundo. ¿Y quién era su madre? Nada menos que la zorra que había sido desterrada. ¿Y su padre?
Oh, sí, esa mujer fue a verlo. Esa última noche. Fue allí. Él hedía a ella cuando lo arrastraron hasta la luz a la mañana siguiente. Apestaba a ella. La verdad estaba allí, en sus ojos.
Una mirada que ella nunca olvidaría, nunca podría olvidar.
La venganza era una bestia que llevaba mucho tiempo tirando de sus cadenas. La venganza era lo único que ella había querido jamás.
La venganza estaba a punto de desatarse.
Y ni siquiera Raraku podría detenerla. Los niños morirían.
Los niños morirán. Purificaré el mundo de todos los que han engendrado, las alimañas de ojos orgullosos que nacieron, todas y cada una, de esa única madre. Por supuesto que ella no podía unirse al ritual. Un mundo nuevo aguardaba en su interior.
Y ahora, al fin, me alzaré otra vez. Revestida en la carne de uno de esos niños, mataré ese mundo.
Podía ver el sendero que se abría, el camino despejado e invitador. Un túnel rodeado de sombras que giraban y se retorcían.
Sería un placer caminar otra vez.
Sentir la carne cálida y el calor de la sangre.
Saborear el agua. La comida.
Respirar.
Matar.
Sin ser consciente ni oír nada, Sha’ik fue bajando por la ladera. La cuenca la aguardaba, ese campo de batalla. Vio a los exploradores malazanos en el risco de enfrente, uno regresaba a caballo al campamento, los otros se limitaban a mirar.
Lo entendían, entonces. Como ella había sabido que lo entenderían.
Gritos vagos, distantes, tras ella. Sonrió. Por supuesto, al final son los dos guerreros que me encontraron. Fui una tonta al dudar de ellos. Y sé que cualquiera de ellos se pondría en mi lugar.
Pero no pueden.
Esta lucha me pertenece a mí. Y a la diosa.
—Adelante.
El capitán Keneb se detuvo un instante para recuperar la compostura, después entró con zancadas firmes en la tienda de mando.
La mujer se estaba poniendo la armadura. Una tarea mundana que habría sido más fácil con un sirviente a mano, pero, por supuesto, no era así como hacía las cosas Tavore.
Aunque, quizás, esa no era toda la verdad.
—Consejera.
—¿Qué ocurre, capitán?
—Vengo de la tienda del puño. Se avisó a un físico y a un sanador de inmediato, pero ya era demasiado tarde. Consejera Tavore, Gamet falleció anoche. Un vaso sanguíneo estalló en su cerebro, el físico cree que fue un coágulo, y que se produjo la noche que lo tiró el caballo. Yo… lo siento.
Una pronunciada palidez había comenzado a cubrir el rostro corriente y demacrado de la mujer. Keneb vio que la consejera estiraba la mano para apoyarse en el borde de la mesa.
—¿Muerto?
—Mientras dormía.
Tavore le dio la espalda y se quedó mirando el equipo que había esparcido por la mesa.
—Gracias, capitán. Déjeme ahora y que T’amber…
Se oyó una conmoción en el exterior y después se abrió paso un joven wickano.
—¡Consejera! ¡Sha’ik ha bajado andando a la cuenca! ¡Te desafía!
Tras un largo instante, Tavore asintió.
—Muy bien. Haga caso omiso de la última orden, capitán. Pueden irse los dos. —Se volvió para continuar abrochándose la armadura.
Keneb le hizo un gesto al joven para que pasara por delante y salieron los dos de la tienda.
Una vez fuera, el capitán dudó.
Es lo que Gamet haría… ¿verdad?
—¿Luchará contra ella? —preguntó el wickano.
Keneb lo miró.
—Así es. Vuelve con Temul, muchacho. En cualquier caso, tenemos una batalla por delante. —El capitán observó al joven guerrero escabullirse a toda prisa.
Después se volvió para mirar la modesta tienda situada a veinte pasos a su izquierda. No había guardias apostados delante de la solapa. Keneb se detuvo ante la entrada.
—La dama T’amber, ¿está dentro?
Salió una figura. Vestida con cueros duros, una armadura ligera, comprendió Keneb con un sobresalto, y una espada larga atada a la cadera.
—¿Desea la consejera dar comienzo a sus prácticas matinales?
Keneb se encontró con aquellos ojos serenos, cuyo color daba a la mujer su nombre. Parecían insondables. El hombre se sacudió mentalmente.
—Gamet falleció anoche. Acabo de informar a la consejera.
La mirada de la mujer se volvió hacia la tienda de mando.
—Entiendo.
—Y en la cuenca, entre los dos ejércitos, se encuentra ahora Sha’ik… esperando. Se me ha ocurrido, señora, que la consejera quizás agradezca un poco de ayuda con la armadura.
Pero para sorpresa del capitán, la mujer regresó a su tienda.
—No esta mañana, capitán. Comprendo sus motivos, señor, pero no. Esta mañana no. Que tenga buen día, señor.
Y después se metió en la tienda.
Keneb se quedó allí, paralizado por la sorpresa. De acuerdo, entonces, así que no entiendo a las mujeres.
Miró a la tienda de mando una vez más, justo para ver salir a la consejera apretándose las correas de los guanteletes. Llevaba el casco puesto, el barbote trabado en su sitio. No había celada que le cubriera los ojos (a muchos guerreros les parecía que las ranuras dificultaban demasiado su visión) y mientras observaba, la mujer hizo una pausa y levantó los ojos hacia el cielo de la mañana por un momento, antes de ponerse en marcha a grandes zancadas.
Keneb le dio un poco de margen y después la siguió.
L’oric se abrió camino como pudo entre el remolino de sombras, arañado por ramas esqueléticas y tropezando con raíces nudosas. No se lo esperaba. Tenía que haber un sendero, un camino que atravesara ese bosque de granadillos.
Esa maldita diosa estaba allí. Cerca. Tenía que estarlo, si solo pudiera encontrar el rastro.
El aire era húmedo y frío, los troncos de los árboles se inclinaban hacia un sitio y otro, como si un terremoto acabara de sacudir el suelo. La madera crujía sobre él bajo un viento fuerte. Y por todas partes revoloteaban espectros, sombras perdidas que cercaban al mago supremo y después volvían a salir disparadas. Se elevaban sobre el humus como fantasmas, siseaban sobre su cabeza mientras él avanzaba tambaleándose.
Y entonces, a través de los árboles, el destello del fuego.
L’oric corrió hacia él con un jadeo.
Era ella. Y las llamas confirmaban su sospecha. Una imass que sigue la estela de las cadenas de Tellann, el ritual hecho pedazos… Oh, el sitio de esa mujer no es este, en absoluto.
Espíritus ctónicos se enjambraban alrededor del cuerpo ardiente de la diosa, los aditivos de poder que había reunido sobre sí a lo largo de cientos de miles de años. El odio y el rencor los habían retorcido y convertido en criaturas malignas y despiadadas.
El agua estancada y el moho habían ennegrecido los miembros de la imass. El musgo cubría el torso como pieles anudadas y colgantes. Mechones de pelo gris y enmarañado le colgaban sobre la cara, enredados con erizos. De las cuencas abrasadas de los ojos surgían llamas vivas. Tenía los huesos de los pómulos blancos, recubiertos de grietas por el calor.
La pesada mandíbula inferior colgaba sin dientes, apenas sostenida por tiras podridas de tendones y músculos encogidos.
La diosa se lamentaba, un grito indeciso y espeluznante que no se detenía a respirar, y a L’oric le parecía que estaba luchando.
Se acercó más.
La diosa se había caído en una telaraña de enredaderas, las cuerdas retorcidas le enmarañaban los brazos y las piernas, le envolvían el torso y el cuello como serpientes. El mago se preguntó por qué no las había visto antes y después comprendió que estaban parpadeando, en un momento dado estaban allí y al siguiente habían desaparecido (aunque no eran un impedimento menor, a pesar de su rítmica desaparición), y estaban cambiando…
Convirtiéndose en cadenas.
De repente, una se partió. Y la diosa aulló y redobló sus esfuerzos.
Otra se rompió y azotó un árbol con un crujido.
L’oric se adelantó poco a poco.
—¡Diosa! ¡Escúchame! ¡Sha’ik… no es lo bastante fuerte para ti!
—¡Mi… mi… mi hija! ¡Mía! ¡Yo se la robé a esa zorra! ¡Es mía!
El mago supremo frunció el ceño.
¿Quién? ¿Qué zorra?
—¡Diosa, escúchame, por favor! ¡Yo me ofrezco en su lugar! ¿Comprendes?
Se rompió otra cadena.
Y una voz habló en un susurro detrás de L’oric.
—Cabrón metomentodo.
Se dio la vuelta, pero fue demasiado tarde, un cuchillo de hoja ancha se hundió entre sus costillas y abrió un camino salvaje hasta su corazón.
O hasta donde debería haber estado su corazón, si L’oric hubiera sido humano.
