Se decía que el hijo adoptado del capitán (al que en esos tiempos se conocía por el desafortunado nombre de Larva) rechazó la carreta durante la marcha. Que hizo a pie todo el camino, incluso cuando, durante la primera semana, bajo el sol más caluroso del año, soldados sanos y robustos tropezaban y caían.
Quizá sea una invención, pues, a decir de todos, por aquel entonces no tenía más de cinco años. Y el capitán mismo, en cuyos diarios, donde buena parte de ese viaje y del enfrentamiento en el que culminó se relatan con detalle, escribe muy poco sobre Larva, más preocupado como estaba por los rigores del mando. Como resultado, de la futura primera espada del periodo más tardío del Imperio, se conocen escasos detalles, aparte de los legendarios y seguramente ficticios.
Vidas de las tres
Moragalle
El sonido de las moscas y avispas era un zumbido sólido en el aire caliente del barranco y el hedor ya se había hecho penetrante. El puño Gamet soltó el cierre de la hebilla y se levantó el baqueteado yelmo de hierro. El forro de fieltro estaba empapado de sudor y le picaba el cuero cabelludo, pero como lo envolvían las moscas, no se lo quitó.
Siguió observando desde la ligera elevación del extremo sur del barranco; la consejera atravesaba a caballo la carnicería del valle inferior.
Trescientos setis y más de cien caballos yacían muertos, la mayor parte de flechazos, en el escarpado barranco en los que los habían metido. No podía haber llevado mucho tiempo, ni siquiera incluyendo la tarea de reunir y llevarse a las monturas supervivientes. Había transcurrido menos de una campanada entre el avance de los jinetes setis y los khundryl y si Temul no hubiera ordenado a sus wickanos que regresaran para cubrir al ejército principal… bueno, también los habríamos perdido a ellos.
En cualquier caso, los wickanos habían evitado otro ataque contra la recua de aprovisionamiento; con su sola presencia había sido suficiente para desencadenar una retirada repentina del enemigo sin que se derramara una sola gota de sangre. El caudillo que comandaba a los guerreros montados del desierto actuaba con demasiada cautela como para ver a sus fuerzas atrapadas en una batalla campal.
Mucho mejor fiarse de… errores de criterio. Los setis no asignados como jinetes de flanco de la vanguardia habían desafiado las órdenes y, como resultado, habían muerto. Y lo único que el cabrón necesita de nosotros es más errores estúpidos.
Algo en la escena de allí abajo le estaba poniendo de punta el vello de la nuca. La consejera cabalgaba sola entre la masacre, con la espalda recta, sin ser consciente del progreso inquieto de su caballo.
Nunca son las moscas el problema, sino las avispas. Un picotazo y esa bestia de pura raza perderá la cabeza. Podría encabritarse y tirarla, se rompería el cuello. O podría salir disparada barranco abajo y después probar a subir por uno de los lados escarpados… como intentaron hacer algunos de esos caballos setis.
Sin embargo, el caballo se limitó a continuar abriéndose paso sobre los cuerpos y las nubes de avispas hicieron poco más que alzarse y después apartarse de su camino, girando para posarse de nuevo en su festín en cuanto pasaban montura y jinete.
Un viejo soldado que estaba al lado del puño tosió y escupió y después, al ver la mirada de Gamet, murmuró una disculpa.
—No hace falta… capitán. Es una visión horripilante, y estamos todos demasiado cerca…
—No es eso, señor. Solo… —Hizo una pausa, después sacudió poco a poco la cabeza—. No importa, señor. Solo un viejo recuerdo, nada más.
Gamet asintió.
—Yo también tengo alguno. Bueno, el puño Tene Baralta quiere saber si debe enviar a sus sanadores. La respuesta que puede llevarle yace ante usted.
—Sí, señor.
Observó al canoso y viejo soldado que hacía retroceder el caballo y luego le daba la vuelta y se alejaba. Después, Gamet fijó su atención una vez más en la consejera.
Había llegado al extremo más lejano, donde yacía la mayor parte de los cuerpos, amontonados contra paredes de piedra salpicadas de sangre y, tras un largo momento, durante el que la mujer examinó la escena completa, la consejera tiró de las riendas y empezó a desandar el camino.
Gamet se colocó bien el yelmo una vez más y cerró el broche.
La consejera llegó a la ladera y subió cabalgando hasta detenerse a su lado.
Él jamás le había visto la expresión tan severa. Una mujer con pocos de los encantos de una mujer, como dicen de ella en un tono que se parece mucho a la pena.
—Consejera.
—Dejó a muchos de ellos heridos —dijo—. Anticipaba, quizá, que llegaríamos junto a ellos a tiempo. Los malazanos heridos son mejores que los muertos, después de todo.
—Suponiendo que el caudillo quiera demorarnos, sí.
—Es lo que quiere. Incluso con las líneas de aprovisionamiento khundryl, nuestros recursos ya van forzados tal y como están las cosas. La pérdida de carretas de anoche la sentirá todo el mundo.
—¿Entonces por qué no envió Sha’ik a este caudillo contra nosotros en cuanto cruzamos el río Vathar? Estamos a una semana o menos del muro del Torbellino. Podría haber ganado otro mes o más y estaríamos en mucho peores condiciones cuando al fin llegáramos.
—Tienes razón, puño. Y yo no tengo la respuesta. Temul ha calculado que las fuerzas de este grupo de asalto eran de algo menos de dos mil hombres; estaba bastante seguro de que el contacto a mediodía con el flanco reveló la fuerza total del enemigo, dado que vio caballos de aprovisionamiento así como los arrebatados a los setis. Así pues, un ejército de asalto bastante grande.
Gamet lo rumió durante un rato, después rezongó.
—Es casi como si nos estuviéramos enfrentando a una oposición confusa, reñida consigo misma.
—A mí se me ha ocurrido lo mismo. De momento, sin embargo, debemos preocuparnos de ese caudillo, o nos va a desangrar vivos.
Gamet le dio la vuelta a su caballo.
—Hay que hablar con Hiel, entonces —dijo con una mueca—. Si podemos sacarlos de las armaduras de sus bisabuelos, puede que hasta consigan subir una colina sin reventar a los caballos.
—Quiero que los infantes de marina salgan esta noche, puño.
El hombre entrecerró los ojos.
—¿Los infantes, consejera? ¿A pie? ¿Quiere que se refuercen los piquetes?
La mujer respiró hondo.
—En 1147, Dassem Ultor se enfrentó a una situación parecida con un ejército mucho más pequeño y tres naciones tribales enteras vapuleándolo casi cada noche.
Tras un momento Gamet asintió.
—Conozco el contexto, consejera, y recuerdo su respuesta. Sacaremos a los infantes esta noche.
—Asegúrate de que comprenden lo que se espera de ellos, puño Gamet.
—Hay unos cuantos veteranos entre estos —respondió él—. Y, en cualquier caso, tengo intención de ponerme al mando de la operación en persona.
—Eso no será…
—Sí lo será, consejera. Mis disculpas. Pero… sí, lo será.
—Que así sea.
Una cosa era dudar de la valía de su comandante, otra muy diferente dudar de la suya propia.
Había tres tipos de escorpiones comunes en el odhan, ninguno de los cuales se mostraba demasiado tolerante con los otros. A principios de la segunda semana, Cuerdas había llevado a un lado a los otros dos sargentos para desvelarles su estratagema. Tanto Gesler como Borduke se habían mostrado de acuerdo, sobre todo ante la oferta de dividir los beneficios en tres partes iguales. Borduke fue el primero en sacar la piedra de color diferente y eligió de inmediato el cabrón de lomo rojo, en apariencia el más vil de los tres tipos de escorpiones. Lo había seguido Gesler, que había elegido el dentro-fuera ámbar, llamado así por el exoesqueleto transparente a través del que, si se deseaba mirar con cuidado, se podían ver venenos varios corriendo bajo el caparazón.
