¿Cuántas veces, querido viajero, recorrerás el mismo sendero?
Kayessan
Al norte, el polvo del ejército imperial oscurecía las colinas cubiertas de bosques de Vathar. Eran las últimas horas de la tarde, las más calurosas del día, cuando el viento moría y las rocas irradiaban calor como losas en una chimenea. El sargento Cuerdas permanecía inmóvil bajo su manto impermeable de color ocre, tirado en el suelo y estudiando las tierras del sudoeste. El sudor le corría por la cara y le picaba en la barba roja moteada de óxido.
Tras un largo momento estudiando la masa de guerreros montados que habían salido del polvoriento odhan a su espalda, Cuerdas levantó una mano enguantada e hizo un gesto.
El resto de su pelotón se levantó de su escondite y salió poco a poco de la cima. El sargento los observó hasta que encontraron refugio de nuevo y después se dio la vuelta sin ruido y los siguió.
Interminables escaramuzas con asaltantes en las últimas semanas, habían empezado justo a las afueras de Dojal y habían continuado con más enfrentamientos acalorados con tribus kherahn dhobri en Tathimon y Sanimon…, pero nada parecido al ejército que los seguía. Tres mil guerreros, como mínimo, de una tribu que no habían visto antes. Un número incontable de estandartes bárbaros se alzaban sobre la hueste, lanzas altas coronadas por gallardetes deshilachados, astas, cuernos y cráneos. El brillo de las armaduras de escamas de bronce era visible bajo las telabas y pieles negras, así como (más prolífica) una extraña armadura grisácea que era demasiado flexible para ser otra cosa que cuero. Los yelmos, por lo que Cuerdas podía distinguir desde lejos, parecían sofisticados, muchos de ellos con alas de cuervos, de cuero curtido y bronce.
Cuerdas se deslizó hasta donde esperaba su pelotón. Todavía tenían que entablar combate cuerpo a cuerpo, y su experiencia total en la lucha ascendía a poco más que disparar las ballestas y a defender la línea muy de vez en cuando. De momento… todo bien. El sargento miró a Sonrisas.
—De acuerdo, está decidido, súbete a ese desdichado caballo de ahí abajo, muchacha, y acércate a ver al teniente. Parece que tenemos una lucha en puertas.
El sudor había abierto canales por el polvo que cubría la cara de la mujer. La soldado asintió y después se escabulló.
—Botella, ve a la posición de Gesler y que le dé el recado a Borduke. Quiero una reunión. Rápido, antes de que sus exploradores lleguen aquí.
—Sí, sargento.
Tras un momento, Cuerdas sacó la bota de agua y se la pasó al cabo Chapapote, después le dio unos golpecitos a Sepia en el hombro y los dos se dirigieron al risco.
Se acomodaron uno junto al otro para continuar estudiando el ejército que tenían abajo.
—Estos podrían acabar con nosotros —murmuró el sargento—. Claro que cabalgan tan juntos que me pregunto…
Sepia lanzó un gruñido con los ojos casi cerrados.
—Aquí hay algo que no me encaja, Viol. Saben que estamos cerca, pero no van en formación de batalla. Deberían haberse contenido hasta la noche y después atacarnos por toda la formación. ¿Y, además, dónde están sus exploradores?
—Bueno, esos escoltas…
—Demasiado cerca. Las tribus de por aquí no hacen esas cosas…
Un pequeño desprendimiento de piedras repentino y Cuerdas y Sepia se dieron la vuelta… y vieron a unos jinetes llegando a la cima del risco a ambos lados de ellos y a otros apareciendo a medio galope en la ladera de atrás, a punto de caer sobre su pelotón.
—¡Que el Embozado nos lleve! ¿Por dónde…?
Resonaron gritos de guerra agudos y aparecieron armas agitándose en el aire, pero los guerreros montados tiraron luego de las riendas, se levantaron en los estribos y rodearon al pelotón.
Cuerdas frunció el ceño y se puso en pie. Una mirada al ejército de abajo le mostró a la vanguardia subiendo la ladera a medio galope. El sargento miró a Sepia a los ojos y se encogió de hombros.
El zapador le respondió con una mueca.
Escoltados por los jinetes del risco, los dos soldados bajaron hasta donde se encontraban Chapapote y Koryk. Los dos tenían las ballestas cargadas, aunque ya no apuntaban a los nativos que hacían girar sus monturas dibujando un círculo de cabriolas a su alrededor. Algo más abajo, Cuerdas vio aparecer a Gesler y su pelotón, junto con Botella; y su propia compañía de guerreros montados.
