Capítulo 16

El poder tiene voz, y esa voz es la canción del caminante espiritual tanno.

Kimloc

Despertó con algo tenue y húmedo que le hociqueaba el costado, abrió los ojos poco a poco, bajó la cabeza y vio a un cachorrito de bhok’aral, moteado por algún tipo de infección de la piel, que se había acurrucado contra su estómago.

Kalam se sentó de golpe y contuvo el impulso de agarrar a la criatura por el cuello y lanzarla contra un muro. La compasión no fue el factor fundamental, por supuesto. Más bien lo fue que ese templo subterráneo albergaba cientos, quizás incluso miles de bhok’arala y las criaturas poseían una compleja estructura social; si le hacía daño a ese cachorrito, Kalam podría encontrarse bajo un enjambre de machos. Y a pesar de lo pequeñas que eran aquellas bestezuelas, sus caninos no tenían nada que envidiar a los de los jabalíes. Con todo, luchó por contener la repulsión cuando apartó con suavidad a la veteada cría.

Esta maulló con aire patético, levantó la cabeza y lo miró con unos ojos enormes y líquidos.

—Ni lo intentes siquiera —murmuró el asesino, que se deslizó de entre las pieles y se levantó. Copos de piel mohosa le cubrían la cintura y tenía la fina camisa de lana empapada de la nariz llorosa del cachorro. Kalam se quitó la camisa y la lanzó a una esquina del pequeño aposento.

Hacía más de una semana que no veía a Iskaral Pust. Aparte de algún que otro cosquilleo en las puntas de los dedos de las manos y los pies, estaba más o menos recuperado del ataque del demonio enkar’al. Kalam había entregado los diamantes y estaba impaciente por irse.

Un leve canturreo levantó ecos en el pasillo. El asesino sacudió la cabeza. Quizás algún día Mogora termine acertando, pero entretanto… dioses del inframundo, ¡chirría! Se acercó sin prisas a su raída mochila y revolvió en el interior hasta que encontró otra camisa.

En el exterior de la puerta resonaron unos golpes secos repentinos, Kalam se volvió y la vio abrirse de par en par. Mogora se plantó enmarcada por el umbral con un cubo de madera en una mano y una fregona en la otra.

—¿Estaba aquí? ¿Ahora mismo? ¡Dímelo!

—Hace días que no lo veo —respondió Kalam.

—¡Tiene que limpiar la cocina!

—¿Es lo único que haces, Mogora? ¿Perseguir la sombra de Iskaral Pust?

—¡Lo único! —La palabra fue un chillido. La mujer se fue a por él enfurecida y la fregona empuñada como un arma—. ¿Es que soy yo la única que usa la cocina? ¡No!

Kalam dio unos pasos atrás y se limpió saliva de la cara, pero la mujer dalhonesia siguió avanzando.

—¡Y tú! ¿Tú te crees que tus comidas llegan aquí solas? ¿Te crees que los dioses de las sombras las conjuran de la nada? ¿Es que te invité yo aquí? ¿Eres mi invitado? ¿Soy tu moza de servicio?

—Los dioses nos libren…

—¡Cállate! ¡Estoy hablando yo, no tú! —Puso la fregona y el cubo en manos de Kalam y después, al ver al cachorro de bhok’aral acurrucado en el catre, se agachó, adoptó una postura depredadora y se fue acercando poco a poco con los dedos engarfiados—. Ahí estás —murmuró—. Vas dejando piel por todas partes, ¿eh? ¡No mucho más tiempo!

Kalam se interpuso en su camino.

—Ya está bien, Mogora. Sal de aquí.

—No sin mi animalito.

—¿Animalito? ¡Pero si quieres retorcerle el pescuezo, Mogora!

—¿Y?

El asesino dejó la fregona y el cubo en el suelo. No me lo puedo creer. Estoy defendiendo a un bhok’aral sarnoso… de una bruja d’ivers.

Hubo un movimiento en la puerta y Kalam hizo un gesto.

—Mira detrás de ti, Mogora. Hazle daño a este cachorro y tendrás que enfrentarse a ellos.

La mujer giró y después siseó.

—¡Escoria! Engendros de Iskaral, ¡siempre espiando! Así se esconde, ¡los utiliza a ellos!

Con unos chillidos ululantes la mujer cargó contra la puerta. Los bhok’arala que se habían concentrado allí respondieron con chillidos y se dispersaron, aunque Kalam vio a uno pasar disparado entre las piernas de la mujer y saltar al catre. Cogió a la cría bajo un brazo y salió como un rayo por el pasillo.

Mogora salió tras ellos y sus gemidos fueron menguando.

—Je, je.

Kalam se volvió.

Iskaral Pust salió de las sombras en la esquina del otro lado. Estaba cubierto de polvo y llevaba un saco que le cubría un hombro huesudo.

El asesino frunció el ceño.

—Ya he esperado tiempo suficiente en esta casa de locos, sacerdote.

—Desde luego que sí. —El hombre ladeó la cabeza y se tiró de uno de los pocos mechones de cabello que le quedaban en la testa—. Yo he terminado y él puede irse, ¿no? Debería ser amable, abierto, esparcir polvo dorado para marcar el camino que lo lleve al mundo que lo aguarda. No sospechará nada. Creerá que se va por propia voluntad. Tal y como debería ser. —Iskaral Pust sonrió de repente y después le tendió el saco—. Toma, unos cuantos diamantes para ti. Gástalos por ahí, ¡gástalos por todas partes! Pero recuerda, debes irrumpir en el torbellino y entrar en el corazón de Raraku, ¿sí?

—Esa es mi intención —rezongó Kalam, cogió el saco y lo metió en su mochila—. No hablamos de cosas distintas, sacerdote, aunque me doy cuenta de que preferirías que lo hiciéramos, dada tu mente perversa. Con todo… irrumpir en el torbellino… sin que nadie se percate. ¿Cómo me las voy a arreglar?