La punta serrada se lo saltó y se deslizó por delante del órgano asentado en lo más profundo hasta que chocó contra un lado del esternón.
L’oric gimió y se encorvó.
El asesino sacó el cuchillo, se agachó y echó la cabeza de L’oric hacia atrás cogiéndolo por la mandíbula. Y después bajó la hoja.
—¡Eso da igual, idiota! —siseó otra voz—. ¡Ella está rompiendo las cadenas!
L’oric observó dudar al hombre, después gruñir y apartarse.
El mago supremo podía sentir la sangre que le llenaba el pecho. Se puso de lado poco a poco y pudo sentir el flujo cálido que se filtraba de la herida. El cambio de posición le permitió tener una visión casi despejada de la diosa… y los asesinos que la cercaban.
La hechicería brotaba de sus cuchillos, una madeja de magia mortal.
La diosa chilló cuando el primer cuchillo se hundió en su espalda.
El mago vio cómo la mataban. Una masacre prolongada y brutal. Los espolones de Korbolo, sus asesinos elegidos, habían montado una emboscada, guiados hasta allí por Febryl (nadie más podría haber abierto ese sendero) y con la complicidad de los poderes hechiceros de Kamist Reloe, Henaras y Fayelle. La diosa se defendió con una ferocidad difícil de igualar y pronto tres de los cuatro asesinos estaban muertos, despedazados. Pero eran más las cadenas que habían atrapado a la diosa y la habían derribado, y L’oric pudo ver los fuegos que morían en las cuencas de sus ojos, pudo ver los espíritus alejarse retorciéndose, libres de repente e impacientes por huir. Y el último asesino se abalanzó a toda velocidad y la golpeó con saña con el cuchillo. Le atravesó el cráneo. Un destello oscuro como la noche, la detonación tiró al asesino hacia atrás. Cráneo y hoja se habían hecho pedazos y habían lacerado la cara y el pecho del espolón. Cegado y chillando, el hombre se tambaleó hacia atrás, tropezó con una raíz y cayó con un golpe seco al suelo.
L’oric escuchó los gemidos del hombre.
Las cadenas serpentearon sobre el cuerpo caído de la diosa hasta ocultarla por completo, los eslabones de hierro negro amontonados y relucientes.
Fuera cual fuera el viento fuerte que azotaba las copas de los árboles, amainó y quedó solo el silencio.
Todos querían esta senda hecha pedazos. Este premio repleto de amenazas. Pero el toblakai mató a Febryl. Mató a los dos deragoth.
Mató a Bidithal.
Y en cuanto a Korbolo Dom, algo me dice que la emperatriz no tardará en hablar con él en persona. Pobre cabrón.
Bajo el mago supremo, su líquido vital empapaba el musgo.
Se le ocurrió entonces, se estaba muriendo.
Unas ramitas se partieron cerca.
—No es que me extrañe. Mandaste irse a tu familiar, ¿verdad? Otra vez.
L’oric giró la cabeza, miró hacia arriba y consiguió esbozar una débil sonrisa.
—Padre.
—No creo que hayan cambiado muchas cosas en tu habitación, hijo, desde que la dejaste.
—Llena de polvo, creo yo.
Osric gruñó.
—La fortaleza entera está así, me atrevería a decir. Hace siglos que no paso por allí.
—¿No hay sirvientes?
—Los despedí… hace unos mil años.
L’oric suspiró.
—Me sorprendería que el sitio siguiera en pie.
Osric se agachó con lentitud junto a su hijo, el fulgor hechicero de Denul lo rodeaba.
—Oh, sigue en pie, hijo. Yo siempre mantengo mis opciones abiertas. Tienes un corte muy feo ahí. Será mejor curarlo poco a poco.
L’oric cerró los ojos.
—¿Mi antigua cama?
—Sí.
—Es demasiado corta. Lo era cuando me fui, por lo menos.
—Una pena que no te cortara los pies entonces, L’oric.
Unos brazos fuertes se metieron bajo él y lo levantaron sin esfuerzo.
Por absurdo que fuera (un hombre de mi edad), se sentía en paz. En los brazos de su padre.
—Bueno —dijo Osric—, en el nombre del Embozado, ¿cómo salimos de aquí?
El momento pasó.
Avanzaba a trompicones, apenas capaz de mantenerse erguida. Tras la malla de hierro, parpadeaba para defenderse del aire caliente y cargado. De repente, la armadura parecía inconmensurablemente pesada. Una oleada de pánico, el sol la estaba asando viva bajo esas placas de metal.
Sha’ik se detuvo. Luchó por recobrar el control de sí misma.
De mí misma. Por los dioses del inframundo… ¡se ha ido!
Se alzaba sola en la cuenca. Por el risco de enfrente bajaba la ladera una figura solitaria. Alta, pausada, la forma de andar tan conocida que casi dolía.
El risco que había tras Tavore y todos los de cada maltratada isla de coral antiguo estaban cubiertos de soldados.
El ejército del Apocalipsis también estaba mirando, sospechaba Sha’ik, aunque no se dio la vuelta.
Se ha ido. Me ha… abandonado.
Yo era Sha’ik, antes. Ahora soy Felisin, otra vez. Y aquí, caminando hacia mí, está la persona que me traicionó. Mi hermana.
Recordó cuando veía a Tavore y Ganoes jugando con espadas de madera. Emprendiendo ese camino de familiaridad letal, ese camino en el que se empuña sin pensar el peso del arma. Si el mundo detrás de los muros no hubiera cambiado (si todo se hubiera quedado quieto, como los niños creían que ocurría), ella habría tenido su turno. El crujido de la madera, las risas de Ganoes y la forma suave de instruirla, había alegría y consuelo en su hermano, el modo que tenía de someter las enseñanzas a los placeres naturales del juego. Pero ella nunca había tenido esa oportunidad.
Ninguna oportunidad, de hecho, para muchas de las cosas que de nuevo regresaban a ella, recuerdos cálidos, de confianza y seguridad.
En su lugar, Tavore había desmembrado a su familia. Y para Felisin, los horrores de la esclavitud y las minas.
Pero la sangre es la cadena que nunca puede romperse.
Tavore estaba a veinte zancadas de distancia. Estaba sacando su espada de otataralita.
Y aunque dejemos la casa donde nacimos, la casa nunca nos abandona.
Sha’ik podía sentir el peso de su propia arma, que pesaba lo suficiente para hacer que le doliera la muñeca. No recordaba haberla desenvainado.
Tras la malla y entre las ranuras de la celada, Tavore se acercaba cada vez más, ni aceleraba ni ralentizaba el paso.
No hay que alcanzar nada. Ni retroceder. ¿Por qué habría que hacerlo? La diferencia de años no cambia. La cadena nunca se tensa. Nunca se afloja. La longitud ya está prescrita. Pero el peso, oh, el peso siempre varía.
Ella era ágil, ligera, dolorosamente frugal. Era, para ese momento, perfecta.
En cuanto a mí, la sangre pesa. Pesa mucho.
Y Felisin luchó contra eso, contra ese peso repentino y abrumador. Luchó por levantar los brazos, sin pensar cómo se recibiría ese movimiento.
Tavore, no pasa nada…
Un estruendo metálico, una reverberación que le sacudió el brazo derecho y el peso enervante de la espada desapareció de repente de su mano.
Y después algo la golpeó en el pecho, un brote aplastante de fuego frío que le atravesó carne, hueso… y entonces sintió un tirón por detrás, como si algo hubiera levantado el brazo, la hubiera cogido por el camisote y hubiera tirado de él, pero solo era la punta, comprendió. La punta de la espada de Tavore, al atravesar el lado inferior de la armadura que le protegía la espalda.
Felisin bajó la cabeza y vio la hoja de tono oxidado que la empalaba.
Las piernas le cedieron y la espada de repente se inclinó bajo su peso.
Pero ella no se desprendió de ese trozo de hierro manchado.
Su cuerpo se aferró a él y lo fue soltando solo poco a poco, en incrementos estremecidos a medida que Felisin caía hacia atrás, al suelo.
A través de la ranura de la celada se quedó mirando a su hermana, una figura de pie detrás de una red de alambre de hierro retorcido y negro que en ese momento se posaba fresca sobre sus ojos y le hacía cosquillas en las pestañas.
Una figura que dio un paso más hacia ella. Para apoyar una bota con fuerza en su pecho (un peso que, una vez que había llegado, parecía eterno) y arrancar la espada.
Sangre.
Por supuesto. Así es como se rompe una cadena irrompible.
Con la muerte.
Solo quería saber, Tavore, por qué lo hiciste. Y por qué no me querías, cuando yo te quería a ti. Creo… creo que eso era lo que quería saber.
La bota se levantó del pecho. Pero ella todavía podía sentir su peso.
Pesada. Tan pesada…
Oh, madre, míranos ahora.
La mano de Karsa Orlong salió disparada y cogió a Leoman antes de que el hombre cayera, después lo arrastró hacia sí.
—Escúchame, amigo. Está muerta. Coge a tus tribus y sal de aquí.
