Siete Caras en la Roca.
Seis rostros vueltos hacia los teblor.
Una permanece No Hallada,
madre de la tribu de fantasmas…
A los niños teblor
se nos dijo
que nos apartáramos.
Plegaria de la Donación de la Madre entre los teblor
Karsa Orlong conocía bien la piedra. Cobre puro arrancado de afloramientos de rocas, estaño y su unión, que era el bronce, todos esos materiales tenían su sitio. Pero la madera y la piedra eran las palabras de las manos, la configuración sagrada de la voluntad.
Escamas paralelas, largas y finas, astillas translúcidas arrancadas de la hoja que dejaban ondas que lo atravesaban todo, desde el borde a la ondulada columna. Escamas más pequeñas sacadas de los dos filos, primero un lado, después le daba la vuelta a la hoja entre golpe y golpe, de un extremo a otro, en toda su longitud.
Luchar con esa arma exigiría cambios en el estilo que mejor conocía Karsa. La madera se doblaba, se deslizaba con facilidad por encima de los bordes de los escudos y saltaba sin esfuerzo entre las estocadas de las hojas de las espadas. Los bordes serrados de esa espada de pedernal se comportarían de modo diferente y él tendría que esforzarse por acostumbrarse, sobre todo dado su inmenso peso y longitud.
El mango resultó ser el mayor desafío. El pedernal no recibía de buen grado la redondez y cuanto menos angular se hacía el mango, menos estables eran las plataformas de golpe. Para el puño trabajó la piedra en forma de diamante, muy grande y escalonado; las fracturas escalonadas en ángulo derecho por lo general se veían como defectos peligrosos, un foco para energías capaces de romperlo todo, pero los dioses habían prometido hacer irrompible esa espada, así que Karsa desechó la preocupación instintiva. Esperaría hasta que encontrara materiales adecuados para una empuñadura.
No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado durante la creación de la espada. Todas las demás consideraciones se desvanecieron de su mente, no sentía hambre, ni sed, ni notó que las paredes de la cueva se iban cubriendo de condensación a medida que la temperatura aumentaba, hasta que tanto él como la piedra quedaron empapados de sudor. Tampoco prestaba atención al fuego de la hoguera revestida de cantos rodados que ardía sin cesar, sin alimento alguno, con llamas que parpadeaban con extraños colores.
La espada lo dominaba todo. La sensación de sus compañeros fantasmas resonaba en la hoja y pasaba a las puntas de sus dedos y luego se transmitía por todos los huesos y músculos de su cuerpo. Bairoth Gild, cuya ironía cortante parecía haber infundido de algún modo el arma, al igual que la lealtad fiera de Delum Thord; regalos inesperados, una misteriosa contorsión de temas, de orientaciones, que imbuían a la espada de personalidad.
Entre las leyendas había canciones que celebraban armas muy queridas y a los héroes teblor que las empuñaban. Karsa siempre había sostenido que la idea de que las armas poseían voluntad propia era poco más que una presunción de poeta. Y esos héroes que habían traicionado a sus filos y habían sufrido por tanto finales trágicos, bueno, en cada historia a Karsa no le costaba citar otros defectos en sus acciones, bastante más obvios, suficientes para explicar la desaparición del héroe.
Los teblor nunca transmitían armas a sus herederos, todas las posesiones acompañaban al fallecido, pues, ¿qué valor tenía un fantasma despojado de todo lo que había adquirido en su vida mortal?
La espada de pedernal que encontró forma en las manos de Karsa era, por tanto, muy diferente a todo lo que había conocido (o de lo que había oído hablar) hasta entonces. Descansaba en el suelo, ante él, extrañamente desnuda a pesar del cuero con que había envuelto el mango. Sin empuñadura, sin vaina. Inmensa y brutal pero hermosa en su simetría, a pesar de las vetas de sangre dejadas por sus manos laceradas.
Fue entonces consciente del calor abrasador en la cueva y levantó la cabeza despacio.
Los siete dioses estaban allí, mirándolo, en una media luna aplanada, las llamas de la hoguera parpadeaban en sus cuerpos magullados y rotos. Sostenían armas que podían rivalizar con la que reposaba en el suelo ante él, aunque más reducidas para adaptarse a sus formas achaparradas.
—Habéis venido en verdad —comentó Karsa.
El que él conocía como Urugal respondió.
—Así es. Ahora somos libres de las ataduras del ritual. Las cadenas, Karsa Orlong, están rotas.
Otro habló en voz baja y ronca.
—La senda de Tellann ha encontrado tu espada, Karsa Orlong. —El dios tenía el cuello aplastado, roto, la cabeza caída sobre un hombro y apenas sujeta por músculos y tendones—. Nunca se hará pedazos.
Karsa lanzó un gruñido.
—Hay armas rotas en esas cuevas de ahí.
—Hechicería ancestral —respondió Urugal—. Sendas hostiles. Nuestro pueblo ha librado muchas guerras.
—Los t’lan imass habéis luchado mucho, desde luego —dijo el guerrero teblor—. Caminé por escaleras hechas de vuestra gente. He visto a los vuestros caídos en tal número que desafiaba toda comprensión. —Examinó a las siete criaturas que tenía frente a él—. ¿Qué batalla os arrebató a vosotros la vida?
Urugal se encogió de hombros.
—Carece de importancia, Karsa Orlong. Una lucha de hace mucho tiempo, un enemigo que ahora es polvo, un fracaso que es mejor olvidar. Hemos conocido guerras incontables, ¿y qué han logrado? Los jaghut estaban condenados a extinguirse, nosotros no hicimos más que precipitar lo inevitable. Otros enemigos se anunciaron y se interpusieron en nuestro camino. Éramos indiferentes a sus causas, ninguna de las cuales era suficiente para apartarnos. Y, así pues, los masacramos. Una y otra vez. Guerras sin significado, guerras que, prácticamente, no cambiaban nada. Vivir es sufrir. Existir, incluso como nosotros lo hacemos, es resistir.
