Capítulo 20

Sombra sufre un asedio continuo, pues esa es su naturaleza. Mientras que la oscuridad devora y la luz roba. Y así uno siempre ve que la sombra se esconde en lugares ocultos, solo para regresar al paso de la guerra entre la oscuridad y la luz.

Observaciones de las sendas

Insallan Enura

Cuerda había visitado los barcos edur, había cadáveres por todas partes, pudriéndose ya en la cubierta, bajo los chillidos y peleas de gaviotas y cuervos. Navaja se encontraba cerca de la proa y observaba en silencio a Apsalar, que caminaba entre los cuerpos y se detenía de vez en cuando para examinar algún detalle con una mesura y una serenidad que provocaba escalofríos en el daru.

Habían acercado el esbelto velero y Navaja lo oía golpear con regularidad el casco mientras la brisa matinal continuaba refrescándolos. A pesar del tiempo vivificante, la lasitud se había apoderado de los dos. Debían irse con el velero, pero el destino concreto no lo había especificado el dios patrón de los Asesinos. Otro sirviente de Sombra los aguardaba… en alguna parte.

El joven probó el brazo izquierdo una vez más, lo levantó y lo apartó del cuerpo un poco. El hombro le palpitaba, pero no tanto como el día anterior. Luchar con cuchillos estaba muy bien, hasta que uno tenía que enfrentarse a un contrincante con armadura que empuñaba una espada, entonces los inconvenientes de los puñales de hoja corta con los que había que luchar cuerpo a cuerpo quedaban patentes.

Necesitaba, concluyó, aprender a utilizar el arco. Y después, una vez que hubiera adquirido cierta habilidad, quizás un cuchillo largo; un arma de Siete Ciudades que combinara las ventajas de un cuchillo con el alcance de una espada de tres cuartos. Por alguna razón, la idea de utilizar una espada larga de verdad no le atraía mucho. Quizá porque era el arma de un soldado, que era mejor usar en conjunción con un escudo o un broquel. Un desperdicio de la mano izquierda, dadas sus habilidades. Navaja suspiró, miró la cubierta y luchó contra el asco, después examinó los cadáveres que había bajo aquellos pájaros que se empujaban entre sí.

Y vio un arco. La cuerda se había partido y las flechas yacían esparcidas, habían caído de un carcaj todavía atado a la cadera de un edur. Navaja se acercó y se agachó. El arco resultaba más pesado de lo que parecía, con una curva pronunciada y reforzado por cuerno. La longitud estaba entre la de un arco largo y el arco de un guerrero montado, seguramente era un simple arco corto para esos edur. Sin la cuerda, a Navaja le llegaba a los hombros.

Empezó a recoger las flechas y después, tras alejar a manotazos las gaviotas y los cuervos, apartó a rastras el cadáver del arquero y le quitó el carcaj con el cinturón. Encontró una pequeña saquita de cuero atada cerca que contenía media docena de cuerdas enceradas, material de reserva para reparar las flechas, unas cuantas pepitas de savia de pino dura, una fina hoja de hierro y tres puntas de flecha de reserva armadas con lengüetas.

Navaja seleccionó una de las cuerdas y se irguió. Deslizó uno de los extremos envueltos en cordón por la muesca de la base del arco, después ancló el arma contra la parte exterior de su pie derecho y apretó con fuerza la varilla superior.

Más duro de lo que esperaba. El arco tembló cuando se esforzó por deslizar el lazo por la muesca. Cuando al fin lo consiguió, Navaja levantó el arco para echarle una mirada más atenta y después lo estiró. El aliento le siseaba entre los dientes al intentar mantener el arma tensa. En el momento en el que al fin relajó la cuerda se percató de que aquello iba a ser una especie de desafío.

Sintió unos ojos sobre él y se volvió.

Apsalar se encontraba cerca del mástil principal. Motas y glóbulos de sangre seca le cubrían los antebrazos.

—¿Qué has estado haciendo? —le preguntó él.

La joven se encogió de hombros.

—Mirar por ahí.

¿Dentro del pecho de alguien?

—Deberíamos irnos.

—¿Ya has decidido adónde?

—Estoy seguro de que tendremos una respuesta muy pronto —dijo Navaja mientras se agachaba para recoger las flechas y el cinturón con el carcaj y la bolsita del equipo.

—La hechicería de aquí es… extraña.

Él levantó la cabeza de repente.

—¿A qué te refieres?

—No estoy segura. Mi familiaridad con las sendas es solo por referencias.

Lo sé.

—Pero —continuó— si esto es Kurald Emurlahn, entonces está manchada. En el plano nigromántico. Magia de la vida y la muerte, tallada directamente en la madera de este barco. Como si hechiceros y cargadoras hubieran hecho la consagración.

Navaja frunció el ceño.

—Consagración. Lo dices como si este barco fuera un templo.

—Lo era. Lo es. El derramamiento de sangre no lo ha profanado, que es justo a lo que me refiero. Quizá hasta las sendas pueden hundirse en la barbarie.

—Lo que significa que los que empuñan una senda pueden afectar a su naturaleza. A mi difunto tío le habría parecido una noción fascinante. No es profanación, entonces, sino denigración.

Apsalar miró poco a poco a su alrededor.

—Rashan. Meanas. Thyr.

Él comprendió la idea.

—Tú crees que todas las sendas accesibles para los humanos son, de hecho, denigraciones de las sendas ancestrales.

La joven levantó entonces las manos.

—Hasta la sangre se deteriora y pudre.

El ceño de Navaja se profundizó. No estaba seguro de a qué se refería su compañera y se dio cuenta de que no estaba por la labor de preguntar. Era más fácil y seguro limitarse a gruñir y dirigirse a la regala.

—Deberíamos utilizar esta brisa. Suponiendo que hayas acabado aquí.

Por toda respuesta, Apsalar se acercó al costado del barco y se subió a la baranda.

Navaja la observó bajar trepando al velero y ocupar su lugar al timón. Él se detuvo un momento para echar un último vistazo y se quedó rígido.

En la playa lejana de Deriva Avalii se alzaba una figura solitaria apoyada en un mandoble.

Viajero.

Y Navaja vio entonces que había otros, agachados o sentados a su alrededor. Media docena de soldados malazanos. En los árboles que tenían detrás había tiste andii, de cabello plateado y fantasmal. La imagen pareció grabarse a fuego en su mente, como si fuese el roce de algo tan frío que quemaba. Se estremeció, apartó los ojos con un esfuerzo y se reunió a toda prisa con Apsalar en el velero llevándose la amarra con él.

Puso los remos en sus topes y apartó la pequeña nave del casco negro del barco.

—Creo que tienen intención de ponerse al mando de este dromon edur —dijo Apsalar.

—¿Y qué hay de proteger el trono?

—Ahora hay demonios de Sombra en la isla. Es obvio que tu dios patrón ha decidido adoptar un papel más activo en la defensa del secreto.

«Tu dios patrón». Pues muchas gracias, Apsalar. ¿Y quién era el que sostenía tu alma en sus manos? Las manos de un asesino.

—¿Y por qué no se limitan a llevárselo al reino de Sombra?

—Seguro que si pudiera, lo haría —respondió ella—. Pero cuando Anomander Rake trajo aquí a sus parientes para protegerlo, también fraguó una hechicería alrededor del trono. No lo puede mover.

Navaja metió los remos en el barco y empezó a preparar la vela.

—Entonces, Tronosombrío solo tiene que venir aquí y plantar en él su escuálido trasero, ¿no?

A Navaja no le gustó la sonrisa con la que le respondió la joven.

—Asegurándose así que nadie más pueda reclamar su poder o el puesto de rey de la Gran Casa de Sombra. A menos, por supuesto, que mataran a Tronosombrío primero. Un dios de gran valor y poder inexpugnable bien podría plantar su escuálido trasero en ese trono para terminar con la discusión de una vez por todas. Pero eso fue justo lo que hizo Tronosombrío ya una vez, como el emperador Kellanved.

—¿Lo hizo?

—Reclamó el primer trono. El trono de los t’lan imass.

Oh.

—Por suerte —continuó Apsalar—, ya como Tronosombrío, no ha mostrado mucho interés en utilizar su papel como emperador de los t’lan imass.

—Bueno, ¿para qué molestarse? Así anula la posibilidad de que alguien lo descubra y tome ese trono, mientras que al evitar usarlo él, garantiza que nadie más se entere de que lo tiene ya en primer lugar… ¡Dioses, estoy empezando a hablar como Kruppe! En cualquier caso, me parece una posición inteligente, no cobarde.

Apsalar lo estudió durante un buen rato.

—No había pensado en eso. Tienes razón, por supuesto. Cuando se desvela un poder se induce a la convergencia, después de todo. Parece que Tronosombrío ha absorbido bien su temprana residencia en la Casa de Muerte. Más incluso, quizá, que Cotillion.

—Sí, es una táctica azath, ¿verdad? La negación sirve para desarmar. Dada la oportunidad, es probable que se plantase en todos los tronos que hubiera a la vista y después, con todo el poder acumulado, no haría nada con él. Nada en absoluto.