Leoman levantó una mano y se la pasó por los ojos. Después se irguió.
—Muerta, sí. Lo siento, toblakai. No era eso. Ella… —la cara se le crispó—, ¡no sabía luchar!
—Cierto, no sabía. Y ahora está muerta, y la diosa del Torbellino con ella. Se acabó, amigo mío. Hemos perdido.
—Más de lo que crees —gimió Leoman, y se apartó.
Abajo, en la cuenca, la consejera se había quedado mirando el cadáver de Sha’ik. En los dos ejércitos que cubrían los riscos, silencio. Karsa frunció el ceño.
—Los malazanos no vitorean.
—No —gruñó Leoman mientras se volvía hacia donde Corabb esperaba con los caballos—. Seguramente odian a la muy zorra. Partimos hacia Y’Ghatan, toblakai…
—Yo no —rezongó Karsa.
Su amigo se detuvo un instante, asintió sin volverse y montó de un salto. Después cogió las riendas de manos de Corabb y miró al toblakai.
—Que tengas suerte, amigo mío.
—Y tú también, Leoman de los Mayales.
—Si L’oric regresa de dondequiera que fuera, dile… —Se le fue la voz, después se encogió de hombros—. Cuídalo si necesita ayuda.
—Lo haré, pero no creo que lo volvamos a ver.
Leoman asintió. Después se dirigió a Corabb.
—Diles a los caudillos que se dispersen con sus tribus. Que salgan de Raraku tan rápido como puedan…
—¿Que salgan del sagrado desierto, Leoman? —preguntó Corabb.
—¿Es que no lo oyes? Da igual. Sí. Que salgan. Que se reúnan conmigo en el camino al oeste… el antiguo, que nunca se desvía.
Corabb hizo un saludo militar, después le dio la vuelta al caballo y se alejó.
—Tú también, toblakai. Sal de Raraku…
—Lo haré —respondió Karsa—, cuando haya terminado aquí, Leoman. Ahora… los oficiales van a reunirse con la consejera. Procederán a atacar…
—Entonces es que son tontos —escupió de repente Leoman.
Karsa observó alejarse a su amigo. Después se dirigió sin prisas a su propia montura. Estaba cansado. Le dolían las heridas. Pero algunos temas permanecían sin resolver y tenía que ocuparse de ellos.
El teblor se subió de un salto a lomos de Estragos.
Lostara bajó la ladera, el suelo agrietado crujía bajo sus pies. A su lado marchaba Perla, al que le costaba respirar bajo el peso de la forma atada y sin fuerzas de Korbolo Dom.
Tavore seguía sola en la llanura, a unos pasos del cuerpo de Sha’ik. La atención de la consejera se había clavado en las trincheras de los Mataperros y en el único estandarte andrajoso que se alzaba en el terreno más alto, en la cima de la rampa central.
Un estandarte que no tenía derecho a estar allí. No tenía ningún derecho a existir siquiera.
El estandarte de Coltaine, las alas del clan Cuervo.
Lostara se preguntó quién lo habría izado, de dónde había salido y después decidió que no quería saberlo. Pero había una verdad que no podía ignorarse, sin embargo. Están todos muertos. Los Mataperros. Todos. Y la consejera no tuvo que levantar ni una mano.
La joven fue consciente de su propia cobardía y frunció el ceño. Intentaba esquivar, una y otra vez, pensamientos de una ironía demasiado amarga como para planteársela. El viaje hasta la cuenca había sido una pesadilla, Kurald Emurlahn había invadido el oasis entero, las sombras se enfrentaban a los fantasmas y el incesante ascenso y caída de aquella canción se hacía lo bastante audible como para que Lostara lo percibiera, cuando no llegaba a oírla. Una canción que todavía iba elevándose in crescendo.
Pero a los pies de… de todo, en realidad. Un hecho tan sencillo como brutal.
Habían llegado demasiado tarde.
Habían llegado hasta allí y solo para ver a Tavore arrancándole de un golpe a Sha’ik el arma de las manos y después había atravesado con esa espada a su… dilo, Lostara Yil, maldita cobarde. ¡Dilo! A su hermana. Había atravesado a su hermana. Ya está. Hecho, sacado a rastras ante todos.
No quería mirar a Perla, era incapaz de decir nada. Y él tampoco habló.
Estamos unidos, este hombre y yo. Yo no lo pedí. No lo quiero. Nunca podré dejarlo atrás. Oh, Reina, perdóname…
Lo bastante cerca ya para ver la cara de Tavore bajo el yelmo, una expresión firme, casi colérica, cuando se volvió para observar cómo se acercaban.
Había oficiales bajando, aunque sin prisas.
Ya habría tiempo, comprendió Lostara, para una conversación privada.
Perla y ella se detuvieron a seis pasos de la consejera.
La garra dejó caer a Korbolo Dom en el suelo, entre ellos.
—Aún tardará en despertarse —dijo al tiempo que respiraba hondo, después suspiró y apartó la mirada.
—¿Qué hacen ustedes dos aquí? —preguntó la consejera—. ¿Han perdido el rastro?
Perla no miró a Lostara, solo se limitó a sacudir la cabeza para responder a la pregunta de Tavore. Una pausa.
—La encontramos, consejera. Lamentándolo mucho… Felisin está muerta.
—¿Está seguro?
—Sí, consejera. —El hombre dudó y después añadió—: Puedo decir una cosa con certeza, Tavore. Murió rápido.
El corazón de Lostara estuvo punto de estallar al oír las sencillas palabras de Perla. Apretó las mandíbulas, miró a la consejera a los ojos y asintió poco a poco.
Tavore se los quedó mirando a los dos durante un largo instante, después bajó la cabeza.
—Bueno, demos gracias por eso, supongo.
Después envainó la espada, se dio la vuelta y echó a andar hacia los oficiales que se aproximaban.
Por lo bajo, en voz tan queda que solo Perla pudo oírla, Lostara le dijo:
—Sí, supongo que sí…
Perla se volvió hacia ella de repente.
—Aquí viene Tene Baralta. Entretenlo, muchacha. —Se acercó al cuerpo de Sha’ik—. Las sendas están lo bastante despejadas… espero. —Se agachó y la levantó con suavidad, después miró a Lostara una vez más—. Sí, es una carga más pesada de lo que podrías pensar.
—No, Perla, no pienso eso. ¿Adónde?
La sonrisa de la garra le atravesó el corazón.
—La cima de una colina… ya sabes cuál.
Lostara asintió.
—Muy bien. ¿Y después?
—Convéncelos para que se vayan de Raraku, muchacha. Tan rápido como puedan. Cuando haya terminado… —El hombre dudó.
—Ven a buscarme, Perla —gruñó ella—. O bien iré a buscarte yo a ti.
Un destello de vida en los cansados ojos masculinos.
—Vendré. Lo prometo.
Lostara vio que la mirada de Perla revoloteaba por encima de su hombro y se volvió. Tavore seguía a veinte pasos de los jinetes, que se habían detenido, salvo Baralta.
—¿Qué pasa, Perla?
—Solo la observaba… alejarse —respondió él—. Parece tan…
—¿Sola?
—Sí. Esa es la palabra, ¿verdad? Hasta luego, muchacha.
Lostara sintió la ráfaga de la senda contra la espalda, después regresó el calor del día. Se metió los pulgares en el cinturón y esperó a Tene Baralta.
Su antiguo comandante habría querido disponer del cuerpo de Sha’ik. El trofeo del día. Se pondría furioso.
—Bueno —murmuró—, pues que se fastidie, demonios.
Keneb la observó acercarse. No había en su porte el triunfo que él creía que vería. De hecho, parecía exhausta, como si la caída de ánimos que seguía a cada batalla ya se hubiera apoderado de ella, la quietud letal de la mente que incitaba a duras contemplaciones, que planteaba la multitud de preguntas que nunca se podrían responder.
Había envainado la espada sin limpiarla y la sangre de Sha’ik había abierto surcos torcidos por la sencilla vaina de la espada.
Tene Baralta pasó a caballo junto a Tavore, de camino, sospechaba Keneb, al cuerpo de Sha’ik. Si le dijo algo a la consejera al pasar, la mujer no respondió.
—Puño Blistig —anunció la consejera al llegar—, envíe exploradores a las rampas de los Mataperros. Y también un destacamento de guardias. La Garra nos ha traído a Korbolo Dom.
Ah, así que eso era lo que llevaba el hombre. Keneb volvió la cabeza hacia donde había tenido lugar el duelo. Solo permanecía allí la mujer, sobre la forma tirada que era el renegado napaniano, la cabeza levantada hacia Tene Baralta, que continuaba sobre el caballo y parecía estar riñéndola. Incluso desde aquella distancia, algo le decía a Keneb que la reprimenda de Baralta no daría mucho resultado.
—Consejera —dijo Nada—, no es necesario ir a explorar las posiciones de los Mataperros. Están todos muertos.
Tavore frunció el ceño.
—Explícate.
—Los fantasmas de Raraku, consejera.
Menos habló entonces.
