Capítulo 25

Óyelas vibrar.

Estas cadenas de vida,

ligadas a cada momento pasado,

hasta que el naufragio clama

en un velatorio ensordecedor

y cada paso arrastra

un canto fúnebre de lo perdido.

Casa de Cadenas

Pescador Kel’Tath

Estaba sentado con las piernas cruzadas en la oscuridad, encaramado en su sitio habitual del risco más oriental, los ojos cerrados, una pequeña sonrisa en la cara marchita. Había descubierto su senda en el patrón más sutil, una telaraña invisible que se extendía por todo el oasis. Pronto la rasgarían, lo sabía, pero de momento podía sentir cada paso, cada temblor. Los poderes estaban convergiendo, sin duda, y la promesa de sangre y destrucción susurraba en la noche.

Febryl estaba complacido. Sha’ik había quedado aislada, por completo. El ejército de asesinos del napaniano estaba saliendo a borbotones de sus escondites y el pánico cerraba las manos alrededor de la garganta de Korbolo Dom. Kamist Reloe regresaba de su viaje secreto por las sendas. Y, al otro lado de la cuenca, el ejército malazano se atrincheraba, la consejera afilaba su espada de otataralita para prepararse para la batalla de la mañana.

Pero había un detalle inquietante. Una canción extraña, casi imperceptible pero creciente. La voz del propio Raraku. Se preguntó qué llevaría a esa noche fatídica. El Embozado estaba cerca (sí, el propio dios) y eso contribuía a enmascarar otras… presencias. Pero las arenas se estaban agitando, despertadas quizá por la llegada del señor de Muerte. Espíritus y fantasmas, llegados sin duda a presenciar las muchas muertes prometidas en las horas venideras. Era curioso, pero no estaba especialmente preocupado.

Habrá una masacre. Otro apocalipsis más en las arenas inquietas de Raraku. Hágase su voluntad.

Según todas las apariencias, L’oric estaba muerto. Lo habían arrastrado de malos modos hasta una pared de la tienda de mando y lo habían dejado allí. Le habían arrancado el cuchillo de la espalda y en ese momento yacía con la cara vuelta hacia la tela tosca de la pared, los ojos abiertos y supuestamente sin ver.

Tras él estaba hablando el comandante supremo del Apocalipsis.

—Suéltalos a todos, Henaras, salvo a mis guardaespaldas. Quiero que den caza y maten a todas esas espías tan monas de Bidithal. Y busca a Scillara. Esa zorra ha jugado su última partida.

»Tú, Duryl, coge otro y acude a ver a la consejera. Entrégale mi misiva y asegúrate de que no te ve nadie. Mathok ha sacado a sus guerreros. Fayelle hará su hechicería para ayudarte. Y subráyale a Tavore la necesidad de retirar a sus asesinos, no vaya a ser que le hagan el trabajo a la diosa del Torbellino.

—Comandante supremo —dijo una voz—, ¿qué hay de Leoman de los Mayales?

—La compañía cuarta y Fayelle se irán sin ruido con la próxima campanada. Leoman no se va a acercar a nosotros ni al ejército. Cabo Ethume, quiero a Febryl al alcance de tu ballesta, el muy cabrón está escondido en su sitio habitual. Bien, ¿me he saltado algo?

—Mi miedo se profundiza —murmuró Henaras—. Está pasando algo… en el desierto sagrado. Y lo que es peor, siento que se acercan terribles poderes…

—Que es por lo que necesitamos a la consejera y su maldita espada. ¿Estamos aquí a salvo, Henaras?

—Eso creo, las guardas que Kamist, Fayelle y yo hemos entretejido alrededor de esta tienda podrían confundir a un dios.

—Algo quizá desafíe esa aseveración —rezongó Korbolo Dom.

Añadió algo más, pero un extraño borboteo salido de justo detrás de la pared de la tienda que tenía L’oric delante oscureció la voz del napaniano. Una mancha de humedad que salpicaba el lado contrario, después un suspiro, audible para L’oric solo porque estaba muy cerca. Unas garras desgarraron la base de la pared y redujeron la tela a simples hilachas. Una cara de cuatro ojos y de una fealdad inconmensurable se asomó por la brecha.

Hermano, no tienes buen aspecto.

Las apariencias engañan, Ranagrís. Por ejemplo, tú jamás has estado tan guapo.

El demonio metió la mano y cogió a L’oric por un brazo. Después empezó a arrastrarlo a tirones por el desgarro de la tela.

Con seguridad. Están demasiado ocupados. Desilusionado. No he comido más que dos guardias, las guardas duermen y tenemos el camino de retirada despejado. Llegan cosas. Siniestras, como debe ser. Con franqueza. Admito el miedo y aconsejo que… nos escondamos.

Durante un tiempo, sí, haremos eso. Búscanos un sitio, Ranagrís.

Ten la seguridad. Eso haré.

Entonces déjame aquí y regresa con Felisin. Han salido asesinos a cazar

Un placer.

Kasanal había sido chamán semk, pero en esos momentos asesinaba a las órdenes de su nuevo amo. Y disfrutaba de ello, aunque tenía que admitir que prefería matar malazanos antes que nativos. Al menos sus víctimas de esa noche no serían semk, tener que matar a personas de su misma tribu sería algo difícil de aceptar. Pero no parecía muy probable. Korbolo Dom prácticamente había adoptado a los últimos supervivientes de los clanes que habían luchado por él y Kamist Reloe en la cadena de perros.

Y esas dos eran simples mujeres, ambas sirvientas de ese carnicero, Bidithal.

En ese instante yacía inmóvil al borde del claro, observando a las dos. Una era Scillara, y Kasanal sabía que su amo estaría complacido cuando regresara con su cabeza cortada. La otra también le resultaba conocida, la había visto en compañía de Sha’ik, y de Leoman.

También estaba claro que se estaban escondiendo y por tanto era probable que fueran agentes principales en lo que estuviera planeando Bidithal.

Levantó poco a poco la mano derecha y dos rápidos gestos enviaron a sus cuatro seguidores a los flancos, después se detuvieron entre los árboles para rodear la posición de las dos mujeres. Por lo bajo empezó a murmurar un encantamiento, un tejido de antiguas palabras que amortiguaban el sonido, que introducía lasitud en las víctimas y embotaba todos sus sentidos. Y sonrió cuando advirtió que las cabezas se iban bajando poco a poco.

Kasanal se levantó del lugar donde se ocultaba. La necesidad de esconderse había pasado. Se introdujo en el claro. Sus cuatro compañeros semk siguieron su ejemplo.

Sacaron los cuchillos y se acercaron más.

Kasanal no vio la enorme hoja que lo partió por la mitad, entró por el lado izquierdo del cuello y salió justo por encima de la cadera derecha. Tuvo una sensación momentánea de caerse en dos direcciones y luego se lo tragó la nada, así que no oyó los gritos de sus cuatro primos cuando el que empuñaba la espada de piedra se metió entre todos ellos.

Cuando Kasanal al fin abrió los ojos etéreos y se encontró dirigiéndose a la puerta del Embozado, le complació encontrarse a sus cuatro parientes con él.

Karsa Orlong limpió la sangre de la espada y se volvió para mirar a las dos mujeres.

—Felisin —gruñó—, tus cicatrices brillan con fuerza en tu alma. Bidithal decidió hacer caso omiso de mi advertencia. Así sea. ¿Dónde está?

Todavía bajo los efectos de los restos del extraño aturdimiento que le había robado los sentidos, Felisin solo pudo sacudir la cabeza.

Karsa la miró con el ceño fruncido, después su mirada se posó en la otra mujer.

—¿La noche también te ha robado a ti la lengua?

—No. Sí. No, está claro que no. Creo que caímos bajo el influjo de un ataque hechicero. Pero ahora nos estamos recuperando, toblakai. Has estado fuera mucho tiempo.

—Y ahora he regresado. ¿Dónde está Leoman? ¿Bidithal? ¿Febryl? ¿Korbolo Dom? ¿Kamist Reloe? ¿Heboric Manos Fantasmales?

—Una lista impresionante, tienes una noche muy atareada por delante, al parecer. Búscalos por donde quieras, toblakai, la noche te aguarda.

Felisin tomó una bocanada de aire temblorosa, se abrazó a sí misma, levantó la cabeza y se quedó mirando al temible guerrero. Acababa de matar a cinco asesinos con cinco barridos casi poéticos de aquella enorme espada. La facilidad con la que lo había hecho la horrorizaba. Cierto, los asesinos habían pretendido hacer lo mismo con ella y Scillara.

Karsa aflojó los hombros con un encogimiento, después se dirigió al sendero que llevaba a la ciudad. En unos momentos había desaparecido.

Scillara se acercó más a Felisin y le posó una mano en el hombro.

—La muerte es siempre una conmoción —dijo—. El entumecimiento pasará, te lo prometo.

Pero Felisin negó con la cabeza.

—Salvo para Leoman —susurró.

—¿Qué?

—A los que nombró. Va a matarlos a todos. Excepto a Leoman.

Scillara se volvió poco a poco para mirar el camino, una expresión fría y especulativa le cruzó el rostro.

Los últimos dos habían acabado con cuatro guerreros y se habían acercado a treinta pasos de su tienda antes de caer al fin. Mathok frunció el ceño y se quedó mirando los cadáveres tachonados de flechas y desgarrados por las espadas. Seis intentos de asesinato solo esa noche, y la primera campanada todavía tenía que sonar.

Basta.

—T’morol, reúne a mi clan.

El fornido guerrero asintió con un gruñido y se alejó a grandes zancadas. Mathok se ciñó mejor las pieles y aproximó a su tienda.

En sus modestos confines hizo una larga pausa, sumido en sus pensamientos. Después se sacudió y se aproximó a un baúl recubierto de piel que tenía cerca del catre. Se agachó, apartó la cubierta y levantó la ornamentada tapa.

El libro de Dryjhna residía en su interior.

Sha’ik se lo había confiado a él para que lo guardara.

Para su salvaguarda.

Cerró la tapa y le echó la llave, después cogió el baúl y salió de la tienda. Oía a sus guerreros levantando el campamento en la oscuridad.

—T’morol.

—Caudillo.

—Vamos a unirnos a Leoman de los Mayales. Los clanes restantes deben proteger a Sha’ik, aunque estoy seguro de que no corre ningún riesgo, pero puede que los necesite por la mañana.

Los ojos oscuros de T’morol se clavaron en Mathok, fríos e insensibles a la sorpresa.

—¿Hemos de alejarnos de esta batalla, caudillo?

—Para preservar el libro sagrado quizá sea necesario huir, viejo amigo. Llegado el amanecer, nos cernemos… sobre la misma cúspide.

—Para calibrar el viento.

—Sí, T’morol, para calibrar el viento.

El barbudo guerrero asintió.

—Están ensillando los caballos. Apresuraré los preparativos.

Heboric escuchó el silencio. Solo sus huesos podían sentir el zumbido y el cosquilleo de una red hechicera que cubría el oasis entero y la ciudad en ruinas, las tensas vibraciones que se alzaban y caían a medida que fuerzas independientes comenzaban a cruzarla y luego, con una indiferencia brutal, la rasgaban.

Se removió en el catre y gruñó al sentir las punzadas de las heridas curadas a la fuerza, después se levantó, tembloroso. Los carbones habían muerto en sus braseros. La oscuridad parecía sólida, reticente, sin ganas de rendirse cuando se dirigió a la puerta. Heboric enseñó los dientes. Las garras de las manos se crisparon.

Los fantasmas acechaban la ciudad muerta. Hasta los dioses parecían andar cerca, atraídos y dispuestos a presenciar todo lo que iba a acontecer. Para ser testigos o para aprovechar el momento y actuar directamente. Un empujoncito aquí, un tirón por allá, aunque solo sea para aplacar sus egos… aunque solo sea para ver qué pasa. Esos eran los juegos que despreciaba, fuente de sus desafíos más fieros tantos años atrás. La forma de su crimen, si es que crimen era.

Y por eso se llevaron mis manos.

Hasta que otro dios se las devolvió.

Se dio cuenta de que era indiferente a Treach. Un destriant reticente para el nuevo dios de la Guerra, a pesar de los dones. Y tampoco habían cambiado sus deseos. La isla de Otataral y el gigante de jade, eso es lo que me aguarda. El regreso del poder. Al tiempo que esas últimas palabras atravesaban su mente, sabía que el engaño cabalgaba entre ellas. Un secreto que conocía, pero al que no daría forma. Todavía no, quizá no hasta que se encontrara de pie en el terreno baldío, bajo la sombra de esa aguja torcida.

