No hay muerte en la luz.
Anarmann,
sumo sacerdote de Osserc
—Mezlas, todos y cada uno —murmuró Febryl mientras cojeaba por el camino gastado y polvoriento, cada vez le costaba más respirar.
Poco había en aquel mundo que le complaciera ya. Los malazanos. Su cuerpo, débil y frágil. La locura ciega de poder que se evidenciaba con tanta brutalidad en la diosa del Torbellino. En su mente, el mundo se estaba hundiendo en el caos y todo lo que había sido (todo lo que él había sido) estaba atrapado en el pasado.
Pero el pasado no estaba muerto. Solo dormía. La resurrección perfecta y medida de los viejos patrones podría lograr un renacimiento. No un renacimiento como el de Sha’ik, eso no había sido más que deshacerse de un recipiente muy gastado que había cambiado por otro no tan maltratado. No, el renacimiento que Febryl imaginaba era mucho más profundo.
En otro tiempo había servido al sagrado Falah’d Enqura. La sagrada ciudad de Ugarat y su multitud de ciudades tributarias habían disfrutado de una época de renacimiento. Once grandes centros de estudios prosperaban en Ugarat. Se redescubrían conocimientos perdidos largo tiempo atrás. La flor de una gran civilización se volvía para mirar al sol y comenzaba a abrirse.
Los mezlas y sus implacables legiones lo habían destruido… todo. Ugarat había caído bajo Dassem Ultor. Los soldados asaltaron las escuelas, solo para descubrir, furiosos, que sus muchas riquezas y textos habían desaparecido, junto con filósofos y académicos. Enqura había comprendido la sed mezla de conocimientos, la codicia del emperador, siempre en busca de los secretos extranjeros, y el sagrado protector de la ciudad no estaba dispuesto a darles nada. En lugar de eso, le había ordenado a Febryl, una semana antes de la llegada de los ejércitos malazanos, que cerrara las escuelas, que confiscara los cien mil pergaminos y volúmenes encuadernados, las antiguas reliquias del Primer Imperio, y a los propios profesores y eruditos. Por decreto del protector, el coliseo de Ugarat se convirtió en el espacio idóneo para un inmenso incendio y todo quedó destruido. Los eruditos fueron crucificados (los que no se arrojaron a la pira en un ataque de locura y dolor) y sus cuerpos tirados a los pozos que contenían las reliquias aplastadas, a las afueras de la muralla de la ciudad.
Febryl había hecho lo que le habían ordenado. Su último gesto de lealtad, de valor puro e inmaculado. El terrible acto era necesario. La negativa de Enqura fue quizás el mayor desafío de toda la guerra. Un desafío por el que el protector sagrado pagó con su vida, cuando el horror que según se dijo golpeó a Dassem Ultor al oír lo que había hecho se transformó en rabia.
La pérdida de fe de Febryl se había producido en el intervalo y lo había dejado destrozado. Había seguido las órdenes de Enqura y eso había hecho enfurecer de tal modo a su madre y a su padre, ambos nobles eruditos por derecho propio, que lo habían repudiado a la cara. Y Febryl perdió la cabeza esa noche, recuperó la cordura cuando el alba manchaba el horizonte y se encontró con que había asesinado a sus padres. Y a los sirvientes de estos. Que había desatado una hechicería que había desollado la carne de los guardias. Que había manado tal poder de él que lo había hecho envejecer muchos años en pocas horas, arrugado y marchito, los huesos quebradizos y encorvados.
El anciano que salió cojeando por las puertas de la ciudad ese día no era digno de la atención de nadie. Enqura lo buscó, pero Febryl consiguió eludir al protector sagrado y dejar al hombre con su destino.
Imperdonable.
Una palabra dura, una verdad más dura que la piedra. Pero Febryl nunca pudo decidir a qué crimen se aplicaba. ¿Tres traiciones o dos? ¿Fue la destrucción de todo aquel conocimiento, el asesinato de todos aquellos eruditos y profesores, fue, como los mezlas y otros falad’han declararon después, la obra más vil de todas? ¿Más vil incluso que el levantamiento de los t’lan imass para masacrar a los ciudadanos de Aren? ¿Hasta el punto de que el nombre de Enqura se convirtió en una maldición para mezlas y nativos de Siete Ciudades por igual? ¿Tres y no dos?
Y la zorra lo sabía. Sabía todos y cada uno de sus secretos. No había sido suficiente que se cambiara de nombre; ¿no había bastado que tuviera la apariencia de un viejo, cuando el mago supremo Iltara, el sirviente de más confianza de Enqura, había sido joven, alto y deseado tanto por hombres como por mujeres? No, aquella mujer había barrido, al parecer sin esfuerzo, todas sus barreras y había saqueado los pozos de su alma.
Imperdonable.
A ningún poseedor de sus secretos se le podía permitir vivir. Se negaba a ser tan… vulnerable. Ante nadie. Ni siquiera ante Sha’ik. Sobre todo ante Sha’ik.
Y por tanto hay que eliminarla. Incluso si eso significa tener que tratar con mezlas. No se hacía ilusiones con Korbolo Dom. Las ambiciones del napaniano (fuera lo que fuera lo que afirmara en esos momentos) iban mucho más allá de esa rebelión. No, sus ambiciones eran imperiales. En algún lugar del sur, Mallick Rel, el sacerdote jhistal de Mael ancestral, se encaminaba a Aren para rendirse. A su vez, lo llevarían ante la propia emperatriz.
¿Y entonces qué? Esa serpiente de sacerdote anunciaría un extraordinario cambio de fortuna en Siete Ciudades. Korbolo Dom había estado trabajando por los intereses de la emperatriz todo el tiempo. O alguna tontería parecida. Febryl estaba seguro de sus sospechas. Korbolo Dom quería un regreso triunfante al redil imperial. Seguramente también el título de puño supremo de Siete Ciudades. Mallick Rel habría tergiversado su papel en los acontecimientos de la Ladera y justo después, el muerto, Pormqual, se convertiría en el foco único de la debacle de la muerte de Coltaine y la masacre del ejército del puño supremo. El jhistal se escabulliría de algún modo o, si todo se torcía, conseguiría escapar por algún sitio. Febryl creía que Korbolo Dom tenía agentes en el palacio de Unta; lo que estaba acaeciendo allí, en Raraku, no era más que un temblor en una red mucho más inmensa.
Pero lo derrotaré al final. Incluso si debe parecer que ahora mismo consiento. Ha aceptado mis condiciones, después de todo (una mentira, por supuesto), y yo, a mi vez, acepto las suyas (otra mentira, como es natural).
Febryl había atravesado las afueras de la ciudad y se encontraba en la región más agreste del oasis. La pista tenía todo el aspecto de haber caído en desuso, cubierta de frondas crujientes y secas y cáscaras de calabazas; Febryl sabía que su descuidado paso estaba destruyendo la ilusión, pero le daba igual. Los asesinos de Korbolo arreglarían el desastre, después de todo. Nutría sus autoengaños con bastante eficiencia.
Dobló una curva del sendero y entró en un claro rodeado de piedras bajas. Antaño allí había un pozo, pero ya hacía mucho tiempo que las arenas lo habían llenado. Kamist Reloe se encontraba cerca del centro, encapuchado y con aspecto lobuno, con cuatro de los asesinos de Korbolo formando un semicírculo tras él.
—Llegas tarde —siseó Kamist Reloe.
Febryl se encogió de hombros.
—¿Te parezco un potro capaz de hacer cabriolas? Bueno, ¿has empezado los preparativos?
—El que sabe aquí eres tú, Febryl, no yo.
Febryl siseó y después agitó una mano que era como una garra.
—No importa. Todavía hay tiempo. Tus palabras solo me recuerdan que debo sufrir a los necios…
—No eres el único —dijo con voz cansina Kamist Reloe.
Febryl se adelantó cojeando.
—El sendero que tus… sirvientes querrían tomar es un sendero largo. No lo han pisado mortales desde el Primer Imperio. Es probable que ahora sea terreno traicionero…
—Ya basta de advertencias, Febryl —soltó de repente Kamist Reloe, se le empezaba a notar el miedo—. Tú solo tienes que abrir el camino. Eso es lo único que te pedimos, lo único que te hemos pedido jamás.
—Necesitas más que eso, Kamist Reloe —dijo Febryl con una sonrisa—. ¿Quieres que estos necios caminen a ciegas? La diosa era antaño un espíritu…
—Eso no es ningún secreto.
—Quizá, pero ¿qué clase de espíritu? Un espíritu que cabalgaba en los vientos del desierto, podrías pensar. Pero te equivocas. ¿Un espíritu de piedra? ¿De arena? No, nada de eso. —Agitó una mano—. Mira a tu alrededor. Raraku contiene los huesos de incontables civilizaciones que se remontan hasta el Primer Imperio, el imperio de Dessimbelackis. Y todavía más atrás, sí, indicios que ya están casi borrados, pero algunos todavía permanecen, si se tienen ojos para verlos… y comprenderlos. —Cojeó hasta una de las piedras bajas que rodeaban el claro, luchaba por ocultar la mueca del dolor que sentía en los desgastados huesos—. Si excavaras en esta arena, Kamist Reloe, descubrirías que estas rocas son en realidad menhires, piedras más altas que cualquiera de los que estamos aquí. Y sus flancos lucen las muescas y surcos de extraños dibujos…
Kamist fue dibujando un lento círculo y estudió las rocas que sobresalían con los ojos entrecerrados.
—¿T’lan imass?
Febryl asintió.
—El Primer Imperio de Dessimbelackis, Kamist Reloe, no fue el primero. Ese pertenecía a los t’lan imass. Había poco, bien es cierto, que tú o yo llamaríamos… imperial. No había ciudades. No se roturaba el suelo para plantar cultivos o irrigar. Y sus ejércitos eran de no muertos. Había un trono, por supuesto, sobre el que debía sentarse un mortal, la raza progenie de los t’lan imass. Un humano. Cielos, los humanos veían el imperio de forma… diferente. Y su visión no incluía a los t’lan imass. Y por tanto, una traición. Y después, la guerra. Un combate desigual, pero los t’lan imass eran reacios a aniquilar a sus hijos mortales. Y por tanto se fueron…
—Solo para regresar al hacerse pedazos la senda —murmuró Kamist Reloe, asintiendo—. Cuando estalló el caos con el ritual de soletaken y d’ivers. —Miró a Febryl una vez más—. ¿El espíritu de la diosa es… era… t’lan imass?
Febryl se encogió de hombros.