—Sepia —murmuró el sargento—, ¿chocasteis con estos al norte del río Vathar?
—No. Pero creo que sé quiénes son.
Ninguno de los exploradores llevaba una armadura de bronce. Con el cuero gris bajo los mantos y las pieles del color del desierto tenían un extraño aspecto de reptil. Se habían pegado alas de cuervo a los antebrazos, como aletas echadas hacia atrás. Tenían la cara muy pálida para los estándares de la zona, con barbas y largos bigotes poco habituales por allí. Unos tatuajes de lágrimas negras les cubrían las mejillas curtidas por el tiempo.
Aparte de las lanzas, unas vainas de madera cubiertas de pelo les colgaban de la espalda con unos talwares de hojas pesadas. Todos tenían pendientes de patas de cuervo colgándoles bajo los yelmos.
La vanguardia de la tribu alcanzó la cima sobre ellos y se detuvo al tiempo que, en el lado contrario, aparecía una compañía de oficiales wickanos, setis y malazanos.
Que Beru nos proteja, está con ellos la mismísima consejera. Y también el puño Gamet, Nada, Menos y Temul, así como el capitán Keneb y el teniente Ranal.
Las dos fuerzas montadas se miraron desde ambos lados del barranco ensombrecido y Cuerdas vio que Temul se sobresaltaba de forma visible y luego se inclinaba para hablar con la consejera. Un momento después, Tavore, Gamet y Temul se adelantaban.
Desde la vanguardia de la tribu, un único jinete comenzó a descender por la ladera trasera. Un cacique, supuso Cuerdas. El hombre era enorme, llevaba dos talwares atados a un arnés que le cruzaba el pecho, uno de ellos roto justo por encima de la empuñadura. Las lágrimas negras tatuadas en sus amplias mejillas parecían haber sido excavadas en la propia carne. Se acercó con el caballo casi hasta donde se encontraban Cuerdas y Sepia y se detuvo a su lado.
Señaló con un gesto de la cabeza al grupo que se acercaba y preguntó en un tosco malazano:
—¿Esta es la mujer corriente que os lidera?
Cuerdas hizo una mueca y después contestó.
—La consejera Tavore, sí.
—Nos hemos encontrado a los kherahn dhobri —dijo el cacique, después sonrió—. No os hostigarán más, malazanos.
Llegaron entonces Tavore y sus oficiales y se detuvieron a cinco pasos de distancia.
—Bienvenido seas —dijo la consejera—, caudillo de los khundryl. Soy la consejera Tavore Paran, comandante del Decimocuarto Ejército del Imperio de Malaz.
—Soy Hiel y somos las Lágrimas Quemadas de los khundryl.
—¿Las Lágrimas Quemadas?
El hombre hizo un gesto de dolor.
—Ala Negra, líder de los wickanos. Hablé con él. Mis guerreros querían desafiarlos, ver quiénes eran los más grandes guerreros de todos. Luchamos con ganas, pero nos dieron una lección de humildad. Ala Negra está muerto, su clan destruido y los Mataperros de Korbolo Dom bailan sobre su nombre. No dejaremos eso así y por eso hemos venido. Tres mil, todos los que lucharon por Ala Negra la primera vez. Hemos cambiado, consejera. Ya no somos lo que fuimos. Lloramos nuestra propia pérdida y por tanto permaneceremos perdidos, para toda la eternidad.
—Tus palabras me entristecen, Hiel —respondió Tavore con voz temblorosa.
Mucho cuidado, muchacha…
—Nos gustaría unirnos a ti —dijo con voz ronca el caudillo khundryl—, pues no tenemos otro sitio al que ir. Las paredes de nuestras yurtas nos son extrañas. Las caras de nuestras esposas, maridos, hijos (todos aquellos a los que una vez amamos y que una vez nos amaron) nos son desconocidas ahora. Como el propio Ala Negra, somos como fantasmas en este mundo, en esta tierra que en otro tiempo fue nuestro hogar.
—¿Os gustaría uniros a nosotros para luchar bajo mi mando, Hiel?
—Nos gustaría.
—Queréis vengaros de Korbolo Dom.
El hombre negó con la cabeza.
—Eso llegará, sí. Pero queremos remediar el fracaso.
La consejera frunció el ceño bajo el yelmo.
