Capítulo 22

La otataralita, creo, nació de la hechicería. Si sostenemos que la magia se alimenta de energías ocultas, se deduce entonces que hay límites para esas energías. Un desvelamiento de poder suficiente que, con posterioridad, pierda el control, bien podría secar esas fuerzas vitales.

Además, se dice que las sendas ancestrales se resisten al efecto amortiguador de la otataralita, lo que sugiere que los niveles de energía del mundo tienen múltiples capas a un nivel profundo. Solo hay que contemplar la energía vital de la carne corpórea y compararla con la energía innegable que existe dentro de un objeto inanimado, como una roca. Un examen descuidado quizá sugiera que la primera está viva mientras que la última no. De este modo, quizá la otataralita no sea tan anuladora como podría parecer en un primer momento…

Reflexiones sobre las propiedades físicas del mundo

Tryrssan de Mott

A los pelotones noveno, undécimo y duodécimo, infantería media, los habían agregado a los infantes de marina de la compañía novena. También corrían rumores sobre los pelotones primero, segundo y tercero (la infantería pesada con sus descomunales músculos y el ceño fruncido), que pronto se unirían a ellos para formar una unidad de lucha independiente.

Ninguno de los pelotones recién llegados era totalmente desconocido para Cuerdas. Se había empeñado en aprenderse nombres y memorizar caras de toda la compañía novena.

Con los pies doloridos y cansados tras tantas noches interrumpidas, el sargento y su pelotón estaban despatarrados alrededor de una de las hogueras, adormecidos por el rugido incesante del muro del Torbellino, que estaba a mil pasos al norte del ejército acampado. Hasta la ira podía entumecer, según parecía.

El sargento Bálsamo, del noveno pelotón, se acercó tras dirigir a sus soldados hacia su nuevo campamento. Alto y de hombros anchos, el dalhonesio había impresionado a Cuerdas con su fría indiferencia a la presión. El pelotón de Bálsamo ya había luchado lo suyo y los nombres del cabo Olor a Muerto, Rebanagaznates, Jarretesgrandes, Galt y Lóbulo ya formaban parte de las historias que corrían de boca en boca por toda la legión. Ocurría lo mismo con algunos de los otros dos pelotones. Moak, Quemado y Apilador. Thom Tissy, Tulipán, Rampa y Capaz.

La infantería pesada todavía tenía que estrenar la espada, pero a Cuerdas le había impresionado su disciplina (es más fácil con los ceños fruncidos, claro. Diles que se pongan firmes y echan raíces en las rocas). Unos cuantos de ellos se estaban acercando sin prisas, observó. Destello de Ingenio, Tazón, Chato y Uru-Hela. Todos y cada uno con una pinta aterradora.

El sargento Bálsamo se agachó a su lado.

—Tú eres el que se llama Cuerdas, ¿no? Tengo entendido que no es tu verdadero nombre.

Cuerdas alzó las cejas.

—¿Y «Bálsamo» lo es?

El joven de piel oscura frunció el ceño, las pesadas cejas se unieron con el gesto.

—Bueno, pues sí, lo es.

Cuerdas le echó un vistazo a otro soldado del noveno pelotón, un hombre que andaba por allí con toda la pinta de querer matar algo.

—¿Y qué hay de ese? ¿Cómo dices que se llama? ¿Rebanagaznates? ¿Tú crees que su mamá decidió ponerle así a su pequeñín?

—No sé decirte —respondió Bálsamo—. Dale a un crío pequeño un cuchillo y quién sabe lo que pasa.

Cuerdas estudió al hombre por un momento y después rezongó:

—¿Querías verme por algo?

Bálsamo se encogió de hombros.

—La verdad es que no. Más o menos. ¿Qué piensas de las nuevas unidades del capitán? Parece un poco tarde para hacer cambios…

—No es nada tan nuevo, en realidad. Las legiones de Melena Gris a veces se distribuyen así. En cualquier caso, nuestro nuevo puño lo ha aprobado.

—Keneb. No estoy muy seguro de él.

—¿Y lo estás de nuestro lozano capitán?

—Sí, lo estoy. Es aristócrata, ese Ranal. Eso lo dice todo.

—¿Lo que significa?

Bálsamo apartó la mirada y empezó a rastrear un pájaro lejano en pleno vuelo.

—Oh, solo que es muy probable que consiga que nos maten a todos.

Ah.

—Habla más alto, no todo el mundo ha oído tu opinión.

—Ni falta que hace, Cuerdas. La comparten.

—Compartirla no es lo mismo que decirla.

Gesler, Borduke y los sargentos del undécimo y duodécimo pelotón se acercaron y se hicieron las debidas presentaciones entre murmullos. Moak, del undécimo, era falari, de cabello cobrizo y con barba, como Cuerdas. Había recibido un lanzazo en la espalda que lo había atravesado del hombro al trasero y, a pesar de todos los esfuerzos del sanador, era obvio que luchaba con unos músculos mal curados. El sargento del duodécimo, Thom Tissy, era un hombre achaparrado, con una cara que podría resultarle atractiva a la hembra de algún sapo, las mejillas picadas de viruelas y el dorso de las manos cubierto de verrugas. Carecía casi de pelo, como vieron los otros cuando se quitó el casco.