—Con la ayuda del mortal elegido por Tronosombrío. ¡Iskaral Pust, sumo sacerdote y maestro de Rashan, Meanas y Thyr! El torbellino es una diosa y no puede tener los ojos en todas partes. Y ahora, recoge tus cosas, deprisa. ¡Debemos irnos! ¡Esa mujer está a punto de volver y yo he vuelto a dejar la cocina hecha un desastre! ¡Corre!

Salieron de la senda de sombra bajo un gran afloramiento de rocas, a pleno día y a menos de cien pasos del furioso muro del torbellino. Después de tres zancadas, Kalam estiró una mano, cogió al sacerdote por el brazo y le dio la vuelta.

—¿Ese canturreo? ¿De dónde sale ese canturreo, Iskaral, en el nombre del Embozado? Lo oí en el monasterio y creí que era Mogora…

—¡Mogora no sabe cantar, idiota! ¡Yo no oigo nada, nada salvo los vientos salvajes y el siseo de las arenas! ¡Estás loco! ¿Está loco? Sí, es posible. No, probable. El sol le asó el cerebro en ese grueso cráneo que tiene. Una disolución gradual…, pero por supuesto que no, por supuesto que no. Es la canción tanno, eso es lo que es. Con todo, seguro que también está loco. Dos temas completamente diferentes. La canción y su locura. Distintos, sin relación, ambos confunden de igual modo todo lo que mis amos planean. O en potencia. En potencia. No hay certeza alguna, no en esta maldita tierra, sobre todo no aquí. Inquieto Raraku. ¡Inquieto!

Con un gruñido, Kalam apartó al hombre y empezó a caminar hacia el muro del Torbellino. Tras un momento, Iskaral Pust lo siguió.

—Dime cómo vamos a hacerlo, sacerdote.

—Es muy sencillo, en realidad. Ella lo notará cuando irrumpamos. Como una cuchillada. Es inevitable. Así pues, ¡confusión! ¡Y no hay nadie mejor a la hora de confundir que Iskaral Pust!

Llegaron a menos de veinte pasos del hirviente muro de arena. Remolinos de nubes de polvo los envolvieron. Iskaral Pust se acercó mucho y reveló una sonrisa llena de arenilla.

—¡Sujétate, Kalam Mekhar! —Después se desvaneció.

Una forma inmensa se cernió sobre el asesino, que de repente se vio levantado en un enjambre de brazos.

El azalan.

A la carrera, fluyendo más rápido que cualquier caballo por el borde del muro del Torbellino. El demonio colocó a Kalam junto a su torso y después tomó impulso.

Un rugido atronador llenó los oídos del asesino, la arena le azotaba la piel. Cerró los ojos y los apretó.

Varios golpes secos y el azalan cruzó a toda velocidad la arena compacta. Por delante tenían las ruinas de una ciudad.

Estalló el fuego bajo el demonio, un camino de llamas que lo devoraba todo bajo él.

La meseta de la ciudad muerta se alzó ante ellos. El azalan no frenó siquiera sino que trepó a toda prisa por el muro recortado. Surgió una fisura, no lo bastante grande para el demonio, pero suficiente para Kalam.

El asesino se vio lanzado a la grieta mientras el azalan fluía sobre ella. Aterrizó con pesadez entre escombros y trozos de loza. En lo más profundo de la sombra de la fisura.

Un trueno repentino en el cielo que sacudió la roca. Y luego, una y otra vez, ruidos que parecían puntuar un camino de regreso al muro de arena. Las detonaciones cesaron al poco y solo quedó el rugido del torbellino.

Creo que consiguió volver a salir. Un cabrón muy rápido.

El asesino se quedó inmóvil un rato, se preguntaba si la treta había dado resultado. En cualquier caso, esperaría a la noche antes de aventurarse a salir.

Ya no oía la canción. Algo que agradecer.

Las paredes de la fisura revelaban capa tras capa de trozos de arcilla en un lado, al otro, una sección hundida y levantada de una calle enlosada, y en el último, el flanco del muro interior de un edificio (el yeso levantado y lleno de marcas). Bajo él, los escombros estaban sueltos y parecían profundos.

Kalam comprobó sus armas y se puso cómodo para esperar.

Con Apsalar en brazos, Navaja salió por la puerta. El peso de la mujer le provocaba oleadas de dolor en el hombro magullado y no le parecía que fuera a ser capaz de llevarla en brazos mucho tiempo.

Treinta pasos más allá, al borde del claro donde convergían dos senderos, yacían decenas de cuerpos. Y en medio de todos se encontraba Cotillion.

Navaja se acercó al dios de Sombra. Los tiste edur yacían amontonados en un círculo alrededor de un espacio despejado a la izquierda, pero la atención de Cotillion aparentemente se concentraba en un cuerpo completo que yacía a sus pies. Cuando se acercó el daru, el dios se agachó poco a poco y estiró una mano para apartarle el pelo de la cara al cadáver.

Navaja vio que era la vieja bruja, la que estaba quemada. La que creí que era la fuente de poder en el grupo malazano. Pero no era ella. Era Viajero. Se paró en seco a unos pasos de ellos, lo detuvo la expresión de Cotillion, la mirada estragada que lo hacía parecer de repente veinte años mayor. La mano enguantada que había apartado el pelo acarició entonces la cara abrasada de la mujer.

—¿La conocías? —preguntó Navaja.

—Hawl —respondió el otro tras un momento—. Creía que Torva había acabado con todos. Que no quedaba nadie de la jefatura del Espolón. Creí que estaba muerta.

—Lo está. —Después cerró la boca de repente. Un comentario miserable, maldita sea

—Les enseñé bien, sabían esconderse —continuó Cotillion con los ojos todavía clavados en la mujer que yacía en la hierba ensangrentada, pisoteada—. Sabían lo suficiente como para esconderse hasta de mí, al parecer.

—¿Qué piensas que hacía aquí?

Cotillion sufrió un leve estremecimiento.

—Esa no es la pregunta, Navaja. Más bien, ¿por qué estaba con Viajero? ¿Qué trama el espolón? Y Viajero… dioses, ¿sabía quién era ella? Por supuesto que sí, oh, ha envejecido, y no muy bien, pero a pesar de todo…

—Podrías preguntárselo, sin más —murmuró Navaja con un gruñido al tiempo que cambiaba de postura el peso de Apsalar—. Después de todo, está en el patio, detrás de nosotros.

