En los textos más antiguos y fragmentarios se encontrarán menciones crípticas de los eres’al, un nombre que parece referirse a esos antiquísimos espíritus que son la esencia del mundo físico. No hay, por supuesto, forma empírica de determinar si la atribución de significado (el poder inherente al establecimiento de símbolos de lo inanimado) era causativa, en esencia la fuerza creativa que había tras los eres’al, o si algún otro poder misterioso estaba implicado, lo que indujo a que formas de vida inteligente les concedieran un mayor significado y trascendencia en una fecha posterior.
En cualquier caso, lo que no se puede negar es el poder, pocas veces admitido, pero formidable, que existe como capas subterráneas en ciertos rasgos notables de la tierra; ni que ese poder se manifiesta con una eficacia sutil pero profunda, incluso hasta el punto de torcer el rumbo de los dioses; de hecho, en ocasiones basta incluso para derribarlos de un modo definitivo…
Prólogo al compendio de mapas
Kellarstellis de Li Heng
Los inmensos salientes y riscos de coral se habían ido desgastando hasta quedar convertidos en islas planas creadas por milenios de vientos y arenas flotando en el aire.
Tenían los flancos mellados y deteriorados, repletos de agujeros y recortados, el suelo bajo que había entre ellas lo formaban pasillos estrechos y serpenteantes, repletos de escombros de bordes afilados. En opinión de Gamet, los dioses no podrían haber encontrado un lugar menos adecuado para acampar un ejército. Pero no parecía haber demasiada alternativa. Ningún otro sitio ofrecía acceso al campo de batalla y, como pronto quedó patente, la posición, una vez tomada, era tan defendible como la fortaleza de montaña más remota, lo único que lo salvaba.
Tavore se precipitaba de cabeza hacia el buche del enemigo, al campo de batalla que ellos habían elegido y eso era, sospechaba el puño, la principal fuente de inquietud y vaga confusión que afligía a las legiones. Vigilaba el proceder de los soldados en unidades compuestas por cien hombres, de camino a tomar y defender varias islas de coral con vistas a la cuenca. Una vez en sus puestos, los soldados construirían barreras defensivas y muros bajos con los cascotes, seguidos por rampas en los lados del sur.
El capitán Keneb cambiaba de postura con aire nervioso sobre su caballo, junto al puño. Observaban a los primeros pelotones de sus legiones partir hacia una isla grande y blanca como un hueso que había en el borde más occidental de la cuenca.
—No intentarán sacarnos de esas islas —dijo—. ¿Para qué molestarse si es obvio que la consejera tiene intención de hacernos marchar hasta que caigamos en sus brazos?
Gamet no era sordo a las críticas y dudas que ocultaban las palabras de Keneb, ojalá pudiera decir algo para alentar al hombre, para reforzar la fe en la capacidad de Tavore a la hora de formular y desarrollar unas tácticas sólidas. Pero ni siquiera el puño estaba seguro. No había habido ninguna revelación repentina de genio durante la marcha desde Aren. En realidad se habían dirigido rectos como una lanza hacia el norte. ¿Lo que sugiere qué, con exactitud? ¿Una firmeza digna de imitarse o una falta absoluta de imaginación? ¿Son las dos cosas tan diferentes o simples acercamientos alternativos a lo mismo? Y en ese momento se estaban disponiendo, impasibles como siempre, a avanzar (seguramente al amanecer del día siguiente) hacia el enemigo y sus fortificaciones atrincheradas. Un enemigo lo bastante listo como para crear accesos singulares y difíciles a sus posiciones.
—Esas rampas nos van a matar a todos —murmuró Keneb—. Korbolo Dom está preparado, como lo estaría cualquier comandante competente adiestrado por los malazanos. Nos quiere amontonados y luchando por subir bajo una lluvia incesante de flechas, cuadrillos y balistas, por no hablar de la hechicería. Mire lo lisas que ha hecho las superficies de esas rampas, puño. Los adoquines, cuando estén resbaladizos por la sangre que caiga, serán como grasa bajo los pies. No habrá forma de agarrarse…
—No estoy ciego —gruñó Gamet— ni lo está la consejera, debemos suponer.
Keneb le lanzó al hombre maduro una mirada.
—Sobre ese punto, ayudaría que algo nos tranquilizara, puño.
—Habrá una reunión de oficiales esta noche —respondió Gamet—. Y de nuevo una campanada antes del amanecer.
—Ya ha decidido la disposición de nuestra legión —gruñó Keneb entre dientes, mientras se inclinaba en la silla y escupía, según la costumbre local.
—Sí, así es, capitán. —Debían vigilar las avenidas de retirada, no para sus propias fuerzas, sino para las que el enemigo podría emplear. Se daba por sentada, de forma prematura, una victoria que solo podía indicar locura. El enemigo los superaba en número. Todo estaba a favor de Sha’ik, pero casi un tercio del ejército de la consejera no iba a participar en la batalla—. Y la consejera espera que cumplamos con profesionalidad —añadió Gamet.
—Como la señora ordene —gruñó Keneb.
El polvo se iba levantando a medida que los zapadores e ingenieros trabajaban en las fortificaciones y rampas. El día era abrasador y el viento apenas un aliento poco entusiasta. Los guerreros montados khundryl, setis y wickanos permanecían al sur de las islas de coral, esperando a que se construyera un camino que les diera salida a la cuenca. Incluso entonces, no habría mucho espacio para maniobrar. Gamet sospechaba que Tavore mantendría a la mayoría en la retaguardia, la cuenca no era lo bastante grande para cargas masivas de caballería, para ninguno de los bandos. Los guerreros del desierto de Sha’ik con toda probabilidad se mantendrían en la reserva, una fuerza descansada para perseguir a los malazanos si rompían filas. Y, a su vez los khundryl pueden cubrir esa retirada… o desbandada. Una conclusión bastante innoble, los restos del ejército malazano cabalgando de a dos en los caballos khundryl, el puño hizo una mueca al pensar en la imagen y se deshizo de ella con aire colérico.
—La consejera sabe lo que hace —afirmó.
Keneb no dijo nada.
Se acercó un mensajero a pie.
—¡Puño Gamet! —exclamó el hombre—, la consejera solicita su presencia.
—Yo le echaré un ojo a la legión —dijo Keneb.
Gamet asintió y obligó a su caballo a girar. El movimiento provocó que la cabeza le diera vueltas por un instante (seguía despertándose con dolores de cabeza), después se tranquilizó, respiró hondo y le hizo un gesto al mensajero con la cabeza.
Se abrieron camino con lentitud entre la caótica disposición de tropas que iban de un lado a otro bajo las órdenes que ladraban los oficiales, rumbo a la colina baja que estaba más cerca de la cuenca. Gamet podía ver a la consejera a lomos de su caballo en esa colina, junto con Nada y Menos, que iban a pie.
—Ya los diviso —le dijo Gamet al mensajero.
—Sí, señor, le dejaré entonces.
Gamet salió de entre la multitud, puso a su caballo a medio galope y en unos momentos se detenía junto a la consejera.
La posición les proporcionaba una vista clara de los emplazamientos enemigos y, al tiempo que observaban, ellos también eran observados por un pequeño grupo de figuras que había sobre la rampa central.
—¿Tiene usted buena vista, puño? —preguntó la consejera.
—No lo suficiente —respondió él.
—Korbolo Dom. Kamist Reloe. Seis oficiales. Kamist ha tanteado en nuestra dirección en busca de señales de magos. Magos supremos, para ser exactos. Por supuesto, dado que Nada y Menos están conmigo, las hechicerías de Kamist Reloe no pueden encontrarlos. Dígame, puño Gamet, ¿hasta qué punto cree que Korbolo Dom está seguro de sus fuerzas?