—Eso es todo lo que se aprendió, Karsa Orlong —dijo la mujer t’lan imass conocida como 'Siballe—. En su totalidad. Piedra, mar, bosque, ciudad, así como cada criatura que haya vivido jamás, todos comparten la misma lucha. El ser se resiste al no ser. El orden lucha contra el caos de la disolución, del desorden. Karsa Orlong, esta es la única verdad digna de atención, la mayor de todas las verdades. ¿Qué veneran los propios dioses si no la perfección? La victoria inalcanzable sobre la naturaleza, sobre la incertidumbre de la naturaleza. Existen muchas palabras para este combate. Orden contra caos, estructura contra disolución, luz contra oscuridad, vida contra muerte. Pero todas significan lo mismo.
El t’lan imass del cuello roto habló en un susurro, sus palabras eran un canturreo monótono.
—El ranag ha caído y está cojo. Se distancia del rebaño. Pero continúa caminando en pos de los suyos. Busca la protección del rebaño. El tiempo lo sanará. O lo debilitará. Dos posibilidades. Pero el ranag cojo no conoce más que una esperanza obstinada. Pues esa es su naturaleza. Los ay lo han visto y se acercan. La presa sigue siendo fuerte. Pero está sola. Los ay conocen la debilidad. Como un olor en el viento frío. Corren con el ranag que avanza a tropezones. Y lo apartan todavía más del rebaño. Con todo, está la esperanza obstinada. Lo hace levantarse. La cabeza baja, cuernos listos para aplastar costillas, para enviar al enemigo por los aires. Pero los ay son listos. Rodean y atacan y después se van de un salto. Una y otra vez. El hambre lucha contra la esperanza obstinada. Hasta que el ranag se agota. Sangra. Se tambalea. Entonces todos los ay atacan a la vez. La nuca. Las patas. La garganta. Hasta que arrastran al ranag al suelo. Y la esperanza obstinada cede, Karsa Orlong. Da paso, como siempre, a una inevitabilidad muda.
El teblor hizo una mueca y les enseñó los dientes.
—Pero vuestro nuevo amo daría abrigo a la bestia coja. Le ofrecería un refugio.
—Cruzas el puente antes de que lo hayamos construido, Karsa Orlong —dijo Urugal—. Parece que Bairoth Gild te enseñó a pensar, antes de fracasar y morir. Sin duda eres digno del título de caudillo.
—La perfección es una ilusión —dijo 'Siballe—. Así pues, mortales e inmortales luchan igualmente por lo que no se puede lograr. Nuestro nuevo amo pretende alterar el paradigma, Karsa Orlong. Una tercera fuerza para cambiar de forma irreversible la guerra eterna entre el orden y la disolución.
—Un amo que exige que se venere la imperfección —gruñó el teblor.
La cabeza de 'Siballe crujió con un asentimiento.
—Sí.
Karsa se dio cuenta de que tenía sed, se acercó a su alforja y sacó una bota de agua. Tomó un buen trago y después volvió a su espada. Cerró las dos manos alrededor del mango y la levantó para estudiar toda su longitud ondulada.
—Una creación extraordinaria —dijo Urugal—. Si las armas imass pudieran tener un dios…
Karsa sonrió al t’lan imass ante el que antaño se había arrodillado en un claro remoto, en la época de juventud, cuando el mundo que veía era a la vez simple y… perfecto.
—Vosotros no sois dioses.
—Lo somos —respondió Urugal—. Ser dios significa tener devotos.
—Para guiarlos —añadió 'Siballe.
—Os equivocáis, los dos —dijo Karsa—. Ser dios significa conocer la carga de los creyentes. ¿Protegisteis acaso? No lo hicisteis. ¿Ofrecisteis consuelo, solaz? ¿Os poseyó la compasión? ¿La piedad incluso? Para los teblor, t’lan imass, fuisteis tratantes de esclavos, impacientes y ávidos, impusisteis exigencias duras y esperabais sacrificios crueles, todo para alimentar vuestros propios deseos. Erais las cadenas invisibles de los teblor. —Posó los ojos en 'Siballe—. Y tú, mujer, 'Siballe la No Hallada, eras la que te llevabas a los niños.
—Niños imperfectos, Karsa Orlong, que de otro modo habrían muerto. Y ellos no lamentan mis regalos.
—No, me imagino que no. El pesar permanece con las madres y padres que los entregaron. Por breve que sea la vida de un niño, el amor de unos padres es un poder que no debería negarse. Y has de saber algo, 'Siballe, es inmune a la imperfección. —Su propia voz le parecía dura, salía rechinando de un nudo en la garganta—. «Adorad la imperfección», dijisteis. Una metáfora que hicisteis realidad al exigir el sacrificio de esos niños. Sin embargo, ignorabais entonces y seguís sin conocer, el don más crucial que procede de la veneración. No comprendéis lo que es aliviar la carga de los que os veneran. Pero ni siquiera ese es vuestro peor crimen. No. Después nos disteis vuestras propias cargas. —Desvió la mirada—. Dime, Urugal, ¿qué han hecho los teblor para merecer eso?
—Tu propio pueblo ha olvidado…
—Dímelo.
Urugal se encogió de hombros.
—Fracasasteis.
Karsa se quedó mirando al magullado dios, incapaz de hablar. La espada le temblaba en las manos. La había mantenido levantada durante todo ese tiempo y al fin su peso amenazaba con hacerle caer los brazos. Clavó los ojos en el arma y poco a poco bajó la punta para que descansara en el suelo de piedra.
—Nosotros también fracasamos, una vez, hace mucho tiempo —dijo 'Siballe—. Son cosas que no se pueden deshacer. Por lo tanto, puedes rendirte a ello y sufrir bajo su tormento eterno o puedes elegir liberarte de la carga. Karsa Orlong, la respuesta que te damos es muy simple: fracasar es revelar un defecto. Enfréntate a esa revelación, no le des la espalda, no hagas votos vacíos diciendo que nunca repetirás los mismos errores. Está hecho. ¡Celébralo! Esa es nuestra respuesta y en verdad es la respuesta que nos mostró el dios Tullido.
La tensión desapareció de los hombros de Karsa, que respiró hondo y soltó el aire poco a poco.
—Muy bien. A vosotros y al dios Tullido doy ahora mi respuesta.
La piedra ondulada no pasó en silencio por el aire. Sino que rugió, como agujas de pino que explotaran en llamas. Arriba, sobre la cabeza de Karsa, girando en un círculo deslizante que luego bajó haciendo un barrido del espacio.
