Capítulo 23

¿A quién en el panteón despreciaría y temería más el Caído? Consideren el último encadenamiento, aquel en el que participaron el Embozado, Fener, la reina de los Sueños, Osserc y Oponn, además de Anomander Rake, Caladan Brood y una multitud de ascendientes más. No es de extrañar, entonces, que el dios Tullido no pudiera haber anticipado que su enemigo más letal no se encontraba entre los mencionados…

Los encadenamientos

Istan Hela

—Solo porque sea una mujer, todo mujer, no significa que sepa cocinar.

Navaja le lanzó una mirada a Apsalar antes de contestar.

—No, no, está muy bueno, en serio…

Pero Mogora no había terminado, agitaba un cucharón de madera cubierto de hierbas enredadas y se paseaba a zancadas de un sitio a otro.

—¡No hay despensa, nada en absoluto! ¡E invitados! ¡Un sinfín de invitados! ¿Y anda por aquí para ir a buscarnos algo de comida? ¡Nunca! Creo que está muerto…

—No está muerto —la interrumpió Apsalar, que sostenía la cuchara inmóvil sobre el cuenco—. Nosotros lo vimos hace solo un rato.

—Eso dices tú, con tu pelo brillante y tus morritos… y esos pechos…, pero espera a que empieces a parir cachorros; un día los tendrás por los tobillos, así de grandes, no los cachorros, los pechos. Con los cachorros te tirarás de los pelos, no, no ese pelo tan brillante que tienes en la cabeza, bueno, sí, ese pelo, pero solo es una forma de hablar. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Tengo que salir todos los días, subir y bajar por esa escalera de cuerda, ir a por comida donde sea (sí, esa hierba es comestible, solo tenéis que masticar y tragar). Masticar y masticar. Todos los días, brazadas de hierbas, tubérculos, rhizanos, cucarachas y moscas de sangre…

Tanto Navaja como Apsalar dejaron las cucharas en el cuenco.

—… Y yo tropezándome con las tetas. ¡Y entonces! —Agitó el cucharón y lanzó la hierba húmeda contra la pared—. Esos malditos bhok’arala se meten en mis provisiones y me roban todos mis bocaditos más suculentos ¡hasta la última cucaracha y mosca de sangre! ¿No lo habéis notado? ¡No hay ningún bicho en estas ruinas! Ni un ratón, ni un insecto, ¿qué van a hacer mil arañas?

Con cautela, los dos invitados volvieron a comer, los sorbos precedidos por atentos exámenes del líquido turbio que cogían en las cucharas.

—¿Y cuánto tiempo pensáis quedaros? ¿Qué es esto, una pensión? ¿Cómo suponéis que vamos a volver mi marido y yo a la normalidad doméstica? ¡Si no sois vosotros, son dioses, demonios y asesinos ensuciando las habitaciones! ¿Tendré algún día un poco de paz? —Y con eso salió a grandes zancadas de la habitación.

Tras un momento, Navaja parpadeó y se sentó muy erguido.

—¿Asesinos?

—Kalam Mekhar —respondió Apsalar—. Dejó señales, una vieja costumbre de los Abrasapuentes.

—¿Ha vuelto? ¿Qué pasó?

La chica se encogió de hombros.

—Tronosombrío y Cotillion, al parecer, han encontrado un modo de utilizarnos a todos. Si tuviera que adivinar, Kalam planea matar a tantos oficiales de Sha’ik como pueda.

—Bueno, Mogora ha planteado una cuestión interesante. Cotillion nos quería aquí, pero ¿por qué? ¿Y ahora qué?

—No sé qué decirte, Azafrán. Se diría que a Cotillion le interesas tú bastante más que yo. Lo que tampoco es de extrañar.

—¿Ah, no? Pues a mí me extraña. ¿Por qué dices eso?

Apsalar lo estudió un momento y después apartó la mirada.

—Porque a mí no me interesa convertirme en su servidora. Poseo demasiados de sus recuerdos, incluyendo su vida mortal como Danzante, para que se pueda fiar de mí.

—Esa no es una afirmación muy alentadora, Apsalar…

Una nueva voz siseó entre las sombras.

—¿Hace falta aliento? Sencillo, fácil, no merece preocupación alguna… ¿Por qué no se me ocurre una solución? Algo estúpido que pueda decir, no debería costarme ningún esfuerzo, ¿verdad? —Tras un momento, Iskaral Pust fue saliendo de entre las sombras y olisqueó el aire—. Ha estado… ¡cocinando! —Sus ojos se posaron entonces en los cuencos que había sobre la mesa—. ¡Y vosotros lo habéis estado comiendo! ¿Estáis locos? ¿Por qué creéis que llevo escondiéndome todos estos meses? ¿Por qué creéis que hago que mis bhok’arala examinen con todo cuidado su provisión de cosas comestibles? ¡Dioses, qué tontos! Oh, sí, buena comida… ¡si sois antílopes!

—Nos apañamos —dijo Navaja—. ¿Hay algo que quieras de nosotros? Si no, estoy con Mogora en una cosa: cuanto menos te vea, mejor…

—¡Ella quiere verme, daru idiota! ¿Por qué crees que no hace más que buscarme?

—Sí, disimula muy bien, ¿verdad? Pero seamos realistas, Pust, ella es más feliz sin tenerte constantemente delante. No te quiere. No te necesita. De hecho, Pust, eres un auténtico inútil.

El sumo sacerdote abrió mucho los ojos, después gruñó y volvió disparado a la esquina de la habitación, donde desapareció entre las sombras.

Navaja sonrió y se echó hacia atrás en la silla.

—Vaya, funcionó mejor de lo que esperaba.

—Te has metido entre marido y mujer, Azafrán. No es una decisión muy inteligente.

El joven la observó con los ojos entrecerrados.

—¿Adónde quieres ir cuando nos marchemos, Apsalar?

Ella no quiso mirarlo a la cara.

—Todavía no lo he decidido.

Pero Navaja sabía que sí lo había hecho.

La lanza era de madera pesada, pero de una flexibilidad sorprendente para lo sólida que parecía. En vertical, la punta de calcedonia estriada llegaba a la palma de la mano de Trull Sengar cuando este se ponía en pie con la mano levantada.

—Bastante corta para mi estilo de lucha, pero me las arreglaré. Gracias, Ibra Gholan.

El t’lan imass se dio media vuelta y se acercó adonde esperaba Monok Ochem.

Onrack observó a Trull Sengar, que se sopló en las manos y luego se las frotó en los raídos pantalones ceñidos de ante. Dobló el astil de la lanza una vez más, después se la apoyó en un hombro y se volvió hacia Onrack.

—Estoy listo. Aunque no me vendrían mal unas pieles, esta senda es fría y el viento apesta a hielo, tendremos nieve antes del anochecer.

—Nos dirigimos el sur —dijo Onrack—. En poco tiempo llegaremos a la línea de árboles y la nieve se convertirá en lluvia.

—Eso suena incluso más deprimente.

—Nuestro viaje, Trull Sengar, será de menos de un puñado de días y noches. Y en ese tiempo pasaremos de la tundra a la sabana y la selva.