Cotillion bajó la mano hasta el cuello de la mujer y levantó algo colgado de un cordel. Un espolón de algún tipo manchado de amarillo. Lo soltó del cordel, lo estudió por un momento, después se giró y se lo lanzó a Navaja.

Lo alcanzó en el pecho y cayó en el regazo de Apsalar.

El daru se lo quedó mirando un momento, después levantó la cabeza y miró al dios a los ojos.

—Ve al barco edur, Navaja. Voy a enviaros a los dos a otro… agente nuestro.

—¿Para hacer qué?

—Para esperar. Por si se os necesita.

—¿Para qué?

—Para ayudar a otros a derribar al patrón del Espolón.

—¿Sabes dónde está esa persona?

El otro levantó a Hawl en brazos y se irguió.

—Tengo cierta sospecha. Ahora, al fin, una sospecha para aclarar todo esto. —Se volvió con la frágil figura sujeta sin esfuerzo en los brazos y estudió a Navaja durante un momento. Una sonrisa lánguida, momentánea—. Míranos a los dos —dijo, después se volvió y echó a andar hacia la pista del bosque.

Navaja se lo quedó mirando.

Después se puso a gritar.

—¡No es lo mismo! ¡No lo es! Nosotros no…

Las sombras del bosque se tragaron al dios.

Navaja siseó una maldición y después se volvió hacia el camino que llevaba a la orilla.

El dios Cotillion continuó caminando hasta que llegó a un pequeño claro que había a un lado del camino. Transportó su carga hasta el centro y la posó con suavidad en el suelo.

Una hueste de sombras cobró vida con un giro enfrente de él hasta que la forma vaga e insustancial de Tronosombrío se fue resolviendo poco a poco. Para variar, el dios no dijo nada durante un buen rato.

Cotillion se arrodilló junto al cuerpo de Hawl.

—Viajero está aquí, Ammanas. En las ruinas edur.

Ammanas lanzó un gruñido suave y después se encogió de hombros.

—No tendrá interés alguno en responder a nuestras preguntas. Nunca lo tuvo. Tozudo como todos los dalhonesios.

—Tú eres dalhonesio —comentó Cotillion.

—Por eso. —Ammanas se deslizó sin ruido hasta que se encontró al otro lado del cadáver—. Es ella, ¿verdad?

—Sí.

—¿Cuántas veces tienen que morir nuestros seguidores, Cotillion? —preguntó el dios, después suspiró—. Claro que es obvio que ella dejó de ser una seguidora hace ya algún tiempo.

—Pensó que nos habíamos ido, Ammanas. El emperador y Danzante. Desaparecidos. Muertos.

—Y en cierto modo tenía razón.

—En cierto modo, sí. Pero no del modo más importante.

—¿Que es?

Cotillion levantó la cabeza y después hizo una mueca.

—Era una amiga.

—Ah, ese modo más importante. —Ammanas se quedó callado durante un momento y después preguntó—. ¿Continuarás con esto?

—No veo muchas alternativas. El Espolón está tramando algo. Tenemos que detenerlos…

—No, amigo mío. Tenemos que asegurarnos de que fracasan. ¿Has encontrado algún… modo?

—Algo más que eso. Me he dado cuenta de quién está dirigiendo todo el asunto.

La cabeza encapuchada de Tronosombrío se ladeó un poco.

—¿Y allí es donde van ahora Navaja y Apsalar?

—Sí.

—¿Son suficientes?

Cotillion sacudió la cabeza.

—Tengo otros agentes disponibles. Pero me gustaría que Apsalar estuviera relativamente cerca por si algo va mal.

Ammanas asintió.

—Bueno, ¿adónde?

—Raraku.

Aunque no podía verlo, Cotillion sabía que la cara de su compañero se estaba abriendo en una gran sonrisa.

—Ah, querido Cuerda, ha llegado el momento, creo, de que te cuente algo más de mis propios esfuerzos…

—¿Los diamantes que le di a Kalam? Me lo estaba preguntando.

Ammanas señaló con un gesto el cadáver de Hawl.

—Vamos a llevarla a casa… es decir, a nuestra casa. Y después debemos hablar… largo y tendido.

Cotillion asintió.

—Además —añadió Tronosombrío al erguirse—, tener a Viajero tan cerca me pone nervioso.

Un momento después el claro estaba vacío salvo unas cuantas sombras sin fuente que se fueron reduciendo a toda prisa hasta perderse en la nada.

Navaja llegó a la orilla de arena. Cuatro veleros se habían acercado al saliente de roca plano y granulado. Anclados en la bahía, algo más atrás, había dos grandes dromones, ambos muy dañados.

Alrededor de los veleros se veía esparcido bastante equipo y se habían derribado dos enormes árboles que luego habían acercado a rastras, con la probable intención de sustituir los mástiles partidos. Se habían abierto barriles que contenían pescado salado mientras que otros toneles permanecían cerca, en fila, llenos de agua dulce.

Navaja puso a Apsalar en el suelo y después se acercó a uno de los veleros. Medía unos quince pasos de la proa a la popa, ancho de manga con un mástil desmontado y un timón lateral. Había dos escálamos a los lados. Las regalas estaban cubiertas de tallas desordenadas.

Un repentino ataque de tos de Apsalar hizo a Navaja darse la vuelta.

La joven se levantó de golpe, escupió para aclararse la garganta y después se rodeó con los brazos cuando la atravesó un escalofrío.

Navaja corrió a su lado.

—¿D-Darist?

—Muerto. Pero también lo están todos los edur. Había uno entre los malazanos…

—El que tenía poder. Lo sentí. ¡Tanta… rabia!

Navaja se acercó al barril de agua más cercano y encontró un cucharón. Lo llenó y regresó con la joven.

—Se hacía llamar Viajero.

—Lo conozco —susurró Apsalar, después se estremeció—. No de mis recuerdos. De los de Danzante. Danzante lo conocía. Lo conocía bien. Eran… tres. Nunca fueron solo ellos dos, ¿lo sabías? Nunca fueron solo Danzante y Kellanved. No, él estaba allí. Casi desde el principio. Antes de Tayschrenn, antes de Dujek, antes incluso de Torva.