Los dos sargentos habían mirado después con compasión a su desventurado compañero. La suerte del Señor había querido que al hombre de la idea le quedara el escorpión caca de pájaro, endeble, plano y negro, con todo el aspecto que su tocaya. Por supuesto, cuando se trataba de la división a partes iguales de los beneficios principales, nada de eso importaba en realidad. Solo en las apuestas privadas entre los tres sargentos saldría Cuerdas desfavorecido.
Pero Cuerdas había fingido solo una leve desilusión al ver que le quedaba el caca de pájaro y no había respondido más que con un ligero encogimiento de hombros mientras recogía el puñado de guijarros que habían utilizado para decidir el orden de selección. Y ni Gesler ni Borduke observaron la sonrisita del viejo zapador cuando se dio la vuelta, ni su aparentemente casual mirada hacia donde estaba sentado Sepia, a la sombra de un peñasco, una mirada que recibió la respuesta del más ligero de los asentimientos.
A los pelotones se les impuso entonces la tarea de buscar a sus respectivos campeones durante la marcha y, cuando eso falló, al atardecer, cuando las horrendas criaturitas acostumbraban a salir escabulléndose de sus escondites en busca de algo que matar, pronto se corrió la voz y no tardaron en empezar a llegar las apuestas. El soldado de Borduke, Quizás, fue elegido como corredor de apuestas, dada su extraordinaria capacidad para retener hechos. Se eligió un titular en cada pelotón que, a su vez, escogió luego a un entrenador.
La tarde que siguió al asalto y la matanza de los setis, Cuerdas ralentizó el paso durante la marcha hasta que quedó a la altura de Botella y Chapapote. A pesar de su expresión despreocupada, la bilis le revolvía el estómago con un sabor amargo. El Decimocuarto había encontrado a su propio escorpión, allí fuera, en los yermos, y este acababa de dar su primer picotazo. El humor de los soldados era sombrío y la incertidumbre les reconcomía la confianza. Era obvio que ninguno había creído que la primera sangre que saborearan fuera a ser la suya propia. Hay que distraerlos.
—¿Cómo le va a la pequeña Dichosa, Botella?
El mago se encogió de hombros.
—Tan hambrienta y desagradable como siempre, sargento.
Cuerdas asintió.
—¿Y cómo va el entrenamiento, cabo?
Chapapote frunció el ceño bajo el borde del yelmo.
—Bien, supongo. En cuanto averigüe qué clase de entrenamiento necesita, me pondré a ello.
—Bien, la situación parece ideal. Haced correr la voz. El primer combate esta noche, una campanada después de montar el campamento.
Los dos soldados giraron la cabeza al oír eso.
—¿Esta noche? —preguntó Botella—. ¿Después de lo que acaba…?
—Ya me habéis oído. Gesler y Borduke están dejando a punto a sus bellezas, igual que nosotros. Estamos listos, muchachos.
—Va a atraer a toda una multitud —dijo el cabo Chapapote sacudiendo la cabeza—. El teniente no podrá evitar preguntarse…
—No solo el teniente, diría yo —respondió Cuerdas—. Pero no habrá una gran multitud. Usaremos el viejo sistema de la cuerda de palabras. Haremos correr el comentario por todo el campamento.
—A Dichosa la van a abrasar viva —murmuró Botella, su expresión se iba apenando—. Y yo aquí, dándole de comer cada noche. Poliñeras grandes y jugosas… se abalanza tan bien, y luego se pone a engullir hasta que no queda nada salvo un par de alas y una bola toda mascada. Después se pasa la mitad de la noche limpiándose las pinzas y lamiéndose los labios…
—¿Labios? —preguntó Sonrisas desde detrás de los tres hombres—. ¿Qué labios? Los escorpiones no tienen labios…
—¿Y tú qué sabes? —le soltó de repente Botella—. Pero si tú ni siquiera te acercas…
—Cuando me acerco a un escorpión, lo mato. Que es lo que haría cualquier persona en su sano juicio.
—¿Sano juicio? —replicó el mago—. ¡Tú los coges y empiezas a arrancarles cosas! La cola, las pinzas, las patas… ¡no he visto nada más cruel en mi vida!
—Bueno, ¿no se parece eso a ver si tiene labios?
—Me pregunto adónde va todo —murmuró Chapapote.
Botella asintió.
—Lo sé, es asombroso. Es tan diminuta…
—Ese es nuestro secreto —dijo Cuerdas en voz baja.
—¿Cuál?
—La razón por la que elegí un caca de pájaro, soldados.
—Pero si tú no elegiste…
Ante el silencio suspicaz que siguió, Cuerdas se limitó a sonreír. Después se encogió de hombros.
—Cazar es una cosa. Eso es fácil. Los caca de pájaro no necesitan nada… elaborado para matar a una poliñera lisiada. Es cuando tienen que luchar. Para proteger el territorio o a sus crías. Ahí es cuando dan la sorpresa. ¿Crees que Dichosa va a perder esta noche, Botella? ¿Piensas que te va a romper el corazón? Relájate, muchacho, aquí el viejo Cuerdas siempre tiene presentes tus tiernos sentimientos…
—Puedes dejarte de lo de «Cuerdas», sargento —dijo Botella tras un momento—. Todos sabemos quién eres. Todos sabemos tu nombre auténtico.
—Bueno, pues qué mala suerte, maldita sea. Si llega a oídos del mando…
—Oh, no llegará, Violín.
—Puede que a propósito no, pero ¿y en el calor de la batalla?
—¿Quién va a escuchar nuestros gritos de pánico en una batalla, sargento?
Violín le lanzó al joven una mirada que lo midió y después sonrió.
—En eso tienes razón. Con todo, ten cuidado con lo que dices y cuándo lo dices.
—Sí, sargento. ¿Y ahora podrías explicar esa sorpresa de la que hablabas?
—No. Esperad a ver.
Cuerdas se quedó callado al observar a un pequeño grupo de jinetes que bajaban por la línea de marcha.
—Pónganse firmes, soldados. Se acercan oficiales.
El sargento advirtió que el puño Gamet parecía viejo y cansado. Él sabía que nunca era bueno que te sacasen del retiro, porque lo primero que un viejo soldado guardaba era el valor y eso era difícil, o imposible, de recuperar. El hecho de apartarse, por supuesto, ya marcaba un tipo de retiro concreto, un tipo que un soldado cauto por lo general evitaba. Abandonar el estilo de vida era una cosa, pero renunciar al instinto letal otra muy diferente. Al estudiar al puño mientras el hombre se acercaba a caballo, Violín sintió un temblor de inquietud.
Acompañaban a Gamet el capitán Keneb y el teniente, este último con una expresión tan lúgubre que era casi cómica. Su máscara de oficial, con la que intenta parecer mayor y por tanto más profesional. Pero, en lugar de eso, es el ceño de un hombre estreñido. Alguien debería decírselo…
El trío fue frenando para poner los caballos al paso junto al pelotón de Violín, cosa que inquietó un tanto al sargento, aunque los saludó con un gesto de la cabeza. Los ojos de Keneb, observó, se habían posado en Sepia.
Pero fue Ranal el que habló primero.
—¿Sargento Cuerdas?
—¿Sí, señor?
—Usted y Sepia, por favor, a un lado para sostener una conversación privada. —Después alzó la voz para dirigirse al pelotón que marchaba por delante—. Sargento Gesler y cabo Tormenta, vengan con nosotros, a paso rápido.
—Cuatro deberían bastar —murmuró el puño con voz profunda— para ocuparse de que las instrucciones se transmitan como es debido a los otros pelotones.
—Sí, señor —dijo Ranal, que había estado a punto de llamar a Borduke.
Cuando los cuatro infantes de marina se reunieron, el puño Gamet se aclaró la garganta y después empezó.