Moak miró a Cuerdas con los ojos entornados durante un largo instante, como si intentara conjurar su identidad, después sacó una espina de pescado de la saquita del cinturón y empezó a limpiarse los dientes.

—¿Alguien más ha oído hablar del soldado asesino? Infantería pesada, no sé qué compañía, ni siquiera estoy seguro de qué legión. Se llama Neffarias Bredd. He oído que mató a dieciocho asaltantes en una sola noche.

Cuerdas levantó la mirada para encontrarse con la de Gesler, pero la expresión de ninguno de los dos hombres cambió.

—Yo oí que fueron dieciocho una noche, trece la siguiente —dijo Thom Tissy—. Tendremos que preguntarles a los ceños fruncidos cuando aparezcan.

—Bueno —señaló Cuerdas—, hay uno allí. —Levantó la voz—. ¡Destello de Ingenio! Ven a unirte a nosotros por un momento, si no te importa.

El grupo pareció temblar al acercarse la mujer. Era napaniana y Cuerdas se preguntó si sabía que era mujer. Los músculos de sus brazos eran más grandes que los muslos de Cuerdas. Se había rapado todo el pelo y el rostro redondo carecía de todo adorno salvo por un aro de bronce en la nariz. Sin embargo, tenía unos ojos de una belleza sorprendente, de color verde esmeralda.

—¿Has oído hablar de otro de los pesados, Destello de Ingenio? ¿Neffarias Bredd?

Aquellos ojos extraordinarios se abrieron mucho.

—Mató a cincuenta asaltantes, según dicen.

—¿Qué legión? —preguntó Moak.

La mujer se encogió de hombros.

—No sé.

—Pero no la nuestra.

—No estoy segura.

—Bueno —soltó Moak de repente—, ¿y qué es lo que sabes?

—Mató a cincuenta asaltantes. ¿Puedo irme ya? Tengo que mear.

Todos la observaron alejarse.

—¿De pie, creéis? —preguntó Thom Tissy a los demás.

Moak lanzó un bufido.

—¿Por qué no vas a preguntárselo?

—No tengo tantas ganas de que me maten. ¿Por qué no vas tú, Moak?

—Aquí vienen los sargentos de los pesados —comentó Bálsamo.

Mosel, Sobelone y Tirón podrían haber sido hermanos. Todos procedían de Ciudad Malaz, productos típicos de la raza mestiza que prevalecía en la isla, y el aire amenazante que los rodeaba tenía menos que ver con el tamaño que con la actitud.

Sobelone era la mayor de los tres, una mujer de aspecto severo con vetas grises en el cabello largo y los ojos del color del cielo. Mosel era flaco, los pliegues epicánticos de los ojos indicaban que había sangre kanesiana en su linaje. Llevaba el pelo trenzado y cortado a un dedo de longitud, al modo de los piratas jakatakanos. Tirón era el más grande de los tres, armado con un hacha corta de un solo filo. El escudo que llevaba atado a la espalda era enorme, de madera noble, recubierto de estaño y ribeteado de bronce.

—¿Cuál de vosotros es Cuerdas? —preguntó Mosel.

—Yo, ¿por qué?

El hombre se encogió de hombros.

—Nada. Solo por saberlo. Y tú —señaló con la cabeza a Gesler—, eres el infante de marina Gesler.

—Pues sí. ¿Qué pasa?

—Nada.

Hubo un momento de silencio incómodo, después habló Tirón, la voz aflautada salía de lo que Cuerdas sospechaba que era una laringe lesionada.

—Hemos oído que la consejera iba a ir al muro mañana. Con esa espada. ¿Y luego qué? ¿Lo apuñala? Es una tormenta de arena, no hay nada que apuñalar. ¿Y no estamos ya en Raraku? ¿El sagrado desierto? Pues no se nota nada, no parece diferente, tampoco. ¿Por qué no nos limitamos a esperarlos sin más? ¿O dejamos que se queden y se pudran ahí, dentro de ese puñetero erial? Si Sha’ik quiere un imperio de arena, que se quede con él.

Era doloroso escuchar aquella voz fracturada y Cuerdas tuvo la sensación de que Tirón no iba a parar nunca.

—Esas son muchas preguntas —dijo en cuanto el hombre hizo una pausa para aspirar una sibilante bocanada de aire—. No se puede dejar aquí ese imperio de arena, Tirón, porque está podrido y la podredumbre se extenderá, perderíamos Siete Ciudades, y se derramó demasiada sangre para conquistar aquello como para dejarlo ir sin más. Y, si bien estamos en Raraku, permanecemos justo en el borde. Puede que sea un sagrado desierto, pero tiene el mismo aspecto que cualquier otro. Si posee algún poder, entonces está en lo que te hace después de un tiempo. Quizá no en lo que haga, sino en lo que te da. No es fácil explicarlo. —Después se encogió de hombros y tosió.

Gesler se aclaró la garganta.

