La rabia de la diosa del Torbellino
era un infierno batido en la forja
del sagrado Raraku.
Las legiones que marchaban bajo el polvo
de sangre quemada por el ojo del sol
eran hierro frío.
Allí, en el puerto seco de la ciudad muerta,
donde los ejércitos se unieron para librar batalla,
el Embozado caminaba por el terreno condenado.
donde ya había caminado muchas veces antes.
El corazón dividido
Pescador
Se había ido arrastrando por las piedras labradas y cuidadosamente apiladas, hasta el borde de la trinchera (sabía que su madre se pondría furiosa al ver cómo había destrozado su ropa nueva), pero al fin apareció su hermana ante su vista.
Tavore había reclamado los soldados de juguete de hueso y asta de su hermano y entre los escombros de la muralla rota de la finca, donde habían emprendido los arreglos los trabajadores de la hacienda, había dispuesto una batalla en miniatura.
Solo más tarde se enteraría Felisin que su hermana de nueve años estaba, de hecho, recreando una batalla concreta, extraída de relatos históricos sobre un choque de un siglo de antigüedad entre un ejército real de Unta y la Casa rebelde de K’azz D’Avore. Una batalla que había supuesto la aniquilación de la familia D’Avore. Y que, tras asumir el papel de duque Kenussen D’Avore, su hermana estaba examinando todas las posibles secuencias de tácticas para lograr una victoria. Atrapados por una serie de desgraciadas circunstancias en un valle de lados escarpados, y superados totalmente en número, el consenso unánime entre los eruditos militares era que la victoria era imposible.
Felisin nunca llegó a saber si su hermana había triunfado allí donde Kenussen D’Avore (un genio militar, según decían) había fracasado. Espiar a su hermana se había convertido en una costumbre; su fascinación por la dura y distante Tavore, una obsesión. A Felisin le parecía que su hermana jamás había sido niña, jamás había conocido un momento de simple juego. Se había metido en la sombra del hermano de ambas y pretendido solo permanecer allí, y cuando a Ganoes lo habían enviado fuera a estudiar, Tavore había sufrido una sutil transformación. Ya no estaba a la sombra de Ganoes, era como si se hubiera transformado en la sombra de su hermano, rota y embrujada.
Ninguno de esos pensamientos estaban presentes en la mente de Felisin después de tantos años. La obsesión por Tavore existía, pero sus fuentes carecían de forma, como solo podía ocurrir con un niño.
El estigma del significado siempre aparece más tarde, como cuando se quita el polvo y se revelan las figuras en la piedra.
Al borde mismo de las ruinas de la ciudad, en el lado sur, la tierra se precipitaba por lo que en otro tiempo habían sido bajadas clásticas de arcilla, impregnada de sedimentos, que se iban extendiendo hasta el viejo lecho del puerto. Siglos de sol abrasador habían endurecido esas extensiones transformándolas en rampas anchas y sólidas.
Sha’ik se encontraba en la entrada del más grande de esos antiguos abanicos nacidos de un mar moribundo milenios atrás, intentaba ver la cuenca plana que tenía ante ella como un campo de batalla. A cuatro mil pasos de distancia, enfrente, se alzaban los restos dentados de unas islas de coral sobre las que rugía el torbellino, esa tormenta embrujada que les había arrebatado a aquellas islas el formidable manto de arena que las había cubierto. Lo que quedaba no ofrecía gran cosa a modo de risco seguro sobre el que reunir y preparar las legiones. El terreno sería traicionero, imposible formar las tropas. Las islas dibujaban un arco inmenso que atravesaba el acceso del sur. Al este había una escarpa, una falla que veía caer la tierra de forma brusca, una altura de ochenta brazadas o más que se arrojaban a una llanura salina, lo que había sido el lecho más profundo del mar interior. La falla era una brecha que se ensanchaba en el punto más al sudoeste, justo al otro lado del arrecife de islas, y formaba la cuenca aparentemente interminable que eran las tierras del sur de Raraku. Al oeste se encontraban las dunas, arena profunda y suave, esculpida por el viento y repleta de pozos.
Reuniría sus fuerzas en ese mismo punto, situadas para defender las siete rampas importantes. Los arqueros montados de Mathok en las alas, la nueva infantería pesada de Korbolo Dom (el núcleo de élite de sus Mataperros) a la cabeza de cada una de las rampas. Lanceros montados y guerreros a caballo contenidos como pantallas para cuando los malazanos se alejaran tambaleándose de los escarpados accesos y se diera la orden de avanzar.
O eso le había explicado Korbolo Dom, ella no estaba del todo segura de la secuencia. Pero parecía que el napaniano pretendía adoptar una postura inicial defensiva, a pesar de su superioridad numérica. Estaba impaciente por poner a prueba la infantería pesada y las fuerzas de choque contra los equivalentes malazanos. Dado que Tavore había emprendido la marcha para encontrarse con ellos, lo más oportuno era extender la invitación hasta el amargo final en esas rampas. La ventaja estaba, en su totalidad, del lado del ejército del Apocalipsis.
Tavore era, una vez más, el duque Kenussen D’Avore en la garganta Ibilar.
Sha’ik se ciñó mejor el manto de piel de oveja, tenía frío de repente, a pesar del calor. Miró hacia donde Mathok y la docena de guardaespaldas esperaban, a una distancia discreta, pero lo bastante cerca como para llegar a su lado en dos o tres latidos. La mujer no tenía ni idea de por qué el taciturno caudillo temía tanto que la asesinaran, pero no hacía ningún daño complacer al guerrero. Con el toblakai lejos y Leoman en algún lugar del sur, Mathok había asumido el papel de protector de su persona. Muy bien, aunque Sha’ik no creía probable que Tavore intentara enviar asesinos, no se podía atravesar a la diosa del Torbellino y pasar desapercibido. Ni siquiera una mano de la Garra podría pasar inadvertida por su multitud de barreras, daba igual la senda que intentaran utilizar.
Porque la barrera en sí define una senda. La senda que se extiende como una piel invisible sobre el desierto sagrado. Este fragmento usurpado ya no es un fragmento, sino un todo en sí mismo. Y su poder crece. Hasta que un día, pronto, exigirá su propio lugar en la baraja de los Dragones. Como con la Casa de Cadenas. Una nueva Casa, la del torbellino.
Alimentada por la sangre derramada de un ejército asesinado.
Y cuando ella se arrodille ante mí… ¿entonces qué? Querida hermana, rota y encorvada, manchada de polvo y vetas mucho más oscuras, sus legiones en ruinas tras ella, festín para las poliñeras y los buitres, ¿me habré de quitar entonces el yelmo de guerra? ¿Revelarle en ese momento, mi rostro?
Nos hemos apoderado de esta guerra. Se la hemos arrebatado a los rebeldes, a la emperatriz y al Imperio de Malaz. Se la hemos arrebatado incluso a la propia diosa del Torbellino. Hemos suplantado, tú y yo, Tavore, a Dryjhna y el libro del Apocalipsis, lo hemos sustituido por nuestro propio apocalipsis privado. La sangre de la familia y nada más. Y el mundo, entonces, Tavore, (cuando me muestre ante ti y vea el reconocimiento en tus ojos), el mundo, tu mundo, se derrumbará bajo tus pies.
Y en ese momento, querida hermana, lo comprenderás. Lo que ha ocurrido. Lo que he hecho. Y por qué lo he hecho.
¿Y ellos? No lo sabía. Una simple ejecución era, en realidad, demasiado fácil, una trampa. El castigo les pertenecía a los vivos, después de todo. La sentencia era sobrevivir, tambalearse bajo las cadenas del conocimiento. La pena no solo de vivir, sino de vivir con eso, esa era la única respuesta a… todo.
Oyó botas que hacían crujir trozos de loza tras ella y se volvió. No había sonrisa de bienvenida para aquel, esa vez no.
—L’oric. Me alegro mucho de que te hayas dignado a acusar recibo de mi solicitud, pareces haber perdido la costumbre en los últimos tiempos.
Oh, cómo se esconde de mí, los secretos que ahora lo acechan, mira cómo evita mirarme a los ojos, percibo una lucha en su interior. Cosas que le gustaría decirme. Pero no dirá nada. Con todos los poderes de la diosa a mi disposición y todavía soy incapaz de atrapar a este esquivo hombre, no puedo arrancarle la verdad. Eso solo ya me advierte de que no es lo que parece. No es un simple mortal…
—He estado indispuesto, elegida. Incluso este corto trayecto desde el campamento me ha dejado exhausto.
—Lamento mucho tu sacrificio, L’oric. Y por tanto, sin más demora diré lo que era mi intención. Heboric ha reforzado su lugar de residencia, no ha salido desde hace tiempo ni permite visitas, y ya han pasado semanas.
No había nada falso en la mueca de dolor del hombre.
—Nos impide la entrada a todos, señora.
Sha’ik ladeó la cabeza.
—Sin embargo, tú fuiste el último en hablar con él. Largo y tendido, los dos solos en su tienda.
—¿Fui yo? ¿Esa fue la última vez?
No era la reacción que ella había anticipado. Muy bien, entonces sea cual sea el secreto que posee, no tiene nada que ver con Manos Fantasmales.
—Así es. ¿Se mostró angustiado durante la conversación?
—Señora, Heboric lleva mucho tiempo angustiado.
—¿Por qué?
Los ojos del hombre se posaron por un breve instante en los de ella, más abiertos de lo habitual, y después los volvió a desviar.
—Él… lamenta vuestro sacrificio, elegida.
Sha’ik parpadeó.
—L’oric, no tenía ni idea que mi sarcasmo pudiera ofenderte tanto.