—Está claro que son todos veteranos. Y el capitán Keneb me informa de que no es la primera vez que marchan por estas tierras… No, no necesito más detalles. Mi confianza se basa en esa misma experiencia, sin embargo. La consejera desea que los infantes de marina respondan a los asaltantes del desierto esta noche.
Después se quedó callado.
Y nadie habló durante un rato, como si la trascendencia de las palabras del puño se fuera filtrando poco a poco por la mente de los cuatro infantes.
Al fin, el que habló fue el capitán Keneb.
—Sí, la respuesta de Dassem, hace ya tantos años. Es una suerte, entonces, que hayan planeado utilizar la cadena de palabras esta noche. Será muy sencillo mantenerla en marcha una vez termine el combate a tres bandas. —Se inclinó hacia delante en la silla y le dijo a Violín—: ¿Usted tiene el caca de pájaro, sargento? ¿Cómo van las apuestas?
—Quizás dice que están más o menos cuarenta a uno —respondió Violín sin cambiar de expresión.
—Incluso mejor de lo que me esperaba —respondió Keneb mientras se incorporaba otra vez—. Pero debería añadir, sargento, que he convencido al puño para que respalde también a su caca de pájaro.
—Diez jakatas —dijo Gamet— y en esto me fío de la… experiencia del capitán. Y de la suya, sargento… Cuerdas.
—Eh… Haremos todo lo que podamos, señor.
Gesler se volvió hacia Tormenta.
—¿Hueles algo, cabo?
El enorme falari de la espada de pedernal a la espalda frunció el ceño.
—No hay escorpiones en las costas, maldita sea. Sí, sargento, algo me estoy oliendo.
—Pues acostúmbrate —le aconsejó Sepia.
Ranal parecía confuso, pero tuvo el acierto de no decir nada… de momento.
—Usen la cadena de palabras —dijo Keneb al reanudar las instrucciones—, y recuerden, asegúrense de que sean los pelotones más duros los que lleguen sonriendo.
—Sí, capitán —respondió Violín, que se preguntaba si debería replantearse la opinión que tenía de Keneb.
—Una última cosa —añadió el hombre—. El puño Gamet será el que esté al mando de la operación esta noche. Por tanto, quiero que sus dos pelotones y el de Borduke doblen sus turnos esta noche.
Oh, por los huevos del Embozado bajo una gran roca.
—Comprendido, capitán.
Los soldados del Decimocuarto Ejército se distribuyeron de forma extraña por todo el campamento una vez que se levantaron las tiendas y se prendieron las hogueras para cocinar; parecían sentados de modo casual en una alineación que, si se contemplaba desde arriba, se habría asemejado a una inmensa cuerda llena de nudos. Y tras la comida, las actividades parecieron cesar por completo, salvo la reticente partida de los soldados que tenían el primer turno en el perímetro.
En un lugar concreto, centrado en los infantes de marina de la compañía novena de la octava legión, surgió una reunión un tanto diferente de soldados: un círculo pequeño y exclusivo que rodeaba a un círculo todavía más pequeño de dagas clavadas en el suelo, con el filo hacia dentro y separadas por intervalos de dos dedos. De momento, el círculo interior estaba vacío, la arena alisada y libre de guijarros.
Quizás fue el último soldado que se reunió con los otros que esperaban con impaciencia alrededor del modesto ruedo; no decía nada aunque movía los labios en un silencioso recital de números y nombres. Al ver los ojos de los otros clavados en él, asintió una vez con la cabeza.
Violín se giró y se dirigió a Botella.
—Saca a Dichosa Unión, muchacho.
Borduke y Gesler dieron instrucciones parecidas para sus respectivos combatientes. El pelotón de Borduke había llamado al cabrón de lomo rojo Mangonel, mientras que Gesler y compañía habían bautizado a su dentro-fuera ámbar con el nombre de Patrón de la Garra.
Trajeron las tres cajas y Violín se dirigió a sus compañeros.
—De acuerdo, aquí y ahora debemos inspeccionar a nuestras bellezas y jurar que no se les ha hecho ninguna alteración, ya sea por medio de la hechicería o la alquimia, ni ningún otro medio. Son naturales como el día que los encontramos. Sin cambios.
Cada uno de nosotros examinará a cada uno de los tres escorpiones, con tanta atención como prefiramos, incluyendo la ayuda de un mago si así se desea, y luego juraremos en voz alta, por los dioses por los que normalmente juramos, y haremos una declaración de lo que vemos tan precisa como podamos. Bien, empiezo yo.
Hizo un gesto y las tres cajas se colocaron fuera del círculo de cuchillos. Al primer recipiente de madera (el de Borduke) le quitaron la tapa y Violín se inclinó sobre él. Se quedó callado durante un largo rato y después asintió.
—Yo, el sargento Cuerdas del cuarto pelotón de la compañía novena de la octava legión, juro por los fantasmas de la Casa de Muerte y todas y cada una de las repugnantes pesadillas que me acosan, que la criatura que tengo ante mí es un escorpión cabrón de lomo rojo natural, sin alteraciones.
El sargento se dirigió entonces al campeón de Gesler y tras un largo examen, suspiró, asintió y repitió el juramento en nombre del escorpión dentro-fuera que rebullía en la pequeña caja de madera.
Después concluyó con su propio Dichosa Unión.
Gesler siguió el procedimiento y pidió las opiniones añadidas tanto de Tavos Estanque como de Arenas durante su prolongado examen de Dichosa Unión, mientras Violín se echaba hacia atrás con una ligera sonrisa en la cara barbuda y esperaba con paciencia hasta que, con una mueca de desdén, Gesler hizo su juramento.
—Yo, el sargento Gesler del quinto pelotón de la compañía novena de la octava legión, juro por los dos señores del Verano, Fener y Treach, que la criatura que tengo ante mí es un escorpión caca de pájaro natural y sin alteraciones, aunque sé que hay algo en él que yo no veo y estoy a punto de perder los ahorros de toda mi vida con la apuesta del sargento.
La sonrisa de Violín se ensanchó por un instante.
Borduke se arrastró hasta Dichosa Unión y se acercó tanto como era posible sin que lo picara, con la cara casi metida en la cajita. Dado que eso envolvía a la criatura inmóvil en sombras, maldijo, y se echó un poco hacia atrás.
—Yo debería saber algo de escorpiones, ¿no? Pero lo único que hago es pisarlos, como haría cualquier hombre en su sano juicio. Es verdad, una vez conocí a una puta que tenía uno en una correa alrededor del cuello, tan dorado como la piel de sus pechos… pezones sensibles, ya sabéis, y no le gustaba que se los maltrataran…
—Vete al grano —le soltó Gesler con tono brusco.
—No me metas prisa. No me gusta que me metan prisa.
—De acuerdo, no te meteré prisa. Pero haz el puñetero juramento antes de que se me salga el corazón y me llene los calzones.
—Yo, Borduke del sexto pelotón de la compañía novena de la octava legión, juro por el vientre suave de la reina de los Sueños que la criatura que tengo ante mí es un escorpión caca de pájaro natural y sin alteraciones, y que el fantasma de mi padre no salga de su tumba, dado que la herencia era mía para perderla, en cualquier caso, ¿no? Muerto significa que ya te da igual, ¿no? Y más vale, porque si no, entonces estoy condenado a la persecución paterna durante el resto de mis días.
—El peor tipo —murmuró Laúdes.
—Otra palabra más, soldado —rezongó Borduke mientras regresaba al círculo— y haré que seas el único que sonría esta noche.
—Además —dijo Balgrid—, eso no es lo peor. La persecución materna, eso sí que te mata. ¿Cuánto tiempo puede soportar un hombre tener siete años?
—¿Queréis callaros los dos? —gruñó Borduke, que estaba agarrotando los dedos de grandes nudillos como si apretara unas gargantas invisibles.