Apsalar abrió mucho los ojos.

Su compañero frunció el ceño al ver su expresión. Entonces el corazón empezó a palpitarle con fuerza. No. Yo solo estaba de broma. Eso no es solo ambición, es una locura. Jamás podría conseguirlo… pero ¿y si lo consiguiera?

—Todos los juegos de los dioses…

—Quedarían seriamente… restringidos. Azafrán, ¿te has tropezado con la verdad? ¿Acabas de articular la vasta intriga de Tronosombrío? ¿Su prodigioso gambito para lograr un dominio absoluto?

—Solo si está loco de verdad, Apsalar —respondió el daru sacudiendo la cabeza—. Es imposible. Jamás lo conseguiría. Ni siquiera se acercaría.

Apsalar se acomodó junto al timón, las velas se inflaron y el velero saltó en el agua.

—Durante dos años —dijo—, Danzante y el emperador estuvieron desaparecidos. Dejaron que el Imperio lo gobernara Torva. Mis recuerdos robados de esa época son vagos, pero lo que sí sé es que ambos hombres cambiaron, de forma irrevocable, por todo lo que les pasó durante esos dos años. No solo la partida por el reino de Sombra, que no cabe duda de que era fundamental para sus deseos. Ocurrieron otras cosas… verdades reveladas, misterios descubiertos. Si algo sé con certeza, Azafrán, es que, durante la mayor parte de esos dos años, Danzante y Kellanved no estaban en este reino.

—¿Entonces dónde estaban, en el nombre del Embozado?

La joven sacudió la cabeza.

—No puedo responder a esa pregunta. Pero tengo la sensación de que estaban siguiendo una pista, una pista que serpenteaba por todas las sendas y hasta reinos a los que ni siquiera llegan las sendas conocidas.

—¿Qué clase de pista? ¿De quién?

—Sospechas… la pista tenía algo que ver con, bueno, con las Casas de los Azath.

Misterios descubiertos, sin duda. Los Azath… el misterio más profundo de todos.

—Deberías saber, Azafrán —continuó Apsalar— que sabían que Torva los estaba esperando. Sabían lo que había planeado. Pero regresaron de todos modos.

—Pero eso no tiene sentido.

—A menos que procediera a hacer justo lo que ellos querían que hiciera. Después de todo, los dos sabemos que los asesinatos fracasaron, no mataron a ninguno de los dos. La pregunta es entonces: ¿qué lograron con todo ese jaleo?

—¿Una pregunta retórica?

La chica ladeó la cabeza.

—No. —Sorprendida.

Navaja se frotó el rastrojo de barba de la mandíbula y después se encogió de hombros.

—De acuerdo. Deja a Torva en el trono malazano. Nace la emperatriz Laseen. Lo que despoja a Kellanved de su sede secular de poder. Hmm. Hagamos la pregunta de otro modo. ¿Y si Kellanved y Danzante hubieran regresado y reclamado con éxito el trono imperial? Pero, al mismo tiempo, habían tomado el poder del reino de Sombra. Así pues, habría un imperio que abarcaría dos sendas, un imperio de Sombra. —Navaja hizo una pausa y después asintió poco a poco—. No lo habrían consentido, me refiero a los dioses. Ascendientes de todo tipo habrían convergido en el Imperio de Malaz. Habrían machacado al Imperio y a los dos hombres que lo gobernaban y los habrían reducido a polvo.

—Es posible. Y ni Kellanved ni Danzante estaban en situación de montar una resistencia eficaz para enfrentarse a un ataque tan prolongado. Todavía tenían que consolidar su reivindicación del reino de Sombra.

—Exacto, así que orquestaron sus propias muertes y mantuvieron en secreto su identidad como nuevos gobernantes de Sombra durante todo el tiempo que pudieron mientras disponían el trabajo preliminar para reanudar sus grandiosas intrigas. Bueno, todo eso está muy bien, aunque es bastante diabólico. Pero ¿cómo nos ayuda eso a nosotros a responder a la pregunta de qué están tramando ahora mismo? Si acaso, estoy más confundido que nunca.

—¿Por qué habrías de estarlo? Cotillion te reclutó para ocuparte del verdadero trono de Sombra en Deriva Avalii; el resultado no podría haber resultado más ventajoso para él y Tronosombrío. Darist muerto y la espada Venganza fuera de juego y en manos de un vagabundo de destino oscuro. La expedición edur borrada del mapa; el secreto, por tanto, resucitado y es más que probable que se mantenga inviolado durante algún tiempo más. Es cierto que terminó exigiendo la intervención más directa y personal de Cotillion, cosa que él hubiera preferido evitar, sin duda.

—Bueno, no creo que se hubiese molestado si el mastín no se hubiera asustado.

—¿Qué?

—Apelé a Ciega, tú ya habías caído. Y uno de los magos edur hizo acobardarse al mastín con una sola palabra.

—Ah. Entonces Cotillion se ha enterado de otro hecho vital: no puede depender de los mastines cuando lidie con los tiste edur, porque los mastines recuerdan a sus amos originales.

—Supongo. No me extraña que se enfadara con Ciega.

Habrían continuado, con Navaja aprovechándose del declive temporal de la taciturnidad de Apsalar, si el cielo no se hubiera oscurecido de repente, si las sombras no se hubieran alzado por todas partes para encerrarlos y tragárselos…

Un estallido atronador…

La enorme tortuga era el único objeto que interrumpía la llana planicie, atravesaba el lecho marino con la pesadez y la paciencia infinita de los tontos auténticos. Dos sombras crecieron y la flanquearon.

—Es una pena que no haya dos —dijo Trull Sengar—, entonces podríamos viajar por todo lo alto.

—Yo diría —respondió Onrack al tiempo que ralentizaban el paso para adaptarlo al de la tortuga— que la sensación es la misma.

—De ahí este magnífico viaje… De hecho, una noble búsqueda, en la que yo hallo cierta simpatía.

—Entonces echas de menos a los tuyos, ¿verdad, Trull Sengar?

—Una afirmación muy generalizada.

—Ah, las necesidades de la procreación.

—En absoluto. Mis necesidades no tienen nada que ver con engendrar cachorros con mis entradas, ni, los dioses nos libren, mis orejas. —Estiró la mano y dio unos golpecitos en la concha polvorienta de la tortuga—. Al igual que esta de aquí, no hay tiempo de pensar en los huevos que ni siquiera pondrá. Un propósito singular, desconectado del tiempo, de esas sucias consecuencias inevitables, aunque solo sea para afligir a la tortuguita hembra sobre la que aquí nuestro obstinado amigo resulta que se abalance.

—No acostumbran a abalanzarse, Trull Sengar. De hecho, el acto es una empresa mucho más torpe…

—¿No lo son todos?

—Según mis recuerdos…

—Ya basta, Onrack. ¿Crees que quiero oír hablar de tu capacidad y agilidad? Te hago saber que yo todavía he de yacer con mujer. Así pues, no me queda más que mi imaginación escasamente sembrada. Te ruego que no me obligues a escuchar detalles suculentos.

El t’lan imass volvió la cabeza poco a poco.

—¿Es costumbre de tu pueblo aplazar tales actividades hasta el matrimonio?

—Así es. ¿No lo era entre los imass?

—Bueno, sí, lo era. Pero la costumbre se incumplía a cada oportunidad. En cualquier caso, como ya te he explicado, yo tenía una compañera.

—A la que renunciaste porque te enamoraste de otra mujer.

—¿Renunciar, Trull Sengar? No. La perdí. No fue esa pérdida la única. Nunca lo son. Por todo lo que has dicho, he de suponer, entonces, que eres bastante joven.

El tiste edur se encogió de hombros.

—Supongo que sí, sobre todo en la compañía actual.

—Entonces dejemos atrás a esta criatura, para ahorrarte el recordatorio.

Trull Sengar le lanzó al t’lan imass una mirada y después esbozó una gran sonrisa.

—Buena idea.

Aceleraron el paso y en unas cuantas zancadas habían dejado atrás a la tortuga. Trull Sengar miró atrás de repente y dio un grito.

Onrack se detuvo y se giró.

La tortuga se estaba dando la vuelta, las cortas y achaparradas patas la llevaban en un amplio círculo.

—¿Qué está haciendo?

—Por fin nos ha visto —respondió Onrack—, y por tanto huye corriendo.

—Ah, así que nada de juegos y diversión esta noche, entonces. Pobre bestia.

—Con el tiempo le parecerá seguro reanudar su viaje, Trull Sengar. No hemos supuesto más que un obstáculo momentáneo.

—Un humilde recordatorio, entonces.

—Como quieras.

El día carecía de nubes y el calor se alzaba del viejo lecho marino en oleadas que rielaban en el aire. Las estepas cubiertas de hierba del odhan se reanudaban a unos cuantos miles de pasos de distancia. El suelo incrustado de sal resistía a los signos de paso, aunque Onrack podía detectar las sutiles indicaciones que habían dejado los seis t’lan imass renegados, un arañazo aquí, un roce allá. Uno de los seis arrastraba una pierna al caminar, mientras que otro apoyaba más peso en un lado que en el otro. No cabía duda de que todos estaban gravemente dañados. El ritual, a pesar del cese del voto en sí, había dejado poderes residuales, pero también había algo más, una vaga insinuación de caos, de sendas desconocidas, o quizá familiares retorcidas hasta quedar irreconocibles. Onrack sospechaba que había un invocahuesos entre los seis.