—¿Crees que alcanzaremos el primer trono antes que los renegados?

Onrack se encogió de hombros.

—Es probable. En el sendero de Tellann no habrá obstáculos en nuestro camino, mientras que el del caos ralentizará a nuestros enemigos, pues su camino nunca es recto.

—Nunca recto, sí. Esa idea me pone nervioso.

Ah. Así que eso es lo que siento.

—Un motivo de inquietud, cierto, Trull Sengar. No obstante, nos enfrentamos a una preocupación más alarmante, pues cuando lleguemos al primer trono, debemos defenderlo.

Ibra Gholan encabezó la marcha, Monok Ochem esperó hasta que Onrack y el tiste edur pasaron junto a él antes de sumarse.

—No confían en nosotros —murmuró Trull Sengar.

—Es cierto —asintió Onrack—. No obstante, nos necesitan.

—La menos satisfactoria de las alianzas.

—Pero quizá la más segura, hasta que la necesidad desaparezca. Debemos tenerlo siempre presente, Trull Sengar.

El tiste edur asintió con un gruñido.

Quedaron en silencio entonces, a medida que cada paso los iba llevando más al sur.

Como ocurre con tantas vías de Tellann, las cicatrices de Omtose Phellack permanecían visibles y palpables para los sentidos de Onrack. Los ríos de hielo habían excavado el paisaje y se podía rastrear la historia de los avances y, al fin, las retiradas que habían dejado a su paso tramos fluviales de sedimentos, rocas y peñascos en pedregales, explanadas y deslizamientos de tierras, y en amplios valles con cuencas gastadas hasta dejar solo lechos de montículos lisos. Con el tiempo, el permagel daba paso a la turba empapada y los pantanales, en donde las píceas negras atrofiadas se alzaban en grupos nudosos o en islas formadas por los restos putrefactos de árboles ancestrales. Unos estanques de agua negra rodeaban esas islas, recubiertos de brumas y las burbujas de los gases de la descomposición.

Los insectos plagaban el aire, pero no encontraban nada de su gusto entre los t’lan imass y el único mortal, aunque los rodeaban en espesas y zumbonas nubes de todos modos. En poco tiempo los pantanos dieron paso a cúpulas erguidas de rocas. El suelo bajo que había entre ellas tenía los lados escarpados y enmarañados de matorrales y pinos muertos. Las cúpulas luego se fundían y creaban un puente serpenteante de suelo alto por el que los cuatro avanzaron con más facilidad que antes.

Empezó a llover, una llovizna pertinaz que ennegreció el lecho de roca basáltica y la hizo resbaladiza.

Onrack oía la respiración entrecortada de Trull Sengar y percibía el cansancio de su compañero. Pero no salió ninguna súplica de labios del tiste edur para que descansaran, aunque, a medida que continuaban avanzando, cada vez utilizaba más la lanza como bastón.

El bosque pronto sustituyó a la roca expuesta y poco a poco fue cambiando de coníferas a hoja caduca y las colinas se convirtieron en terreno más llano. La presencia de árboles fue menguando y, de repente, tras una línea de plantas muertas y marañas, vieron extenderse ante ellos las llanuras y la lluvia había desaparecido. Onrack levantó una mano.

—Nos detendremos aquí.

Ibra Gholan, diez pasos por delante, se paró y se giró.

—¿Por qué?

—Comida y descanso, Ibra Gholan. Puede que hayas olvidado cuáles son las necesidades de los mortales.

—No lo he olvidado, Onrack el Fracturado.

Trull Sengar se acomodó en la hierba con una sonrisa irónica en los labios.

—Se llama indiferencia, Onrack. Yo soy, después de todo, el miembro menos valioso de esta partida de guerra.

—Los renegados no harán pausa alguna en su marcha —dijo Ibra Gholan—. Ni deberíamos hacerla nosotros.

—Entonces continúa adelante —sugirió Onrack.

—No —ordenó Monok Ochem—. Caminamos juntos. Ibra Gholan, un breve descanso no será una gran molestia. De hecho, me gustaría que el tiste edur nos hablara.

—¿Sobre qué, invocahuesos?

—Tu pueblo, Trull Sengar. ¿Qué los ha hecho arrodillarse ante el Encadenado?

—No hay una respuesta fácil para esa pregunta, Monok Ochem.

Ibra Gholan regresó con paso airado con los otros.

—Iré a cazar algo —dijo el guerrero, y después se desvaneció en medio de un remolino de polvo.

El tiste edur estudió por un momento la punta de lanza acanalada de su nueva arma, después posó la lanza en el suelo y suspiró.

—Es una larga historia, por cierto. Y en realidad yo ya no soy la mejor elección para relatarla de un modo que encontréis útil.

—¿Por qué?

—Porque, Monok Ochem, fui expulsado. Ya no existo. Para mis hermanos y mi pueblo, nunca existí.

—Afirmaciones que carecen de sentido ante la verdad —dijo Onrack—. Estás aquí, delante de nosotros. Existes. Del mismo modo que existen tus recuerdos.

—Ha habido imass que han sufrido el exilio —dijo con voz ronca Monok Ochem—. Pero todavía hablamos de ellos. Debemos hablar de ellos para advertir a otros. ¿Qué valor tiene una historia si no es instructiva?

—Una perspectiva ilustrada la tuya, invocahuesos. Pero el mío no es un pueblo ilustrado. No nos importa nada la instrucción. Ni, en realidad, la verdad. Nuestros relatos existen para dar grandeza a lo mundano. O para darles a momentos de gran drama y trascendencia un aire de inevitabilidad. Quizá se podría llamar a eso «instrucción», pero no es tal su propósito. Toda derrota justifica una victoria futura. Toda victoria es propicia. Los tiste edur nunca dan un mal paso, pues nuestra danza es la del destino.

—Y tú ya no estás en esa danza.

—Exacto, Onrack. De hecho, nunca lo estuve.

—Tu exilio te obliga a mentirte incluso a ti mismo, entonces —comentó Onrack.

—En cierta forma, sí. Me veo obligado, por tanto, a remodelar el relato, y no es fácil. Hubo muchas cosas de aquel tiempo que no entendí al principio, y desde luego no cuando ocurrieron. Buena parte de lo que sé no lo averigüé hasta mucho después…

—Después de que te pelaran y expulsaran.

Los ojos almendrados de Trull Sengar se entrecerraron al mirar a Onrack y después asintió.

—Sí.

Como el conocimiento que fluyó en mi mente después de que se hiciera pedazos el ritual de Tellann. Muy bien, eso lo entiendo.

—Prepárate para relatar tu historia, Trull Sengar. Si se puede hallar algo instructivo en ella, reconocerlo es responsabilidad de aquellos a los que se relata la historia. Estás absuelto de esa necesidad.

Monok Ochem lanzó un gruñido antes de hablar.

—Palabras espurias. Todas las historias instruyen. Puedes hacer caso omiso de esa verdad, pero lo haces por tu cuenta y riesgo. Elimina tu papel de la historia que quieres transmitir si es lo que debes hacer, Trull Sengar. La única lección que se extrae de ello es de humildad.