—En otro tiempo hubo textos (inscritos en arcilla cocida) de un culto del Primer Imperio; copias de esos textos sobrevivieron hasta la caída de Ugarat. A los pocos t’lan imass que los humanos consiguieron destruir cuando se rebelaron los fueron enterrando en lugares sagrados. Lugares como este, Kamist Reloe.
Pero el otro mago sacudió la cabeza.
—Es una criatura embargada por la rabia. Semejante furia no tiene sitio entre los t’lan imass…
—A menos que tuviera razones. Recuerdos de una traición, quizás en su vida mortal. Una herida demasiado profunda para que la erradicara el ritual de Tellann. —Febryl se encogió de hombros—. No importa. El espíritu es t’lan imass.
—Un poco tarde para ese tipo de revelaciones, sacerdote —rezongó Kamist Reloe mientras volvía la cabeza para escupir—. ¿Todavía está vinculada por el ritual de Tellann?
—No. Rompió esas cadenas ya hace mucho tiempo y ha recuperado su alma; los dones secretos de Raraku son los de la vida y la muerte, tan primarios como la existencia en sí. Volvió a ella todo lo que había perdido, quizás incluso el renacimiento de su rabia. Raraku, Kamist Reloe, sigue siendo el misterio más profundo de todos, pues contiene sus propios recuerdos… del mar, de las propias aguas de la vida. Y los recuerdos son poder.
Kamist Reloe se ciñó mejor el manto alrededor de su demacrada forma.
—Abre el camino.
Y cuando lo haya hecho por ti y tus amigos mezlas, mago supremo, estarás en deuda conmigo y mis deseos. Siete Ciudades será liberada. El Imperio de Malaz retirará todos sus intereses y nuestra civilización florecerá una vez más…
Se adentró en el centro del círculo de piedras y levantó las manos.
Se acercaba algo. Bestial, salvaje y poderoso. Y con cada momento que pasaba, a medida que se iba acercando, el miedo de L’oric iba creciendo. Guerras antiguas… esa es la sensación que da, como una enemistad renacida, un odio que desafía a los milenios. Y aunque presentía que ningún mortal de la ciudad del oasis era el sujeto de esa ira, la verdad seguía siendo que… todos estamos en medio.
Tenía que saber más. Pero no tenía ni idea de qué camino tomar. Siete Ciudades era una tierra que gemía bajo cargas invisibles. Su piel estaba cubierta de capas, duras y curtidas. No era fácil arrancarle sus secretos, sobre todo en Raraku.
Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo de la tienda, con la cabeza baja y los pensamientos disparados. La cólera del torbellino jamás había sido tan fiera, lo que lo llevaba a sospechar que el ejército malazano se estaba acercando, que el choque final de voluntades era inminente. Era, en realidad, una convergencia y las corrientes habían atrapado otros poderes y los arrastraban con una fuerza despiadada.
Y tras todo ello, los susurros de una canción…
Debería huir de aquel lugar. Llevarse con él a Felisin, y quizás a Heboric también. Y pronto. Pero la curiosidad lo retenía allí, al menos de momento. Las capas se estaban partiendo y comenzarían a revelarse verdades, y él las conocería. Vine a Raraku porque percibí la presencia de mi padre… por alguna parte, cerca. Quizá ya no estuviera allí, pero lo había estado, no hacía mucho tiempo. La posibilidad de encontrar su rastro…
La reina de los Sueños había dicho que Osric se había perdido. ¿Qué significaba eso? ¿Cómo? Ansiaba encontrar las respuestas a esas preguntas.
Kurald Thyrllan había nacido de la violencia, al romperse en mil pedazos la Oscuridad. La senda ancestral se había bifurcado desde entonces en muchas direcciones y se había extendido hasta el alcance de humanos mortales como Thyr. Y antes de eso, bajo el disfraz de fuego dador de vida, Tellann.
Tellann era una presencia poderosa en Siete Ciudades, oscura y enterrada en las profundidades, quizá, pero generalizada de todos modos. Mientras que Kurald Thyrllan había quedado retorcida y repleta de peligros tras deshacerse su senda hermana. No había ninguna forma fácil de penetrar en los pasajes de Thyrllan, como él bien sabía.
Muy bien, entonces. Lo intentaré con Tellann.
Suspiró y se puso en pie sin prisas. Los riesgos eran muchos, por supuesto. Recogió la telaba blanqueada en el hueco de un brazo y se acercó al baúl que tenía junto al catre. Se agachó y pasó una mano sobre él para disipar de forma temporal las guardas, después levantó la tapa.
Armadura liosan, el esmalte blanco excavado y lleno de marcas. Un casco con celada del mismo material, el forro de cuero cubría los ojos y las mejillas con una malla de hierro negro. Una espada larga ligera, de hoja estrecha, la punta larga y ahusada, envainada en una madera pálida.
Se puso la armadura, incluyendo el yelmo, y después vistió la telaba encima y se subió también la capucha. La siguieron los guanteletes de cuero, la espada y el cinturón.
Después hizo una pausa.
Despreciaba la lucha. Al contrario que sus parientes liosan, era reacio a hacer juicios apresurados, le repugnaba la afirmación de una visión del mundo delineada por la brutalidad que no toleraba ambigüedad alguna. No creía que el filo de una espada pudiera dar forma al orden. A algo definitivo sí, pero algo definitivo manchado por el fracaso.
La necesidad era un sabor muy amargo, pero él no veía alternativa y por tanto tendría que sufrir el sabor.
Una vez más tendría que aventurarse, atravesar el campamento y hacer un uso muy cuidadoso de sus poderes para permanecer invisible a los ojos de los mortales, pero sin llegar a ser digno de la atención de la diosa. La ferocidad de la cólera de la diosa era su mejor aliada y era en lo que L’oric tendría que confiar.
Se puso en marcha.
El sol era un fulgor carmesí detrás de un velo de arena suspendida, a todavía una campanada de ponerse, cuando L’oric llegó al claro del toblakai. Encontró a Felisin dormida bajo la sombra que habían improvisado entre tres palos, enfrente de los árboles tallados, y decidió que la dejaría descansar. En lugar de despertarla, les lanzó una única mirada a las dos estatuas teblor y se acercó con un par de zancadas a las Siete Caras en la Roca.
Sus espíritus ya hacía tiempo que se habían ido, si alguna vez habían estado presentes. Esos misteriosos t’lan imass que eran los dioses del toblakai. Y la santificación se la habían arrebatado a aquellos dioses, lo que había dejado aquel lugar sagrado dedicado a alguna otra cosa. Pero persistía una fisura, el rastro quizá, de una breve visita. Suficiente, esperaba, para que pudiera abrir una brecha en la senda de Tellann.
Desveló el poder y forzó la fisura con su voluntad, la ensanchó hasta que fue capaz de pasar…
Y entrar en una playa embarrada al borde de un lago inmenso. Las botas se hundieron en el lodo hasta los tobillos. Nubes de insectos se alzaron revoloteando de la orilla y se enjambraron a su alrededor. L’oric se detuvo y se quedó mirando el cielo encapotado. El aire era sofocante con los últimos días de primavera.
Estoy en el lugar equivocado… o en el momento equivocado. Este es el recuerdo más antiguo de Raraku.
Miró hacia el interior. Una llanura pantanosa que se extendía otros veinte pasos. Los juncos se mecían bajo el suave viento y después el terreno se alzaba con suavidad hacia una sabana. Un risco bajo de colinas más oscuras marcaba el horizonte. Unos cuantos árboles majestuosos se alzaban en las praderas, llenos de chillones pájaros de alas blancas.
Un destello de movimiento en los juncos le llamó la atención y echó mano de la empuñadura de la espada cuando apareció una cabeza bestial, seguida por unos hombros encorvados. Una hiena, como las que se podían encontrar al oeste de Aren y, con bastante menos frecuencia, en Karashimesh; pero aquella era grande como un oso. Levantó la cabeza ancha y achaparrada, olisqueó el aire y pareció guiñar los ojos.
La hiena dio un paso adelante.
L’oric sacó la espada de la vaina.
Al oír el siseo de la hoja, la bestia levantó las patas delanteras, se echó hacia la izquierda y se metió disparada en los juncos.
Pudo observar su huida por los tallos que se mecían, después apareció una vez más, subiendo a toda velocidad la ladera.
L’oric volvió a envainar el arma. Se alejó de la orilla embarrada con la intención de seguir el rastro que había abierto la hiena entre los juncos; tras cuatro pasos se encontró con los restos mordisqueados de un cadáver. Muy deteriorado ya, con los miembros dispersos por las veces que los carroñeros se habían alimentado de él, pasó un momento hasta que el mago supremo pudo encontrarle sentido a la forma. Humanoide, concluyó. Tan alto como un hombre normal, pero lo que quedaba de piel revelaba un pellejo de fino vello oscuro. Las aguas habían hinchado la carne, lo que sugería que la criatura se había ahogado. Buscó por un momento y encontró la cabeza.
Se agachó sobre ella y se quedó inmóvil un tiempo.
Frente huidiza, una mandíbula sólida y sin barbilla, el caballete del ceño tan pronunciado que formaba un saliente contiguo sobre las cuencas hundidas de los ojos. El cabello que todavía se aferraba a unos fragmentos del cuero cabelludo era un poco más largo que el que había cubierto el cuerpo, de color castaño oscuro y ondulado.
Más parecido a un simio que a un t’lan imass… el cráneo que hay tras la cara es más pequeño, también. Pero era mucho más alto, más humano en proporción. ¿Qué clase de hombre era este?
No había rastro alguno de ropa, ni ningún adorno. La criatura (un varón) había muerto desnuda.
L’oric se incorporó. Podía ver la ruta que había seguido la hiena entre los juncos y se dispuso a seguirla.
Las nubes que encapotaban el cielo se estaban quemando y el aire era cada vez más caluroso y, si acaso, estaba más cargado. Llegó a la hierba y pisó suelo seco por primera vez. La hiena no estaba por ninguna parte y L’oric se preguntó si el animal seguía corriendo. Una reacción extraña, caviló, para la que no pudo hallar ninguna explicación satisfactoria.
No tenía ningún destino en mente, ni siquiera estaba seguro de que lo que buscaba lo encontraría allí. Aquello no era, después de todo, Tellann. Si acaso, había salido a lo que yacía bajo Tellann, como si los imass, al elegir sus sitios sagrados, hubieran estado, a su vez, respondiendo a una sensibilidad que reaccionaba ante un poder más antiguo todavía. Comprendió entonces que el claro del toblakai no era un lugar recién santificado por el guerrero gigante, ni siquiera por los t’lan imass que había venerado como dioses. Desde el principio había pertenecido a Raraku, al poder natural que poseía la tierra. Y él se había metido en un lugar de comienzos. ¿Pero me metí yo o me trajeron aquí?