Olar Ethil, Kilava Onas, Monok Ochem, Hentos Ilm, Tem Benasto, Ulpan Donost, Tenag Ilbaie, Ay Estos, Absin Tholai… los invocahuesos de los logros t’lan imass. ¿Quién de ellos está perdido? Kilava, por supuesto, pero así ha sido siempre. Hentos Ilm y Monok Ochem han tomado parte los dos a su vez de la cacería. Olar Ethil busca a los otros ejércitos de los t’lan imass, pues la llamada fue oída por todos. Benasto y Ulpan permanecen con Logros. Ay Estos se perdió aquí, en el Jhag Odhan, en la última guerra. No sé nada del destino de Absin Tholai. Lo que deja a Tenag Ilbaie, a quien Logros envió al Kron, a ayudar en las Guerras de Laederon. Absin Tholai, Tenag Ilbaie o Ay Estos.

Por supuesto, no había razón para asumir que los renegados pertenecían a los logros, aunque su presencia allí, en ese continente, era lo que sugería, dado que las cuevas y los alijos de armas no eran los únicos que existían, se podían encontrar lugares secretos parecidos en todos los demás continentes. Con todo, esos renegados habían ido a Siete Ciudades, el lugar donde había nacido el Primer Imperio, para recuperar sus armas. Y eran los logros a quien se había encomendado la tarea de defender su tierra natal.

—¿Trull Sengar?

—¿Sí?

—¿Qué sabes del culto de los sin nombre?

—Solo que tienen mucho éxito.

El t’lan imass ladeó la cabeza.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, para mí su existencia ha permanecido oculta. Jamás había oído hablar de ellos.

Ah.

—Logros ordenó que sacasen el primer trono de esta tierra porque los sin nombre estaban cada vez más cerca de descubrir su ubicación. Se habían dado cuenta de que se podía reclamar el poder de ese trono, que se podía obligar a los t’lan imass a inclinarse al servicio del primer mortal que se sentase sobre él.

—Y Logros no quería que uno de esos sin nombre fuese ese mortal. ¿Por qué? ¿Qué terrible propósito los empuja? Y antes de que respondas, Onrack, debería decirte que, en lo que a mí respecta, «terrible propósito» supone una medida bastante funesta, dadas quienes son tanto tu raza como la mía.

—Comprendo, Trull Sengar, y es un argumento muy válido por tu parte. Los sin nombre sirven a las Casas de los Azath. Logros creía que, si un sacerdote de ese culto ocupaba el primer trono, la primera y única orden que se daría a los t’lan imass sería que aceptaran de forma voluntaria una prisión eterna. Nos habrían eliminado de este mundo.

—Así que se trasladó el trono.

—Sí, a un continente al sur de Siete Ciudades. Donde lo encontró un mago, Kellanved, el emperador del Imperio de Malaz.

—¿Que ahora rige a todos los t’lan imass? No me extraña que el Imperio de Malaz sea tan poderoso como parece; claro que a estas alturas debería haber conquistado ya el mundo entero, podría haber apelado a todos los t’lan imass para que libraran sus guerras por él.

—La explotación que hizo el emperador de nuestras habilidades fue… modesta. Sorprendentemente contenida. Después lo asesinaron. La nueva emperatriz no nos manda.

—¿Y por qué no se sentó ella en el primer trono?

—Lo haría, si pudiera encontrarlo.

—Ah, así que sois libres una vez más.

—Eso parece —respondió Onrack tras un momento—. Hay otros… intereses, Trull Sengar. Kellanved residió en una Casa de Azath por un tiempo…

Llegaron a la pendiente que había tras la llanura de sal y empezaron a subir.

—Esos son asuntos de los que sé muy poco —dijo el tiste edur—. Temes que el emperador fuera uno de esos sin nombre o bien que tuviera contacto con ellos. Si es así, ¿entonces por qué no dio esa única orden que tanto temíais?

—No lo sabemos.

—¿Cómo se las arregló para encontrar el primer trono ya en primer lugar?

—No lo sabemos.

—De acuerdo. Bueno, ¿y qué tiene todo esto que ver con lo que estamos tramando nosotros ahora mismo?

—Una sospecha, Trull Sengar, sobre el destino al que se dirigen esos seis renegados t’lan imass.

—Bueno, hacia el sur, parece. Ah, ya veo.

—Si hay entre ellos parientes de Logros, entonces saben dónde se puede hallar el primer trono.

—Pero ¿hay alguna razón para creer que eres único entre los t’lan imass? ¿No crees que puede haber otros de tu especie que quizá hayan llegado a la misma conclusión?

—No estoy seguro. Yo comparto con los renegados algo que ellos no comparten, Trull Sengar. Como ellos, yo carezco de cargas. Estoy libre del voto del ritual. Lo que ha dado como resultado cierta… liberación de pensamiento. Monok Ochem e Ibra Gholan persiguen a una presa, y la mente del cazador siempre está consumida por esa presa.

Llegaron a la primera elevación y se detuvieron. Onrack sacó la espada y la clavó en el suelo, a tanta profundidad que permaneció erguida cuando su dueño se alejó de ella. Dio diez pasos antes de detenerse otra vez.

—¿Qué estás haciendo?

—Si no tienes objeciones, Trull Sengar, me gustaría esperar a Monok Ochem e Ibra Gholan. Ellos, y Logros en su momento, deben estar informados de mis sospechas.

—¿Y das por sentado que Monok nos concederá el tiempo necesario para hablar? Los últimos momentos que pasamos juntos no fueron muy agradables, según recuerdo. Me sentiría mejor si no te hubieras alejado tanto de tu espada. —El tiste edur encontró una roca cercana en la que sentarse y miró a Onrack durante un buen rato antes de continuar—. ¿Y qué hay de lo que hiciste en la cueva, donde ese ritual tellann estaba activo? —Señaló con un gesto el brazo izquierdo nuevo de Onrack y las variopintas añadiduras a los otros sitios donde había sufrido daños—. Es… obvio. Ese brazo es más corto que el tuyo, sabes. De forma más que perceptible. Algo me dice que se supone que no debías hacer… lo que hiciste.

—Tienes razón… o la tendrías si todavía estuviera vinculado por el voto.

—Entiendo. ¿Y Monok Ochem mostrará una ecuanimidad parecida cuando observe tu proceder?

—No lo creo.

—¿No proclamaste y juraste que me servirías, Onrack?

El t’lan imass levantó la cabeza.

—Sí.

—¿Y si no quiero que tú corras (y me hagas correr a mí, podría añadir) semejante riesgo?

—Tu argumento es muy válido, Trull Sengar, un argumento que yo no había considerado. Sin embargo, déjame preguntarte algo. Esos renegados sirven al mismo amo que tus parientes. Si llevaran a uno de tus parientes mortales a tomar el primer trono y pudiera así dominar a todos los t’lan imass, ¿crees que serán tan comedidos a la hora de usar esos ejércitos como lo fue el emperador Kellanved?

El tiste edur no dijo nada durante un rato, después suspiró.

—De acuerdo. Pero me haces preguntarme algo, si el primer trono es tan vulnerable, ¿por qué no habéis sentado en él a alguien de vuestra elección?

—Para dominar el primer trono hay que ser mortal. ¿A qué mortal podemos confiarle semejante responsabilidad? Ni siquiera elegimos a Kellanved, su explotación fue oportunista. Es más, el tema puede que pronto sea irrelevante. Han llamado a los t’lan imass, y la llamada la oyen todos, ya estén vinculados al voto o liberados de él. Ha surgido un nuevo invocahuesos mortal en una tierra lejana.

—Y queréis que ese invocahuesos tome el primer trono.

—No. Queremos que el invocador nos libere a todos.

—¿Del voto?

—No. De la existencia, Trull Sengar. —Onrack se encogió de hombros con un gesto pesado—. O eso es lo que espero que pidan los vinculados, o lo que quizá ya han pedido. Por extraño que parezca, resulta que yo ya no comparto ese sentimiento.

—Ni lo compartiría ningún otro que haya escapado del voto. Yo diría, entonces, que ese nuevo invocahuesos mortal corre un grave peligro.

—Y, en consecuencia, se le protege.

—¿Eres capaz de resistirte a la llamada de ese invocahuesos?

—Soy… libre de elegir.

El tiste edur ladeó la cabeza.

—Se diría, Onrack, que ya eres libre. Quizá no del modo que ese invocahuesos podría ofrecerte, pero, con todo…

—Sí. Pero la alternativa que yo represento no está a disposición de los que todavía están vinculados por el voto.

—Esperemos que Monok Ochem no esté demasiado resentido.

Onrack se volvió poco a poco.

—Veremos.

El polvo se levantó en un remolino entre las hierbas que había al borde de la cresta, dos columnas que se convirtieron en el invocahuesos Monok Ochem y el líder de clan Ibra Gholan. Este último levantó la espada y se dirigió directamente hacia Onrack.