—¿Remediar? Según el relato de Temul, luchasteis con valentía y bien. Sin vuestra intercesión, la cadena de perros habría caído en Sanimon. Los refugiados habrían sido masacrados…
—Pero después nos fuimos, regresamos a nuestras tierras, consejera. Pensamos solo en lamer nuestras propias heridas. Mientras la cadena continuaba su marcha. Rumbo a nuevas batallas. A su última batalla. —El hombre lloraba ya de forma abierta, y un siniestro sonido agudo se alzó de las gargantas de los otros guerreros montados presentes—. Deberíamos haber estado allí. Eso es todo.
La consejera no dijo nada durante un largo momento.
Cuerdas se quitó el casco y se secó el sudor de la frente. Volvió a mirar ladera arriba y vio una línea sólida de khundryl en el risco. Silenciosos. A la espera. Tavore carraspeó. —Hiel, caudillo de las Lágrimas Quemadas… el Decimocuarto Ejército te da la bienvenida.
El rugido de respuesta hizo temblar el suelo bajo sus pies. Cuerdas se volvió y miró a Sepia a los ojos. Tres mil veteranos de este condenado desierto, por el Embozado. Reina de los Sueños, tenemos una oportunidad. Por fin parece que tenemos una oportunidad. No necesitó decirlo en voz alta para saber que Sepia lo había entendido, porque el hombre asintió poco a poco.
Pero Hiel no había terminado. Ya se diera cuenta o no de todo lo que significó su siguiente gesto (y no, al final Cuerdas llegaría a la conclusión que no podía saberlo), con todo… El caudillo recogió las riendas y avanzó un poco más, pasó junto a la consejera y detuvo el caballo delante de Temul, después desmontó.
Tres zancadas. Bajo la mirada de más de trescientos wickanos y quinientos setis, el fornido khundryl (con los ojos grises clavados en Temul) se detuvo. Después se descolgó el talwar roto y se lo ofreció al joven wickano.
Temul estaba pálido cuando bajó las manos para aceptarlo.
Hiel dio un paso atrás y poco a poco hincó una rodilla en tierra.
—No somos wickanos —dijo el caudillo entre dientes—, pero lo juro, haremos todo lo posible por serlo. —Y bajó la cabeza.
Temul continuó sentado, inmóvil, luchando de forma visible con un torrente de emociones y Cuerdas se dio cuenta de repente que el muchacho no sabía cómo responder, no sabía qué hacer.
El sargento dio un paso y después levantó el casco como si fuera a ponérselo otra vez. Temul captó el destello de movimiento, parecía a punto de desmontar y se quedó paralizado al encontrarse con la mirada de Cuerdas.
Una ligera sacudida de la cabeza. ¡No te muevas de esa silla, Temul! El sargento levantó una mano y se tocó la boca. Habla. ¡Responde con palabras, muchacho!
El comandante se acomodó poco a poco otra vez en la silla y después se irguió.
—Hiel de las Lágrimas Quemadas —dijo con apenas un temblor en la voz—. Ala Negra ve a través de los ojos de cada wickano presente. Lo ve y responde. Levántate. En nombre de Ala Negra, yo, Temul del clan Cuervo, os acepto… Lágrimas Quemadas… del clan Cuervo, de los wickanos. —Después cogió el lazo de cuero al que estaba atado el talwar roto y se lo colgó de los hombros.
Con el sonido de una ola subiendo por una franja de playa de una legua, se desenvainaron armas por todo el risco, un saludo militar expresado solo con el hierro.
Un escalofrío atravesó a Cuerdas.
—Por el aliento del Embozado —murmuró Sepia por lo bajo—. Eso da más miedo que los gritos de guerra.
Sí, y tan siniestro como la sonrisa del Embozado. Volvió a mirar a Temul y vio que el wickano lo observaba. El sargento se puso el casco una vez más y después sonrió y asintió. Perfecto, muchacho. Yo no lo habría hecho mejor.
Temul ya no estaba solo y rodeado por irritables lobos artríticos que se empeñaban en no aceptar su mando. No, el muchacho tenía a Hiel y a tres mil guerreros sangrientos que respaldaban sus órdenes. Y ya se ha dicho la última palabra. Hiel, si fuera un hombre religioso, quemaría un ala de cuervo en tu nombre esta noche. Que el Embozado me lleve, puede que lo haga de todos modos.
—Hiel de las Lágrimas Quemadas —anunció la consejera—. Por favor, reúnete con nosotros en nuestro cuartel general. Podemos comentar la disposición de tus fuerzas con una comida… aunque sea una comida modesta…
El khundryl se irguió al fin y miró a la consejera.