El filo golpeó a 'Siballe entre el hombro izquierdo y el cuello. Los huesos se partieron cuando la inmensa hoja se enterró en ellos, en diagonal, cruzando el pecho, partiendo la columna, bajando y atravesando el torso, saliendo justo por encima de la cadera derecha.
La t’lan imass había levantado su propia espada para interceptar el golpe en algún punto y esta se había roto en mil pedazos que hicieron saltar fragmentos y astillas por los aires, Karsa ni siquiera había notado el impacto.
Dibujó con la enorme hoja un arco curvo, brusco, para continuar el golpe, y la levantó para equilibrarla, inmóvil de repente, sobre su cabeza.
La forma destrozada que era 'Siballe se derrumbó entre un estruendo de trozos en el suelo de piedra. Había partido a la t’lan imass por la mitad.
Los seis restantes habían levantado sus armas, pero ninguno se movió para atacar.
Karsa se burló con un gruñido.
—Adelante, entonces.
—¿Nos destruirás ahora a los demás? —preguntó Urugal.
—Su ejército de expósitos me seguirá —gruñó el teblor mientras miraba con desprecio la forma caída de ‘Siballe. Después levantó los ojos furiosos una vez más—. Vosotros dejaréis a mi pueblo, abandonaréis el claro. Habéis terminado con nosotros, t’lan imass. Os he traído aquí. Os he liberado. Si volvéis a aparecer jamás ante mí, os destruiré. Entrad en los sueños de los ancianos de la tribu, y vendré a por vosotros. Y no descansaré. Yo, Karsa Orlong, de los uryd, de los teblor thelomen toblakai, lo juro. —Dio un paso adelante y los seis t’lan imass se estremecieron—. Nos utilizasteis. Me utilizasteis. Y como recompensa, ¿qué acabáis de ofrecerme?
—Queríamos…
—Me ofrecéis un nuevo juego de cadenas. Ahora, abandonad este lugar. Tenéis todo lo que deseabais. Largo de aquí.
Los seis t’lan imass se dirigieron a la boca de la cueva. Una momentánea oclusión del sol que se derramaba por la parte delantera de la cueva y después desaparecieron.
Karsa bajó la espada. Después miró a 'Siballe, que seguía en el suelo.
—Inesperado —dijo la mujer.
El guerrero rezongó.
—Había oído que los t’lan imass erais difíciles de matar.
—Imposible, Karsa Orlong. Nosotros… persistimos. ¿Me vas a dejar aquí?
—¿No será la nada para ti?
—Una vez, hace mucho tiempo, un mar rodeaba estas colinas. Un mar así me liberaría, me entregaría a la nada de la que hablas. Me devuelves a un destino (y un castigo) del que me he pasado milenios intentando escapar. Supongo que es lo más atinado.
—¿Qué hay de tu nuevo amo, ese tal dios Tullido?
—Me ha abandonado. Al parecer hay niveles aceptables de imperfección y niveles inaceptables de imperfección. Yo he dejado de ser útil.
—Otro dios que no entiende nada de lo que es ser dios —murmuró Karsa con voz profunda mientras se acercaba a su alforja.
—¿Qué harás ahora, Karsa Orlong?
—Voy en busca de un caballo.
—Ah, un caballo jhag. Sí, los hay al sudoeste de aquí, en el odhan. Escasos. Puede que estés buscando mucho tiempo.
El teblor se encogió de hombros. Soltó los cordones que cerraban la alforja y se acercó a los pedazos que era 'Siballe. Levantó la parte de la mujer que contenía la cabeza y el hombro y brazo derechos.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Necesitas el descanso?
—No. ¿Qué…?
Karsa metió la cabeza, hombro y brazo en la alforja y después tiró de los cordones una vez más. Necesitaría un arnés y una vaina para la espada, pero eso tendría que esperar. Se metió las correas de la alforja por los hombros, después se irguió y apoyó la espada en el hombro derecho.
Una última mirada a su alrededor.
La hoguera todavía ardía con un fuego hechicero, aunque había empezado a parpadear más rápido, como si estuvieran agotando los restos del combustible invisible. Pensó en echarle gravilla encima con un par de patadas para apagarla, pero después se encogió de hombros y se encaminó a la boca de la cueva.
Cuando llegó a la entrada, dos figuras se alzaron de repente ante él y bloquearon la luz.
La espada de Karsa atravesó el camino con un latigazo, la parte plana de la hoja tronó contra las dos figuras y las mandó volando por el saliente.
—Fuera de mi camino —rezongó el guerrero al tiempo que salía a la luz del sol.
No les dedicó a los intrusos ni una mirada más cuando emprendió el camino que viraba al sudoeste.
Trull Sengar gimió y después abrió los ojos. Levantó la cabeza y recibió con una mueca las incontables punzadas que le atenazaban la espalda. Esa espada de pedernal lo había arrojado por un pedregal de piedrecillas… aunque había sido el desventurado Onrack el que se había llevado la peor parte del golpe. Con todo, le dolía el pecho y mucho se temía tener magulladas las costillas, si no rotas.
El t’lan imass se estaba poniendo en pie con torpeza a una docena de pasos de distancia.
Trull escupió antes de hablar.
—Si hubiera sabido que la puerta estaba atrancada, habría llamado primero. Eso era un maldito thelomen toblakai.
El tiste edur vio que la cabeza de Onrack giraba de repente para quedarse mirando otra vez la cueva.
—¿Qué pasa? —preguntó Trull—. ¿Es que baja a terminar el trabajo?
—No —respondió el t’lan imass—. En esa cueva… persiste la senda de Tellann…
—¿Y qué?
Onrack empezó a trepar por la cuesta rocosa hacia la boca de la cueva.
Trull siseó de frustración, se levantó como pudo y lo siguió lentamente, deteniéndose cada pocos pasos hasta que pudo recuperar el aliento una vez más.
Cuando entró en la cueva lanzó un grito de alarma. Onrack estaba de pie, dentro de un fuego, las llamas de los colores del arcoíris lo envolvían. Y el t’lan imass sostenía en la mano derecha los restos destrozados de otro de su especie.