—Y los espíritus de nuestros propios asesinados. Nada y yo… éramos incapaces de verlo. Habíamos olvidado los modos de… de ver. El perro pastor, consejera. Torcido. Debería haber muerto a los pies de Coltaine. En la Ladera. Pero unos soldados lo salvaron, se ocuparon de que sanaran sus heridas.
—¿Un perro pastor? ¿De qué estáis hablando? —preguntó Tavore, y reveló, por primera vez, un matiz de exasperación en su voz.
—Torcido y Cucaracha —dijo Nada—. Las únicas criaturas todavía vivas que habían hecho con la cadena de Coltaine todo el camino. Dos perros.
—No es cierto —dijo Temul por detrás de los dos chamanes wickanos—. Esta yegua. Pertenecía a Duiker.
Nada se giró a medias para agradecer la corrección, después se volvió hacia Tavore una vez más.
—Volvieron con nosotros, consejera…
—Los perros.
El muchacho asintió.
—Y los espíritus de los asesinados. Nuestros propios fantasmas, consejera, han marchado con nosotros. Los que cayeron alrededor de Coltaine justo al final. Los que murieron en los árboles del camino de Aren. Y, paso a paso, llegaron más de allí donde los derribaron. Paso a paso, consejera, nuestro ejército vengativo fue creciendo.
—¿Y, sin embargo, no percibisteis nada?
—El dolor nos cegó —respondió Menos.
—Anoche —dijo Nada— nos despertó el niño, Larva. Nos llevó al risco para que pudiéramos presenciar el despertar. Había legiones, consejera, que habían marchado por esta tierra hace cien mil años. Y el ejército crucificado de Pormqual y las legiones del Séptimo en un flanco. Los tres clanes masacrados de los wickanos en el otro. Y todavía más. Muchos más. En la oscuridad de la noche pasada, Tavore, se libró una guerra.
—Así pues —dijo Menos con una sonrisa—, tenías razón, consejera. En los sueños que te acosaron desde la primera noche de esta marcha, tú viste lo que nosotros no podíamos ver.
—Nunca fue la carga que creías que era —añadió Nada—. No arrastrabas la cadena de perros contigo, consejera Tavore.
—¿Ah, no, Nada? —Una sonrisita escalofriante crispaba la boca de labios finos, después apartó la mirada—. Todos esos fantasmas… ¿solo para asesinar a los Mataperros?
—No, consejera —respondió Menos—. Había otros… enemigos.
—El fantasma del puño Gamet se unió a ellos —dijo Nada.
Tavore entrecerró los ojos de golpe.
—¿Lo visteis?
Los dos wickanos asintieron.
—Larva habló con él —añadió Menos.
La consejera le lanzó a Keneb una mirada inquisitiva.
—Puede ser muy difícil encontrarlo, puñeta —murmuró el capitán con un encogimiento de hombros—. En cuanto a hablar con fantasmas… bueno, el muchacho es, en fin, lo bastante raro hasta para eso.
El suspiro de la consejera fue pesado.
La mirada de Keneb captó un movimiento y al girar la cabeza vio a Tene Baralta de regreso, en compañía de dos soldados que vestían poco más que andrajos. Los dos iban sin afeitar, con el cabello largo y apelmazado. Los caballos no tenían sillas.
El puño se detuvo con sus dos pupilos. El rostro oscurecido de cólera.
—Consejera. ¡Esa garra se ha llevado el cuerpo de Sha’ik!
Keneb vio que la mujer se acercaba a pie, todavía a veinte pasos de distancia. Parecía… pagada de sí misma.
Tavore hizo caso omiso de lo que decía Tene Baralta mientras examinaba a los dos recién llegados.
—¿Y ustedes dos son…? —preguntó.
El mayor de los dos hizo un saludo militar.
—Capitán Tierno, consejera, del regimiento Ashok. Éramos prisioneros en el campamento de los Mataperros. Es decir, el teniente Poros y yo.
Keneb se sobresaltó, después se inclinó en la silla. Sí, observó, entre toda esa suciedad…
—Capitán —dijo a modo de tosco saludo.
Tierno guiñó los ojos y luego hizo una mueca.
—Keneb.
Tavore carraspeó antes de preguntar.
—¿Son ustedes dos todo lo que queda de su regimiento, capitán?
—No, consejera. Al menos creemos que no…
—Cuéntenmelo más tarde. Vayan a asearse.
—Sí, consejera.
—Una pregunta más antes —dijo ella—. El campamento de los Mataperros…
Tierno hizo sin querer un gesto supersticioso.
—No fue una noche agradable, consejera.
—Tienen cicatrices de grilletes.
Tierno asintió.
—Justo antes del amanecer aparecieron un par de abrasapuentes y quemaron los cerrojos.
—¿Qué?
El capitán le hizo un gesto a su teniente para que lo siguiera y dijo por encima del hombro.
—No se preocupe, ya estaban muertos.
Después se metieron en el campamento a caballo.
Tavore pareció despejarse con una sacudida y después miró a Keneb.
—¿Ustedes dos se conocen? ¿Será eso un problema, capitán?
—No.
—Bien. Entonces a él no le parecerá mal su ascenso a puño, Keneb. Ahora vuelva con su legión. Seguiremos a las tribus que huyen. Aunque tengamos que cruzar este continente entero, las veré arrinconadas, y después las destruiré. Esta rebelión se convertirá en simples cenizas al viento cuando hayamos terminado. Vaya, puño Keneb.
—Sí, consejera. —Y el hombre recogió las riendas.
—¡Saquen… armas! —gritó de repente Temul.
Y todos se volvieron de golpe para ver a un jinete que bajaba a medio galope de la colina por donde había aparecido Sha’ik.
Los ojos de Keneb se estrecharon y sacó la espada. Había algo raro… una desviación de la escala…
Habían destacado a un pequeño pelotón de la legión de Blistig para proteger a la consejera, un pelotón que en ese momento se estaba adelantando. A la cabeza iba uno de los oficiales de Blistig; nada menos, vio Keneb, que Bizco. El asesino de Coltaine, que se había quedado inmóvil, paralizado, y estudiaba al guerrero montado que se acercaba.
—¡Eso —rezongó—, es un thelomen toblakai! ¡A lomos de un puñetero caballo jhag!
Los guerreros apuntaron las ballestas.
—¿Qué es lo que arrastra el caballo? —preguntó la mujer que acababa de llegar a pie, y a quien Keneb reconoció al fin, aunque con retraso, como una de las oficiales de Tene Baralta.
Menos siseó de repente y ella y su hermano retrocedieron a la vez.
Cabezas. De unas bestias demoníacas…
Todos prepararon las armas.
La consejera levantó una mano.
—Esperad. No ha sacado el arma…
—Es una espada de piedra —dijo con voz ronca Bizco—. T’lan imass.
—Solo que más grande —escupió uno de los soldados.
Nadie habló cuando se acercó la enorme figura salpicada de sangre.
Se detuvo a diez pasos de distancia.
Tene Baralta se inclinó hacia delante y escupió en el suelo.
—Te conozco —murmuró con voz profunda—. Guardaespaldas de Sha’ik…
—Calla —lo interrumpió el toblakai—. Tengo algo que decir a la consejera.
—Habla, entonces —dijo Tavore.
El gigante enseñó los dientes.
—Una vez, hace mucho tiempo, afirmé que los malazanos eran mis enemigos. Era joven. Me complacía hacer votos y promesas. Cuantos más enemigos, mejor. Así era, antaño. Pero ya no. Malazanos, ya no sois mis enemigos. Así pues, no os mataré.
—Es un alivio —dijo Tavore con tono seco.
El gigante la estudió por un largo instante.
Durante el cual el corazón de Keneb empezó a dispararse en su pecho.
Después, el toblakai sonrió.
—Debería serlo.
Con eso le dio la vuelta al caballo jhag y emprendió la marcha por la cuenca, hacia el oeste. Las enormes cabezas de mastín rebotaban y golpeaban el suelo tras él.
El suspiro de Keneb le salió tembloroso.
—Disculpe que diga algo —dijo Bizco con voz ronca—, pero algo me dice que ese cabrón tenía razón.
Tavore se volvió y estudió al viejo veterano.
—Una observación —dijo— que yo no voy a discutir.
Una vez más, Keneb recogió las riendas.
Al coronar el risco, el teniente Ranal tiró con fuerza de las riendas y el caballo se encabritó contra el horizonte.
—Que los dioses me lleven, que alguien le dispare.
Violín no se molestó en darse la vuelta para averiguar quién había hablado. Estaba demasiado ocupado luchando con su propio caballo para que le importara demasiado. El animal tenía sangre wickana y quería la suya. El odio mutuo estaba desarrollándose como era de esperar.
—¿Qué trama ese cabrón? —preguntó Sepia cuando se acercó al sargento—. Estamos dejando atrás hasta al pelotón de Gesler y el Embozado sabrá dónde ha ido Borduke.
El pelotón se reunió con su teniente sobre la antigua calzada alzada. Al norte se extendían las amplias dunas de Raraku, que rielaban con el calor.