—Bueno, ahora ya no importa, Apsalar —dijo Navaja—. Tenemos que dejar esta maldita isla. Por lo que a mí respecta, Viajero se puede quedar con ella. ¿Estás lo bastante recuperada para ayudarme a meter uno de esos veleros en el agua? Tenemos también abundancia de provisiones…

—¿Adónde vamos?

Navaja dudó.

Los ojos oscuros de la mujer se apagaron.

—Cotillion.

—Otra tarea para nosotros, sí.

—No vayas por este camino, Azafrán.

El joven frunció el ceño.

—Creí que agradecerías la compañía. —Y le ofreció el cucharón.

Apsalar estudió a su compañero durante un largo minuto y después aceptó el cucharón.

—Las colinas Pan’potsun.

—Lo sé —dijo Lostara con voz cansina.

Perla sonrió.

—Pues claro que lo sabes. Y ahora, por fin, descubres la razón para que te pidiera que me acompañaras.

—Espera un momento. No podías saber adónde llevaría este camino…

—Bueno, cierto, pero tengo fe en la predilección de la naturaleza ciega por los ciclos. En cualquier caso, ¿hay una ciudad enterrada cerca?

—¿Cerca? ¿Te refieres a alguna otra aparte de la ciudad que tenemos debajo? —A Lostara le complació ver que lo había dejado con la boca abierta—. ¿Qué creías que eran todas esas colinas planas, garra?

El hombre se aflojó el manto.

—Claro que este sitio servirá a la perfección.

—¿Para qué?

La garra le lanzó una mirada burlona.

—Bueno, querida, un ritual. Tenemos que encontrar un camino, un camino hechizado, y muy antiguo. ¿Imaginabas que nos dedicaríamos a vagar sin rumbo por estos yermos con la esperanza de encontrar algo?

—Qué raro, creía que eso era lo que llevábamos días haciendo.

—Solo estábamos poniendo un poco de distancia entre nosotros y esa maldita cabeza imass —respondió él al tiempo que se acercaba a un trozo plano de piedra, donde empezó a quitar los escombros a patadas—. Podía sentir sus ojos inhumanos clavados en nosotros mientras cruzábamos todo ese valle.

—Los de él y los de los buitres, sí. —Lostara levantó su cabeza y estudió el cielo sin nubes—. Que siguen con nosotros, de hecho. Esos malditos pajarracos. Pero no me extraña. Casi nos hemos quedado sin agua y tenemos menos comida todavía. En un día o dos tendremos un problema grave.

—Te dejo a ti preocupaciones tan mundanas, Lostara.

—Lo que significa que si falla todo lo demás, siempre puedes matarme y engullirme, ¿no? Pero ¿y si decido matarte yo a ti primero? Obsesionada como estoy con preocupaciones mundanas…

La garra se sentó y cruzó las piernas.

—Hace bastante más fresco ahora, ¿no te parece? Un fenómeno localizado, sospecho. Aunque yo diría que cierto éxito en el ritual que estoy a punto de llevar a cabo debería calentar las cosas un poco.

—Aunque solo sea por la emoción de la incredulidad —murmuró Lostara, que se acercó al borde de la meseta y miró al sudoeste, al rojo muro del Torbellino, que abría una brecha curva en el desierto. Tras ella oyó las palabras murmuradas, pronunciadas en un lenguaje que desconocía. Seguramente un galimatías. He visto suficientes magos trabajando para saber que no necesitan palabras… no a menos que estén actuando. Eso era lo que Perla estaba haciendo, seguro. A ese hombre le gustaban las poses, aunque fingiera indiferencia hacia todo su público de una sola persona. Un hombre que quiere grabar su nombre en los anales. Algún papel crucial sobre el que pueda girar el destino del Imperio.

Lostara se volvió cuando Perla se limpiaba el polvo de las manos y lo vio levantarse con un ceño inquieto en aquel rostro demasiado atractivo.

—No has tardado mucho —comentó la mujer.

—No. —Hasta él parecía sorprendido—. Tuve mucha suerte. Asesinaron a un espíritu terrenal de esta zona… por aquí cerca. Debido a una confluencia de destinos nefastos, una baja casual. Su fantasma permanece, como un niño en busca de sus padres perdidos; ansía hablar con todos y cada uno de los desconocidos que pasan por aquí, siempre que el desconocido en cuestión esté dispuesto a escuchar.

Lostara lanzó un gruñido.

—De acuerdo, ¿y qué tenía que decir?

—Un terrible incidente, bueno el terrible incidente, el que mató al espíritu, cuyos detalles me llevan a la conclusión de que hay alguna conex…

—Bien —lo interrumpió ella—. Tú delante, estamos perdiendo el tiempo.

Perla se quedó callado y le lanzó una mirada herida que bien podría ser sincera. Le hice una pregunta, al menos debería dejar que la contestara.

Un gesto y la garra empezaba a bajar por el lado escarpado de la meseta.

Lostara se echó el fardo al hombro y lo siguió.

Al llegar a la base, la garra la llevó por el flanco de la meseta y directamente hacia el sur, a través de una planicie de piedra. La luz rebotaba en la superficie blanqueada con un fulgor fiero, cegador. Aparte de unas cuantas arañas que se escabullían bajo sus pies, no había signo alguno de vida en aquella extensión marchita de terreno. Había pequeñas piedras en racimos alargados, como si describieran las orillas de un lago moribundo, un lago que se había reducido a unos cuantos estanques dispersos y después no había dejado más que unas costras de sal.

Continuaron caminando durante toda la tarde hasta que vislumbraron una cordillera de colinas al sudoeste, con otra inmensa duna alzándose a su izquierda. La planicie empezó a formar una cuenca discernible que parecía continuar entre las dos formaciones. Con el atardecer a punto de caer, llegaron a la base plana de la elevación, la duna se cernía por la izquierda y la colina accidentada por delante y a la derecha.