Pero primero debo enfrentarme a un desafío más inmediato, salir vivo de este campamento.

Dudó otro momento en la puerta y sondeó la oscuridad con todos sus sentidos. Al encontrar el camino despejado (las siguientes veinte zancadas al menos), salió disparado.

Hizo rodar la bellota en los dedos una última vez, se la metió en un pliegue de la faja y salió deslizándose como una serpiente de la grieta.

—Oh, por las manos despiadadas del Embozado…

La canción era un trueno lejano que temblaba por sus huesos y no le hacía ninguna gracia. Lo que era peor, había poderes que habían despertado en el oasis que tenía delante que hasta él, que no practicaba la hechicería, podía sentir como fuego en la sangre.

Kalam Mekhar comprobó otra vez los cuchillos largos y después los volvió a envainar. La tentación era grande, le apetecía mantener fuera el arma de otataralita y anular así cualquier magia que le enviaran. Pero eso es un camino de dos direcciones, ¿no?

Estudió el sendero que tenía por delante. La luz de las estrellas parecía extrañamente apagada. Intentó recordar, lo mejor que pudo, lo que había visto desde su escondite durante el día. Palmeras, los troncos espectrales al alzarse sobre ladrillos de barro caídos y piedra labrada. Los restos de corrales, rediles y chozas de pastores. Extensiones de terrenos arenosos repletos de frondas quebradizas y cascarones. No había siluetas que lo aguardaran.

Kalam se puso en marcha.

Podía ver las líneas angulares de los edificios por delante, bajos hasta el suelo, lo que sugería poco más que cimientos de ladrillos de barro sobre los que se levantaban paredes de lona, mimbre y juncos. Residencias ocupadas, entonces.

Más lejos, a la diestra de Kalam, estaba la mancha gris de ese extraño bosque de árboles. Se había planteado acercarse atravesándolo, pero había algo siniestro y amenazador en ese sitio y el asesino sospechaba que no estaba tan vacío como aparentaba.

Al acercarse a lo que parecía una avenida muy pisada entre chozas, captó un destello de movimiento que salía disparado de izquierda a derecha, por el corredor. Kalam se agachó y se quedó inmóvil. Una segunda figura siguió a aquella primera, después una tercera, una cuarta y una quinta.

Se trata de una mano. Bien, en este campamento, ¿quién organizaría a sus asesinos en manos? Esperó otra media docena de latidos y después reanudó la marcha. Llegó ante la ruta que habían tomado los asesinos y se deslizó tras ellos. Los cinco se estaban moviendo con siete pasos de distancia, dos pasos más de los que daría una garra. Maldición, ¿lo sospechaba Cotillion? ¿Es esto lo que quería que confirmara? Estos son espolones.

Siete o cinco, a Kalam le daba igual.

Llegó a la vista del último asesino. La figura lucía prendas investidas por magia que le desdibujaban la figura y la hacían vacilar. Vestía ropas ceñidas de color marengo, mocasines, guantes y capucha. Unas dagas ennegrecidas le brillaban en las manos.

No solo patrullaban, entonces; iban de caza.

Kalam se acercó sin ruido a menos de cinco pasos del hombre y después salió disparado hacia delante.

Rodeó la cabeza del hombre con la mano derecha para taparle con fuerza la boca y sujetarle la mandíbula, la izquierda se cerró a la vez sobre la cabeza por el lado contrario. Un giro salvaje partió el cuello del asesino.

Un chorro de vómito salpicó la palma de la mano de Kalam, envuelta en cuero, pero él no soltó a su presa y guio el cadáver hasta el suelo. Se puso a horcajadas sobre el cuerpo, lo soltó y se secó la mano en la camisa gris, después continuó.

Doscientos latidos más tarde ya no quedaban más que dos. Su ruta los había llevado, dando un rodeo serpenteante, hacia un distrito marcado por las ruinas de lo que antaño habían sido magníficos templos. Se habían detenido al borde de una amplia explanada, a la espera de sus camaradas, sin duda.

Kalam se acercó a ellos como lo haría el tercer cazador de la fila. Ninguno de los otros prestaba atención, habían clavado la mirada en un edificio que había al otro lado de la explanada. En el último momento, Kalam sacó los dos cuchillos largos y los hundió en las espaldas de los dos asesinos.

Unos suaves gruñidos y los dos hombres se hundieron en las losas polvorientas. El golpe al líder de aquella mano de espolones fue fatal al instante, pero Kalam había torcido un poco la otra puñalada y en ese momento se agachaba junto al moribundo.

—Si tus amos están escuchando —murmuró—, y deberían estarlo, saludos de la Garra. Hasta luego…

Sacó los dos cuchillos, limpió las hojas y las envainó.

El objetivo de los cazadores, supuso, estaba en el interior del edificio en ruinas que era el único foco de su atención. Muy bien, Kalam no tenía amigos en ese maldito campamento.

Echó a andar por el borde de la explanada.

En la boca de otro callejón encontró tres cadáveres, todos niñas. La sangre y las cuchilladas indicaban que todas se habían resistido con fiereza y dos rastros de salpicaduras se alejaban en dirección al templo.

Kalam siguió el rastro hasta que estuvo seguro de que atravesaba la puerta abierta de la estructura medio en ruinas y después se detuvo.

El hedor amargo a hechicería salía flotando por la amplia entrada. Maldita sea, acaban de santificar este sitio.

No se oía nada en el interior. Fue adelantándose milímetro a milímetro hasta que llegó a un lado de la puerta.

Había un cuerpo tirado justo dentro, envuelto en gris e inmóvil en una contorsión de miembros, lo que indicaba que había muerto bajo una oleada de magia. Las sombras fluían en la oscuridad que había más allá.

Kalam extrajo el cuchillo largo de otataralita y se coló por la puerta.

Los espectros envueltos en sombras se encogieron.

El suelo se había derrumbado mucho tiempo atrás y había dejado un pozo inmenso. Cinco pasos más adelante, en la base de una rampa cubierta de escombros, había una niña sentada entre la sangre y las entrañas de tres cadáveres más. Estaba manchada de tripas y los ojos iluminados por una veta oscura cuando levantó la cabeza para mirar a Kalam.

—¿Recuerdas la Oscuridad? —preguntó.

El asesino no hizo caso de la pregunta y pasó a su lado a una distancia segura.

—No hagas ningún movimiento, muchacha, y sobrevivirás a mi visita.

Una voz aflautada lanzó una risita desde la oscuridad al otro extremo del pozo.

—Su mente se ha ido, garra. No hubo tiempo, cielos, para endurecer del todo a mis sujetos para los horrores de la vida moderna, por mucho que lo intentara. En cualquier caso, deberías saber que no soy tu enemigo. De hecho, el que intenta matarme esta noche no es otro que el renegado malazano, Korbolo Dom. Y, por supuesto, Kamist Reloe. ¿Quieres que te dé indicaciones para llegar a su morada?

—Lo encontraré a su debido tiempo —murmuró Kalam.

—¿Crees que tu hoja de otataralita es suficiente, garra? ¿Aquí, en mi templo? ¿Entiendes la naturaleza de este sitio? Me imagino que eso crees, pero me temo que cometes un error. Maese, ofrécele a nuestro invitado un poco de vino de esa jarra.

Una figura deforme se arrastró hacia el asesino, iba dejando manchas húmedas por los escombros a la izquierda de Kalam. No tenía manos ni pies. Una masa de llagas supurantes y la podredumbre mutilada de la lepra. En un gesto absurdo y horrible, alguien había atado una bandeja de plata a la espalda de la criatura, sobre la que reposaba una jarra achaparrada de arcilla cocida.

—Me temo que es bastante lento. Pero te aseguro que el vino es tan exquisito que estarás de acuerdo en que la espera merece la pena. Asesino, estás en presencia de Bidithal, archisacerdote de todo lo que está partido, roto, herido y sufriente. Mi propio… despertar resultó ser tan largo como tortuoso, lo admito. Ya había elaborado en mi propia mente todos los detalles del culto que dirigiría. Sin ser consciente en ningún momento de que esa creación la estaban… guiando.

»Ceguera testaruda y, desde luego, malintencionada. Incluso cuando la condenada Casa nueva se presentó ante mí, ni entonces comprendí la verdad. Este fragmento destrozado de Kurald Emurlahn, garra, no será el juguete de una diosa del desierto. Ni de la emperatriz. Ninguno de vosotros os quedaréis con él, pues se convertirá en el corazón de la nueva Casa de Cadenas. Dile a tu emperatriz que se aparte, asesino. Nos es indiferente quién gobierne la tierra que hay más allá del sagrado desierto. Se puede quedar con ella.

—¿Y Sha’ik?

—Toda vuestra también. Que la devuelvan encadenada a Unta; mucho más poético de lo que jamás comprenderás.

Los espectros de sombras (almas arrancadas de Kurald Emurlahn) iban aproximándose cada vez más a Kalam, y este se dio cuenta, con un escalofrío, de que su largo cuchillo de otataralita quizá no hiciera efecto.

—Una oferta interesante —murmuró con voz profunda—. Pero algo me dice que hay más mentiras que verdades en ella, Bidithal.

—Supongo que tienes razón —suspiró el archisacerdote—. Necesito a Sha’ik para esta noche y la mañana, por lo menos. Hay que frustrar los planes de Febryl y Korbolo Dom, pero te aseguro que tú y yo podemos trabajar juntos para alcanzar ese fin, dado que nos beneficia a los dos. Korbolo Dom se hace llamar patrón del Espolón. Sí, querría regresar al seno de Laseen, más o menos, y utilizar a Sha’ik para hacer un trato sobre su posición. En cuanto a Febryl, bueno, te garantizo que no aguarda a nadie, pero está lo bastante loco como para tener deseos.

—¿Por qué te molestas con todo esto, Bidithal? No tienes ninguna intención de dejarme salir de aquí vivo. Y hay otra cosa. Vienen un par de bestias, mastines, no de Sombra, sino de otra cosa. ¿Los has invocado tú, Bidithal? ¿Tú o tu dios Tullido creéis de verdad que podéis controlarlos? Si es así, entonces los que estáis locos sois vosotros dos.

Bidithal se inclinó hacia delante.

—¡Buscan un amo! —siseó.

Ah, así que Cotillion tenía razón sobre el Encadenado.

—Un amo digno —respondió Kalam—. En otras palabras, un amo que sea más vil y más duro que ellos. Y en este oasis no van a encontrar a un individuo así. Así que me temo que matarán a todo el mundo.

—No sabes nada de esto, asesino —murmuró Bidithal al tiempo que se echaba hacia atrás—. Ni sobre el poder que ahora poseo. En cuanto a no permitirte que salgas de aquí vivo… es cierto, supongo. Has revelado saber demasiado y estás resultando mucho menos entusiasta con mis propuestas de lo que cabría esperar. Una revelación desafortunada, pero ya no importa. Mis sirvientas estaban repartidas por ahí, ya ves, defendiendo todos los accesos; requirió cierto tiempo hacerlas regresar y disponerlas entre los dos. Ah, el mercader de esclavos ha llegado. Por supuesto, toma un poco de vino. Estoy dispuesto a entretenerme aquí para que puedas disfrutarlo. Una vez que acabes, sin embargo, deberé abandonarte. Le he hecho una promesa a Sha’ik, después de todo, y pretendo mantenerla. Si por algún extraño milagro escaparas de aquí vivo, has de saber que no me opondré a tus esfuerzos contra Korbolo Dom y sus oficiales. Te habrás ganado eso, al menos.

—Será mejor que te vayas ya, Bidithal. No tengo ningún interés en probar el vino esta noche.

—Como desees.

La oscuridad lo barrió todo y envolvió al archisacerdote. Kalam se estremeció al percibir la siniestra familiaridad de aquella despedida hechicera.

Los espectros atacaron.

Los dos cuchillos se dispararon y unos gritos sobrenaturales llenaron el aposento. Resultó que, después de todo, el arma de otataralita le bastó. Eso y la oportuna llegada de un dios.

Korbolo Dom parecía haber desatado un ejército contra sus propios aliados esa noche. Una y otra vez, Karsa Orlong se encontró con que se interponían en su camino asesinos impacientes. A su paso quedaban esparcidos sus cadáveres. Había sufrido unas cuantas heridas leves de cuchillos investidos con hechicería, pero la mayor parte de la sangre que chorreaba del gigantesco guerrero pertenecía a sus víctimas.