Un rebaño de bestias enormes coronó una elevación lejana a su derecha, el suelo tembló cuando cogieron velocidad y provocaron una estampida aterrada.
L’oric dudó. No estaban corriendo hacia él, pero sabía de sobra que las estampidas como esas podían virar en cualquier momento. Sin embargo, los animales giraron de repente en dirección contraria y se dieron la vuelta como una única masa. Lo bastante cerca como para que él distinguiera las formas. Parecidos a ganado salvaje, aunque más grandes y con unos cuernos o astas achaparradas. Tenían el pelo moteado de blanco y pardo y las largas crines eran negras.
Se preguntó qué era lo que los había aterrado y volvió la mirada de nuevo hacia el lugar por donde había aparecido el rebaño.
L’oric se agachó de repente con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho.
Siete mastines, negros como la medianoche, de un tamaño capaz de desafiar a los astados salvajes, se movían con una arrogancia despreocupada por el risco. Y a los lados, como chacales que flanquearan una manada de leones, una veintena o más de criaturas semihumanas, como la que él había descubierto a la orilla del lago. Resultaba obvio que eran serviles, en el papel de carroñeros de los depredadores. Sin duda había algún beneficio mutuo en aquella asociación, aunque L’oric no imaginaba qué amenaza real pudiera haber en ese mundo para esos mastines oscuros.
Tampoco le cabía duda alguna de que aquel no era el sitio de aquellos mastines.
Intrusos. Ajenos a este reino, contra los que no hay nada en este reino que pueda lastimarlos. Son los dominantes… y lo saben.
En ese momento vio que otros observadores estaban siguiendo a las terribles bestias. K’chain che’malle, tres de ellos, las pesadas hojas que tenían en el extremo de los brazos revelaban que eran cazadores k’ell, caminaban sin ruido por un rumbo paralelo, a unos cientos de pasos de los mastines. Llevaban las cabezas giradas, las miradas clavadas en los intrusos, que, a su vez, hacían caso omiso de ellos.
Tampoco de este mundo, si las consideraciones de mi padre sobre este tema son acertadas. Él fue invitado de Rake durante meses en Engendro de Luna y profundizó en sus misterios. Pero las ciudades de los k’chain che’malle se encuentran en continentes lejanos. Quizás acaben de llegar hace muy poco en busca de nuevos lugares para sus colonias… y solo para encontrarse con que desafían su dominio.
Si los mastines vieron a L’oric, no dieron señal de ello. Ni tampoco los semihumanos.
El mago supremo los observó continuar su camino hasta que al fin se hundieron en la cuenca y desaparecieron.
Los cazadores k’ell se detuvieron y después se repartieron con cautela, fueron acercándose poco a poco al lugar por donde habían desaparecido los mastines.
Un error fatal.
Contornos borrosos de oscuridad se alzaron de repente en la cuenca. Los cazadores k’ell, rodeados de repente, blandieron sus enormes espadas. Aun así, a pesar de lo rápidos que eran, en el espacio de un solo latido, dos de los tres fueron derribados, con las gargantas y los vientres abiertos. El tercero había dado un gran salto y había volado veinte pasos para aterrizar con un golpe seco antes de emprender la carrera.
Los mastines no lo persiguieron, se reunieron para olisquear los cadáveres de los k’chain che’malle mientras los semihumanos llegaban entre ululatos y ladridos. Unos cuantos varones se subieron a las criaturas muertas y empezaron a dar saltos y agitar los brazos.
L’oric creyó comprender entonces por qué los k’chain che’malle no habían establecido nunca colonias en ese continente.
Observó a los mastines y a los semihumanos arremolinarse en el sitio de la matanza durante un rato más, después el mago supremo emprendió una cautelosa retirada hacia el lago. Se estaba acercando al borde de la ladera que conducía a los juncos, cuando una última mirada por encima del hombro reveló que las siete bestias habían levantado las cabezas y miraban en su dirección.
Entonces dos comenzaron a acercarse a grandes zancadas, pero sin prisa. Un momento después, los cinco restantes se repartieron y los siguieron.
Oh…
Cayó sobre él una calma repentina. Sabía que ya estaba prácticamente muerto. No habría tiempo para abrir la senda que lo llevara de vuelta a su propio mundo, ni lo haría él, en cualquier caso, porque les daría a los mastines un sendero que seguir, y no permitiré que su llegada al oasis sea un crimen que manche mi alma. Mejor morir aquí y ahora. Justo castigo por mi curiosidad obsesiva.
Los mastines no mostraban la velocidad que habían desvelado contra los cazadores k’ell, como si percibieran la debilidad comparativa de L’oric.
Este oyó un torrente de agua que se precipitaba tras él y giró la cabeza.
Un dragón llenó su campo de visión, volaba a ras de la superficie del agua (tan rápido que levantaba una ola de espuma a su paso), con las garras bien abiertas, las zarpas enormes extendidas.
L’oric se cubrió la cara y la cabeza con los brazos cuando los enormes dedos cubiertos de escamas se cerraron como una jaula a su alrededor y después se lo llevaron hacia el cielo.
Vislumbró por un breve e inconexo instante a los mastines, que se dispersaban y alejaban de la sombra del dragón (el sonido distante de los gañidos y chillidos de los semihumanos), y luego nada ante sus ojos, salvo el vientre blanco y reluciente del dragón, visto entre dos garras encogidas.
Lo llevó muy lejos, a mar abierto y después hacia una isla donde se levantaba una torre achaparrada, el tejado plano lo bastante ancho y sólido como para que el dragón, con las alas extendidas para tronar contra el aire, pudiese posarse.
Las garras se abrieron y dejaron caer a L’oric sobre las piedras llenas de huecos y arañazos. El mago rodó hasta topar con el muro bajo de la plataforma y después se levantó poco a poco.
Y se quedó mirando un momento al enorme dragón dorado y blanco cuyos ojos radiantes lo miraban con fijeza, con, L’oric lo supo por instinto, un reproche. El mago supremo consiguió encogerse de hombros.
—Padre —dijo—. Te estaba buscando.
Osric no era alguien muy dado al mobiliario y la decoración. El aposento que había bajo la plataforma estaba desnudo, el suelo plagado de los detritos dejados por las golondrinas que anidaban allí, y en el aire el olor acre del guano.
L’oric se apoyó en una pared con los brazos cruzados y observó pasearse a su padre.
Era puro liosan en apariencia, alto y pálido como la nieve, con el cabello largo y ondulado de color plateado y veteado de dorado. Sus ojos parecían llamear con un fuego interno, en tonos que hacían juego con el pelo, plateados con una veta dorada. Vestía sencillas ropas de cuero gris, la espada que llevaba en el cinturón era casi idéntica a la que tenía L’oric.
—Padre. La reina de los Sueños te cree perdido —dijo tras un largo momento.
—Lo estoy. O, más bien, lo estaba. Es más, me gustaría seguir estándolo.
—¿No confías en ella?
El hombre hizo una pausa y estudió por un momento a su hijo antes de hablar.
—Por supuesto que confío en ella. Y a mi confianza la hace más pura su ignorancia. ¿Qué estás haciendo aquí?
A veces el anhelo ha de preferirse a la realidad.
L’oric suspiró.
—Ni siquiera estoy seguro de dónde es aquí. Estaba… buscando verdades.
Osric lanzó un gruñido y empezó a pasearse una vez más.
—Dijiste antes que me estabas buscando. ¿Cómo descubriste mi rastro?
—No lo descubrí. El hecho de buscarte era más bien una… bueno, algo general. Esta excursión de ahora era una cacería muy diferente.
—Que ha estado a punto de costarte la vida.
L’oric asintió, después miró el aposento.
—¿Vives aquí?
Su padre hizo una mueca.
—Un punto de observación. A las fortalezas aéreas de los k’chain che’malle uno siempre se aproxima por el norte, por encima del agua.
—Fortalezas aéreas… ¿como Engendro de Luna?
Una mirada velada, después un asentimiento.
—Sí.
—Y fue en la ciudadela flotante de Rake donde te embarcaste por primera vez en el camino que te trajo aquí. ¿Qué descubriste tú que no pudo descubrir el señor de la Oscuridad tiste andii?
Osric lanzó un bufido.
—Solo lo que estaba justo a sus pies. En Engendro de Luna había signos de daño, de algo que había entrado. Después una matanza. No obstante, sobrevivieron unos pocos, al menos el tiempo suficiente para encaminarla en su regreso a casa. Hacia el norte, sobre los campos helados. Por supuesto, nunca consiguió pasar de esos campos helados. ¿Sabías que el glaciar que albergaba Engendro de Luna había viajado mil leguas con su presa? Mil leguas, L’oric, antes de que Rake y yo nos lo tropezáramos al norte del altiplano de Laederon.
—¿Estás diciendo que Engendro de Luna era una de esas fortalezas aéreas que llegaron aquí?
—Así es. Han llegado tres desde que estoy aquí. Ninguna sobrevivió a los deragoth.
—¿A los qué?
Osric se detuvo y miró a su hijo una vez más.
—Los mastines de Oscuridad. Las siete bestias con las que Dessimbelackis hizo un pacto, y, oh, cómo les conmocionó a los sin nombre esa impía alianza. Las siete bestias, L’oric, que dieron nombre a Siete Ciudades, aunque no queda recuerdo de esa verdad concreta. Las siete ciudades sagradas de nuestro tiempo no son las originales, claro está. Solo ha sobrevivido el número.
L’oric cerró los ojos y apoyó la cabeza en el muro húmedo de piedra.
—Deragoth. ¿Qué les pasó? ¿Por qué están aquí y no allí?
—No lo sé. Seguramente tuvo algo que ver con el derrumbamiento violento del Primer Imperio.
—¿Qué senda es esta?
—No es una senda, L’oric. Un recuerdo. Que pronto terminará, creo, ya que se está… encogiendo. Vuela al norte y al final del día verás ante ti un muro de nada, de olvido.
—Un recuerdo. ¿El recuerdo de quién?
Osric se encogió de hombros.
—De Raraku.
—Lo dices como si ese desierto estuviera vivo, como si fuera una entidad.
—¿Y no lo es?
—¿Estás diciendo que lo es?
—No, no estoy diciendo eso. Te lo estaba preguntando, ¿no acabas de llegar de allí?
L’oric abrió los ojos y miró a su padre. Eres un hombre frustrante. No me extraña que Anomander Rake perdiera los estribos.
—¿Qué hay de esos semihumanos que corrían con los deragoth?