Hacia el centro de la planicie se veían los restos de la carreta de un mercader, rodeados por terreno abrasado donde unas cenizas blancas giraban en pequeños remolinos que parecían incapaces de ir a ninguna parte.

Con Perla a la cabeza, se metieron en el extraño círculo quemado.

Las cenizas estaban llenas de huesos diminutos, quemados, blancos y grises, producto de un calor intenso, y resultaban crujientes bajo los pies. Perpleja, Lostara se agachó para estudiarlos.

—¿Pájaros? —se preguntó en voz alta.

La mirada de Perla se había posado en la carreta o, quizás, en algo justo detrás. Al oír la pregunta de su compañera, la garra sacudió la cabeza.

—No, muchacha. Ratas.

La joven vio un cráneo diminuto tirado a sus pies que confirmaba las palabras del hombre.

—Hay ratas de algún tipo, en las zonas rocosas…

Perla la miró.

—Estas son… eran… d’ivers. Un individuo especialmente desagradable llamado Gryllen.

—¿Lo mataron aquí?

—Creo que no. Malherido, quizá. —Perla se acercó a un montón más grande de ceniza y se agachó para barrerlo.

Lostara se arrimó a él.

La garra estaba destapando un cadáver, nada salvo huesos, y todos los huesos muy mordisqueados.

—Pobre cabrón.

Perla no dijo nada. Metió la mano en el esqueleto deshecho y levantó un trocito de metal.

—Fundido —murmuró tras un momento—, pero yo diría que es un sigilo malazano. Cuadro de magos.

Había otros cuatro montones parecidos al que había ocultado los huesos roídos. Lostara se dirigió al más cercano y empezó a apartar las cenizas a patadas.

—¡Este está entero! —siseó al ver la carne ennegrecida por el fuego.

Perla se acercó y juntos limpiaron el cadáver de las caderas para arriba. La ropa se le había quemado en su mayor parte y el fuego se había disparado por toda la piel, pero al parecer no había podido hacer mucho más que abrasar la superficie.

Cuando la garra barrió las últimas cenizas de la cara del cadáver, los ojos se abrieron.

Lostara dio un salto atrás, acompañado de una maldición, y con una mano sacó la espada de la vaina de un solo tirón.

—No pasa nada —dijo Perla—, esta cosa no se va a ningún sitio, muchacha.

Tras los párpados derrumbados y arrugados del cadáver, solo había unos pozos abiertos. Los labios se habían ido abriendo con la desecación y lo habían dejado con una sonrisa ennegrecida, espeluznante.

—¿Qué queda? —le preguntó Perla—. ¿Todavía puedes hablar?

Unos sonidos leves salieron roncos de la boca, lo que obligó a Perla a inclinarse más sobre él.

—¿Qué ha dicho? —quiso saber Lostara.

La garra la miró.

—Dijo: «Me llamo Almeja, y tuve una muerte horripilante».

—Eso no hay quien se lo discuta.

—Y después se convirtió en un porteador no muerto.

—¿Para Gryllen?

—Sí.

Lostara envainó el talwar.

—Parece una profesión especialmente desagradable tras la muerte.

Perla alzó las cejas y después sonrió.

—Bueno, no vamos a sacarle mucho más al bueno de Almeja. Ni a los otros. La hechicería que los mantiene animados se está desvaneciendo. Lo que significa que Gryllen o bien está muerto o muy lejos. En cualquier caso, acuérdate de la senda de fuego; se desató en este sitio, de un modo extraño. Y nos dejó un rastro.

—Está demasiado oscuro, Perla. Deberíamos acampar.

—¿Aquí?

La joven lo pensó mejor y después frunció el ceño en la oscuridad.

—Quizá no aquí, pero yo estoy cansada y si estamos buscando señales, vamos a necesitar luz, en cualquier caso.

Perla se apartó del círculo de cenizas. Un gesto, y una esfera de luz se fue formando poco a poco en el aire, sobre él.

—El camino no lleva lejos, creo. Una última tarea, Lostara. Después podemos buscar algún lugar para acampar.

—Oh, está bien. Tú delante, Perla.

Fueran cuales fueran los signos que seguían, no eran visibles para Lostara. Y lo que era más extraño, parecía tratarse de un camino que zigzagueaba y vagaba sin rumbo, un detalle que tenía a la garra frunciendo el ceño, los pasos vacilantes, cautos. Pronto dejó casi de moverse, iba avanzando centímetro a centímetro. Y su compañera observó que tenía la cara perlada de sudor.

La antigua espada roja se contuvo y no preguntó nada, pero sacó la espada poco a poco una vez más.

Después, al fin, encontraron otro cadáver.

El aliento brotó de Perla en forma de suspiro y la garra cayó de rodillas delante del gran cuerpo quemado.

Lostara esperó a que se fuera tranquilizando la respiración de la garra, después carraspeó.

—¿Qué acaba de pasar, Perla?

—El Embozado estuvo aquí —susurró.

—Sí, de eso ya me doy cuenta…

—No, no lo entiendes. —Perla estiró el brazo hacia el cadáver, cerró el puño sobre el amplio pecho y después lo descargó sobre él.

El cuerpo era una simple cáscara. Se derrumbó con un crujido polvoriento bajo el golpe.

Perla la miró con expresión furiosa.

—El Embozado estuvo aquí. El mismísimo dios, Lostara. Vino a llevarse este hombre, no solo su alma, sino también la carne, todo lo que había infectado la senda de fuego, la senda de luz, para ser más precisos. Dioses, qué daría por una baraja de los Dragones ahora mismo. Ha habido un cambio en… la casa del Embozado.

—¿Y eso qué significa? —preguntó ella—. Creía que estábamos buscando a Felisin.

—No estás pensando con claridad, muchacha. Recuerda la historia de Tormenta. Y la de Verdad. Felisin, Heboric, Kulp y Baudin. Encontramos lo que quedaba de Kulp ahí atrás, en la carreta de Gryllen. Y esto —arguyó con gesto fiero— es Baudin. El puñetero espolón, aunque no lleva la prueba alrededor del cuello, por cierto. ¿Te acuerdas de su extraña piel? ¿Gesler, Tormenta y Verdad? A Baudin le pasó lo mismo.