—El muro del Torbellino es hechicería, Tirón. La espada de la consejera es de otataralita. Habrá un choque entre los dos. Si la espada de la consejera falla, entonces nos vamos todos a casa… o regresamos a Aren…

—No es eso lo que he oído —dijo Moak, después hizo una pausa para escupir antes de continuar—: Viramos al este y luego al norte si no podemos atravesar el muro. A G’danisban o quizás Ehrlitan. Para esperar a Dujek Unbrazo y al mago supremo Tayschrenn. He oído incluso que podrían sacar a Melena Gris de la campaña de Korelri.

Cuerdas se quedó mirando al hombre.

—¿En qué sombras te has metido tú, Moak?

—Bueno, tiene sentido, ¿no?

Cuerdas se incorporó con un suspiro.

—Es todo una pérdida de aliento, soldados. Antes o después nos veremos todos marchando como auténticos estúpidos.

Luego se acercó adonde su pelotón había montado las tiendas.

Sus soldados, Sepia incluido, estaban reunidos alrededor de Botella, que estaba sentado con las piernas cruzadas y parecía estar jugando con palos y ramitas.

Cuerdas se detuvo en seco, un escalofrío extraño lo atravesó entero. Por los dioses del inframundo, por un momento pensé que estaba viendo a Ben el Rápido, con el pelotón de Whiskeyjack arremolinado alrededor de uno de esos puñeteros rituales peliagudos… Podía oír unos tenues cánticos en algún lugar del desierto, más allá del campamento, una canción que atravesaba como el filo de una espada el rugido del muro del Torbellino. El sargento sacudió la cabeza y se acercó.

—¿Qué estás haciendo, Botella?

El joven levantó la cabeza con aire culpable.

—Eh, no mucho, sargento…

—Probando una adivinación —gruñó Sepia—, y por lo que yo veo, no está llegando a ninguna parte.

Cuerdas se agachó lentamente en el círculo, enfrente de Botella.

—Un estilo interesante, muchacho. Palos y ramitas. ¿Dónde aprendiste eso?

—De mi abuela —murmuró el otro.

—¿Era bruja?

—Más o menos. Y mi madre también.

—¿Y tu padre? ¿Qué era tu padre?

—No sé. Había rumores… —El chico agachó la cabeza, claramente incómodo.

—No importa —dijo Cuerdas—. Eso está orientado a la tierra, el patrón que tienes ahí. Necesitas algo más que solo lo que ancla el poder…

Todos los demás se habían quedado mirando a Cuerdas.

Botella asintió y después sacó un muñequito hecho de hierbas entrelazadas, una variedad oscura de hojas violetas. Estaba envuelto en tiras de tela negra.

El sargento abrió mucho los ojos.

—En el nombre del Embozado, ¿quién se supone que es ese?

—Bueno, la mano de la muerte, algo así, o eso quería que fuera. Ya sabes, con esa dirección… Pero no está cooperando.

—¿Estás extrayendo de la senda del Embozado?

—Un poco…

Vaya, hay más en este muchacho de lo que yo pensaba.

—No te preocupes por el Embozado. Puede que ronde, pero no se va a adelantar hasta después de lo que sea e, incluso entonces, es un cabrón indiscriminado. Para esa figura que has hecho, prueba con el patrón de los Asesinos.

Botella se estremeció.

—¿La Cuerda? Pero está demasiado, eh, cerca…

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Sonrisas—. Dijiste que conocías Meanas. Y ahora resulta que también conoces al Embozado. Y brujería. Estoy empezando a pensar que te lo estás inventando todo.

El mago frunció el ceño.

—Está bien, de acuerdo. Y ahora deja de mover los labios. Tengo que concentrarme.

El pelotón se tranquilizó una vez más. Cuerdas clavó la mirada en los varios palos y ramitas que habían clavado en la arena delante de Botella. Tras un largo momento, el mago puso con calma el muñeco en medio, clavando sus piernas en la arena hasta que la figurita se quedó de pie; después retiró la mano con cuidado.

Los palos de uno de los lados estaban colocados en fila. Cuerdas supuso que eso era el muro del Torbellino, ya que los palos empezaron a mecerse como juncos al viento.

Botella estaba murmurando por lo bajo, con una nota creciente de urgencia y después de frustración. Tras un momento, expulsó una bocanada de aire, se echó hacia atrás y abrió los ojos con un parpadeo.

—No sirve de nada…

Los palos habían dejado de moverse.

—¿Se puede meter la mano ahí sin peligro? —preguntó Cuerdas.

—Sí, sargento.

Cuerdas introdujo la mano y cogió el muñeco. Después lo volvió a dejar otra vez en el suelo… al otro lado del muro del Torbellino.

—Prueba ahora.

Botella se lo quedó mirando un momento, después se inclinó hacia delante y cerró los ojos otra vez.

El muro del Torbellino empezó a oscilar de nuevo. Después, varios de los palitos de esa fila se derrumbaron.

Un grito ahogado surgió del círculo, pero el ceño de Botella se profundizó.

—No se mueve. El muñeco. Puedo sentir a la Cuerda… cerca, demasiado cerca. Hay poder, un poder que entra a borbotones, o quizá sale, de ese muñeco, solo que no se mueve…

—Tienes razón —dijo Cuerdas, una gran sonrisa se iba extendiendo poco a poco por sus rasgos—. Él no se desplaza. Pero su sombra sí…

Sepia lanzó un gruñido.