—¿Estamos listos? —preguntó Violín en voz baja.
—Se va a esconder, ¿verdad? —quiso saber Gesler—. ¡Esperará hasta que los otros dos se hayan descuartizado y acuchillado entre sí antes de abalanzarse sobre el superviviente mutilado! Es eso, ¿no? Sus sesos gelatinosos son más puros que los de los otros, más puros y más listos, ¿a que sí?
Violín se encogió de hombros.
—¿Cómo quieres que lo sepa, Gesler? ¿Has terminado?
El infante de piel de color bronce se aposentó y apretó los músculos de la mandíbula.
—¿Cómo va la cadena de palabras, Sepia?
—Han estado repitiendo cada palabra desde que nos colocamos, Viol —respondió el zapador.
—Y así nacieron las leyendas —murmuró Koryk con voz profunda y tono jocoso y agorero.
—A la palestra, entonces —ordenó Violín.
Levantaron las cajas con cuidado y las sostuvieron sobre el cerco.
—¿Equidistantes? Bien. Volcadlas, muchachos.
Mangonel fue el primero en aterrizar, con la cola arqueada y las pinzas sacadas se escabulló hacia la barrera de cuchillos, y al llegar, a solo un pelo de distancia de las hojas de hierro, se detuvo y después retrocedió, con el caparazón rojo como un tomate con su característica rabia sin sentido. Patrón de la Garra fue el siguiente, pareció saltar al cerco listo para la guerra, con los fluidos disparados bajo la concha de tono ámbar.
Dichosa Unión fue el último, lento y comedido, tan hundido en la arena que parecía encontrarse panza arriba. Las pinzas encogidas, la cola enrollada a babor e inactiva. Empequeñecido por los otros dos escorpiones, con la concha negra entre brillante y apagada. Se adelantó un poco sobre sus múltiples patas y después se quedó inmóvil.
Gesler lanzó un siseo.
—Si arranca un par de cuchillos del círculo y los usa, te mato, Viol.
—No hace falta —respondió Violín, con la atención dividida entre lo que estaba pasando en la arena y el comentario en vivo y en directo de Ibb, la voz del hombre endurecida por la tensión, debía ponerse creativo para describir lo que, hasta el momento, no había sido nada digno de comentario.
Y todo cambió de repente cuando ocurrieron tres cosas casi de forma simultánea. Dichosa Unión se metió de repente en medio del cerco. La colección de armas naturales de Mangonel se amartilló al unísono y la concha se volvió de un color rojo fiero. El Patrón de la Garra se dio la vuelta en redondo y salió disparado hacia la pared de hojas más cercanas y se detuvo un instante antes del impacto, agitando las pinzas como loco.
—Al parecer quiere a su mamá, Hubb —comentó Koryk con sequedad.
El titular de Patrón de la Garra gimió en voz baja a modo de respuesta.
Y después, tras un momento en el que los tres escorpiones se quedaron paralizados, Dichosa Unión al fin levantó la cola.
Momento en el que todos, todos salvo Violín, se lo quedaron mirando sin poder creérselo, Dichosa Unión pareció… partirse. En horizontal. En dos escorpiones idénticos, pero más delgados y planos. Que después salieron disparados, uno hacia Mangonel y el otro al Patrón de la Garra, cada uno como un perro callejero cargando contra un bhederin macho, así de extremos eran sus tamaños en comparación.
Los dos, el cabrón de lomo rojo y el dentro-fuera, hicieron cuanto pudieron, pero los dos caca de pájaro no tenían rival en velocidad ni ferocidad: las pinzas diminutas empezaron a dar tijeretazos (de forma más que audible) y partir las patas, la cola, las articulaciones y luego, con la gran criatura inmóvil e indefensa, la punzada casual, casi delicada, del aguijón.
Con la concha translúcida del dentro-fuera, el horrible verde brillante del veneno quedaba visible (descrito en espeluznante detalle por Ibb) y se fue extendiendo desde la perforación hasta que lo que había sido el hermoso color ámbar de Patrón de la Garra desapareció, sustituido por un verde enfermizo que se profundizó delante de todos hasta convertirse en un negro turbio.
—Muerto como la mierda —gimió Hubb—. Patrón de la Garra…
Mangonel sufrió un destino idéntico.
Con sus enemigos derrotados, los dos escorpiones caca de pájaro se apresuraron a lanzarse uno en brazos del otro y en un abrir y cerrar de ojos volvieron a ser uno solo.
—¡Tramposo! —bramó Tormenta mientras se ponía de pie y manoseaba la vaina para sacar la espada de pedernal.
Gesler se levantó de un salto y, junto con Verdad, luchó por contener a su furioso compañero.
—¡Los revisamos, Tormenta! —chilló Gesler—. ¡Buscamos lo que fuera y después juramos! ¡Yo juré! ¡Por Fener y Treach, maldita sea! ¿Cómo íbamos a saber nosotros que Dichosa Unión era algo más que un nombre gracioso?
Violín levantó la cabeza y se encontró con la mirada firme de Sepia. El zapador vocalizó sin ruido: «Somos ricos, cabrón».
El sargento, tras una última mirada a Gesler y Verdad, que se estaban llevando a un Tormenta que todavía lanzaba espumarajos por la boca, se fue a agachar junto a Ibb.
—De acuerdo, muchacho, lo que sigue es solo para los infantes de marina y sobre todo los sargentos. Estamos a punto de convertirnos en nuestra propia Dichosa Unión ante el gran y malo Mangonel de esta noche. Explicaré lo que ha ordenado la consejera, repite lo que yo diga, Ibb, palabra por palabra, ¿entendido?
Habían pasado tres campanadas desde la caída del sol. El polvo del muro del Torbellino oscurecía las estrellas y hacía casi impenetrable la oscuridad que reinaba más allá de las hogueras. Los pelotones de la infantería salieron en tropel para relevar a los apostados en los piquetes. En el campamento khundryl, los guerreros se quitaron las pesadas armaduras y empezaron a acomodarse para pasar la noche. Por las trincheras exteriores del campamento del ejército patrullaban los guerreros montados wickanos y setis.
Ante la hoguera del cuarto pelotón, Violín regresó de las carretas de la compañía con su bolsa de equipo. La posó en el suelo y desató los cordones.
Cerca estaba despatarrado Sepia, las llamas se reflejaban en sus ojos brillantes, y observaba al sargento, que había empezado a sacar objetos de varios tamaños y envueltos en piel. Unos momentos más tarde había reunido una docena de esos objetos, que después comenzó a desenvolver para revelar el brillo de la madera pulida y el hierro ennegrecido.
Los otros miembros del pelotón estaban muy ocupados comprobando sus armas y armaduras por última vez, sin decir nada. La tensión iba creciendo entre el pequeño grupo de soldados.
—Ya hacía tiempo que no veía uno d’esos —murmuró Sepia cuando Violín fue disponiendo los objetos—. He visto imitaciones, algunas casi tan buenas como los originales.
Violín lanzó un gruñido.
—Hay unos cuantos por ahí. Es en el retroceso donde está el mayor peligro, porque si es muy fuerte, el maldito trasto explota al soltarlo. Yo y Seto hicimos este diseño nosotros mismos, después encontramos una joyera mare en Ciudad Malaz… Lo que estuviera haciendo allí, no tengo ni idea…
—¿Una joyera? ¿No un armero?
—Sí. —Empezó a montar la ballesta—. Y un tallador de madera para los topes y los tapones, esos hay que sustituirlos cada veinte disparos o así…
—Cuando están hechos pulpa.