—Tú lo llamaste infección.

—Bueno, no sé lo que es. La senda los cambió. No hay forma de saber cómo.

—Así que nos quedan Felisin y Heboric Toque de Luz.

La garra asintió.

—Entonces creo que debería decirte algo —continuó Lostara—. Puede que no sea relevante…

—Continúa, mujer.

Esta se volvió para mirar las colinas del sudoeste.

—Cuando perseguimos a ese agente de Sha’ik… y nos metimos en esas colinas…

—Kalam Mekhar.

—Sí. Le tendimos una emboscada a Sha’ik ahí arriba, en el viejo templo de la cima, en el camino que llevaba a Raraku…

—Como has descrito.

Lostara hizo caso omiso de la impaciencia de su compañero.

—Habríamos visto todo esto. Por tanto, los acontecimientos con los que te acabas de tropezar ocurrieron después de nuestra emboscada.

—Bueno, sí.

Ella suspiró y se cruzó de brazos.

—Felisin y Heboric están con el ejército del Apocalipsis, Perla. En Raraku.

—¿Por qué te muestras tan segura?

Lostara se encogió de hombros.

—¿En qué otro sitio podrían estar? Piénsalo, hombre. El odio de Felisin por el Imperio de Malaz debe de ser feroz. Y no creo que Heboric tuviera en gran aprecio al Imperio que lo encarceló y condenó. Estaban desesperados tras el ataque de Gryllen. Tras la muerte de Baudin y Kulp. Desesperados y es muy probable que doloridos.

La garra asintió poco a poco y se incorporó.

—Una cosa que nunca me has explicado, Lostara. ¿Por qué fracasó vuestra emboscada?

—No fracasó. Matamos a Sha’ik, podría jurarlo. Un cuadrillo en la frente. No pudimos recuperar su cuerpo por culpa de sus guardias, que resultaron ser demasiado para nuestra compañía, pero la matamos, Perla.

—Entonces, en el nombre del Embozado, ¿quién comanda ahora el Apocalipsis?

—No lo sé.

—¿Puedes enseñarme el sitio de la emboscada?

—Por la mañana, sí. Puedo llevarte allí sin problemas.

La garra se limitó a quedarse mirándola mientras la esfera de luz comenzaba a parpadear sobre ellos y por fin se desvanecía con un leve suspiro.

Sus recuerdos habían despertado. Lo que había yacido en el interior del t’lan imass, estratificado, endurecido por el sinfín de siglos, era un paisaje que Onrack podía leer una vez más. Y así, lo que vio ante él en ese momento… habían desaparecido las dunas del horizonte, las torres de arenisca esculpidas por la corriente, las llanuras de arena arrojada por el viento y las cintas blancas de corales de tierra. Habían desaparecido los barrancos, los arroyos y los lechos muertos de los ríos, los campos plantados y las zanjas de riego. Hasta la ciudad del norte, al borde mismo del horizonte, que se aferraba como un tumor al inmenso río serpenteante, se hacía insustancial, efímera en su imaginación.

Y todo lo que veía era lo que había sido… tanto tiempo atrás.

Las olas nubladas del mar interior, rodando como promesas de eternidad, junto a una orilla de grava que se extendía hacia el norte, ininterrumpida hasta las montañas que un día se llamarían las Thalas, y al sur, bajaban para abarcar los restos que se conocían con el nombre de mar Clatar. Los arrecifes de coral revelaban sus columnas minadas a un sexto de legua de la playa, sobre la que giraban gaviotas y pájaros de picos largos extinguidos desde hacía ya mucho tiempo.

Había figuras caminando por la playa. El clan de Renig Obar, que había ido a comerciar con el marfil de ballena y el aceite de dhenrabi de sus tundras natales, y parecía que se habían traído los vientos fríos con ellos… o quizás el tiempo desagradable que había llegado a esos climas cálidos insinuaba algo más oscuro. Un jaghut, oculto en alguna espesura, que agitaba la caldera de Omtose Phellack. Mucho más frío y los corales morirían, y con ellos todas las criaturas que dependían de ellos.

Un suspiro de inquietud atravesó con un aleteo al Onrack de carne y hueso. Pero él se había apartado. Ya no era invocahuesos de su clan; Absin Tholai era muy superior a él en las artes ocultas, después de todo, y más inclinado a sentir la ávida ambición necesaria entre los que seguían el camino de Tellann. Onrack se distraía con demasiada frecuencia con otras cosas.

Con la belleza pura, como la que veía ante él en ese momento. No era él de los que luchaban, de los que se inclinaban por rituales de destrucción. Siempre se mostraba reticente a bailar en los huecos más profundos de las cuevas, donde los tambores resonaban y los ecos cubrían carne y hueso como si estuviera a merced de una estampida de ranag, un rebaño como el que Onrack había soplado en las paredes de las cuevas que los rodeaban. La boca amarga por la saliva, el carbón y el ocre, los dorsos de las manos manchados allí donde habían bloqueado el chorro de los labios para definir las formas en la piedra. El arte se hacía en soledad, las imágenes se elaboraban sin luz, en paredes invisibles, cuando el resto del clan dormía en las cuevas exteriores. Y era una simple verdad que Onrack había ido adquiriendo cada vez más habilidad en la hechicería de la pintura por ese deseo de alejarse, de estar solo.

En un pueblo en el que la soledad era lo más parecido a un crimen. Donde separar era equivalente a debilitar. Donde el acto de separar la visión en sus componentes (de pasar de ver a observar, de resucitar un recuerdo y darle un nuevo aspecto más allá del alcance del ojo en las paredes de piedra) exigía una propensión muy fina, potencialmente letal.

Un mal invocahuesos. Onrack, nunca fuiste lo que estabas destinado a ser. Y cuando rompiste ese pacto no escrito y pintaste una imagen realista de una imass mortal, cuando atrapaste en el tiempo a esa hermosa mujer morena, allí, en esa cueva que nadie debía encontrar… ah, entonces fuiste presa de la ira de los tuyos. Del propio Logros, y de la primera espada.