Gamet la estudió por un momento. Lucía la armadura, con la celada del yelmo levantada y los ojos entornados para protegerse del fulgor brillante que se reflejaba en la arcilla prensada y agrietada de la cuenca.
—Yo diría, consejera —respondió él poco a poco—, que su confianza se está debilitando.
La consejera lo miró.
—¿Debilitándose? ¿Por qué?
—Porque todo parece demasiado fácil. Todo está a su favor, de una forma abrumadora, consejera.
La mujer se quedó callada y volvió a mirar al lejano enemigo.
¿Para esto me quería? ¿Para hacerme esa única pregunta?
Gamet miró entonces a los dos wickanos. Nada había crecido durante la marcha, lo que hizo sospechar a Gamet que sería un hombre alto en solo unos años. Vestía un simple taparrabos y tenía un aspecto salvaje con el pelo revuelto y destrenzado y la pintura verde y negra del cuerpo.
Menos, notó el puño con cierta sorpresa, había redondeado sus formas bajo las pieles de ciervo, unas curvas que eran comunes en las niñas antes de entrar en la edad adulta. La severidad de su expresión ya era casi constante y transformaba lo que debería haber sido una cara bonita en un semblante intimidante y amargado. Llevaba el cabello negro muy corto que anunciaba un voto de dolor.
—El tanteo de Kamist ha terminado —anunció de repente la consejera—. Ahora necesitará descansar. —Se volvió en la silla y tras una señal acordada previamente, dos guerreros wickanos subieron corriendo la ladera. Tavore se desabrochó el cinturón de la espada y se lo pasó. Los guerreros se retiraron a toda prisa con el arma de otataralita.
De mala gana, Nada y Menos se acomodaron con las piernas cruzadas sobre el suelo de piedra.
—Puño Gamet —dijo la consejera—, si tiene la bondad, saque su daga y derrame unas gotas de su palma derecha.
Sin una sola palabra, el hombre se quitó el guantelete, extrajo la daga de la vaina y se cortó con el borde la parte carnosa de la mano. Brotó sangre de la herida. Gamet estiró la mano y observó la sangre que se derramaba en el suelo.
Lo golpeó un mareo y se tambaleó en la silla un momento antes de recuperar el equilibrio.
Menos emitió un siseo de sorpresa.
Gamet bajó la cabeza y la miró. La chica tenía los ojos cerrados y las dos manos apretadas contra el suelo arenoso. Nada había asumido la misma postura y en su rostro revoloteaba una secuencia salvaje de emociones que al fin se decantó por el miedo.
El puño seguía mareado, un leve rugido le llenaba el cráneo.
—Aquí hay espíritus —gruñó Nada—. Se alzan encolerizados…
—Una canción —interrumpió Menos—. De guerra, y guerreros…
—Nueva y antigua —dijo su hermano—. Tan nueva… y tan antigua. Batalla y muerte, una y otra vez…
—La tierra recuerda cada lucha que se dio en su superficie, en todas sus superficies, desde el comienzo. —Menos hizo una mueca, después se estremeció con los ojos cerrados con fuerza—. La diosa no es nada para este poder, pero le gustaría… ¡robar!
La voz de la consejera era aguda.
—¿Robar?
—La senda —respondió Nada—. Quiere reclamar este fragmento y posarse en esta tierra como un parásito. Raíces de sombra que se van deslizando para sacar sustento, para alimentarse de los recuerdos de la tierra.
—Y los espíritus no lo consentirán —susurró Menos.
—¿Se están resistiendo? —preguntó la consejera.
Los dos wickanos asintieron, después Nada enseñó los dientes.
—Los fantasmas no arrojan sombras —dijo—. Tenías razón, consejera. ¡Dioses, cuánta razón tenías!
¿Tenía razón?, se preguntó Gamet. ¿Razón sobre qué?
—¿Y bastarán? —preguntó Tavore.
Nada sacudió la cabeza.
—No lo sé. Solo si el patrón del Espolón hace lo que crees que hará, consejera.
—Suponiendo —añadió Menos— que Sha’ik no sea consciente de la víbora que acoge en su seno.
—Si lo hubiera sabido —dijo Tavore— ya hace tiempo que le habría separado la cabeza de los hombros.
—Quizá —respondió Menos, y Gamet percibió el escepticismo en su tono—. A no ser que la diosa y ella decidieran esperar hasta tener a todos sus enemigos reunidos.
La consejera volvió a posar la mirada en los oficiales lejanos.
—Veamos entonces, ¿os parece?
Los dos wickanos se levantaron y después compartieron una mirada que no vio Tavore.
Gamet se pasó la mano ilesa por la frente, bajo el borde del casco, y sacó los dedos empapados de sudor. Algo lo había utilizado, comprendió, tembloroso. A través de su sangre. Podía oír una música lejana, una canción de voces e instrumentos irreconocibles. Empezaba a sentir una presión en el cráneo.
—Si ya ha terminado conmigo, consejera… —dijo con tono brusco.
La mujer asintió sin volverse.
—Regrese con su legión, puño. Transmítales a sus oficiales, por favor, lo siguiente. Es posible que aparezcan unidades durante la batalla, por la mañana, unidades que no reconocerán. Es posible que pidan órdenes y deben darlas como si estuvieran bajo su mando.
—Comprendido, consejera.
—Que un físico le cure la mano, puño Gamet, y gracias. Pídales también a los guardias que me devuelvan mi espada.
—Sí, señora. —Le dio la vuelta al caballo y bajó con él la ladera al paso.
El dolor de cabeza no disminuía y la canción misma parecía haber envenenado sus venas, una música de carne y hueso que insinuaba locura. Dejadme en paz, maldita sea. No soy más que un simple soldado. Un soldado…
Cuerdas se sentó en la roca con la cabeza en las manos. Había arrojado el casco al suelo, pero no tenía recuerdo de haberlo hecho y allí estaba, a sus pies, desdibujado y temblando bajo las oleadas de dolor que se alzaban y caían como un mar agitado por una tormenta. Había voces hablando a su alrededor, intentando llegar a él, pero el soldado no le encontraba ningún sentido a lo que decían. La canción había surgido, repentina y fiera, en su cráneo, y fluía por sus miembros como fuego.
Una mano lo cogió por el hombro y sintió un sondeo de hechicería que se filtraba por sus venas, tentativo al principio y que después se estremeció y apartó por completo, solo para volver con más fuerza, y con él, un silencio que se extendía. Una paz bendita, fresca y serena.
Al fin, el sargento pudo levantar la cabeza.
Encontró a su pelotón reunido a su alrededor. La mano que se había posado en su hombro era la de Botella y la cara del muchacho estaba pálida y perlada de sudor. Los ojos de ambos se encontraron y después Botella asintió y quitó la mano poco a poco.
—¿Me oyes, sargento?
—Algo, como si estuvieras a treinta pasos de distancia.
—¿Ha desaparecido el dolor?
—Sí… ¿qué has hecho?
Botella apartó la mirada.
Cuerdas frunció el ceño.
—Todos los demás, volved al trabajo —dijo después—. Quédate aquí, Botella.
Sepia le dio una colleja a Chapapote y el cabo se irguió y murmuró:
—Vamos, soldados. Hay pozos que cavar.
El sargento y Botella observaron irse a los otros, que recuperaron los picos y las palas de camino. El pelotón estaba apostado en el islote más al sudoeste, con vistas a las dunas que llegaban hasta el horizonte. Un único pasillo lo bastante ancho se abría justo hacia el norte; el enemigo (si se derrumbaba y huía) tendría que atravesar ese pasillo para dejar la cuenca. Justo detrás se encontraba una modesta meseta plana en la que se habían ocultado una compañía de guerreros del desierto montados, la cresta estaba salpicada de exploradores que vigilaban a los malazanos.