—O cuando se parten, sí. Son las varillas, cuando saltan hacia atrás, eso es lo que empuja la onda de choque hacia delante. Al contrario que una ballesta normal, donde el cuadrillo sale de la ranura a velocidad suficiente como para escapar de la vibración. Aquí, el cuadrillo es un cerdo, pesado y cargado por el extremo delantero, nunca deja la ranura tan rápido como quisieras, así que necesitas algo que absorba el retroceso antes de que llegue al astil del cuadrillo.
—Y la bola de arcilla acoplada a él. Una solución mu inteligente, Viol.
—Hasta ahora ha funcionado.
—Y si falla…
Violín levantó la cabeza y sonrió.
—No seré yo el que respire para quejarme. —El último accesorio encajó con un chasquido y el sargento dejó la voluminosa arma en el suelo, después se volvió hacia los cuadrillos envueltos uno por uno.
Sepia se irguió poco a poco.
—Esos no tien fulleros.
—Por el Embozado, no. Los fulleros puedo arrojarlos yo.
—¿Y esa ballesta pue lanzar malditos lo bastante lejos? Cuesta creerlo.
—Bueno, la idea es apuntar y disparar, y después morder un trozo de polvo.
—Bueno, tie su lógica, Viol. Pero tú avísanos cuando empieces a disparar, ¿vale?
—Alto y claro, sí.
—¿Y qué palabra deberíamos estar esperando?
Violín notó que el resto del pelotón había dejado los preparativos y aguardaba a que respondiera. Se encogió de hombros.
—Al suelo. O a veces lo que usaba Seto.
—¿Que era?
—Un chillido de terror. —Se puso en pie—. De acuerdo, soldados, es la hora.
Cuando los últimos granos fueron cayendo, la consejera dio la espalda al reloj de arena y le hizo un gesto a Gamet con la cabeza.
—¿Cuándo se unirá a sus compañías, puño?
—En unos momentos, consejera. Aunque, dado que tengo intención de permanecer en mi caballo, no saldré a reunirme con ellos hasta que empiece la lucha.
La vio fruncir el ceño al oír eso, pero la consejera no hizo ningún comentario; a cambio, se concentró en los dos jóvenes wickanos que permanecían cerca de la entrada de la tienda.
—¿Habéis completado vuestros rituales?
El muchacho, Nada, se encogió de hombros.
—Hemos hablado con los espíritus, como ordenaste.
—¿Hablado? ¿Eso es todo?
—Una vez, quizá, podríamos haber… obligado. Pero como ya te advertimos en Aren hace mucho tiempo, nuestro poder no es el que era.
Menos asintió.
—Los espíritus de esta tierra están agitados, se distraen con facilidad. Algo más está pasando. Hemos hecho todo lo que hemos podido, consejera. Al menos, si los atacantes del desierto tienen un chamán entre ellos, no habrá muchas posibilidades de que desvelen el secreto.
—Está pasando algo más, habéis dicho. ¿Qué es, en concreto?
Antes de que la niña pudiera contestar, Gamet intervino.
—Disculpe, consejera. Con su permiso, me voy ya.
—Por supuesto.
El puño los dejó para que reanudaran su conversación. En su mente se había asentado una niebla en los momentos antes de un combate, cuando la incertidumbre engendraba inquietud y confusión. Había oído hablar de la aflicción que se apoderaba de otros comandantes, pero no había pensado que pudiera ocurrirle a él. El flujo acelerado de su propia sangre había creado un muro de sonido que había hecho enmudecer el mundo exterior. Y parecía que los demás sentidos también se habían entumecido.
Mientras se dirigía a su caballo (que tenía preparado un soldado) sacudió la cabeza para intentar despejarse. Si el soldado le dijo algo cuando cogió las riendas y se montó en la silla, él no lo oyó.
A la consejera le había disgustado su decisión de entrar en la batalla a caballo. Pero, en opinión de Gamet, merecía la pena correr el riesgo por la movilidad añadida. Emprendió la marcha a través del campamento a un medio galope lento. Los soldados habían permitido que las hogueras muriesen y las escenas que lo rodeaban eran extrañamente etéreas. Pasó junto a figuras encorvadas alrededor de los carbones y les envidió su libertad. La vida era mucho más sencilla cuando era un simple soldado. Gamet había empezado a dudar de su habilidad para mandar.
La edad no supone una adquisición instantánea de sabiduría. Pero es algo más que eso, ¿verdad? Puede que me haya convertido en puño y me hayan dado una legión. Y bien puede ser que los soldados se pongan firmes cuando pasen a mi lado, aunque no aquí, en territorio enemigo, gracias al Embozado. No, todos son jaeces y boato que no son garantía alguna de mi competencia.
Esta noche será mi primera prueba. Dioses, debería haber seguido retirado. Debería haber rechazado su insistencia, maldita sea, su asunción… de que me limitaría a aceptar sus deseos.
Había terminado por creer que en el fondo era débil. Un idiota quizá lo llamara virtud, esa… flexible ecuanimidad. Pero él sabía que era mucho más que eso.
Siguió cabalgando, la niebla de su mente se iba espesando cada vez más.
Ochocientos guerreros se agazaparon inmóviles, fantasmales, entre los peñascos de la llanura. Vestían armaduras sin brillo y telabas del color del terreno que los rodeaba, eran prácticamente invisibles, y Corabb Bhilan Thenu’alas sintió una oleada de orgullo oscuro, al tiempo que otra parte de su mente se preguntaba por la excesiva… vacilación de Leoman.
Su caudillo estaba tirado boca abajo en la cima de la pendiente, a diez pasos de distancia. No se había movido en cierto tiempo. A pesar del frío, el sudor chorreaba bajo la armadura de Corabb y cambió de posición una vez más el talwar desconocido que llevaba en la mano derecha. Él siempre había preferido armas parecidas a las hachas, algo con un mango que pudiera, si se daba la necesidad, coger con la otra mano. No le gustaba el filo de la hoja que llegaba hasta la empuñadura y deseaba haber tenido tiempo para limarlo y despuntarlo hasta la mitad.
Soy un guerrero que no puede tolerar filos muy cortantes cerca del cuerpo. ¿A qué espíritus se les ocurrió convertirme en semejante encarnación de ironía confusa? Los maldigo a todos.
Ya no pudo esperar más y se fue arrastrando lentamente hasta llegar a Leoman de los Mayales.
Tras la cresta se extendía otra cuenca, esta repleta de montecillos y plagada de arbustos espinosos. Flanqueaba el campamento del ejército malazano por ese lado y medía entre sesenta y setenta pasos de anchura.
—Una tontería —murmuró Corabb— haber elegido parar aquí. Creo que no tenemos nada que temer de esta consejera.
El aliento siseó poco a poco entre los dientes de Leoman.
—Sí, refugio de sobra para nuestro avance.
—¿Entonces, por qué esperamos, caudillo?
—Me preguntaba algo, Corabb.
—¿Te preguntabas?
—Sobre la emperatriz. Fue señora de la Garra. Fue ella la que dio forma a su fiera potencia y todos hemos aprendido a temer a esos magos asesinos. Un origen bastante ominoso, ¿no? Y después, como emperatriz, tuvo a su disposición a los grandes líderes de su ejército imperial: Dujek Unbrazo, el almirante Nok, Coltaine, Melena Gris.
—Pero aquí, esta noche, caudillo, no nos enfrentamos a ninguno de ellos.
—Cierto. Nos enfrentamos a la consejera Tavore, que fue elegida personalmente por la emperatriz. Para actuar como el puño de su venganza.
Corabb frunció el ceño y después se encogió de hombros.
—¿No eligió la emperatriz también al puño supremo Pormqual? ¿A Korbolo Dom? ¿No degradó a Whiskeyjack, el más fiero malazano al que se hayan enfrentado nuestras tribus? Y, si las historias son ciertas, también fue responsable del asesinato de Dassem Ultor.
—Dices bien, Corabb. No es inmune a… graves errores de criterio. Bueno, pues entonces hagámosle pagar por ellos. —Se giró y les hizo un gesto a los guerreros para que avanzaran.