Pero recordó la expresión del rostro joven de Onos T’oolan la primera vez que había visto la pintura de su hermana. Maravilla y asombro, y un resurgimiento de un amor perdurable… Onrack estaba seguro de que eso era lo que había visto en la cara de la primera espada y también de que otros lo habían visto, aunque, por supuesto, nadie habló de ello. Había quebrantado la ley y no lo podían dejar así, la respuesta sería severa.

Nunca supo si Kilava había ido a ver la pintura; nunca averiguó si se había enfadado o había visto lo suficiente para comprender la sangre de su corazón que había nutrido esa imagen.

Pero ese es el último recuerdo que ahora recupero.

—Tus silencios —murmuró Trull Sengar—, siempre me dan escalofríos, t’lan imass.

—La noche antes del ritual —respondió Onrack—. No lejos de este lugar donde ahora nos encontramos. Me iban a desterrar de mi tribu. Había cometido un crimen para el que no había ninguna otra respuesta. En su lugar, los acontecimientos ensombrecieron la intención de los clanes. Cuatro tiranos jaghut se habían alzado y formado un pacto. Pretendían destruir esta tierra… como así han hecho.

El tiste edur no dijo nada, quizá se preguntaba qué era lo que se había destruido, con exactitud. A lo largo del río había zanjas de riego y franjas de suntuosos cultivos verdes que aguardaban el cambio de estación. Caminos y granjas, algún que otro templo y solo al sudoeste, por ese horizonte, la cordillera interrumpida de riscos sin árboles estropeaba la escena.

—Yo estaba en la cueva, en el lugar del delito —continuó Onrack tras un momento—. A oscuras, por supuesto. Mi última noche, pensaba, entre los míos. Aunque en realidad ya estaba solo, apartado del campamento, empujado a ese último lugar de soledad. Y entonces vino alguien. Un roce. Un cuerpo, cálido. De una suavidad increíble; no, no era mi mujer, ella había estado entre los primeros en rechazarme por lo que había hecho, por la traición que había significado. No, una mujer desconocida para mí en la oscuridad…

¿Era ella? Nunca lo sabré. Por la mañana se había ido, se había alejado de todos nosotros al tiempo que se proclamaba el ritual y se reunían los clanes. Desafió la llamada; no, fue más horrible todavía, había matado a su propia familia, a todos salvo al propio Onos. Este había conseguido repelerla, la verdadera medida de su extraordinaria pericia marcial.

¿Era ella? ¿Había sangre que no vi en sus manos? Ese polvo seco y desmenuzado que encontré en mi piel y pensé que procedía del cuenco de pintura volcado. Huyó de Onos… vino a mí, en mi cueva de la vergüenza.

¿Y a quién oí en el pasaje que había detrás? Mientras hacíamos el amor, ¿se topó alguien con nosotros y vio lo que yo no pude?

—No hace falta que digas más, Onrack —dijo Trull en voz baja.

Cierto. Y si yo fuera de carne mortal, me verías llorar, y dirías lo que acabas de decir. Por tanto, mi dolor no pasa desapercibido a tus ojos, Trull Sengar. Y sin embargo, todavía me preguntas por qué proclamé mi voto

—El rastro de los renegados está… fresco —dijo Onrack tras un momento.

Trull esbozó una media sonrisa.

—Y tú disfrutas matando.

—El arte encuentra nuevas formas, edur. Desafía al silencio que le imponen. —El t’lan imass se volvió lentamente para mirarlo—. Por supuesto, ha habido cambios. Ya no soy libre de dedicarme a esa caza… a menos que tú desees lo mismo.

Trull hizo una mueca y examinó las tierras que quedaban al sudoeste.

—Bueno, no es una perspectiva tan tentadora como lo fue en otro tiempo, eso lo admito. Pero, Onrack, esos renegados son agentes en la traición de mi pueblo y tengo intención de descubrir todo lo que pueda sobre su papel. Así pues, debemos encontrarlos.

—Y hablar con ellos.

—Hablar con ellos primero, sí, y después puedes matarlos.

—No creo que sea ya capaz, Trull Sengar. Estoy demasiado deteriorado. Con todo, nos persiguen Monok Ochem e Ibra Gholan. Ellos bastarán.

El tiste edur giró la cabeza al oírlo.

—¿Solo ellos dos? ¿Estás seguro?

—Mis poderes se han reducido, pero sí, eso creo.

—¿Están muy cerca?

—Eso no importa. Contuvieron sus deseos de venganza… para que yo los guíe hasta aquellos a los que persiguen desde el comienzo.

—Sospechan que te unirás a los renegados, ¿verdad?

—Parientes destrozados. Sí, eso sospechan.

—¿Y lo harás?

Onrack estudió al tiste edur por un momento.

—Solo si tú lo haces, Trull Sengar.

Estaban justo al borde de la tierra cultivada así que era relativamente fácil evitar el contacto con cualquiera de los habitantes de la zona. El solitario camino que cruzaban estaba vacío de seres vivos en ambas direcciones hasta donde alcanzaba la vista. Tras los campos irrigados, el tosco paisaje natural se reafirmaba. Terrones de hierbas, extensiones de gravilla alisada por el agua que permanecía en los barrancos y las quebradas secas, algún que otro guldindha.

Las colinas que tenían por delante eran dentadas, el lado de enfrente arañaba los acantilados cercanos.

Esas colinas eran donde los t’lan imass habían roto las capas de hielo, la primera línea de resistencia. Para proteger los lugares sagrados, las cuevas ocultas, las canteras de pedernal. Donde, en esos momentos, se situaban las armas de los caídos.

Armas que a estos renegados les gustaría reclamar.

No había forma de ubicar la hechicería que investía esas hojas de piedra, al menos con respecto a Tellann. Esas piedras alimentarían a los que las empuñaran, siempre que fueran familia de los creadores o creadas por esas mismas manos mucho tiempo atrás. Imass, entonces, ya que el arte entre los pueblos mortales se había perdido hace siglos. Además, el hallazgo de esas armas les proporcionaría a los renegados la libertad definitiva, pues romperían el poder de Tellann que apresaba sus cuerpos.