Trull Sengar levantó la cabeza y le sonrió al invocahuesos.

—No temas, mi papel nunca fue fundamental entre los actores. En cuanto a eliminarlo, bueno, eso ya ha ocurrido y, por tanto, me gustaría contar la historia de los tiste edur que moraban al norte de Lether como ellos mismos la contarían. Con una excepción (que admito que ha resultado ser para mí de lo más problemática), y es que no habrá engrandecimiento en el relato. No se hará alarde de momentos gloriosos, no se invocará el destino o la inevitabilidad. Procuraré, entonces, ser alguien diferente al tiste edur que parezco ser, arrancarme mi identidad cultural y limpiar así el relato…

—La carne no miente —dijo Monok Ochem—. Así pues, no nos engañas.

—Quizá la carne no mienta, pero el espíritu puede hacerlo, invocahuesos. Toma lecciones de ceguera e indiferencia, yo, a mi vez, pretendo intentar lo mismo.

—¿Cuándo comenzarás tu relato?

—En el primer trono, Monok Ochem. Mientras aguardamos la llegada de los renegados… y sus aliados tiste edur.

Ibra Gholan volvió a aparecer con una liebre con el cuello roto, que desolló con un solo gesto y luego lanzó el cuerpo manchado de sangre al suelo, junto a Trull Sengar.

—Come —ordenó el guerrero al tiempo que lanzaba la piel a un lado.

Onrack se apartó mientras el tiste edur hacía los preparativos necesarios para encender un fuego. Le inquietaban, reflexionó, las palabras de Trull Sengar. La ceremonia del pelado (y la expulsión) daba mucha importancia a la eliminación de los rasgos físicos que identificarían a Trull Sengar como tiste edur. La cabeza calva, la frente marcada. Pero esas alteraciones físicas no eran nada, al parecer, en comparación con las impuestas al espíritu del hombre. Onrack se dio cuenta de que se había acostumbrado a la compañía de Trull Sengar, arrullado, quizá, por la actitud serena del edur, su tranquilidad ante la dureza y los extremos. Una comodidad engañosa, según parecía. La calma de Trull Sengar nacía de las cicatrices, de una curación que te dejaba insensible. Su corazón estaba incompleto. Es como un t’lan imass, pero revestido de carne mortal. Le pedimos que resucite sus recuerdos de la vida y después nos extraña que le cueste satisfacer nuestras exigencias. El fallo es nuestro, no suyo.

Hablamos de los que hemos enviado al exilio, pero no para advertir, como afirma Monok Ochem. No, nada tan noble. Hablamos de ellos para reafirmar nuestro criterio. Pero es nuestra intransigencia la que se encuentra librando la guerra más fiera contra el tiempo en sí, contra el mundo que cambia a nuestro alrededor.

—A modo de prólogo de mi historia —decía Trull Sengar mientras asaba la liebre desollada—, haré una observación que admito que es aleccionadora.

—Haz esa observación —dijo Monok Ochem.

—Lo haré, invocahuesos. Se refiere a la naturaleza… y la exigencia de mantener un equilibrio.

Si hubiera poseído alma, Onrack habría sentido que se le quedaba fría como el hielo. Al no tenerla, el guerrero se volvió poco a poco al oír a Trull Sengar.

—Las presiones y las fuerzas están siempre en oposición —decía el edur mientras hacía rotar la liebre ensartada sobre las llamas—. Y los esfuerzos conducen siempre a un equilibrio. Es algo que está por encima de los dioses, por supuesto, ya que es la corriente de la existencia, pero no, está por encima incluso de eso, pues a la existencia misma se opone la nada. Es una lucha que lo abarca todo, que define cada isla del abismo. O eso creo ahora. A la vida le responde la muerte. A la oscuridad, la luz. Al éxito abrumador, el fracaso catastrófico. A la maldición horrenda, una bendición que te deja sin aliento. Parece que todos tendemos a perder de vista esa verdad, sobre todo cuando nos ciega un triunfo tras otro. Podéis ver ante mí, si tenéis la bondad, este pequeño fuego. Una victoria modesta…, pero si lo alimento, responde a mi impaciente deleite hasta que toda la llanura estalla en llamas, después el bosque, y después el propio mundo. Así pues, un apunte de sabiduría aquí… cuando apague estas llamas una vez que se cocine la carne. Después de todo, prender fuego a este mundo, también matará a cuanto hay en él, si no entre las llamas, sí en la hambruna consiguiente. ¿Comprendes lo que quiero decir, Monok Ochem?

—No lo comprendo, Trull Sengar. Eso no es prólogo de nada.

Onrack habló entonces.

—Te equivocas, Monok Ochem. Es prólogo… de todo.

Trull Sengar lo miró y le respondió con una sonrisa.

De una tristeza abrumadora. De una… desesperación absoluta.

Y el guerrero no muerto sufrió una conmoción.

Una sucesión de riscos engalanaba el paisaje y parecían irse fundiendo poco a poco a medida que la arena iba cayendo del cielo.

—Muy pronto —murmuró Perla— esos riscos costeros volverán a desaparecer una vez más bajo las dunas.

Lostara se encogió de hombros.

—Estamos perdiendo el tiempo —declaró, y después se puso en marcha hacia el primer risco. El aire estaba impregnado de polvo y arena, les escocían los ojos y les resecaba la garganta. Sin embargo, la calima servía para acercar los horizontes, para hacer que fuera cada vez más difícil que los descubrieran. La repentina desaparición del muro del Torbellino sugería que la consejera y su ejército habían llegado a Raraku y en esos momentos marchaban sobre el oasis. La joven sospechaba que habría pocos exploradores, si es que había alguno, patrullando por los accesos del nordeste.

Perla había anunciado que ya era seguro viajar de día. La diosa se había metido en sí y concentraba su poder para lo que quizá fuese un último estallido de liberación. Para el choque con la consejera. Una singularidad de propósito encerrada en la rabia, un defecto que se podía explotar.

Lostara se permitió una sonrisa privada al pensar en ello. Defectos. No hay falta de ellos por estos pagos, ¿verdad? El momento de pasión salvaje había pasado, en lo que a ella se refería, el desahogo de energías largo tiempo contenidas. Una vez hecho, ya podían concentrarse en otras cosas. Cosas más importantes. Parecía, sin embargo, que Perla lo veía de forma diferente. Incluso había intentado cogerla de la mano esa mañana, un gesto que ella había rechazado con decisión a pesar de su patetismo. El asesino letal estaba a punto de transformarse en un cachorrito baboso y el asco amenazaba con embargar a Lostara, así que optó por llevar sus pensamientos por otro camino.

Se estaban quedando sin tiempo, por no mencionar comida y agua. Raraku era una tierra hostil, rechazaba la presencia de cualquier vida que se atreviera a explotarla. No tiene nada de sagrado, más bien maldito. Devora los sueños, destruye las ambiciones. ¿Y por qué no? Es un maldito desierto.

Treparon por los adoquines y piedras y llegaron al primer risco.