Ranal le dio la vuelta a su montura para mirar a sus soldados. Después señaló al oeste.
—¿Los veis? ¿Tiene alguno ojos que sirvan para algo?
Violín se inclinó a un lado y escupió tierra. Después guiñó los ojos para mirar hacia donde señalaba Ranal. Una veintena de jinetes. Guerreros del desierto, con toda probabilidad una retaguardia. Avanzaban a medio galope, con una zancada larga.
—Teniente —dijo—, hay una araña que vive en estas arenas. Se mueve por debajo de la superficie, pero arrastra una extraña cola, como la de un caracol, que no pueden evitar ver todos los depredadores. Se va retorciendo por la superficie. Es una araña muy grande. El halcón baja para atrapar esa serpiente y termina disolviéndose en un torrente por la garganta de esa araña…
—Ya está bien de tanta mierda y tanta tontería, sargento —soltó de repente Ranal—. Están aquí porque tardaron en salir del oasis. Seguro que se encontraban demasiado ocupados desvalijando el palacio para notar que alguien había ensartado a Sha’ik, que los Mataperros estaban muertos y que todos los demás se largaban de allí tan rápido como sus rocines descarnados les permitían. —Miró furioso a Violín—. Quiero sus cabezas, maldito fósil canoso.
—Los alcanzaremos antes o después —dijo Violín—. Mejor con toda la compañía…
—¡Entonces bájese de esa silla y siente el culo en el camino, sargento! ¡Déjenos el combate a nosotros! ¡Seguidme!
Ranal azuzó al caballo cubierto de espuma y lo puso al galope.
Con un gesto cansado de la mano, Violín indicó a los infantes de marina que continuaran y después los siguió con su yegua, que no dejaba de corcovear.
—Tiene un nervio pinzado —exclamó Koryk al pasar junto a él a medio galope.
—¿Quién, mi caballo o el teniente?
El seti le devolvió la sonrisa.
—Tu caballo… claro. No le gusta tanto peso, Viol.
Violín echó una mano atrás y le colocó bien el pesado fardo y la ballesta para voladores, ya montada.
—Yo sí que le voy a pinzar el maldito nervio —murmuró—. Espera y verás.
Era más de mediodía. Casi siete campanadas desde que la consejera había acabado con Sha’ik. Violín se encontró mirando una y otra vez al norte, a Raraku, donde la canción todavía se abalanzaba a cubrirlo, solo para retroceder y luego adelantarse rodando una vez más. El horizonte que se avecinaba tras la inmensa cuenca de arena, vio entonces, contenía un banco de nubes blancas.
Vaya, eso no tiene buena pinta…
Una ráfaga de viento llena de arena lo golpeó de repente en la cara.
—¡Han dejado el camino! —gritó de repente Ranal.
Violín entrecerró los ojos y miró al oeste. Era cierto, los jinetes se precipitaban por el terraplén del sur y atajaban en diagonal… directamente hacia una tormenta de arena que se acercaba a toda velocidad. Dioses, otra tormenta de arena no…
Sabía que esa era natural. De las que plagaban ese desierto y surgían como un demonio caprichoso para propagarse y abrir un camino salvaje y lleno de brincos durante una campanada o dos, antes de desvanecerse tan rápido como había aparecido.
Se levantó en la silla.
—¡Teniente! ¡Van a meterse en ella! ¡Usarla como refugio! Sería mejor que no…
—¡Saque a pasear la lengua una vez más, sargento, y se la arranco! ¿Me oye?
Violín se aplacó.
—Sí, señor.
—¡En su persecución, soldados! —ladró Ranal—. ¡Esa tormenta los frenará!
Oh, vaya si los frenará, claro que sí…
Gesler se quedó mirando furioso el cegador desierto.
—Pero bueno —se preguntó por lo bajo—, ¿se puede saber quiénes son?
Se detuvieron cuando fue obvio que los cuatro jinetes desconocidos se estaban acercando a toda prisa a un rumbo que se cruzaba con el suyo. Unas espadas blancas de hoja larga destellaban sobre sus cabezas. Armaduras extrañas, blancas y relucientes. Caballos blancos. Todo blanco.
—No están demasiado complacidos con nosotros —dijo Tormenta con voz profunda mientras se pasaba los dedos por la barba.
—Pues muy bien —rezongó Gesler—, pero no son renegados, ¿verdad?
—¿De Sha’ik? ¿Quién sabe? No creo, pero, pese a todo…
El sargento asintió.
—Arenas, sube aquí.
—Ya estoy —soltó de repente el zapador.
—¿Qué alcance tienes, muchacho, con ese maldito trasto?
—No estoy seguro. No hubo oportunidad de probarlo. El de Viol es de entre treinta a cuarenta pasos con un maldito, que es muy cerca, joder…
—De acuerdo. El resto, desmontad y bajad con los caballos por el otro lado. Verdad, sujetad bien las riendas ahí abajo, si salen disparados, podemos darnos por muertos.
—He visto a Borduke y su pelotón al sur de aquí —aventuró Pella.
—Sí, tan perdidos como nosotros, y ahora, ¿a que ya no los ves?
—No, sargento.
—Maldito sea ese Ranal. Recordadme que lo mate la próxima vez que lo veamos.
—Sí, sargento.
Los cuatro atacantes eran todos cabrones muy altos. Lanzaban espeluznantes gritos de guerra al cargar hacia la base de la colina.
—Carga, muchacho —murmuró Gesler—, y no la cagues.
El volador era una copia de los de Violín. Tenía buena pinta, al menos para lo que son los voladores, que tampoco es mucho. Treinta pasos con un maldito. Que el Embozado nos ase a todos…
Y ahí venían. En la base de la ladera, los caballos cogiendo impulso para subir la colina.
Un golpe pesado y seco y algo torpe y gris salió por los aires y bajó.
Un maldito, la hostia…
—¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo!
La colina pareció alzarse bajo ellos. Gesler cayó sobre el polvo, tosiendo en medio de las espirales blancas de polvo y después, con una maldición, enterró la cabeza bajo los brazos cuando empezaron a llover las piedras.
Un rato después, el sargento se puso en pie como pudo.
Al otro lado de la colina, Verdad estaba intentando correr en todas direcciones a la vez, los caballos habían salido disparados con un ataque de pánico y arrastraban las riendas sueltas.
—¡Por los huevos del Embozado en un espetón! —Gesler plantó las manos en las caderas y miró a su alrededor. Los otros soldados se estaban levantando, conmocionados y cubiertos de polvo. Tormenta se abalanzó sobre Arenas y lo cogió por la garganta.
—No aprietes mucho, cabo —dijo Gesler cuando Tormenta empezó a sacudir al zapador—. Lo quiero vivo cuando me toque a mí. Y, maldita sea, asegúrate de que no tiene ningún fullero encima.
Eso detuvo a Tormenta en seco.
Gesler se acercó a lo que en ese momento era el borde lleno de hoyos de la colina y miró abajo.
—Bueno —dijo—, estos no nos van a perseguir más, diría yo.
—Me pregunto quiénes eran —comentó Pella.
—La armadura parece haber capeado la explosión, podrías bajar ahí y raspar lo que quede dentro, pero, pensándolo bien, da igual. Tenemos que reunir a los caballos. —Miró a los demás—. Ya está bien de tonterías, chicos. Hay que moverse.
Tirado en el borde humeante del cráter, salpicado de carne de caballo y ensordecido por la explosión, Jorrude gimió. Era una masa de magulladuras, le dolía la cabeza y tenía ganas de vomitar, pero no hasta que se arrancase el casco de la cabeza.
Cerca, entre los cascotes, el hermano Enias tosió.
—¿Hermano Jorrude? —dijo después.
—¿Sí?
—Quiero irme a casa.
Jorrude no dijo nada. No estaría bien, después de todo, expresar en voz alta hasta qué punto estaba de acuerdo, de todo corazón, con ese deseo, a pesar de las actuales circunstancias.
—Comprueba el estado de los otros, hermano Enias.
—¿Eran esos de verdad los que atravesaron con ese barco nuestro reino?
—Lo eran —respondió Jorrude, que se manoseaba las correas del casco—. Y he estado pensando. Sospecho que ignoraban las leyes liosanas cuando atravesaron nuestro reino. Es cierto, la ignorancia no es defensa suficiente. Pero hay que tener en cuenta la noción del impulso inocente.
En uno de los lados se oyó rezongar a Malachar.
—¿Impulso inocente?
—Así es. ¿A esos intrusos no los arrastraban, independientemente de su voluntad, siguiendo el rastro del invocahuesos t’lan imass draconiano? Si hay un enemigo al que debemos dar caza, ¿no debería ser entonces ese dragón?
—Sabias palabras —comentó Malachar.
—Una breve estancia en nuestro reino —continuó Jorrude— para reabastecernos, conseguir nuevos caballos, junto con las reparaciones necesarias y demás, parece lo más razonable en este momento.
—Juzgado con criterio, hermano.
Al otro lado del cráter resonó otra tos.