Trull se adelantó, pero entonces resbaló y cayó con dureza sobre un lecho de afiladas lascas de pedernal. Se le disparó el dolor de las costillas y tardó un rato en poder respirar una vez más. Maldijo, rodó de lado (con mucha cautela) y después se levantó con cuidado. El aire era caluroso como en una forja.
Y entonces la cueva se quedó de repente a oscuras, el extraño fuego se había apagado.
Un par de manos se cerraron sobre los hombros de Trull.
—Los renegados han huido —dijo Onrack—. Pero están cerca. Ven.
—De acuerdo, tú delante, amigo.
Un momento antes de que salieran a la luz del sol, una conmoción repentina atravesó a Trull Sengar.
Un par de manos.
Karsa rodeó el valle y se abrió camino por lo que pasaba por sendero. Un sinfín de deslizamientos de rocas lo habían enterrado cada diez pasos aproximadamente, lo que lo obligaba a salvar gravilla inestable y movediza que levantaba nubes de polvo a su paso.
Al pensarlo mejor, se dio cuenta de que uno de los dos desconocidos que le habían bloqueado la salida de la cueva era t’lan imass. Cosa nada sorprendente, ya que el valle entero, con todas sus canteras, minas y tumbas era un lugar sagrado para ellos… suponiendo que pudiera haber algo sagrado para unas criaturas que estaban no muertas. Y el otro… de humano no tenía nada. Pero me resultaba familiar, no obstante. Ah, como los del barco. Los de piel gris que maté.
Quizá debería volver sobre sus pasos. Su espada todavía tenía que beber sangre de verdad. Aparte de la suya, por supuesto.
Más adelante, el camino viraba hacia arriba con brusquedad y salía del valle. La idea de tener que repetir aquella polvorienta y traicionera ruta lo decidió. Reservaría el ensangrentamiento de su espada para enemigos más dignos. Empezó a subir.
Era obvio que los seis t’lan imass no habían tomado esa ruta. Por suerte para ellos. Había perdido la paciencia con sus incesantes palabras, sobre todo cuando las obras hablaban más alto que los hechos, lo suficiente como para aplastar sus patéticas justificaciones. Llegó a la cumbre y se encaramó al terreno plano. El paisaje que se extendía al sudoeste era lo más agreste que Karsa había visto en Siete Ciudades. No había signo aparente de civilización, ninguna prueba de que alguien hubiera pisado jamás aquella tierra. Praderas de hierbas altas que se mecían con el viento cálido y cubrían colinas bajas y onduladas que continuaban hasta el horizonte. Grupos de árboles bajos y poblados llenaban las cuencas y vacilaban con un color polvoriento verde y gris cuando el viento agitaba sus hojas.
El Jhag Odhan. Supo, de repente, que esa tierra capturaría su corazón con su canto de sirena primitivo. Su magnitud… igualaba la de Karsa, de modos que no conseguía definir. Los thelomen toblakai han conocido este lugar, lo han recorrido antes que yo. Y así era; aunque le resultaba imposible explicar cómo lo sabía, pero lo sabía.
Levantó la espada.
—Bairoth Delum, así te llamo. Sé testigo. El Jhag Odhan. Tan diferente de las espesuras de nuestras montañas. A este viento le doy tu nombre, mira cómo sale disparado para rozar las hierbas, para rodar contra la colina y atravesar los árboles. Le doy a esta tierra tu nombre, Bairoth Delum.
El viento cálido cantó contra la hoja ondulada de la espada con una cadencia de gemidos.
Un destello de movimiento en las hierbas, a mil pasos de distancia. Lobos, con el pelo del color de la miel, de miembros largos, más altos que cualquiera de los que había visto hasta entonces. Karsa sonrió.
Reemprendió la marcha.
Las hierbas le llegaban justo por debajo del pecho, el terreno que pisaba era compacto entre las raíces nudosas. Pequeñas criaturas se escabullían sin cesar a su paso, entre crujidos, y sobresaltó a algún que otro ciervo, una raza pequeña que no le llegaba casi ni a las rodillas y que en su huida siseaba como una flecha entre los tallos.
Uno resultó no ser lo bastante rápido para evitar la hoja que segó su vida, Karsa comería bien esa noche. Así pues, la sed virgen de su espada nació de la necesidad, no de la ira de la batalla. Se preguntó si a los fantasmas les habría desagradado un comienzo tan innoble. Habían renunciado a su capacidad de comunicarse con él al entrar en la espada, aunque a la imaginación de Karsa no le costaba encontrar el comentario sarcástico de Bairoth con solo buscarlo. La sabiduría comedida de Delum era más difícil, pero por ello mucho más valiosa.
El sol dibujó su arco uniforme por el cielo sin nubes mientras él continuaba avanzando. Hacia el atardecer descubrió rebaños de bhederin al oeste y, dos mil pasos por delante, un rebaño de antílopes rayados coronaron la cima de una colina para observarlo un rato antes de darse la vuelta, como uno solo, y desaparecer.
Al oeste, el horizonte era una conflagración fiera cuando llegó al lugar donde los había visto.
Donde una figura lo esperaba.
Habían aplastado las hierbas en un modesto círculo. Un brasero de tres patas se levantaba, achaparrado, en el centro, lleno de unos trozos de estiércol de bhederin de color naranja resplandeciente que no provocaba humo alguno. Sentado tras él había un jaghut. Encorvado y flaco hasta el punto de la demacración, vestía pieles y cueros raídos, el cabello largo y gris le colgaba en mechones que le caían sobre una frente arrugada y llena de manchas, los ojos del color de la hierba circundante.
El jaghut levantó la mirada cuando se acercó Karsa y le dedicó al teblor algo que estaba entre una mueca y una sonrisa en la que resplandecían los colmillos amarillentos.
—Mira cómo has dejado esa piel de ciervo, toblakai. La aceptaré, no obstante, a cambio de esta hoguera para cocinar.
—De acuerdo —respondió Karsa mientras dejaba caer al animal junto al brasero.
—Aramala se puso en contacto conmigo, así que he venido a recibirte. Le has hecho un noble servicio, toblakai.
Karsa dejó la alforja en el suelo y se agachó ante el brasero.
—No les guardo lealtad alguna a los t’lan imass.
El jaghut estiró el brazo y recogió el ciervo. Un cuchillo pequeño destelló en su mano y empezó a cortar justo por encima de las pequeñas pezuñas del animal.