—Estamos cerca —dijo Perla, que miraba hacia delante con los ojos entrecerrados—. Tras ese terraplén más alto deberíamos tener a la vista el oasis.

—¿Y luego, qué? —preguntó ella mientras se limpiaba el polvo de las ropas raídas.

—Bueno, sería negligente por mi parte no aprovechar nuestra posición. Debería poder infiltrarme en el campamento y agitar un poco las cosas. Además —añadió—, una de las pistas que sigo lleva al corazón de ese ejército rebelde.

El Espolón. El señor de ese culto revivido.

—¿Estás seguro de eso?

La garra asintió y después se encogió de hombros a medias.

—Bastante. He terminado por creer que la rebelión está comprometida desde hace mucho tiempo, quizá desde el principio. Que la independencia de Siete Ciudades no era un objetivo tan prioritario como debería haber sido y, de hecho, que esos motivos ocultos están a punto de desvelarse.

—Y te parece inconcebible que tales descubrimientos se puedan producir sin que tú metas la mano.

Perla la miró.

—Querida mía, olvidas que soy agente del Imperio de Malaz. Tengo ciertas responsabilidades…

Los ojos de Lostara se posaron en un objeto que yacía entre los adoquines, un objeto que reconoció, un destello momentáneo y después su mirada se apartó a toda prisa. Estudió el cielo turbio.

—¿No se te ha ocurrido que tu llegada bien podría comprometer misiones que ya están en marcha en el campamento rebelde? La emperatriz no sabe que estás aquí. De hecho, es probable que hasta la consejera crea que estamos muy lejos de este lugar.

—No me incomoda hacer un papel secundario…

Lostara lanzó un bufido.

—Bueno —se corrigió él—, es un papel que no es del todo censurable. Puedo vivir con ello.

Mentiroso. Lostara apoyó una rodilla en el suelo para ajustarse las grebas que llevaba atadas a las pantorrillas recubiertas de cuero.

—Deberíamos poder llegar a ese terraplén antes de que se ponga el sol.

—De acuerdo.

La mujer se irguió.

Bajaron por la ladera tachonada de rocas. El suelo estaba sembrado de los cuerpos diminutos y marchitos de un sinfín de criaturas del desierto que el torbellino había barrido a su paso y que habían muerto en esa tormenta interminable; habían permanecido suspendidos en ella hasta que, con la extinción repentina del viento, habían caído a tierra una vez más. Habían llovido durante un día entero, los cascarones zumbaban y crujían por todas partes, tamborileaban sobre el casco de Lostara y le resbalaban por los hombros. Rhizanos, poliñeras y otras criaturas minúsculas, en su mayor parte, aunque de vez en cuando caía al suelo algo más grande. Lostara agradecía que hubiera terminado el chaparrón.

—El torbellino no se ha portado muy bien con Raraku —comentó Perla al tiempo que apartaba de una patada el cadáver de un bhok’aral recién nacido.

—Suponiendo que al desierto le importe en uno u otro sentido, que no es el caso, dudo que tenga mucha trascendencia a la larga. La vida de una tierra es muchísimo más larga que cualquier cosa con la que estemos familiarizados nosotros; mucho más, con diferencia, que la esperanza de vida de estas desventuradas criaturas. Además, Raraku ya está muerto, en su mayoría.

—Las apariencias engañan. Hay espíritus profundos en este sagrado desierto, mujer. Enterrados en la roca…

—Y la vida que habita sobre esas rocas, como las arenas —aseveró Lostara—, no significa nada para esos espíritus. Eres un necio si crees otra cosa, Perla.

—Soy un necio al pensar muchas cosas —murmuró él.

—No esperes que ponga yo ninguna objeción a ese comentario.

—Nunca se me pasó por la cabeza que lo hicieses, Lostara Yil. En cualquier caso, te aconsejaría, no obstante, que cultivaras un sano respeto por los misterios de Raraku. Es demasiado fácil dejarse cegar en este desierto aparentemente vacío y sin vida.

—Como ya hemos descubierto.

Perla frunció el ceño y después suspiró.

—Lamento que lo veas… de ese modo y solo puedo deducir que sacas una satisfacción peculiar de la discordia, y cuando no existe, o más bien, cuando no tiene razón de existir, intentas inventártela.

—Piensas demasiado, Perla. Es tu defecto más irritante y, seamos honestos, dada la gravedad y volumen de tus defectos, ya es mucho decir. Puesto que este parece un momento dedicado a consejos, te sugiero que dejes de pensar del todo.

—¿Y cómo lo iba a lograr? ¿Siguiendo tu ejemplo, quizá?

—Yo no pienso ni en demasía ni demasiado poco. El mío es un equilibrio perfecto, eso es lo que tú encuentras tan atractivo. Igual que a una poliñera la atrae el fuego.

—¿Así que corro el riesgo de quemarme?

—Hasta carbonizarte y convertirte en una corteza ennegrecida.

—Por tanto, me estás alejando por mi propio bien. Un gesto compasivo, entonces.

—Los fuegos ni empujan ni atraen. Se limitan a existir, sin compasión, indiferentes a los impulsos suicidas de los insectos que revolotean a su alrededor. Ese es otro de tus defectos, Perla. Atribuir emociones donde no hay ninguna.

—Pues habría jurado que había emoción, hace dos noches…

—Oh, el fuego arde con entusiasmo cuando abunda el combustible…

—Y por la mañana no quedan nada más que cenizas frías.

—Ahora estás empezando a entenderlo. Por supuesto, tú lo verás como un estímulo y te esforzarás por entenderlo mejor. Pero eso sería una pérdida de tiempo, así que te sugiero que abandones el esfuerzo. Confórmate con la luz trémula, Perla.

—Ya veo… más o menos. Muy bien, aceptaré tu lista de consejos.

—¿La aceptas? La simpleza es un defecto muy poco atractivo, Perla.

Lostara creyó que el hombre se iba a poner a gritar y le impresionó el dominio repentino de su ira. La garra liberó el aire que contenía como el vapor bajo la tapa de una olla, hasta que la presión murió.

Se acercaban al ascenso al último risco, Lostara, más satisfecha que nunca ese día y Perla, con toda probabilidad, sintiendo algo muy diferente.

Cuando llegaban a la cima, la garra habló otra vez.

—¿Qué fue lo que cogiste en ese último risco, muchacha?

¿Así que lo viste, eh?

—Una roca brillante. Me llamó la atención. Ya la he tirado.

—¿Ah, sí? ¿Entonces ya no se oculta en esa saquita de tu cinturón?

Lostara se arrancó la bolsita de cuero del cinturón con una mueca desdeñosa y la tiró al suelo, después se quitó los guanteletes con el dorso cubierto de una cota de malla.

—Puedes verlo por ti mismo, si quieres.

El hombre le lanzó una mirada sobresaltada y después se agachó para coger la saquita.

Cuando se irguió, Lostara se adelantó.

Los guanteletes crujieron con fuerza contra la sien de Perla.

El hombre se derrumbó con un gemido, inconsciente.