—Al contrario que vos —respondió él con tono grave—, no pretendía decir nada jocoso, señora. Heboric lamenta…
—Mis sacrificios. Bueno, eso es muy raro, desde luego, ya que no tenía gran opinión de mí antes de mi… renacimiento. ¿Qué pérdida en concreto destaca más?
—No sabría deciros, me temo tendréis que preguntárselo a él.
—Vuestra amistad no ha progresado hasta el punto de intercambiar confesiones, entonces.
L’oric no contestó. Bueno, no, no podía. Porque eso sería admitir que tiene algo que confesar.
Apartó la mirada del hombre y se volvió una vez más a mirar el campo potencial de batalla. Puedo imaginarme los ejércitos dispuestos, sí. ¿Pero luego qué? ¿Cómo se mueven? ¿Qué es posible y qué es imposible? Diosa, tú no tienes respuesta a esas preguntas. Son indignas de ti. Tu poder es tu voluntad y solo eso. Pero, querida diosa, a veces la voluntad no basta.
—Korbolo Dom está satisfecho con esta inminente… palestra.
—No me sorprende, señora.
Sha’ik se volvió para mirarlo.
—¿Por qué?
El hombre se encogió de hombros y ella lo vio buscar una respuesta alternativa a lo que había estado a punto de decir.
—A Korbolo Dom le gustaría que Tavore hiciera justo lo que él quiere que haga. Que disponga sus fuerzas aquí, o allí, y en ningún otro sitio. Que lo abordara de un modo concreto. Que contendiera allí donde él querría que contendiera. Espera que el ejército malazano marche hasta aquí para ser masacrado, como si solo porque así lo quiere pudiera convertir a Tavore en tonta o estúpida. —L’oric señaló con un gesto la inmensa cuenca—. Quiere que luche aquí. Espera que lo haga. Pero ¿por qué habría de hacerlo la consejera?
Sha’ik se estremeció bajo el manto cuando el frío se profundizó. Sí, ¿por qué habría de hacerlo? La certeza de Korbolo… ¿no es nada más que una simple bravata? ¿Él también exige que algo sea así solo porque así es como él lo quiere? Claro que, ¿eran los demás diferentes, acaso? ¿Kamist Reloe y sus cachorritos que lo siguen a todas partes, Fayelle y Henaras? ¿Y Febryl y Bidithal? Leoman… que mantuvo esa irritante media sonrisa a lo largo de todas las descripciones que hizo Korbolo de la batalla inminente. Como si supiera algo… como si él solo fuera diferente. Claro que esa media sonrisa… el muy idiota está hundido en un pozo de durhang, después de todo. No debería esperar nada de él, sobre todo no genio militar. Además, Korbolo Dom tiene algo que demostrar…
—Es peligroso —murmuró L’oric— confiar en un comandante que lucha con la intención de masacrar.
—¿En lugar de qué?
Las cejas masculinas se alzaron una fracción.
—Bueno, de alcanzar la victoria.
—¿La masacre del enemigo no logra la victoria, L’oric?
—Pero ahí está el fallo del razonamiento de Korbolo, elegida. Como Leoman señaló una vez, hace ya meses, el fallo está en la secuencia. Señora, la victoria precede a la masacre. No al revés.
Sha’ik se lo quedó mirando.
—¿Por qué, entonces, no expresasteis ni tú ni Leoman esa crítica cuando debatíamos las tácticas de Korbolo Dom?
—¿Debatíamos? —L’oric sonrió—. No hubo debate, elegida. Korbolo Dom no es un hombre que guste de debates.
—Y tampoco Tavore —soltó ella de repente.
—Eso no es relevante —respondió L’oric.
—¿A qué te refieres?
—Doctrina militar malazana, algo que Coltaine comprendía bien, pero también algo que el puño supremo Pormqual era obvio que había perdido de vista. Las tácticas son consensuadas. La doctrina original de Dassem Ultor, cuando al fin fue nombrado primera espada del Imperio de Malaz. «La estrategia pertenece al comandante, pero las tácticas son el primer campo de batalla, y se encuentra en la tienda de mando.» Cita textual de Dassem. Por supuesto, un sistema así dependía mucho de la existencia de oficiales capacitados. Los oficiales incompetentes, como los que con posterioridad se infiltraron en la cadena de…
—Te refieres a oficiales aristócratas.
—Grosso modo, sí. La adquisición de nombramientos, Dassem jamás lo habría permitido y por lo que tengo entendido, la emperatriz tampoco lo tolera. Ya no, en cualquier caso. Hubo una matanza…
—Sí, lo sé, L’oric. Según tu razonamiento, entonces, la personalidad de Tavore no tiene relevancia…
—No del todo, señora. La tiene, ya que la táctica es la hija de la estrategia. Y la verdad de la naturaleza de Tavore dará forma a esa estrategia. Los soldados veteranos hablan de hierro caliente y hierro frío. Coltaine era hierro frío. Dujek Unbrazo también es hierro frío, aunque no siempre; es único en el sentido de que es capaz de cambiar según surja la necesidad. ¿Pero Tavore? Lo desconocemos.
—Explica ese «hierro frío», L’oric.
—Señora, no soy experto en este tema…
—Pues a mí, desde luego, podrías haberme engañado. Explícate. Ahora.
—Muy bien, tal y como yo lo entiendo…
—Déjate de evasivas.
L’oric carraspeó, después se volvió y llamó a alguien.
—Mathok. Ten la bondad de unirte a nosotros, por favor.
Sha’ik frunció el ceño ante la presunción que ocultaba la invitación, pero después se ablandó. Después de todo, es importante. Lo presiento. El núcleo de todo lo que está a punto de ocurrir.
—Reúnete con nosotros, Mathok —dijo.
El hombre desmontó y se acercó.
L’oric se dirigió a él.
—Me han pedido que explique la expresión «hierro frío», caudillo, y para eso necesito ayuda.
El guerrero del desierto enseñó los dientes en una mueca.
—Hierro frío, Coltaine. Dassem Ultor, si la leyenda es cierta. Dujek Unbrazo. El almirante Nok. K’azz D’Avore de la Guardia Carmesí. Inish Gran, que en otro tiempo dirigió el Gral. Hierro frío, elegida. Duro. Afilado. Lo sostienes ante ti, y por tanto alcanzas. —Se cruzó de brazos.
—Alcanzas —asintió L’oric—. Sí, eso es. Alcanzas. Y te quedas bien clavado.
—Hierro frío —gruñó Mathok—. El alma del caudillo o bien arde con el fuego de la vida o está frío, invadido por la muerte. Elegida, Korbolo Dom es hierro caliente, como lo soy yo. Como lo sois vos. Somos como los fuegos del sol, como el calor del desierto, como el aliento de la propia diosa del Torbellino.
—El ejército del Apocalipsis es hierro caliente.
—Sí, elegida. Y por tanto, debemos rogar para que la forja del corazón de Tavore se inflame de venganza.
—¿Que ella también sea hierro caliente? ¿Por qué?
—Porque entonces no perderemos.
A Sha’ik de repente se le doblaron las rodillas y estuvo a punto de tambalearse. L’oric se acercó para sostenerla con la alarma dibujada en el rostro.
—¿Señora?
—Estoy… estoy bien. Un momento… —Clavó la mirada en Mathok una vez más y vio la breve expresión calculadora en sus ojos, que después desapareció de inmediato tras el porte impasible—. Caudillo, ¿y si Tavore es hierro frío?
—El choque más letal de todos, elegida. ¿Cuál se partirá primero?
—Las historias militares revelan, señora —dijo L’oric—, que el hierro frío derrota al hierro caliente las más de las veces. En una proporción de tres o cuatro a uno.
—¿Pero Coltaine no cayó ante Korbolo Dom?
Observó que los ojos de L’oric se encontraban con los de Mathok por un momento.
—¿Y bien? —preguntó.
—Elegida —murmuró Mathok con voz profunda—. Korbolo Dom y Coltaine libraron nueve combates importantes, nueve batallas, en la cadena de perros, De estos, Korbolo fue claro vencedor en uno y solo uno. En la Ladera. A las afueras de las murallas de Aren. Y para eso necesitó a Kamist Reloe y el poder de Mael, tal y como se canalizó a través del sacerdote jhistal, Mallick Rel.
A Sha’ik la cabeza le daba vueltas, la invadía el pánico y sabía que L’oric la notaba temblar.
—Sha’ik —le susurró el hombre al oído—, vos conocéis a Tavore, ¿verdad? La conocéis y es hierro frío, ¿no es cierto?
Muda, Sha’ik asintió. No sabía cómo lo sabía, pues ni Mathok ni L’oric parecían capaces de dar una definición concreta, lo que le sugería que la noción se derivaba de una sensación visceral, un instinto primitivo. Y por tanto, ella lo sabía.
L’oric había levantado la cabeza.
—Mathok.
—¿Mago supremo?
—¿Quién, entre nosotros, es hierro frío? ¿Hay alguien?
—Hay dos, mago supremo. Y uno de ellos es capaz de ambas cosas: el toblakai.
—¿Y el otro?
—Leoman de los Mayales.
Corabb Bhilan Thenu’alas estaba echado bajo una capa de arena. El sudor le había empapado la telaba bajo él y había apisonado la huella moldeada de su cuerpo, después se había enfriado, de modo que no podía dejar de temblar. Sexto hijo de un jefe depuesto de los pardus, se había pasado la mayor parte de su vida adulta vagando por las tierras baldías. Vagabundo, mercader y cosas peores. Cuando Leoman lo encontró, tres guerreros gral habían estado antes arrastrándolo tras sus caballos la mayor parte de la mañana.