Corabb Bhilan Thenu’alas esbozó una gran sonrisa. Quizá los espíritus le sonrieran esa noche. Por favor, que encuentre un hacha o una maza dignas entre el sinfín de soldados malazanos muertos.
El pelotón de Borduke había encontrado una pequeña colina para posicionarse, y juraban y maldecían mientras se iban abriendo camino a rastras hasta la modesta cima; después empezaron a excavar hoyos y recolocar rocas.
Su colina era con toda probabilidad un viejo túmulo redondo, los montecillos de esa cuenca eran demasiado regulares para ser naturales. A veinte pasos de distancia, Violín escuchó a los infantes del sexto pelotón que murmuraban y arrastraban los pies por su baluarte, sus esfuerzos puntuados de vez en cuando por el gruñido de impaciencia de Borduke. A cincuenta pasos al oeste, otro pelotón estaba cavando en otra colina, y el sargento empezó a preguntarse si lo habrían aplazado todo demasiado tiempo. Los túmulos tendían a ser grandes montones de rocas bajo el manto de suelo arenoso, después de todo, y hacer hoyos en ellos nunca era fácil. Podía oír las rocas que estaban soltando los soldados, las palas de hierro que arañaban el granito pesado y unas cuantas piedras que caían a toda velocidad por las laderas, entre los densos y quebradizos arbustos.
¡Por el aliento del Embozado, no podíais ser más torpes, idiotas!
Cuando Corabb estaba a punto de moverse hacia el siguiente refugio, la mano enguantada de Leoman se estiró y lo asió por el hombro. El guerrero se quedó inmóvil.
Y entonces lo oyó. Había soldados en la cuenca.
Leoman subió hasta ponerse a su altura.
—Están instalando trincheras —murmuró por lo bajo—. En esos túmulos. Parece que la Señora nos ha enviado un regalo, después de todo —añadió el caudillo con una gran sonrisa—. Escucha cómo tropiezan, han esperado demasiado tiempo y ahora la oscuridad los desorienta.
No era difícil ubicar las posiciones enemigas, habían seleccionado todos los túmulos sin excepción y estaban haciendo mucho ruido para excavarlos. Y, comprendió Corabb, se habían separado demasiado como para poder apoyarse mutuamente. Cada posición se podía aislar con facilidad, podían rodearla y masacrar hasta al último soldado. Mucho antes de que llegara cualquier alivio del campamento principal.
Era probable, reflexionó Corabb mientras se deslizaba por la oscuridad hacia la posición enemiga más cercana, que los malazanos anticiparan un ataque antes del amanecer, idéntico al primero. Y, por tanto, la consejera había ordenado los emplazamientos como medida preventiva. Pero como Leoman le había explicado una vez, cada elemento de un ejército en campo abierto tenía que seguir las reglas del apoyo mutuo, incluso los piquetes donde se produciría el primer contacto. Era obvio que la consejera no había aplicado ese principio tan básico.
Añadido a su incapacidad para controlar a sus guerreros setis, esa era otra prueba, en opinión de Corabb, de la incompetencia de Tavore.
Cogió bien el mango del talwar y se detuvo a quince pasos del fuerte más cercano. Incluso podía ver los yelmos de al menos dos de los soldados malazanos, que asomaban por los agujeros que habían cavado. Corabb se concentró en ralentizar su respiración y esperó la señal.
Gamet tiró de las riendas al borde del ya desocupado campamento de los infantes de marina. La silenciosa llamada habría recorrido el resto del ejército y habría despertado a los físicos y sanadores. Simple precaución, por supuesto, ya que no había forma de predecir si los asaltantes los atacarían desde el acceso que la consejera había dispuesto. Dado que todos los demás ángulos contenían obstáculos naturales o posiciones defendibles con facilidad, el caudillo del desierto bien podría ser reacio a aceptar una invitación tan obvia. Mientras esperaba, el puño empezó a pensar que no saldría nada de esa maniobra, al menos por esa noche. ¿Y qué posibilidades había de que la marcha de un día llevara al ejército a otra combinación ideal de terreno y oportunidad?
Se acomodó en la silla, la lasitud extraña y empalagosa que invadía su mente se fue profundizando. La noche se había hecho, si acaso, más oscura, las estrellas luchaban por penetrar en el velo de polvo suspendido.
Una poliñera revoloteó enfrente de su cara y disparó un estremecimiento involuntario. ¿Un presagio? Sacudió la cabeza y se irguió una vez más. Quedaban tres campanadas para el amanecer. Pero no podían tocar retirada, así que los infantes se turnarían en las carretas durante la marcha del día siguiente. Y será mejor que yo haga lo mismo, si queremos repetir esto…
El aullido vacilante de un lobo rompió la quietud de la noche. Aunque Corabb lo había estado esperando, se sobresaltó de todos modos y por un instante se quedó inmóvil. A ambos lados se levantaron guerreros, que salieron disparados hacia el túmulo. Las flechas susurraron, golpearon los yelmos visibles con crujidos sólidos. Vio que uno de los cascos de bronce salía volando por los aires y se dio cuenta de que no había estado cubriendo la cabeza de un soldado.
Un destello de inquietud…
Los gritos de guerra llenaron el aire. El brillo de figuras con armaduras completas que salían de los túmulos y empuñaban ballestas. Objetos más pequeños que salían volando y uno de ellos chocaba contra el suelo a cinco pasos a la derecha de Corabb.
Una detonación que le acuchilló los oídos. La explosión lo tiró a un lado, tropezó y después cayó sobre un arbusto de espinos.
Múltiples explosiones, llamas que se disparaban para iluminar la escena…
Cuando oyó el aullido del lobo, Violín se aplastó todavía más bajo el manto de arena y broza, y lo hizo justo a tiempo porque en ese momento le pisaba la espalda el mocasín de un asaltante que pasó corriendo por encima de él.
Los túmulos habían hecho su trabajo, atraer a los atacantes hacia lo que, a todos los efectos, parecían posiciones aisladas. Un pelotón de cada tres se había dejado ver por el enemigo; los dos restantes los habían precedido una campanada o más antes para ponerse a cubierto entre los túmulos.
Y había llegado el momento de hacer saltar la trampa.
El sargento levantó la cabeza y vio una docena de espaldas entre él y el baluarte de Borduke. Su carga se ralentizó cuando tres de ellos se hundieron de repente en el suelo, con cuadrillos enterrados en la carne.
—¡Arriba, maldita sea! —siseó Violín.
Sus soldados se levantaron a su alrededor, les caía por todo el cuerpo arena polvorienta y ramas.
Muy agachado, y con la ballesta cargada de malditos acunada en los brazos, el sargento se puso en marcha y se alejó de la posición de Borduke. Los infantes de marina de Gesler eran más que suficientes para dar apoyo al pelotón de ese túmulo. Violín había visto una masa de atacantes que se movía por el risco que había tras la cuenca (con facilidad, doscientos en total) y sospechaba que estaban intentando flanquear la emboscada. Los aguardaba el más estrecho de los pasillos, pero si dejaban atrás al piquete de infantería apostado allí, podrían después golpear el corazón del campamento de aprovisionamiento.
Sonrió al oír el crujido cortante de los fulleros que explotaban tras él, junto con el silbido letal de los incendiarios que llenaban la cuenca con el destello de una luz roja. Habían detenido el ataque en seco y la confusión se había apoderado de los asaltantes. Violín y los cinco infantes que llevaba detrás iban lo bastante agachados como para evitar que las llamas iluminaran sus siluetas por detrás al llegar a la base de la pendiente.
Habían subido hasta la mitad del risco cuando Violín levantó un puño.
Sepia se acercó gateando a su lado.
—Ni siquiera tendremos que agacharnos para este —gruñó.