—Una expresión de su gratitud, después de que ella luchara junto a ellos contra los tiranos. Como luché yo, aunque yo fui lo bastante afortunado como para escapar con poco más que una columna rota. Mañana te llevaré a ver a alguien mucho menos afortunado que Aramala o yo.
—Busco un caballo jhag, no que me presentes a tus amigos —rezongó Karsa.
El anciano jaghut lanzó una carcajada aguda.
—Bruscas palabras. Thelomen toblakai sin ninguna duda. Lo había olvidado y había perdido por tanto la capacidad de apreciarlo. La persona con la que te llevaré llamará a los caballos salvajes y ellos vendrán.
—Una habilidad singular.
—Sí, y suya solo, pues fue, sin lugar a dudas, por mano y voluntad de esa mujer por lo que esos caballos comenzaron a existir.
—Una criadora, entonces.
—Algo así —asintió el jaghut con tono amistoso. Empezó a desollar al ciervo—. Los pocos de mis parientes caídos que siguen vivos agradecerán mucho esta piel, a pesar del daño infligido por tu horrenda espada de piedra. Los ciervos aras son veloces y listos. Nunca usan el mismo camino, ¡ja, ni siquiera hacen caminos! Así que uno no puede ponerse en un sitio a esperarlos. Ni las trampas sirven de nada tampoco. Y cuando los persiguen, ¿adónde van? Pues se meten en los rebaños de bhederin, bajo las mismísimas bestias. Listos, como he dicho. Muy listos.
—Soy Karsa Orlong, de los uryd…
—Sí, sí, ya lo sé. De la lejana Genabackis. No muy distinto de mis parientes caídos, los jhag. Ignorante de tu gran y noble historia…
—Menos ignorante de lo que era en otro tiempo.
—Bien. Yo me llamo Cynnigig y ahora eres incluso menos ignorante.
Karsa se encogió de hombros.
—Ese nombre no significa nada para mí.
—Pues claro que no, es el mío. ¿Fui alguna vez célebre por mi infamia? No, aunque en otro tiempo aspiraba a serlo. Bueno, durante un momento o dos. Pero después cambié de opinión. Tú, Karsa Orlong, tú estás destinado a ser célebre por tu infamia. Quizá, de hecho, ya hayas logrado esa celebridad en tu tierra natal.
—No creo. Sin duda me consideran muerto y nada de lo que he hecho lo sabe mi familia o mi tribu.
Cynnigig cortó una pata y la lanzó a las llamas. Una nube de humo se alzó del fuego entre siseos y chisporroteos.
—Puede que eso sea lo que pienses, pero yo me atrevería a decir lo contrario. Los rumores viajan, sean cuales sean las barreras. El día que regreses, lo verás.
—No me importa la fama —dijo Karsa—. Me importó una vez…
—¿Y luego?
—Cambié de opinión.
Cynnigig se echó a reír de nuevo, más alto esta vez.
—He traído vino, mi joven amigo. En aquel baúl de acullá, sí, ahí.
Karsa se incorporó y se acercó al baúl. Era inmenso, remachado en hierro y de tablones gruesos, lo bastante robusto como para desafiar incluso a Karsa, si este decidiera levantarlo.
—Esto debería tener ruedas y una yunta de bueyes —murmuró el teblor cuando se agachó ante él—. ¿Cómo lo has traído contigo?
—No lo traje yo. Me trajo él.
Juegos de palabras.
Karsa frunció el ceño y levantó la tapa.
Una única jarra de cristal se alzaba en el centro, flanqueada por un par de vasos de arcilla desportillada. El profundo color rojo del vino resplandecía tras el cristal transparente y bañaba el, de otro modo, vacío interior del baúl con un tono cálido de atardecer. Karsa se lo quedó mirando un momento antes de volver a rezongar.
—Sí, ya veo que te serviría, siempre que te acurrucaras. Tú, el vino y el brasero…
—¡El brasero! ¡Ese sería un viaje muy caluroso!
El ceño del teblor se profundizó.
—Apagado, por supuesto.
—Ah, sí, por supuesto. Deja de mirarlo con la boca abierta y sirve un poco de vino. Estoy a punto de darle la vuelta a la carne.
Karsa estiró la mano y después la retiró de golpe.
—¡Hace frío ahí dentro!
—Yo prefiero mi vino frío, incluso el tinto. De hecho, lo prefiero todo frío.
El teblor hizo una mueca y cogió la jarra y los dos vasos.
—Entonces, alguien tiene que haberte traído aquí.
—Solo si te crees todo lo que te digo. Y todo lo que ves, Karsa Orlong. Un ejército de t’lan imass pasó por aquí no hace tanto tiempo. ¿Me encontraron? No. ¿Por qué? Estaba escondido en mi baúl, por supuesto. ¿Encontraron el baúl? No, porque era una roca. ¿Observaron la roca? Quizá. Pero, claro, solo era una roca. Sé lo que estás pensando y estarías en lo cierto. La hechicería de la que hablo no es Omtose Phellack. ¿Por qué iba yo a utilizar Omtose Phellack cuando ese es el olor que buscaban los t’lan imass? Oh, no. ¿Hay alguna ley cósmica que dicte que los jaghut solo pueden usar Omtose Phellack? He leído cientos de miles de cielos nocturnos y todavía tengo que verlo escrito allí; oh, hay muchas otras leyes, de sobra, pero ninguna que se acerque a esa, ni en detalle ni en intención. Así pues, nos ahorra el sangriento recurso de buscar un forkrul assail para adjudicársela y, créeme, tal adjudicación es siempre sangrienta. Pocas veces, de hecho, queda alguien satisfecho. Y menos veces aún queda alguien vivo. ¿Hay justicia en eso, te pregunto? Oh, sí, quizá la justicia más pura de todas. Un día cualquiera, el ofendido y el ofensor podrían ponerse las ropas del otro. Nunca es cuestión de lo que está bien o está mal, solo hay que decidir quién se equivoca menos. ¿Percibes…?
—Lo que percibo —lo interrumpió Karsa— es el olor a carne quemada.
—Ah, sí. Escasos son mis momentos de discurso…
—No tenía ni idea.