El precio de compra había sido patético, dado que las arenas ardientes le habían desollado la piel y habían dejado solo una masa ensangrentada en carne viva. Pero Leoman lo había llevado a una sanadora, una anciana de una tribu de la que no había oído hablar ni antes ni después y esta, a su vez, lo había llevado al estanque de un manantial, donde él había yacido inmerso, delirando por la fiebre, durante un tiempo indeterminado mientras la mujer elaboraba un ritual de sanación y apelaba a los antiguos espíritus del agua. Y así se había recuperado.
Corabb nunca había sabido la razón de la clemencia de Leoman y, como ya lo conocía bien (tan bien como cualquiera que hubiera jurado lealtad al hombre), sabía que era mejor no preguntar. Era uno con su naturaleza opuesta, sus cualidades insondables que no se podían desvelar más que una vez en una vida entera. Pero Corabb sabía una cosa: por Leoman de los Mayales, él sería capaz de dar la vida.
Habían permanecido uno junto al otro, silenciosos e inmóviles, durante todo el día y llegada la tarde, vieron aparecer a los primeros jinetes de la avanzadilla a lo lejos, se iban distribuyendo con cautela a medida que se aventuraban por la llanura de sales agrietadas y arcilla.
Corabb al fin se agitó.
—Wickanos —siseó.
—Y setis —respondió Leoman con voz profunda.
—Esos de las armaduras grises tienen un aspecto… diferente.
El hombre que tenía al lado lanzó un gruñido y después una maldición.
—Khundryl, del sur del río Vathar. Esperaba… En fin, esa armadura arcana parece pesada. Los Siete sabrán qué tumbas ancestrales saquearían para coger eso. Los khundryl tardaron en empezar a montar a caballo, y no es de extrañar con esa armadura, ¿verdad?
Corabb guiñó los ojos para mirar la inmensa nube de polvo que había detrás de la avanzadilla.
—La vanguardia no va muy lejos de los exploradores.
—Sí. Algo habrá que hacer.
Sin una palabra más, los dos guerreros fueron alejándose poco a poco de la cima, fuera de la vista de la avanzadilla; hicieron una pequeña pausa para echarse hacia atrás y borrar con arena las huellas de donde habían estado sus cuerpos y luego regresaron al barranco a buscar sus caballos.
—Esta noche —dijo Leoman mientras recogía las riendas de su montura y se subía a la silla.
Corabb hizo lo mismo y después asintió. Sha’ik sabría, por supuesto, que la habían desafiado. Pues la diosa del Torbellino tenía los ojos puestos en todos sus hijos. Pero esa era su tierra, ¿no? No podían dejar que los invasores la atravesaran sin oposición. No, las arenas beberían su sangre, darían voz esa noche a la promesa oscura de la Segadora Amortajada.
L’oric se encontraba cerca del camino que llevaba al claro del toblakai. Una mirada casual y después el más leve de los gestos de una mano marcó una cuidadosa revelación de hechicería… que se desvaneció casi en cuanto llegó. Satisfecho, emprendió el camino sendero abajo.
Ella quizás estuviera distraída, pero su diosa no. Poco a poco L’oric iba percibiendo un sondeo dirigido hacia él, zarcillos embrujados que se estiraban en un esfuerzo por encontrarlo, por rastrear sus movimientos. Y cada vez se estaba haciendo más difícil eludir esos sondeos, sobre todo porque estaban empezando a provenir de más de una única fuente.
Febryl se estaba poniendo cada vez más nervioso, al igual que Kamist Reloe. Mientras que la paranoia de Bidithal no necesitaba combustible alguno, ni debería necesitarlo. Bastaban, entonces, todas esas señales de inquietud creciente, para convencer a L’oric de que fueran cuales fueran los planes que había, pronto buscarían resolución. De un modo u otro.
No esperaba descubrir a Sha’ik tan… mal preparada. Cierto, la mujer había transmitido una insinuación no demasiado sutil de que era consciente de un modo sobrenatural de todo lo que ocurría en el campamento, incluyendo una habilidad alarmante para las guardas de simulación que L’oric utilizaba para enmascarar sus viajes. Con todo, había cosas que, si ella las hubiera sabido (o siquiera sospechado) habrían provocado una respuesta mortal ya mucho tiempo atrás. Algunos lugares deben permanecer cerrados para ella. Esperaba que hoy me hiciera preguntas mucho más peligrosas. ¿Dónde está Felisin? Claro que quizá no preguntó porque ya lo sabía. Un pensamiento escalofriante, no solo por insinuar la amplitud de sus conocimientos, sino por lo que sugería sobre la propia Sha’ik. Que sabe lo que Bidithal le hizo a Felisin… y no le importa.
Al atardecer siempre parecía impaciente por llegar en el bosque de árboles de piedra. Las huellas que dejaba en el camino polvoriento revelaban, para su gran alivio, que seguía siendo el único que recorría aquella pista en esos días.
No era que la diosa necesitara caminos. Pero había algo extraño en el claro del toblakai, algo que insinuaba una especie de investidura, como si el claro hubiera sufrido una santificación de algún tipo. Y si eso había ocurrido, entonces quizás existiera como un punto ciego a los ojos de la «diosa» del Torbellino.
Pero nada de eso explicaba por qué Sha’ik no preguntaba por Felisin. Ah, L’oric, el ciego eres tú. La obsesión de Sha’ik es Tavore. Con cada día que nos abandona y va acercando los dos ejércitos, su obsesión crece. Cómo crecen sus dudas y, quizá, su miedo. Es malazana, después de todo, yo tenía razón en eso. Y en su interior aguarda otro secreto, uno enterrado en lo más profundo de todo. Conoce a Tavore.
Y ese conocimiento había guiado todas y cada una de las acciones de Sha’ik desde su renacimiento. Había hecho retirarse al ejército del Apocalipsis cuando casi estaban a la vista de las murallas de la ciudad sagrada. Se habían retirado al corazón de Raraku… Dioses, ¿fue todo eso una huida aterrorizada?
Una noción que era insoportable plantearse.
El claro apareció ante él, el círculo de árboles con sus ojos fríos e inhumanos que contemplaban desde su altura la tienda pequeña y desaliñada, y a la joven acurrucada ante la hoguera rodeada de piedras que había a pocos pasos de ella.
La joven no levantó la cabeza cuando él se acercó.
—L’oric, me preguntaba cómo se puede distinguir el culto de asesinos de Bidithal del de Korbolo Dom. El campamento está atestado estos días, me alegro de estar escondida aquí y, a la vez, me encuentro compadeciéndote. ¿Has hablado con ella al fin hoy?
L’oric suspiró y se sentó enfrente de ella, se quitó la alforja que llevaba al hombro y sacó algo de comida.
—Sí.
—¿Y?
—La preocupación por el choque inminente está… abrumándola…
—Mi madre no preguntó por mí —lo interrumpió Felisin con una ligera sonrisa.
L’oric apartó la mirada.
—No —admitió con un susurro.
—Lo sabe, entonces. Y ha resuelto lo mismo que yo: Bidithal está a punto de desenmascarar a los conspiradores. Lo necesitan, después de todo, o bien para que se una a la conspiración o para que se aparte. Esa es una verdad que no ha cambiado. Y ya se acerca la noche, la noche de la traición. Y por tanto, madre necesita que cumpla con su papel.
—No estoy seguro de eso, Felisin —empezó a decir L’oric, después se calló.
Pero ella ya había entendido y su terrible sonrisa se ensanchó.
—Entonces la diosa del Torbellino le ha robado el amor del alma. Oh, bueno, lleva mucho tiempo bajo asedio, después de todo. En cualquier caso, no era mi madre de verdad, solo era un título que asumió porque le divertía…
—No es cierto, Felisin. Sha’ik vio tu grave situación…
—Yo fui la primera en verla, cuando regresó, renacida. Una casualidad, que yo estuviera fuera, recogiendo hen’bara ese día. Antes de ese día, Sha’ik nunca se había fijado en mí, ¿por qué habría de hacerlo? Al fin y al cabo, yo era una más entre un millar de huérfanos. Pero entonces ella llegaba… renacida.
—Regresaba al mundo de los vivos también, quizá…
Felisin se echó a reír.
—Oh, L’oric, siempre te esfuerzas, ¿verdad? Yo sabía entonces, como tú debes de saber a estas alturas, que Sha’ik renacida no es la misma mujer que Sha’ik la Mayor.
—Eso importa poco, muchacha. La diosa del Torbellino la eligió…
—Porque Sha’ik la Mayor murió, o la mataron. Tú no viste la verdad como la vi yo, en las caras de Leoman y el toblakai. Vi su incertidumbre, no sabían si su ardid daría resultado. Y que lo diera, más o menos, significaba tanto para mí como para cualquiera de ellos. La diosa del Torbellino la eligió por necesidad, L’oric.
—Como ya he dicho, Felisin, no importa.
—No para ti, quizá. No, no lo entiendes. Vi a Sha’ik la Mayor de cerca, una vez. Su mirada pasó junto a mí sin verme, esa mirada no veía a nadie, y, en ese momento, a pesar de lo niña que era, supe la verdad sobre ella. Sobre ella y sobre su diosa.
L’oric destapó la jarra que había seguido a la comida y la levantó para humedecerse una boca que de repente se le había quedado seca.
—¿Y qué verdad era esa? —susurró, incapaz de mirarla a los ojos. En lugar de ello, bebió un profundo trago del vino que no se había rebajado con agua.
—Oh, que todos y cada uno no somos más que esclavos. Somos las herramientas que usará ella para lograr sus deseos. Aparte de eso, nuestras vidas no significan nada para la diosa. Pero con Sha’ik renacida, creí ver… algo diferente.