—Que la Reina me lleve, tiene razón. Es una cosa muy rara, puñeta… Yo ha he visto suficiente. —Se levantó de repente con aspecto nervioso y agitado—. La magia me pone los pelos de punta. Me voy a la cama.

La adivinación terminó de repente. Botella abrió los ojos y miró a su alrededor, a los otros. La cara le brillaba de sudor.

—¿Por qué no se movió él? ¿Por qué solo su sombra?

Cuerdas se puso en pie.

—Porque, muchacho, todavía no está listo.

Sonrisas levantó la cabeza y se quedó mirando, furiosa, al sargento.

—Bueno, ¿y quién es? ¿La propia Cuerda?

—No —respondió Botella—. No, de eso estoy seguro.

Cuerdas se alejó del círculo sin decir nada. No, no es la Cuerda. Alguien incluso mejor, en lo que a mí se refiere. En lo que a todos los malazanos se refiere, si a eso vamos. Está aquí. Y está al otro lado del muro del Torbellino. Y sé con toda precisión para quién ha afilado sus cuchillos.

Ahora, con que parase ese maldito cántico

Se encontraba en plena oscuridad, asediado. Las voces lo asaltaban desde todas partes y le martilleaban el cráneo. No era suficiente que hubiera sido responsable de la muerte de los soldados, encima no lo iban a dejar en paz. Sus espíritus le gritaban, unas manos fantasmales salían por la puerta del Embozado y los dedos le atravesaban el cerebro.

Gamet quería morir. Había sido peor que inútil. Había sido una carga, otro más de la multitud de comandantes incompetentes que habían dejado un río de sangre a su paso, otro nombre en esa historia mancillada y degradante que alimentaba los peores temores del soldado común.

Y lo había vuelto loco. Al fin lo entendía. Las voces, la incertidumbre que lo paralizaba, el modo en que siempre tenía frío y temblaba por muy cálido que fuese el sol diurno o por muy altas que llegaran las hogueras nocturnas. Y la debilidad que se le colaba en los miembros y le diluía la sangre en las venas hasta darle la sensación de que lo que el corazón bombeaba era agua sucia. Me han destrozado. Le fallé a la consejera con mi primera muestra de valor.

A Keneb le iría bien. Keneb era una buena elección como nuevo puño de la legión. No era demasiado mayor y tenía familia, personas por las que luchar y a quien regresar, personas que le importaban. Esas eran las cosas importantes. Una presión necesaria, fuego para la sangre. Nada de lo cual existía en la vida de Gamet.

Desde luego ella nunca me ha necesitado, ¿verdad? La familia se desgarró entera y no hubo nada que yo pudiera hacer. Yo solo era el castellano, un guardián de la casa con ínfulas de grandeza. El que aceptaba las órdenes. Incluso cuando una sola palabra mía podría haber cambiado el destino de Felisin, me limité a saludar y decir: «Sí, señora».

Pero siempre había sabido que era pobre de espíritu. No habían faltado oportunidades para demostrar sus defectos, sus fracasos. No habían faltado nunca, aunque ella viera esos momentos como simples pruebas de lealtad, como una aceptación disciplinada de órdenes por muy horrendo que fuera el resultado.

—Ruido.

Una nueva voz. Parpadeó y escudriñó a su alrededor, luego miró abajo y vio al cachorro adoptado de Keneb, Larva. Medio desnudo, la piel bronceada manchada de tierra, el pelo una maraña salvaje, los ojos resplandeciendo bajo las estrellas.

—Ruido.

—Sí, hacen mucho ruido. —Aquel niño estaba asilvestrado. Era tarde, quizá ya a punto de amanecer. ¿Qué estaba haciendo levantado? ¿Qué estaba haciendo allí fuera, más allá de los piquetes del campamento, casi pidiendo que un asaltante del desierto lo masacrara?

—Ellos no. Eso.

Gamet lo miró y frunció el ceño.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué hace ruido?

Yo lo único que oigo son voces, tú no puedes oírlas. Por supuesto que no.

—La tormenta de arena. Ruge. ¡Muy… muy… muy muy muy alto!

¿La tormenta? Gamet se limpió la tierra de los ojos, observó a su alrededor, y seencontró a menos de cincuenta pasos del muro del Torbellino. Y el sonido de la arena, que se precipitaba entre las rocas por el suelo, que se alzaba al cielo siseando en bucles salvajes que daban brincos, los guijarros traqueteando por todas partes, el viento en sí dibujando un remolino entre los pliegues esculpidos de la caliza… el sonido era como… como voces. Voces que gritan, coléricas.

—No estoy loco.

—Yo tampoco. Estoy contento. Padre tiene un nuevo aro brillante. Alrededor del brazo. Está todo tallado. Se supone que tiene que dar más órdenes, pero da menos. Pero yo sigo contento. Brilla mucho. ¿A ti te gustan las cosas que brillan? A mí sí, aunque me duelen los ojos. Quizás es precisamente porque me duelen los ojos. ¿Tú qué piensas?