—Muy bien, Botella —dijo Cuerdas—, escúpelo ya.
—Espíritus, sargento. Están… despertando.
—¿Y eso que tiene que ver conmigo, por el Embozado?
—Sangre mortal, creo. Tiene su propia canción. La recuerdan. Vinieron a ti, sargento, impacientes por añadir sus voces a ella. A… eh… a ti.
—¿Por qué yo?
—No lo sé.
Cuerdas estudió al joven mago durante un momento y meditó sobre el sabor de aquella mentira, después hizo una mueca.
—Crees que es porque estoy destinado a morir aquí, en esta batalla —dijo.
Botella apartó la mirada una vez más.
—No estoy seguro, sargento. Está fuera de mi alcance… esta tierra. Y sus espíritus. Y lo que tiene que ver contigo.
—Soy un abrasapuentes, muchacho. Los Abrasapuentes nacieron aquí. En el crisol de Raraku.
Los ojos de Botella se entrecerraron mientras estudiaba el desierto hacia el oeste.
—Pero… los han aniquilado.
—Sí, así es.
Ninguno de los dos habló durante un rato. Koryk había roto su pala con una roca y estaba ensartando una lista admirable de maldiciones setis. Los otros habían parado para escuchar. En el borde norte de la isla, el pelotón de Gesler estaba muy ocupado construyendo un muro de escombros, que no tardó en derrumbarse y sus peñascos se desplomaron por el borde contrario. Silbidos y aullidos distantes resonaron en la meseta que tenían enfrente.
—No va a ser una batalla al uso, ¿verdad? —preguntó Botella.
Cuerdas se encogió de hombros.
—Eso no existe, muchacho. No hay nada al uso en matar y morir, en el dolor y el terror.
—No era a eso a lo que me refería…
—Ya sé que no, Botella. Pero en estos tiempos las guerras están plagadas de hechicería y municiones, así que terminas por esperar sorpresas.
Los dos perros de Gesler pasaron trotando, el enorme perro pastor siguiendo a la Cucaracha hengese, como si el peludo perrito faldero llevara su propia correa.
—Este sitio es… complicado —suspiró Botella. Estiró el brazo y cogió una gran roca con forma de disco—. Eres’al —dijo—. Un hacha de mano, esa cuenca de ahí está repleta de ellas. Alisadas por el lago que la llenaba en otro tiempo. Llevaba días hacer una de estas, después ni siquiera las usaban, se limitaban a tirarlas al lago. No tiene sentido, ¿verdad? ¿Para qué haces una herramienta que luego no usas?
Cuerdas se quedó mirando al mago.
—¿De qué estás hablando, Botella? ¿Quiénes son los eres’al?
—Eran, sargento. Desaparecieron hace mucho tiempo.
—¿Los espíritus?
—No, esos son de todos los tiempos, de todas las edades que ha conocido esta tierra. Mi abuela hablaba de los eres. Los moradores que vivieron en la época que precedió a los imass, los primeros creadores de herramientas, los que primero le dieron forma a su mundo. —Sacudió la cabeza y contuvo un estremecimiento—. Nunca pensé que me encontraría con uno, estaba allí, la mujer estaba allí, en esa canción de tu interior.
—¿Y fue ella la que te habló de esas herramientas?
—No directamente. Más bien lo compartí, bueno, compartí su mente. Fue ella la que te regaló el silencio. No fui yo, yo no tengo ese poder, pero se lo pedí y ella se apiadó. Al menos —el chico miró a Cuerdas—, creo que fue un favor.
—Sí, muchacho, lo fue. ¿Todavía puedes… hablar con esa eres?
—No. Lo único que yo quería hacer era salir de ahí, de esa sangre…
—Mi sangre.
—Bueno, la mayor parte es tu sangre, sargento.
—¿Y el resto?
—Pertenece a la canción. La canción de…, esto, los Abrasapuentes.
Cuerdas cerró los ojos y apoyó la cabeza en el peñasco que tenía detrás. Kimloc, ese maldito caminante espiritual tanno de Ehrlitan. Dije que no, pero lo hizo de todos modos. Robó mi historia, no solo la mía sino la de los Abrasapuentes, y la convirtió en una canción. El muy cabrón ha ido y nos ha devuelto a Raraku…
—Ve a ayudar a los otros, Botella.
—Sí, sargento.
—Y… gracias.
—Lo transmitiré la próxima vez que vea a la bruja eres.
Cuerdas se quedó mirando al mago. Así que habrá una próxima vez, ¿no? ¿Qué fue lo que no me contaste, muchacho? Se preguntó si la mañana siguiente sería testigo de verdad de su última batalla. No era un pensamiento muy agradable, pero quizá fuera necesario. Quizá lo estaban llamando para que se reuniera con los Abrasapuentes caídos. No es para tanto, entonces. No podría pedir compañía más desdichada. Maldita sea, pero los echo de menos. Los echo de menos a todos. Incluso a Seto.
El sargento abrió los ojos y se puso en pie, después recogió y se puso el casco. Se volvió para contemplar la cuenca, hacia el nordeste, los emplazamientos enemigos y el polvo y el humo de la ciudad oculta en el oasis. Tú también, Kalam Mekhar. Me pregunto si sabes por qué estás aquí…
El chamán estaba frenético, se retorcía y siseaba, se escabullía como un cangrejo en círculos polvorientos alrededor del trozo plano de hueso que se iba quemando en la hoguera. Corabb, con la boca llena de media docena de conchas de escarabajos que llevaba colgadas alrededor del cuello para espantar el mal, se estremeció cuando con el castañeteo de los dientes aplastó un caparazón y se le llenó la boca de un sabor amargo. Se sacó el collar de la boca y empezó a escupir trozos de concha.
Leoman se acercó al chamán y cogió al escuálido hombrecito por la telaba, lo levantó del suelo y después lo agitó. Una ráfaga de tela, pelo y saliva voladora, después Leoman puso al chamán en el suelo una vez más.
—¿Qué has visto? —le gruñó.
—¡Ejércitos! —chilló el anciano, que se tiraba de la nariz como si se la acabaran de poner en la cara. Leoman frunció el ceño.
—Sí, esos también los podemos ver nosotros, maldito faquir…
—¡No! ¡Más ejércitos! —Se escabulló junto al guerrero y corrió a la cima del sur de la meseta, donde empezó a dar saltos y señalar a los malazanos que se atrincheraban en la isla de enfrente del viejo canal de drenaje.
Leoman no intentó seguirlo. Se acercó adonde Corabb y otros tres guerreros se habían agachado detrás de un muro bajo.
—Corabb, envía otro jinete a Sha’ik, no, pensándolo mejor, ve tú mismo. Aunque ella no se moleste en reconocer nuestra llegada, quiero saber cómo se van a disponer las tribus de Mathok cuando amanezca. Averígualo una vez que hayas hablado con Sha’ik… Y, Corabb, asegúrate de hablar con ella en persona. Después vuelve aquí.
—Lo haré como ordenas —anunció Corabb mientras se erguía.
A veinte pasos de distancia, el chamán se dio media vuelta y lanzó un chillido.
—¡Están aquí! ¡Los perros, Leoman! ¡Los perros! ¡Los perros wickanos!
Leoman frunció el ceño.
—El idiota se ha vuelto loco…
Corabb se acercó a su caballo a la carrera. No pensaba perder tiempo ensillando al animal, sobre todo si eso significaba tener que oír más de las chifladuras del chamán. Se subió de un salto a la bestia, apretó las correas que sujetaban la lanza de lado a la espalda, después recogió las riendas y azuzó al animal.