—Una inversión de papeles pintoresca, ¿no te parece? El único acto de domesticación de los deragoth. La mayor parte de los estudiosos, en su arrogancia de especie, creen que los humanos domesticaron a los perros, pero bien podría haber sido al revés, al menos para empezar. ¿Quién corría con quién?
—Pero esas criaturas no son humanas. Ni siquiera son imass.
—No, pero lo serán, un día. He visto otras, escabulléndose en los márgenes de las manadas de lobos. Al erguirse tienen una visión mejor, un activo valioso que complementa el oído superior de los lobos y su sentido del olfato. Una combinación formidable, pero los lobos son los que están al mando. Eso cambiará con el tiempo…, pero no para los que sirvan a los deragoth, sospecho.
—¿Por qué?
—Porque está a punto de ocurrir algo. Aquí, en este recuerdo atrapado. Solo espero tener el privilegio de presenciarlo antes de que este mundo se desvanezca por completo.
—Llamaste a los deragoth «mastines de Oscuridad». ¿Son, entonces, hijos de la madre Oscuridad?
—No son hijos de nadie —rezongó Osric, después sacudió la cabeza—. Los rodea ese hedor, pero en realidad no tengo ni idea. Solo me parecía un nombre apropiado. «Deragoth» en lengua tiste andii.
—Bueno —murmuró L’oric—, de hecho, sería dera’tin’jeragoth.
Osric estudió a su hijo.
—Digno hijo de tu madre —suspiró—. ¿Y es de extrañar que no pudiéramos soportar la compañía del otro? El tercer día, siempre al tercer día. Podíamos hacer toda una vida de esos tres días. Exaltación, después comodidad y, luego desdén mutuo. Uno, dos, tres.
L’oric apartó la mirada.
—¿Y para tu único hijo?
—Más bien como tres campanadas —rezongó Osric.
L’oric se puso en pie y se limpió el polvo de las manos.
—Muy bien. Puede que necesite tu ayuda para volver a abrir el camino a Raraku. Pero quizá quieras saber algo de los liosan y de Kurald Thyrllan. Tu pueblo y su reino han perdido a su protector. Rezan por tu regreso, padre.
—¿Qué hay de tu familiar?
—Asesinado. Por los t’lan imass.
—Bueno —dijo Osric—, búscate otro.
L’oric se estremeció y después frunció el ceño.
—¡No es tan fácil! En cualquier caso, ¿es que no te sientes responsable de los liosan? ¡Te veneran, maldita sea!
—Los liosan se veneran a sí mismos, L’oric. Resulta que yo solo soy un mascarón conveniente. Kurald Thyrllan puede que parezca vulnerable, pero no lo es.
—¿Y si esos deragoth son sirvientes de Oscuridad de verdad? ¿Seguirás diciendo lo mismo, padre?
Se quedó callado, después se dirigió a la entrada abierta.
—Es todo culpa de ella —murmuró al pasar.
L’oric siguió a su padre fuera.
—Esta… torre de observación. ¿Es jaghut?
—Sí.
—Bueno, ¿y dónde están?
—Al oeste. Al sur. Al este. Pero no aquí, no he visto ninguno.
—No sabes dónde están, ¿verdad?
—No están en este recuerdo, L’oric. Y ya está. Y ahora, échate hacia atrás.
El mago supremo se quedó cerca de la torre y observó a su padre transformarse en dragón. El aire se impregnó de repente de un aroma dulce y picante, una forma borrosa ante los ojos de L’oric. Al igual que Anomander Rake, Osric era más dragón que otra cosa. Eran parientes de sangre, si no en personalidad. Ojalá pudiera entender a este hombre, a este padre mío. Que la Reina me lleve, ojalá me cayera bien siquiera. Se adelantó.
El dragón levantó una pata delantera y abrió las garras.
L’oric frunció el ceño.
—Preferiría cabalgar sobre tus hombros, padre…
Pero la mano de reptil se extendió y se cerró a su alrededor.
L’oric decidió soportar la indignidad en silencio.
Osric voló hacia el oeste siguiendo la línea de la costa. En poco tiempo apareció el bosque y la tierra giró hacia el norte. El aire que azotaba entre los dedos cubiertos de escamas del dragón se hizo frío y después gélido. El suelo, al fondo, muy lejos de ellos, empezó a ascender, los bosques que flanqueaban las laderas de las montañas se convirtieron en coníferas. Entonces L’oric vio nieve que se extendía, como ríos congelados, por grietas y simas.
No recordaba ninguna montaña del futuro que se ajustara a aquella antigua escena. Quizás este recuerdo, como muchos otros, tiene fallos.
Osric empezó a descender y L’oric vio de repente un vacío inmenso y blanco, como si hubieran cortado casi por la mitad la montaña que se alzaba ante ellos. Se estaban acercando a ese borde.
Una extensión vagamente nivelada e incrustada de nieve era el destino del dragón. El lado sur estaba marcado por un acantilado cortado a pico. Al norte… la nada opaca.
Con las alas azotando el aire y levantando nubes de blanco polvoriento, Osric quedó flotando por un momento y después soltó a L’oric.
El mago supremo aterrizó en una nieve que le llegaba por la cintura. Maldijo y se abrió camino a patadas hasta terreno más firme, al mismo tiempo que el enorme dragón se posaba con un crujido estremecido a un lado.
Osric adoptó de inmediato la forma liosan, con el viento agitándole el cabello, y se acercó.
Había… cosas cerca del borde desvaído del recuerdo. Algunas se movían sin fuerzas. Osric se dirigió a ellas atravesando con fuertes zancadas la gruesa capa de nieve sin dejar de hablar por el camino.
—Hay criaturas que tropiezan y caen. Las encontrarás por todo el borde. La mayor parte muere rápido, pero algunas tardan más.
—¿Qué son?
—Demonios, en su mayor parte.
Osric viró un poco y se acercó a una de esas criaturas, de la que salía vapor. Se le movían los cuatro miembros, las garras arañaban el fango que lo rodeaba.
Padre e hijo se detuvieron delante de ella.
Del tamaño de un perro y aspecto de reptil, con cuatro manos parecidas a las de un simio. Una cabeza ancha y plana con una boca grande, dos ranuras por nariz y cuatro ojos líquidos y un tanto saltones dispuestos en forma de diamante, las pupilas verticales y, bajo el fulgor duro de la nieve y el cielo, sorprendentemente abiertas.
—Este podría convenirle a Kurald Thyrllan —dijo Osric.
—¿Qué clase de demonio es? —preguntó L’oric, que se había quedado mirando a la criatura.
—No tengo ni idea —respondió Osric—. Dirígete a él. A ver si es cordial.
—Suponiendo que tenga mente —murmuró L’oric mientras se agachaba.
¿Me oyes? ¿Me comprendes?
Los cuatro ojos parpadearon y se alzaron hacia él. Y respondió.
—Hechicero. Declaración. Reconocimiento. Nos dijeron que vendrías, ¿pero tan pronto? Retórica.
No soy de este lugar, explicó L’oric. Te estás muriendo, creo.
—¿Eso es lo que es? Confuso. Me gustaría ofrecerte una alternativa. ¿Tienes nombre?
—¿Nombre? Lo requieres. Observación. Por supuesto. Comprensión. Una asociación, una alianza de espíritus. Poder que surge de ti, poder que surge de mí. A cambio de mi vida. Trato desigual. Posición desprovista de influencia. No, te salvaré de todos modos. Regresaremos a mi mundo… a un lugar más cálido.
—¿Calidez? Pensando. Ah, aire que no me roba las fuerzas. Considerando. Sálvame, hechicero y después hablaremos más de esa alianza.
L’oric asintió.
—Muy bien.
—¿Está hecho? —preguntó Osric.
Su hijo se irguió.
—No, pero se viene con nosotros.
—Sin la vinculación no tendrás ningún control sobre el demonio, L’oric. Podría volverse contra ti en cuanto regreséis a Raraku. Mejor reanudamos nuestra búsqueda, encontraremos una criatura más tratable.
—No. Me arriesgaré con esta.
Osric se encogió de hombros.
—Como quieras, entonces. Debemos dirigirnos ahora al lago, donde apareciste tú.
L’oric observó alejarse un poco a su padre, que después se detuvo y adoptó su forma de dragón.
—¡Eleint! —exclamó el demonio en la mente del mago supremo—. Maravilla. ¡Tienes a un eleint por compañero!
Mi padre.
—¡Tu padre! ¡Placer emocionado! Impaciente. Me llamo Ranagrís, nacido en la nidada del Estanque de Lodo en la vigésima estación de Oscuridad. Con orgullo. He engendrado treinta y una nidadas propias…
Y, dime, Ranagrís, ¿cómo es que has venido a parar aquí?
—Malhumor repentino. Un salto de más.
El dragón se acercó.
Ranagrís se arrastró hasta la arena cálida. L’oric se dio la vuelta, pero la puerta ya se estaba cerrando. Bueno, había encontrado a su padre y la despedida había sido tan brusca como el encuentro. No se podía decir que fuera indiferencia. Más bien… distracción. Los intereses de Osric se centraban en Osric. Sus propios afanes.
Solo que en ese momento se plantearon mil preguntas más en los pensamientos de L’oric, preguntas que debería haber hecho.
—¿Pesar?
L’oric bajó la cabeza y miró al demonio.
—¿Recuperándote, Ranagrís? Yo me llamo L’oric. ¿Discutimos ahora nuestra asociación?
—Huelo a carne cruda. Tengo hambre. Comer. Luego hablar. En firme.
—Como quieras. En cuanto a la carne cruda… Te buscaré algo que sea apropiado. Hay reglas en lo que respecta a lo que puedes y no puedes matar.
—Explícamelas. Cauto. No desear ofender. Pero con hambre.
—Te lo explicaré…
La venganza era lo que la había sostenido durante tanto tiempo, y en unos días se encontraría cara a cara con su hermana en la última partida del juego. Un juego cruel, pero un juego de todos modos. Sha’ik sabía que prácticamente todas las ventajas concebibles estaban de su parte. Las legiones de Tavore eran novatas, el territorio era el de Sha’ik, su ejército del Apocalipsis estaba compuesto por veteranos de la rebelión y eran superiores en número. La diosa del Torbellino extraía su poder de una senda ancestral (comprendía ya), quizá no pura, pero o bien era inmune o muy resistente a los efectos de la otataralita. Los magos de Tavore se reducían a dos hechiceros wickanos, ambos con el espíritu destrozado, mientras que el cuadro de Sha’ik incluía a cuatro magos supremos y una veintena de chamanes, brujas y hechiceros, incluyendo a Fayelle y Henaras. En resumen, la derrota parecía imposible.