—Yo ya no pienso mucho sobre nada, muchacho.

—Yo creo que piensas demasiado.

—Ah, ¿de verdad?

—Padre cree lo mismo. Piensas en cosas en las que carece de sentido pensar. Si da igual. Pero yo sé por qué piensas.

—¿Lo sabes?

El niño asintió.

—Por la misma razón por la que a mí me gustan las cosas que brillan. Padre te está buscando. Voy a decirle que te he encontrado.

Larva se fue sin prisas y no tardó en desaparecer en la oscuridad.

Gamet se volvió y se quedó mirando el muro del Torbellino. Su cólera lo golpeaba. El remolino de arena le arañaba los ojos y lo dejaba sin aliento. Aquel ente tenía hambre, siempre había tenido hambre, pero algo nuevo había llegado y alterado su timbre agudo. ¿Qué es? Una urgencia, un tono impregnado de… algo.

¿Qué estoy haciendo aquí?

Entonces lo recordó. Había ido en busca de la muerte. El filo de un asaltante que le rebanara la garganta. Rápido y repentino, aunque no del todo aleatorio.

Un final para todos esos pensamientos… que hacen que me duelan tanto los ojos.

El trueno creciente de los cascos de unos caballos lo despertó una vez más y se volvió para ver a dos jinetes que salían de la oscuridad y traían de las riendas a un tercer caballo.

—Llevamos la mitad de la noche buscando —dijo el puño Keneb cuando se detuvieron—. Temul tiene a un tercio de sus wickanos fuera, todos están buscándolo, señor.

¿Señor? Qué impropio.

—A su hijo no le costó nada encontrarme.

Keneb frunció el ceño bajo el borde del casco.

—¿Larva? ¿Vino aquí?

—Dijo que se iba a decirle que me había encontrado.

El hombre lanzó un bufido.

—Poco probable. Todavía no me ha dirigido ni una sola palabra. Ni siquiera en Aren. He oído que habla con otros, cuando le apetece, y no suele ser con frecuencia. Pero no conmigo. Y no, no sé por qué. En cualquier caso, le hemos traído el caballo. La consejera está lista.

—¿Lista para qué?

—Para desenvainar la espada, señor. Para atravesar el muro del Torbellino.

—No hace falta que me espere para eso, puño.

—Cierto, pero ha decidido hacerlo, no obstante.

Yo no quiero.

—Lo ha ordenado, señor.

Gamet suspiró y se acercó al caballo. Estaba tan débil que tuvo problemas para subirse a la silla. Los otros esperaron con una paciencia enloquecedora. Con el rostro en llamas tanto por el esfuerzo como por la vergüenza, Gamet trepó al fin al caballo y pasó un momento buscando los estribos, después cogió las riendas de manos de Temul.

—Usted delante —le gruñó a Keneb.

Cabalgaron paralelos al muro de arena rugiente, hacia el este, manteniendo una distancia respetable. Doscientos pasos después llegaron a un grupo de cinco personas inmóviles a lomos de sus caballos. La consejera, Tene Baralta, Blistig, Nada y Menos.

Un miedo repentino se apoderó de Gamet.

—¡Consejera! ¡Podrían estar esperando mil guerreros al otro lado! Necesitamos al ejército reunido. Necesitamos la infantería pesada en los flancos. Escoltas, arqueros, infantes…

—Ya es suficiente, Gamet. Avanzamos ahora, el sol ilumina ya el muro. Además, ¿es que no lo oye? En su chillido hay miedo. Un sonido nuevo. Un sonido grato.

El hombre se quedó mirando el remolino de la barrera de arena. Sí, eso era lo que presentía antes.

—Entonces sabe que su barrera va a fallar.

—La diosa lo sabe —asintió Menos.

Gamet se quedó mirando a los dos wickanos. Parecían muy desdichados, un estado en apariencia casi permanente en los dos jovencitos durante los últimos días.

—¿Qué pasará cuando caiga el torbellino?

La jovencita sacudió la cabeza, pero fue su hermano el que respondió.

—El muro del Torbellino encierra una senda. Destruye el muro y puedes penetrar en la senda, lo que deja a la diosa en una posición vulnerable. Si tuviéramos un batallón de garras y media docena de magos supremos, podríamos darle caza y matarla. Pero no podemos lograr tal cosa. —El chico levantó las manos en un gesto extraño—. El ejército del Apocalipsis continuará reforzado por el poder de la diosa. Esos soldados nunca se derrumbarán, continuarán luchando hasta el amargo final. Sobre todo, dado que lo más probable es que sea el final para nosotros, no para ellos.

—Tus predicciones de desastre no ayudan mucho, Nada —murmuró la consejera—. Acompañadme, todos, hasta que yo diga lo contrario.

Se fueron acercando al muro del Torbellino y se echaron hacia delante para hacer frente al viento fiero y a la arena que los golpeaban. A quince pasos del borde la consejera levantó una mano. Después desmontó, una mano enguantada se cerró alrededor de la empuñadura de la espada y comenzó a avanzar.