Trull Sengar se interpuso en el camino del guerrero.

—Espera, Ibra Gholan. Onrack tiene información que querréis oír. Invocahuesos Monok Ochem, tú sobre todo, así que llama al líder de clan. Escuchad primero, después decidid si Onrack se ha ganado el indulto.

Ibra Gholan se detuvo, después dio un solo paso hacia atrás y bajó la espada.

Onrack estudió a Monok Ochem. Aunque las cadenas espirituales que en otro tiempo los habían unido ya se habían partido, la enemistad del invocahuesos (la furia de Monok) era palpable. Onrack sabía que su lista de delitos, de ultrajes, se había hecho muy larga, y aquel último robo de las partes del cuerpo de otro t’lan imass era la abominación mayor, la tergiversación más nefasta de los poderes de Tellann hasta el momento.

—Monok Ochem. Los renegados quieren llevar a su nuevo amo hasta el primer trono. Se desplazan por los caminos del caos. Es su intención, creo, poner a un tiste edur mortal en ese trono. Un gobernante así de los t’lan imass comandaría, a su vez, al nuevo invocahuesos mortal, el que ha pronunciado la llamada.

Ibra Gholan se giró poco a poco para mirar a Monok Ochem, y Onrack pudo percibir la consternación de ambos.

Onrack continuó.

—Informad a Logros que yo, Onrack, y aquel al que ahora estoy vinculado, el tiste edur Trull Sengar, compartimos vuestra desolación. Nos gustaría trabajar de común acuerdo con vosotros.

—Logros te oye —dijo Monok Ochem con voz ronca— y acepta.

La rapidez del proceso sorprendió a Onrack, que ladeó la cabeza. Lo pensó un momento antes de contestar.

—¿Cuántos guardianes protegen el primer trono?

—Ninguno.

Trull Sengar se irguió.

—¿Ninguno?

—¿Permanece algún t’lan imass en el continente de Quon Tali? —preguntó Onrack.

—No, Onrack el Fracturado —respondió Monok Ochem—. La intención que describes nadie la… anticipó. El ejército de Logros está reunido aquí, en Siete Ciudades.

Onrack jamás había experimentado semejante agitación, una sensación que lo sacudía entero, e identificó la emoción, con retraso, como conmoción.

—Monok Ochem, ¿por qué no ha partido Logros a responder a la llamada?

—Se enviaron representantes —respondió el invocahuesos—. Logros mantiene a su ejército aquí en previsión de una necesidad inminente.

¿Necesidad?

—¿Y no se puede prescindir de ninguno?

—No, Onrack el Fracturado. No se puede prescindir de nadie. En cualquier caso, nosotros somos los que más cerca estamos de los renegados.

—Hay, creo, seis renegados —dijo Onrack—. Y uno entre ellos es un invocahuesos. Monok Ochem, si bien es muy posible que consigamos interceptarlos, somos muy pocos…

—Al menos dejadme buscar un arma digna —murmuró Trull Sengar—. Puede que termine enfrentándome a los de mi propia raza, después de todo.

Ibra Gholan habló entonces.

—Tiste edur, ¿qué arma escogerías?

—Una lanza. También se me da bien el arco, pero para el combate… la lanza.

—Obtendré una para ti —dijo el líder de clan—. Y también un arco. Pero siento curiosidad, había lanzas entre el alijo que habéis dejado hace muy poco. ¿Por qué no te hiciste con un arma en ese momento?

Trull Sengar respondió en voz baja y fría.

—No soy ningún ladrón.

El líder de clan miró a Onrack antes de hablar.

—Elegiste bien, Onrack el Fracturado.

Lo sé.

—Monok Ochem, ¿tiene Logros alguna idea sobre quién podría ser el invocahuesos renegado?

—Tenag Ilbaie —respondió de inmediato Monok Ochem—. Es probable que haya elegido un nuevo nombre.

—¿Y Logros está seguro?

—De todos los demás se conoce su paradero, salvo de Kilava Onas.

Que permanece en carne mortal y, por tanto, no puede estar entre los renegados.

—Nacido en el clan de Ban Raile, un soletaken tenag. Antes de que lo eligieran como invocahuesos del clan, se le conocía como Haran ‘Alle, nacido como nació en el verano de la Gran Muerte entre los caribúes. Era un invocahuesos leal…

—Hasta que fracasó contra los forkrul assail en las Guerras de Laederon —interpuso Monok Ochem.

—Como nosotros fracasamos a nuestra vez —dijo Onrack con voz ronca.

—¿A qué te refieres? —preguntó Monok Ochem—. ¿De qué modo hemos fracasado?

—Decidimos ver el fracaso como deslealtad, invocahuesos. Pero al juzgar con dureza a nuestros parientes caídos, cometimos nuestro propio acto de deslealtad. Tenag Ilbaie luchó por triunfar en su tarea. Su derrota no fue por elección. Dime, ¿cuándo hemos triunfado alguna vez en un choque con los forkrul assail? Así pues, Tenag Ilbaie estaba condenado desde el principio. Sin embargo, aceptó lo que se le ordenaba. Sabía muy bien que sería destruido y, por tanto, condenado. He aprendido lo siguiente, Monok Ochem, y así se lo dirás a Logros y todos los t’lan imass: a esos renegados los hemos hecho nosotros así.

—Entonces recae sobre nosotros la tarea de ocuparnos de ellos —gruñó Ibra Gholan.

—¿Y si fracasáramos? —preguntó Onrack.

A eso, ninguno de los dos t’lan imass dio respuesta.

Trull Sengar suspiró.

—Si hemos de interceptar a esos renegados, deberíamos ponernos en marcha.

—Viajaremos por la senda de Tellann —dijo Monok Ochem—. Logros ha dado permiso para que puedas acompañarnos por ese camino.

—Qué generoso por su parte —murmuró Trull Sengar.

Monok Ochem se preparó para abrir la senda, pero hizo una pausa y volvió a mirar a Onrack una vez más.

—Cuando te… reparaste, Onrack el Fracturado… ¿dónde estaba el resto del cuerpo?

—No lo sé. Se lo habían… llevado.

—¿Y quién lo destruyó ya en primer lugar?

Una pregunta inquietante, sin duda.

—No lo sé, Monok Ochem. Hay otro detalle que me incomodó.

—¿Y cuál es?

—Al renegado lo partieron por la mitad con un solo golpe.

La pista serpenteante que subía por la ladera sembrada de peñascos le resultaba demasiado conocida y Lostara Yil podía sentir el ceño que se le estaba asentando en la cara. Perla permanecía unos pasos por detrás de ella y murmuraba cada vez que las botas de la mujer arrancaban una piedra que caía rodando. Lostara lo oyó maldecir cuando una de esas rocas se estrelló contra una pantorrilla y sintió que el ceño se convertía en una sonrisa salvaje.

La superficie serena del muy cabrón se estaba desgastando y comenzaba a revelar trozos más feos que a ella le parecían motivo de mofa, y también suscitaban una extraña e insípida atracción. Demasiado mayor para soñar con la perfección, quizá, la mujer había descubierto en su lugar cierto atractivo delicioso en los defectos. Y Perla, de esos, tenía de sobra.

A la garra le molestaba sobre todo tener que ceder el liderato, pero ese terreno pertenecía a Lostara, a sus recuerdos. El antiguo y expuesto suelo del templo se encontraba justo delante, el lugar donde ella había metido un cuadrillo en la frente de Sha’ik. Y si no hubiera sido por aquellos dos guardaespaldas (el toblakai, sobre todo) ese día habría terminado en un triunfo todavía mayor cuando las Espadas Rojas hubieran regresado a G’danisban con la cabeza de Sha’ik clavada en una lanza. Así habrían terminado con la rebelión antes de que comenzara.

Tantas vidas salvadas, si hubiera ocurrido eso, si la realidad hubiera resultado ser tan impecable como la escena que tenía en mente. Pero al final el destino de un subcontinente entero había caído de cabeza y de forma irrevocable en aquella situación sórdida y empapada en sangre.

Ese maldito toblakai. Con esa maldita espada de madera. Si no hubiera sido por él, ¿cómo sería este día? Seguramente no estaríamos aquí, para empezar. A Felisin Paran no le habría hecho falta cruzar todo Siete Ciudades para intentar evitar que la asesinaran unos rebeldes enloquecidos. Coltaine estaría vivo, cerrando el puño imperial alrededor de todas y cada una de las ascuas encendidas antes de que estallara la conflagración. Y al puño supremo Pormqual lo habrían enviado a ver a la emperatriz para que diera cuenta de su incompetencia y corrupción. Todo si no hubiera sido por ese odioso toblakai

Pasó junto a los grandes peñascos tras los que se habían escondido, después junto al que había utilizado ella para acercarse lo suficiente y garantizar un disparo letal. Y allí, a diez pasos del suelo del templo, los restos esparcidos de la última espada roja que había caído durante la retirada.

Lostara subió al suelo de losas y se detuvo.

Perla llegó a su lado y miró a su alrededor con curiosidad.

Lostara señaló un punto.