L’oric la vio encogerse de hombros por el rabillo del ojo.
—Pero —continuó la joven— la diosa es demasiado fuerte. Su voluntad demasiado absoluta. El veneno que es la indiferencia… y conozco bien su sabor, L’oric. Pregúntale a cualquier huérfano, da igual la edad que tenga ahora, y te dirán lo mismo. Todos mamamos de esa misma teta amarga.
El mago sabía que las lágrimas le brotaban de los ojos y le corrían por las mejillas, pero no podía hacer nada por detenerlas.
—Y ahora, L’oric —siguió ella tras un momento—, hemos quedado todos al descubierto. Todos y cada uno de los que estamos aquí. Somos todos huérfanos. Piénsalo. Bidithal, que perdió su templo, su culto entero. Lo mismo ocurrió con Heboric. Korbolo Dom, que en otro tiempo igualó en rango a grandes soldados como Whiskeyjack y Coltaine. Febryl, ¿sabías que asesinó a sus propios padres? El toblakai, que ha perdido a su pueblo. Y todos los demás que estamos aquí, L’oric, fuimos hijos del Imperio de Malaz una vez. ¿Y qué hemos hecho? Repudiamos a la emperatriz a cambio de una diosa perturbada que solo sueña con la destrucción, que pretende alimentarse de un mar de sangre…
—Y —preguntó él en voz baja—, ¿yo también soy huérfano?
A Felisin no le hacía falta contestar porque los dos oyeron la verdad en las palabras doloridas del hombre.
Osric…
—Lo que… solo deja a Leoman de los Mayales. —Felisin le quitó el vino de las manos—. Ah, Leoman. Nuestro diamante defectuoso. Me pregunto si puede salvarnos a todos. ¿Tendrá la oportunidad? Entre nosotros, solo él continúa… libre de cadenas. No cabe duda de que la diosa lo reclama, pero es una reclamación vacía; te das cuenta, ¿verdad?
El hombre asintió y se secó los ojos.
—Y creo que he hecho que Sha’ik se dé cuenta también de ello.
—¿Sabe, entonces, que Leoman es nuestra última esperanza?
El suspiro de L’oric fue entrecortado.
—Creo que sí…
Se quedaron callados un rato. Había caído la noche y el fuego estaba muerto, convertido en cenizas, solo la luz de las estrellas iluminaba el claro.
Pareció, entonces, que los ojos de piedra iban cobrando vida poco a poco, una medialuna de miradas que se clavaban en ellos dos. Ojos que los contemplaban ávidos, relucientes de hambre. L’oric levantó la cabeza de repente. Se quedó mirando las caras fantasmales y después a las dos figuras toblakai, luego se acomodó una vez más, temblando.
Felisin lanzó una risita.
—Sí, son espeluznantes, ¿verdad?
L’oric lanzó un gruñido.
—Un misterio este, las creaciones del toblakai. Esas caras… son t’lan imass. Sin embargo…
—Él creía que eran sus dioses, sí. Eso fue lo que me dijo Leoman una vez, bajo el influjo de los vapores del durhang. Después me advirtió que no le dijera nada al toblakai. —Se echó a reír de nuevo, más alto esa vez—. Como si se lo fuera a decir. Una idiota desde luego, si pretendía meterme entre el toblakai y sus dioses.
—No hay nada simple en ese simple guerrero —murmuró L’oric.
—Igual que tú no eres un simple mago supremo —dijo la joven—. Tienes que actuar pronto, lo sabes. Tienes decisiones que tomar. Duda demasiado y las tomarán por ti, para pesar tuyo.
—Bien podría decirte a ti lo mismo.
—Bueno, entonces parece que todavía tenemos más que debatir esta noche. Pero primero, comamos, antes de que el vino nos emborrache.
Sha’ik retrocedió y dio un paso tambaleante hacia atrás. Emitió un siseo con una bocanada de alarma, y de dolor. Una hueste de guardas giraba alrededor de la morada de Heboric, todavía parpadeando con la agitación que su choque había desencadenado.
Contuvo la indignación y bajó la voz todo lo que pudo.
—Sabes quién es la que ha venido, Heboric. Déjame pasar. Desafíame y haré caer la ira de la diosa aquí y ahora. Un momento de silencio y después:
—Entrad.
Sha’ik se adelantó. Hubo un momento de presión y después pasó con un tropezón que frenó el muro de cimientos medio derruido. Una repentina… ausencia. Una ausencia aterradora que estallaba como la luz más clara donde todo había sido, apenas un momento antes, una oscuridad impenetrable. Despojada… pero libre, Dioses, libre… la luz…
—Manos Fantasmales —jadeó—. ¿Qué has hecho?
—La diosa de vuestro interior, Sha’ik —fueron las palabras de Heboric—, no es bienvenida en mi templo.
¿Templo? El rugido del caos iba creciendo en su interior, los lugares inmensos de su mente donde había estado la diosa del Torbellino de repente se habían quedado vacíos y se llenaban con el regreso oscuro y precipitado de… de todo lo que yo era. Una furia amarga crecía como un incendio forestal a medida que los recuerdos se alzaban con una ferocidad demoníaca para asaltarla. Beneth. Cabrón. Rodeaste con las manos a una niña, pero a lo que le diste forma era cualquier cosa salvo una mujer. Un juguete. Una esclava para ti y tu mundo brutal y retorcido.
Solía contemplar ese cuchillo que tenías en las manos, los juegos de destellos que eran tus hábitos ociosos. Y eso fue lo que me enseñaste, ¿verdad? Cortar para divertirte y ver la sangre. Y oh, cómo corté yo. Baudin. Kulp. Heboric…
Una presencia física a su lado, la sensación sólida de unas manos (verde jade, barrotes negros), una figura, achaparrada, ancha, y parecía que a la sombra de frondas, no, tatuajes. Heboric…
—Dentro, muchacha. Te he… despojado de todo. Una consecuencia no anticipada de expulsar a la diosa de tu alma. Ven.
Y después la estaba guiando al interior de los confines de la tienda. El aire frío y húmedo, una única lámpara de aceite pequeña que luchaba contra la oscuridad, una llama que se movió de repente cuando Heboric levantó la lámpara y la acercó a un brasero, donde usó el aceite ardiente para encender los ladrillos de estiércol. Y, mientras trabajaba, hablaba.
—No hay mucha necesidad de luz… el paso del tiempo… antes de que me encomendaran la aprobación de un templo improvisado… Pero ¿qué sé yo de Treach, de todos modos?
Sha’ik estaba sentada en unos cojines, con las manos temblorosas delante de las llamas crecientes del brasero, envuelta en unas pieles. Al oír el nombre de Treach, se sobresaltó y levantó la cabeza.
Y vio a Heboric agachado ante ella. Como se había agachado aquel día, hace tanto tiempo ya, en la plaza del Juicio. Cuando los duendes del Embozado habían acudido a él… para presagiar la expulsión de Fener. Las moscas no querían tocar sus tatuajes en espiral. Recuerdo eso. En todas las demás partes se enjambraban como locas. Esos mismos tatuajes habían sufrido una transformación.
—Treach.
Los ojos del hombre se entrecerraron clavados en ella, ahora son ojos de gato… ¡puede ver!
—Ascendido a la divinidad, Sha’ik.
—No me llames así. Soy Felisin Paran de la Casa Paran. —La mujer se abrazó de repente—. Sha’ik me espera… ahí fuera, tras los confines de esta tienda, tras tus guardas.
—¿Y quieres regresar a ese abrazo, muchacha?
La mujer estudió el fuego del brasero.
—No hay alternativa, Heboric —susurró.
—No, supongo que no.
Una conmoción atronadora la hizo incorporarse de golpe.
—¡Felisin!
—¿Qué?
—¡Felisin la Menor! ¡No… no la he visto! ¿En días? ¿Semanas? ¿Dónde… dónde está?
El movimiento de Heboric fue felino cuando se incorporó, fluido y preciso.
—La diosa debe de saberlo, muchacha…
—¡Si lo sabe, a mí no me lo ha dicho!
—Pero ¿por qué no iba…?
La mujer vio en los ojos masculinos lo que él sabía y sintió otra punzada de miedo.
—Heboric, ¿qué sabes…?
Y entonces él la estaba guiando a la solapa de la tienda, hablando mientras la llevaba de regreso, paso a paso.
—Hablamos, tú y yo, y todo va bien. Nada de lo que debas preocuparte. La consejera y sus legiones vienen de camino y hay mucho que hacer. Y también están los planes secretos de Febryl, que hay que mantener vigilados, y para eso debes confiar en Bidithal…
—¡Heboric! —Se resistió contra él, pero el hombre no cedió. Llegaron a la solapa y él la empujó fuera—. ¿Qué estás…? —Un fuerte empujón y la mujer dio un tropezón hacia atrás.
Y atravesó una llamarada de guardas.
Sha’ik se incorporó poco a poco. Debía de haber tropezado. Ah, sí, una conversación con Manos Fantasmales. Todo va bien. Es un alivio, ya que me permite pensar en cosas más importantes. Mi nido de traidores, por ejemplo. Debo tener unas palabritas con Bidithal otra vez esta noche. Sí…
Le dio la espalda a la tienda del exsacerdote y regresó al palacio.
En el cielo, las estrellas del desierto rielaban, como hacían con frecuencia cuando la diosa se había acercado… Sha’ik se preguntó qué la habría atraído esa vez. Quizá nada más que echarle un ojo protector a su elegida…
La mujer no advirtió, como tampoco advirtió su diosa, la forma apenas visible que se deslizó por la entrada de la tienda de Heboric y fluyó desdibujada para introducirse en las sombras más cercanas. No advirtió, tampoco, el olor que esa forma con púas seguía.