La ruta hasta el oasis era serpenteante y complicada, se metía entre arena profunda y salientes dentados, lo que lo obligaba a ralentizar el paso de su montura y dejar que se abriera camino a su modo por la pista.
El día estaba cayendo y las sombras se profundizaban por donde el sendero zigzagueaba y se adentraba en los barrancos de altas paredes que se acercaban al borde más sudoeste del oasis. Cuando el caballo salvó con cierto esfuerzo unos escombros y dobló una curva marcada, el hedor repentino a putrefacción llegó a hombre y animal a la vez.
El sendero estaba bloqueado. Un caballo muerto y, justo detrás, un cadáver.
Con el corazón disparado, Corabb se bajó de la montura y se adelantó con cautela.
El mensajero de Leoman, el que había enviado en cuanto había llegado la tropa. Un cuadrillo de ballesta se le había clavado en la sien, había atravesado el hueso y después había explotado y lo había destrozado todo al otro lado.
Corabb examinó los muros irregulares de ambos lados. Si hubiera habido asesinos apostados allí, él ya estaría muerto, razonó. Lo más probable, entonces, era que no estuvieran esperando ningún mensajero más.
Regresó con su caballo. Le costó convencer a la criatura para que pasara por encima de los cuerpos, pero al final consiguió apartar a la bestia de ellos y saltó al lomo una vez más. Con los ojos recorriéndolo todo sin cesar, continuó adelante.
Sesenta pasos más tarde la pista se abría a la ladera de arena, tras la cual se podían ver los mantos polvorientos de los árboles guldindha.
Corabb dio un suspiro de alivio y azuzó al caballo.
Dos martillazos en la espalda lo tiraron hacia delante. Sin estribos ni pomo de silla a la que agarrarse, Corabb echó los brazos alrededor del cuello de su cabalgadura, al tiempo que el animal chillaba de dolor y salía disparado. El movimiento estuvo a punto de hacer que el aterrado jinete soltara al animal. La rodilla derecha del caballo sacudía con fuerza, una y otra vez, el casco del hombre, hasta que se cayó y la nudosa articulación golpeó repetidamente la cabeza de su jinete.
Corabb siguió aferrándose, a pesar de que continuaba deslizándose hacia abajo y después alrededor del cuerpo de su montura, hasta que su propio cuerpo empezó a recibir los golpes de las dos patas delanteras. El estorbo resultó ser suficiente para ralentizar al corcel cuando llegó a la ladera y Corabb, con una pierna colgando y el talón rebotando en el suelo duro, consiguió auparse por debajo de la cabeza del caballo.
Otro cuadrillo crujió en el suelo y se fue resbalando por la izquierda.
El cuadrúpedo se detuvo a medio subir la ladera.
Corabb bajó la otra pierna y después giró hacia el otro lado y de nuevo se subió al animal de un salto. Había perdido las riendas, pero se aferró con los dedos a las crines del caballo y hundió los talones en los flancos.
Otro cuadrillo más rebotó en las rocas y después los cascos caían con golpes secos en la arena y la luz del sol los bañó de repente.
Justo delante estaba el oasis y el refugio de los árboles.
Corabb se inclinó sobre el cuello de la montura y la espoleó para que fuera más rápido.
Se abalanzaron sobre una pista que se abría entre los guldindhas. Al mirar atrás, el guerrero vio un profundo desgarrón que recorría el flanco izquierdo de su caballo y que estaba sangrando. Y entonces vislumbró su lanza, que le colgaba suelta de la espalda. Había dos cuadrillos incrustados en el astil. Cada uno se había clavado en ángulos diferentes y el impacto debía de haber sido casi simultáneo, porque las hendiduras habían chocado entre sí y habían detenido el impulso de ambos cuadrillos.
Corabb se quitó el arma destrozada y la arrojó lejos de sí.
Cabalgó a toda velocidad por la pista.
—Las púas de un tigre —murmuró ella con los ojos velados tras el humo de la roya— pintadas sobre un sapo. Por alguna razón te hace parecer incluso más peligroso.
—Sí, muchacha. Soy veneno puro —murmuró Heboric mientras la estudiaba en la oscuridad. Había vida en la mirada de la joven una vez más, una perspicacia que iba más allá del ocasional comentario cortante y que insinuaba la existencia de una mente en la que al fin se había despejado la niebla entorpecedora del durhang. La chica seguía tosiendo como si tuviera los pulmones llenos de líquido, aunque la salvia mezclada con la roya la había aliviado un tanto.
La chica le devolvía la mirada con una expresión inquisitiva (aunque un poco dura), sin dejar de aspirar de la boquilla del narguile y con el humo cayéndole por las ventanas de la nariz.
—Si pudiera verte —murmuró Heboric—, llegaría a la conclusión de que has mejorado un poco.
—Sí, destriant de Treach, aunque yo hubiera dicho que esos ojos felinos que tienes podían penetrar cualquier velo.
Él lanzó un gruñido.
—Es más bien que ya no arrastras las palabras, Scillara.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella tras un momento.
—El atardecer no tardará en llegar. Me gustaría salir en busca de L’oric y querría que me acompañaras.
—¿Y después?
—Después te llevaré junto a Felisin la Menor.
—La hija adoptada de Sha’ik.
—Sí.
Scillara apartó la mirada y pareció meditar mientras aspiraba una profunda bocanada de la roya.
—¿Cuántos años tienes, muchacha?
Ella se encogió de hombros.
—Los que necesito. Si he de acatar las órdenes de Felisin la Menor, que así sea. El resentimiento no tiene sentido.
Una conversación incómoda que avanzaba a saltos y dejaba a Heboric sin demasiadas salidas. Sha’ik era muy parecida. Quizá, reflexionó el destriant con una mueca, ese talento para las intuiciones era cosa solo de mujeres, él tenía que admitir que no tenía mucha experiencia a la que echar mano, a pesar de sus muchos años. El templo de Fener estaba dominado sobre todo por varones, cuando se trataba de la orden sagrada en sí, y la vida de Heboric como ladrón solo había incluido, y por necesidad, un puñado de relaciones cercanas. Estaba, una vez más, metiéndose en honduras.
—Felisin la Menor no tiene, según creo, demasiado interés en dar órdenes a nadie. Esto no es un intercambio de un culto por otro, Scillara, no del modo que a ti te parece, en cualquier caso. Nadie intentará manipularte aquí.
—Como tú has explicado, destriant. —La mujer lanzó un profundo suspiro y se sentó más erguida, después posó la boquilla del narguile—. Muy bien, llévame a la oscuridad.
El destriant la miró con los ojos entrecerrados.
—Lo haré… en cuanto llegue.
Las sombras se estaban alargando, lo suficiente para tragarse toda la cuenca bajo su posición. Sha’ik se encontraba en la cima de la rampa más al norte, estudiando las masas lejanas de soldadesca malazana que seguían excavando en las distantes elevaciones. Siempre metódica, así era su hermana.
Miró a su izquierda y examinó las posiciones de Korbolo Dom. Todo estaba listo para la batalla del día siguiente, podía ver al comandante napaniano rodeado de ayudantes y guardias, de pie al borde de la rampa central, haciendo lo que también estaba haciendo ella: observar al ejército de Tavore.