—Cosa que no se puede decir de esta abundante carne. Por supuesto, tú no podrías saberlo, dado que nos acabamos de conocer. Pero te lo aseguro, tengo pocas oportunidades de hablar…
—Ahí, en tu baúl.
Cynnigig sonrió.
—Precisamente. Has captado lo esencial. Precisamente. Thelomen toblakai, sin ninguna duda.
Karsa le tendió al jaghut un vaso lleno de vino.
—Vaya, mi mano lo ha calentado un poco.
—Soportará la degradación, gracias. Toma, sírvete un poco de ciervo. La carne carbonizada es buena para la salud, ¿lo sabías? Purifica el tracto digestivo, confunde a los gusanos, convierte en negros tus excrementos. Negros como los de un oso del bosque. Recomendado si te están persiguiendo, pues engaña a la mayoría, salvo a los que han hecho un estudio de los excrementos, por supuesto.
—¿Y existen personas así?
—No tengo ni idea. Pocas veces salgo. ¿Qué engreídos imperios se han alzado solo para después caer más allá del Jhag Odhan? Pomposidad que se ahoga en el polvo, son ciclos sin fin entre las criaturas efímeras. No lamento mi ignorancia. ¿Por qué habría de hacerlo? No saber lo que me he perdido significa que no echo de menos lo que no sé. ¿Cómo podría echarlo de menos? ¿Lo ves? Aramala siempre estaba buscando tal conocimiento sin sentido y mira lo que le pasó. Lo mismo con Phyrlis, a quien conocerás mañana. Jamás ve más allá de las hojas que tiene delante, aunque nunca cesa de intentarlo, como si el inmenso panorama ofreciese algo que no sea el avance lento del insecto del tiempo. Imperios, tronos, tiranos y libertadores, cien mil volúmenes llenos de versiones de las mismas preguntas, planteadas una y otra vez. ¿Ofrecerán las respuestas el prometido solaz? No lo creo. Toma, asa un poco más, Karsa Orlong, y bebe un poco más de vino; ya ves que la jarra nunca se vacía. Inteligente, ¿verdad? Bueno, ¿por dónde iba?
—Pocas veces sales.
—Así es. ¿Qué engreídos imperios se han alzado solo para después caer más allá del Jhag Odhan? Pomposidad que se ahoga…
Karsa entrecerró los ojos para mirar el Jhag Odhan y después estiró la mano para coger el vino.
Un único árbol se levantaba en el terreno que era la cima de una colina que, a su vez, lindaba con una colina más grande. Protegido de los vientos predominantes, se había hecho enorme, la corteza era fina y se desprendía como una piel incapaz de contener la anchura muscular que había debajo. Las ramas eran tan gruesas como el muslo de Karsa y salían del inmenso tronco lleno de nudos. El tercio superior lucía un denso manto de hojas que formaban amplios y aplanados doseles de verde polvoriento.
—Parece antiguo, ¿verdad? —dijo Cynnigig mientras subían hacia él, el jaghut caminaba con un paso sesgado y vacilante—. Pues no tienes ni idea de lo antiguo que es, mi joven amigo. Ni idea. No me atrevo a revelarte la verdad de su antigüedad. ¿Habías visto alguna vez algo parecido? Creo que no. Quizá te recuerde al guldindha, como los que se pueden encontrar por todo el odhan. Te lo recuerda, como un ranag te recuerda a una cabra. Así que una simple cuestión de altura. No, en realidad es una cuestión de antigüedad. Una especie ancestral, este árbol. Un arbolito joven cuando un mar interior siseaba con suspiros salados sobre esta tierra. ¿Decenas de miles de años, te preguntas? No. Cientos de miles. Antaño, Karsa Orlong, estos eran los árboles predominantes en buena parte del mundo. Todas las cosas tienen su momento, y cuando ese momento pasa, se desvanecen…
—Pero este no.
—No se podría hacer una observación más perspicaz. ¿Y por qué preguntas?
—No me molesto, porque sé que me lo dirás en cualquier caso.
—Pues claro que te lo diré, porque soy un tipo servicial, una propensión natural en mí. La razón, mi joven amigo, pronto quedará patente.
Treparon los últimos metros de la elevación y llegaron al terreno plano, bajo las sombras eternas del dosel y por tanto libre de hierbas. Al árbol y todas sus ramas, vio Karsa entonces, lo envolvían telarañas que de algún modo permanecían translúcidas, por muy densas que las hubieran tejido; revelaban solo un leve reflejo vacilante. Y bajo ese reluciente sudario, la cara de un jaghut lo contemplaba.
—Phyrlis —dijo Cynnigig—, este es aquel con el que habló Aramala, el que busca un caballo digno de tal nombre.
El cuerpo de la mujer jaghut permanecía visible por algunos sitios, lo que revelaba que el árbol había crecido a su alrededor. Pero un único astil de madera surgía justo detrás de su clavícula derecha y se reunía con el tronco principal por un lado de la cabeza.
—¿Le cuento tu historia, Phyrlis? Por supuesto, he de hacerlo, aunque solo sea porque es de lo más notable.
La voz de la mujer no salía de su boca sino que sonó, fluida y suave, dentro de la cabeza de Karsa.
—Pues claro que debes, Cynnigig. Es tu naturaleza no dejar nada sin decir.
Karsa sonrió porque había demasiado afecto en el tono como para darle un matiz irritado a las palabras.
—Amigo mío thelomen toblakai, un relato extraordinario, para el que las auténticas explicaciones permanecen fuera de nuestro alcance —empezó Cynnigig al mismo tiempo que se acomodaba con las piernas cruzadas en el suelo de piedra—. Nuestra querida Phyrlis era una niña (no, un bebé, todavía mamaba del pecho de su madre) cuando una banda de t’lan imass las alcanzó. Su destino fue el habitual. La madre fue asesinada y de Phyrlis se ocuparon también del modo habitual, la empalaron en una lanza y anclaron la lanza en la tierra. Nadie podría haber predicho lo que ocurrió después, ni jaghut ni t’lan imass, pues carecía de precedentes. Esa lanza, tallada de una madera nativa, tomó lo que pudo del espíritu vital de Phyrlis y renació. Las raíces se extendieron y se aferraron al lecho de roca, salieron ramas y hojas de nuevo y, a cambio, el espíritu vital de la madera recompensó a la niña. Juntos, entonces, crecieron y escaparon de sus destinos relativos. Phyrlis renueva al árbol, el árbol renueva a Phyrlis.