Y, sin embargo, Sha’ik estaba aterrada.
Estaba sentada, sola, en el aposento central de la inmensa tienda con múltiples salas que era su palacio. Los braseros que había cerca del trono se estaban apagando poco a poco y las sombras lo iban invadiendo todo. Le apetecía echar a correr. El juego era demasiado duro, demasiado plagado de peligros. La promesa final era fría, más fría de lo que había imaginado jamás. La venganza es una emoción desperdiciada, pero he dejado que me consumiera. Se la ofrendé a la diosa.
Fragmentos de claridad, estaban disminuyendo, marchitándose como flores en invierno, al tiempo que la presa de la diosa del Torbellino se ceñía alrededor de su alma. Mi hermana me entregó a cambio de la fe de la emperatriz, para convencer a Laseen de la lealtad de Tavore. Todo para servir a su ambición. Y su recompensa fue el puesto de consejera. Esos son los hechos, la fría verdad. Y yo, a mi vez, he entregado mi libertad por el poder de la diosa del Torbellino, para poder vengarme de mi hermana.
¿Somos, entonces, tan diferentes?
Fragmentos de claridad, pero no llevaban a ninguna parte. Podía hacer preguntas, pero parecía incapaz de buscar respuestas. Podía hacer declaraciones, pero parecían extrañamente hueras, desprovistas de significado. Le estaban impidiendo pensar.
¿Por qué?
Otra pregunta que sabía que no respondería, que ni siquiera haría un esfuerzo por responder. La diosa no quiere que piense. Bueno, al menos eso era una especie de reconocimiento.
Percibió que alguien se acercaba y envió una orden silenciosa a sus guardias (los guerreros elegidos por Mathok) para que permitieran al visitante pasar al interior. Las cortinas que cubrían la entrada de la cámara se separaron.
—Horas tardías para alguien tan anciano como tú, Bidithal —dijo Sha’ik—. Deberías estar descansando, para prepararte para la batalla.
—Hay muchas batallas, elegida, y algunas ya han empezado. —Se apoyó con pesadez en su bastón y miró a su alrededor con una sonrisa ligera en los arrugados labios—. Los carbones se están apagando —murmuró.
—Habría dicho que las sombras crecientes te complacerían.
La sonrisa del hombre se tensó, después se encogió de hombros.
—No son mías, elegida.
—¿No lo son?
La sonrisa se hizo más forzada todavía.
—Nunca fui sacerdote de Meanas.
—No, aquí era Rashan, hijo fantasma de Kurald Galain…, pero la senda que reclamaba era, no obstante, de Sombra. Los dos somos conscientes de que las distinciones disminuyen cuanto más profundiza uno en los misterios del triunvirato más antiguo. Sombra, después de todo, nació del choque entre Luz y Oscuridad. Y Meanas se extrae, en esencia, de las sendas de Thyrllan y Galain, Thyr y Rashan. Es, si quieres, una disciplina híbrida.
—La mayor parte de las artes hechiceras de las que disponen los mortales humanos lo son, elegida. Pero me temo que no comprendo qué es lo que deseáis argumentar.
Sha’ik se encogió de hombros.
—Solo que envías aquí a tus sirvientes sombríos a espiarme, Bidithal. ¿Qué es lo que esperas presenciar? Soy como me ves.
El sacerdote extendió las manos, el bastón quedó apoyado en un hombro.
—Quizá no son espías, entonces, sino protectores.
—¿Y tengo una necesidad tan alarmante de protección, Bidithal? ¿Son tus temores… concretos? ¿Es eso lo que has venido a decirme?
—Estoy a punto de descubrir la naturaleza precisa de la amenaza, elegida. Pronto podré entregar mis revelaciones. Mis preocupaciones actuales, sin embargo, se refieren al mago supremo L’oric y quizás, a Manos Fantasmales.
—Supongo que no sospecharás que alguno de ellos forma parte de la conspiración.
—No, pero estoy empezando a creer que aquí hay otras fuerzas en juego. Estamos en el corazón de la convergencia, elegida, y no solo entre nosotros y los malazanos.
—¿Es eso cierto?
—Manos Fantasmales no es lo que era. Es sacerdote una vez más.
Sha’ik levantó las cejas en una mueca de franca incredulidad.
—Fener ya no está, Bidithal…
—No de Fener. Pero considerad lo siguiente. El dios de la Guerra ha sido destronado. Y otro se ha alzado en su lugar, como exigía la necesidad. El Tigre del Verano, que antaño era el héroe primero, Treach. Un soletaken del Primer Imperio… ahora convertido en dios. Su necesidad será grande, elegida, querrá paladines mortales y avatares que lo ayuden a establecer el papel que quiere asumir. Una espada mortal, un yunque del escudo, un destriant… todos los antiguos títulos… y los poderes con los que el dios los reviste.
—Manos Fantasmales jamás aceptaría un dios distinto a Fener —afirmó Sha’ik—. Ni me imagino que un dios fuera a ser lo bastante tonto como para abrazarlo a él a su vez. Ha cometido… crímenes…
—No obstante, elegida. El Tigre del Verano ha hecho su elección.
—¿Cómo qué?
Bidithal se encogió de hombros.
—¿Qué otra cosa podría ser salvo destriant?
—¿Qué pruebas tienes de esa extraordinaria transformación?
—Se oculta bien…, pero no lo suficiente, elegida.
Sha’ik se quedó callada durante un largo instante, después respondió con un encogimiento de hombros propio.
—Destriant del nuevo dios de la Guerra. ¿Por qué no podría estar aquí? Estamos en guerra, después de todo. Pensaré en esta… novedad, Bidithal. De momento, sin embargo, no veo (suponiendo que sea verdad) qué relevancia podría tener.
—Quizás, elegida, la relevancia más significativa es también la más sencilla: Manos Fantasmales ya no es el hombre destrozado e inútil que era antaño. Y dada su… ambivalencia hacia nuestra causa, puede representar una amenaza en potencia…
—Creo que no —dijo Sha’ik—. Pero, como ya he dicho, lo pensaré. ¿Y ahora tu inmensa red de sospechas también ha atrapado a L’oric? ¿Por qué?
—En los últimos días se ha mostrado más esquivo de lo habitual, elegida. Sus esfuerzos para disimular sus idas y venidas se han hecho un tanto extremos.
—Quizá se haya cansado de tu incesante espionaje, Bidithal.
—Quizás, aunque estoy seguro de que sigue sin ser consciente de que quien no ha dejado ni por un momento de mantener sus actividades vigiladas soy en realidad yo. Febryl y el napaniano tienen sus propios espías, después de todo. No soy el único que cuida sus intereses. Temen a L’oric porque ha rechazado todos sus acercamientos…
—Me complace oír eso, Bidithal. Retira a tus sombras en lo que a L’oric respecta. Y es una orden. Servirás mejor a los intereses del torbellino si te concentras en Febryl, Korbolo Dom y Kamist Reloe.
El mago hizo una ligera inclinación.
—Muy bien, elegida.
Sha’ik estudió al anciano.
—Ten cuidado, Bidithal.
Lo vio palidecer un poco y después asentir.
—Siempre lo tengo, elegida.
Un pequeño gesto de la mano femenina lo despidió.
Bidithal se inclinó una vez más, después se aferró a su bastón y abandonó el aposento cojeando. Atravesó los aposentos intermedios, pasó junto a una docena de los silenciosos guerreros del desierto de Mathok y después salió al fin al aire frío de la noche.
¿Retirar a mis sombras, elegida? Orden o no, no soy tan tonto como para hacer eso.
Las sombras se fueron reuniendo a su alrededor mientras bajaba por los estrechos callejones que quedaban entre tiendas y chozas. ¿Recuerdas la Oscuridad?
Bidithal sonrió para sí. Pronto ese fragmento de senda hecha pedazos se convertiría en un reino en sí mismo. Y la diosa del Torbellino vería la necesidad de contar con un clero, una estructura de poder en el reino mortal. Y en tal organización no habría lugar para Sha’ik, salvo quizás un santuario menor para honrar su memoria.
Pero de momento, por supuesto, había que ocuparse del Imperio de Malaz, de forma sumaria, y para eso necesitarían a Sha’ik, vasija que contenía el poder del torbellino. Ese sendero concreto de sombras era muy estrecho, desde luego. Bidithal sospechaba que la alianza de Febryl con el napaniano y Kamist Reloe no era más que temporal. El viejo y loco cabrón no soportaba a los malazanos. Lo más probable era que sus planes contuvieran una última y oculta traición, una que concluyera con la aniquilación mutua de todos los intereses salvo los suyos propios.
Y yo no puedo penetrar esa verdad, un fracaso por mi parte que me obliga a actuar. Debo tomar medidas… preventivas. Debo ponerme del lado de Sha’ik, pues será su mano la que aplaste a los conspiradores.
Un siseo de voces espectrales y Bidithal se detuvo, sacado de súbito de sus lóbregas cavilaciones.
Y encontró a Febryl de pie frente a él.
—¿Fue fructífera tu audiencia con la elegida, Bidithal?
—Como siempre, Febryl —sonrió Bidithal mientras se preguntaba cómo conseguía el anciano mago supremo acercarse sin que lo detectaran sus guardianes secretos—. ¿Qué deseas de mí? Es tarde.
—Ha llegado el momento —dijo Febryl en voz baja y ronca—. Debes elegir. Únete a nosotros o hazte a un lado.
Bidithal alzó las cejas.
—¿No hay una tercera opción?
—Si te refieres a que quieres enfrentarte a nosotros, la respuesta es, por desgracia, no. Te sugiero, sin embargo, que aplacemos ese debate de momento. A cambio, escucha la gratificación que te espera, que se te concederá ya te unas a nosotros o te limites a apartarte de nuestro camino.
—¿Gratificación? Estoy escuchando, Febryl.
—Ella desaparecerá, así como el Imperio de Malaz. Siete Ciudades será libre, como lo era antaño. Pero la senda del Torbellino permanecerá, volverá a Dryjhna, al culto del Apocalipsis que está y siempre ha estado en el corazón de la rebelión. Ese culto necesita alguien que lo domine, un sumo sacerdote, instalado en un templo inmenso y suntuoso, honrado por todos como es debido. ¿Qué forma le darías a ese culto? —Febryl sonrió—. Parece que ya has empezado, Bidithal. Oh, sí, lo sabemos todo sobre tus… niñas especiales. Imagínate, entonces, toda Siete Ciudades a tu disposición. Toda Siete Ciudades, para la que sería un honor entregarte a sus hijas no deseadas.