—Hablaste de una traición a tu clan —dijo Trull Sengar cuando se acercaban a las colinas—. Parecen antiguos recuerdos, Onrack.

—Quizás estemos destinados a repetir nuestros crímenes, Trull Sengar. He recuperado recuerdos, todo lo que había creído perdido. No sé por qué.

—¿La fractura del ritual?

—Es posible.

—¿Cuál fue tu delito?

—Atrapé a una mujer en el tiempo. O eso parecía. Pinté su retrato en una cueva sagrada. Creo ahora que, al hacerlo, fui responsable de los terribles asesinatos que se sucedieron, que fui el responsable de que ella dejara el clan. No podía unirse al ritual que nos convertía en inmortales ya que, por mi mano, ella ya lo era. ¿Lo sabía? ¿Por eso desafió a Logros y a la primera espada? No hay forma de responder a eso. ¿Qué locura le arrebató la razón para que quisiera matar a sus parientes más cercanos, para que, de hecho, intentara matar a la propia primera espada, su propio hermano?

—Una mujer que no era tu compañera, entonces.

—No. Era invocahuesos. Una soletaken.

—Pero tú la amabas.

Un encogimiento de hombros sesgado.

—La obsesión es su propio veneno, Trull Sengar.

Un estrecho camino de cabras se internaba en la cordillera, escarpado y zigzagueante en su ascenso. Empezaron a subir.

—Me gustaría oponerme —dijo el tiste edur— a esa noción de que estamos condenados a repetir nuestros errores, Onrack. ¿Acaso no se aprende la lección? ¿La experiencia no lleva a la sabiduría?

—Trull Sengar. Acabo de traicionar a Monok Ochem y a Ibra Gholan. He traicionado a los t’lan imass pues decidí no aceptar mi destino. Así pues, el mismo delito que cometí hace tanto tiempo. Siempre he ansiado la soledad, estar lejos de los míos. En el reino del Naciente estaba contento. Como lo estaba en las cuevas sagradas que esperan más adelante.

—¿Contento? ¿Y ahora, en este momento?

Onrack se quedó callado un instante.

—Cuando los recuerdos regresan, Trull Sengar, la soledad es una ilusión, pues en cada silencio rebosa una búsqueda clamorosa de significado.

—Pareces más… mortal con cada día que pasa, amigo mío.

—Defectuoso, quieres decir.

El tiste edur lanzó un gruñido.

—Incluso así. Pero mira lo que estás haciendo ahora mismo, Onrack.

—¿A qué te refieres?

Trull Sengar se detuvo en el camino y miró al t’lan imass. Lucía una sonrisa triste.

—Estás volviendo a casa.

A poca distancia estaban acampados los tiste liosan. Magullados pero vivos. Lo que, reflexionó Malachar, al menos era algo.

Unas estrellas extrañas destellaban en el cielo, la luz vacilaba como si se desbordaran las lágrimas. El paisaje que se extendía bajo ellas parecía un terreno yermo y sin vida de roca y arena curtidas por el tiempo.

La hoguera que habían hecho, al socaire de una duna encorvada, había atraído a unas raras polillas del tamaño de pequeños pájaros, así como a una serie de otras criaturas voladoras, incluyendo unos lagartos con alas. Un enjambre de moscas había descendido sobre ellos poco antes y los habían picado con saña antes de desvanecerse tan rápido como habían llegado. Y esas picaduras parecían agitarse, como si los insectos hubieran dejado algo a su paso.

Había, o eso le parecía a Malachar, un ambiente… desagradable en aquel reino. Se rascó uno de los bultos del brazo y siseó cuando sintió algo que se retorcía bajo la piel caliente. Se volvió de nuevo hacia el fuego y estudió a su senescal.

Jorrude estaba arrodillado junto a la hoguera con la cabeza baja (una postura que no había cambiado en cierto tiempo) y la preocupación de Malachar se profundizó. Enias se había agachado cerca del senescal, listo para moverse si otro ataque de angustia se apoderaba de su señor, pero esas inquietantes sesiones se daban cada vez con menos frecuencia. Orenas continuaba vigilando a los caballos y Malachar sabía que estaba con la espada lista en la oscuridad, más allá de la luz del fuego.

Algún día habría un ajuste de cuentas con el t’lan imass, lo sabía. Los tiste liosan habían llevado a cabo el ritual de buena fe. Se habían mostrado demasiado abiertos. Nunca confíes en un cadáver. Malachar no sabía si la advertencia se encontraba en el texto sagrado de las Visiones de Osric. Si no era así, ya se encargaría él de que se añadiera a la sabiduría colectiva de los tiste liosan. Cuando regresemos. Si regresamos.

Jorrude se irguió poco a poco. El dolor había hecho estragos en su rostro.

—El guardián está muerto —anunció—. Nuestro reino ha sido atacado, pero nuestros hermanos y hermanas han sido advertidos y en estos momentos acuden a las puertas. Los tiste liosan resistirán. Hasta el regreso de Osric, resistiremos. —Se dio la vuelta con lentitud para mirarlos de uno en uno, incluyendo a Orenas, que había salido de las sombras sin hacer ruido—. Para nosotros, otra tarea. La que nos asignaron y hemos de completar. En este reino, en alguna parte, daremos con los intrusos. Los ladrones del fuego. He buscado y nunca han estado más cerca de mis sentidos. Se hallan en este mundo y los encontraremos.

Malachar esperó, pues sabía que había más.

Jorrude sonrió entonces.

—Hermanos míos. No sabemos nada de este lugar. Un inconveniente solo temporal pues también he percibido la presencia de un viejo amigo de los tiste liosan. No muy lejos. Lo buscaremos, nuestra primera tarea, y le pediremos que nos ponga al corriente de los rigores de esta tierra.

—¿Quién es ese viejo amigo, senescal? —preguntó Enias.

—El Hacedor del Tiempo, hermano Enias.

Malachar asintió poco a poco. Un amigo de los tiste liosan, desde luego. Asesino de los diez mil. Icarium.

—Orenas —dijo Jorrude—, prepara los caballos.