El sargento levantó la ballesta, apuntó muy por encima de la línea de la cresta y acomodó la culata de metal en el hombro. Cogió aire, lo contuvo y apretó poco a poco el disparador.
Las varillas de hierro dieron un tirón seco y el cuadrillo con el maldito saltó y describió un elegante arco por encima del risco. Después se hundió y se perdió de vista.
Los cuerpos saltaron por los aires con la explosión y los gritos lo llenaron todo.
—Ballestas preparadas —soltó Sepia— por si vienen rodando por el…
En la cresta que tenían encima, el horizonte se llenó de repente de guerreros.
—¡Retroceded! —gritó Violín mientras continuaba cargando—. ¡Retroceded!
Después de arrojarse al arbusto de espinos, Corabb salió arrastrándose y escupiendo maldiciones antes de ponerse de pie como pudo. Los cuerpos de sus camaradas yacían por todas partes, derribados por pesados cuadrillos de ballesta o por esas terribles municiones moranthianas. Había habido más infantes de marina ocultos entre los túmulos y también empezaba a oír caballos tras ellos que llegaban haciendo un barrido para tomar el risco, en manos de los khundryl, pero los muy cabrones solo llevaban armadura ligera y habían estado preparados y esperándolos.
Buscó a Leoman con los ojos, pero no lo vio entre los guerreros que dejaban a la vista las llamaradas dejadas por las granadas de fuego de los malazanos, y de entre esos guerreros, pocos seguían todavía en pie. Había llegado el momento, decidió, de retirarse.
Recogió el talwar de donde había caído, giró en redondo y echó a correr hacia el risco.
Y se topó de bruces con un pelotón de infantes de marina.
Gritos repentinos.
Un soldado enorme que llevaba todos los arreos de un seti estrelló un escudo envuelto en piel contra la cara de Corabb. El guerrero del desierto cayó hacia atrás tambaleándose, con la nariz y la boca chorreándole sangre, y lanzó un golpe a lo loco. La pesada hoja del talwar crujió con fuerza contra algo, y se partió en dos justo por encima de la empuñadura.
Corabb se derrumbó de golpe en el suelo.
Un soldado pasó cerca y le dejó algo en el regazo.
En alguna parte, justo sobre el risco, otra explosión atravesó la noche, muchísimo más ruidosa que todas las demás hasta el momento.
Atontado, con los ojos llenos de lágrimas, Corabb se sentó y vio una pequeña bola redonda de arcilla que rodaba hasta terminar delante de su escroto.
Salía humo de la bola, un ácido que chisporroteaba y hacía espuma, solo una gota que iba comiéndose el material.
Corabb rodó de lado con un gimoteo y se topó con un casco que alguien había tirado. Lo cogió y se precipitó sobre el fullero, después cubrió el explosivo de golpe con el casco de bronce.
Y cerró los ojos.
Mientras el pelotón continuaba la retirada (la ladera que tenía detrás era una masa de cuerpos reventados tras el segundo maldito de Violín, con el clan khundryl de las Lágrimas Quemadas que penetraban en tromba en el flanco de los atacantes que quedaban), Sepia cogió al sargento por el hombro y le dio la vuelta.
—Ese cabrón que derribó Koryk tá a punto de llevarse una sorpresa, Viol.
Violín clavó la mirada en la figura que empezaba a incorporarse.
—Le acabo de dejar un fullero humeante en el regazo —añadió Sepia.
Los dos zapadores se pararon a mirar.
—Cuatro…
El guerrero hizo el horrible descubrimiento y se lanzó a un lado.
—Tres…
Después volvió a rodar justo sobre el fullero.
—Dos…
Y le puso de golpe un casco encima.
—Uno…
La explosión levantó al desventurado por los aires envuelto en una columna de fuego de la altura de un hombre.
Sin embargo, se las había arreglado para aferrarse al casco, que lo hizo subir todavía más y le dio una vuelta. Con los pies segando el aire con gesto frenético, el hombre volvió a caer a plomo y al aterrizar levantó una nube de polvo y humo.
—Bueno, eso sí que…
Pero Sepia no dijo nada más y los dos zapadores se limitaron a quedarse mirando sin poder creérselo cuando el guerrero se levantó como pudo, miró a su alrededor, recogió una lanza desechada y después salió disparado ladera arriba.
Gamet clavó los talones en los flancos del caballo. La montura bajó a galope tendido hacia la cuenca, por el oeste, enfrente de la posición de la que habían salido los khundryl.
Tres grupos de guerreros del desierto habían conseguido capear el fuego de ballestas y las municiones para asaltar uno de los baluartes. Habían empujado también al túmulo a los dos pelotones ocultos y el puño vio que sus infantes de marina arrastraban camaradas heridos para meterlos en las trincheras. Menos de diez soldados entre los tres pelotones seguían luchando y conteniendo con desesperación a los asaltantes que gritaban.
Gamet sacó la espada y azuzó al caballo para que se dirigiera directamente a la posición asediada. Al acercarse, avistó a dos infantes que caían ante la avalancha de uno de los grupos atacantes, y el túmulo quedó invadido de repente.
La fuga que se había apoderado de sus sentidos pareció redoblarse y empezó a tirar de las riendas, confuso y desconcertado por el rugido de sonidos que lo rodeaba.
—¡Puño!
Levantó la espada al tiempo que su caballo se desviaba, como si fuera por voluntad propia, hacia el túmulo.
—¡Puño Gamet! ¡Salga de ahí!
Demasiadas voces. Gritos de los moribundos. Las llamas, se están apagando. La oscuridad nos envuelve. Mis soldados están muriendo. Por todas partes. Ha fracasado, el plan entero ha fracasado…
Una docena de asaltantes se precipitaban hacia él (y más movimiento allí, a su derecha), otro pelotón de infantes de marina que se acercaba a toda velocidad, como si fueran de camino a relevar a los soldados del fuerte, pero en ese momento iban disparados en su dirección.
No lo entiendo. Aquí no, por el otro lado. Id allí, id a mis soldados…
Vio algo grande que salía volando de las manos de uno de los infantes y se hundía en medio de los guerreros que lo atacaban.
—¡Puño!
Dos lanzas salieron como un latigazo, en su busca.
Y entonces la noche explotó.
Sintió que el caballo se alzaba debajo de él y lo empujaba por encima de la parte trasera de la silla. La cabeza del animal se levantó de golpe, en una posición imposible, mientras continuaba arqueándose para caer con un golpe seco entre los muslos de Gamet un momento antes de que este se viera propulsado, las botas abandonando los estribos, por encima de la grupa del caballo.
Se derrumbó entre una bruma de sangre y gravilla.
Abrió los ojos con un parpadeo y se encontró tirado en un barro empapado, entre cuerpos y partes de cuerpos, en la base de un cráter. Le había desaparecido el casco. No tenía la espada en la mano.
Estaba… Estaba en un caballo…
Alguien se deslizó para estrellarse contra su lado. Intentó apartarse gateando, pero lo volvieron a tumbar.
—¡Puño Gamet, señor! Soy el sargento Gesler, compañía novena del capitán Keneb, ¿me oye?
—S-sí… creí que estaban…
—Sí, puño. Pero los dejamos y ahora el resto de mi pelotón y el de Borduke están socorriendo a los infantes de marina de la compañía tercera. Tenemos que llevarlo a un sanador, señor.
—No, no pasa nada. —Luchó por sentarse, pero le pasaba algo en las piernas, se mostraban indiferentes a sus órdenes—. Atienda a los hombres del túmulo, sargento…
—Ya lo estamos haciendo, señor. ¡Pella! Aquí abajo, ayúdame con el puño.
Llegó otro infante, ese mucho más joven, oh, no, demasiado joven. Le pediré a la consejera que lo mande a casa. Con su madre y su padre, sí. No debería tener que morir…
—No deberías tener que morir.
—¿Señor?