Al menos, reflexionó Jorrude con gesto arisco, seguían todos vivos.
En realidad, es todo culpa del dragón. ¿Quién lo negará?
Se metieron en la tormenta de arena en pos de los guerreros montados que huían a menos de cincuenta zancadas, y se encontraron debatiéndose ciegos entre un caos de vientos que aullaban y gravilla que los azotaba.
Violín oyó gritar a un caballo.
Tiró con fuerza de sus riendas, el viento lo golpeaba sin descanso por todos lados. Ya había perdido de vista a sus compañeros. Esto es una auténtica estupidez.
Bueno, si yo fuera el comandante de esos cabrones, lo que haría…
Y de repente aparecieron unas figuras, como un destello, cimitarras y escudos redondos, caras vendadas y gritos de guerra ululantes. Violín se aplastó contra la cruz del caballo, una pesada hoja lanzó una cuchillada y rebanó el aire repleto de arena en el mismo sitio donde había tenido él la cabeza un momento antes.
La yegua wickana se abalanzó hacia delante y a un lado, y escogió ese preciso momento para tirar a su odiado jinete de la silla.
Con un éxito abrumador.
Violín se encontró volando por los aires, con la bolsa de municiones rodándole por la espalda y después saliéndole por la cabeza.
Todavía en pleno aire, pero apuntando ya al suelo, Violín se hizo una bola, aunque en ese instante sabía de sobra que no había esperanzas de sobrevivir. Ningún tipo de esperanza. Entonces se derrumbó en la arena y rodó… y vio, cabeza abajo, una enorme espada de hoja curva que daba vueltas y vueltas tras él. Y un caballo que caía. Y su jinete, un guerrero tirado casi de espaldas en la silla, envolviendo con los brazos la bolsa de municiones.
Una mirada sorprendida bajo el yelmo ornamentado, y después, jinete, caballo y municiones se desvanecieron en el remolino de arena.
Violín se puso en pie como pudo y echó a correr. Salió disparado en lo que esperaba (y rezaba) que fuera la dirección contraria.
Una mano lo cogió por detrás, por el arnés.
—¡Por ahí no, idiota! —Y lo empujaron de un tirón a un lado, lo lanzaron al suelo y un cuerpo aterrizó encima de él.
Metieron la cabeza del sargento en la arena y la sostuvieron allí.
Corabb lanzó un bramido. El voluminoso y pesado saco siseaba en sus brazos. Como si estuviera lleno de serpientes. Le había caído con un estrépito contra el pecho, había llegado como un peñasco arrojado por una tormenta y él solo había tenido tiempo de tirar la espada y levantar los dos brazos.
El impacto lo empujó sobre las ancas del caballo, pero los pies continuaron en los estribos.
El impulso de la bolsa la lanzó hasta la cara del jinete y el siseo le llenó los oídos.
¡Serpientes!
Se deslizó de espaldas por un lado de las fornidas ancas traseras de la montura y dejó que el peso de la bolsa le arrastrara los brazos con ella. ¡Tranquilo! Chilló.
¡Serpientes!
La bolsa le tiró de las manos al rozar el suelo.
Contuvo el aliento y después la soltó.
Un traqueteo al caer, un estallido de siseos frenéticos y después la carga del caballo se lo llevó de allí como una bendición.
Luchó por enderezarse, forzó al máximo los músculos de las piernas y el estómago, y al fin fue capaz de sujetarse al pomo de la silla e incorporarse.
«Una pasada», había dicho Leoman. Después dar la vuelta y meterse en el corazón de la tormenta.
Eso ya lo había hecho. Una pasada. Suficiente.
Hora de huir.
Corabb Bhilan Thenu’alas se inclinó hacia delante y enseñó los dientes llenos de barro.
¡Por los espíritus del inframundo, qué gusto estar vivo!
La detonación debería haber matado a Violín. Había fuego. Muros inmensos de arena. El aire le produjo una conmoción y sintió que le arrancaban el aliento de los pulmones y que empezaba a sangrar por la nariz y los oídos.
Y el cuerpo que yacía sobre él parecía retorcerse en pedazos.
Había reconocido la voz. Era imposible. Era… exasperante.
Un humo caliente rodó sobre ellos.
Y esa maldita voz que le susurraba:
—¿Es que no te puedo dejar solo durante un minuto, por el Embozado? Saluda a Kalam de mi parte, ¿quieres? Ya te veré, antes o después. Y ya me verás tú también. Nos verás a todos. —Una carcajada—. Solo que hoy no. Pero es una pena, coño, lo de tu violín.
El peso se desvaneció.
Violín se dio la vuelta. La tormenta se iba alejando a trompicones y dejaba una calima blanca a su paso. Se tanteó con las manos.
Un gemido terrible, entrecortado, se escapó de su garganta, se levantó un poco y quedó de rodillas.
—¡Seto! —chilló—. ¡Maldito seas! ¡Seto!
Apareció alguien a la carrera y se sentó a su lado.
—¡Por todos los portazos, Viol, estás vivo, maldito sea el Embozado!
Se quedó mirando la cara magullada del hombre y entonces la reconoció.
—¿Sepia? Estaba aquí. Él… ¡Estás cubierto de sangre!
—Sí. No’staba tan cerca como tú. Por suerte. Me temo que no puedo decir lo mismo de Ranal. Alguien ha derribao su caballo. Andaba por ahí tropezando.
—Esa sangre…
—Sí —dijo Sepia otra vez, y después lanzó una sonrisa dura—. Llevo puesto a Ranal.
Gritos y otras figuras que se acercaban. Todos y cada uno a pie.
—Mataron a los caballos. Los muy cabrones fueron y…
—¡Sargento! ¿Estás bien? Botella, ven aquí…
—Mataron a los…
—Cállate, Sonrisas, me estás poniendo enfermo. ¿Oísteis esa explosión? Por los dioses del inframundo…
Sepia le dio a Violín una palmada en un hombro y después lo levantó de un tirón.
—¿Dónde está el teniente? —preguntó Koryk.
—Justo aquí —respondió Sepia, pero no dio más explicaciones.
Lleva puesto a Ranal.
—¿Qué acaba de ocurrir? —preguntó Koryk.
Violín estudió a su pelotón.
Todos aquí. Es una maravilla.
Sepia escupió.
—¿Que qué pasó, muchacho? Nos han dao una paliza. Eso es lo que pasó. Nos han dao una buena paliza.
Violín se quedó mirando la tormenta que se retiraba.
Ah, mierda. Seto.
—¡Aquí viene el pelotón de Borduke!
—Venga, todos, a buscar los caballos —dijo el cabo Chapapote—. El sargento se ha llevado un buen golpe. Recoger lo que podáis salvar, tenemos que esperar al resto de la compañía, supongo.
Buen chico.
—Mira ese cráter —dijo Sonrisas—. Dioses, sargento, no podrías haber estado mucho más cerca de la puerta del Embozado y haber sobrevivido, ¿verdad?
Violín se la quedó mirando.
—No tienes ni idea de la razón que tienes, muchacha.
Y la canción se alzó y cayó y pudo sentir su corazón ajustándose a su cadencia. Flujo y reflujo. Raraku ha tragado más lágrimas de las que se pueden imaginar. Ahora llega el momento de que el sagrado desierto llore. Flujo y reflujo, la canción de su sangre, y continuaba viviendo.
Continúa viviendo.
Habían huido en dirección contraria. Fatal pero no sorprendente. La noche había sido un desastre. Última superviviente del cuadro de magos de Korbolo Dom, Fayelle montaba un caballo cubierto de sudor en compañía de otros trece mataperros, bajaban por el canal de un largo río seco, con peñascos y terraplenes altos a ambos lados.
Ella y trece soldados magullados y cubiertos de sangre. Todo lo que quedaba.
El choque con Leoman había empezado bastante bien, una emboscada tendida a la perfección. Y habría terminado también a la perfección.
Si no hubiera sido por esos malditos fantasmas.
Una emboscada en la que se habían vuelto las tornas, como una tortuga caída de espaldas. Habían tenido suerte de salir vivos, los pocos que habían salido. Los últimos.
Fayelle era consciente de lo que le había pasado al resto del ejército de Korbolo Dom. Había sentido la muerte de Henaras. Y la de Kamist Reloe.
Y Raraku no había terminado con ellos. Oh, no. No había terminado para nada.
Llegaron a una ladera que salía del desfiladero.
La maga lamentaba unas cuantas cosas…
Unos cuadrillos de ballesta bajaron silbando. Caballos y soldados chillaron. Los cuerpos cayeron al suelo con un ruido sordo. El caballo de Fayelle tropezó y después rodó de lado. La mujer no tuvo tiempo de librarse de los estribos y cuando la bestia moribunda le atrapó la pierna, el peso del animal le arrancó la articulación de la cadera y la atravesó una punzada abrasadora de dolor. El brazo izquierdo le quedó atrapado con torpeza bajo su propio cuerpo cuando su considerable masa cayó al suelo… y los huesos se partieron.
Y después se golpeó la sien contra una roca.