Ya estamos todos colocados. De repente, todo aquel asunto parecía carecer de sentido. Ese juego de tiranos asesinos, que empujaban a sus ejércitos hacia un choque inevitable, y que contemplaban con fría indiferencia las vidas que se perderían en el aplacamiento de sus brutales deseos. ¿Qué valor tiene esta ansia absurda por gobernar? ¿Qué quieres de nosotros, emperatriz Laseen? Siete Ciudades jamás reposará tranquila bajo tu yugo. Tendrás que esclavizar, ¿y qué se gana con eso? ¿Y qué había de su propia diosa? ¿Tan diferente era de Laseen? Con todas las garras estiradas, impacientes por sujetar, por desagarrar por empapar la arena de rojo con las entrañas de los contendientes.
Pero Raraku no te pertenece, querida Dryjhna, por muy feroces que sean tus reclamaciones. Ahora lo entiendo. Este desierto es sagrado en sí mismo. Y ahora clama contra todo, ¡siéntelo, diosa! ¡Clama! Contra uno y contra todo.
Junto a ella, Mathok estudiaba las posiciones malazanas en silencio. Entonces habló.
—La consejera ha hecho su aparición, elegida.
Sha’ik apartó la mirada de Korbolo Dom y miró hacia donde señalaba el caudillo del desierto.
A lomos de un caballo de los establos Paran. Por supuesto. Dos wickanos a pie, muy cerca. Su hermana lucía armadura completa, el yelmo resplandecía de color carmesí bajo la luz moribunda.
Los ojos de Sha’ik volvieron de repente a la posición de Korbolo.
—Ha llegado Kamist Reloe… ha abierto su senda y ahora hace un sondeo del enemigo. Pero la espada de otataralita de Tavore lo desafía… así que la rodea y se adentra en el ejército en sí. En busca de magos supremos… aliados insospechados… —Tras un momento, Sha’ik suspiró—. Y no encuentra ninguno salvo unos cuantos chamanes y magos de pelotón.
Mathok habló con voz profunda.
—Esos dos wickanos que están con la consejera. Son los conocidos con el nombre de Nada y Menos.
—Sí. Se dice que tienen el espíritu destrozado, no cuentan con nada del poder que sus clanes les concedieron antaño, porque esos clanes han sido aniquilados.
—Con todo, elegida —murmuró Mathok—, que los albergue en la niebla de otataralita sugiere que no son tan débiles como quisiéramos creer.
—O que Tavore no quiere que se revele su debilidad.
—¿Para qué molestarse si ya nos es conocido ese fracaso?
—Para profundizar nuestras dudas, Mathok —respondió ella.
El hombre hizo un gesto brusco y añadió un gruñido frustrado.
—Este fango no tiene superficie, elegida…
—¡Espera! —Sha’ik se quedó mirando una vez más a Tavore—. Ha hecho que se lleven su arma; Kamist Reloe ha retirado el sondeo y ahora… ¡Ah! —La última palabra fue un grito sorprendido cuando, al desvelarse el poder de Nada y Menos, percibió una sensación sorda, un poder mucho mayor de lo que tenía derecho a ser.
Sha’ik ahogó entonces una exclamación cuando la diosa se encogió en su interior (como si la pincharan) y liberó un chillido que le llenó el cráneo. Pues Raraku estaba respondiendo a la llamada, una multitud de voces que se alzaban en una canción, que se alzaban con un deseo puro, implacable, el sonido, comprendió Sha’ik de un sinfín de almas que luchaban contra las cadenas que las ataban.
Cadenas de sombra. Cadenas como raíces. De este fragmento desgarrado y extraño de senda. Este trozo de sombra que se ha alzado para encadenar sus almas y alimentarse de su fuerza vital.
—Mathok, ¿dónde está Leoman? —
Necesitamos a Leoman.
—No lo sé, elegida.
La mujer se volvió de nuevo y estudió a Korbolo Dom. El guerrero era una figura destacada en la rampa, la postura firme, los pulgares enganchados en el cinturón de la espada, estudiaba al enemigo con un aire de seguridad suprema que hizo que a Sha’ik le apeteciera gritar.
Nada, nada era lo que parecía.
Al oeste, el sol había convertido el horizonte en una conflagración carmesí. El día se ahogaba en un mar de llamas y vio las sombras que atravesaban la tierra mientras a ella se le enfriaba el corazón.
El callejón que había fuera de la tienda de Heboric estaba vacío en ambas direcciones. El descenso repentino del sol parecía hacer caer un extraño silencio junto con la oscuridad. El polvo flotaba inmóvil en el aire.
El destriant de Treach se detuvo un momento en el corredor.
—¿Dónde está todo el mundo? —dijo Scillara tras él.
Él se estaba preguntando lo mismo. Después, lentamente, se le erizó el vello de la nuca.
—¿Oyes eso, muchacha?
—Solo el viento…
Pero no había viento.
—No, no es el viento —murmuró Scillara—. Una canción. De muy lejos… ¿el ejército malazano, tú crees?
El destriant sacudió la cabeza, pero no dijo nada.
Tras un momento, Heboric le hizo un gesto a Scillara para que lo siguiera y echó a andar por el callejón. La canción parecía suspendida en el propio aire y alzaba una calima de polvo que parecía temblar ante sus ojos. Le corría el sudor por brazos y piernas. Miedo. El miedo ha sacado a toda esta ciudad de las calles. Esas voces son el sonido de la guerra.
—Debería haber niños —dijo Scillara—. Niñas…
—¿Por qué niñas en particular, muchacha?
—Las espías de Bidithal. Sus sirvientas escogidas.
El hombre volvió la cabeza y la miró.
—¿A las que él… marca?
—Sí. Deberían estar… por todas partes. Sin ellas…
—Bidithal está ciego. Bien podría ser que las haya mandado a otro sitio, o incluso que las haya retirado por completo. Habrá… acontecimientos esta noche, Scillara. Derramamiento de sangre. Los actores están ya, sin duda, colocándose en posición.
—Él habló de esta noche —se sinceró la chica—. Las horas de oscuridad antes de la batalla. Dijo que el mundo cambiaría esta noche.
Heboric enseñó los dientes con una mueca.
—El imbécil se ha hundido en el fondo del abismo y ahora agita el barro negro.
—Sueña con la Oscuridad auténtica que se despliega, destriant. Sombra no es más que un comienzo, un reino nacido de un compromiso y lleno de impostores. Los fragmentos han de devolverse a la Primera Madre.
—No solo es imbécil, entonces, sino que también está loco. Hablar de la más antigua de las batallas, como si él mismo fuera una fuerza digna de ello… Bidithal ha perdido la cabeza.
—Dice que hay algo que se acerca —dijo Scillara con un encogimiento de hombros—. Algo que nadie sospecha y solo el propio Bidithal tiene alguna esperanza de controlar, pues únicamente él recuerda la Oscuridad.
Heboric se detuvo.
—Que el Embozado se lleve su alma. Debo verlo. Ahora.
—Lo encontraremos…
—En su maldito templo, sí. Vamos.
Dieron media vuelta.
Al mismo tiempo, dos figuras surgían de la oscuridad de la boca de un callejón y unas hojas destellaban.
Heboric se abalanzó sobre ellas con un gruñido de desdén. Se dispararon unas manos con garras que desgarraron y penetraron en el cuello de un asesino, después se alzaron de golpe y arrancaron la cabeza de los hombros con limpieza.
El otro asesino se lanzó con la punta del cuchillo que se abalanzaba a por el ojo izquierdo de Heboric. El destriant cogió la muñeca del hombre y le aplastó los huesos. Una cuchillada de la otra mano derramó las entrañas del asesino por la calle polvorienta.
Heboric arrojó el cuerpo a un lado y miró furioso a su alrededor. Scillara se encontraba unos pasos más atrás, con los ojos muy abiertos. El destriant no le hizo caso y se agachó sobre el cadáver más cercano.