La hoja de otataralita de tono oxidado estaba a medio sacar de la vaina cuando descendió un silencio repentino y ante ellos murió la violencia estentórea del muro del Torbellino, que se derramó en nubes de arena y polvo. El siseo de la arena tamizada se alzó bajo el paso mudo de la tormenta. Un susurro. Una luz que surgía. Y después, el silencio.

La consejera se dio media vuelta, con la conmoción escrita en los rasgos.

—¡Se ha retirado! —gritó Nada, que se echó hacia delante con un tropezón—. ¡Tenemos el camino despejado!

Tavore alzó una mano para detener al wickano.

—¿En respuesta a mi espada, hechicero? ¿O es algún tipo de estratagema?

—Ambas cosas, creo. No aceptaría tal herida de forma voluntaria, me parece. Ahora tendrá que depender de su ejército mortal.

El polvo caía como lluvia, en oleadas doradas por el sol naciente. Y el centro del sagrado desierto se iba haciendo visible poco a poco entre las brechas de la tormenta moribunda. Ninguna horda aguardaba, comprobó Gamet, embargado por el alivio. Nada salvo más yermos, con algo parecido a una escarpa en el horizonte del nordeste que iba cayendo a medida que avanzaba hacia el oeste, donde unas extrañas colinas rotas levantaban una barrera natural.

La consejera volvió a subirse a su caballo.

—Temul. Quiero que se adelanten unos exploradores. No creo que vaya a haber más incursiones. Ahora nos esperan en un lugar que han elegido ellos. Recae sobre nosotros la responsabilidad de encontrarlo.

Y entonces se producirá la batalla. La muerte de cientos, quizá miles de soldados. La consejera, como el puño de la emperatriz. Y Sha’ik, sirvienta elegida de la diosa. Un choque de voluntades, nada más. Sin embargo, decidirá el futuro de cientos de miles.

No quiero tener nada que ver con esto.

Tene Baralta había llevado su caballo junto a Gamet.

—Lo necesitamos ahora más que nunca —murmuró la espada roja mientras la consejera, con energía renovada, continuaba dando órdenes a los oficiales que llegaban desde el campamento principal.

—No me necesitan en absoluto —respondió Gamet.

—Se equivoca. Ella necesita una voz cauta…

—La voz de un cobarde, esa es la verdad, y no, no la necesita para nada.

—Hay una niebla que llega en la batalla…

—Lo sé. Fui soldado, una vez. Y no lo hice mal. Aceptaba órdenes, no daba órdenes a nadie salvo a mí mismo. De vez en cuando a un puñado, pero no miles. Estaba en mi nivel justo de competencia, tantos años atrás.

—Muy bien, entonces, Gamet. Conviértase en soldado una vez más. Un soldado que resulta que está destinado al séquito de la consejera. Dele la perspectiva del soldado corriente. Sea cual sea la debilidad que siente, no es única, comprenda que la comparten cientos, o incluso miles, en nuestras legiones.

Blistig se había acercado por el otro lado y también añadió algo.

—Sigue mostrándose muy distante con nosotros, Gamet. No dispone de nuestro consejo porque no tenemos oportunidad de darlo. Y lo que es peor, desconocemos su estrategia…

—Suponiendo que tenga alguna —murmuró Tene Baralta.

—Ni sus tácticas para la batalla inminente —continuó Blistig—. Es peligroso, va contra la doctrina militar malazana. Ha hecho de esta guerra algo personal, Gamet.

Gamet estudió a la consejera, que se había adelantado a caballo flanqueada por Nada y Menos y parecía estudiar las colinas rotas tras las cuales, todos lo sabían, esperaba Sha’ik y su ejército del Apocalipsis. ¿Personal? Sí, es lo que haría ella. Porque es lo que siempre ha hecho.

—Así es como es. La emperatriz no desconocía su carácter.

—Nos estaremos adentrando en una trampa construida con mucho cuidado —gruñó Tene Baralta—. Korbolo Dom se ocupará de eso. Será el que tenga en su poder todos los terrenos altos, el que domine cada acceso. Para eso, que pinte un gran punto rojo en el suelo, en el sitio donde quiere que nos pongamos mientras nos mata.

—La consejera es consciente de todo ello —dijo Gamet. Déjame en paz, Tene Baralta. Tú también, Blistig. Ya no somos tres. Somos dos y uno. Habla con Keneb, no conmigo. Él puede respaldar tus expectativas. Yo no—. Debemos avanzar para encontrarnos con ellos. ¿Qué otra cosa querrían que hiciera la consejera?

—Escucharnos, eso —respondió Blistig—. Tenemos que buscar otro acceso. Subir desde el sur, quizá…

—¿Y pasar más semanas en esta marcha? ¿No crees que Korbolo habría pensado lo mismo? Todos los pozos y manantiales de agua estarán emponzoñados. Vagaríamos hasta que Raraku nos matara a todos, sin que se levantara contra nosotros ni una sola espada.

Sorprendió la mirada que se cruzaron por un instante Blistig y Tene Baralta. Gamet frunció el ceño.

—Conversaciones como esta no arreglarán lo que está roto, señores. Ahórrense el aliento. No me cabe duda de que la consejera convocará un consejo de guerra en el momento oportuno.