—¿Modesta? No. Hemos traído nuestra propia comida y esta noche habrá un festín, ¡ni un solo soldado se quedará sin al menos un bocado de bhederin o jabalí! —Se dio la vuelta y examinó a su séquito hasta que dio con el que buscaba—. ¡Imrahl! ¡Arrastra ese corpachón de regreso a las carretas y tráelas aquí! ¡Y busca a los doscientos cocineros, a ver si ya se han despejado! ¡Y si siguen borrachos, quiero sus cabezas!
El guerrero llamado Imrahl, una figura anciana y escuálida que parecía nadar bajo una arcaica armadura de bronce, respondió con una amplia y espeluznante sonrisa, después hizo girar el caballo en redondo y lo espoleó para subir a medio galope por la ladera.
Hiel se giró y levantó las dos manos hacia el cielo, las alas de cuervo que llevaba sujetas a los antebrazos parecieron abrirse de golpe bajo ellos.
—¡Que los Mataperros tiemblen! —rugió—. ¡Las Lágrimas Quemadas han dado comienzo a la cacería!
Sepia se acercó a Cuerdas.
—Problema resuelto, el muchacho wickano por fin pisa terreno firme. Una herida cerrada y solo pa ver cómo se abre otra.
—¿Otra? —Oh. Sí, cierto. El fantasma de ese puño wickano no hace más que levantarse, una y otra vez. Pobre chica.
—Como si la herencia de Coltaine no estuviera ya pisándole los talones como un perro… y perdona el juego de palabras —continuó el zapador—. Aunque, vaya, la chica está poniendo al mal tiempo buena cara…
Qué remedio. Cuerdas miró a su pelotón.
—Recoged el equipo, soldados. Tenemos piquetes que levantar… antes de comer. —Cuando los oyó gemir frunció el ceño—. Y os podéis considerar afortunados, que se os escaparan esos exploradores no dice mucho de nuestras habilidades, ¿verdad?
Los observó reunir el equipo. Gesler y Borduke se acercaban con sus propios pelotones. Sepia rezongó junto al sargento.
—Por si se te ha olvidado, Viol —dijo en voz muy baja—, nosotros tampoco vimos a los muy cabrones.
—Tienes razón —respondió Cuerdas—, se me ha olvidado por completo. Oh, allá va otra vez. Olvidado.
Sepia se rascó el rastrojo de la pesada quijada.
—Qué raro, ¿de qué estábamos hablando?
—De bhederin y jabalí. Carne fresca.
—Eso. Se me hace la boca agua con solo pensarlo.
Gamet se detuvo junto a la tienda de mando. La jarana continuaba en pleno apogeo y los khundryl recorrían el campamento rugiendo sus barbáricas canciones. Habían abierto jarras de leche fermentada y el puño tenía la lúgubre certeza de que más de una barriga de carne, medio cruda medio quemada, había regresado a la tierra de forma prematura más allá de las hogueras, o volvería en el corto espacio de tiempo que quedaba para el amanecer.
La marcha del día siguiente se había reducido a la mitad por orden de la consejera, aunque hasta cinco campanadas de camino seguramente iban a hacer que la mayor parte de los soldados lamentaran los excesos de esa noche.
O quizá no.
Observó a un infante de marina de su propia legión pasar junto a él dando tropezones, una mujer khundryl lo cabalgaba rodeándole la cintura con las piernas y el cuello con los brazos. La mujer estaba desnuda y el infante casi. La pareja se desvaneció zigzagueando en la oscuridad.
Gamet suspiró, se ciñó mejor el manto y después se dio la vuelta y se acercó a los dos wickanos que hacían guardia junto a la tienda de la consejera.
Eran del Cuervo, cabello gris y aspecto desdichado. Al reconocer al puño, se apartaron a ambos lados de la entrada. Gamet pasó entre los dos y se agachó para meterse entre las solapas.
Todos los demás oficiales se habían ido, solo habían quedado la consejera y Hiel, este último despatarrado en un inmenso sillón de madera y aspecto antiguo que había llegado en las carretas khundryl. El caudillo se había quitado el yelmo y revelado una mata de cabello rizado, largo y negro, reluciente de grasa. El tono oscuro como la noche era tinte, sospechaba Gamet, pues el hombre había visto al menos cincuenta veranos. Las puntas del bigote le descansaban en el pecho y parecía medio dormido, una jarra sujeta por el mango de arcilla con una mano enorme. La consejera se encontraba cerca, de pie, con los ojos bajos y clavados en un brasero, como si estuviera sumida en sus pensamientos.