Avanzaba con la espada en las dos manos, la punta bajada y hacia un lado. Había habido cuatro asesinos ocultos fuera de la morada de Heboric Manos Fantasmales. Tras matarlos, Karsa abrió de una cuchillada una nueva puerta en la pared de la tienda y entró, solo para encontrar el aposento vacío. Frustrado, partió rumbo a la plaza de los templos. El pozo de Leoman tampoco estaba ocupado y parecía llevar vacío un tiempo.

Al acercarse al templo de Bidithal, Karsa ralentizó sus pasos cuando oyó una lucha fiera en el interior. Resonaban unos chillidos agudos. El toblakai levantó el arma y se adelantó poco a poco.

Una figura salía por la puerta arrastrándose boca abajo, balbuceando para sí. Un momento después, Karsa reconoció al hombre. Esperó hasta que los esfuerzos desesperados del mercader de esclavos lo llevaron a los pies del toblakai. Un rostro desfigurado por la enfermedad apareció entonces, crispado.

—¡Lucha como un demonio! —dijo con voz ronca Silgar—. ¡Las dos hojas atraviesan los espectros y los dejan retorciéndose y hechos pedazos! Un dios actúa junto a él. ¡Mátalos, teblor! ¡Mátalos a los dos!

Karsa lanzó una risita burlona.

—No acato tus órdenes, mercader de esclavos, ¿o es que ya se te ha olvidado?

—¡Idiota! —escupió Silgar—. Ahora somos hermanos en la Casa, tú y yo. Tú eres el Caballero de Cadenas y yo soy el Leproso. ¡El dios Tullido nos ha elegido! Y Bidithal se ha convertido en el Mago…

—Sí, Bidithal. ¿Se esconde dentro?

—No, tuvo la inteligencia de huir, como estoy haciendo yo. La Garra y su dios patrón están ahora mismo matando a las últimas de sus sirvientas de sombras. Tú eres el Caballero, posees tu propio patrón, Karsa Orlong de los teblor. Mata al enemigo, es lo que debes hacer…

Karsa sonrió.

—Y eso haré. —Le dio la vuelta a la empuñadura de su espada y hundió la punta entre los omóplatos de Silgar, partió la columna y después atravesó el esternón para enterrarse un palmo entero entre dos losas.

Fluidos repugnantes brotaron del mercader de esclavos. La cabeza cayó con un crujido sobre la piedra y su vida acabó allí. Leoman tenía razón hace tanto tiempo, una muerte rápida habría sido la mejor alternativa.

Karsa liberó la espada de un tirón.

—Yo no sigo a ningún dios patrón —rezongó.

Le dio la espalda a la entrada del templo. Bidithal habría utilizado hechicería para escapar, se habría rodeado de sombras en un esfuerzo por permanecer invisible. Pero su paso habría dejado huellas en el polvo.

El toblakai pasó junto al cuerpo de Silgar, el hombre que en otro tiempo había intentando esclavizarlo, y empezó a buscar.

Veinte de los guerreros del clan de Mathok acompañaban a Corabb Bhilan Thenu’alas en su regreso al campamento de Leoman. Su viaje no encontró obstáculos, aunque Corabb estaba seguro de que ojos ocultos seguían su avance.

Subieron cabalgando la ladera hasta la cima de la colina y les dieron el alto los centinelas. Corabb no se imaginaba un sonido más agradable. Voces conocidas, guerreros junto a los que había luchado contra los malazanos.

—¡Es Corabb! —Le habían entregado una espada de hoja curva que habían sacado del arsenal de la elegida y la alzó en el aire a modo de saludo cuando los guardias del piquete salieron de sus escondites—. ¡Debo hablar con Leoman! ¿Dónde está?

—Dormido —gruñó uno de los centinelas—. Si tienes suerte, Bhilan, tu llegada, ruidosa como ha sido, lo ha despertado. Cabalga hasta el centro de la cima, pero deja a tu escolta aquí.

Eso hizo a Corabb parar en seco.

—Son los hombres de Mathok…

—Órdenes de Leoman. No se permite la entrada en nuestro campamento a nadie del oasis.

Corabb frunció el ceño, pero asintió y les pidió con un gesto a los otros jinetes que se apartaran.

—No os ofendáis, amigos —exclamó—. Os lo ruego. —Sin esperar a medir su reacción, desmontó y se apresuró hacia la tienda de Leoman.

El caudillo estaba de pie junto a la solapa, bebiendo grandes tragos de una bota de agua. Se había quitado la armadura y vestía solo una fina camisa de lino manchada de sudor.

Corabb se detuvo ante él.

—Hay mucho que contarte, Leoman de los Mayales.

—Escúpelo ya, entonces —respondió Leoman cuando terminó de beber.

—Yo fui el único mensajero que sobrevivió para llegar a Sha’ik. Esta ha cambiado de parecer, ahora ordena que seas tú el que dirija el ejército del Apocalipsis llegada la mañana. Le gustaría que fueras tú y no Korbolo Dom el que nos guíe a la victoria.

—No me digas —dijo el otro con voz cansina, después entrecerró los ojos y apartó la mirada—. ¿El napaniano ha interpuesto a sus asesinos entre nosotros y Sha’ik?

—Sí, pero no desafiarán a toda nuestra fuerza, estarían locos si lo intentaran.

—Cierto. Y Korbolo Dom lo sabe…

—Todavía no ha sido informado del cambio en el mando, al menos no lo habían informado cuando me fui. Aunque Sha’ik había dado la orden de que acudiera a su presencia…

—Orden de la que él no hará caso. En cuanto al resto, el napaniano lo sabe. Dime, Corabb, ¿crees que sus Mataperros seguirán a algún otro comandante?

—¡No tendrán alternativa! ¡Son órdenes de la elegida!

Leoman asintió lentamente. Después se volvió hacia su tienda.

—Que desmonten el campamento. Regresamos con Sha’ik.

El júbilo llenó el pecho de Corabb. El día siguiente pertenecería a Leoman de los Mayales.

—Como debe ser —susurró.

Kalam salió al fin. Tenía la ropa hecha jirones, pero estaba entero. Aunque bastante conmocionado, la verdad. Siempre se había considerado uno de los asesinos más hábiles del oficio y a lo largo de los años había desenvainado la hoja contra una auténtica multitud de enemigos hostiles y letales. Pero Cotillion lo había dejado en evidencia.

No me extraña que el muy cabrón sea dios. Por el aliento del Embozado, jamás he visto semejante habilidad. ¡Y esa maldita cuerda!

Kalam respiró hondo. Había hecho lo que el patrón de los Asesinos le había pedido. Había encontrado la fuente del reino de Sombra. O al menos había confirmado un buen sinfín de sospechas. Este fragmento de Kurald Emurlahn será el camino que lleve a la usurpación… por parte nada menos que del dios Tullido. La Casa de Cadenas había entrado en el juego y el mundo se había plagado de todo tipo de peligros.

Se sacudió un poco. Mejor dejar eso a Cotillion y Ammanas. Él tenía otras tareas más inmediatas de las que ocuparse esa noche. Y el patrón de los Asesinos había tenido la amabilidad de llevarle a Kalam un par de sus armas favoritas…

Sus ojos se posaron en el cadáver leproso que yacía a media docena de pasos, después los entornó. Kalam se acercó más. Por los dioses del inframundo, menuda herida. Si no supiera que es imposible, diría que es de la espada de un t’lan imass. La sangre se estaba coagulando y empapaba el polvo de las losas.

Kalam hizo una pausa para pensar. Korbolo Dom no establecería el campamento de su ejército entre las ruinas de esa ciudad. Ni en el bosque de piedra del oeste. El napaniano querría una zona despejada y llana, con espacio suficiente para terraplenes y trincheras, y un campo de visión abierto.

Al este, entonces, lo que antaño eran los campos de regadío de la ciudad.

Giró en esa dirección y se puso en marcha.

De una mancha de oscuridad a la siguiente, enfilando calles y callejones extrañamente vacíos. Capas pesadas de hechicería se habían posado en ese oasis y parecían fluir a chorros, algunos de ellos tan gruesos que Kalam se encontró inclinándose hacia delante para abrirse camino. Un miasma de corrientes mezcladas e irreconocibles, y ninguna de ellas de su gusto. Le dolían los huesos, la cabeza y sentía los ojos como si alguien estuviera removiendo arena caliente tras ellos.

Encontró un camino muy trillado que se dirigía al este y lo siguió, se mantenía a un lado, donde las sombras eran profundas. Después vio, doscientos pasos más adelante, un terraplén fortificado.

Trazado malazano. Eso, napaniano, ha sido un error.

Estaba a punto de acercarse más cuando vio la vanguardia de una compañía que salía por la puerta. La seguían soldados a pie flanqueados por lanceros.

Kalam se metió agachado en un callejón.

La tropa pasó a su lado a paso ligero, con las armas enfundadas y los cascos de los caballos envueltos en cuero. Curioso, pero cuantos menos soldados hubiera en el campamento, mejor, al menos en lo que a él concernía. Era probable que todas, salvo las compañías de reserva, se hubieran escondido en sus posiciones, asomadas al campo de batalla. Por supuesto, Korbolo Dom tendría buen cuidado a la hora de protegerse.

Se hace llamar patrón de los Espolones, después de todo. Y no es que Cotillion, que era Danzante, sepa una mierda sobre ellos. Le ha dedicado a la revelación una simple sonrisa burlona.

El último de los soldados pasó junto a él. Kalam esperó otros cincuenta latidos y después echó a andar hacia el campamento de los Mataperros.

El terraplén estaba precedido por una trinchera escarpada. Obstáculo suficiente para un ejército a la carga, pero solo un inconveniente menor para un asesino solitario. Bajó trepando, cruzó y después subió por el otro lado y se detuvo debajo de la cima.

Habría piquetes. La puerta la tenía a treinta pasos a su izquierda, iluminada por faroles. Se movió hasta justo detrás del alcance de la luz y después fue encaramándose poco a poco hasta la escarpa. Distinguió un guardia que patrullaba a su derecha, no lo bastante cerca como para descubrir al asesino que se arrastraba por la tierra del otro lado, prensada y abrasada por el sol.

Otra trinchera, esa menos profunda, y tras ella las filas ordenadas de tiendas, el centro mismo de la cuadrícula dominado por una tienda de mando más grande.

Kalam se adentró en el campamento.

Como sospechaba, la mayor parte de las tiendas estaban vacías; en unos momentos se encontraba agachado enfrente de la amplia calle que rodeaba la tienda de mando.

Había guardias desplegados por cada lado, a intervalos de cinco pasos, ballestas de asalto amartilladas y acunadas en los brazos. Había antorchas que ardían en estacas cada diez pasos y bañaban la calle con una luz parpadeante. Tres figuras más bloqueaban la puerta, vestidos de gris y sin ningún arma visible.

Un cordón de carne y hueso… y después guardas de hechicería. Bueno, cada cosa a su tiempo.

Sacó su par de ballestas sin varillas. Un utensilio de la Garra, torques atornillados, el metal ennegrecido. Colocó los cuadrillos en las ranuras y amartilló con cuidado las dos armas. Después se acomodó para plantearse la situación con cuidado.

Mientras observaba se percató de que el aire dibujaba un remolino ante la entrada de la tienda de mando y se abrió un portal. Una luz blanca cegadora, la llamarada de fuego y después salió Kamist Reloe. El portal se contrajo tras él y se apagó con un parpadeo.

El mago parecía agotado, pero extrañamente triunfante. Les hizo un gesto a los guardias y después entró en la tienda. Los tres asesinos de ropas grises siguieron al mago al interior.

Una mano ligera como una hoja se posó en el hombro de Kalam y una voz le habló con un timbre ronco.

—Ojos al frente, soldado.

Conocía esa voz, desde hacía más años de los que le hubiera gustado. Pero ese cabrón está muerto. Muerto antes de que Torva ocupara el trono.

—Cierto —continuó la voz y Kalam supo que la cara, salpicada de ácido, estaba sonriendo—, la compañía que comparto y yo no nos soportamos… otra vez. Creía que ya no iba a ver nunca más a ninguno de esos malditos… ni a ti. Bueno, ya da igual. Hay que entrar ahí, ¿no? Entonces será mejor que montemos una distracción. Danos cincuenta latidos… al menos hasta ahí sabes contar, cabo.

La mano se alzó.

Kalam Mekhar respiró hondo una bocanada de aire temblorosa. Por el Embozado, ¿qué demonios está pasando aquí? Ese maldito capitán se hizo renegado. Encontraron su cuerpo en Ciudad Malaz la mañana posterior a los magnicidios… o algo parecido a su cuerpo.

Se concentró de nuevo en la tienda de mando.