—Idiota —murmuró ella mientras recuperaba la saquita.

Se puso los guanteletes y después, con un gruñido, levantó al hombre y se lo echó al hombro.

Menos de doscientos pasos más adelante se encontraba el oasis, el aire que lo cubría estaba impregnado de polvo y del humo de un sinfín de fuegos. Se veían rebaños de cabras en los límites, a la sombra de los árboles. Los restos de una muralla que rodeaba el espacio dibujaban una curva tosca que se alejaba en ambas direcciones.

Lostara cargó con Perla y bajó la pendiente.

Se estaba acercando a la base cuando oyó caballos a su derecha. Se agachó y dejó caer a Perla en el suelo con un golpe seco a su lado, después observó a una docena de guerreros del desierto que aparecían por el noroeste. Los animales parecían medio muertos de hambre, con las cabezas gachas, y Lostara vio entre ellos a dos prisioneros.

A pesar del polvo que los cubría y la oscuridad que caía con el crepúsculo, Lostara reconoció los restos de los uniformes de los dos prisioneros. Malazanos. Regimiento Ashok. Creía que los habían borrado del mapa.

Los guerreros cabalgaban sin avanzadilla y no detuvieron el medio galope constante hasta que llegaron al oasis, cuando se desvanecieron bajo las ramas de hojas correosas de los árboles.

Lostara miró a su alrededor y decidió que era un entorno ideal para quedarse a pasar la noche. Una cuenca poco profunda al socaire de la ladera. Tirados en el suelo no serían visibles desde ninguna parte salvo el risco en sí, e incluso eso era poco probable con la noche cayendo a toda prisa. Comprobó el estado de Perla y frunció el ceño al ver el bulto ribeteado de violeta que tenía en la sien. Pero su respiración era regular y el latido del corazón era tranquilo y uniforme. La mujer extendió su manto e hizo rodar al hombre hasta tenderlo en él, después lo ató y amordazó.

La oscuridad fue cubriendo la cuenca y Lostara se acomodó a esperar.

Un tiempo después salió una figura de las sombras y se quedó inmóvil por un instante antes de avanzar a zancadas silenciosas hasta detenerse justo sobre Perla.

Lostara oyó un gruñido apagado.

—Has estado a punto de abrirle la cabeza.

—Es más dura de lo que crees —respondió ella.

—¿Era del todo necesario?

—Eso me pareció. Si no tienes fe, ¿entonces por qué me reclutaste en primer lugar?

Cotillion suspiró.

—No es un mal hombre, ¿sabes? Leal al Imperio. Has abusado mucho de su ecuanimidad.

—Estaba a punto de interferir. De forma impredecible. Supuse que querrías el camino despejado.

—En un principio, sí. Pero preveo que su presencia podría ser útil una vez que las cosas comiencen a… acaecer. Asegúrate de despertarlo en algún momento de mañana por la noche, si no se ha espabilado ya él solo.

—Muy bien, ya que insistes. Aunque ya he cogido un profundo cariño a mis recientemente halladas paz y soledad.

Cotillion pareció estudiarla un momento.

—Te dejo ya, entonces —dijo el dios después—, pues tengo otras tareas de las que ocuparme esta noche.

Lostara metió la mano en la saquita y le tiró un objeto pequeño.

El dios lo cogió con una mano y bajó la cabeza para estudiarlo.

—Me imaginé que era tuyo —dijo Lostara.

—No, pero sé de quién es. Y me alegro. ¿Me permites quedármelo?

La mujer se encogió de hombros.

—A mí me importa poco.

—Ni debería, Lostara Yil.

La joven oyó un regocijo seco en esas palabras y dedujo que había cometido un error al permitirle guardarse el objeto; eso sí que le importaba, aunque de momento no sabía por qué. Volvió a encogerse de hombros. Demasiado tarde, supongo.

—¿No decías que te ibas?

La mujer sintió que el dios se ofendía; después, se desvaneció entre un remolino de sombras.

Lostara se echó en el suelo de piedra y cerró los ojos con expresión satisfecha.

La brisa nocturna era sorprendentemente cálida. Apsalar se encontraba ante la pequeña ventana que se asomaba al barranco. Ni Mogora ni Iskaral Pust frecuentaban esas alturas demasiado, salvo cuando la necesidad los obligaba a emprender una excursión en busca de comida, así que su única compañía era media docena de viejos bhok’arala de bigotes grises que gruñían y bufaban mientras se movían con rigidez por el suelo lleno de basura de la cámara. La cantidad de huesos esparcidos sugería que el nivel superior de la torre era adonde las pequeñas criaturas iban a morir.

Mientras los bhok’arala se paseaban arrastrándose por detrás de ella, Apsalar miraba los terrenos baldíos. La arena y los salientes de caliza eran plateados a la luz de las estrellas. En los toscos muros de la torre que rodeaban la ventana estaban aterrizando rhizanos con leves bofetones a la piedra; habían acabado de comer y entre susurros de garras empezaban a meterse en las grietas para ocultarse del día inminente.

Azafrán dormía abajo, por alguna parte, mientras el matrimonio residente se acechaba entre sí por los pasillos oscuros y los aposentos cerrados y húmedos del monasterio. Jamás se había sentido tan sola ni, comprendió, tan cómoda con esa soledad. Había cambiado. Las capas endurecidas que envolvían su alma se habían suavizado, habían encontrado una nueva manera de responder a las presiones invisibles que llegaban del interior.

Lo más extraño de todo era que, con el tiempo, había terminado por despreciar su propia competencia, sus habilidades letales. Se las habían impuesto, se las habían metido a la fuerza en huesos y músculos. La habían aprisionado en una armadura gélida que la cegaba. Y por tanto, a pesar de la ausencia del dios, seguía sintiéndose como si fuera dos mujeres, no una.

Lo que la llevaba a preguntarse de qué mujer se había enamorado Azafrán.

Pero no, aquello no era ningún misterio. El joven había asumido el disfraz de asesino, ¿no? El joven e ingenuo ladrón de Darujhistan había hecho una dura reflexión, no sobre Apsalar la pescadora, sino sobre Apsalar la asesina, la mujer que mataba a sangre fría. En la creencia de que el parecido forjaría el vínculo más profundo de todos. Quizá lo habría conseguido si a ella le hubiera gustado su profesión, si no la hubiera encontrado sórdida y censurable. Si no hubiera tenido la sensación de que eran unas cadenas que le ceñían el alma.

No la consolaba tener compañía en su prisión. Azafrán amaba a la mujer equivocada, a la Apsalar que no debía. Y ella amaba a Azafrán, no a Navaja. Y por tanto estaban juntos, pero separados, eran íntimos pero desconocidos, y al parecer no podían hacer nada para arreglarlo.

La asesina de su interior prefería la soledad y la pescadora había llegado, por un camino muy diferente, a un consuelo parecido. La primera no podía permitirse amar. La segunda sabía que nunca la había amado. Al igual que Azafrán, se encontraba a la sombra de un asesino.