Si fuera artista, pintaría esta escena. Este momento preciso, y dejaría que el espectador se preguntara qué era. Se acercó a la mesa de mapas, donde esperaba otra jarra de vino.
—Nuestro ejército está borracho, consejera —murmuró mientras se llenaba una copa.
—Como nosotros —dijo Hiel con voz profunda—, vuestro ejército está perdido.
Gamet observó a Tavore, pero no hubo reacción que pudiera medir. Respiró hondo y después miró al khundryl.
—Todavía hemos de librar una batalla importante, caudillo. Así pues, aún no sabemos lo que valemos. Eso es todo. No estamos perdidos…
—Solo que no os habéis encontrado todavía —terminó Hiel enseñándole los dientes. Echó un buen trago de su jarra.
—¿Lamentas la decisión de unirte a nosotros, entonces? —preguntó Gamet.
—En absoluto, puño. Mis chamanes han leído las arenas. Se han enterado de muchas cosas sobre vuestro futuro. El Decimocuarto Ejército tendrá una larga vida, pero será una vida agitada. Estáis condenados a buscar, destinados a ir por siempre a la caza… de lo que ni siquiera vosotros sabéis, ni, quizá, sabréis jamás. Como las arenas mismas, vagaréis por toda la eternidad.
Gamet había fruncido el ceño.
—No es mi deseo ofender, caudillo, pero no tengo mucha fe en la adivinación. Ningún mortal, ni dios, puede decir a qué estamos condenados o destinados. El futuro sigue siendo una incógnita, lo único en lo que no podemos forzar patrón alguno.
El khundryl lanzó un gruñido.
—Patrones, el sustento de los chamanes. Pero no solo de ellos, ¿no? La baraja de los Dragones, ¿no se utiliza para adivinaciones?
Gamet se encogió de hombros.
—Los hay que tienen en gran estima la baraja, pero yo no soy uno de ellos.
—¿No ves acaso patrones en la historia, puño? ¿Estás ciego a los ciclos que todos sufrimos? Contempla este desierto, estos yermos que cruzas. El tuyo no es el primer imperio que quiere reclamarlo. ¿Y qué hay de las tribus? Antes de los khundryl, antes de los kherahn dhobri y los tregyn, estaban los sanid, y los oruth, y antes que ellos estaban otros cuyos nombres se han desvanecido. Contempla las ciudades en ruinas, los viejos caminos. El pasado está compuesto por patrones y esos patrones permanecen bajo nuestros pies; las estrellas del cielo revelan sus propios patrones, pues las estrellas que contemplamos cada noche no son más que una ilusión del pasado. —Volvió a levantar la jarra y la estudió un momento—. Así pues, el pasado se encuentra por debajo y por encima del presente, puño. Esa es la verdad que abrazan mis chamanes, los huesos a los que el futuro se aferra como un músculo.
La consejera se volvió poco a poco para estudiar al caudillo.
—Llegaremos al cruce de Vathar mañana, Hiel. ¿Qué vamos a encontrar?
Los ojos del khundryl destellaron.
—Eso eres tú la que debes decidirlo, Tavore Paran. Es un lugar de muerte y a ti te dedicará sus palabras, palabras que el resto de nosotros no oiremos.
—¿Has estado allí? —preguntó la mujer.
El caudillo asintió, pero no añadió nada más.
Gamet tomó un buen sorbo de vino. Había algo extraño esa noche, allí, en ese momento, en la tienda de la consejera, que le ponía la piel de gallina. Se sentía fuera de lugar, como un simplón que se encontrara de repente en compañía de eruditos. La parranda del campamento se estaba agotando y, llegado el alba, sabía que reinaría el silencio. El sopor del borracho siempre era una pequeña muerte. El Embozado caminaba allí donde el yo se había alzado y el paso de la estela del dios enfermaba después la carne mortal.
Dejó la copa en la mesa de mapas.
—Si me perdonan —murmuró—, el aire aquí dentro está demasiado… cargado.
Ninguno respondió cuando regresó a la solapa.
Fuera, en la calle, más allá de los dos guardias wickanos inmóviles, Gamet hizo una pausa y levantó la cabeza. Conque luz antigua, ¿eh? Si es así, entonces los patrones que yo veo… puede que hayan muerto hace mucho tiempo. No, eso sería insoportable. Es una de esas verdades que no sirven de nada, pues no ofrece nada salvo trastornos.