—Estaba sentada allí.

—Esos guardaespaldas no se molestaron en enterrar a las Espadas Rojas —comentó él.

—No, ¿por qué habrían de hacerlo?

—Ni —continuó la garra—, según parece, se molestaron tampoco con Sha’ik. —Se acercó a un punto en sombras entre las dos columnas de una antigua puerta arqueada.

Lostara lo siguió, el corazón de repente le palpitaba vehementemente en el pecho.

La forma era diminuta, envuelta en la tela de una tienda desgastada por el viento. El pelo negro había crecido, y seguido creciendo, mucho después de la muerte, y el efecto (después de que Perla se agachara y apartara con un tirón la lona para revelar la cara desecada y el cuero cabelludo) era horrendo. El agujero que el cuadrillo había abierto en la frente de la mujer revelaba un cráneo lleno de arena que había llevado el viento. Más de los finos granos se habían acumulado en las cuencas de los ojos del cadáver, en la nariz y en la boca abierta.

—Raraku reclama a los suyos —murmuró Perla tras un momento—. ¿Y estás segura que esta era Sha’ik, mujer?

Lostara asintió.

—Le estaban entregando el libro de Dryjhna, como ya expliqué. Directamente a sus manos. Tras lo cual, según se profetizó, se produciría un renacimiento, y eso, a su vez, desencadenaría el torbellino, el Apocalipsis… la rebelión.

—Descríbeme otra vez a esos guardaespaldas.

—Un toblakai y el que se conoce con el nombre de Leoman de los Mayales. Los guardaespaldas más personales de Sha’ik.

—Sin embargo, da la impresión de que la rebelión no necesitaba a Sha’ik, ni al torbellino. Ya estaba en pleno apogeo para cuando Felisin llegó aquí. Entonces, ¿qué ocurrió durante ese tiempo? ¿Estás sugiriendo que los guardaespaldas se limitaron a… esperar? ¿Aquí? ¿A esperar qué?

Lostara se encogió de hombros.

—Al renacimiento, quizá. Lo más bonito de las profecías es que están convenientemente abiertas a un sinfín de reinterpretaciones, según sea la demanda. Los idiotas esperaron, y esperaron…

Perla frunció el ceño, se irguió y miró a su alrededor.

—Pero el renacimiento sí que ocurrió. El torbellino se alzó para dar un foco (para proporcionar un corazón furioso) a la rebelión. Todo sucedió tal y como se había profetizado. Me pregunto…

Lostara lo observó bajo los párpados entrecerrados. Una cierta elegancia de movimientos, admitió. Una distinción que habría sido femenina en un hombre menos letal. Era como una serpiente cuello-disparado, sereno y autosuficiente… hasta que lo provocaran.

—Pero mírala —dijo Lostara—. No hubo renacimiento. Estamos perdiendo el tiempo, Perla. Bueno, quizá llegó Felisin y se tropezó con esto, antes de continuar adelante.

—Te estás mostrando obtusa de forma deliberada, querida —murmuró Perla, y a la mujer le decepcionó que su compañero no hubiera picado el anzuelo.

—¿Ah, sí?

La irritación femenina se profundizó al ver la sonrisa que le dedicó la garra.

—Tienes mucha razón, Lostara, al observar que nada en absoluto podría haber renacido de este cadáver. Así pues, solo se puede sacar una conclusión. La Sha’ik que está viva y en perfecto estado de salud en el corazón de Raraku no es la misma Sha’ik. Esos guardaespaldas encontraron una… sustituta. Una impostora, alguien a quien podían hacer encajar con facilidad en el papel, la flexibilidad de las profecías que comentaste hace un momento les habría servido a la perfección. Renacida. Muy bien, más joven en apariencia, ¿no? Una anciana no puede guiar a un ejército a una nueva guerra, después de todo. Y es más, a una anciana no le resultaría nada fácil convencer a alguien de que había renacido.

—Perla.

—¿Qué?

—Me niego a creer en esa posibilidad, sí, ya sé lo que estás pensando, pero es imposible.

—¿Por qué? Nada más encaja…

—¡Me da igual lo bien que encaje! ¿Eso es todo lo que somos los mortales? ¿Víctimas de una ironía torturada para divertir a una bandada chiflada de dioses?

—Una bandada de cuervos, una bandada de dioses, eso me gusta, muchacha. En cuanto a la torturada ironía, más bien exquisita ironía. ¿No crees que Felisin aprovecharía la oportunidad que se le daba de convertirse en un instrumento directo de venganza contra su hermana? ¿Contra el Imperio que la envió a las minas? Es muy posible que el destino se presente, pero, en definitiva, la oportunidad hay que abrazarla, con intención e impaciencia. En todo esto no fue tanto el azar o las casualidades, más bien una oportuna convergencia de deseos y necesidades.

—Debemos volver con la consejera —declaró Lostara.

—Bueno, el torbellino se interpone en nuestro camino. No puedo utilizar sendas para acelerar nuestro viaje dentro de esa esfera de poder. Y nos llevaría demasiado tiempo rodearlo. No temas, procuraremos llegar a Tavore a tiempo para entregarle nuestras espeluznantes revelaciones. Pero tendremos que atravesar el torbellino, y el propio Raraku, y con discreción y mucho cuidado. Si nos descubren, podría resultar letal.

—Estás encantado con esto, ¿verdad?

El hombre abrió mucho los ojos, una expresión con la que Lostara se había encariñado demasiado, comprendió la joven con una oleada de irritación.

—No es justo, mi querida Lostara Yil. Estoy satisfecho de haber resuelto el misterio, de haber puesto fin a nuestra tarea de determinar el destino que corrió Felisin. Por lo menos hasta donde podemos llevarlo de momento, claro está.

—¿Y qué hay de tu cacería del líder del Espolón?

—Oh, creo que también encontraré pronto satisfacción en ese tema. De hecho, todo está convergiendo a la perfección.

—¡Ves, sabía que estabas complacido!

La garra extendió las manos.

—¿Preferirías que me flagelara y lacerara mi cuerpo? —Al ver que la mujer levantaba una ceja, Perla entornó los ojos con gesto suspicaz por un instante, después cogió una bocanada de aire y continuó—: Ya casi hemos acabado con esta misión, mujer. Y pronto podremos sentarnos en una tienda fresca, con copas de vino frío en la mano y reflexionar a placer sobre los incontables descubrimientos que hemos hecho.

—Lo estoy deseando —comentó ella con sequedad al tiempo que se cruzaba de brazos.

La garra se giró y miró al torbellino. El remolino que rugía y chillaba dominaba el cielo y expulsaba una lluvia incesante de polvo.

—Por supuesto, primero tendremos que penetrar en las defensas de la diosa sin que nos vean. Tú eres de sangre pardu, así que no te prestará la menor atención. Yo, por otro lado, soy un cuarto tiste andii…

Lostara se sobresaltó y se quedó sin aliento.

—¿Lo eres?

Él volvió la cabeza, sorprendido.

—¿No lo sabías? Mi madre era de Deriva Avalii, una belleza mestiza de cabello blanco, o eso me han dicho, ya que yo no guardo recuerdos claros porque me dejó con mi padre en cuanto me destetó.

La imaginación de Lostara conjuró una imagen de Perla mamando del pecho de su madre y la escena le pareció alarmante.

—¿Entonces tú naciste vivo?

La espada roja sonrió ante el silencio ofendido de su compañero.

Bajaron por el camino hasta la cuenca, donde la fiera tormenta del torbellino rugía sin cesar y se alzaba para encumbrarse sobre ellos a medida que se iban acercando. Ya casi había caído la tarde. Les escaseaba la comida, aunque tenían agua de sobra, habían repuesto sus provisiones en el manantial que había cerca del templo en ruinas. A Lostara las botas se le caían a pedazos alrededor de los pies y los mocasines de Perla eran, en su mayor parte, trapos envueltos. Las costuras de la ropa se habían deshilachado y vuelto quebradizas bajo el sol implacable. El cuero se había resquebrajado y el hierro se había llenado de muescas y cubierto de pátinas y manchas de óxido tras el espeluznante paso por la senda Thyrllan.

Lostara se sentía rendida y desgastada; sabía que parecía diez años mayor de lo que era en realidad. Razón de más para que alternara entre la furia y la desesperación al ver la cara sana y tersa de Perla, y sus ojos de extraña forma tan claros y brillantes. La agilidad del paso masculino hacía que a la espada roja le apeteciera romperle la crisma con la parte plana de la espada.

—¿Cómo piensas evitar que el torbellino note tu presencia, Perla? —preguntó cuando se acercaron más.

Él se encogió de hombros.

—Tengo un plan, que puede que funcione o no.

—Igual que todos tus planes. Dime pues, ¿qué precario papel tienes en mente entonces para mí?

—Rashan, Thyr y Meanas —respondió la garra—. La guerra perpetua. Ni la propia diosa comprende del todo el fragmento de senda que tenemos delante. Lo que no es de extrañar, ya que seguramente ella era poco más que un espíritu céfiro ya para empezar. Yo, sin embargo, sí que lo comprendo… bueno, mejor que ella, en cualquier caso.