Tras ella un grito rompió la noche y después el destello inconfundible y los golpes secos que hacían temblar la tierra de las municiones moranthianas.

De repente, los guardias echaron a correr.

Kalam se guardó una de las ballestas en el cinturón y sacó el cuchillo largo de otataralita. Esperó hasta que solo se veían dos mataperros, los dos a la derecha de la entrada y mirando hacia el ataque (donde los gritos hendían el aire, nacidos tanto del horror como del dolor de las heridas), después se abalanzó.

Levantó la ballesta en la mano izquierda. El culatazo le hizo vibrar los huesos del brazo. El cuadrillo se enterró en la espalda del guardia más adelantado. La cuchillada se hundió en el hombre más cercano, la punta traspasó el cuero entre las placas de bronce y perforó la carne antes de deslizarse entre las costillas para apuñalar el corazón.

La sangre salpicó cuando tiró del arma para liberarla y se metió disparado por la puerta de la tienda.

Las guardas se derrumbaron a su alrededor.

Nada más cruzar el umbral, recargó la ballesta y se la colocó en el brazal de la muñeca, bajo las voluminosas mangas. Después hizo lo mismo con la otra en la muñeca izquierda.

El aposento principal que tenía ante él no contenía más que un único ocupante, un asesino vestido de gris que se giró al llegar Kalam, un par de ganchudos cuchillos kethra destellaron al ponerse el hombre en guardia. La cara que se veía bajo la capucha carecía de expresión, un rostro estrecho, bronceado por el sol y tatuado al estilo pardu, las imágenes giraban interrumpidas por un sigilo mucho más pesado, marcado con hierro en la frente del hombre: un espolón.

El asesino vestido de color ceniza sonrió de repente.

—Kalam Mekhar. Supongo que no te acuerdas de mí.

Kalam respondió sacando el segundo cuchillo largo y atacando.

Las chispas mordieron el aire cuando las hojas chocaron y susurraron, el pardu tuvo que retroceder dos pasos hasta que, con un revés que barrió el espacio, saltó a la derecha y giró con una finta para ganar más espacio. Kalam sostuvo la presión, las armas destellaban, salían disparadas de un sitio a otro para mantener al espolón a la defensiva.

Era hábil con esos pesados cuchillos kethra, además de rápido y fuerte. Las hojas de Kalam recibían golpes de bloqueo que le hacían reverberar los huesos de los brazos. Era obvio que el pardu estaba intentando romper las armas más delgadas y, a pesar de lo bien hechas que estaban, los ataques estaban dejando muescas y cortes en los bordes.

Además, Kalam sabía que se estaba quedando sin tiempo. La distracción continuaba, pero junto con el crujido de los fulleros que hendían el aire habían empezado a retumbar oleadas de hechicería en un contraataque ensordecedor. Fuera cual fuera la naturaleza de los pelotones que atacaban a los mataperros, los magos ya estaban respondiendo.

Y lo que es peor, este espolón no entró aquí solo.

Kalam cambió de repente de postura, extendió el cuchillo de la mano izquierda y echó la mano derecha hacia atrás para ponerse en posición de defensa. Atacaba con la punta, esquivaba los golpes de defensa e iba retrayendo poco a poco el brazo izquierdo, empezando por el hombro. El giro más leve de las caderas para echar la pierna delantera atrás…

Y el pardu salvó la distancia con un solo paso.

La mano derecha de Kalam salió disparada y apartó las dos hojas kathra, al tiempo que arremetía con un golpe alto de la mano izquierda.

El pardu lanzó hacia arriba las dos armas para esquivar el golpe y atrapar la estocada.

Y Kalam se acercó todavía más, se abalanzó con un golpe sesgado del cuchillo largo de la mano derecha, y hundió la punta en el bajo vientre del hombre.

Un chorro de fluidos, el borde abriendo un camino por la columna, la punta saliendo luego por el otro lado.

El movimiento con el que el otro había intentando eludir y atrapar el cuchillo largo se lo arrancó de la mano izquierda y lo arrojó a un lado.

Pero el espolón ya se estaba hundiendo, doblándose sobre la herida del vientre y el arma que lo empalaba.

Kalam se inclinó sobre él.

—No —rezongó—. No me acuerdo.

Le dio un tirón al cuchillo para liberarlo y dejó que el moribundo cayera sobre las varias alfombras que cubrían el suelo de la tienda.

—Una puñetera vergüenza —caviló una voz cerca de la pared trasera.

Kalam se volvió despacio.

—Kamist Reloe. Te estaba buscando.

El mago supremo sonrió. Estaba flanqueado por los otros dos espolones, uno de los cuales sostenía el segundo cuchillo largo de Kalam y lo estaba examinando con curiosidad.

—Esperábamos un golpe de la Garra —dijo Kamist Reloe—. Aunque un ataque de fantasmas largo tiempo muertos admito que no se hallaba entre nuestras expectativas. Es Raraku, ya sabes. Esta maldita tierra se está… despertando. Bueno, eso da igual. Pronto habrá… silencio.

—Tiene un arma de otataralita —dijo el asesino que estaba a la derecha de Kamist.

Kalam bajó la cabeza y le echó un vistazo al cuchillo largo manchado de sangre que sujetaba en la mano derecha.

—Ah, bueno, eso.

—Entonces —suspiró el mago supremo— vosotros dos tendréis que encargaros de él al, bueno, modo mundano. ¿Bastaréis los dos?

El que sostenía el cuchillo largo lo tiró tras él y asintió.

—Hemos observado. Tiene… patrones, y habilidad. Cualquiera de los dos, por separado, nos plantearía problemas. ¿Pero contra los dos?

Kalam tenía que admitir que la valoración del hombre era acertada. Dio un paso atrás y envainó el arma.

—Supongo que lleva razón —murmuró con voz profunda. Con la otra mano sacó la bellota y la tiró al suelo. Los tres hombres retrocedieron con un estremecimiento cuando la bellota rebotó y después rodó hacia ellos. El inofensivo objeto se detuvo en un instante.

Uno de los espolones lanzó un bufido y la apartó de una patada.

Después, los dos asesinos avanzaron entre el destello de los cuchillos.

Kalam levantó los dos brazos, giró las muñecas hacia fuera y después las flexionó con fuerza.

Los dos espolones gruñeron y se tambalearon hacia atrás, cada uno empalado por un cuadrillo.

—Qué descuido por vuestra parte —murmuró Kalam.

Kamist chilló y desveló su senda.

La oleada de hechicería que golpeó al mago supremo, proveniente de uno de los lados, lo cogió completamente por sorpresa. La magia de muerte se cerró a su alrededor con una telaraña furiosa y sofocante de fuego negro.

El chillido fue subiendo de volumen. Después, Kamist Reloe se quedó tirado en el suelo, la hechicería todavía destellaba sobre su cuerpo quemado, en el que aún se percibían espasmos.

Una figura salió poco a poco de donde el espolón había lanzado la bellota momentos antes y se agachó junto a Kamist Reloe.

—Es la deslealtad lo que más nos molesta —le dijo al mago supremo moribundo—. Siempre respondemos a ella. Siempre lo hemos hecho. Siempre lo haremos.

Kalam recuperó el segundo cuchillo largo con los ojos clavados en las solapas cerradas de la pared trasera de la cámara.

—Está por ahí —dijo, después hizo una pausa y sonrió—. Me alegro de verte, Ben.

Ben el Rápido miró por encima del hombro y asintió.

Kalam advirtió que el mago parecía mayor de lo que era. Agotado. Cicatrices que no se grabaron en su piel sino en su alma. Sospecho que no tendrá nada bueno que contarme cuando todo esto haya acabado.

—¿Has tenido algo que ver con la distracción? —le preguntó a Ben el Rápido.

—No. Ni tampoco el Embozado, aunque el viejo cabrón ya anda por aquí. Es todo Raraku.

—Eso dijo Kamist, aunque no es que os entienda a ninguno de los dos.

—Ya te lo explicaré más tarde, amigo mío —dijo Ben el Rápido al tiempo que se levantaba. Miró la solapa trasera—. Tiene a esa bruja, Henaras, con él, creo. Es la que está detrás de unas guardas fieras que alzó Kamist Reloe.

Kalam se acercó a la puerta.

—Déjame esas a mí —rezongó y desenvainó el cuchillo largo de otataralita.

La habitación que había justo detrás era pequeña, dominada por una mesa de mapas sobre la que estaba despatarrado el cadáver de Henaras. La sangre seguía chorreando en pequeños torrentes por los lados de la mesa.

Kalam volvió el rostro, miró a Ben el Rápido y levantó las cejas.

El mago sacudió la cabeza.

El asesino se acercó con cuidado y sus ojos captaron algo de color plateado que brillaba sobre el pecho de la mujer.

Una perla.

—Parece que el camino está despejado —susurró Kalam.

Otra solapa rasgaba la pared de enfrente.

Kalam usó las puntas de los cuchillos para abrirla.

Un gran sillón de respaldo alto llenaba el siguiente aposento, sobre él estaba sentado Korbolo Dom.

Tenía la piel azul de un cadavérico color gris y le temblaban las manos donde descansaban, sobre los ornamentados brazos del sillón. Cuando habló, su voz era aguda y tensa, atemorizada.

—Mandé un emisario a la consejera. Una invitación. Estoy preparado para atacar a Sha’ik y sus tribus con mis Mataperros.

Kalam lanzó un gruñido.

—Si crees que hemos venido con su respuesta, te equivocas, Korbolo.

Los ojos del napaniano salieron disparados hacia Ben el Rápido.

—Creíamos que estabas muerto como el resto de los Abrasapuentes o todavía en Genabackis.

El mago se encogió de hombros.

—Tayschrenn me envió por delante. Con todo, ha traído la flota impulsada por vientos provocados por los magos. Dujek Unbrazo y sus legiones llegaron a Ehrlitan hace una semana…

—Lo que queda de esas legiones, querrás decir…

—Más que suficientes para completar las fuerzas de la consejera, diría yo.

Kalam se quedó mirando primero a uno y luego a otro. Los Abrasapuentes… ¿muertos? ¿Whiskeyjack? La hueste de Unbrazo… por los dioses del inframundo, ¿qué pasó en esas tierras?

—Todavía podemos salvar algo —dijo Korbolo Dom al tiempo que se inclinaba hacia delante—. Todo Siete Ciudades devuelto al Imperio. Sha’ik llevada ante la emperatriz, encadenada…

—¿Y para ti y tus soldados el perdón? —preguntó Ben el Rápido—. Korbolo Dom, has perdido la cabeza de verdad…

—¡Entonces, muere! —chilló el napaniano, que se lanzó hacia delante con las manos estiradas para apresar la garganta del mago.

Kalam se interpuso y, con el cuchillo al revés, golpeó a Korbolo Dom con fuerza en la sien.

El napaniano se tambaleó.

Un segundo puñetazo le destrozó la nariz y lo tiró despatarrado.

Ben el Rápido se quedó mirando al hombre del suelo.

—Átalo, Kalam. La distracción ha terminado, a juzgar por el silencio de fuera; buscaré una salida.

Kalam empezó a atar las manos del hombre inconsciente.

—¿Adónde lo llevamos?

—Tengo una idea.

El asesino levantó la cabeza y miró a su amigo.

—Ben, ¿los Abrasapuentes? ¿Whiskeyjack?

Los duros ojos oscuros se suavizaron.

—Muertos. Salvo Rapiña y un puñado más. Hay una historia que prometo contarte entera… más tarde.

Kalam se quedó observando a Korbolo Dom.

—Me apetece ponerme a rebanar gargantas —dijo con voz ronca.

—A él no. Ahora no.

Conserva esos sentimientos, Kalam Mekhar. Consérvalos todos. Ben tiene razón. En su momento. En su momento

Oh, Whiskeyjack

Había tiempo para… todo. Esa noche y el día venidero, Bidithal necesitaba a Sha’ik. Y a la diosa del Torbellino. Y quizá, si todo iba bien, habría una oportunidad para negociar. Una vez que la ira de la diosa se haya enfriado, templada y embellecida por la victoria, todavía podemos lograrlo.

Pero ya sé lo que ha hecho Febryl. Sé lo que Korbolo Dom y Kamist Reloe planean para el amanecer.

Se les podía parar. Se podían volver los cuchillos.