Y él no necesitaba combustible para ese fuego frío. Era demasiado viejo para aquella guerra. Bien sabe el Embozado que tampoco lo disfruté mucho la primera vez. La venganza les pertenecía a los jóvenes, después de todo. Esa época en la que las emociones arden con más calor, cuando la vida era lo bastante afilada como para cortar lo que fuera, lo bastante fiera como para abrasar el alma.
Lo sobresaltó el paso de un gran perro pastor. La cabeza grande, los músculos ondulándose bajo una piel moteada y literalmente cosida con un sinfín de cicatrices, la silenciosa bestia descendió sin ruido por el pasillo que quedaba entre las filas de tiendas. Un momento después, desapareció en la oscuridad.
—Me ha dado por seguirlo —dijo una voz tras él.
Gamet se dio la vuelta.
—Capitán Keneb. Me sorprende encontrarlo todavía despierto.
El soldado se encogió de hombros.
—El jabalí no me ha sentado demasiado bien, señor.
—Más bien esa leche fermentada que han traído los khundryl, ¿cómo dicen que se llama?
—Urtathan. Pero no, no es la primera vez que experimento con ese brebaje, así que preferí evitarlo. Llegada la mañana, sospecho que tres cuartas partes del ejército habrán alcanzado una sabiduría parecida.
—¿Y la cuarta parte restante?
—Muertos. —Sonrió al ver la expresión de Gamet—. Disculpe, señor, no hablaba del todo en serio. El puño le hizo un gesto al capitán para que lo acompañara y echaron a andar.
—¿Por qué sigue a ese perro, Keneb?
—Porque conozco su historia, señor. Sobrevivió a la cadena de perros. Desde Hissar a la Ladera, a las afueras de Aren. Lo vi caer casi a los pies de Coltaine. Empalado por lanzas. No debería haber sobrevivido.
—¿Y cómo lo hizo?
—Gesler.
Gamet frunció el ceño.
—¿El sargento de los infantes de marina de nuestra legión?
—Sí, señor. Lo encontró, así como a otro perro. Lo que pasó después yo no lo sé, pero la dos bestias se recuperaron de lo que deberían haber sido heridas mortales.
—Quizás un sanador…
Keneb asintió.
—Quizá, pero ninguno de la Guardia de Blistig… He hecho averiguaciones. No, hay un misterio por resolver ahí. No solo los perros, sino el propio Gesler, y su cabo, Tormenta, y un tercer soldado, ¿no ha observado el extraño tono de su piel? Son falari, pero los falari son un pueblo de tez pálida y el moreno del desierto no tiene ese aspecto. Es curioso también, porque fue Gesler el que trajo el Silanda.
—¿Cree que han hecho algún pacto con un dios, capitán? Ese tipo de culto está prohibido en el ejército imperial.
—No puedo responder a eso, señor. Ni tengo pruebas suficientes para acusarlos de algo así. Hasta el momento he mantenido al pelotón de Gesler y a unos cuantos más en la retaguardia de la columna.
El puño gruñó.
—Esa noticia es inquietante, capitán. No confía en sus propios soldados. Y es la primera vez que me lo comenta. ¿Se ha planteado enfrentarse al sargento directamente?
Habían llegado al límite del campamento. Ante ellos se extendía una línea irregular de colinas y, a la derecha, el bosque oscuro de Vathar.
Ante las preguntas de Gamet, Keneb suspiró y asintió.
—Ellos tampoco confían en mí, puño. Corre un rumor por mi compañía… Que abandoné a mis últimos soldados en el momento del levantamiento.
¿Y los abandonaste, Keneb? Gamet no dijo nada.
Pero pareció que el capitán había oído la tácita pregunta de todos modos.
—No los abandoné, aunque no negaré que algunas de las decisiones que tomé por aquel entonces podrían dar motivos para cuestionar mi lealtad al Imperio.
—Será mejor que explique eso —dijo Gamet en voz baja.
—Tenía familia conmigo. Intentaba salvarlos y durante un tiempo no importó nada más. Señor, compañías enteras se entregaron a los rebeldes. No se sabía en quién se podía confiar. Y resultó que mi comandante…
—No hace falta que diga más, capitán. He cambiado de opinión. No quiero saberlo. ¿Y su familia? ¿Consiguió salvarlos?
—Sí, señor. Con un poco de ayuda muy oportuna de un abrasapuentes declarado en rebeldía…
—¿Un qué? ¿Quién, en el nombre del Embozado?
—El cabo Kalam, señor.
—¿Está aquí? ¿En Siete Ciudades?
—Lo estaba. De camino, creo, a ver a la emperatriz. Por lo que entendí, tenía unos asuntos que quería, bueno, plantearle. En persona.