—Uno de los de Korbolo Dom. Demasiado impaciente…
Tres cuadrillos lo golpearon a la vez. Uno se le hundió en la cadera y destrozó el hueso. Otro se le clavó bajo el omóplato derecho y se detuvo a menos de un dedo de la columna. El tercero, que llegó desde el lado contrario, lo golpeó en el hombro izquierdo con la fuerza suficiente como para darle la vuelta, de modo que cayó de espaldas sobre el cadáver.
Scillara se arrastró a su lado.
—¿Viejo? ¿Estás vivo?
—Cabrones —gruñó él—. Eso duele.
—Ahí vienen…
—Para acabar conmigo, sí. Huye, muchacha. Al bosque de piedra. ¡Vete!
El destriant sintió que la chica lo dejaba y oyó sus pasos ligeros alejarse casi sin ruido.
Heboric intentó levantarse, pero un dolor punzante le abrasó la cadera rota y lo dejó jadeando y ciego.
Pisadas que se acercaban, tres juegos distintos, con mocasines, dos por la derecha y uno por la izquierda. Cuchillos que salían con un susurro de las vainas. Que se cerraban sobre él… luego silencio.
Alguien se alzaba sobre Heboric. Con su visión borrosa el destriant distinguió unas botas manchadas de polvo y de ellas salía un hedor, como a muerte mohosa y seca. Otro juego de botas rozaba el suelo más allá de los pies del destriant.
—Fuera de aquí, espectros —siseó una voz a media docena de pasos de distancia.
—Demasiado tarde para eso, asesino —murmuró la figura que se alzaba sobre Heboric—. Además, acabamos de llegar.
—En el nombre del Embozado, El Que Acumula las Almas, yo os destierro de este reino.
Una suave carcajada respondió a la orden del asesino.
—Conque te arrodillas ante el Embozado, ¿eh? Oh, sí, sentí el poder en tus palabras. Vaya, el Embozado se ha metido en honduras con esto. ¿No tengo razón, muchacha?
Un gruñido profundo de asentimiento de la figura que tenía Heboric a los pies.
—Última advertencia —gruñó el asesino—. Nuestras hojas están sancionadas, desangrarán vuestras almas…
—No me cabe duda. Suponiendo que nos alcancen en algún momento.
—Vosotros no sois más que dos… y nosotros tres.
—¿Dos?
Ruidos de pies que se arrastraban y después, vívido y muy cerca, el chorro de sangre en el suelo. Cuerpos que caían con un golpe seco, largas y húmedas bocanadas de aire que se exhalaban.
—Deberíamos haber dejado uno vivo —dijo la voz de otra mujer.
—¿Por qué?
—Para poder mandarlo junto a ese cabrón viejo y gastado de napaniano con una promesa para mañana por la mañana.
—Mejor así, muchacha. Ya nadie sabe apreciar una buena sorpresa, ese es el problema que tiene este mundo, en mi opinión.
—Bueno, pues no te la estábamos pidiendo. ¿Crees que este viejo va a vivir?
Un gruñido.
—Dudo que Treach vaya a renunciar a su nuevo destriant con un simple maullido. Además, ahí regresa esa belleza de dulces pulmones.
—Hora de irnos, entonces.
—Sí.
—Y de ahora en adelante, no sorprendemos a nadie hasta que empiece a amanecer. ¿Estamos?
—La tentación fue más fuerte que nosotros. No volverá a pasar.
Silencio, después pasos una vez más. Una mano pequeña se posó en la frente del destriant.
—¿Scillara?
—Sí, soy yo. Había soldados aquí, creo. No tenían muy buena pinta…
—Eso da igual. Sácame los cuadrillos. La carne quiere curarse, el hueso soldarse. Sácalos, muchacha.
—¿Y después?
—Arrástrame de vuelta a mi templo…, si puedes.
—De acuerdo.
Sintió una mano que se cerraba sobre el cuadrillo que tenía enterrado en el hombro izquierdo. Un destello de dolor, después nada.
La armadura de Sha’ik la Mayor estaba expuesta en la mesa. Uno de los guerreros de Mathok había sustituido las correas y ajustes gastados y después había pulido las placas de bronce y el yelmo completo, con su celada. La espada larga estaba engrasada, los bordes bien afilados. El escudo ribeteado de hierro y cubierto de piel aguardaba apoyado en una pata de la mesa.
La mujer se encontraba de pie, sola en la cámara, observando los avíos dejados por su predecesora. Esta había tenido la reputación de ser muy hábil con la espada. El yelmo parecía extrañamente grande, el barbote abierto por las mejillas salía disparado y era largo, unido por unas bisagras a la pesada banda de la frente. Una cadena ligera y ennegrecida colgaba como una telaraña de las ranuras para los ojos. Un cuello largo, con la forma de una amplia cola de langosta, surgía del borde posterior.
Se acercó al forro acolchado. Era pesado y estaba manchado de sudor, los encajes se extendían bajo los brazos y recorrían los lados. Placas de cuero hervido cubrían la parte superior de los muslos, los hombros, los brazos y las muñecas. Trabajó con gestos metódicos y se ciñó cada encaje y cada tira, cambiando de postura para repartir el peso de modo uniforme antes de volverse hacia la armadura en sí.
Todavía quedaba buena parte de la noche, se extendía ante ella como el camino oscuro de la infinitud, pero quería sentir la armadura encerrándola, quería notar su peso inmenso y, por tanto, se puso las grebas de las piernas, los escarpes en los pies y los brazales en la muñeca, después se encogió y se metió el peto. La hechicería había aligerado el bronce y el sonido al deslizarse era como el de hojalata fina. El diseño le permitía ceñirse las correas ella misma, y unos momentos después cogió la espada y la deslizó en su vaina, después se rodeó la cintura con el pesado cinturón y abrochó los ganchos que lo sujetaban a la coraza para que el peso no le cayera sobre las caderas.
Lo único que quedaba era el par de guanteletes, la cota del yelmo y el propio yelmo. Dudó. ¿Tengo elección acaso? La diosa seguía siendo una presencia imponente en su mente, arraigada en cada músculo y en cada fibra, su voz le susurraba en el flujo de sangre que corría por sus venas y arterias. El poder ascendiente estaba al alcance de Sha’ik y sabía que lo usaría cuando llegara el momento. O, más bien, que el poder la usaría a ella.
Para matar a mi hermana.
Sintió que se acercaba alguien y volvió la cabeza hacia la entrada.
—Puedes entrar, L’oric.
El mago supremo apareció entonces ante ella.
Sha’ik parpadeó. El mago vestía armadura. Blanca, de esmalte, con marcas y manchada por el uso. Una espada larga de hoja fina le colgaba de la cadera. Tras un momento, la mujer suspiró.
—Así que todos nos estamos preparando…
—Como ya habéis observado, Mathok tiene más de trescientos guerreros protegiendo este palacio, elegida. Protegiéndoos… a vos.
—Exagera el riesgo. Los malazanos están demasiado ocupados…
—El peligro que anticipa, elegida, no proviene de los malazanos.
Sha’ik lo estudió.
—Pareces agotado, L’oric. Te sugiero que regreses a tu tienda y descanses un poco. Te necesitaré por la mañana.
—¿No querréis escuchar mi advertencia?
—La diosa me protege. No tengo nada que temer. Además —la joven sonrió—, Mathok tiene a trescientos de sus guardias predilectos protegiendo este palacio.
—Sha’ik, podría haber una convergencia esta noche. Tenéis lectores de la baraja entre vuestros consejeros. Ordenad que alineen sus cartas y todo lo que digo quedará confirmado. Se están reuniendo poderes ascendientes. El hedor de la traición impregna el aire.
La mujer agitó una mano.