Cojeó tan rápido como pudo hacia el palacio de Sha’ik. Los fantasmas revoloteaban en los márgenes de su visión, pero sus sombras lo protegían. A lo lejos oyó gritos, detonaciones y hechicería, que procedía, comprendió, del campamento de los Mataperros. Ah, así que la Garra ha llegado hasta allí, ¿eh? Buena cosa e… inquietante a la vez. Bueno, como mínimo mantendrá a Kamist ocupado

Por supuesto, todavía existía el peligro que suponían los asesinos sueltos, aunque se iba reduciendo cuanto más se acercaba a la morada de Sha’ik.

Con todo, las calles y los callejones estaban inquietantemente desiertos.

Llegó casi hasta el extenso palacio y vio con alivio los charcos de luz de las antorchas que lo rodeaban.

Contrarresta la maniobra del napaniano, despierta a la diosa a la amenaza que la aguarda. Después da caza a ese nudoso bhok’aral de Febryl y mira cómo le arrancan la piel de la carne retorcida. Hasta la diosa, sí, hasta la diosa tendrá que reconocerme. Mi poder. Cuando me flanquean mis nuevas mascotitas

Una mano salió disparada de la oscuridad y se cerró alrededor del cuello de Bidithal. Lo levantó en el aire (agitaba brazos y piernas) y luego lo tiró con fuerza al suelo. Cegado. Ahogándose.

Sus sirvientas de sombras acudieron a defenderlo.

Un gruñido, el movimiento y el siseo de algo inmenso que barría todo el espacio, y de repente los espectros habían desaparecido.

Poco a poco, los ojos casi fuera de las órbitas de Bidithal distinguieron la figura agachada sobre él.

El toblakai

—Deberías haberla dejado en paz —dijo Karsa Orlong en voz baja con un tono desprovisto de inflexiones. Alrededor y detrás del gigante se iban reuniendo fantasmas, almas encadenadas.

¡Los dos somos sirvientes del mismo dios! ¡Idiota! ¡Déjame hablar! ¡Quería salvar a Sha’ik!

—Pero no lo hiciste. Sé, Bidithal, de dónde salen tus enfermizos deseos. Sé dónde se ocultan tus placeres, el placer que les arrebatas a otros. Sé testigo de mis actos.

Karsa Orlong dejó en el suelo la espada de piedra y después metió la mano entre las piernas de Bidithal.

Una mano que se cerró, indiscriminada, alrededor de cuanto encontró.

Y que tiró con fuerza.

Hasta que, con un desgarro de tendones y jirones de músculo, entre un torrente de sangre y otros fluidos, la mano salió con su mutilado premio.

El dolor era insoportable. El dolor era un desgarro del alma. Lo devoraba.

Y la sangre brotaba caliente como el fuego, al mismo tiempo que un frío mortal iba colándose por su piel y se filtraba por sus miembros.

La escena que tenía sobre él se cubrió de negro hasta que solo quedó la cara impasible y magullada del toblakai, que observaba, impávido, la muerte de Bidithal.

¿Muerte? Sí. Idiota, toblakai

La mano que le rodeaba el cuello se relajó y se apartó.

Bidithal tomó sin querer una bocanada agónica de aire e intentó gritar…

Le metieron algo suave y ensangrentado en la boca.

—Para ti, Bidithal. Por cada niña sin nombre que destruiste. Toma. Ahógate con tu placer.

Y se ahogó. Hasta que la puerta del Embozado se abrió con un bostezo…

Y allí, reunidos por el señor de Muerte, esperaban demonios que eran de naturaleza parecida al propio Bidithal y que rodearon llenos de júbilo a su nueva víctima.

Una vida entera de placer vicioso. Una eternidad de dolor como respuesta.

Pues hasta el Embozado comprendía la necesidad de equilibrio.

Lostara Yil salió con cautela del agujero y entrecerró los ojos en un esfuerzo por penetrar en la oscuridad. Una mirada a su espalda reveló un desierto iluminado por las estrellas, luminoso y resplandeciente. Sin embargo, más adelante, la oscuridad bañaba el oasis y la ciudad en ruinas de su interior. Poco antes había oído golpes secos y lejanos, gritos débiles, pero el silencio ya había vuelto.

El aire se había tornado gélido. Lostara frunció el ceño, comprobó sus armas y se dispuso a irse.

—No te muevas —murmuró una voz a un paso o dos a su derecha.

La mujer giró la cabeza de golpe y después se profundizó su ceño.

—Si estás aquí para mirar, Cotillion, no hay mucho que ver. Desperté a Perla y casi ni maldijo, a pesar del dolor de cabeza. Está por ahí dentro, en alguna parte…

—Sí, así es, muchacha. Pero ya está volviendo… porque percibe lo que está a punto de ocurrir.

—Lo que está a punto de ocurrir. ¿Suficiente para hacer que te escondas aquí a mi lado?

El dios envuelto en sombras pareció encogerse de hombros.

—Hay momentos en los que es aconsejable retroceder un paso… y esperar. El propio sagrado desierto percibe que se acerca un antiguo enemigo y se alzará en respuesta, si es necesario. Incluso más precario, el fragmento de Kurald Emurlahn que la diosa del Torbellino quiere reclamar se está manifestando. La diosa está elaborando un portal, una puerta, una lo bastante inmensa como para tragarse todo este oasis. Pues ella también pretende quedarse con el corazón inmortal de Raraku. La ironía es que a ella también la está manipulando un dios mucho más listo que quiere quedarse con este fragmento y llamarlo su Casa de Cadenas. Así que ya ves, Lostara, bailarina de Sombra, será mejor que nos quedemos donde estamos. Pues esta noche, en este lugar, los mundos están en guerra.

—Eso no tiene nada que ver con Perla y conmigo —insistió ella mientras apretaba los ojos con fuerza en la oscuridad—. Estamos aquí por Felisin…

—Y la has encontrado, pero sigue fuera de tu alcance. Fuera del alcance de Perla también. De momento…

—Entonces solo hemos de aguardar a que se despeje el camino.

—Sí. Como he aconsejado, paciencia.

Las sombras giraron, sisearon sobre la arena, después el dios desapareció.

Lostara lanzó un gruñido.

—Adiós a ti también —murmuró, después se ciñó mejor el manto y se acomodó a esperar.

Asesinos armados con ballestas se habían ido acercando a él por detrás, con sigilo. Febryl los había matado, uno tras otro, en cuanto llegaban, con una multitud de hechizos de lo más dolorosos. Después, su red hechicera le dijo que ya no había más. De hecho, a Korbolo Dom y Kamist Reloe los habían desafiado en sus cubiles. Fantasmas y cosas peores… agentes del Imperio de Malaz.

Caminos anchos y ensangrentados se habían abierto de mala manera por toda su red, dejándolo ciego en donde estaba, pero ninguno se aproximaba a su posición por ninguna parte… de momento. Y pronto el oasis que tenía tras él se convertiría en una pesadilla que se despertaría a una realidad horrible, y el propio Febryl se desvanecería de la mente de sus enemigos ante la presencia de amenazas más inmediatas.

Para el amanecer no faltaban más que dos campanadas. Mientras que, tras él, la oscuridad había devorado el oasis, el cielo que tenía encima y al este relucía en comparación con el brillo de las estrellas. De hecho, todo iba a la perfección.

La luz de las estrellas también resultó ser suficiente para que Febryl detectara las sombras que se desbocaron sobre él.

—Nunca me caíste demasiado bien —dijo una voz profunda sobre él.

Febryl lanzó un chillidito e intentó lanzarse hacia delante y esconderse.

Pero lo cogieron sin esfuerzo y lo levantaron por los aires.

Y lo rompieron.

El chasquido seco de su columna fue como madera quebradiza en el aire frío de la noche.

Karsa Orlong tiró a un lado el cuerpo de Febryl. Después miró furioso las estrellas un momento, metió una profunda bocanada de aire en los pulmones e intentó despejar su mente.

La voz atrofiada de Urugal chillaba en su cráneo. Había sido esa voz, y esa voluntad, la que lo había empujado a alejarse paso a paso del oasis.

El dios falso de la tribu Uryd quería a Karsa Orlong… fuera.

Lo estaban empujando con fuerza… lejos de lo que se acercaba, de lo que estaba a punto de pasar en el oasis.

Pero a Karsa no le gustaba que lo empujaran.

Sacó la espada de los aros del arnés y rodeó la empuñadura con las dos manos, después bajó la punta hasta que se cernió justo por encima del suelo y luego se obligó a darse la vuelta y mirar el oasis.

Un millar de cadenas fantasmales se estiraron con fuerza tras él, después empezaron a tirar.

El teblor gruñó por lo bajo y se inclinó hacia delante. Yo soy el amo y señor de estas cadenas. Yo, Karsa Orlong, no cedo ante nadie. Ni dioses ni las almas de los que he asesinado. Avanzaré y, o bien se pondrá fin a la resistencia, o las cadenas se partirán.

Además, he dejado mi caballo atado en el bosque de piedra.

Dos aullidos desgarraron el aire de la noche sobre el oasis, repentinos y fieros como relámpagos.

Karsa Orlong sonrió. Ah, ya han llegado.

Levantó un poco más la punta de la espada y después se echó hacia delante de un tirón.

Resultó que no servía que se rompieran las cadenas. La tensión se desvaneció de repente y, por esa noche al menos, se había puesto fin a toda resistencia a la voluntad de toblakai.

Dejó el risco y descendió por la ladera para adentrarse una vez más en la oscuridad.

El puño Gamet estaba echado en su catre, luchando por respirar contra un nudo que le aprisionaba la garganta. Un trueno le llenaba la cabeza, oleadas vibrantes de dolor que irradiaban de un punto concreto, justo por encima y por detrás del ojo izquierdo.

Dolor como no había sentido jamás y que lo obligaba a ponerse de lado, el catre crujía y cabeceaba, las náuseas lo atormentaban, el vómito salpicaba el suelo. Pero haber vaciado el estómago no le ofrecía alivio de la agonía del cráneo.

Tenía los ojos abiertos, pero estaba ciego.

Había habido dolores de cabeza. Cada día, desde la caída del caballo. Pero nada parecido a aquel.

La cuchillada apenas curada de la palma de la mano se le había reabierto con las contorsiones y se había manchado la cara y la frente de sangre pegajosa al intentar arrancarse el dolor de la cabeza; sentía un fuego en la herida, como si le ardiera y le abrasara las venas.

Gimió, se levantó de costado del catre y después se detuvo, a gatas, con la cabeza colgando, sufriendo las oleadas de temblores que lo atravesaban entero.

Necesito moverme. Necesito actuar. Algo. Lo que sea.

Necesito

Un momento de negrura, después se encontró de pie cerca de la solapa de la tienda. Con el peso de la armadura, los guanteletes cubriéndole las manos, el yelmo en la cabeza. El dolor se estaba desvaneciendo, un vacío frío se alzaba a su paso.

Necesitaba irse. Necesitaba su caballo.

Gamet salió sin prisas de la tienda. Una guardia lo abordó, pero el puño la despidió con un gesto y se apresuró hacia los corrales.

Monta. Sal con el caballo. Es la hora.

Al momento estaba ensillando al corcel y ajustando las cinchas, esperó a que la bestia soltara el aire y después las apretó una muesca más. Un caballo muy listo. De los establos Paran, por supuesto. Rápido y con una resistencia casi legendaria. Impaciente con los incompetentes, siempre poniendo a prueba al jinete que afirmaba estar al mando, pero eso era de esperar de un animal de pura raza.

Gamet se subió a la silla. Era un placer montar de nuevo. En marcha, el suelo susurraba bajo él mientras descendía por la rampa trasera y rodeaba la isla irregular rumbo a la cuenca.

Vio tres figuras por delante, de pie en el risco y no le extrañó su presencia. Son lo que ha de ocurrir. Esos tres.

Nada. Menos. El muchachito, Larva.

Este último se volvió cuando Gamet frenó a su lado. Y asintió.

—Los wickanos y malazanos están en los flancos, puño. Pero su asalto será por la rampa principal de los Mataperros. —Y señaló.

Soldados de infantería y caballería se estaban reuniendo en la cuenca, atravesando la densa oscuridad. Gamet podía oír el susurro de las armaduras, sentir el golpeteo de un sinfín de cascos de caballos. Vio banderas y estandartes que colgaban inertes y deshilachados.

—Ve con ellos, puño —dijo Larva.

Y el puño le hizo un saludo militar al niño e hincó los talones en los flancos de su montura.

Armadura negra y de color rojo óxido, yelmos con celadas y ornamentados barbotes, jabalinas cortas de lanzamiento y escudos como cometas, el bramido sordo de innumerables botas, cabalgaba junto a una columna y lanzaba una mirada apreciativa a las compañías de infantería.