Karsa apoyó la punta de la espada en el suelo y se apoyó en ella.
—Sin embargo, ella fue la hacedora de los caballos jhag.
—Un pequeño papel, Karsa Orlong. De mi sangre sacaron su longevidad. Los caballos jhag se reproducen con poca frecuencia, insuficiente para aumentar, o siquiera mantener, su número, si no tuvieran una vida tan larga.
—Lo sé, pues los teblor, mi pueblo, que mora en las montañas del norte de Genabackis, crían rebaños de lo que deben de ser caballos jhag.
—Si es así, entonces me complace. Aquí, en el Jhag Odhan, van a extinguirse por culpa de la caza.
—¿Los cazan? ¿Quién?
—Parientes lejanos tuyos, thelomen toblakai. Trell.
Karsa se quedó callado un momento y después frunció el ceño.
—¿Como el conocido con el nombre de Mappo?
—Sí, así es. Mappo Runt, que viaja con Icarium. Icarium, que lleva flechas hechas de mis ramas. Que, cada vez que me visita, no recuerda nada del encuentro previo. Que pregunta, una y otra vez, por la madera de mi núcleo, para poder elaborar con ella un mecanismo para medir el tiempo, pues solo la madera de mi núcleo puede sobrevivir a todos los demás constructos.
—¿Y se la das? —preguntó Karsa.
—No, pues me mataría. En lugar de eso, negocio. Un astil fuerte para hacer un arco. Ramas para las flechas.
—¿No tienes medios de defenderte, entonces?
—Contra Icarium nadie los tiene, Karsa Orlong.
El guerrero teblor lanzó un gruñido.
—Tuve una discusión con Icarium que ninguno de los dos ganó. —Dio unos golpecitos en su espada de piedra—. Mi arma era de madera, pero ahora empuño esta. La próxima vez que nos encontremos, ni siquiera la traición de Mappo el trell salvará a Icarium.
Los dos jaghut se quedaron callados durante un largo instante y Karsa se dio cuenta de que Phyrlis estaba hablando con Cynnigig porque vio que su expresión se crispaba, alarmada. Los ojos de color ocre se alzaron por un momento hacia el teblor y después se apartaron otra vez.
Al fin, Cynnigig lanzó un largo suspiro antes de hablar.
—Karsa Orlong, está llamando ahora al rebaño más cercano; el único rebaño que conoce se ha acercado a esta zona para responder a su primera llamada. Ella esperaba más, prueba, quizá, de los pocos caballos jhag que quedan.
—¿Cuántas cabezas en este rebaño?
—No sé decir, Karsa Orlong. Por lo general su número no supera la docena. Los que ahora se acercan son quizá los últimos que quedan en el Jhag Odhan.
Karsa levantó la mirada de repente cuando resonó el ruido de cascos por el suelo, bajo ellos.
—Más de una docena, creo yo —murmuró.
Cynnigig se puso en pie con una mueca por el esfuerzo.
Movimiento en el valle inferior. Karsa se dio la vuelta.
El suelo estaba temblando, un trueno que lo invadía todo. El árbol que tenía detrás tembló como si lo golpeara una galerna repentina. En su mente, el teblor oyó gritar a Phyrlis.
Los caballos llegaron por cientos. Grises como el hierro, más grandes incluso que los que había criado la tribu de Karsa. Crines negras que agitaban al viento. Sementales, que echaban las cabezas hacia atrás y corcoveaban para despejar un espacio a su alrededor. Yeguas de lomos anchos, potros que corrían junto a ellas.
Cientos que se convertían en miles.
El aire se llenó de polvo, se alzaba con el viento y formaba remolinos que subían al cielo como si quisieran retar al propio torbellino.
Más caballos salvajes coronaron la colina sobre ellos, y el trueno se desvaneció de repente cuando las bestias se detuvieron y formaron un inmenso círculo de hierro que miraba hacia el interior. Silencio, la nube de polvo rodó y se fue deshaciendo con el viento.
Karsa miró al árbol una vez más.
—Parece que no hace falta que te preocupes por su posible extinción, Phyrlis. Jamás he visto tantos potros y caballos de un año en un rebaño. Ni tampoco he visto jamás un rebaño de este tamaño. Debe de haber diez mil, quince mil cabezas, y ni siquiera podemos verlos a todos.
Phyrlis parecía incapaz de responder. Las ramas del árbol seguían temblando, traqueteando en el aire cálido.
—Lo que dices es cierto, Karsa Orlong —dijo con voz ronca Cynnigig, su mirada clavada con aire sorprendido en el thelomen toblakai—. Los rebaños se han reunido y algunos han venido desde muy lejos para responder a la llamada. Pero no a la de Phyrlis. No, no para responder a su llamada. Sino para responder a la tuya, Karsa Orlong. Y para eso, no tenemos respuesta. Pero ahora debes escoger.
El teblor asintió y se volvió para estudiar a los caballos.
—Karsa Orlong, hablaste antes de un arma de madera. ¿Qué clase de madera?
—Árbol de hierro, la única opción que me quedaba. En mi tierra natal, usamos palosangre.
—¿Y aceite de sangre?
—Sí.
—Frotado en la madera. Aceite de sangre que mancha tus manos. Pueden olerlo, Karsa Orlong…
—Pero no tengo ninguno.
—No sobre ti. En ti. Corre por tus venas, Karsa Orlong. Hace decenas de miles de años que no hay madera de palosangre en el Jhag Odhan. Pero estos caballos la recuerdan. Ahora debes elegir.
—Madera de palosangre y aceite de sangre —dijo Cynnigig—. Esa es una explicación insuficiente, Phyrlis.
—Sí, así es. Pero es todo lo que tengo.