—Nada de eso importa, L’oric. Nadie me puede tocar. Ni tampoco tolerará la diosa rechazo alguno.
El hombre se acercó más con los ojos muy abiertos.
—¡Elegida! ¡Raraku se está despertando!
—¿De qué estás hablando?
—¿Es que no lo oís?
—La rabia de la diosa lo consume todo, L’oric. Si puedes oír la voz del sagrado desierto, entonces es el grito de muerte de Raraku. El torbellino lo devorará esta noche. Y cualquier poder ascendiente lo bastante necio como para acercarse será aniquilado. La diosa, L’oric, no tolerará ningún rechazo.
L’oric se la quedó mirando durante un momento más, después pareció hundirse bajo la armadura. Se pasó una mano por los ojos como si buscara arrancarse alguna visión de pesadilla. Después, con un asentimiento, se dio la vuelta y se encaminó a la puerta.
—¡Espera! —Sha’ik pasó junto a él y se detuvo.
Resonaron voces tras los muros de lona.
—¡Dejadlo pasar! —exclamó la elegida.
Dos guardias entraron con un tropezón, arrastrando a un hombre entre los dos. Manchado de polvo y sudor, el hombre era incapaz siquiera de tenerse en pie, tan agotado y magullado estaba.
—Es Corabb Bhilan Thenu’alas —ladró uno de los guardias—. Uno de los oficiales de Leoman.
—¡Elegida! —jadeó el hombre—. ¡Soy el tercer jinete que Leoman os ha enviado! ¡He encontrado los cuerpos de los otros, los asesinos me persiguieron casi hasta vuestro mismísimo palacio!
El rostro de Sha’ik se oscureció de furia.
—Trae a Mathok —le soltó a uno de los guardias—. L’oric, concédele a este hombre algo de sanación para contribuir a su recuperación.
El mago supremo se adelantó y posó una mano en el hombro de Corabb.
La respiración del guerrero del desierto se tranquilizó y se fue irguiendo poco a poco.
—Leoman envía sus saludos, elegida. Desea ser informado sobre el despliegue de Mathok…
—Corabb —lo interrumpió Sha’ik—. Regresarás con Leoman… con una escolta. Las órdenes que le envío son las siguientes, ¿me estás escuchando?
El hombre asintió.
—Leoman debe regresar de inmediato. Ha de tomar el mando de mis ejércitos.
Corabb parpadeó.
—¿Elegida?
—Leoman de los Mayales ha de tomar el mando de mis ejércitos. Antes del amanecer. L’oric, ve a ver a Korbolo Dom y transmítele mis deseos. Debe venir a verme de inmediato.
L’oric dudó, pero después asintió.
—Como ordenéis, elegida. Con vuestro permiso.
Salió de la cámara, atravesó las salas y los pasillos intermedios, dejó atrás a un guardia tras otro, vio armas que se sacaban y sintió miradas duras sobre él. Korbolo Dom sería idiota si intentara llegar a ella con sus asesinos. Con todo, había caído la noche y en el oasis que había detrás, la luz de las estrellas ya jugaba sobre las hojas desenvainadas.
Al salir a la explanada que había ante el palacio, L’oric hizo una pausa. Su senda estaba al descubierto y lo dejó patente con una penumbra repleta de chispas que rodeaban su persona. No quería que nadie cometiera un error fatal. Con todo, se sentía extrañamente expuesto cuando emprendió la marcha hacia la tienda de mando de Korbolo Dom.
Los Mataperros estaban listos en sus trincheras de reserva, un crujido incesante de armas y armaduras, conversaciones apagadas que caían todavía más cuando él pasaba a su lado, solo para alzarse de nuevo a su espalda. Esos soldados, como bien sabía L’oric, se habían convertido por elección y circunstancias en una fuerza independiente. Marcados por la carnicería de sus obras. Por el foco de la indignación malazana. Saben que no les darán cuartel. La inseguridad traicionaba sus bravatas, su supuesta ferocidad veteada en ese momento por destellos de miedo. Y sus vidas estaban en las manos manchadas de Korbolo Dom. Por completo. No dormirán esta noche.
Se preguntó qué pasaría cuando Leoman le arrebatara el mando al renegado napaniano. ¿Habría un motín? Era muy posible. Por supuesto, Sha’ik poseía la aprobación de la diosa del Torbellino y no dudaría en ejercer ese poder si se cuestionara el cargo de Leoman. Aun así, esa no era la forma de preparar un ejército la noche antes de la batalla.
Ha esperado demasiado tiempo. Claro que quizá la intención era esta. Diseñada para hacer caer a Korbolo, para no darle tiempo a preparar ningún contraataque. Si es así, entonces es el riesgo más osado en esta, la más complicada de las noches.
Subió por el escarpado camino hasta la tienda de mando del napaniano. Dos centinelas salieron de cerca de la entrada para interponerse en su camino.
—Informad a Korbolo Dom que le traigo recado de Sha’ik.
Observó a los dos soldados intercambiar una mirada y después uno asintió y entró en la tienda.
Unos momentos después, la hechicera, Henaras, salió de la entrada con el rostro crispado en un ceño.
—Mago supremo L’oric. Tendrás que renunciar a tu senda para pedir audiencia con el comandante supremo del Apocalipsis.
El mago alzó una ceja ante tan elevado título, pero se encogió de hombros y bajó las defensas mágicas.
—Estoy bajo tu protección entonces —dijo.
La mujer ladeó la cabeza.
—¿Contra quién te proteges, mago supremo? Los malazanos están al otro lado de la cuenca.
L’oric sonrió.
Henaras hizo un gesto y se dio la vuelta para entrar en la tienda de mando. L’oric la siguió.
La espaciosa cámara del interior estaba dominada por un estrado elevado, en el extremo contrario a la puerta, sobre el que reposaba un inmenso sillón de madera. El alto cabezal tenía tallados símbolos arcanos que L’oric reconoció, conmocionado, como hengeses, de la antigua ciudad de Li Heng, en el corazón del Imperio malazano. Dominaban las tallas una interpretación estilizada de las garras estiradas de un ave raptora que se cernían justo encima del napaniano sentado, que se había repantigado con los ojos entornados clavados en el mago supremo.
—L’oric —dijo arrastrando las palabras—. Qué necio. Estás a punto de descubrir lo que les pasa a las almas demasiado confiadas. Cierto —añadió con una sonrisa—, quizá hayas supuesto que éramos aliados. Después de todo, ya hace algún tiempo que compartimos el mismo oasis, ¿no es verdad?
—Sha’ik exige que vayas a verla, Korbolo Dom. De inmediato.
—Para relevarme del mando, sí. Según la mal informada creencia de que mis Mataperros aceptarán a Leoman de los Mayales, ¿los has examinado de camino a esta tienda, L’oric? ¿Has sido testigo de lo preparados que están? Mi ejército, mago supremo, está rodeado de enemigos. ¿Comprendes? Leoman puede, si quiere, intentar acercarse, con todos los guerreros del desierto que Mathok y él deseen reunir…
—¿Serías capaz de traicionar al Apocalipsis? ¿Volverte contra tus aliados y ganar la batalla para la consejera, Korbolo Dom? ¿Todo para conservar tu precioso cargo?
—Si Sha’ik insiste…
—Cielos, Sha’ik no es el problema —dijo L’oric—. La diosa del Torbellino, sin embargo, sí, y creo que está a punto de dejar de tolerar tu presencia, Korbolo Dom.
—¿Eso crees, L’oric? ¿Aceptará también la destrucción de los Mataperros? Pues deberá destruirlos si quiere arrebatarme el control. La aniquilación de su tan cacareado ejército del Apocalipsis. En verdad, ¿crees que eso será lo que haga la diosa?