Después, un ala de caballería lo rodeó para envolverlo. Un jinete se acercó a él. Un yelmo con alas de dragón se giró para mirarlo.

—¿Cabalgas con nosotros, soldado?

—No puedo —respondió Gamet—. Soy el puño. Debo ponerme al mando.

—Esta noche no —respondió el guerrero—. Lucha a nuestro lado, como soldado que eres. ¿Recuerdas las antiguas batallas? Cuando lo único que hacía falta era la protección de los compañeros que te flanqueaban. Así será esta noche. Deja el mando para los grandes señores. Cabalga con nosotros, libre. Y glorioso.

Una oleada de euforia atravesó a Gamet. El dolor de cabeza había desaparecido. Podía sentir la sangre que se aceleraba como una llamarada por sus músculos. Era lo que quería. Sí, eso era justo lo que quería.

Gamet desenvainó la espada, el sonido fue un eco ronco en el aire frío.

Su compañero del casco se echó a reír.

—¿Estás con nosotros, soldado?

—Lo estoy, amigo.

Llegaron a la base de la rampa de adoquines y ralentizaron el paso para consolidar la formación. Una cuña amplia que después empezó a asaltar la ladera, los cascos levantaban chispas en las piedras.

Los Mataperros todavía tenían que dar la alarma.

Idiotas. No se han despertado en ningún momento. O quizá la hechicería ha amortiguado los sonidos de nuestros preparativos. Ah, sí. Nada y Menos. Siguen allí, en el risco, al otro lado de la cuenca.

El portaestandartes de la compañía estaba a solo unos caballos a la izquierda de Gamet. Levantó la cabeza y guiñó los ojos para mirar la bandera y se preguntó por qué no lo había visto antes. Había algo de khundryl en su diseño, rasgado y deshilachado como estaba. Un clan de las Lágrimas Quemadas entonces, lo que tenía sentido dada la arcaica armadura que lucían sus camaradas. Arcaica y medio podrida, de hecho. Demasiado tiempo almacenada en baúles; polillas y otros insectos la han asaltado, pero el bronce parece sólido, aunque deslustrado y lleno de agujeros. Unas palabras con los comandantes más tarde, creo

Pensamientos fríos, medidos, su orgulloso caballo cabalgaba como un trueno junto a los otros. Gamet levantó la mirada furiosa y vio la cima justo delante. Levantó la espada por los aires y dejó escapar un chillido salvaje.

La cuña se derramó por la cima y barrió las filas desprevenidas de los Mataperros, todavía acurrucados en sus trincheras.

Gritos por todos lados, extrañamente apagados, casi desvaídos. Sonidos de batalla, pero parecía a una legua de distancia, como si los transmitiera el viento. Gamet hizo oscilar la espada, sus ojos se encontraron con los de los Mataperros y vieron el horror escritos en ellos. Vio bocas que se abrían para chillar, pero apenas salía sonido alguno, como si las arenas se lo estuvieran tragando todo, absorbiendo el sonido con tanta avidez como absorbían la sangre y la bilis.

Las masas se abalanzaron sobre las trincheras, espadas ennegrecidas que se movían y caían en cortes secos. Los wickanos habían invadido la rampa del este. Gamet vio los estandartes que ondeaban y sonrió. Cuervo. Perroloco. Comadreja.

Del impenetrable cielo negro descendieron mariposas, enjambres de ellas, que revoloteaban sobre la carnicería de las trincheras.

En la rampa, al este, se vio el destello de las municiones moranthianas, que enviaron lúgubres reverberaciones por la tierra. Gamet pudo observar la masacre que se estaba produciendo allí, una escena panorámica y apagada, como si estuviera contemplando un mural, un cuadro en el que los antiguos guerreros libraban una batalla eterna.

Habían ido en busca de los Mataperros. En busca de los carniceros de los malazanos desarmados, soldados y civiles, los obstinados y los que huían, los desesperados y los indefensos. Los Mataperros, que habían entregado sus almas a la traición.

La lucha continuaba con furia, pero se inclinaba de forma abrumadora de un lado. Era extraño, pero el enemigo parecía incapaz de montar ningún tipo de defensa. Se limitaban a morir en las trincheras, o, al intentar retirarse, los derribaban tras unas cuantas zancadas. Ensartados por lanzas y jabalinas. Pisoteados bajo los cascos que los hacían pedazos.

Gamet comprendía su horror, veía con cierta satisfacción el terror en sus rostros cuando él y sus camaradas les llevaban la muerte.

Oyó entonces la canción de la batalla, alzándose y cayendo como olas en una playa de guijarros, pero incrementándose hacia un clímax que todavía había de llegar, todavía había de llegar, aunque lo haría pronto. Pronto. Sí, necesitábamos una canción. Hemos esperado mucho tiempo por una canción así. Para honrar nuestras obras, nuestras luchas. Nuestras vidas y nuestras muertes. Necesitábamos nuestra propia voz para que nuestros espíritus pudieran marchar, marchar siempre hacia delante.

A la batalla.

A la guerra.

Para dominar estas murallas de ladrillo derruido y arena. Para defender los puertos secos como el hueso y las ciudades muertas que antaño ardían con sueños antiguos, que antaño hacían parpadear el reflejo de la vida en el mar cálido y poco profundo.

Hasta los recuerdos había que defenderlos.

Hasta los recuerdos.

Siguió luchando, codo con codo con sus oscuros compañeros guerreros, y por tanto llegó a quererlos, a esos camaradas leales, y cuando al fin el guerrero montado del yelmo de dragón llegó cabalgando y se detuvo a su lado, Gamet hizo girar la espada a modo de saludo.

El jinete se echó a reír otra vez. Levantó un guantelete salpicado de sangre y se subió la celada, y reveló la cara de una mujer de piel morena, los ojos de un asombroso color azul entre una red de arrugas del desierto.

—¡Hay más! —gritó Gamet, aunque incluso a sus propios oídos, su voz le sonaba muy lejana—. ¡Más enemigos! ¡Debemos cabalgar!

Los dientes de la mujer destellaron, blancos, cuando se rio de nuevo.

—¡No estas tribus, amigo mío! Son familia. Esta batalla se ha acabado, otros derramarán su sangre llegada la mañana. Marchamos rumbo a las costas, soldado, ¿te unes a nosotros?

Él vio algo más que interés profesional en los ojos femeninos.

—Me uno.

—¿Dejarías a tus amigos, Gamet Ul’Paran?

—Por ti, sí.

La sonrisa y la risa consiguiente le robaron al anciano el corazón.

Una última mirada a las otras rampas no descubrió movimiento alguno. Los wickanos del este habían continuado adelante, aunque un cuervo solitario dibujaba círculos en el cielo. Los malazanos del oeste se habían retirado. Y las mariposas se habían desvanecido. En las trincheras de los Mataperros, una hora antes del amanecer, solo quedaban los muertos.

Venganza. Estará complacida. Lo entenderá y estará complacida.

Como lo estoy yo.

Adiós, consejera Tavore.

Koryk se acomodó poco a poco a su lado y se quedó mirando al noroeste como si intentara descubrir que era lo que tanto llamaba la atención del hombre.

—¿Qué pasa? —preguntó tras un rato—. ¿Qué estás mirando, sargento?

Violín se secó los ojos.

—Nada… o nada que tenga sentido.

—No vamos a entrar en combate por la mañana, ¿verdad?

El otro giró la cabeza, estudió los rasgos duros del joven seti, quería ver algo en ellos, aunque no estaba muy seguro de qué. Tras un momento, suspiró y se encogió de hombros.

—La gloria de la batalla, Koryk, se halla solo en la voz del bardo, en las palabras que teje el narrador. La gloria pertenece a fantasmas y poetas. Lo que oyes y sueñas no es lo mismo que lo que vives, si enturbias la distinción, es por tu cuenta y riesgo, muchacho.

—Tú has sido soldado toda tu vida, sargento. Si no alivia una sed en tu interior, ¿por qué estás aquí?

—No sé responderte —admitió Violín—. Creo, quizá, que me llamaron aquí.

—¿Esa canción que Botella decía que oías?

—Sí.

—¿Qué significa la canción?

—Ben el Rápido sabría responderte mejor, creo. Pero a mí las tripas me están susurrando una cosa una y otra vez. Los Abrasapuentes, muchacho, han ascendido.

Koryk hizo una señal para protegerse y se apartó un poco de su sargento.

—O, por lo menos, los muertos han ascendido. El resto, estamos solo… fingiendo que vivimos. Aquí, en el reino mortal.

—¿Esperas morir pronto, entonces?

Violín lanzó un gruñido.

—No entraba dentro de mis planes.

—Me alegro, porque nos gusta nuestro sargento como está.

El seti se alejó y Violín volvió a contemplar el oasis lejano. Te lo agradezco, muchacho. Entrecerró los ojos, pero la oscuridad lo desafiaba. Allí estaba pasando algo. Da la sensación de que… como si hubiera amigos luchando. Casi puedo oír los sonidos de una batalla. Casi.

De repente, dos aullidos estallaron en la noche.

Violín se puso en pie.

—¡Por el aliento del Embozado!

La voz de Sonrisas.

—Dioses, ¿qué ha sido eso?

No. No podía haber sido. Pero

Y entonces, la oscuridad que había sobre el oasis empezó a cambiar.

La fila de guerreros montados se acercó entre un remolino de polvo, los caballos dando patadas y agitando las cabezas, inquietos y atemorizados.

A su lado, Leoman de los Mayales levantó una mano para detener a su compañía, después le hizo un gesto a Corabb para que lo siguiera y se acercaron a los recién llegados al trote.

Mathok saludó con un asentimiento.

—Te hemos echado de menos, Leoman…

—Mi chamán ha caído inconsciente —lo interrumpió Leoman—. Escogió la nada antes que el terror. ¿Qué está pasando en el oasis, Mathok?

El caudillo hizo una señal de protección.

—Raraku ha despertado. Se han alzado fantasmas, los mismísimos recuerdos del sagrado desierto.

—¿Y quién es su enemigo?

Mathok sacudió la cabeza.

—Traición tras traición, Leoman. He retirado mis guerreros del oasis y los he hecho acampar entre Sha’ik y los malazanos. El caos ha reclamado todo lo demás…

—Así que no sabes responderme.

—Temo que la batalla ya esté perdida.

—¿Sha’ik?

—Tengo el libro conmigo. He jurado protegerlo.

Leoman frunció el ceño.

Corabb se giró en la silla y miró con gesto airado el noroeste. Una oscuridad sobrenatural envolvía el oasis y parecía pulular como si estuviera repleta de criaturas vivas, sombras aladas, demonios espectrales. Y en el suelo, debajo, creyó ver el movimiento de masas de soldados. Corabb se estremeció.

—¿A Y’Ghatan? —preguntó Leoman.

Mathok asintió.

—Con mi propia tribu como escolta. Dejando casi nueve mil guerreros del desierto a tu disposición… para que te pongas al mando.

Pero Leoman sacudió la cabeza.

—Esta batalla pertenecerá a los Mataperros, Mathok. No me queda elección. No tengo tiempo para modificar demasiado nuestras tácticas. Las posiciones están determinadas, la señora ha esperado demasiado tiempo. No me has contestado, Mathok. ¿Qué hay de Sha’ik?

—La diosa todavía es su dueña —respondió el caudillo—. Ni siquiera los asesinos de Korbolo Dom pueden llegar a ella.

—El napaniano debía de saber que ocurriría —murmuró Leoman—. Así que ha planeado… otra cosa.

Mathok sacudió la cabeza.

—Esta noche se me ha roto el corazón, amigo mío.

Leoman estudió al viejo guerrero por un tiempo, después asintió.

—Hasta Y’Ghatan, entonces, Mathok.

—¿Vas a ver a Sha’ik?

—Debo hacerlo.

—Dile…

—Se lo diré.

Mathok asintió sin importarle las lágrimas que brillaban por sus arrugadas mejillas. Se irguió de repente en la silla.

—Dryjhna antaño nos pertenecía, Leoman. A las tribus de este desierto. Las profecías del libro estaban cosidas a una piel mucho más antigua. El libro no era en realidad más que una historia, una narración de acontecimientos apocalípticos que habían sobrevivido, no de los que han de ocurrir…

—Lo sé, amigo mío. Protege bien el libro y ve en paz.

Mathok hizo girar su caballo hacia el camino del oeste. Un gesto colérico y sus jinetes lo siguieron cuando se adentró en negrura.

Leoman se quedó mirándolos un largo instante.

Unos aullidos hicieron pedazos la noche.