Hacia el oeste, al borde de la ciudad y después por el camino, recorriendo sin ruido el sendero entre los árboles de piedra, rumbo a un claro distante.
Bidithal estaba sentado entre las sombras hirvientes, solo una vez más, aunque la sonrisa permanecía clavada en su rostro arrugado. Febryl tenía sus juegos, pero también los tenía el antiguo sacerdote supremo del culto de Sombra. Hasta a los traidores los podía traicionar, después de todo, un giro repentino del cuchillo que llevaba en la mano.
Y las arenas se plegarían una vez más, como lo hacían cuando el aire respiraba hondo, entraba, salía, de un lado a otro, agitando y removiendo los granos como lo harían las olas contra una playa, para posar una capa sobre otra en finas costuras de color. No había límites al número de capas, y eso Febryl y sus compañeros de conspiración no tardarían en descubrirlo, muy a su pesar.
Buscaban la senda para quedársela. A Bidithal le había llevado mucho tiempo descubrir esa verdad, esa motivación enterrada en las profundidades, pues había permanecido en el silencio oculto entre cada palabra pronunciada. Esa no era una simple y mundana lucha de poder. No. Era usurpación. Expropiación, un detalle que en sí mismo hablaba en susurros de secretos todavía más profundos. Querían la senda… pero ¿por qué? Una pregunta que todavía carecía de respuesta, pero esa respuesta la encontraría, y pronto.
En eso sabía que la elegida confiaba en él y que él no le fallaría. En la medida que espera de mí, sí, cumpliré. Por supuesto, hay otros temas que van más allá de Sha’ik, esta diosa y la senda del Torbellino que querría gobernar. La forma del panteón mismo está en juego… mi venganza tanto tiempo retrasada contra esos pretendientes foráneos al trono de Sombra.
Incluso en ese momento, si escuchaba con mucha, mucha atención, podía oírlos. Y se estaban acercando. Cada vez más.
Un temblor de miedo se apoderó de sus miembros y las sombras se escabulleron de su lado por un momento y solo regresaron cuando se tranquilizó una vez más. Rashan… y Meanas. Meanas y Thyr. Thyr y Rashan. Los tres hijos de las sendas ancestrales. Galain, Emurlahn y Thyrllan. ¿Qué tiene de extraño que se enfrenten una vez más? ¿Pues acaso no heredamos siempre los rencores de nuestros padres?
Pero persistía un espectro de ese miedo. Él no los había llamado, después de todo. No había comprendido la verdad de lo que se ocultaba bajo la senda del Torbellino, la razón por la que la senda permanecía retenida en ese único lugar y en ningún otro más. No había entendido que las viejas batallas nunca morían, sino solo dormían, cada hueso en la arena se intranquilizaba con cada recuerdo.
Bidithal levantó las manos y el ejército de sombras que atestaba su templo se acercó un poco más.
—Prole mía —susurró al dar comienzo al cántico de cierre.
—Padre…
—¿Recordáis?
—Recordamos.
—¿Recordáis la Oscuridad?
—Recordamos la Oscuridad, padre.
—Preguntad y cerrad este momento, mi pequeña prole.
—¿Recordáis la Oscuridad?
La sonrisa del sacerdote se ensanchó. Una simple pregunta, una pregunta que podría hacerse a cualquiera, a cualquiera en absoluto. Y quizá la entenderían. Pero seguramente no. Pero yo la entiendo. ¿Recordáis la Oscuridad?
—La recuerdo.
Cuando, entre suspiros, las sombras se dispersaron, Bidithal se puso rígido una vez más al percibir aquella llamada casi inaudible. Volvió a estremecerse. Se estaban acercando cada vez más.
Y se preguntó qué harían cuando al fin llegaran.
Había once en total. Sus elegidos.
Korbolo Dom se apoyó en sus cojines con los ojos velados mientras estudiaba la fila de figuras silenciosas y cubiertas que tenía ante él. El napaniano sostenía una copa de cristal tallado en la mano derecha, en ella giraba un vino poco común de los valles grisianos de Quon Tali. La mujer que lo había mantenido entretenido durante las horas previas de la noche estaba dormida y había apoyado la cabeza en su muslo derecho. Le había suministrado durhang suficiente como para garantizar el olvido durante la siguiente docena de campanadas, aunque fue la conveniencia de la seguridad (más que cualquier deseo insípido por parte de Korbolo) por lo que había recurrido a tales medidas.
Sacados de entre sus Mataperros, los once asesinos tenían una habilidad portentosa. Cinco de ellos habían sido asesinos personales del Santo Falah’dan en los tiempos anteriores al Imperio, los habían recompensado con regalos producto de la alquimia y la hechicería para mantener su apariencia y vigor juveniles.
Tres de los seis restantes eran malazanos, hombres de Korbolo Dom, creados tiempo atrás, cuando se había percatado de que tenía motivos para preocuparse por la Garra. Motivos… bueno, esa es una simplificación casi pintoresca en su timidez. Una multitud de momentos en los que caí en la cuenta de muchos asuntos, descubrimientos repentinos, cosas de las que nunca había esperado enterarme sobre… cuestiones que yo creía muertas y enterradas desde hacía mucho. En otro tiempo habían sido diez esos guardaespaldas. La prueba de que hacían falta se encontraba ante él en ese momento. Quedaban tres, resultado de un proceso brutal de eliminación que había dejado solo a los que contaban con la mayor habilidad y la alianza más casual con la suerte de Oponn, dos cualidades que se alimentaban entre sí.
Los tres asesinos restantes procedían de varias tribus, y cada uno de ellos había probado su valía durante la cadena de perros. La flecha de uno había asesinado a Sormo E’nath, a una distancia de setenta pasos, el día de Pura Sangre. Había habido otras flechas que habían dado en el blanco, pero había sido la que había atravesado el cuello del hechicero (la del asesino) la que había llenado de sangre los pulmones del muchacho y había ahogado hasta su último aliento, de modo que no había podido acudir a sus malditos espíritus para que lo sanaran…
Korbolo tomó un sorbo de vino y se lamió poco a poco los labios.
—Kamist Reloe ha elegido entre vosotros —dijo con voz profunda tras un momento— para la singular tarea que desencadenará todo lo que ha de ser. Y yo estoy satisfecho con los que ha elegido. Pero no creáis que eso reduce la importancia de los demás. Habrá tareas (tareas esenciales) esa noche. Aquí, en este mismo campamento. Os lo aseguro, no dormiréis nada esa noche, así que debéis estar preparados. También, dos de vosotros permaneceréis conmigo en todo momento, pues puedo garantizaros que buscarán mi muerte antes de que llegue esa fatídica alba.
Espero de vosotros que muráis en mi lugar. Por supuesto. Es lo que habéis jurado hacer, si surgiera la necesidad.
—Dejadme ahora —dijo agitando la mano libre.
Los once asesinos se inclinaron al unísono y después fueron saliendo en silencio de la tienda.
Korbolo levantó la cabeza de la mujer de su muslo, la había cogido por el pelo (observó que la mujer permanecía insensible al maltrato), se levantó de los cojines y dejó que la cabeza de ella cayera de golpe. Se detuvo a tomar un trago de vino, después se bajó del modesto estrado y se acercó a un lado del aposento que quedaba separado por unas colgaduras de seda.
Dentro de la habitación privada, Kamist Reloe se paseaba sin descanso. Se retorcía las manos, con los hombros tensos y el cuello rígido.
Korbolo se apoyó en un poste de la tienda y crispó la boca en una ligera mueca burlona al ver el desasosiego del mago supremo.
—¿Cuál de tus muchos miedo te invade ahora, Kamist? Oh, no me respondas. Admito que ya he dejado de preocuparme.
—Necia complacencia por tu parte, entonces —soltó de golpe el mago supremo—. ¿Crees que somos las únicas personas listas que hay?
—¿En el mundo? No. Aquí, en Raraku, bueno, eso es otra cosa. ¿A quién deberíamos temer, Kamist Reloe? ¿A Sha’ik? Su diosa devora su agudeza día a día, la muchacha es cada vez menos consciente de lo que ocurre a su alrededor. Y esa diosa apenas toma nota de nosotros; oh, sospecha, quizá, pero eso es todo. Bien. ¿Quién más? ¿L’oric? He conocido a muchos hombres como él (de los que crean un misterio a su alrededor) y he descubierto que lo que suelen ocultar es un recipiente vacío. Ese es todo pose y nada más.
—Me temo que ahí te equivocas, pero no, no me preocupa L’oric.
—¿Quién más? ¿Manos Fantasmales? Ese hombre se ha desvanecido en su propio pozo de hen’bara. ¿Leoman? No está aquí y tengo planes para cuando regrese. ¿El toblakai? Creo que a ese ya no lo veremos más. ¿Quién queda? Vaya, nada menos que Bidithal. Pero Febryl jura que casi lo tiene metido en nuestro redil, es solo una cuestión de descubrir lo que desea de verdad ese cabrón. Algo vil y asqueroso, sin duda. Es esclavo de sus vicios, ese Bidithal. Ofrécele diez mil niñas huérfanas y la sonrisa jamás abandonará su feo rostro.
Kamist Reloe se rodeó con los brazos mientras continuaba paseándose.
—No es quien sabemos que está entre nosotros la fuente de mis preocupaciones, Korbolo Dom, es quien está entre nosotros que nosotros no conocemos.
El napaniano frunció el ceño.
—¿Y cuántos cientos de espías tenemos en este campamento? ¿Y qué hay de la propia diosa del Torbellino? ¿Crees que permitirá que se infiltren unos desconocidos?