No tenía sentido clamar contra eso. La pescadora no tenía unas habilidades vitales que pudieran desafiar la voluntad implacable de la asesina. Era muy probable que Azafrán hubiera sucumbido de forma parecida a Navaja.

Presintió una presencia cerca y murmuró:

—Ojalá te lo hubieras llevado todo contigo cuando te fuiste.

—¿Preferirías que te hubiera dejado despojada de todo?

—¿Despojada, Cotillion? No. Inocente.

—La inocencia es solo una virtud, muchacha, cuando es temporal. Debes dejarla atrás para poder volver la vista y reconocer su pureza inmaculada. Seguir siendo inocente es retorcerse bajo fuerzas invisibles e insondables toda tu vida, hasta que un día te das cuenta de que ya no te reconoces y comprendes que la inocencia era una maldición que te había puesto unos grilletes y había derrotado toda señal de vida.

Apsalar sonrió en la oscuridad.

—Pero, Cotillion, es el conocimiento lo que lo hace a uno consciente de sus propias cadenas.

—El conocimiento solo hace que los ojos vean lo que siempre ha estado allí, Apsalar. Tú eres dueña de unas habilidades formidables. Es un regalo de poder, una verdad que no tiene mucho sentido negar. No puedes deshacer lo que eres.

—Pero puedo dejar de caminar por este camino concreto.

—Puedes —admitió él tras un momento—. Puedes elegir otros, pero hasta el privilegio de elegir lo adquiriste en virtud de lo que eras.

—De lo que eras tú.

—Algo que tampoco se puede cambiar. Caminé en tus huesos, en tu carne, Apsalar. La pequeña pescadora que se convirtió en mujer, cada uno nos alzamos en la sombra del otro.

—¿Y lo disfrutaste, Cotillion?

—No de forma especial. Era difícil no perder de vista mi propósito. Disfrutamos de compañía encomiable la mayor parte de ese tiempo: Whiskeyjack, Mazo, Violín, Kalam… un pelotón que, si le hubieran dado a elegir, te habría acogido con los brazos abiertos. Pero se lo impedí. Era necesario pero no justo, ni para ti ni para ellos. —El dios suspiró y después continuó—. Podría lamentarme sin parar, muchacha, pero veo que el alba va robando la oscuridad y debo saber la decisión que has tomado.

—¿Mi decisión? ¿Sobre qué?

—Navaja.

Apsalar estudió el desierto y se encontró conteniendo las lágrimas.

—Me gustaría quitártelo, Cotillion. Quisiera evitar que le hicieras a él lo que me hiciste a mí.

—¿Tan importante es para ti?

—Sí. No para la asesina que hay en mí, sino para la pequeña pescadora… a la que él no ama.

—¿No la ama?

—Ama a la asesina y, por tanto, decide ser como ella.

—Ahora comprendo la lucha que hay en tu interior.

—¿Lo entiendes? Entonces debes de entender por qué te permitiré que te quedes con él.

—Pero es que te equivocas, Apsalar. Navaja no ama a la asesina que hay en ti. Le atrae, sin duda, porque eso es lo que hace el poder… nos atrae a todos. Y tú tienes poder y eso, de forma implícita, incluye la opción de no usarlo. Todo muy tentador, incitante. Se siente atraído y quiere emular lo que ve como tu libertad, ganada con tanto esfuerzo. ¿Pero su amor? Resucita vuestros recuerdos compartidos, muchacha. De Darujhistan, de nuestro primer roce con el ladrón, Azafrán. Vio que habíamos cometido un asesinato y sabía que esa revelación hacía que para nosotros su vida no valiera nada. ¿Te amaba entonces? No, eso llegó más tarde, en las colinas, al este de la ciudad, cuando yo ya no te poseía.

—El amor cambia con el tiempo.

—Sí, es cierto, pero no como una poliñera que va revoloteando de cadáver en cadáver por un campo de batalla. —El dios se aclaró la garganta—. De acuerdo, una analogía muy poco oportuna. El amor cambia, sí, en el sentido de que crece para abarcar todo lo posible de su sujeto. Virtudes, defectos, limitaciones, todo; el amor lo acaricia todo, con una fascinación infantil.

La joven se había rodeado fuertemente con los brazos al oír las palabras del dios.

—Hay dos mujeres en mi interior…

—¿Dos? Hay multitudes, muchacha, y Navaja las quiere a todas.

—¡No quiero que muera!

—¿Es esa tu decisión?

Apsalar asintió, no confiaba en sí misma lo suficiente para hablar. El cielo se estaba iluminando y se transformaba en un espacio inmenso y vacío sobre un paisaje muerto y maltratado. La joven vio pájaros que trepaban por los vientos y se adentraban en su inmensidad.

—¿Sabes, entonces, lo que debes hacer? —insistió Cotillion.

Una vez más, Apsalar asintió.

—Me… complace.

Ella volvió la cabeza de repente y se lo quedó mirando a la cara, y por primera vez lo vio de verdad. Las arrugas que rodeaban los ojos serenos y suaves, los rasgos regulares, el extraño sombreado de cicatrices que tenía bajo el ojo derecho.

—¿Te complace? —susurró mientras lo estudiaba—. ¿Por qué?

—Porque —respondió él con una leve sonrisa— a mí también me gusta el muchacho.

—¿Tan valiente crees que soy?

—Tan valiente como sea necesario.

—Otra vez.

—Sí. Otra vez.

—No te pareces mucho a un dios, Cotillion.

—No soy un dios en el sentido tradicional, soy un patrón. Los patrones tienen responsabilidades. Es cierto, pocas veces tengo la oportunidad de ejercerlas.

—Lo que significa que todavía no son una carga.

La sonrisa del dios se ensanchó, y era una sonrisa encantadora.

—Vales mucho más por tu falta de inocencia, Apsalar. Te veré pronto otra vez. —Dio un paso atrás y se metió en las sombras de la cámara.

—Cotillion.

Él hizo una pausa, con los brazos a medio levantar.

—¿Sí?

—Gracias. Y cuida a Navaja, por favor.

—Lo haré, como si fuera mi propio hijo, Apsalar. Lo haré.

Ella asintió y después el dios desapareció.

Y, muy poco tiempo después, ella también.

Había serpientes en aquel bosque de piedra. Por fortuna para Kalam Mekhar, parecían carecer de la beligerancia natural de su especie. Estaba echado en las sombras, entre los fragmentos polvorientos y destrozados de un árbol caído, inmóvil mientras las serpientes se deslizaban a su alrededor y por encima de él. La piedra estaba perdiendo el frío de la noche pasada, un viento caliente entraba del desierto.

No había visto señal alguna de patrullas y apenas indicios de pistas frecuentadas. No obstante, percibía una presencia en aquel bosque petrificado que insinuaba un poder que no pertenecía a ese mundo. Aunque no podía estar seguro, presentía algo demoníaco en ese poder.

Motivo suficiente para inquietarse. Sha’ik bien podría haber puesto guardianes y él tendría que pasar de algún modo.