Karsa los dejó con su discusión y, tras abandonar la espada clavada en el suelo, bajó hasta los caballos que lo esperaban. Los sementales agitaron las cabezas cuando se acercó y el teblor sonrió, con cuidado de no mostrar los dientes, sabía que lo veían como un depredador y ellos sus presas. Aunque podrían matarme con toda facilidad. Entre un número como este no tendría ninguna posibilidad. Vio un semental que era obvio que dominaba entre todos los demás, dado el amplio espacio que lo rodeaba, su porte desafiante y cómo pateaba el suelo. Karsa pasó a su lado murmurando: «Tú no, orgulloso. El rebaño te necesita más que yo». Descubrió otro semental, uno que acababa de entrar en la edad adulta, y se dirigió a él. Poco a poco, se acercó dibujando un ángulo para que el caballo pudiera verlo.
Crines y cola blancas, no negras. Patas largas, músculos ondulándose bajo el pelo lustroso. Ojos grises.
Karsa se detuvo a solo un paso de distancia. Estiró poco a poco la mano derecha hasta que posó las puntas de los dedos en la testuz temblorosa de la bestia. Empezó a aplicar presión. El semental se resistió, dio un paso atrás. Karsa le bajó la cabeza un poco más para poner a prueba la flexibilidad del cuello. Todavía más, con el cuello inclinado, hasta que la barbilla del caballo descansó casi en el espacio que quedaba entre los huesos del pecho.
Después retiró la presión, pero mantuvo el contacto mientras el semental alzaba despacio el cuello.
—Te llamo Estragos —susurró.
Bajó la mano hasta que las puntas de los dedos descansaron, con la palma hacia arriba, bajo la barbilla del animal, y después fue caminando hacia atrás lentamente para sacar al semental del rebaño.
El semental dominante chilló entonces y el rebaño se puso en movimiento con una explosión, una vez más. Se dieron la vuelta y se dispersaron en grupos más pequeños que atravesaron como truenos las altas hierbas. Rodearon las dos colinas, al oeste y el sur, y salieron nuevamente al corazón del Jhag Odhan.
El temblor de Estragos se había desvanecido. La bestia caminaba al paso de Karsa cuando este regresó colina arriba caminando de espaldas.
Cuando se acercó a la cima, Cynnigig habló tras él.
—Ni siquiera un jaghut podría calmar a un caballo jhag, Karsa Orlong, como has hecho tú. Thelomen toblakai, sí, los teblor lo sois sin duda alguna, pero también sois únicos entre los de vuestra raza. Guerreros montados thelomen toblakai. No creía que tal cosa fuera posible. Karsa Orlong, ¿cómo es que los teblor no han conquistado todo Genabackis?
Karsa giró la cabeza y miró al jaghut.
—Algún día, Cynnigig, lo haremos.
—¿Y eres tú el que los encabezará a todos?
—Lo soy.
—Hemos sido testigos, entonces, del nacimiento de la infamia.
Karsa se movía junto a Estragos, recorría con la mano el cuello tenso del animal.
¿Testigos? Sí, sois testigos. Con todo, lo que yo, Karsa Orlong, crearé, no podéis ni imaginarlo. Nadie puede.
Cynnigig se había sentado a la sombra del árbol que contenía a Phyrlis y tarareaba en voz baja. Estaba cayendo la tarde. El thelomen toblakai se había ido con el caballo que había elegido. Se había subido de un salto a su grupa y se había alejado sin necesidad de silla o riendas siquiera. Los rebaños se habían desvanecido y habían dejado el paisaje tan vacío como antes.
El encorvado jaghut sacó un trozo envuelto del ciervo aras asado la noche anterior y empezó a cortarlo en pequeños trozos.
—Un regalo para ti, querida hermana.
—Ya veo —respondió ella—. ¿Lo mató la espada de piedra?
—Sí.
—Un botín, entonces, para alimentar mi espíritu.
Cynnigig asintió. Hizo una pausa para señalar con gesto despreocupado con el cuchillo.
—Has hecho un buen trabajo al disfrazar los restos.
—Los cimientos sobreviven, por supuesto. Las paredes de la Casa. Las piedras angulares en las esquinas del patio, todo bajo mi manto de tierra.
—Necios, ignorantes t’lan imass, mira que clavar una lanza en los terrenos de una Casa de Azath.
—¿Qué sabían ellos de casas, Cynnigig? Criaturas de cuevas y tiendas de piel. Además, ya se estaba muriendo y llevaba años así. Una herida fatal. Oh, Icarium estaba de rodillas para cuando al fin asestó el golpe mortal, delirando por la locura. Y si su compañero toblakai no hubiera aprovechado la oportunidad para golpearlo y dejarlo inconsciente…
—Habría liberado a su padre. —Cynnigig asintió con la boca llena de carne. Se levantó y se acercó al árbol—. Toma, hermana —dijo al tiempo que le ofrecía una loncha.
—Está quemada.
—Dudo que tú lo hubieras hecho mejor.
—Cierto. Vamos, empújala, no te voy a morder.
—No puedes morder, querida. Y por cierto, sé apreciar la ironía; el padre de Icarium no tenía deseo alguno de que lo salvaran. Y así la Casa murió y debilitó el tejido…
—Lo suficiente para que la senda se desgarrara. Más, por favor, tú estás comiendo más que yo.
—Zorra codiciosa. Bueno, Karsa Orlong nos ha… sorprendido.
—Dudo que seamos las primeras víctimas de la confusión en lo que a ese joven guerrero se refiere, hermano.
—Cierto. Y sospecho que tampoco seremos los últimos en sufrir tal conmoción.
—¿Percibiste a los seis espíritus t’lan imass, Cynnigig? ¿Los que se cernían por allí, tras los muros ocultos del patio?
—Oh, sí. Sirvientes del dios Tullido ahora, los pobrecitos. Querrían decirle algo, creo…
—¿Decirle a quién? ¿Al dios Tullido?
—No. A Karsa Orlong. Poseen conocimientos con los que pretenden guiar al thelomen toblakai, pero no se atrevían a acercarse. La presencia de la Casa, sospecho, los llenó de temor.
—No, está muerta, todo lo que sobrevivió de su espíritu vital se introdujo en la lanza. No era la Casa, hermano, sino el propio Karsa Orlong, era a él a quien temían.
—Ah. —Cynnigig sonrió mientras deslizaba otra loncha de carne en la boca de madera de Phyrlis, donde desapareció de la vista y cayó en la cavidad hueca del interior. Para pudrirse allí, para regalarle al árbol sus nutrientes—. Entonces esos imass no son tan tontos, después de todo.