—Tu defecto, Korbolo Dom, es que piensas de un modo estrictamente lineal. Haz otra vez esa pregunta, solo que, esta vez, hazla en el contexto de la diosa albergando sospechas sobre nosotros.
El mago supremo estaba demasiado distraído para notar el pequeño paso que dio el napaniano con una mano levantada. Pero el golpe de Korbolo Dom murió en ese mismo momento, cuando comprendió la trascendencia del desafío de Kamist Reloe. Abrió poco a poco los ojos mucho más. Después sacudió la cabeza.
—No, eso sería correr un riesgo demasiado grande. Una garra suelta en este campamento pondría en peligro a todo el mundo, no habría forma de predecir sus objetivos…
—¿Habría necesidad siquiera?
—¿A qué te refieres?
—Somos mataperros, Korbolo Dom. Los asesinos de Coltaine, del Séptimo y de las legiones de Aren. Es más, también poseemos el cuadro de magos del ejército del Apocalipsis. Por último, ¿quién se pondrá al mando de ese ejército el día de la batalla? ¿Cuántas razones necesita la Garra para golpearnos, y golpearnos a nosotros en concreto? ¿Qué posibilidades tendría Sha’ik si estuviéramos todos muertos? ¿Para qué matar a Sha’ik? Podemos librar esta guerra sin ella y sin su maldita diosa, ya lo hemos hecho antes. Y estamos a punto de…
—Ya basta, Kamist Reloe. Ya veo a qué te refieres. Así que temes que la diosa permita que se infiltre una garra… para que se ocupe de nosotros. De ti, de Febryl y de mí. Una posibilidad interesante, pero me sigue pareciendo lejana. La diosa es demasiado torpe, está atrapada por las emociones para pensar con semejante claridad, tan enrevesada e insidiosa.
—Ella no tiene que iniciar el ardid, Korbolo Dom. Solo tiene que comprender el ofrecimiento y luego decidir si quiere consentir o no. No es su claridad lo que importa, sino la de la Garra de Laseen. ¿Y dudas acaso de la inteligencia de Topper?
Korbolo Dom rezongó por lo bajo y apartó la vista por un momento.
—No —admitió al fin—. Pero sí que confío en que la diosa no esté por la labor de aceptar mensajes de la emperatriz, de Topper, o de cualquiera que se niegue a arrodillarse ante su voluntad. Te has metido tú solo en una pesadilla, Kamist Reloe, y ahora me invitas a que me reúna contigo. Declino el ofrecimiento, mago supremo. Estamos bien protegidos y hemos avanzado demasiado en nuestros esfuerzos para inquietarnos tanto.
—He sobrevivido todo este tiempo, Korbolo Dom, porque tengo talento para anticipar lo que pueden intentar mis enemigos. Los soldados dicen que no hay plan de batalla que sobreviva al contacto con el enemigo. Pero el juego del subterfugio es justo lo contrario. Los planes se derivan del contacto insistente con el enemigo. Así pues, procede tú en tus términos, que yo procederé en los míos.
—Como quieras. Ahora déjame. Es tarde y me gustaría dormir.
El mago supremo concluyó su paseo y por un instante clavó en el napaniano una mirada impenetrable, después se dio media vuelta y salió de la cámara.
Korbolo escuchó hasta que oyó la solapa de la habitación exterior abrirse con un siseo y después cerrarse. Siguió escuchando y le satisfizo oír que uno de los guardaespaldas ubicados justo a la entrada ataba los cordones.
Se tomó los últimos tragos de vino, muy caro maldita sea, pero no sabe mejor que la bazofia del puerto que abundaba en la Isla… Lanzó la copa al suelo y se dirigió con paso firme a la masa de cojines del otro extremo. Camas en todas las habitaciones. Me pregunto qué dice eso de mi personalidad. Claro que esas otras no son para dormir, la verdad. No, solo esta…
En la habitación delantera, al otro lado del tabique de seda, la mujer yacía sin moverse en su propio montón de cojines, donde Korbolo la había dejado hacía un rato.
El consumo continuo y abrumador de durhang (como de cualquier otro intoxicante) creaba un proceso de mitigación de sus efectos. Hasta que, si bien persistía una capa de entumecimiento insensible (una barrera muy útil contra cosas como que le levantaran la cabeza con un tirón del pelo y luego la dejaran caer sin más), también subyacía una conciencia serena.
Igualmente ventajosos los rituales que su amo le había infligido, rituales que habían eliminado la debilidad del placer. No podía haber pérdida de control, ya no, pues su mente ya no tenía que enfrentarse a los sentimientos, puesto que no le quedaban. Una rendición fácil, había averiguado encantada, ya que no había habido mucho en su vida antes de su iniciación para plantar recuerdos cálidos de la niñez.
Y por tanto era la más apropiada para aquellos menesteres. Profería los sonidos indicativos de placer adecuados para disfrazar la indiferencia que le inspiraban todas las peculiares preferencias de Korbolo Dom. Y yacía inmóvil, sin importarle siquiera una garganta que se iba llenando poco a poco de flemas del humo casi líquido del durhang durante todo el tiempo que fuera necesario antes de que las sutiles e insípidas gotas que había añadido al vino de su amo hicieran efecto.
Cuando oyó la respiración lenta y profunda que le indicó que no sería fácil despertarlo, rodó de lado y se rindió al fin a un ataque de tos. Cuando hubo pasado, se detuvo de nuevo un instante, solo para estar segura que el napaniano seguía dormido. Satisfecha, se puso de pie y se bamboleó hasta la solapa de la tienda.
Manoseó las ataduras hasta que una voz bronca, justo detrás, se dirigió a ella.
—Scillara, ¿a las letrinas otra vez?
Y otra voz lanzó una suave carcajada.
—Es un milagro que le quede carne a esa mujer —añadió la segunda voz—, tal y como vomita noche tras noche.
—Es la roya y las bayas amargas trituradas que le añade al durhang —respondió el otro al tiempo que sus manos asumían la tarea de soltar los cordones y apartar la solapa.
Scillara salió tambaleándose y se metió entre los dos guardias con paso vacilante.
Las manos que se extendieron para sostenerla siempre encontraban lugares inusuales para posarse, y apretar.
La mujer lo habría aguantado en otro tiempo, de una forma un tanto ofendida e irritada, pero que, no obstante, cosquilleaba de placer. Pero ya solo era una lujuria torpe que había que soportar.
Como todo lo demás en el mundo que había que soportar, mientras esperaba su recompensa definitiva: el dichoso nuevo mundo después de la muerte. «La mano izquierda de la vida, que sostiene toda miseria. Y la mano derecha, (sí, la que tiene la hoja resplandeciente, querida), la mano derecha de la muerte, que sostiene, como sostiene, la recompensa que le ofrecerías a otros y después coges para ti. En el momento que tú decidas.»
Las palabras de su amo tenían sentido, como siempre. El equilibrio era el corazón de todas las cosas, después de todo. Y la vida, ese tiempo de dolor y angustia, no era más que un lado de la balanza. «El más duro, el más desdichado; cuanto más terrible y asquerosa es tu vida, niña, mayor es la recompensa después de la muerte…» Así pues, como ella bien sabía, todo tenía sentido.
No había necesidad, entonces, de luchar. La aceptación era el único camino que tomar.
Salvo este. Zigzagueó entre las filas de tiendas. El campamento de los Mataperros era preciso y ordenado, al modo malazano, un detalle que ella conocía bien de su infancia, cuando su madre seguía a la recua del regimiento Ashok. Antes de que ese regimiento cruzara el mar y dejara cientos de indigentes, amantes y prole, sirvientes y gorrones. Su madre se había puesto enferma después y había muerto. Tenía un padre, por supuesto, uno de los soldados. Que podría estar vivo o muerto, pero a quien la niña que había dejado atrás le era indiferente por completo.
Equilibrio.
Difícil con la cabeza llena de durhang, aunque ya se hubiera insensibilizado a él.
Pero estaban las letrinas, bajando por esa pendiente y después subiéndose a las pasarelas de madera que salvaban la zanja. Ollas manchadas que ardían sin fuego para tapar parte del hedor y alejar a las moscas. Cubos junto a los asientos agujereados, llenos de haces de hierba del tamaño de una mano. Barriles más grandes y abiertos llenos de agua, colocados por encima de la zanja y clavados a las pasarelas.
Con las manos extendidas a ambos lados, Scillara cruzó con mucho cuidado uno de los estrechos puentes.
Las zanjas de un campamento como ese, levantado para durar, albergaban algo más que desechos humanos. Los soldados y los que no eran soldados tiraban allí con regularidad la basura, o lo que pasaba por basura entre ellos. Pero para los huérfanos de aquella vil ciudad parte de esos desechos eran tesoros. Un caudal que se podía limpiar, reparar y vender.
Y por tanto las figuras se enjambraban en la oscuridad inferior.
Scillara llegó al otro lado, sus pies desnudos se hundían en el barro provocado por salpicaduras que habían llegado al borde.
—¡Recuerdo la Oscuridad! —canturreó con la voz ronca, tras años de inhalar humo de durhang.
Se oyó algo revolviendo en la trinchera y una niña pequeña, cubierta de excrementos, trepó hasta la mujer, los dientes eran un destello blanco.
—Yo también, hermana.
Scillara sacó una bolsita de monedas de la faja de su vestido. El amo de ambas no veía con buenos ojos esos gestos, de hecho, eran contrarios a sus enseñanzas, pero no pudo evitarlo. La metió en las manos de la niña.
—Para comida.