El asesino levantó una cuello-disparado y la dejó a un lado, después sacó los dos cuchillos largos. Examinó las empuñaduras y se aseguró de que las cintas de cuero que las envolvían estaban ceñidas. Comprobó los accesorios de los puños y los pomos. El filo de la hoja del cuchillo largo de otataralita estaba un poco áspero, la otataralita no era el metal ideal para las armas. Hacía cortes irregulares y había que afilarlo de forma constante, incluso cuando no se utilizaba, y el hierro tenía tendencia a hacerse quebradizo con el tiempo. Antes de la conquista malazana, los aristócratas de Siete Ciudades utilizaban la otataralita en sus armaduras, sobre todo. Su disponibilidad estaba sometida a regulaciones muy rígidas, aunque menos que bajo el control imperial.

Pocos sabían el alcance total de sus propiedades. Cuando se absorbía a través de la piel o se respiraba y llegaba a los pulmones durante largos periodos de tiempo, sus efectos eran variados e impredecibles. Con frecuencia fallaba ante la magia ancestral y había otra característica de la que Kalam sospechaba que no había mucha conciencia, un descubrimiento hecho por pura casualidad durante una batalla a las afueras de Y’Ghatan. Solo un puñado de testigos sobrevivió al incidente, Kalam y Ben el Rápido entre ellos, y todos habían acordado después que sus informes a sus superiores serían deliberadamente vagos, se respondería a las preguntas con encogimientos de hombros y sacudidas de cabeza.

La otataralita, al parecer, no combinaba bien con las municiones moranthianas, en especial con los incendiarios y los fogosos. O, por decirlo de otro modo, no le gusta el calor. Kalam sabía que las armas se metían en polvo de otataralita en una de las últimas etapas de la forja. Cuando el hierro había perdido el brillo, de hecho. Lo más probable era que los herreros hubieran llegado a la misma conclusión por las malas. Pero ni siquiera eso era todo el secreto. Es lo que le pasa a la otataralita caliente… cuando le lanzas magia.

Volvió a envainar el arma poco a poco y después se concentró en la otra. En esa el filo era suave, un tanto ondulado, como ocurría con frecuencia con las hojas recubiertas por varias capas. El grabado al agua era apenas visible en la reluciente superficie negra, las incrustaciones de plata tan finas como hilos. Entre los dos cuchillos largos, Kalam prefería ese, por su peso y equilibrio.

Algo chocó contra el suelo a su lado y rebotó con un silbido contra un trozo del tronco de un árbol, después se detuvo con un traqueteo junto a su rodilla derecha.

Kalam se quedó mirando el pequeño objeto por un momento. Después levantó la cabeza y miró el árbol que se cernía sobre él. Sonrió.

—Ah, un roble —murmuró—. Que no se diga que no sé apreciar la gracia del gesto. —Se incorporó y estiró el brazo para recoger la bellota. Después se echó hacia atrás una vez más—. Como en los viejos tiempos… me alegro, como siempre, que ya no hagamos este tipo de cosas…

De las llanuras a la sabana y, al fin, la selva. Habían llegado en la estación de lluvias y la mañana sufría bajo un diluvio torrencial antes de que, justo después del mediodía, el sol abrasara el aire para cargarlo de vapor mientras los tres t’lan imass y el tiste edur atravesaban con paso pesado la maleza cerrada y espesa.

Animales invisibles salían huyendo a su paso, agitando con fuerza los matorrales por todos lados. Al final se tropezaron con una pista abierta por los animales, que iba en la dirección que buscaban, y pudieron acelerar el paso.

—Este no es vuestro territorio natural, ¿verdad, Onrack? —preguntó Trull Sengar entre jadeo y jadeo, bajo aquel aire húmedo y maloliente—. Dadas todas las pieles que llevan los tuyos…

—Cierto —respondió el t’lan imass—. Somos un pueblo de clima frío. Pero esta región existe en nuestros recuerdos. Antes de los imass había otro pueblo, más antiguo, más salvaje. Moraban donde hacía calor y eran altos, con la piel morena cubierta de un vello fino. A estos los conocemos con el nombre de eres. Sus enclaves sobrevivieron hasta nuestro tiempo… el tiempo capturado en esta senda.

—¿Y vivían en selvas como esta?

—En sus límites, de vez en cuando, pero con más frecuencia en las sabanas que las rodeaban. Trabajaban la piedra, pero con menos habilidad que nosotros.

—¿Había invocahuesos entre ellos?

Monok Ochem respondió a su espalda.

—Todos los eres eran invocahuesos, Trull Sengar, pues fueron los primeros en albergar una chispa de conciencia, los primeros a los que los espíritus les dieron ese don.

—¿Y ahora han desaparecido, Monok Ochem?

—Así es.

Onrack no añadió nada. Después de todo, si Monok Ochem tenía razones para engañar, Onrack no encontró ninguna para contradecir al invocahuesos. No importaba, en cualquier caso. No se había descubierto jamás ningún eres en la senda de Tellann.

—¿Estamos cerca, Onrack? —preguntó Trull Sengar tras un momento.

—Así es.

—¿Y después regresaremos a nuestro mundo?

—Sí. El primer trono se encuentra en la base de una grieta, bajo una ciudad…

—El tiste edur —lo interrumpió Monok Ochem— no tiene por qué saber el nombre de esa ciudad, Onrack el Fracturado. Ya sabe demasiado de nuestro pueblo.

—Lo que sé de vosotros, los t’lan imass, no creo que puedan llamarse secretos —dijo Trull Sengar—. Preferís matar a negociar. No dudáis en asesinar a dioses cuando surge la oportunidad. Y preferís poner remedio vosotros con vuestras chapuzas; muy encomiable, esto último. Por desgracia, esta chapuza concreta es demasiado grande, aunque sospecho que seguís siendo demasiado orgullosos para admitirlo. En cuanto al primer trono, no me interesa descubrir su ubicación exacta. Además, no es muy probable que sobreviva al choque con vuestros parientes renegados.

—Eso es cierto —asintió Monok Ochem.

—Y me parece que tú te vas a asegurar de ello —añadió Trull Sengar.

El invocahuesos no dijo nada.

No hacía falta, reflexionó Onrack. Pero yo lo defenderé. Quizá Monok e Ibra lo entiendan y me golpeen primero. Es lo que yo haría si estuviera en su lugar. Cosa que, por extraño que parezca, es el caso.

La pista se abría de repente a un claro lleno de huesos. Leopardos o hienas, dedujo Onrack, habían arrastrado por allí un número incontable de bestias de la selva y la sabana. Observó que los huesos largos estaban todos roídos y partidos, abiertos por mandíbulas poderosas. El aire hedía a carne podrida y las moscas se enjambraban por millares.

—Los eres no creaban sitios sagrados propios —dijo Monok Ochem—, pero comprendían que había lugares donde la muerte se reunía, donde la vida no era más que recuerdos que vagaban perdidos y confusos. Y a esos lugares llevaban con frecuencia a sus propios muertos. El poder se reúne en capas, este es el lugar donde nace lo sagrado.

—Así que vosotros lo habéis transformado en una puerta —dijo Trull Sengar.

—Sí —respondió el invocahuesos.