Fayelle luchó por centrarse. El dolor se amortiguó y se convirtió en algo lejano. Oyó lamentos desdibujados pidiendo socorro, los gritos de los soldados heridos a los que estaban dando el golpe de gracia.
Y entonces una sombra se posó sobre ella.
—Te he estado buscando.
Fayelle frunció el ceño. La cara que se cernía sobre ella pertenecía al pasado. El desierto la había envejecido, pero seguía siendo la cara de una niña. Oh, por los espíritus del inframundo. La niña. Peccado. Mi antigua… estudiante…
Observó a la chica levantar un cuchillo entre las dos, ladear la punta y después apoyársela en el cuello.
Fayelle se echó a reír.
—Adelante, pequeño horror. Te esperaré a la puerta del Embozado… Y la espera no será larga.
El cuchillo perforó piel y cartílago.
Fayelle murió.
Peccado se irguió y se giró hacia sus compañeros. Estaban, todos y cada uno, muy ocupados reuniendo a los caballos supervivientes.
Quedaban dieciséis. Eran malos tiempos para el regimiento Ashok. La sed y el hambre. Asaltantes. El maldito desierto.
La joven los observó durante un rato y después fue otra cosa la que atrajo su atención.
Al norte.
Se irguió poco a poco.
—Cordón.
El sargento se volvió.
—Qué… ¡Oh, Beru nos proteja!
El horizonte occidental había sufrido una transformación. Estaba recubierto de blanco y se estaba alzando.
—¡Dos en cada caballo! —bramó Cordón—. ¡Ahora!
Una mano se cerró sobre el hombro de Peccado. Casco se inclinó sobre ella.
—Tú te vienes conmigo.
—¡Ebron!
—Lo sé —respondió el mago al bramido de Cordón—. Y haré lo que pueda con estas monturas reventadas, pero no garantizo…
—¡Ponte a ello de una vez! Campana, ayuda a Cojo a subir a ese caballo, ¡se ha vuelto a cargar la rodilla!
Peccado lanzó una última mirada al cadáver de Fayelle. Lo había sabido ya entonces. Lo que iba a pasar.
Debería estar bailando. El cuchillo ensangrentado se le cayó de las manos.
Entonces alguien la cogió con gesto brusco y la subió a la silla detrás de Casco.
La bestia agitó la cabeza, que se sacudió bajo ellos.
—Que la Reina nos lleve —siseó Casco—. Ebron ha llenado a estas bestias de fuego.
Lo necesitaremos…
Y ya podían oír el ruido, un rugido que dejaba pequeño hasta al muro del Torbellino en toda su rabia.
Raraku se había alzado.
Para reclamar una senda hecha pedazos.
Los caudillos wickanos sabían lo que iba a pasar. La huida era imposible, pero las islas de coral se alzaban a gran altura (más altas que cualquier otro rasgo a ese lado de la escarpa) y fue allí donde se reunieron los ejércitos.
Para aguardar lo que podría ser su aniquilación.
El cielo del norte era un muro inmenso de nubes blancas y ondeantes. Un viento fresco y creciente que agitaba con fuerza las palmeras que rodeaban el oasis.
Entonces oyeron el ruido.
Un rugido incesante, progresivo, de agua que caía en cascadas, de espuma que atravesaba como un torrente el inmenso desierto.
El sagrado desierto, al parecer, contenía mucho más que huesos y recuerdos. Más que fantasmas y ciudades muertas. Lostara Yil se encontraba cerca de la consejera sin hacer caso de las miradas torvas que Tene Baralta continuaba echándole. Se preguntaba… si Perla estaba en aquel terreno elevado, de pie sobre la tumba de Sha’ik… si ese terreno era, en realidad, lo bastante alto.
Se preguntaba, también, por lo que había visto en los últimos meses. Visiones que le quemaban en el alma, plagadas de amenazas y misterios, visiones que todavía podían helarle la sangre si permitía que se alzaran en su mente una vez más. Dragones crucificados. Dioses asesinados. Sendas de fuego y sendas de cenizas.
Era extraño, reflexionó, estar pensando en esas cosas al tiempo que un mar rugiente nacía de lo que parecía la nada y se precipitaba hacia ellos, ahogándolo todo a su paso.
Más extraño todavía era que estaba pensando en Perla. Era muy dura con él, despiadada incluso, a veces. No porque le importara, sino porque le divertía. No, eso era demasiado fácil, ¿verdad? Desde luego que le importaba.
Qué estupidez dejar que pasara.
Un suspiro cansado justo a su lado. Lostara frunció el ceño sin girarse.
—Has vuelto.
—Como se solicitó —murmuró Perla.
Oh, lo hubiera golpeado solo por eso.
—Entonces, ¿está… hecho?
—Sí. Consignada a las profundidades y todo eso. Si Tene Baralta todavía la quiere, va a tener que aguantar la respiración.
Fue entonces cuando lo miró.
—¿En serio? ¿El mar ya es tan profundo?
Entonces estamos…
—No. Alto y seco, en realidad. El otro modo parecía más… poético.
—No sabes cómo te odio.
Él asintió.
—Y tendrás tiempo de sobra para disfrutar de ello.
—¿Crees que sobreviviremos a esto?
—Sí. Oh, nos mojaremos los pies, pero todo esto eran islas hasta por aquel entonces. Ese mar inundará el oasis. Chocará con la calzada elevada que hay al oeste de aquí, dado que era el camino costero por aquel entonces. Y llegará casi hasta la escarpa, quizás incluso la alcance.
—Todo eso está muy bien —soltó ella de repente—. ¿Y qué haremos nosotros aquí metidos, en estas islas en medio de un mar sin salida?
Era exasperante, pero Perla se limitó a encogerse de hombros.
—¿Una idea? Construimos una flotilla de balsas y las atamos para formar un puente, directamente hasta el camino del oeste. El mar, de todos modos, será muy poco profundo por allí, incluso si eso no funciona tan bien como debería; pero yo tengo plena confianza en la consejera.
El muro de agua golpeó entonces el otro lado del oasis con el sonido de un trueno. Las palmeras se mecieron como locas y después empezaron a caer.
—Bueno, ya sabemos lo que convirtió ese otro bosque en piedra —dijo Perla en voz muy alta, por encima del rugido agitado del agua.
Agua que en ese momento cruzaba las ruinas y llenaba las trincheras de los Mataperros para caer después en la cuenca.
Y Lostara comprobó que Perla tenía razón. La furia del mar ya casi estaba agotada y la cuenca parecía tragarse el agua con una sed prodigiosa.
Giró la cabeza para estudiar a la consejera.
Impasible, observando subir los mares, una mano en la empuñadura de la espada.
Oh, ¿por qué mirarte me rompe el corazón?
Las arenas se estaban posando sobre los cadáveres de los caballos. Los tres pelotones esperaban sentados o de pie al resto de la legión. Botella se había acercado al camino para ver la fuente del rugido y había vuelto tambaleándose con la noticia.
Un mar.
Un maldito mar.
Y su canción estaba en el alma de Violín. Extrañamente cálida, casi reconfortante.
Todos y cada uno se volvieron entonces para mirar al gigantesco jinete y su caballo gigante que bajaban como un trueno por ese camino, rumbo al oeste. Arrastraban algo que levantaba una gran cantidad de polvo.
La imagen se quedó grabada en la cabeza de Violín durante mucho tiempo, mucho después de que las nubes de polvo hubieran desaparecido del camino y bajaran por ese lado de la ladera.
Podría haber sido un fantasma.
Pero sabía que no lo era.
Podría haber sido su peor enemigo.
Pero si lo era, no importaba. No en ese momento.
Un rato después, Sonrisas lanzó un grito sorprendido y Violín se giró, justo a tiempo de avistar dos figuras que salían a grandes zancadas de una senda.
A pesar de todo se encontró esbozando una gran sonrisa.
Comprendió que cada vez era más difícil encontrar a viejos amigos.
Con todo, él los conocía y eran sus hermanos.
Almas mortales de Raraku. Raraku, la tierra que los había unido. Los unía a todos, como empezaba a quedar claro, incluso más allá de la muerte.
A Violín le dio igual la impresión que pudiera dar, o lo que pensaran los demás cuando vieran a los tres hombres fundirse en un estrecho abrazo.
Los caballos subieron por la cuesta hasta el risco, donde los jinetes los detuvieron y todos y cada uno se volvieron para mirar los mares amarillos de espuma que se agitaban más abajo. Un momento después, un demonio achaparrado con cuatro ojos trepó a la cima y se reunió con ellos.
El señor del Verano había dado alas a sus caballos, Heboric no podía admitir ninguna otra posibilidad, tan rápido habían cubierto las últimas leguas desde la noche anterior. Y las bestias parecían descansadas incluso en ese momento. Tan descansadas como Ranagrís.
Aunque él no podía decir lo mismo.
—¿Qué ha pasado? —se preguntó Scillara en voz alta.
Heboric solo pudo sacudir la cabeza.
—Y lo que es más importante —dijo Felisin—, ¿adónde vamos ahora? No creo que pueda seguir sobre esta silla mucho tiempo más.