Bidithal se lamió los labios y apartó los ojos.
—Debo pensar en ello…
—Ya no queda tiempo. Únete a nosotros o apártate.
—¿Cuándo comenzáis?
—Bueno, Bidithal, ya hemos empezado. La consejera y sus legiones están apenas a unos días de distancia. Ya hemos movido a nuestros agentes, se encuentran todos en su lugar, listos para completar sus tareas asignadas. El momento de la indecisión ya ha pasado. Decídete. Ya.
—Muy bien. Tenéis el camino despejado, Febryl. Acepto tu oferta. Pero mi culto debe seguir siendo mío, para que yo le dé forma como desee. Nada de interferencias…
—Ninguna. Es una promesa…
—¿De quién?
—Mía.
—¿Y qué hay de Korbolo Dom y Kamist Reloe?
La sonrisa de Febryl se ensanchó.
—¿De qué sirven sus juramentos, Bidithal? La emperatriz tuvo el de Korbolo Dom una vez. Sha’ik también…
Como tuvo también el tuyo, Febryl.
—Entonces, nosotros, tú y yo, nos entendemos.
—Desde luego que sí.
Bidithal vio alejarse al mago supremo a grandes zancadas. Sabía que mis espíritus de sombra me rodeaban, pero los desdeñó. No había tercera opción. Si hubiera optado por desafiarle, ahora estaría muerto. Lo sé. Puedo sentir el aliento frío del Embozado, aquí, en este callejón. Mis poderes están… comprometidos. ¿Cómo? Necesitaba descubrir la fuente de la confianza de Febryl. Antes de poder hacer nada, antes de dar un solo paso. ¿Y qué paso será ese? La oferta de Febryl me… atrae.
Pero Febryl había prometido que no habría interferencias, al tiempo que revelaba una indiferencia arrogante al poder que Bidithal ya había conseguido. Una indiferencia que indicaba un conocimiento íntimo. No se desdeña algo de lo que no sabes nada, después de todo. No en esta fase.
Bidithal reanudó su regreso al templo. Se sentía… vulnerable. Una sensación desconocida que le provocó un temblor en los miembros.
Un leve picotazo y un escozor, después el entumecimiento se extendía desde los pulmones al resto del cuerpo. Scillara echó la cabeza hacia atrás, no quería exhalar, durante solo un instante creyó que había desaparecido la necesidad de respirar. Después explotó con un ataque de tos.
—Calla —gruñó con desdén Korbolo Dom al tiempo que hacía rodar una botella tapada por las mantas en su dirección—. Bebe esto, mujer. Después abre las cortinas, apenas puedo ver con todo lo que me lloran los ojos.
Escuchó las botas del hombre que se movían por las esteras y salían a una de las cámaras traseras. La tos se le había pasado. Sentía el pecho lleno de un líquido espeso y empalagoso. La cabeza le daba vueltas y luchó por recordar lo que había pasado solo unos momentos antes. Febryl había llegado. Emocionado, le había parecido. Algo sobre su amo, Bidithal. La culminación de un triunfo aguardado durante mucho tiempo. Los dos habían entrado en las habitaciones interiores.
Había habido un tiempo, una vez, estaba bastante segura, en el que podía pensar con claridad, aunque, sospechaba, buena parte de esos pensamientos eran desagradables. Así que no había muchas razones para echar de menos esos días. Salvo por la claridad en sí, esa agudeza que convertía en natural el acto de recordar. Ella deseaba tanto servir a su amo, y servirlo bien. Con distinción suficiente para ganarse sus nuevas responsabilidades, para asumir nuevos papeles, papeles que no incluyeran, quizás, entregar su cuerpo a los hombres. Un día, Bidithal no sería capaz de ocuparse de todas las chicas nuevas como hacía en esos momentos, habría demasiadas, incluso para él. Scillara estaba segura que podría arreglárselas con las heridas, con la eliminación del placer.
No agradecerían esa libertad, por supuesto. Al principio no. Pero podía ayudarlas con eso. Palabras amables y durhang de sobra para mitigar el dolor físico… y la indignación.
¿Había sentido ella indignación? ¿De dónde había salido esa palabra que había llegado de forma tan repentina e inesperada a sus pensamientos?
Se incorporó y se apartó vacilando de los cojines para acercarse a los pesados cortinajes que bloqueaban el aire nocturno del exterior. Estaba desnuda, pero no le importaba el frío. Una ligera incomodidad en la pesadez de sus pechos descubiertos. Había estado embarazada dos veces, pero Bidithal se había ocupado de eso, le había dado infusiones amargas que habían roto las raíces de la semilla y la habían expulsado de su cuerpo. Había sentido esa misma pesadez aquellas veces y se preguntó si otra más de las semillas del napaniano había prendido en su interior.
Scillara manoseó los cordones hasta que uno de los cortinajes se plegó y pudo asomarse a la calle oscura.
Los dos guardias eran visibles cerca de la entrada situada a unos pasos a la izquierda. Los hombres echaron un vistazo, con los rostros ocultos por los cascos y las capuchas de las telabas. Y le pareció que seguían mirándola con fijeza, aunque sin ofrecer saludo o comentario alguno.
Había una extraña monotonía en el aire nocturno, como si el humo que llenaba la cámara de la tienda se hubiera posado con una capa permanente sobre sus ojos que oscureciera todo lo que miraba. Se quedó allí de pie durante un momento más, vacilante, y después se acercó a la entrada.
Febryl había dejado las solapas desatadas. Las apartó y salió entre los dos guardas.
—¿Ya se llenó de ti esta noche, Scillara? —preguntó uno.
—Quiero caminar. Cuesta respirar. Creo que me estoy ahogando.
—Ahogando en el desierto, sí —rezongó el otro, después se rio.
Ella pasó junto a él tambaleándose, y escogió una dirección al azar.
Pesada. Llena. Ahogándome en el desierto.
—Esta noche no, muchacha.
Tropezó al darse la vuelta, extendió los dos brazos para no caerse y miró con los ojos guiñados al guardia que la había seguido.
—¿Qué?
—Febryl se ha cansado de que espíes. Quiere a Bidithal ciego y sordo en este campamento. Me aflige, Scillara. De veras. —La cogió por un brazo, el guantelete la ciñó con fuerza—. Es un favor, creo, y lo haré tan indoloro como sea posible. Porque me gustaste una vez. Siempre estabas sonriendo, aunque, por supuesto, era sobre todo el durhang. —La iba alejando mientras hablaba, se apartaban de la avenida principal y penetraban en los callejones sembrados de basura que había entre los muros de las tiendas—. Estoy tentado a buscar el placer contigo antes. Mejor un hijo del desierto que un napaniano de piernas arqueadas para que sea tu último recuerdo del amor, ¿no?
—¿Vas a matarme? —Le estaba costando comprender aquella idea, cualquier idea.
—Me temo que debo hacerlo, muchacha. No puedo desafiar a mi amo, sobre todo en esto. Con todo, debería ser un alivio para ti que sea yo y no algún desconocido. Porque no seré cruel, como ya te he dicho. Aquí, en estas ruinas, Scillara, han barrido y limpiado el suelo, no es la primera vez que lo usan, pero si se eliminan todos los indicios de inmediato, no hay pruebas que encontrar, ¿verdad? Hay un viejo pozo en el jardín para los cuerpos.
—¿Vas a arrojarme al pozo?
—A ti no, solo tu cuerpo. Tu alma habrá atravesado la puerta del Embozado para entonces, muchacha. Me aseguraré de eso. Ahora échate aquí, sobre mi manto. Durante mucho tiempo he contemplado tu precioso cuerpo sin poder tocarlo. También he soñado con besar esos labios.
Scillara estaba echada sobre el manto y contemplaba las estrellas borrosas y tenues mientras el guardia se desabrochaba el cinturón de la espada y después empezaba a quitarse la armadura. Lo vio sacar un cuchillo, la hoja negra y reluciente, y ponerlo en un lado del suelo de losas.
Después las manos masculinas le estaban abriendo los muslos.
No hay placer. Ha desaparecido. Es un hombre atractivo. El marido de una mujer. Prefiere el placer antes del trabajo, como yo lo preferí una vez. Creo. Pero ahora no sé nada de placeres.
Lo que no dejaba nada más que el trabajo.
El manto se arrugaba bajo ella al tiempo que los gruñidos del hombre le llenaban los oídos. Scillara estiró el brazo y cerró la mano alrededor de la empuñadura del cuchillo. Lo levantó y la otra mano se unió a él por encima del guardia.
Después le clavó el cuchillo en la parte inferior de la espalda, el filo de la hoja se incrustó entre dos vértebras y partió la médula, la punta continuó avanzando con un movimiento entrecortado, rasgó membranas y traspasó los intestinos de la parte media e inferior de la tripa del guardia.
Este se derramó en ella en el momento de la muerte, sus estremecimientos se convirtieron en espasmos, el aliento siseó al salir de una boca de repente sin fuerzas y la frente chocó contra el suelo de piedra junto a la oreja izquierda de la mujer.
Scillara dejó el cuchillo hundido hasta la mitad (hasta donde sus fuerzas lo habían empujado) de la espalda del hombre y empujó el cuerpo inerte hasta que rodó a un lado.
Una mujer del desierto fue tu último recuerdo del amor.
Scillara se sentó, quería toser, pero tragó hasta que pasó la necesidad. Pesada y más pesada todavía.
Soy un recipiente lleno a rebosar, pero siempre hay espacio para más. Más durhang. Más hombres y sus semillas. Mi amo encontró el centro de mi placer y lo eliminó. Siempre llena, pero nunca hasta arriba. No hay base en este recipiente. Eso es lo que ha hecho.
Lo que nos ha hecho a todas.
Se levantó vacilante y se quedó mirando el cadáver del guardia, las manchas húmedas que se extendían bajo él.
Un sonido tras ella. Scillara se volvió.
—Zorra asesina.
La mujer frunció el ceño al ver al segundo guardia que avanzaba hacia ella sacando una daga.
—El muy necio te quería a solas durante un rato. Eso es lo que pasa por no hacer caso de las órdenes de Febryl, se lo advertí…
Scillara se había quedado mirando la mano que sujetaba la daga, así que la cogió desprevenida el movimiento brusco de la otra mano, los nudillos que se estrellaron con dureza contra su mandíbula.
Parpadeó y abrió los ojos a una sacudida, un movimiento que la mareaba. La estaban arrastrando entre la basura, tiraban de ella por un brazo. De algún sitio más adelante surgía el hedor de la trinchera de las letrinas, espeso como la niebla, una bocanada de aire cálido y emponzoñado. Tenía los labios rotos y el sabor de la sangre en la boca. El hombro del brazo que tenía agarrado el guardia le palpitaba.