Corabb vio que su comandante de repente enseñaba los dientes y se quedaba mirando, furioso, la oscuridad que tenía delante. Como dos bestias a punto de enfrentarse. Por los espíritus del inframundo, ¿qué nos aguarda?

—¡A las armas! —gruñó Leoman.

La compañía se adelantó con un trueno por el camino que Corabb había atravesado lo que le parecía un sinfín de veces.

Cuanto más se acercaban al oasis, más apagado era el sonido de su paso, como si la oscuridad estuviera devorando todo ruido. Los aullidos no se habían repetido y Corabb estaba empezando a preguntarse si habían sido reales siquiera. Quizá no era una garganta mortal, después de todo. Una ilusión, un grito para detenerlo todo en seco

La vanguardia entró en un desfiladero y de repente brotaron cuadrillos de jinetes y caballos. Gritos, guerreros que caían, caballos que tropezaban. Más atrás, en la columna, el choque de espadas y escudos.

¡Mataperros!

De algún modo, Corabb y su caballo se encontraron abalanzándose sobre un espacio despejado. Una figura se acercó disparada por su izquierda y Corabb chilló y levantó el arma.

—¡Soy yo, maldito seas!

—¡Leoman!

Al caballo de su comandante lo habían matado bajo él y el jinete descabalgado levantó los brazos.

Corabb sujetó a Leoman por el brazo y lo aupó a lomos de su caballo.

—¡Cabalga, Bhilan! ¡Cabalga!

Guerreros montados con armaduras negras atravesaron como rayos el muro bajo; unas hachas inmensas giraban en sus guanteletes.

Ben el Rápido lanzó un gañido y se puso a cubierto.

Kalam lo siguió con una maldición, con el cuerpo atado de Korbolo Dom rebotando sobre sus hombros. Se lanzó al suelo junto al mago mientras que los cascos destellaban por encima de ellos, haciendo llover arena y trozos de argamasa. Y después la caballería pesada los dejó atrás.

Kalam se quitó al napaniano de la espalda y se giró de lado para mirar furioso a Ben el Rápido.

—En el nombre del Embozado, ¿quiénes eran esos cabrones?

—Será mejor que nos escondamos un tiempo —murmuró el mago con una mueca mientras se quitaba la tierra de los ojos—. Raraku ha desatado sus fantasmas…

—¿Y son ellos los que están cantando? Tengo esas voces metidas en la cabeza…

—Yo también, amigo mío. Dime, ¿has tenido alguna conversación con un caminante espiritual tanno en los últimos tiempos?

—¿Un qué? No. ¿Por qué?

—Porque eso es lo que estás oyendo. Si fuera una canción tejida alrededor de esos antiguos fantasmas que estamos viendo, bueno, no la estaríamos oyendo. De hecho, no estaríamos oyendo casi nada. Y a estas alturas ya nos habrían hecho pedacitos. Kalam, esa canción tanno pertenece a los Abrasapuentes.

—¿Qué?

—Empiezas a preguntarte por eso de la causa y el efecto, ¿a que sí? Un tanno nos robó nuestra historia y creó una canción, pero para que esa canción tuviera efecto, los Abrasapuentes tenían que morir. Como compañía. Y ya lo ha hecho. Salvo tú y yo…

—Y Violín. ¡Espera! Viol mencionó algo sobre un caminante espiritual en Ehrlitan.

—Tendría que haber tenido un contacto directo. Un apretón de manos, un abrazo, o un beso…

—Ese cabrón de zapador… Recuerdo que el muy maldito andaba escondiendo algo. ¿Un beso? Recuérdame que le dé a Violín un beso la próxima vez que lo vea, un beso que no olvidará jamás…

—Quienquiera que fuera y cómo ocurriera —dijo Ben el Rápido—, los Abrasapuentes han ascendido… —¿Ascendido? ¿Pero qué significa eso, en el nombre de la Reina?

—Que me aspen si lo sé, Kalam. Jamás he oído nada parecido. Una compañía entera… No hay precedente alguno, ninguno en absoluto.

—Salvo, quizá, los t’lan imass.

Los ojos oscuros del mago se entrecerraron al mirar a su amigo.

—Una idea interesante —murmuró. Después suspiró—. En cualquier caso, los fantasmas de Raraku se han alzado en esa canción. Se han alzado… para luchar. Pero hay más, juro que vi un estandarte wickano ahí atrás, cerca de las trincheras de los Mataperros justo cuando salíamos pitando de allí.

—Bueno, quizá Tavore ha aprovechado la situación…

—Tavore no sabe nada, Kalam. Al fin y al cabo, lleva consigo una espada de otataralita. Quizá los magos que tiene con ella perciben algo, pero la oscuridad que ha descendido sobre este oasis lo está oscureciendo todo.

Kalam lanzó un gruñido.

—¿Alguna otra buena noticia que darme, Ben?

—La oscuridad es producto de la hechicería. ¿Te acuerdas de cuando llegaba Anomander Rake a un sitio con su senda al descubierto? ¿Ese peso, el temblor del suelo, la presión abrumadora?

—No me digas que se acerca el hijo de Oscuridad…

—Espero que no. Es decir, no creo. Está muy ocupado, te lo explicaré después. No, esto es más, eh, primitivo, creo.

—Esos aullidos —dijo Kalam entre dientes—. Dos mastines, Ben el Rápido. Yo mismo tuve un encuentro con ellos. Son como los mastines de Sombra, solo que peores de algún modo…

El mago se lo había quedado mirando fijamente.

—Déjalo ya, Ben. No me gusta esa expresión. Me escapé porque les solté un puñado de demonios azalan. No detuvo a esos mastines, pero fue suficiente para que yo pudiera huir.

Las cejas de Ben el Rápido se arquearon poco a poco.

—¿«Un puñado de demonios azalan», Kalam? ¿Y dónde has estado tú en los últimos tiempos?

—No eres el único con unas cuantas historias que contar.

El mago se levantó con cautela, pero se quedó agachado y examinó la zona al otro lado del muro en ruinas.

—Dos mastines de Oscuridad, has dicho. Los deragoth, entonces. Bueno, me pregunto quién rompió sus cadenas.

—¡Típico! —soltó de repente Kalam—. ¿Se puede saber qué es lo que no sabes tú?

—Unas cuantas cosas —respondió el mago por lo bajo—. Por ejemplo, ¿qué están haciendo aquí esos mastines?

—Siempre que no nos interpongamos en su camino, no podría importarme menos…

—No, me has entendido mal. —Ben el Rápido señaló hacia el punto donde había clavado la mirada, en el claro que había detrás—. ¿Qué están haciendo justo aquí?

Kalam gimió.

El pelo erizado del lomo se alzaba sobre los hombros inmensos y extrañamente encorvados. Cuellos largos y gruesos y cabezas amplias y planas en las que sobresalían los músculos de la mandíbula. La piel negra, llena de cicatrices y unos ojos que ardían puros y desprovistos de luz.

Grandes como un caballo de las estepas, pero mucho más fornidos, avanzaban sin ruido con las cabezas gachas por la plaza de losas. Había algo en ellos que recordaba a una hiena, y también a un oso de las llanuras. Una cierta avidez taimada mezclada con una brutalidad arrogante.

Ralentizaron el paso, después se detuvieron y levantaron los morros brillantes en el aire.

Habían ido a destruir. A arrancar la vida de toda carne, a burlarse de todos los que clamaban ser dueños y señores, a hacer pedazos todo lo que se interponía en su camino. Aquel era un nuevo mundo para ellos. Nuevo, pero una vez había sido antiguo. Se habían producido cambios. Un mundo de silencios inmensos en el que antaño parientes y enemigos por igual habían abierto gargantas en un desafío fiero.

Nada era como había sido y los deragoth se habían inquietado.

Habían ido a destruir.

Pero en ese momento dudaban.

Con los ojos clavados en el que había llegado, en el que en ese instante se encontraba ante ellos, al otro extremo de la plaza. Dudar. Sí. Karsa Orlong se adelantó. Se dirigió a ellos, la voz baja y retumbante.

—El señor de Urugal tenía… ambiciones —dijo—. Soñaba con el dominio. Pero ahora entiende mejor las cosas, y no quiere tener nada que ver con vosotros. —Entonces el teblor sonrió—. Yo tampoco. Los dos mastines se echaron atrás y después se movieron para abrir más espacio entre ellos.

Karsa sonrió. Este no es vuestro sitio.

—¿Queréis dejarme pasar? —Continuó andando. Y ya me he hartado de desconocidos—. ¿Recordáis a los toblakai, bestias? Pero los han amansado. La civilización. Los jaeces suaves de la paz necia. Tan debilitados que no podían enfrentarse a los t’lan imass, no podían enfrentarse a los forkrul assail y los jaghut. Y ahora no pueden enfrentarse a los mercaderes de esclavos nathii. Era necesario un despertar, amigos míos. Recordad a los toblakai si os consuela.

Pasó directamente entre los dos mastines como si su intención fuera aceptar la invitación para pasar.

Los mastines atacaron.

Como él sabía que harían.

Karsa se agachó de repente con un movimiento que se inclinó a la derecha al tiempo que levantaba la inmensa espada de piedra sobre su cabeza con la punta deslizándose a la izquierda… justo en el camino del mastín que llegaba cargando por ese lado.

Y lo golpeó en el pecho.

El pesado esternón se agrietó, pero no se hizo pedazos y el filo de la hoja ondulada abrió un camino ensangrentado por las costillas.

El movimiento agazapado de Karsa explotó entonces tras su arma, las piernas empujaron el hombro hacia delante y lo levantó para golpear a la bestia al nivel de las clavículas.

Las mandíbulas chasquearon sobre la nuca del toblakai y después el impacto lanzó una sacudida que atravesó a guerrero y mastín a la vez.

Y las costillas de este último, atravesadas por la espada, se astillaron.

Unas mandíbulas se cerraron alrededor de la pierna derecha de Karsa, justo por debajo de la rodilla.

Y lo levantaron del suelo. Después lo tiraron a un lado, aunque las mandíbulas no lo soltaron. El tirón le arrancó la espada de las manos.

Los molares aplastaron el hueso, los incisivos desgarraron el músculo. El segundo mastín se abalanzó sobre Karsa y sacudió con furia la pierna que tenía entre las mandíbulas.

El primer mastín se apartó tambaleándose unos cuantos pasos, arrastraba la pata delantera izquierda e iba dejando un rastro de sangre.

Karsa no hizo ningún esfuerzo por apartarse de la bestia que intentaba arrancarle a mordiscos la parte inferior de la pierna. En su lugar, se apoyó en la pierna libre y se lanzó sobre el mastín. Rodeó con los brazos, por detrás de los hombros, el cuerpo que se estremecía.

El teblor levantó al mastín con un bramido. Las patas traseras pateaban, aterradas, pero el hombre ya le estaba dando la vuelta a la bestia entera.

Las mandíbulas soltaron su presa cuando Karsa tiró a la criatura de espaldas al suelo.

Las losas se agrietaron con una explosión de polvo.

El teblor se hincó de rodillas entonces, se puso a horcajadas sobre el mastín que se retorcía bajo él y le rodeó la garganta con las dos manos.

Un frenesí de gruñidos le respondió.

Los caninos le desgarraron los antebrazos, las mandíbulas mordisquearon con rabia, arrancando trozos de piel y carne.

Karsa soltó una mano y la apoyó con fuerza en la mandíbula inferior del mastín.

Los músculos se contrajeron cuando chocaron dos fuerzas sobrehumanas.

Las patas golpeaban el cuerpo de Karsa, las garras atravesaban cuero y se clavaban en la carne, pero el teblor continuó empujando. Cada vez con más fuerza, iba subiendo la otra mano poco a poco para unirse al esfuerzo.

Las patadas se hicieron salvajes. Aterradas.

Karsa sintió y oyó a la vez un estallido seco y un chirrido; después, la cabeza plana del mastín cayó con un crujido sobre las losas.

Un extraño lamento agudo salió crispado de la garganta.

El guerrero echó la mano derecha hacia atrás, cerró el puño y lo hundió en la garganta del animal. Aplastó la tráquea.

Las patas sufrieron un espasmo y se quedaron sin fuerzas.

Karsa se alzó con un rugido salvaje, levantó al mastín por el cuello y luego lo golpeó contra el suelo una vez más con todas sus fuerzas. Un fuerte crujido, un chorro de sangre y saliva.

El guerrero se irguió, se sacudió, de su melena se desprendió sangre y sudor, y después volvió la mirada hacia donde había estado el otro mastín.

Solo quedaba un rastro de sangre. Karsa se acercó tambaleándose a su espada, la recogió y partió en pos de ese camino resplandeciente.