—Se disgustará, hermana…
—Y de nosotras dos, solo yo sufriré un momento de tormento. Que así sea. Ahora tengo palabras de esta noche que han de llegar a oídos de nuestro amo…
Siempre había caminado con un paso que cabeceaba y se hundía casi hasta el suelo, lo suficiente para granjearle toda una serie de apodos poco halagadores. Sapo, patas de cangrejo… los nombres que los niños se daban unos a otros, algunos de los cuales persistían hasta la edad adulta. Pero Heboric había trabajado duro de joven (mucho antes de su primera y fatídica visita a un templo de Fener) para desprenderse de esos apelativos y ganarse con el tiempo el nombre de Toque de Luz, como respuesta a ciertas habilidades que había adquirido en las calles. Sin embargo, de nuevo su paso furtivo había sufrido una transformación y se había rendido a un deseo instintivo de agacharse todavía más, incluso de usar las manos para propulsarse.
Si se lo hubiera planteado, habría llegado a la amarga conclusión de que se movía menos como un gato que como un simio, como los que se hallaban en las junglas de Dal Hon. Desagradable a la vista, quizá, pero eficaz de todos modos.
Ralentizó el paso al acercarse al claro del toblakai. Un leve olor a humo, el brillo apagado de un fuego que se enfriaba a toda prisa, el murmullo de unas voces.
Heboric se deslizó a un lado, entre los árboles de piedra, y después se hundió sin dejar de mirar a los dos sentados ante la hoguera.
Demasiado larga su obsesión (los esfuerzos aparentemente interminables para crear su templo), comenzaba a parecerle una extraña clase de nidificación neurótica; había hecho caso omiso del mundo que había tras sus paredes durante demasiado tiempo. Había sufrido, comprendió con una oleada de cólera amarga, una serie de alteraciones sutiles de su personalidad, concomitantes con los dones físicos que había recibido. Había dejado de tener presentes las cosas. Y eso, comprendió mientras estudiaba a las dos figuras del claro, había permitido que ocurriera un terrible crimen.
Ha sanado bien…, pero no lo bastante bien para disfrazar la verdad de lo que ha pasado. ¿Debería revelar mi presencia? No. Ninguno de los dos ha hecho nada por desenmascarar a Bidithal, de otro modo no estarían escondiéndose aquí. Eso significa que intentarían disuadirme para que no haga lo que hay que hacer.
Pero advertí a Bidithal. Le advertí y a él… le hizo gracia. Bueno, creo que está a punto de dejar de hacérsela.
Fue retrocediendo poco a poco.
Después, en la profundidad de las sombras, Heboric dudó. No había choque alguno entre sus instintos nuevos y los viejos en ese asunto. Los dos exigían sangre. Y esa misma noche. De inmediato. Pero algo del antiguo Heboric se estaba reafirmando. Era nuevo en ese papel de destriant. Más que eso, el propio Treach era un dios recién llegado. Y si bien Heboric no creía que Bidithal tuviera ningún cargo (ya no) dentro del reino de Sombra, su templo estaba dedicado a alguien.
Un ataque atraería a sus respectivas fuentes de poder y no había forma de saber a qué velocidad y hasta qué punto incontrolable podría escalar ese choque.
Mejor que hubiera seguido siendo el viejo Heboric. Con manos de otataralita entrelazadas con el poder inconmensurable de un ser desconocido… Entonces podría haberlo despedazado trozo a trozo.
Se dio cuenta de que, en realidad, no podía hacer nada. Esa noche no, en cualquier caso. Debía esperar, buscar una oportunidad, un momento de distracción. Pero para lograr eso tendría que permanecer oculto, invisible, Bidithal no podía descubrir su repentino ascenso. No podía enterarse que se había convertido en destriant de Treach, el nuevo dios de la Guerra.
La rabia regresó de repente y tuvo que luchar por contenerla.
Tras un momento se le ralentizó la respiración. Se dio la vuelta y regresó sin ruido al camino. Necesitaba reflexión. Una reflexión medida. Maldito seas, Treach. Tú conociste el disfraz de un tigre. Concédeme parte de tu astucia, la habilidad del cazador, la del asesino…
Se acercó a la entrada del camino y se detuvo al oír un leve ruido. Un canto. Apagado, el de un niño, que procedía de las ruinas de lo que en otro tiempo había sido un edificio modesto de algún tipo. Indiferente a la oscuridad, sus ojos percibieron movimientos y se clavaron con fuerza en ese punto, hasta que se resolvió una silueta.
Una niña con andrajos que sostenía un palo con las dos manos. Alrededor de una docena de rhizanos muertos le colgaban del cinturón por la cola. Mientras Heboric miraba, la vio dar un salto y blandir el palo, que golpeó algo y la niña se lanzó en su persecución y se precipitó para atrapar una forma diminuta que se retorcía en el suelo. Un momento después la niña levantó el rhizano. Un rápido retorcimiento de cuello y otro cuerpo diminuto quedó atado a su cinturón. La niña se agachó y recogió el palo. Después empezó a cantar otra vez.
Heboric hizo una pausa. Le costaría pasar a su lado sin que lo percibiera. Pero no era imposible.
Quizá fuera una precaución innecesaria. Con todo, se mantuvo en las sombras y fue avanzando poco a poco, moviéndose solo cuando la niña le daba la espalda, los ojos masculinos no abandonaban la figura de la niña ni por un momento.
Muy poco tiempo después la había dejado atrás.
Pronto amanecería, el campamento estaba a escasos minutos de empezar a moverse. Heboric aceleró el paso y al final llegó a su tienda y se deslizó en el interior.
Aparte de la niña, no había visto a nadie.
Y cuando le pareció que al fin se había ido, la niña se dio la vuelta sin prisas y su canción se fue desvaneciendo mientras se asomaba a la oscuridad.
—Un hombre raro —susurró—, ¿recuerdas la Oscuridad?
Un sexto de campanada antes del amanecer, Leoman y doscientos de sus guerreros del desierto golpearon el campamento malazano. La infantería ubicada en los piquetes estaba al final del turno, reunidos sus soldados en grupos cansados que esperaban la salida del sol, un fallo de disciplina que ofrecía blancos fáciles a los arqueros que, a pie, se habían acercado a menos de treinta pasos del perímetro. Un revoloteo de susurros de flechas, todas disparadas al mismo tiempo, y los soldados malazanos cayeron.
Al menos la mitad de los treinta soldados no habían muerto al momento y sus gritos de dolor y miedo rompieron la quietud de la noche. Los arqueros ya habían posado los arcos en el suelo y habían salido disparados con los cuchillos kethra para dar el golpe de gracia a los centinelas heridos, pero no habían recorrido ni diez pasos antes de que Leoman y sus guerreros montados los rodearan como un trueno y golpearan con dureza por la brecha abierta.
Y entraran en el campamento.
Corabb Bhilan Thenu’alas cabalgaba junto a su comandante y en la mano derecha, un arma de mango largo que era mitad espada, mitad hacha. Leoman era el centro de una extensa curva de atacantes que protegía un nudo de guerreros montados adicionales desde el que se alzaba un constante zumbido. Corabb sabía lo que significaba el sonido, su comandante había inventado su propia respuesta a las municiones moranthianas empleando un par de bolas de arcilla llenas de aceite y conectadas por una fina cadena. Encendidas como lámparas, se blandían y arrojaban como bolas.
Los guerreros del desierto ya se encontraban entre las enormes carretas de suministros y Corabb oyó la primera de las bolas que salía despedida como un latigazo, el sonido seguido por un rugido sibilante de fuego. La oscuridad se desvaneció en una llamarada roja.
Y después Corabb vio una figura que se apartaba corriendo del camino de su caballo. Blandió el hacha de mango largo. El impacto, al golpear la parte posterior del casco del malazano que huía, estuvo a punto de dislocar el hombro de Corabb. Un chorro de sangre le salpicó con fuerza el antebrazo cuando liberó el arma, de repente pesaba más, y al mirar se percató de que el filo se había llevado el casco con él tras haberlo partido casi por la mitad. Sesos, trocitos de hueso y cuero cabelludo que se derramaban del cuenco de bronce.
Con un juramento frenó un poco la carga salvaje de su montura e intentó sacudir el hacha para desprender el casco. Había combates por todas partes, y llamas enloquecidas que envolvían al menos una docena de carretas, y tiendas de pelotones. Y soldados que aparecían, cada vez más. Pudo oír órdenes que se ladraban en lengua malazana y los cuadrillos de ballesta habían empezado a revolotear por los aires hacia los guerreros montados.
Resonó un cuerno, agudo y vacilante. Sus maldiciones se hicieron cada vez más fieras y Corabb hizo volverse en redondo al caballo. Ya había perdido contacto con Leoman, aunque tenía a la vista a unos cuantos de sus camaradas. Todos ellos respondiendo a la llamada de retirarse. Como él también debía hacer.
El hacha le tiraba del hombro dolorido, todavía cargada con el maldito yelmo. Condujo a su caballo de vuelta por el amplio camino que corría entre las tiendas comedor. El humo empezaba a envolverlo todo y ocultaba el camino; a tropezones, le picaban los ojos y le costaba respirar.
Una repentina agonía ardiente le atravesó la mejilla y le hizo girar la cabeza bruscamente. Un cuadrillo se estrelló contra el suelo quince pasos más allá, a un lado. Corabb se agachó y se volvió en busca del lugar de donde había salido.
Y descubrió un pelotón de malazanos, todos con ballestas y todas, salvo una, amartilladas y apuntando al guerrero del desierto, con un sargento que reñía al soldado que había disparado antes de tiempo. Una escena que abarcó completa entre latido y latido. Los cabrones estaban a menos de diez pasos de distancia.