—¿Eres incapaz de contestar de forma sucinta? «¿Te duelen los pies?» «Oh, las sendas de Mockra, Rashan y Omtose Phellack, de las que surgen todos los males bajo las rodillas…»

—Está bien. De acuerdo. Tengo intención de esconderme en tu sombra.

—Bueno, a eso ya estoy acostumbrada, Perla. Pero debería señalar que el muro del Torbellino está tapando el atardecer bastante a conciencia.

—Cierto, pero ahí está, de todos modos. Solo tendré que andar con cuidado. Siempre que, por supuesto, tú no hagas ningún movimiento brusco e inesperado.

—En tu compañía, Perla, la idea todavía tiene que ocurrírseme.

—Ah, eso está bien. Yo, a mi vez, creo que debería señalar, sin embargo, que tú insistes en fomentar cierta tensión entre los dos. Una tensión que es cualquier cosa salvo, bueno, profesional. Es extraño, pero parece aumentar con cada insulto que me lanzas. Un coqueteo peculiar…

—¿Coqueteo? Maldito idiota. Sería mucho más feliz viéndote caer de morros y observando cómo esa maldita diosa te da una paliza, aunque solo sea por la satisfacción que recibiría…

—Justo lo que yo decía, querida.

—¿En serio? Así que si te arrojara aceite hirviendo por encima, me estarías diciendo, entre grito y grito de dolor, que sacara la cabeza de entre tus… —La joven cerró la boca con un audible chasquido.

Perla tuvo el buen sentido de no hacer ningún comentario.

¿Con la parte plana de la espada? No, con la hoja.

—Quiero matarte, Perla.

—Lo sé.

—Pero de momento, me conformaré con tenerte en mi sombra.

—Gracias. Y ahora limítate a caminar delante, a un paso regular, si no te importa. Métete directamente en ese muro de arena. Y no te olvides de guiñar los ojos y mirar abajo, no querría que se dañaran esas gloriosas ventanas de fuego…

Lostara había esperado encontrar resistencia, pero el viaje resultó muy fluido. Seis pasos por un mundo ocre y apagado y después salieron a la llanura abrasada de Raraku, parpadeando bajo la luz brumosa del atardecer. Cuatro pasos más, que los sacaron a un pedregal limpio de arena, y Lostara giró en redondo.

Con una sonrisa, Perla alzó las dos manos con las palmas hacia arriba. Estaba un paso detrás de ella.

Lostara salvó esa distancia, levantó una mano enguantada para cogerlo por la nuca y la otra la bajó mucho más, mientras envolvía la boca masculina con la suya.

Momentos después se estaban arrancando la ropa.

Ninguna resistencia en absoluto.

A menos de cuatro leguas de distancia al sudoeste, a medida que iba descendiendo la oscuridad, Kalam Mekhar se despertó de repente envuelto en sudor. El tormento de sus sueños todavía levantaba ecos, aunque su sustancia lo eludía. Esa canción otra vez… creo. Se alza hasta transformarse en un rugido que parecía atenazar la garganta del mundo… Se sentó poco a poco e hizo una mueca al notar los varios dolores que le agarrotaban los músculos y las articulaciones. Que te encajaran en una fisura estrecha y oscura no solía conducir a un sueño reparador.

Y las voces de la canción… extrañas pero familiares. Como amigos… que nunca cantaron ni una sola palabra en su vida. Nada que se sobrepusiera al espíritu. No, esas voces dan música a la guerra

Cogió su bota de cuero y tomó un gran trago para quitarse el sabor a polvo de la boca, después dedicó unos momentos a comprobar las armas y el equipo. Para cuando terminó, el ritmo de su corazón se había regularizado y las manos habían dejado de temblarle.

No le parecía probable que la diosa del Torbellino pudiera detectar su presencia, siempre que viajara entre las sombras a cada oportunidad. Y, en cierto sentido, como bien sabía él, la noche en sí no era más que una sombra. Mientras se escondiera bien durante el día, esperaba ser capaz de llegar al campamento de Sha’ik sin que detectaran su presencia.

Se echó la alforja al hombro y se puso en marcha. Las estrellas del cielo apenas eran visibles entre el polvo en suspensión. En Raraku, a pesar de su apariencia salvaje y abrasada, había un laberinto de pistas entrecruzadas sin fin. Muchas llevaban a manantiales falsos o emponzoñados; otras, a una muerte igual de segura en los yermos de arena. Y bajo la madeja de veredas y viejos montones de piedras tribales, los restos de caminos costeros serpenteaban sobre los riscos y unían lo que antaño habrían sido islas en una inmensa bahía de aguas poco profundas.

Kalam se abrió camino con paso ligero y constante por una depresión sembrada de piedras, donde media docena de barcos (la madera petrificada y con el aspecto de huesos grises en la oscuridad) habían esparcido sus restos en la arcilla prensada. El torbellino había levantado el manto de arenas y revelado la prehistoria de Raraku, las civilizaciones perdidas tiempo atrás que solo habían conocido oscuridad durante milenios enteros. La escena era vagamente inquietante, como si le hablara en susurros a las pesadillas que habían plagado el sueño de Kalam.

Y esa maldita canción.

El asesino continuó, los huesos de las criaturas marinas crujían bajo sus pies. No había viento, el aire era casi sobrenatural en su quietud. Doscientos pasos más adelante, la tierra se alzaba una vez más y trepaba hasta una antigua calzada en ruinas. Al levantar la mirada, lo que vio en el risco hizo detenerse a Kalam en seco. Se agachó y cerró las manos alrededor de los mangos de sus cuchillos largos.

Una columna de soldados caminaba por la calzada. Las cabezas protegidas por los cascos bajadas, iban cargados con camaradas heridos, las picas vacilantes y lanzando destellos en la oscuridad granulosa.

Kalam calculó que el número se acercaba a los seiscientos. En la columna, a un tercio del camino, se alzaba un estandarte. Colgado de la punta del mástil había un torso humano, las costillas sujetas por tiras de cuero en las que habían colocado dos cráneos. Unas astas bajaban por todo el astil hasta las manos pálidas del portador.

Los soldados marchaban en silencio.

Por el aliento del Embozado. Son fantasmas.

El asesino se irguió poco a poco. Se adelantó. Subió por la ladera hasta que se quedó allí parado, como alguien expulsado fuera del camino por el avance del ejército, mientras los soldados pasaban arrastrando los pies, los de su lado que estaban lo bastante cerca como para extender la mano y tocarlos, eran de carne y hueso.

—Sube caminando del mar.

Kalam se sobresaltó. Un lenguaje desconocido, pero lo entendía. Una mirada atrás y la depresión que acababa de cruzar estaba llena de agua reluciente. Cinco barcos navegaban medio hundidos en las aguas, a cien golpes de remo de la costa; tres de ellos en llamas, iban soltando cenizas y restos en su deriva. De los dos restantes, uno se hundía a toda prisa mientras que el último parecía sin vida, se veían cuerpos en la cubierta y las jarcias.

—Un soldado.

—Un asesino.

—Demasiados espectros en este camino, amigos. ¿Es que no nos persiguen ya suficientes?

—Sí, Dessimbelackis nos lanza legiones interminables y da igual a cuántos masacremos, el primer emperador siempre encuentra más.

—No es cierto, Kullsan. Cinco de los Siete Protectores ya no existen. ¿Es que eso no significa nada? Y el sexto no se recuperará, ahora que hemos desterrado a la bestia negra en sí.

—Me pregunto si de verdad la hemos expulsado de este reino.

—Si los sin nombre dicen la verdad, entonces sí…

—Tu pregunta, Kullsan, me confunde. ¿Acaso no estamos saliendo de la ciudad? ¿Acaso no acabamos de vencer?

La conversación había empezado a desvanecerse con el avance de los soldados que estaban hablando, pero Kalam oyó la vacilante respuesta de Kullsan.

—Entonces, ¿por qué está el camino que seguimos lleno de fantasmas, Erethal?

Y lo que es más importante, añadió Kalam para sí, ¿por qué lo está el mío?

Esperó hasta que el último de los soldados pasó junto a él y después se adelantó para cruzar el antiguo camino.

Y vio, en el otro lado, una figura alta y demacrada con una túnica de color naranja desvaído. Pozos negros por ojos. Una mano descarnada sujetaba un bastón de marfil tallado en espiral, en el que la aparición se apoyaba como si fuera lo único que lo mantenía en pie.

—Escúchalos ahora, espíritu del futuro —dijo con voz ronca, ladeando la cabeza.

Y en ese momento Kalam lo oyó. Los soldados fantasmales habían empezado a cantar.

La piel del color de la medianoche del asesino empezó a sudar de repente. Yo ya he oído antes esa canción… o no, algo muy parecido. Una variación

—Por el abismo, ¿pero qué…? Tú, caminante espiritual tanno, explica esto.

—¿Caminante espiritual? ¿Es ese el nombre que voy a adquirir? ¿Es un título honorífico? ¿O con él se reconoce una maldición?

—¿A qué te refieres, sacerdote?