El hombre estaba murmurando.
—Muy bonita, sin duda. No creo. Cuando se esté ahogando en suciedad. El muy idiota, y ahora está muerto. Era un trabajo sencillo, después de todo. No hay escasez de putas en este maldito campamento. Qué… quién…
Se había detenido.
Con la cabeza bamboleándose, Scillara captó el contorno borroso de una figura achaparrada que surgía de la oscuridad.
El guardia le soltó la muñeca y le cayó el brazo con un golpe seco en el barro húmedo y sucio. Lo vio echar mano de la espada.
Entonces la cabeza masculina se levantó con un golpe seco y el sonido de dientes partidos, seguido por un chorro caliente que salpicó los muslos de Scillara. Sangre.
La mujer creyó ver un extraño fulgor de color esmeralda que salía de una mano del asesino del guardia, una mano con garras como las de un gato enorme.
La figura pasó por encima de la forma derrumbada del guardia, que había dejado de moverse, y se agachó sin prisas junto a Scillara.
—Te he estado buscando —gruñó el hombre—. O de eso me acabo de dar cuenta. Es extraordinario cómo simples vidas pueden mezclarse en todo el jaleo, una y otra vez, todas atrapadas en el gran remolino. Dan vueltas y más vueltas y nunca dejan de descender, al parecer. Siempre van hacia abajo. Necios, todos nosotros, si pensamos que podemos alejarnos nadando de esa corriente.
Las sombras tenían un aspecto extraño en él. Como si se encontrara bajo palmeras y hierbas altas, pero no, solo estaba el cielo nocturno sobre aquel hombre achaparrado de hombros anchos. Estaba tatuado, comprendió Scillara, con las púas de un tigre.
—Muertes de sobra en los últimos tiempos —murmuró el hombre mientras la miraba con unos ojos de color ámbar—. Todos esos cabos sueltos que se están atando, supongo.
La mujer lo vio estirar aquella mano resplandeciente y con garras. Se posó, con la palma hacia abajo, cálida entre sus pechos. Las puntas de las garras le pellizcaron la piel y la mujer sintió que la atravesaba un estremecimiento.
Una sensación que se extendió, una corriente caliente que le corrió por las venas. El calor se hizo de repente fiero, por la garganta, los pulmones, entre las piernas.
El hombre lanzó un gruñido.
—Creí que era tisis, esos pitidos al respirar. Pero no, solo es un exceso de durhang. En cuanto al resto, bueno, es algo extraño, lo del placer. Algo que Bidithal querría que no conocieras jamás. El enemigo del placer no es el dolor. No, el dolor no es más que el camino que lleva a la indiferencia. Y la indiferencia destruye el alma. Por supuesto, a Bidithal le gustan las almas destruidas… almas que reflejen la suya propia.
Si el hombre continuó hablando después de eso, ella no lo oyó, porque las sensaciones largo tiempo perdidas la inundaron, solo un tanto amortiguadas por la persistente y satisfactoria bruma del durhang. Se sintió maltratada entre las piernas, pero sabía que esa sensación pasaría.
—Indignación.
El hombre la estaba cogiendo en brazos, pero se detuvo un instante.
—¿Has hablado?
Indignación. Sí. Eso.
—¿Adónde me llevas? —La pregunta salió entre tos y tos y ella le apartó los brazos para inclinarse y escupir las flemas mientras él respondía.
—A mi templo. No temas, es seguro. Ni Febryl ni Bidithal te encontrarán allí. Se te ha curado a la fuerza, muchacha, y necesitarás dormir un poco.
—¿Qué quieres de mí?
—No estoy seguro todavía. Creo que voy a necesitar tu ayuda, y pronto. Pero la decisión es tuya. Tampoco tendrás que entregar… nada que no quieras. Y si decides alejarte sin más, eso también me parecerá bien. Te daré dinero y provisiones, y quizás incluso te busque un caballo. Podemos discutirlo mañana. ¿Cómo te llamas?
El hombre bajó los brazos una vez más y la levantó sin esfuerzo.
—Scillara.
—Yo soy Heboric, destriant de Treach, el Tigre del Verano y dios de la Guerra.
Scillara se lo quedó mirando cuando el hombre echó a andar por el sendero con ella en brazos.
—Me temo que te voy a decepcionar, Heboric. Creo que ya estoy harta de sacerdotes.
Lo sintió encogerse de hombros y después lo vio esbozar una sonrisa cansada cuando bajó la cabeza para mirarla.
—No pasa nada. Yo también.
Felisin despertó poco después de que L’oric regresara con un cordero recién matado para su familiar demonio, Ranagrís. Seguramente, reflexionó el mago supremo cuando la joven se removió bajo la lona alquitranada, la había despertado el sonido del crujido de los huesos.
El apetito del demonio era voraz y L’oric admiró su acercamiento resuelto, si bien no el enfoque desastrado que le daba al acto de comer.
Felisin salió envuelta en sus mantas y se acercó a L’oric. Estaba muy callada, el cabello despeinado alrededor de su rostro joven y bronceado mientras observaba al demonio consumir los últimos restos del cordero con bocados estrepitosos y violentos.
—Ranagrís —murmuró L’oric—. Mi nuevo familiar.
—¿Tu familiar? ¿Estás seguro de que no es al revés? Esa cosa podría comernos a los dos.
—Observadora. Tiene razón, compañero L’oric. Sensiblero. Anadearía por ahí. Cielos. Vulnerabilidad aletargada. Afligido. Muy solo.
—De acuerdo —sonrió L’oric—. Una alianza es un término mejor para nuestra asociación.
—Tienes barro en las botas y trozos enganchados de juncos y de hierba.
—He viajado esta noche, Felisin.
—¿En busca de aliados?
—No a propósito. No, lo que buscaba eran respuestas.
—¿Y has encontrado alguna?
L’oric dudó y después suspiró.
—Algunas. Menos de lo que esperaba. Pero regreso sabiendo una cosa segura. Y es que debes irte. Tan pronto como sea posible.
La mirada de la joven era inquisitiva.
—¿Y qué hay de ti?
—Te seguiré tan pronto como pueda.
—¿He de irme sola?
—No. Tendrás a Ranagrís contigo. Y a alguien más… espero.
La joven asintió.
—Me encuentro preparada. Estoy harta de este sitio. Ya no sueño con vengarme de Bidithal. Solo quiero irme. ¿Es muy cobarde por mi parte?
L’oric sacudió la cabeza poco a poco.
—De Bidithal nos ocuparemos, muchacha, de un modo acorde con sus crímenes.
—Si tienes intención de asesinarlo, entonces te aconsejaría que no enviaras a Ranagrís conmigo. Bidithal es poderoso, quizá más de lo que imaginas, y yo puedo viajar sola, nadie vendrá a perseguirme, después de todo.
—No. Por mucho que me apetezca matar a Bidithal en persona, no morirá por mi mano.
—Hay algo siniestro en lo que estás diciendo, o quizás, en lo que no estás diciendo, L’oric.
—Habrá una convergencia, Felisin. Con unos… invitados inesperados. Y no creo que aquí sobreviva nadie a su compañía durante mucho tiempo. Habrá una… inmensa matanza.
—Entonces, ¿por qué te quedas?
—Para presenciarlo, muchacha. Durante todo el tiempo que pueda.
—¿Por qué?
Él hizo una mueca.
—Como ya he dicho, sigo buscando respuestas.
—¿Y son lo bastante importantes como para arriesgar la vida?
—Lo son. Y ahora, he de dejarte aquí, te confío a Ranagrís por un rato. Estás a salvo y cuando regrese será con las provisiones y monturas necesarias.
Felisin le echó un vistazo a la criatura cubierta de escamas y aspecto de mono con cuatro ojos.
—A salvo, has dicho. Al menos hasta que le entre el hambre.
—Admirado. Protegeré a esta. Pero no tardes mucho tiempo. Ja, ja.
El alba comenzaba a iluminar el cielo del este cuando Heboric se hizo a un lado para aguardar a su visitante. El destriant permaneció envuelto en la oscuridad tanto como pudo, no para ocultarse de L’oric, al que en ese momento observaba aparecer y acercarse, sino para ocultarse de cualquier otro observador. Quizá pudieran discernir una figura, agazapada allí, en la puerta de la tienda, pero poco más que eso. Se había envuelto en un pesado manto, se había subido la capucha para taparse la cabeza y ocultaba las manos bajo los pliegues.
Los pasos de L’oric se ralentizaron al irse acercando. No habría forma de ocultarle la verdad a aquel hombre y Heboric sonrió cuando vio que el mago supremo abría mucho los ojos.
—Sí —murmuró Heboric—. Yo era reacio, pero está hecho y lo he asumido.
—¿Y qué interés trae a Treach aquí? —preguntó L’oric después de un largo e incómodo momento.
—Habrá una batalla —respondió Heboric con un encogimiento de hombros—. Más allá de eso… bueno, no estoy seguro. Veremos, espero.
L’oric parecía cansado.
—Esperaba convencerte para que te fueras. Para que te llevaras a Felisin de aquí.
—¿Cuándo?
—Esta noche.
—Aleja su campamento una legua, más allá del límite nordeste del oasis. Tres caballos ensillados, tres caballos más de carga. Comida y agua suficientes para tres, para que podamos llegar hasta G’danisban.
—¿Tres?
Heboric sonrió.
—Tú no eres consciente de ello, pero hay cierta… poesía en que seamos tres.
—Muy bien. ¿Y cuánto tiempo debería tener que esperar ella?
—El tiempo que considere aceptable, L’oric. Al igual que tú, tengo intención de permanecer aquí todavía unos días más.
Los ojos se le velaron.
—La convergencia.
Heboric asintió.
L’oric suspiró.
—Somos tontos, tú y yo.
—Es probable.
—En otro tiempo tuve la esperanza, Manos Fantasmales, de que hubiera una alianza entre nosotros.
—Existe, más o menos, L’oric. Suficiente para garantizar la seguridad de Felisin. No es que nos las hayamos arreglado muy bien con esa responsabilidad hasta ahora. Yo podría haber ayudado —rezongó Heboric.
—Me sorprende, si sabes lo que le hizo Bidithal, que no hayas buscado venganza.
—¿Venganza? ¿Qué sentido tiene? No, L’oric, tengo una respuesta mejor para las carnicerías de Bidithal. Deja a Bidithal en manos de su destino…
El mago supremo se sobresaltó y después sonrió.