—¿Quién más sabe todo esto?
—Nadie, señor. He oído la historia, que a los Abrasapuentes los borraron de la faz de la tierra. Pero puedo decirle que Kalam no se encontraba entre ellos. Estaba aquí, señor. En cuanto al lugar donde está ahora, quizá solo lo sepa la emperatriz.
Hubo una mancha de movimiento en las hierbas, a unos veinte pasos de distancia. Ese perro. El Embozado sabrá lo que está tramando.
—De acuerdo, capitán. Mantenga a Gesler en la retaguardia por ahora. Pero en algún momento, antes de la batalla, tendremos que ponerlo a prueba. Necesito saber si es de fiar.
—Sí, señor.
—Su bestia anda vagando por ahí fuera.
—Lo sé. Cada noche. Como si buscara algo. Creo que podría ser… a Coltaine. Busca a Coltaine. Y me rompe el corazón, señor.
—Bueno, si es verdad, capitán, que ese perro está buscando a Coltaine, admito que me sorprende.
—¿A qué se refiere, señor?
—A que el muy cabrón está aquí. Habría que ser ciego, tonto y sordo para no darse cuenta, capitán. Buenas noches. —Se dio la vuelta y se alejó a zancadas, le apetecía lanzar un buen escupitajo, pero sabía que el sabor amargo que tenía en la boca no lo abandonaría con tanta facilidad.
El fuego se había apagado hacía ya un buen rato. Envuelto en su manto, Cuerdas, sentado ante él, miraba, pero no veía los ladrillos estratificados de cenizas que era todo lo que quedaba de los trozos de estiércol. A su lado estaba echado el escuálido perro faldero hengese que Verdad decía que se llamaba Cucaracha. El hueso que mordía la criatura era más grande que él, y si ese hueso hubiera tenido dientes y hambre, sería él el que se estaría comiendo al perrito.
Compañía satisfecha, así pues, para burlarse de esa noche miserable. Las formas tapadas de su pelotón yacían inmóviles por todos lados. Tras levantar los piquetes y hacer después la primera guardia estaban demasiado agotados para emborracharse, y las barrigas llenas no habían tardado en sumirlos en el sueño. Muy bien, caviló Cuerdas, estarían entre los pocos que se salvarían de los estragos de la resaca en unas cuantas campanadas. Hasta Sepia tenía que despertar todavía, como era su costumbre, o quizá tenía los ojos abiertos, allí tirado, dándole la espalda a la hoguera.
No importaba. La soledad que sufría Cuerdas no podía aliviarse con compañía, no con la compañía que podría encontrar allí, en cualquier caso. Ni tampoco eran sus pensamientos de los que querría compartir de buena gana.
Llevaban escupiendo polvo casi desde que comenzara la marcha. No era sitio para los infantes de marina, a menos que una persecución masiva amenazara la retaguardia de la columna, lo que no era el caso. No, Keneb los estaba castigando y Cuerdas no tenía ni idea de por qué. Ni siquiera el teniente, que de algún modo se las había arreglado para evitar estar presente para comandar a los pelotones, sabía muy bien cuáles podían ser los motivos del capitán. Aunque no está disgustado, por supuesto. Claro que, ¿cómo espera Ranal adquirir una reputación estelar con sus soldados tosiendo detrás del polvo de todo el Decimocuarto?
¿Y por qué a estas alturas no me importa ya un bledo?
El aire nocturno hedía a bilis, como si la mismísima Poliel acechara el campamento. La repentina adquisición de tres mil veteranos había contribuido mucho a levantar el ánimo del Decimocuarto; Cuerdas esperaba que no hubiera ningún mal presagio en las consecuencias.
De acuerdo, entonces, vamos a plantearnos el tema que tenemos entre manos. Este ejército ahora tiene una oportunidad. No necesita a cabrones como yo. Y además, ¿por qué iba a querer yo volver a Raraku? Lo odié ya la primera vez. Ya no soy ese necio joven y bocazas, no soy lo que fui en otro tiempo. ¿De veras pensaba que podía recuperar algo en ese desierto sagrado? ¿Qué, con exactitud? ¿Años perdidos? ¿Ese impulso de energía que pertenece a la juventud? A soldados como Sonrisas, Koryk, Botella y Chapapote. Me alisté en busca de venganza, pero ya no me llena la barriga como antes, bien sabe el Embozado que ya nada lo hace. Ni la venganza. Ni la lealtad. Ni siquiera la amistad. Maldito seas, Kalam, deberías haberme disuadido. Allí mismo, en Ciudad Malaz. Deberías haberme llamado imbécil a la cara.