—Solo su caballo entre él y la explosión de un maldito —dijo Gesler—. Está desorientado, Pella. Ahora cógelo por los brazos.
¿Desorientado? No, mi mente está muy clara. Perfectamente clara. Al fin. Son todos demasiado jóvenes para esto. Es la guerra de Laseen, que la libre ella. Tavore… fue niña, una vez. Pero luego la emperatriz asesinó a esa niña. La asesinó. Debo decírselo a la consejera…
Violín se sentó con gesto cansado junto a una hoguera ya muerta. Dejó la ballesta en el suelo y se limpió el sudor y la suciedad de los ojos. Sepia se acomodó a su lado.
—A Koryk todavía le duele la cabeza —murmuró el zapador—, pero no parece que haya nada roto que no estuviera roto ya.
—Salvo su casco —respondió Violín.
—Sí, salvo eso. La única baja real de la noche para nuestro pelotón, aparte de unas cuantas docenas de cuadrillos sueltos. Y ni siquiera matamos al muy cabrón.
—Te hiciste el listo, Sepia.
El hombre suspiró.
—Sí, eso fue. Debo de estar haciéndome viejo.
—Eso fue lo que yo pensé. La próxima vez, limítate a clavarle un cuchillo al cabrón.
—Me sorprende que sobreviviera, en cualquier caso.
La persecución por parte de los khundryl había llevado a las Lágrimas Quemadas mucho más allá del risco y lo que había empezado como un asalto contra el ejército malazano se había convertido en una guerra tribal. Quedaban dos campanadas para el amanecer. La infantería había salido a la cuenca para recoger a los heridos, recuperar cuadrillos, desnudar los cadáveres malazanos, y no dejar nada que pudiera usar el enemigo. La fea y lúgubre conclusión de cada batalla, la única bendición era que se hacía a cubierto de la oscuridad.
El sargento Gesler apareció entre las sombras y se reunió con ellos junto a la hoguera sin vida. Se quitó los guanteletes y los dejó caer en el polvo, después se frotó la cara.
—Oí que invadieron una posición —dijo Sepia.
—Sí. La teníamos controlada, al menos para empezar. Se acercaban rápido. La mayor parte de los pobres cabrones podrían haber salido andando de ese túmulo. Tal y como fueron las cosas, solo salieron cuatro.
Violín levantó la cabeza.
—¿De los tres pelotones?
Gesler asintió y después escupió en las cenizas.
Silencio.
Después fue Sepia el que rezongó.
—Siempre sale algo mal.
Gesler suspiró, recogió los guanteletes y se levantó.
—Podría haber sido peor.
Violín y Sepia vieron alejarse sin prisa al hombre.
—¿Qué crees tú que pasó?
Violín se encogió de hombros.
—Supongo que no tardaremos en averiguarlo. Ahora vete a buscar al cabo Chapapote y que reúna al resto. Tengo que explicar todo lo que hicimos mal esta noche.
—¿Empezando por ti al hacernos subir esa ladera?
Violín hizo una mueca.
—Empezando por eso, sí.
—Claro que si no lo hubieras hecho —reflexionó Sepia—, más de esos asaltantes podrían haber seguido bajando hasta el túmulo invadido a través de la brecha. El maldito que lanzaste hizo su trabajo, los distrajo. El tiempo suficiente para que llegaran los khundryl y los mantuvieran ocupados.
—Aun así —admitió el sargento—. Pero si hubiéramos estado junto a Gesler, quizá hubiéramos podido salvar a unos cuantos infantes de marina más.
—O lo hubiéramos empeorado más, Viol. Sabes perfectamente que es mejor no pensar en eso.
—Supongo que tienes razón. Ahora vete a reunirlos.
—Sí, señor.
Gamet levantó la cabeza cuando la consejera entró en la tienda del físico. Estaba pálida (por la falta de sueño, sin duda), se había quitado el casco y revelaba el cabello corto y de color gris.
—No me voy a quejar —dijo Gamet cuando el sanador se alejó al fin.
—¿Sobre qué? —preguntó la consejera, que giró la cabeza para examinar los otros catres en los que yacían soldados heridos.
—Cuando me quite el mando —contestó el puño.
La mirada femenina se clavó en él una vez más.
—Fue usted muy descuidado, puño, al correr semejante riesgo. Lo que no creo que sea motivo para quitarle el rango.
—Mi presencia desvió a los infantes que se precipitaban en ayuda de sus compañeros, consejera. Mi presencia provocó pérdida de vidas.
La consejera no dijo nada por un momento, después se acercó más.
—Todo combate cuesta vidas, Gamet. Esa es la carga del mando. ¿Creías que esta guerra se iba a ganar sin derramar sangre?
El puño apartó la mirada e hizo una mueca contra las oleadas de dolor sordo que provocaba la sanación forzosa. Los físicos le habían sacado una docena de fragmentos de arcilla de las piernas. Los músculos habían quedado hechos trizas. Con todo, el puño sabía que la suerte de la Señora había estado con él esa noche. No se podía decir lo mismo de su desventurado caballo.
—Fui soldado una vez, consejera —dijo con voz ronca—. Ya no lo soy. Eso es lo que descubrí esta noche. En cuanto a ser puño, bueno, estar al mando de guardias domésticos era una representación justa de mi nivel de competencia. ¿Una legión entera? No. Lo siento, consejera.
La mujer lo estudió y después asintió.
—Pasará algún tiempo hasta que esté recuperado por completo de sus heridas. ¿A cuál de sus capitanes recomendaría para un ascenso de campo temporal?
Sí, así es como debe hacerse. Bien.
—El capitán Keneb, consejera.
—Estoy de acuerdo. Y ahora debo dejarlo. Los khundryl están regresando.
—Con trofeos, espero.
La mujer asintió.
Gamet consiguió esbozar una sonrisa.
—Eso está bien.
El sol se iba aproximando a su cenit cuando Corabb Bhilan Thenu’alas detuvo su caballo cubierto de espuma junto a Leoman. Otros guerreros rezagados iban llegando sin parar, pero podrían pasar días hasta que los elementos dispersos de la compañía se reunieran al fin. Con armadura ligera, los khundryl habían sido capaces de mantener un contacto persistente con los guerreros montados del desierto y habían demostrado ser luchadores fieros y capaces.
Se habían vuelto las tortas de la emboscada, el mensaje se había entregado con una precisión sucinta. Habían subestimado a la consejera.
—Tus primeras sospechas estaban en lo cierto —gruñó Corabb cuando se asentó en la silla, el caballo temblando bajo él—. La emperatriz eligió bien.
La mejilla derecha de Leoman había sufrido el arañazo de un cuadrillo de ballesta que había dejado una costra marrón que resplandecía en algunos sitios a través de la capa de polvo. Al oír la observación de Corabb, Leoman hizo una mueca, se inclinó a un lado y escupió.
—Que el Embozado maldiga a esos condenados infantes de marina —continuó Corabb—. Si no hubiera sido por sus granadas y esas ballestas de asalto, habríamos acabado con todos. Ojalá hubiera encontrado una de esas ballestas… El mecanismo de carga debe de ser…
—Calla, Corabb —murmuró Leoman—. Tengo órdenes para ti. Escoge a un buen mensajero y que se lleve tres caballos de reserva, que regrese junto a Sha’ik tan rápido como pueda. Debe decirle que yo continuaré con mis asaltos en busca del patrón de respuesta de esta consejera, me reuniré con la elegida tres días antes de que llegue el ejército malazano. También, que ya no tengo ninguna fe en la estrategia de Korbolo Dom para el día de la batalla, ni en sus tácticas; sí, Corabb, eso no querrá escucharlo, pero ha de decirse ante testigos. ¿Comprendes?
—Comprendo, Leoman de los Mayales, y escogeré al mejor jinete que hay entre nosotros.
—Ve, entonces.