—Estás demasiado ansioso por atribuirle el mérito a los imass, Monok Ochem —dijo Onrack. Después se volvió hacia el tiste edur—. Los sitios sagrados eres quemaron las barreras de Tellann. Son demasiado antiguos para que se les pueda presentar resistencia.

—Has dicho que su santidad nació de la muerte. ¿Pertenecen al Embozado, entonces?

—No. El Embozado no existía cuando se crearon, Trull Sengar. Ni tan poco están orientados estrictamente a la muerte. Su poder procede, como ha dicho Monok Ochem, de las capas. Piedra a la que se ha dado forma y transformado en herramientas y armas. Aire al que han dado forma gargantas. Mentes que descubrían, leves como fuegos que parpadean en el cielo, el reconocimiento de la nada, de un fin… a la vida, al amor. Ojos que presenciaron la lucha por sobrevivir y vieron, asombrados, su inevitable fracaso. Saber y comprender que todos debemos morir, Trull Sengar, no es venerar la muerte. Saber y comprender es, en sí mismo, magia, pues nos ha hecho a todos erguirnos con orgullo.

—Parece, entonces —murmuró Trull Sengar— que los imass habéis quebrantado la ley más antigua de todas, con vuestro voto.

—Ni Monok Ochem ni Ibra Gholan responderán a esa verdad —dijo Onrack—. Pero tienes razón. Somos los primeros infractores y que hayamos sobrevivido todo este tiempo es un castigo adecuado. Y, por tanto, albergamos la esperanza de que el invocador nos conceda la absolución.

—La fe es peligrosa —suspiró Trull Sengar—. Bueno, ¿hacemos uso, entonces, de esta puerta?

Monok Ochem realizó un gesto, la escena que los rodeaba se desdibujó y la luz comenzó a desvanecerse.

Un momento antes de que la oscuridad fuera absoluta, un leve grito del tiste edur llamó la atención de Onrack. El guerrero se volvió a tiempo de ver una figura a una docena de pasos de distancia. Alta, de músculos ágiles, cubierta con una piel delicada de tono ambarino y el cabello largo y greñudo que le caía por debajo de los hombros. Una mujer. Tenía los pechos grandes y colgantes, las caderas amplias y llenas. Pómulos prominentes y marcados, una boca grande de labios carnosos. Todo eso lo registró en un instante, mientras los ojos de color castaño oscuro de la mujer, ensombrecidos por una frente sólida, examinaban a los tres t’lan imass antes de clavarse en Trull Sengar.

La mujer dio un paso hacia el tiste edur, sus movimientos eran elegantes, como los de un ciervo…

Después la luz se desvaneció por completo.

Onrack oyó otro grito sorprendido de Trull Sengar. El t’lan imass se encaminó hacia el sonido, pero después se detuvo, sus pensamientos de repente se dispersaron, un destello de imágenes que cayeron en cascada por la mente del guerrero. El tiempo que se plegaba sobre sí mismo, se hundía, después se alzaba una vez más…

Las chispas bailaron a ras de suelo, prendió la yesca, las llamas parpadearon.

Estaban en la grieta, de pie sobre el suelo cubierto de restos. Onrack buscó a Trull Sengar y encontró al tiste edur tirado en la roca húmeda, a media docena de pasos de distancia.

El t’lan imass se acercó.

El mortal estaba inconsciente. Había sangre manchándole el regazo, sangre que se acumulaba bajo la entrepierna y Onrack vio que se enfriaba, lo que sugería que no pertenecía a Trull Sengar, sino a la mujer eres que se había llevado… su semilla.

Su primera semilla. Pero no había habido nada en la apariencia de la mujer que sugiriera virginidad. Sus pechos se habían henchido llenos de leche en el pasado; sus pezones habían conocido la presión del hambre de una cría. La sangre, así pues, no tenía ningún sentido.

Onrack se agachó junto a Trull Sengar.

Y vio la herida fresca de la escarificación bajo el ombligo de su compañero. Tres cortes paralelos, hechos en diagonal, y las huellas grabadas de tres más, con toda probabilidad los que la mujer se había hecho en su propio vientre, que corrían en dirección contraria.

—La bruja eres le ha robado su semilla —dijo Monok Ochem a dos pasos de distancia.

—¿Por qué? —preguntó Onrack.

—No lo sé, Onrack el Fracturado. Los eres tienen mentes de bestias…

—No con exclusión de todo lo demás —respondió Onrack—, como tú bien sabes.

—Quizá.

—Es obvio que esta tenía un propósito.

Monok Ochem asintió.

—Eso parecería. ¿Por qué sigue inconsciente el tiste edur?

—Su mente está en otra parte…

El invocahuesos ladeó la cabeza.

—Sí, esa es la definición de inconsciente…

—No, es que está en otra parte. Cuando me acerqué, entré en contacto con una hechicería. La que proyectó la eres. A falta de otro término, era una senda apenas formada, al borde mismo de la nada. Era… —Onrack hizo una pausa, después continuó— como los propios eres. Un destello de luz tras los ojos.

Ibra Gholan sacó de repente su arma.

Onrack se irguió.

Oyeron sonidos más allá de la luz del fuego y el t’lan imass vislumbró el fulgor de cuerpos de carne y hueso, una docena, después una veintena. Algo más se aproximaba, las pisadas irregulares y arrastradas.

Un momento después, se cernió sobre la luz una aptoriana, un demonio cuya forma se desplegaba como seda negra. Y sobre su encorvado y singular lomo, cabalgaba un joven. El cuerpo era humano, pero la cara tenía los rasgos de la aptoriana: un único ojo inmenso que brillaba y ostentaba el dibujo de un panal, una boca grande y abierta que revelaba unos colmillos finos como agujas, que parecían capaces de retraerse y desaparecer enteros, salvo las puntas. El jinete vestía una armadura de cuero negro, como de escamas superpuestas. Un arnés en el pecho soportaba al menos una docena de armas que iban desde cuchillos largos a dardos. Sujetas al cinturón del joven había dos ballestas que se manejaban con una sola mano, las empuñaduras elaboradas con las bases de unas astas.

El jinete se inclinó hacia delante sobre el espinoso hombro encorvado. Después habló en voz baja y ronca.

—¿Es esto todo lo que Logros puede ofrecer?

—Vosotros —dijo Monok Ochem— no sois bienvenidos aquí.

—Una pena, invocahuesos, porque aquí estamos. Para proteger el primer trono.

—¿Quiénes sois y quién os ha enviado aquí? —preguntó Onrack.

—Soy Panek, hijo de Apt. No soy quien para responder a tu otra pregunta, t’lan imass. No hago más que proteger la guarda exterior. La cámara que alberga el primer trono posee un guardián interno, que imparte las órdenes. Quizás ella pueda responderte. Quizás incluso te responda.

Onrack levantó a Trull Sengar.

—Nos gustaría hablar con ella, entonces.

Panek sonrió y al hacerlo, reveló la fila poblada de caninos.

—Como ya he dicho, en el salón del trono. No me cabe duda —dijo con una sonrisa mayor— de que conocéis el camino.