—Qué extraño, hace solo un rato le dije palabras parecidas a Felisin.
Heboric observó irse al hombre. Tras un momento, el destriant dio la vuelta y volvió a entrar en su templo.
—Hay algo… inexorable en ellos…
Estaban en el camino de las lejanas legiones y veían el destello del hierro vacilando como metal fundido bajo una columna de polvo que, desde ese ángulo, parecía alzarse recta y extenderse en una mancha brumosa con los fuertes vientos del desierto. Al oír a Leoman, Corabb Bhilan Thenu’alas se estremeció. El polvo se colaba por los pliegues de su andrajosa telaba; el aire, tan cerca del muro del Torbellino, estaba impregnado de arena suspendida y le llenaba la boca de tierra.
Leoman se giró en la silla para estudiar a sus guerreros.
Corabb ancló la lanza astillada en el estribo y se acomodó en la silla. Se hallaba agotado. Habían intentado hacer incursiones casi cada noche y, aunque su compañía no había estado envuelta directamente en la lucha, se habían producido retiradas que cubrir, contraataques que mitigar y luego la huida. Siempre la huida. Si Sha’ik le hubiera dado a Leoman cinco mil guerreros, la consejera y su ejército serían los que tendrían que retirarse. Hasta el mismísimo Aren, vapuleados y cojeando.
Leoman había hecho lo que había podido con lo que tenía, sin embargo, y habían ganado (con sangre) un puñado de valiosísimos días. Es más, habían medido las tácticas de la consejera y el ánimo de los soldados. En alguna ocasión, la presión concertada sobre la infantería regular los había hecho combarse y si Leoman hubiera contado con el número necesario, podría haber seguido presionando y haberlos aplastado. En su lugar, llegaban las Lágrimas Quemadas, o los wickanos o esos malditos infantes de marina y los guerreros del desierto eran los que huían. Adentrándose en la noche, perseguidos por guerreros montados tan hábiles y tenaces como los de Leoman.
Quedaban unos setecientos, habían tenido que dejar a muchos heridos por el camino, encontrados y masacrados por las Lágrimas Quemadas de los khundryl, con varias partes del cuerpo recogidas como trofeos.
Leoman se volvió a girar en la silla otra vez.
—Hemos terminado.
Corabb asintió. El ejército malazano llegaría al muro del Torbellino antes del atardecer.
—Quizá su otataralita fracase —sugirió—. Quizá la diosa los destruya a todos esta misma noche.
Las líneas que rodeaban los ojos azules de Leoman se profundizaron al entrecerrarlos para contemplar las legiones que avanzaban.
—No creo. No hay nada puro en la hechicería del torbellino, Corabb. No, habrá una batalla, al borde mismo del oasis. Korbolo Dom estará al mando del ejército del Apocalipsis. Y tú y yo, y es probable que Mathok, nos buscaremos una atalaya adecuada… para mirar.
Corabb se inclinó hacia un lado y escupió.
—Nuestra guerra está acabada —terminó Leoman mientras recogía las riendas.
—Korbolo Dom nos necesitará —aseveró Corabb.
—Si se da el caso, es que habremos perdido.
Azuzaron a los cansados caballos y atravesaron el muro del Torbellino.
Podía cabalgar a medio galope durante medio día, dejar que el caballo jhag cayera en un paso largo con la cabeza gacha por espacio de una campanada y después reanudar el medio galope hasta el atardecer. Estragos era una bestia como no había conocido ninguna otra, incluyendo a su tocayo. Había cabalgado lo bastante cerca del lado norte de Ugarat como para ver vigías en la muralla y, de hecho, habían enviado una veintena de guerreros montados para impedirle que cruzara el amplio puente de piedra que salvaba el río, jinetes que deberían haber llegado al puente mucho antes que él.
Pero Estragos lo había comprendido todo y el medio galope se había convertido en un galope tendido, con el cuello muy estirado; habían llegado cincuenta zancadas por delante de los guerreros que los perseguían. El tráfico en el puente se dispersó a su paso y el espacio era lo bastante ancho como para permitirle rodear con comodidad las carretas y los carromatos. A pesar de lo ancho que era el río Ugarat, alcanzaron el otro lado en menos de una docena de latidos, el atronar de los cascos de Estragos cambió de timbre al pasar de la piedra a la tierra prensada cuando se adentraron en el odhan de Ugarat.
La distancia pareció perder importancia para Karsa Orlong. Estragos lo llevaba sin esfuerzo. No había necesidad de silla y la única rienda que rodeaba el cuello del semental era cuanto necesitaba para guiar a la bestia. El teblor tampoco ató las patas del caballo al llegar la noche, sino que lo dejó libre para que pastara por las inmensas extensiones de hierba que se abrían por todas partes.
El norte del odhan de Ugarat se había estrechado entre el bucle interior de los dos ríos principales (el Ugarat y el otro que Karsa recordaba que se llamaba Mersin o Thalas). Una cordillera de colinas recorría el terreno de norte a sur y separaba los dos ríos, sus cimas y laderas de tierra prensada por las migraciones estacionales de los bhederin a lo largo de miles de años. Esos rebaños habían desaparecido, aunque sus huesos permanecían allí donde depredadores y cazadores los habían derribado y los terrenos se utilizaban como pastos ocasionales, apenas poblados, y eso solo en la estación de lluvias.
Durante la semana que le llevó cruzar esas colinas, Karsa no vio más que indicios de campamentos de pastores y montones de piedras que señalaban linderos, y las únicas criaturas que pastaban eran antílopes y una especie de ciervos grandes que se alimentaban solo de noche y pasaban los días acostados en zonas bajas repletas de hierbas altas y amarillas. Era fácil sacarlos y luego derribarlos para proporcionarle a Karsa algún que otro festín.
El río Mersin era poco profundo y apenas llevaba agua ya tan avanzada la estación seca. Karsa lo había vadeado y después había cabalgado hacia el nordeste, había recorrido las pistas que rodeaban los flancos del sur de las montañas Thalas y después había virado al este, hasta la ciudad de Lato Revae, al borde mismo del sagrado desierto.
Atravesó el camino del sur de las murallas de la ciudad por la noche, para evitar todo contacto, y alcanzó el paso que llevaba a Raraku al amanecer del día siguiente.
Una urgencia generalizada lo empujaba. Era incapaz de explicar el deseo que lo invadía, pero no lo cuestionaba. Había pasado fuera mucho tiempo y creía que la batalla de Raraku no se había producido, pero presentía que era inminente.
Y Karsa quería estar allí. No para matar malazanos, sino para proteger a Leoman. Pero había una verdad más oscura, lo sabía bien. La batalla sería un día de caos y Karsa Orlong quería contribuir a ese caos. Con Sha’ik o sin Sha’ik, los hay en su campamento que se merecen solo la muerte. Y se la daré yo. No se molestó en conjurar una lista de razones, de insultos lanzados, de desdén desvelado, de crímenes cometidos. Se había mostrado indiferente durante mucho tiempo, indiferente a tantas cosas. Había refrenado los puntos más fuertes de su espíritu, entre ellos la necesidad de pronunciarse y actuar en consecuencia y con decisión, como un auténtico teblor.
He tolerado los engaños y la malicia durante tiempo más que suficiente. Mi espada les dará ahora respuesta.
Al guerrero toblakai le interesaba incluso menos crear una lista de nombres, ya que los nombres inducían a juramentos y él ya estaba harto de juramentos. No, mataría según le llevaran sus apetencias.
Estaba deseando regresar a casa.
Siempre que llegara a tiempo.
Al descender las laderas que bajaban al sagrado desierto, fue un alivio ver, a mucha distancia al norte y el este, la cresta roja de furia que era el muro del Torbellino. Ya solo faltaban unos días.
Le sonrió a aquella cólera lejana, porque la entendía. Constreñida, encadenada durante tanto tiempo, la diosa pronto desataría su ira. Karsa percibió su hambre, tan palpable como la de las dos almas que albergaba su espada. La sangre de ciervo era demasiado clara.
Detuvo a Estragos en un antiguo campamento cerca del borde de una salina. Las laderas que tenía detrás le proporcionarían la última oportunidad de conseguir forraje y agua para el caballo en ese lado del muro del Torbellino, así que pasaría tiempo allí para hacer fardos de hierba para el viaje y para rellenar las botas de agua en el manantial que había a diez pasos del campamento.
Hizo un fuego usando los últimos trozos de estiércol de bhederin del Jhag Odhan (algo que hacía muy pocas veces) y, tras comer, abrió el paquete que contenía la t’lan imass destrozada y sacó los restos por primera vez.
—¿Estás impaciente por deshacerte de mí? —preguntó ‘Siballe con voz seca y ronca.
Karsa gruñó mientras miraba a la criatura desde su altura.
—Hemos viajado hasta muy lejos, No Hallada. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te contemplé.
—¿Entonces por qué has decidido contemplarme ahora, Karsa Orlong?
—No lo sé. Ya lo lamento.
—He visto la luz del sol a través del tejido de la tela. Preferible a la oscuridad.
—¿Por qué debería interesarme lo que prefieres?
—Porque, Karsa Orlong, estamos dentro de la misma Casa. La Casa de Cadenas. Nuestro señor…
—Yo no tengo señor —gruñó el teblor.
—Como él querría —respondió ‘Siballe—. El dios Tullido no espera que te arrodilles. No le da órdenes a su espada mortal, a su caballero de Cadenas, pues eso es lo que eres, el papel para el que te han ido dando forma desde el principio.
—Yo no estoy en esa Casa de Cadenas, t’lan imass. Ni aceptaré otro dios falso.
—No es falso, Karsa Orlong.
—Tan falso como tú —dijo el guerrero enseñando los dientes—. Que se alce ante mí y mi espada hablará por mí. Dices que me han dado forma. Entonces hay mucho de lo que debe responder.
—Los dioses lo encadenaron.
—¿Qué quieres decir?
—Lo encadenaron, Karsa Orlong, al suelo muerto. Está destrozado. Inmerso en un dolor eterno. Lo ha crispado y retorcido el cautiverio y ahora solo conoce el sufrimiento.
—Entonces romperé sus cadenas…
—Me complace…
—Y luego lo mataré.
Karsa cogió a la destrozada t’lan imass por el único brazo que tenía y la volvió a meter en el fardo. Después se levantó.
Grandes tareas le esperaban. Una idea muy satisfactoria.
Una Casa es solo otra prisión más. Y yo ya estoy harto de prisiones. Alza muros a mi alrededor y los derribaré todos.
Duda de mis palabras, dios Tullido, y lo lamentarás…