L’oric ladeó despacio la cabeza y después suspiró con lentitud.
—Ah, ya veo dónde está el fallo. Has enfocado esto de forma táctica, como lo haría cualquier soldado. Pero lo que es obvio que no entiendes es que la diosa del Torbellino es indiferente a las tácticas, a las grandes estrategias. Confías en su sentido común, pero, Korbolo, no lo tiene. ¿La batalla de mañana? ¿Victoria o derrota? A la diosa le da exactamente igual. Ella solo desea la destrucción. Los malazanos masacrados en el campo de batalla, los Mataperros asesinados en sus trincheras, una escalada de magia para transformar las arenas de Raraku en una ruina roja. Eso es lo que desea la diosa del Torbellino.
—¿Y qué? —dijo el napaniano con voz ronca, y L’oric vio el sudor que perlaba la frente marcada del hombre—. Ni siquiera la diosa puede alcanzarme, aquí no, no en este lugar santificado…
—¿Y me llamas a mí necio? La diosa te verá asesinado esta noche, pero eres demasiado insignificante como para que ella actúe directamente y te aplaste con el pulgar.
Korbolo Dom se echó hacia delante de repente en la silla.
—¿Entonces quién? —chilló—. ¿Tú, L’oric?
El mago supremo extendió las manos y negó con la cabeza.
—Soy menos que un mensajero en esto, Korbolo Dom. Soy, si acaso, solo la voz del… sentido común. No se trata de a quién enviará ella contra ti, comandante supremo. Se trata, creo, de a quién le permitirá traspasar sus defensas. ¿No te parece?
Korbolo se quedó mirando al mago supremo desde su elevada posición, después lanzó un gruñido e hizo un gesto.
El cuchillo que se hundió en la espalda del mago no tuvo oportunidad de provocar una herida fatal. Las ceñidas defensas de L’oric, sus capas internas de Kurald Thyrllan, desafiaron la sed del hierro. Con todo, el golpe hizo caer de rodillas al mago supremo. Después se precipitó sobre las gruesas alfombras, casi ante las botas del napaniano.
Y al instante dejaron de hacerle caso, allí tirado, sangrando sobre el tejido, cuando Korbolo se levantó y empezó a bramar órdenes. Y nadie estaba lo bastante cerca para oír murmurar al mago supremo.
—La sangre es el camino, necio. Y ese camino lo has abierto tú. Ah, pobre cabrón…
—Lúgubre aseveración. Ranagrís debe dejar tu deliciosa compañía.
Felisin miró entonces al demonio. Los cuatro ojos le brillaban de repente, ávidos con un apetito palpable.
—¿Qué ha pasado?
—Inquietante. Una invitación de mi hermano.
—¿Tiene L’oric algún problema?
—Hay oscuridad esta noche, pero la cara de la Madre se ha vuelto hacia el otro lado. Lo que viene no se puede encadenar. Advertencia. Cautela. Quédate aquí, encantadora niña. Mi hermano no puede sufrir más daño, pero mi camino ha quedado despejado. Regocijo. Comeré humanos esta noche.
La joven se ciñó mejor la telaba y contuvo un estremecimiento.
—Me, eh, alegro por ti, Ranagrís.
—Incierta advertencia. Las sombras están plagadas de peligros… ningún camino está del todo despejado, ni siquiera el de la sangre. He de moverme y serpentear, saltar de un lado a otro, quedarme inmóvil bajo miradas hoscas, y esperar que todo salga bien.
—¿Cuánto tiempo debería esperarte, Ranagrís?
—No dejes este claro hasta que salga el sol, mi más querida con quien querría casarme, a pesar de la improbabilidad de camadas adecuadas. Cautivado. De repente impaciente por irme.
—Ve, entonces.
—Alguien se acerca. Aliado en potencia. Sé amable.
Y con eso, el demonio desapareció entre las sombras.
¿Un aliado potencial? ¿Quién podría ser?
Podía oír ya a la persona en el sendero, pies desnudos que parecían arrastrarse de agotamiento y un momento después entró en el claro una mujer que se tambaleaba y que se detuvo en la oscuridad para mirar a su alrededor.
—Aquí —murmuró Felisin al salir del refugio.
—¿Felisin la Menor?
—Ah, no hay más que una persona que me llama así. ¿Te ha enviado Heboric?
—Sí. —La mujer se acercó y Felisin vio que estaba manchada de sangre y que un gran cardenal le marcaba la mandíbula—. Intentaron matarlo. Había fantasmas. Que lo defendieron contra los asesinos…
—Espera, espera. Recupera el aliento. Aquí estás a salvo. ¿Heboric está todavía vivo?
La mujer asintió.
—Se cura… en su templo. Se cura…
—Respira más despacio, por favor. Toma, tengo vino. No digas nada de momento. Cuando estés lista, cuéntame tu historia.
Huecos repletos de sombras hacían ondular las colinas que marcaban el acceso del noroeste al oasis. Una calima de polvo amortiguaba la luz de las estrellas. La noche había caído con rapidez sobre Raraku, como siempre, y el calor del día se iba disipando a toda prisa. Esa noche habría escarcha.
Cuatro jinetes permanecían muy quietos sobre caballos inmóviles en uno de esos huecos, el vapor se alzaba de sus bestias cubiertas de espuma. Las armaduras destellaban pálidas como huesos, la piel de los rostros expuestos era de un gris descolorido y mortal.
Habían avistado al guerrero montado que se acercaba ya desde lejos, a distancia suficiente para permitirles esa silenciosa retirada sin que nadie los viera, pues el jinete solitario no era su presa y, si bien nadie lo dijo en voz alta, todos se alegraron.
Era enorme, ese desconocido. A lomos de un caballo parecido. Y mil almas destrozadas lo seguían, atadas por cadenas etéreas que él arrastraba como si fuera indiferente a su peso. Una espada de piedra le colgaba de la espalda, una espada poseída por dos espíritus que rabiaban con sed de sangre.
En general, una aparición de pesadilla.
Escucharon los cascos pesados que pasaron golpeando el suelo y esperaron hasta que el trueno fue desapareciendo por el bosque de piedra del borde del oasis.
Entonces Jorrude se aclaró la garganta.
—Tenemos el camino ya despejado, hermanos. Los intrusos están acampados cerca, entre el ejército que ha marchado para entablar batalla con los moradores de este oasis. Los golpearemos con el amanecer.
—Hermano Jorrude —dijo Enias con voz profunda—, ¿qué aparición acaba de cruzar nuestro camino?
—Lo desconozco, hermano Enias, pero era una promesa de muerte.
—Cierto —gruñó Malachar.
—Nuestros caballos han descansado lo suficiente —anunció Jorrude.
Los cuatro tiste liosan subieron al risco por la ladera, después hicieron girar sus monturas hacia el sur. Jorrude lanzó una última mirada por encima del hombro para asegurarse de que el desconocido no había dado marcha atrás en su ruta y no los había vislumbrado ocultos en el hueco. Ocultos, esa es la verdad, tan innoble como la verdad con frecuencia resulta ser. Contuvo un escalofrío y guiñó los ojos para mirar la oscuridad que cubría el borde del bosque de piedra.
Pero la aparición no salió.
—En el nombre de Osric, Señor del Cielo —entonó Jorrude por lo bajo mientras conducía a sus hermanos por el risco—, gracias…
Al borde del claro, Karsa Orlong se quedó mirando a los lejanos jinetes. Los había visto mucho antes de que ellos lo vieran a él y había sonreído al notar su cautelosa retirada de su camino.
Muy bien, había enemigos de sobra esperándolo en el oasis y no había noche que durara para siempre.
Desde luego que no.