—Sé cómo te sientes, muchacha. Deberíamos encontrar algún sitio para acampar…
El chillido de una mula hizo girarse a los tres.
Un anciano flaco de piel negra subía cabalgando hacia ellos, sentado con las piernas cruzadas sobre la mula.
—Bienvenidos —chilló (un chillido porque mientras hablaba se cayó por un lado y se dio un buen golpe sobre la pista de piedra)—. ¡Ayudadme, idiotas!
Heboric les lanzó una mirada a las dos mujeres, pero fue Ranagrís el que se movió primero.
—¡Comida!
El anciano volvió a chillar.
—¡No te acerques a mí! ¡Tengo noticias para vosotros! ¡Para todos! ¿L’oric está muerto? ¡No! ¡Mis sombras lo contemplaron todo! ¡Sois mis invitados! ¡Venga, acudid a soltarme las piernas! Tú, muchacha. ¡No, tú, la otra muchacha! ¡Las dos! ¡Bellas mujeres que me ponen las manos en las piernas, en los muslos! ¡Lo estoy deseando! ¿Ven la ávida lujuria en mis ojos? Por supuesto que no, no soy más que una indefensa criatura arrugada, una figura paterna en potencia…
Navaja se encontraba en el aposento más alto de la torre, mirando por la única ventana. Los bhok’arala se escabullían de un lado a otro tras él y de vez en cuando se detenían para emitir un canturreo melancólico.
Había despertado solo.
Y había sabido, al instante, que se había ido. Y que no encontraría rastro alguno de ella.
Iskaral Pust había sacado una mula de alguna parte y se había ido esa mañana. De Mogora no había, por suerte, señal alguna.
Solo del todo, entonces, durante buena parte de ese día.
Hasta ese momento.
—Hay un sinfín de senderos que te aguardan.
Navaja suspiró.
—Hola, Cotillion. Me preguntaba si aparecerías… otra vez.
—¿Otra vez?
—Hablaste con Apsalar. Aquí, en este mismo aposento. La ayudaste a decidir.
—¿Te lo dijo?
El joven negó con la cabeza.
—No exactamente.
—La decisión la tomó ella, Navaja. Ella sola.
—No importa. Da igual. Pero es extraño. Tú ves un sinfín de senderos. Mientras que yo veo… no veo ninguno que merezca la pena recorrer.
—¿Buscas, entonces, algo que merezca la pena?
Navaja cerró poco a poco los ojos y después suspiró.
—¿Qué querías que hiciera?
—Hubo un hombre, en un tiempo, cuya tarea era proteger la vida de una jovencita. El hombre lo hizo lo mejor que pudo, con tal honor que atrajo, cuando acaeció su triste muerte, la atención del propio Embozado. Oh, el señor de la Muerte está dispuesto a mirar en el alma de un mortal si las circunstancias son propicias. Si el, bueno, el incentivo es el adecuado. Así pues, ese hombre es ahora el caballero de Muerte…
—Yo no quiero ser caballero de nada, ni por nadie, Cotillion.
—Te equivocas de camino, muchacho. Déjame terminar la historia. Ese hombre hizo todo lo que pudo, pero fracasó. Y ahora la chica está muerta. Se llamaba Felisin. De la Casa Paran.
Navaja volvió la cabeza. Estudió el rostro en sombras del dios.
—¿El capitán Paran? Su…
—Su hermana. Mira ese camino, ahí, por la ventana, muchacho. Dentro de un rato regresará Iskaral Pust. Con unos invitados. Entre ellos una jovencita llamada Felisin…
—Pero has dicho…
—Antes de que la hermana de Paran… muriera, adoptó a una niña abandonada. Una huerfanita a la que habían maltratado de forma despiadada. Intentaba, creo (jamás lo sabremos con certeza, por supuesto), conseguir algo… algo que ella no tuvo posibilidad, no tuvo oportunidad, de lograr. Así pues, llamó a la niña como ella.
—¿Y qué es esa niña para mí, Cotillion?
—Te estás mostrando obstinado, creo. Esa no es la pregunta.
—Ah, entonces dime cuál es la pregunta.
—¿Qué eres tú para ella?
Navaja hizo una mueca.
—La niña se acerca en compañía de otra mujer, una mujer extraordinaria, como tú (y ella) llegaréis a comprender. Y con un sacerdote, que ahora ha jurado lealtad a Treach. De él aprenderás… muchas cosas dignas de saberse. Por último, viaja un demonio con estos tres humanos. De momento…
—¿Adónde van? ¿Por qué se detienen aquí, como invitados de Iskaral?
—Bueno, pues para recogerte, Navaja.
—No lo entiendo.
—La simetría, muchacho, es un poder en sí mismo. Es la expresión, si quieres, del esfuerzo de la naturaleza por mantener el equilibrio. Te encargo proteger la vida de Felisin. Que los acompañes en su largo y peligroso viaje.
—Qué épico por tu parte.
—No creo —soltó Cotillion de golpe.
Cayó un silencio, durante un rato, un silencio en el que Navaja lamentó el comentario que había hecho.
Al fin, el daru suspiró.
—Oigo caballos. Y a Pust… en una de sus repugnantes diatribas.
Cotillion no dijo nada.
—Muy bien —dijo Navaja—. Esa tal Felisin… han abusado de ella, has dicho. A esas es difícil llegar. Me refiero a entablar amistad con ellas. Sus cicatrices permanecen frescas y embargadas de dolor…
—Su madre adoptiva lo hizo bien, dadas sus propias cicatrices. Alégrate, muchacho, de encontrarte con la hija y no con la madre. Y, en tus peores momentos, piensa en cómo se sintió Baudin.
—Baudin. ¿El guardián de la Felisin mayor?
—Sí.
—De acuerdo —dijo Navaja—. Servirá.
—¿Qué servirá?
—Este sendero. Servirá. —Dudó un momento antes de añadir—: Cotillion. Esa noción de… equilibrio. Me ha ocurrido algo…
Los ojos de Cotillion lo hicieron callar, una conmoción al descubrir un velo de dolor… de pesar. El patrón de los Asesinos asintió.
—De ella… a ti. Sí.
—¿Crees que ella lo vio?
—Con demasiada claridad, me temo.
Navaja se quedó mirando por la ventana.
—La quería, ¿sabes? Todavía la quiero.
—Así que ya no te preguntas por qué se ha ido.
El joven sacudió la cabeza, incapaz de seguir conteniendo las lágrimas.
—No, Cotillion —susurró—. Ya no.
Tras haber dejado atrás el antiguo camino de la costa, Karsa Orlong guio a Estragos hacia el norte por la orilla del nuevo mar interior. Las nubes de lluvia se cernían sobre el agua turbia del este, pero el viento las estaba alejando.
Estudió el cielo por un momento, después tiró de las riendas en una elevación partida tachonada de peñascos y se bajó del caballo. El teblor se acercó a una gran roca plana, se descolgó la espada y la apoyó con la punta hacia abajo contra una roca cercana, después se sentó. Sacó la alforja y revolvió en un bolsillo exterior en busca de un poco de bhederin salado, fruta seca y queso de cabra.
Comió mientras contemplaba el agua. Cuando terminó, aflojó las correas de la alforja y sacó los restos rotos de la t’lan imass. La sostuvo de modo que la cara marchita de ‘Siballe pudiera contemplar las olas que agitaban el agua.
—Dime —dijo Karsa—, ¿qué ves?
—Mi pasado. —Un momento de silencio—. Todo lo que he perdido…
El teblor la soltó y el cadáver parcial se derrumbó entre una nube de polvo. Karsa encontró la bota de agua y tomó un buen trago. Después se quedó mirando a ‘Siballe.
—Una vez dijiste que si te tiraran al mar, tu alma quedaría libre. Que la nada y el olvido te embargarían. ¿Es eso cierto?
—Sí.
Con una mano la levantó del suelo, después se puso de pie y se acercó al borde del mar.
—¡Espera! ¡Teblor, espera! ¡No lo entiendo!
La expresión de Karsa se hizo amarga.
—Cuando comencé este viaje, era joven. Creía en una cosa. Creía en la gloria. Ahora sé, ‘Siballe, que la gloria no es nada. Nada. Eso es lo que ahora entiendo.
—¿Qué más entiendes ahora, Karsa Orlong?
—No mucho, solo otra cosa más. No se puede decir lo mismo de la misericordia. —La levantó más y después lanzó el cuerpo al agua.
El cadáver chocó contra los bajíos. Y se disolvió en una flor turbia que las olas no tardaron en llevarse.
Karsa se dio la vuelta. Miró su espada de piedra. Y entonces sonrió.
—Sí. Soy Karsa Orlong, de los uryd, un teblor. Sed testigos de mis actos, hermanos míos. Un día seré digno de liderar a hombres como vosotros. Sed testigos.
Con la espada una vez más colgada a la espalda y Estragos una vez más sólido bajo él, el toblakai se apartó cabalgando de la orilla. Rumbo al oeste, hacia los eriales.