Corabb tiró el hacha. Con un grito, hizo virar el caballo de lado y lo estrelló directamente contra la pared de una de las tiendas comedor. Las cuerdas se tensaron, las pesadas estacas saltaron por los aires, los postes se partieron. Entre el caos, el guerrero oyó que disparaban las ballestas (pero su montura estaba cayendo de costado) y Corabb ya estaba saltando de la silla, los mocasines se desprendían de los estribos cuando se arrojaba al suelo.
Metido en la pared de la tienda que se derrumbaba un momento antes de que su caballo, que rodaba con un grito, lo siguiera.
La presión de la tela encerada se desvaneció de súbito y Corabb se vio dando una voltereta, dos, después se puso en pie con un resbalón, empezó a girar… a tiempo de observar que su caballo seguía rodando hasta ponerse de pie.
Corabb se colocó de un brinco junto a su cabalgadura, saltó a la silla y salieron a toda velocidad.
Y en la mente del guerrero del desierto, incredulidad entumecida.
Al otro lado de la avenida, siete infantes de marina malazanos, levantados o agachados y con las ballestas ya descargadas, se quedaron mirando al jinete que había salido disparado y se perdía entre el humo.
—¿Has visto eso? —preguntó uno.
Otro momento de parálisis, hecho pedazos al fin cuando el soldado llamado Laúdes arrojó su arma al suelo, asqueado.
—Recoge eso —gruñó el sargento Borduke.
—Si Quizás no hubiera disparado antes de tiempo…
—¡No estaba seguro! —respondió Quizás.
—Cargad, idiotas… Puede que queden unos cuantos.
—Eh, sargento, es posible que ese caballo haya matado al cocinero.
Borduke escupió en el suelo.
—¿Los dioses nos sonríen esta noche, Hubb?
—Bueno…
—Exacto. La verdad sigue siendo la misma, entonces. Tendremos que matarlo nosotros mismos. Antes de que él nos mate a nosotros. Pero eso da igual de momento. Hay que moverse…
El sol acababa de salir cuando Leoman tiró de las riendas y detuvo a sus asaltantes. Corabb llegó más tarde, entre los últimos, de hecho, y eso le granjeó un asentimiento satisfecho de su comandante. Como si hubiera supuesto que Corabb había asumido la retaguardia por un sentido del deber. No notó que su teniente había perdido su arma principal.
Tras ellos vieron las columnas de humo que se alzaban al cielo iluminado por el sol y los alcanzó el sonido lejano de gritos, seguido momentos más tarde por el atronar de los cascos de caballos.
Leoman enseñó los dientes con una mueca.
—Y aquí viene el verdadero objetivo de nuestro ataque. Bien hecho hasta ahora, mis soldados. ¿Oís esos caballos? Setis, wickanos y khundryl, y ese será el orden exacto de la persecución. Los khundryl, con quienes debemos tener cuidado, tendrán que soportar la carga de su armadura. Los wickanos se distribuirán con cautela. Pero los setis, una vez que nos vean, se lanzarán de cabeza a la persecución. —Entonces levantó el mayal que llevaba en la mano derecha y todos pudieron ver el pelo ensangrentado y apelmazado en la bola de la pica—. ¿Y adónde los conduciremos?
—¡A la muerte! —fue el rugido de respuesta.
El sol naciente había vuelto dorado el muro distante de arena que giraba y se arremolinaba, un color agradable para los ojos ancianos y llorosos de Febryl. Se sentó mirando al este, con las piernas cruzadas sobre lo que había sido una garita, pero ya no era más que un montón informe de escombros suavizados por la arena que traía el viento.
La ciudad renacida se encontraba a su espalda y tardaba en despertar ese día por razones de las que solo unos pocos eran conscientes, y Febryl era uno de esos pocos. La diosa devoraba. Consumía las fuerzas vitales, absorbía la voluntad furiosa de sobrevivir de sus desventurados y errados sirvientes mortales.
El efecto era gradual, pero día a día, momento a momento, iba embotándolos. A menos que se fuera consciente de esa avidez, por supuesto. Y se pudiera entonces tomar medidas preventivas para eludir sus incesantes exigencias.
Mucho tiempo atrás, Sha’ik renacida había afirmado conocerlo, haber extraído todos y cada uno de sus secretos, haber discernido el color de su alma. Y cierto era que la mujer había mostrado una alarmante habilidad para hablar en su mente, casi como si siempre hubiera estado presente y solo hablara para recordarle de vez en cuando esa aterradora verdad. Pero tales momentos se habían hecho cada vez menos frecuentes (quizá como resultado de los renovados esfuerzos de Febryl para ocultarse), hasta que al fin el mago tuvo la certeza de que Sha’ik ya no podía penetrar en sus defensas.
Quizá, sin embargo, la verdad era mucho menos halagadora para sus habilidades. Quizá la influencia de la diosa había hecho caer a Sha’ik renacida en la… indiferencia. Sí, es posible que ya esté muerto y todavía no lo sé. Que todo lo que he planeado lo sabe tanto la mujer como la diosa. ¿Soy acaso el único que tiene espías? No. Korbolo ha insinuado que tiene sus propios agentes y, de hecho, nada de lo que busco se hará realidad sin los esfuerzos del cuadro secreto de asesinos del napaniano.
Era, reflexionó con humor amargo, la naturaleza de todos los implicados en aquel juego ocultar todo lo posible de sí mismos a los demás, a los aliados además de a los enemigos, dado que tales apelativos tenían la costumbre de cambiar sin avisar.
No obstante, Febryl confiaba en Kamist Reloe. El mago supremo tenía todos los motivos para permanecer leal a la intriga general (la intriga que era la traición más prodigiosa), dado que el camino que ofrecía era el único que garantizaba la supervivencia de Reloe en lo que se iba a producir. Y en cuanto a los matices más sutiles concernientes al propio Febryl, bueno, esos no eran asunto de Kamist Reloe.
¿Verdad?
Incluso si su fruto resultase fatal… para todos salvo para mí.
Todos se creían demasiado listos, y ese era un defecto que invitaba a explotarlo.
¿Y qué hay de mí? ¿Eh, querido Febryl? ¿Te crees muy listo? Le sonrió a la lejana pared de arena. Ser listo no era esencial, siempre que se insistiese en mantener las cosas lo más simples posible. La complejidad llamaba al error, como una puta a un soldado de permiso. La atracción de las recompensas viscerales que nunca resultaba tan sencilla como uno se había imaginado desde el principio. Pero yo evitaré esa trampa. No sufriré lapsus letales, como le ha ocurrido a Bidithal, ya que producen complicaciones, aunque sus defectos lo conducirán a mis manos, así que supongo que no debería quejarme demasiado.
—La luz del sol se pliega sobre la oscuridad.
Febryl se sobresaltó y se dio la vuelta.
—¡Elegida!
—Respira hondo, anciano, eso aliviará las palpitaciones de tu corazón. Puedo esperar un momento, soy paciente.
La mujer se encontraba casi a su lado y él no había visto ninguna sombra porque tenía el sol delante. Pero ¿cómo se había acercado sin hacer ningún ruido? ¿Cuánto tiempo llevaba allí de pie?
—Elegida, ¿habéis venido a recibir conmigo el alba?
—¿Es eso lo que haces cuando vienes aquí al comienzo de cada día? Me lo preguntaba.
—Soy un hombre de costumbres humildes, señora.
—Cierto. Una cierta franqueza que finge la cualidad de la simplicidad. Como si adhiriéndote a costumbres sencillas en carne y hueso, tu mente fuera, a su vez, a procurarse la misma perfección.
El otro no dijo nada, aunque su corazón había hecho de todo salvo ralentizar su ritmo atronador.
Sha’ik suspiró entonces.
—¿He dicho perfección? Quizá debería contarte algo, entonces, para ayudarte en tu búsqueda.
—Por favor —dijo él sin aliento.
—El muro del Torbellino es casi opaco, salvo por esa difusa luz del sol. Y por tanto me temo que debo corregirte, Febryl. Estás mirando al nordeste. —Sha’ik señaló—. El sol, de hecho, está por allí, mago supremo. No te apures tanto, al menos has sido coherente. Oh, y hay otro asunto que creo que habría que clarificar. Pocos discutirían que mi diosa está consumida por la ira y que también consume a su vez. Pero lo que tú podrías ver como la pérdida de muchos para alimentar un apetito singular es, en realidad, digno de una analogía completamente diferente.
—¿Oh?
—Sí. La diosa no se alimenta de las energías de sus seguidores en el sentido estricto; más bien les proporciona cierto foco. No muy diferente, en realidad, de ese muro del Torbellino que hay ahí fuera que, si bien parece difuminar la luz del sol, en realidad la atrapa. ¿Has intentado alguna vez atravesar ese muro, Febryl? ¿En especial al atardecer, cuando el calor del día ha sido absorbido casi por completo? Te quemaría hasta los huesos, mago supremo, en un instante. ¿Te das cuenta, entonces, de que algo que parece una cosa es, en realidad, justo lo contrario? Carbonizado por completo, una imagen horrible, ¿verdad? Habría que haber nacido en el desierto, o poseer una hechicería muy potente, para desafiar eso. O poseer quizá sombras muy profundas…
Una vida sencilla, se planteó Febryl con cierto retraso, no debería ser sinónimo de ver las cosas de forma simple, dado que lo primero era noble y loable, mientras que lo último era un defecto letal. Un error, un descuido, y, cielos, él lo había cometido.
Y en ese instante llegó a la conclusión de que ya era demasiado tarde.
Y en cuanto a alterar los planes, oh, para eso también era ya demasiado tarde.
Por alguna razón, el día recién llegado había perdido todo su encanto.