—No soy ningún sacerdote. Soy Tanno, el undécimo y último senescal de Yaraghatan, desterrado por el primer emperador por mi traicionera alianza con los sin nombre. ¿Sabías lo que iba a hacer él? ¿Lo habría adivinado cualquiera de nosotros? Siete Protectores, sí, pero mucho más que eso, oh sí, mucho más… —Con pasos vacilantes, el espectro subió al camino y empezó a arrastrarse en pos de la columna—. Les di una canción para celebrar lo que era su última batalla —dijo con voz ronca—. Al menos les di eso…

Kalam se quedó observando las figuras que desaparecían en la oscuridad. Se volvió. El mar había desaparecido, los huesos de la cuenca revelados una vez más. Se estremeció. ¿Por qué soy testigo de estas cosas? Tengo la razonable certeza de no estar muerto… aunque pronto podría estarlo, supongo. ¿Son estas visiones de muerte? Había oído hablar de ello, pero nunca había hecho mucho caso. El abrazo del Embozado era demasiado aleatorio para verse anudado en la maraña del destino… hasta que ya había ocurrido, por lo menos en la experiencia del asesino.

Sacudió la cabeza, cruzó el camino y se deslizó por el margen derrumbado hasta la llanura salpicada de peñascos. Ese trozo no había sido nada más que dunas, antes de que se alzara el torbellino. Su elevación era más alta (quizás el doble de la altura de un hombre) que el antiguo lecho marino que acababa de cruzar y allí, más allá de las piedras caídas, yacían los cimientos del plano de una ciudad. La atravesaban profundos canales y hasta pudo distinguir dónde habían construido puentes para salvarlos. Pocos de los muros superaban las pantorrillas del asesino, pero algunos de los edificios parecían haber sido grandes, capaces de rivalizar con cualquiera de los encontrados en Unta o Ciudad Malaz. Pozos profundos marcaban los lugares donde se habían construido cisternas, donde se podía recoger el agua de mar del otro lado de la calzada, despojada de sal por las arenas intermedias. Los restos de terrazas indicaban una proliferación de jardines públicos.

Echó a andar y no tardó en encontrarse caminando por lo que una vez había sido la avenida principal que iba de norte a sur. El suelo que pisaba era una alfombra sólida y densa de fragmentos de loza, restregados y blanqueados por la arena y la sal. Y ahora soy como un fantasma, el último que camina por estas avenidas en las que cada muro es transparente, en las que cada secreto queda revelado.

Fue entonces cuando oyó los caballos.

Kalam echó una carrera hasta el refugio más cercano, un tramo de escaleras hundidas que antaño llevaban al nivel subterráneo de un gran edificio. Los golpes secos de los cascos de los caballos se acercaron, procedían de una de las calles laterales, en el lado contrario de la avenida principal. El asesino se agachó más cuando apareció el primer jinete.

Pardu.

Tiró de las riendas, cauto, armas en la mano. Después un gesto. Aparecieron otros cuatro guerreros del desierto, seguidos por un quinto pardu, este último un chamán, dedujo Kalam, dado el cabello revuelto del hombre, los fetiches y la andrajosa capa de piel de cabra. El chamán miró a su alrededor furioso, le brillaban los ojos como si ardiera en ellos un fuego interno, sacó un hueso largo y empezó a agitarlo y dibujar círculos sobre la cabeza. Después levantó la cabeza y olisqueó el aire con grandes aspavientos.

Kalam sacó poco a poco sus cuchillos largos de las vainas.

El chamán gruñó unas cuantas palabras, después giró sobre la alta silla pardu y se deslizó hasta el suelo. Plantó mal, se lastimó un tobillo y se pasó los siguientes momentos cojeando, maldiciendo y escupiendo. Sus guerreros se bajaron de sus caballos con algo más de elegancia y Kalam captó el destello de la sonrisa que uno de ellos ocultó con rapidez.

El chamán empezó a dar patadas en el suelo, a murmurar por lo bajo mientras levantaba la mano libre para tirarse de vez en cuando del pelo enredado. Y en sus movimientos, Kalam intuyó los comienzos de un ritual.

Algo le dijo al asesino que aquellos pardus no pertenecían al ejército del Apocalipsis de Sha’ik. Eran demasiado furtivos. Envainó poco a poco el cuchillo largo de otataralita y se acomodó en la sombra profunda del hueco para esperar y mirar.

Los murmullos del chamán habían adoptado una cadencia rítmica, metió la mano en una bolsa de pieles cosidas que llevaba en el cinturón y sacó un puñado de objetos pequeños que empezó a esparcir al tiempo que dibujaba un círculo interminable. Negros y relucientes, los objetos crujían y estallaban en el suelo como si los acabara de sacar de un fuego. Un hedor acre flotaba en el círculo del ritual.

Kalam nunca descubrió si lo que ocurrió a continuación fue deliberado, sin duda la conclusión no lo fue. La oscuridad que flotaba con pesadez en la calle pareció estallar con una convulsión, y después los gritos partieron el aire. Habían llegado dos bestias inmensas que, de inmediato, atacaron a los guerreros pardus. Como si la propia oscuridad hubiera tomado forma, solo el brillo de sus pieles lustrosas traicionaba su presencia, y se movían a una velocidad borrosa entre chorros de sangre y huesos que se partían. El chamán lanzó un chillido cuando una de las descomunales bestias se acercó. Una enorme cabeza negra se balanceó hacia un lado, las mandíbulas se abrieron y la cabeza del chamán se desvaneció dentro del buche. Un crujido húmedo cuando las mandíbulas se cerraron de golpe.

El mastín, pues eso es lo que era, comprendió Kalam, se apartó y el cuerpo decapitado del chamán se tambaleó hacia atrás y después se sentó con un golpe seco.

El otro mastín había empezado a alimentarse de los cuerpos de los guerreros pardus y continuaba el sonido enfermizo de los huesos al romperse.

No eran, como bien pudo ver Kalam, mastines de Sombra. Resultaban más grandes, más pesados, parecían más un oso que un perro. Sin embargo, mientras se llenaban la barriga con carne humana cruda, se movían con una elegancia salvaje, primitiva y letal. Desprovistos de miedo y dueños de una confianza suprema, como si aquel extraño lugar al que habían llegado les fuera tan conocido como sus propios terrenos de caza.

Con solo verlos, al asesino ya se le puso la piel de gallina. Inmóvil, había dejado casi de respirar y después había ralentizado el ritmo de su corazón. No le quedaban más alternativas, al menos hasta que se fueran los mastines.

Pero las bestias no parecían tener prisa, ambos se sentaron para partir los últimos huesos largos y roer las articulaciones.

Tienen hambre, los muy cabrones. Me pregunto de dónde han salido… y qué van a hacer ahora.

Entonces uno levantó la cabeza y se puso rígido. Se levantó con un profundo gruñido. El otro siguió mordiendo una rodilla humana, al parecer indiferente a la súbita tensión de su compañero.

Incluso cuando la bestia se volvió para quedarse mirando el lugar donde se había agazapado Kalam.

Fue a por él, rápido.

Kalam subió de un salto las gastadas escaleras mientras metía una mano en los pliegues de la telaba. Giró de repente y echó a correr al mismo tiempo que lanzaba el último puñado de diamantes ahumados (su propio alijo, no el de Iskaral Pust) a su espalda.

Unas garras resbalaron por el suelo justo detrás de él, que se lanzó hacia un lado, y rodó sobre un hombro cuando el mastín atravesó el sitio en el que él había estado un momento antes. El asesino continuó rodando hasta ponerse en pie una vez más, mientras tiraba con desesperación del silbato que llevaba alrededor del cuello.

El mastín resbaló por las losas polvorientas, las patas giraban como locas bajo él al darse la vuelta.

Una mirada le mostró que el otro mastín no hacía ningún caso y seguía royendo los huesos en la otra calle.

Entonces Kalam se metió el silbato entre los dientes. Dibujó como pudo un semicírculo para interponer los diamantes entre él y el mastín que lo atacaba.

Y sopló por el tubo de hueso tan fuerte como pudo.

Cinco demonios azalan se alzaron del antiguo suelo de piedra. No pareció haber ni un solo momento de desorientación entre ellos, porque tres de los cinco se abalanzaron al instante sobre el mastín más cercano mientras que los dos restantes flanquearon a Kalam y fueron trepando, en un contorno borroso de miembros, hacia el mastín de la calle. Que al fin levantó la cabeza.

Por mucha curiosidad que sintiera por presenciar el choque de unos gigantes, Kalam no perdió tiempo en quedarse mirando. Echó a correr, se desvió hacia el sur y saltó sobre los muros, rodeó los pozos de fondos negros y clavó la mirada en el terreno elevado que tenía a mil quinientos pasos de distancia.

Chasquidos, gruñidos y el choque y los chirridos de piedras que caían eran la prueba de la batalla que se estaba produciendo en la calle principal, a su espalda. Mis disculpas, Tronosombrío…, pero al menos uno de tus demonios debería sobrevivir el tiempo suficiente para escapar. En cuyo caso, se te informará de una nueva amenaza desatada sobre este mundo. Y plantéatelo así, si hay dos de esas bestias, seguramente habrá más.