—Más le vale —soltó de repente Tene Baralta al tiempo que recogía las riendas y le daba la vuelta al caballo.

Mientras se alejaba a medio galope, Blistig se inclinó hacia delante y escupió.

—Gamet, cuando se convoque ese consejo, esté allí.

—¿Y si no estoy?

—Ya tenemos bastante equipaje en esta recua, con todos esos oficiales de noble cuna y sus listas interminables de quejas. Los soldados que ascienden desde la tropa son muy escasos en este ejército, demasiado escasos para ver a uno siquiera malgastado. Cierto, no tenía una gran opinión de usted al principio. Era el niño bonito de la consejera. Pero dirigió su legión bastante bien…

—Hasta la primera noche que luchamos contra el enemigo.

—Cuando un maldito mató a su caballo y estuvo a punto de arrancarle la cabeza.

—Ya estaba desorientado antes de eso, Blistig.

—Solo porque se metió en la escaramuza. Cosa que un puño no debería hacer. Se queda atrás, rodeado de mensajeros y guardias. Puede que se encuentre con que no da ni una sola orden, pero sigue siendo el núcleo de todo; el núcleo inmovible. Solo con estar allí es suficiente. Pueden mandarle recado, usted puede mandarles recado a ellos. Puede reforzar, relevar unidades y responder a los acontecimientos. Es lo que hace un oficial de alto rango. Si se encuentra en medio de un combate, es inútil, una carga para los soldados que lo rodean porque están obligados a salvarle el pellejo. Y lo que es peor, usted no ve nada, sus mensajeros no lo encuentran. Ha perdido perspectiva. Si el núcleo vacila o desaparece, la legión cae.

Gamet consideró las palabras de Blistig por un largo instante, después suspiró y se encogió de hombros.

—Eso ya no importa. Yo ya no soy puño. Lo es Keneb y él sabe lo que hay que hacer…

—Es puño en funciones. La consejera lo dejó claro. Es temporal. Y ahora recae sobre usted la responsabilidad de asumir de nuevo el cargo, y el mando.

—No lo haré.

—Tiene que hacerlo, cabrón obstinado. Keneb es un capitán muy bueno, joder. Ahora hay un aristócrata en ese papel, el que lo sustituye. Ese hombre es un maldito imbécil. Mientras estaba bajo el tacón de Keneb no había problema. Tiene que devolver las cosas a su debido orden, Gamet. Y tiene que hacerlo hoy mismo.

—¿Cómo sabe lo de ese capitán nuevo? Ni siquiera está en su legión.

—Me lo dijo Keneb. Él preferiría haber ascendido a uno de los sargentos, hay unos cuantos con más experiencia que nadie en todo este ejército. Pretenden pasar desapercibidos, pero se nota, de todos modos. El cuerpo de oficiales del que tuvo que tirar la consejera estaba lleno de aristócratas, el sistema entero era una empresa privada, exclusivista y corrupta. A pesar de la matanza de la Criba, persiste, justo aquí, en este ejército.

—Además —añadió Gamet—, esos sargentos son mucho más útiles justo donde están.

—Sí. Así que deje de enfurruñarse como un egoísta, viejo, y vuelva al trabajo.

El dorso de la mano enguantada de Gamet golpeó la cara de Blistig con la fuerza suficiente para romperle la nariz y tirarlo del caballo de espaldas.

Oyó que otro caballo se detenía cerca y se volvió para ver a la consejera, una nube de polvo se alzaba bajo los cascos de su montura, que pateaban el suelo. La mujer lo miraba con fijeza.

Blistig escupió sangre y se fue poniendo en pie poco a poco.

Gamet hizo una mueca y se acercó con el caballo al paso adonde esperaba la consejera.

—Estoy listo —dijo— para regresar a mis obligaciones, consejera.

Una ceja se arqueó ligeramente.

—Muy bien. Creo necesario aconsejarle, sin embargo, que en el futuro desahogue sus desacuerdos con los otros puños en algún lugar más privado.

Gamet echó la vista atrás. Blistig estaba muy ocupado quitándose el polvo, pero había una sonrisa triste en su rostro ensangrentado.

Qué cabrón. Con todo, podrá darme una gratis cuando quiera. Se la debo, ¿no?

—Informe a Keneb —dijo la consejera.

Gamet asintió.

—Con su permiso, consejera, me gustaría hablar de nuevo con el puño Blistig.

—Una conversación menos dramática que la última, espero, puño Gamet.

—Veremos, consejera.

—¿Y eso?

—Depende de lo paciente que sea él, supongo.

—Vaya ya, entonces, puño.

—Sí, consejera.

Cuerdas y unos cuantos sargentos más se habían subido a una colina (todos los demás estaban muy ocupados desmontando el campamento y preparándose para la marcha), para tener una visión más clara del derrumbado muro del Torbellino. Las capas de polvo todavía caían en cascada, aunque el viento refrescante las estaba desgarrando a toda prisa.

—Ni siquiera un gemido —suspiró Gesler tras él.

—La diosa se retiró, diría yo —dijo Cuerdas—. Apostaría a que la consejera ni siquiera sacó la espada.