Kalam y Ben el Rápido se levantaron poco a poco detrás del muro y se quedaron mirando, sin decir nada, al guerrero gigante que se alejaba.

Las sombras habían empezado a enjambrarse en la oscuridad. Se reunían como poliñeras sobre el cadáver del deragoth, después se alejaban a toda velocidad como si les hubiera entrado un ataque de pánico.

Kalam hizo rodar los hombros y después, con los largos cuchillos en las manos, se acercó al mastín.

Ben el Rápido lo siguió.

Estudiaron el cadáver mutilado.

—Mago…

—¿Sí?

—Vamos a soltar por ahí al napaniano y salir de aquí.

—Un plan brillante.

—Se me acaba de ocurrir.

—Me gusta mucho. Bien pensado, Kalam.

—Como siempre te he dicho, Ben, no soy solo una cara bonita.

Los dos se dieron la vuelta, hicieron caso omiso de las sombras que salían a borbotones de la senda destrozada de Kurald Emurlahn, que empezaba a florecer, y regresaron allí donde habían dejado a Korbolo Dom.

¿Amigo? —Heboric se quedó mirando al demonio achaparrado de cuatro ojos que se había plantado de un salto en el camino justo delante de él.

—Si nos hubiéramos visto alguna vez, demonio, estoy convencido de que lo recordaría.

Explicación útil. Hermano de L’oric. Yace en claro a doce pasos a tu izquierda. Corrección vacilante. Quince pasos. Tus piernas son casi tan cortas como las mías.

—Llévame con él.

El demonio no se movió.

¿Amigo?

—Más o menos. Compartimos ciertos defectos.

La criatura se encogió de hombros.

Con reservas. Sígueme.

Heboric se metió en el bosque petrificado tras el andar arrastrado del demonio, su sonrisa se iba ensanchando a medida que la criatura parloteaba.

Un sacerdote con manos de tigre. A veces. Otras veces, manos humanas que resplandecen de un color verde insondable. Impresionado. Esos tatuajes, magníficos, desde luego. Cavilación. Me costaría arrancarte la garganta, creo. Incluso impulsado por el hambre que sufro siempre. Pensativo. Una noche feroz, esta.

Fantasmas, asesinos, sendas, batallas silenciosas. ¿Es que en este mundo nadie duerme?

Se tropezaron de repente con un pequeño claro.

La armadura de L’oric estaba manchada de sangre seca, pero tenía un aspecto bastante saludable, sentado con las piernas cruzadas, los ojos cerrados, la respiración regular. En el suelo polvoriento, delante de él, se encontraba una baraja de los Dragones extendida.

Heboric se sentó con un gruñido enfrente del mago supremo.

—No sabía que jugabas con esas cosas.

—Nunca lo hago —respondió L’oric con un murmullo—. Me refiero a jugar. Ha llegado un nuevo señor a la baraja y ese señor acaba de aprobar la Casa de Cadenas.

Heboric abrió mucho los ojos. Después los entrecerró y asintió poco a poco.

—Que los dioses despotriquen lo que quieran, era lo que tenía que hacer esa persona.

—Lo sé. El dios Tullido está ahora tan atado como todos los demás dioses.

—En el juego, sí, después de pasar tanto tiempo fuera de él. Me pregunto si algún día llegará a lamentar la maniobra.

—Busca este fragmento de Kurald Emurlahn y está listo para atacar, aunque sus posibilidades ahora son menores que las que tenía al atardecer.

—¿Y eso?

—Bidithal está muerto.

—Bien. ¿Quién fue?

—Toblakai.

—Ah. No tan bien.

—Pero el toblakai se ha convertido, creo, en el caballero de la Casa de Cadenas.

—Eso es de lamentar, maldita sea… para el dios Tullido. El toblakai no se arrodillará ante nadie. No puede permitírselo. Desafiará toda predicción…

—Una inclinación que ya ha mostrado esta noche, Manos Fantasmales, lo que podría ser la ruina de todos nosotros. Con todo, al mismo tiempo, he terminado por sospechar que es nuestra única esperanza. —L’oric abrió los ojos y se quedó mirando a Heboric—. Dos mastines de Oscuridad llegaron hace solo un rato, percibí su presencia, aunque de manera irregular, pero no pude acercarme más. Otataralita y la misma oscuridad que los cubre.

—¿Y por qué iba a interponerse el toblakai en su camino? No importa. A eso puedo responder yo. Porque es el toblakai.

—Sí. Y creo que ya lo ha hecho.

—¿Y?

—Y ahora, creo que solo un deragoth queda vivo.

—Los dioses nos libren —dijo Heboric sin aliento.

—El toblakai continúa persiguiéndolo en estos momentos.

—Dime, ¿qué trajo a los mastines aquí? ¿Qué o a quién acaba de frustrar el toblakai?

—Las cartas se muestran ambivalentes sobre ese tema, destriant. Quizá la respuesta todavía esté por decidir.

—Es un alivio oír que algunas cosas siguen por decidir, a decir verdad.

—Manos Fantasmales, saca a Felisin de aquí. Ranagrís te acompañará.

—¿Y tú?

—Yo debo ir con Sha’ik. No, no digas nada hasta que termine. Sé que tú y ella estuvisteis unidos una vez, quizá no de un modo muy agradable, pero unidos de todos modos. Pero esa niña mortal pronto dejará de serlo. La diosa está a punto de devorar su alma, y una vez lo haya hecho, ya no habrá vuelta atrás. La joven muchachita malazana que conociste habrá dejado de existir. Así pues, cuando acuda junto a Sha’ik, voy a reunirme no con la niña, sino con la diosa.

—Pero ¿por qué? ¿Eres de veras leal a la noción del Apocalipsis, del caos y la destrucción?

—No. Tengo otra cosa en mente. Debo hablar con la diosa, antes de que se lleve el alma de Sha’ik.

Heboric se quedó mirando al mago supremo durante un buen rato, intentando discernir qué buscaba L’oric en aquella diosa vengativa y perturbada.

—Hay dos Felisin —murmuró entonces L’oric con los ojos medio velados—. Salva a la que puedes salvar, Heboric Toque de Luz.

—Algún día, L’oric —rezongó Heboric—, descubriré quién eres en realidad.

El mago supremo sonrió.

—Y hallarás esta sencilla verdad: soy un hijo que vive sin esperanza de llegar jamás a estar a la altura de mi padre. Eso solo, con el tiempo, explicará todo lo que necesitas saber de mí. Ve, destriant. Protégela bien.

Los fantasmas giraron, de la armadura se derramó polvo rojo, y le hicieron a Karsa Orlong un saludo militar cuando pasó cojeando. Al menos esos, reflexionó él con aire confuso, no estaban encadenados.

El rastro de sangre lo había llevado a un laberinto de ruinas, una sección no utilizada de la ciudad, famosa por sus sótanos, escollos y muros inclinados y precarios. Podía oler a la bestia. Estaba cerca y el guerrero sospechaba que acorralada.

O, lo que era más probable, había decidido plantarse en un lugar perfecto para una emboscada.

Si el tamborileo constante y lento de la hemorragia no hubiera traicionado su escondite.

Karsa mantuvo la mirada apartada de ese callejón de sombras negras que tenía cinco pasos por delante y a la derecha. Hizo de sus pasos un avance incierto, irregular por el dolor y la vacilación, no todo ello fingido. La sangre que tenía entre las manos y la empuñadura de la espada se había quedado pegajosa, pero todavía amenazaba con traicionar el control que tenía del arma.

Las sombras estaban rasgando la oscuridad, como si esas dos fuerzas elementales estuvieran en guerra y la última estuviera perdiendo. El amanecer, comprendió Karsa, se estaba acercando.

Llegó frente al callejón.

Y el mastín cargó.

Karsa dio un salto adelante y giró en pleno vuelo para apuñalar con la espada con las dos manos y partir un arco a su paso.

La punta abrió la piel, pero el ataque de la bestia ya lo había llevado fuera de su alcance. El animal cayó sobre una pata delantera, que resbaló y cedió bajo él. El mastín se desplomó sobre un hombro y después rodó sobre él.

Karsa se levantó como pudo para enfrentarse a la bestia.

La bestia se agazapó, preparada para cargar una vez más.

El caballo que salió en tromba de un callejón cogió por sorpresa tanto al mastín como al toblakai. Que el aterrado animal había estado galopando a ciegas quedó patente cuando chocó con el mastín.

A lomos del caballo, dos jinetes, y a ambos los arrojó su montura de la silla, justo por encima del mastín.

El impacto había derribado al mastín bajo los cascos que pateaban el suelo como locos. El caballo había conseguido mantenerse erguido de algún modo y se tambaleaba con pesados bufidos, como si intentara meter aire en unos pulmones aturdidos. Tras él, las zarpas del mastín abrían canales en los adoquines al luchar por enderezarse.

Karsa hizo una mueca de furia, se abalanzó y hundió la punta de la espada en el cuello de la bestia.

El animal chilló y se lanzó hacia el toblakai.

Karsa se apartó de un salto y arrastró la espada tras él.

La sangre le salía a borbotones de la herida de la garganta, pero el mastín se levantó sobre tres patas, zigzagueando, balanceando la cabeza y tosiendo espuma roja sobre las piedras.

Una figura salió disparada de entre las sombras. La bola con púas del extremo de un mayal siseó por el aire y cayó como un trueno sobre la cabeza del mastín. Le siguió una segunda, que se desplomó como un martillo desde arriba para partir de forma audible el grueso cráneo de la bestia.

Karsa se adelantó un paso. Blandió la espada con las dos manos en alto, lanzó la cuchillada y al fin derribó al mastín, que ya no se sostenía.

Codo con codo, Leoman y Karsa se acercaron para acabar con la bestia. Una docena de golpes más tarde, el mastín estaba muerto.

Corabb Bhilan Thenu’alas apareció entonces tambaleándose y con una espada rota en la mano.

Karsa limpió las tripas de su hoja y después miró furioso a Leoman.

—No necesitaba tu ayuda —rezongó.

Leoman sonrió.

—Pero yo necesito la tuya.

Perla salió tambaleándose de la trinchera y trepó por los cadáveres tirados allí. Desde el asesinato, bastante elegante por cierto, de Henaras, las cosas habían ido decididamente cuesta abajo, más escarpadas que la trinchera que tengo detrás. Un sinfín de guardias, después el ejército de fantasmas cuyas armas eran cualquier cosa salvo ilusorias. Todavía le dolía la cabeza del beso de Lostara… Maldita mujer, justo cuando pensaba que había empezado a entenderla

Había atravesado ese asqueroso campamento y le habían hecho cortes y tajos todo el camino, y en ese momento andaba a tropezones, medio ciego, rumbo a las ruinas.

La oscuridad se estaba rasgando por todas partes. Kurald Emurlahn se estaba abriendo como la mismísima flor de la muerte, con el oasis en su oscuro corazón. Bajo la presión hechicera de esa manifestación, casi lo único que podía hacer era lanzarse de cabeza por el camino.

Siempre que Lostara se quedara donde estaba, quizá hasta pudieran salvar algo de todo aquello.

Llegó al borde, se detuvo y estudió el pozo donde la había dejado. No había movimiento. O bien estaba intentando pasar desapercibida o se había ido. La garra se adelantó sin ruido.

Detesto las noches como esta. Nada va según lo planeado

Algo lo golpeó en la sien. Atontado, cayó y yació inmóvil, con la cara contra el suelo frío y arenoso.

Una voz bramó, profunda, sobre él.

—Eso fue por Ciudad Malaz. Aun así, todavía me debes una.

—¿Después de Henaras? —murmuró Perla, sus palabras levantaban diminutas nubes de polvo—. Deberías deberme una tú a mí.

—¿Esa? No merece la pena ni contarla.

Algo cayó con un golpe seco y pesado en el suelo, junto a Perla. Una forma que gimió.

—De acuerdo —suspiró la garra, más polvo, un torbellino en miniatura—, te debo una, entonces.

—Me alegra que estemos de acuerdo. Ahora haz unos cuantos ruidos más. Tu muchacha, que anda por allí, tendrá que venir a echar un vistazo… en algún momento.

Perla escuchó las pisadas que se alejaban sin apenas ruido. Dos juegos. El mago no estaba de humor para hablar, supongo. Para hablar conmigo, claro. Creo que me han dado una buena cura de humildad.

A su lado, la forma atada gimió de nuevo. A pesar de sí mismo, Perla sonrió.

Al este, el cielo comenzaba a palidecer.

La noche había terminado.