Siguió corriendo toda la noche, hasta que se desvanecieron los sonidos a su espalda.

Una velada llena de sorpresas. En el puesto de un vendedor de joyas de G’danisban. En una cena suntuosa e indolente que compartían un mercader kaleffa y una de las muy estimadas esposas de un cliente igual de apreciado. Y en Ehrlitan, en una feroz reunión de tratantes de blancas y asesinos que maquinaban traicionar a un colaborador malazano que había enviado una invitación secreta a la flota vengadora del almirante Nok (que en esos momentos estaba doblando el mar Otataral de camino a un inquietante encuentro con once transportes procedentes de Genabackis), colaborador que, según resultaría, despertaría a la mañana siguiente no solo sano y salvo, sino también sin tener que enfrentarse a un asesinato inminente. Y en el camino costero de caravanas, a veinte leguas al oeste de Ehrlitan, la quietud de la noche quedaría rota por unos chillidos horrorizados, altos y persistentes, suficientes para despertar a un viejo de puños destrozados que vivía solo en una torre con vistas al mar Otataral, aunque solo fuera por un momento, antes de darse la vuelta y caer una vez más en un sopor tranquilo y sin sueños.

Al oír el lejano y casi inaudible silbato, un sinfín de diamantes ahumados (vendidos por un comerciante en el mercado de G’danisban) se derrumbaron convertidos en polvo, ya estuvieran guardados a buen recaudo en baúles cerrados con llave, usados como anillos o colgantes, o residentes en el tesoro del comerciante. Y de ese polvo se alzaron demonios azalan, que despertaron mucho antes del momento previsto para ellos. Pero a ellos les pareció bien.

Tenían, todos y cada uno, tareas señaladas que exigían cierta soledad, al menos en un principio. Lo que hacía necesario silenciar a toda prisa a los testigos, cosa que a los azalan les complació hacer. De forma competente y concisa.

Para los que habían aparecido en las ruinas de una ciudad de Raraku, sin embargo, encontrar a dos criaturas cuya existencia ya casi se había perdido en la memoria racial de los demonios, los momentos inmediatos a su llegada resultaron ser un tanto más problemáticos. Pues no tardó en resultar evidente que los mastines no estaban por la labor de renunciar a su territorio, por poco que valiera.

La lucha fue fiera y prolongada, y concluyó de forma insatisfactoria para los cinco azalan, a los que al final expulsaron, magullados, sangrando e impacientes por buscar sombras profundas en las que esconderse del día inminente. Para esconderse y lamerse las heridas.

Y en el reino conocido como Sombra, cierto dios permanecía sentado, inmóvil, en su trono insustancial. Recuperado ya de la conmoción, su mente se había disparado.

A toda velocidad.

Madera que crujía y se astillaba, el mástil partiéndose en las alturas para arrastrar los cordajes al suelo, una fuerte conmoción que reverberó por todo el navío, y después solo el sonido del agua cayendo en un suelo de piedra.

Navaja se levantó con un gruñido sordo.

—¿Apsalar?

—Estoy aquí.

Las voces levantaban ecos. Las paredes y el techo estaban cerca, el velero había aterrizado en una cámara.

—Para que luego hablen de sutileza —murmuró el daru mientras buscaba su bolsa entre los restos—. Tengo un farol. Dame un momento.

—No me voy a ninguna parte —respondió la mujer desde algún sitio cerca de la popa.

Las palabras de Apsalar le dieron escalofríos, por la tristeza que evidenciaban. Tanteó con las manos hasta que encontró la bolsa y la arrastró hacia sí. Revolvió dentro hasta que encontró y sacó primero el pequeño farol y después la caja de yesca.

El equipo para hacer fuego era de Darujhistan y consistía en pedernal y una barra de hierro, mechas, polvo para encender, el revestimiento interior fibroso de la corteza de un árbol y un gel de ardido prolongado que los alquimistas de la ciudad sacaban de las cuevas llenas de gas que había bajo la ciudad. Las chispas destellaron tres veces antes de que se prendiera el polvo con un siseo y surgiera la llama. Lo siguió el revestimiento de corteza y después, Navaja empapó una mecha en el gel y la encendió. A continuación, transfirió la llama al farol.

Una esfera de luz floreció en la cámara y reveló los restos aplastados del velero, paredes de piedra tosca y un techo abovedado. Apsalar seguía sentada cerca del astil partido del timón, apenas iluminada por la luz del farol. Más como una aparición que como una persona de carne y hueso.

—Veo una puerta más allá —dijo.

Navaja se dio la vuelta y levantó el farol.

—De acuerdo, al menos no estamos en una tumba, entonces. Más bien una especie de almacén.

—Huelo a polvo… y arena.

El joven asintió poco a poco, después frunció el ceño con una sospecha repentina.

—Vamos a explorar un poco —dijo entre dientes, y empezó a recoger su equipo, incluido el arco. Se paró en seco al oír unos chirridos en la puerta, levantó la cabeza y vio una veintena de ojos que brillaban bajo la luz reflejada del farol. Muy juntos, pero enmarcando la puerta por todos lados, incluyendo el arco donde Navaja sospechaba que estaban colgando cabeza abajo.

—Bhok’arala —dijo Apsalar—. Hemos vuelto a Siete Ciudades.

—Lo sé —dijo el daru, al que le apetecía escupir—. Estuvimos buena parte del año pasado cruzando a duras penas ese maldito yermo y ahora hemos vuelto al punto de partida.

—Eso parece. Bueno, Azafrán, ¿disfrutas siendo el juguete de un dios?

Al joven no le pareció que mereciera la pena contestar y, por el contrario, prefirió bajar hasta el suelo lleno de charcos y acercarse a la puerta.

Los bhok’arala se escabulleron con pequeños chillidos y se desvanecieron en la oscuridad del pasillo al que llevaba la puerta. Navaja hizo una pausa en el umbral y miró hacia atrás.

—¿Vienes?

Apsalar se encogió de hombros en la oscuridad y después se adelantó.

El pasillo era recto y llano a lo largo de veinte pasos y después giraba a la derecha, el suelo formaba una rampa irregular y acanalada que subía al piso siguiente. No había cámaras laterales ni pasadizos hasta que llegaron a una habitación circular, donde las puertas selladas que cubrían la circunferencia insinuaban entradas a unas tumbas. En una pared curva, entre dos de esas puertas, había un nicho en el que se veían unas escaleras.

Y agazapada en la base de esas escaleras había una figura conocida cuyos dientes brillaban con una amplia sonrisa.

—¡Iskaral Pust!

—Me has echado de menos, ¿verdad, muchacho? —Se adelantó como un cangrejo y después ladeó la cabeza—. Debería tranquilizarlo ahora; a los dos, sí. Palabras de bienvenida, un gran abrazo, viejos amigos, sí, reunidos por una gran causa otra vez. Qué importan los extremos que se nos exigirán a lo largo de los días y noches venideras. Como si yo necesitara ayuda, Iskaral Pust no requiere la ayuda de nadie. Oh, ella podría ser útil, pero no parece muy predispuesta, ¿verdad? El conocimiento hace desdichada a mi querida muchacha. —Se irguió y consiguió adoptar algo que estaba entre una postura erguida y una agachada. Su sonrisa se ensanchó de repente—. ¡Bienvenidos, amigos míos!

Navaja avanzó hacia él.

—No tengo tiempo para esto, maldita comadreja…

—¿No tienes tiempo? ¡Por supuesto que lo tienes, muchacho! ¡Hay mucho que hacer y mucho tiempo para hacerlo! ¿No es todo un cambio? ¿Prisas? Nosotros no. ¡No, podemos entretenernos! ¿No es maravilloso?

—¿Qué quiere Cotillion de nosotros? —preguntó Navaja mientras se obligaba a abrir los puños.

—¿Me estás preguntando a mí lo que quiere Cotillion de vosotros? ¿Cómo iba a saberlo yo? —Se agachó—. ¿Me cree?

—No.

—¿No qué? ¿Has perdido la cabeza, muchacho? ¡Pues aquí no la encontrarás! Aunque mi mujer puede que sí, siempre está limpiando y recogiendo; o, por lo menos, eso creo. Aunque se niega a tocar las ofrendas, mis pequeñuelos bhok’arala las dejan por todas partes por donde voy, por supuesto. Yo ya me he acostumbrado al olor. Bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí, mi queridísima Apsalar, ¿deberíamos coquetear tú y yo? ¡Cómo hará eso escupir y sisear a la bruja! ¡Je, je!

—Preferiría coquetear con un bhok’aral —contestó ella.

—Eso también, te aliviará oír que no soy celoso, muchacha. Tienes de sobra para elegir, en cualquier caso. Bueno, ¿tenéis hambre? ¿Sed? Espero que hayáis traído vuestras propias provisiones. Solo tenéis que subir por estas escaleras y cuando ella os pregunte, no me habéis visto.

Iskaral Pust dio un paso atrás y se desvaneció.

Apsalar suspiró.

—Quizá su… mujer resulte ser una anfitriona más razonable.

Navaja giró la cabeza y la miró.

Por alguna razón, lo dudo.