—¿Entonces para qué levantas el muro ya para empezar? —se preguntó Borduke.

Cuerdas se encogió de hombros.

—¿Quién puede decirlo? Aquí en Raraku están pasando otras cosas, cosas de las que no sabemos nada. El mundo no se paró durante los meses que nos hemos pasado marchando hasta aquí.

—Estaba ahí para mantener a la Garra fuera —declaró Gesler—. Tanto Sha’ik como su diosa quieren que se produzca esta batalla. La quieren limpia. Soldado contra soldado, mago contra mago, comandante contra comandante.

—Pues lo siento por ellos —murmuró Cuerdas.

—Eso has estado insinuando. Escúpelo ya, Viol.

—Solo una corazonada, Gesler. Las tengo, a veces. Tienen infiltrados. Eso es lo que vi en la adivinación de Botella. La noche antes de la batalla, las cosas se pondrán peliagudas en ese oasis. Ojalá pudiera estar allí para verlo. Maldita sea, ojalá pudiera estar allí para ayudar.

—Ya nos tocará a nosotros estar ocupados, creo —murmuró Gesler.

El último sargento que los había acompañado suspiró y después habló con voz ronca.

—Moak piensa que no vamos a estar muy ocupados. A menos que el nuevo capitán haga alguna estupidez. La consejera va a hacer algo inesperado. Puede que ni siquiera tengamos que luchar.

Cuerdas tosió.

—¿De dónde saca Moak todo eso, Tirón?

—De la letrina cuando se agacha, diría yo —rezongó Borduke, después escupió.

El sargento de infantería pesada se encogió de hombros.

—Moak sabe cosas, eso es todo.

—¿Y cuántas veces se equivoca? —preguntó Gesler tras carraspear.

—Es difícil decirlo. Dice tantas cosas que no las recuerdo todas. Ha tenido razón muchas veces, creo. Estoy seguro, de hecho. Casi seguro. —Tirón miró a Cuerdas—. Dice que tú estuviste en la hueste de Unbrazo. Y la emperatriz quiere tu cabeza en una pica porque estás declarado en rebeldía. —El hombre se volvió luego hacia Gesler—. Y dice que tú y tu cabo, Tormenta, sois de la vieja guardia. Infantes de marina menores de edad al servicio de Dassem Ultor, o quizá Cartheron Costra o su hermano Urko. Que fuisteis vosotros los que trajisteis ese viejo dromon quon al puerto de Aren con todos los heridos de la cadena de perros. Y tú, Borduke, tú arrojaste una vez a un oficial aristócrata por un risco, cerca de Karashimesh, solo que no pudieron demostrarlo, claro.

Los otros tres hombres se quedaron mirando a Tirón sin decir nada. Tirón se frotó el cuello.

—Bueno, eso es lo que él dice, por lo menos.

—Es asombroso lo mucho que se equivoca —dijo Gesler con sequedad.

—¿Y supongo que ha ido contando todo eso por ahí? —preguntó Cuerdas.

—Oh, no. Solo a mí y a Sobelone. Nos dijo que no abriéramos la boca. —Tirón parpadeó y después añadió—. Pero no con vosotros, como es obvio, porque vosotros ya lo sabéis. Solo era por charlar de algo. Por ser cordial. Es asombroso que el muro del Torbellino se derrumbara sin más, ¿verdad?

Unos cuernos sonaron a lo lejos.

—Hora de marchar —murmuró Gesler—, loado sea el Embozado y los demás…

Keneb cabalgaba junto a Gamet. Habían apostado su legión como retaguardia para ese día de viaje y el polvo impregnaba el aire caluroso.

—Estoy empezando a dudar que el muro del Torbellino se haya desvanecido —dijo Keneb.

—Sí, estamos levantando menos de lo que sigue cayendo —respondió Gamet. Dudó y después dijo—: Mis disculpas, capitán…

—No es necesario, señor. Es un alivio, y no me malinterprete. Es un alivio no solo de la presión de ser puño, sino también porque rescindió el ascenso de Ranal. Fue todo un placer informarle. ¿Sabía usted que había reestructurado las unidades? ¿Que utilizó las disposiciones de Melena Gris? Claro que Melena Gris estaba librando una guerra prolongada sobre un territorio inmenso sin un frente definido. Necesitaba unidades independientes, listas para cualquier contingencia. Y lo que es más irritante, omitió informar a los demás.

—¿Está devolviendo a los pelotones a su ubicación original, capitán?

—Todavía no, señor. Esperaba su orden.

Gamet lo pensó un momento.

—Informaré a la consejera de la nueva estructura de nuestra legión.

—¿Señor?

—Podría resultar útil. Nosotros nos encontraremos en la retaguardia de la batalla, en medio de un paisaje destrozado. La decisión de Ranal, aunque sin duda se tomó en la ignorancia, es la más adecuada.

Keneb suspiró, pero no dijo nada y Gamet lo entendió. Puede que haya vuelto como puño con la confirmación de la consejera, pero su decisión sobre nuestro posicionamiento ha dejado claro que he perdido su confianza.

Cabalgaron en silencio, en un incómodo silencio.