El perro pastor de Gesler apareció caminando sin ruido.
Cucaracha lanzó un gruñido y la bestia más grande se detuvo, olisqueó el aire y después se acomodó a unos pasos de distancia. El perrito faldero regresó a su hueso.
—Acércate, pues, Gesler —murmuró Cuerdas.
Apareció el sargento con una jarra en una mano. Se sentó enfrente y estudió la jarra por un momento, después hizo un ruido de asco y la tiró a un lado.
—Ya no puedo emborracharme —dijo—. Ni yo, ni Tormenta ni Verdad. Estamos malditos.
—Se me ocurren maldiciones peores —murmuró Cuerdas.
—Bueno, a mí también, pero, con todo, el verdadero problema es que no puedo dormir. No podemos ninguno. Estuvimos en el cruce de Vathar, allí fue donde llevamos el Silanda para esperar a la cadena de perros. Donde me dieron un buen palizón también. Maldita sea, eso sí que me sorprendió. Pero bueno, que no estoy deseando verlo otra vez. No después de lo que pasó allí.
—Siempre que no se hayan llevado el puente —replicó Cuerdas.
Gesler lanzó un gruñido.
Ninguno de los dos habló durante un rato, y luego:
—Estás pensando en huir, ¿verdad, Viol?
El otro frunció el ceño.
Gesler asintió poco a poco.
—Se pasa mal cuando los pierdes. A los amigos, quiero decir. Te hace preguntarte por qué sigues aquí, por qué este maldito saco de sangre, músculos y huesos sigue en marcha. Así que echas a correr. ¿Y luego qué? Nada. No estás aquí, pero estés donde estés, sigues allí.
Cuerdas hizo una mueca.
—¿Se supone que tengo que encontrarle sentido a eso? Escucha, no es solo lo que les pasó a los Abrasapuentes. Es también lo de ser soldado. Lo de hacer todo esto otra vez. Me he dado cuenta de que ni siquiera me gustó mucho la primera vez. Tiene que llegar un punto, Gesler, en el que ya no es el sitio donde se debe estar, ni lo que se tiene que hacer.
—Puede, pero yo no lo he visto todavía. Todo se reduce a lo que se te da bien. Nada más, Viol. Tú ya no quieres ser soldado. Estupendo, ¿pero qué vas a hacer entonces?
—Fui aprendiz de cantero una vez…
—Y los aprendices tienen diez años, Violín. No son viejos cascarrabias a los que les crujen los huesos como es tu caso. Mira, solo hay una cosa que pueda hacer un soldado, y es ser soldado. ¿Quieres que acabe? Muy bien, tenemos una batalla encima. Debería darte oportunidades de sobra. Tírate encima de una espada y ya está. —Gesler hizo una pausa y señaló a Cuerdas con un dedo—. Pero ese no es el problema, ¿verdad? Es porque ahora tienes un pelotón y eres responsable de ellos. Eso es lo que no te gusta, y por eso estás pensando en echar a correr.
Cuerdas se levantó.
—Vete a acariciar a tu perro, Gesler. —Después se perdió en la oscuridad.
La hierba que pisaba estaba húmeda mientras se dirigía hacia los piquetes. Le dieron el alto con voz ahogada y él respondió, poco después se encontraba más allá del campamento. En el cielo, las estrellas habían empezado a retirarse y el cielo se iba iluminando. Las poliñeras volaban en remolinos de nubes hacia las colinas boscosas de Vathar, algún que otro rhizano se precipitaba entre ellas, lo que provocaba una explosión entre los insectos, que salían disparados solo para recuperar el grupo una vez pasado el peligro.
En el risco, a trescientos pasos de distancia del sargento, se encontraban media docena de lobos del desierto. Ya habían terminado con sus aullidos nocturnos y en ese momento se rezagaban por pura curiosidad, o quizá solo aguardaban la partida del ejército para poder descender sobre la cuenca y repartirse los restos.
Cuerdas se detuvo al oír un leve canturreo, bajo, triste y discordante, que parecía emanar de una depresión justo a ese lado del risco. Lo había oído otras noches, siempre más allá del campamento, pero nunca había sentido la inclinación de investigar. No había nada invitador en aquella música aflautada y atonal.
Pero en ese momento sintió que lo llamaba. Con voces conocidas. Con el corazón dolorido de repente, se acercó un poco más.
La depresión estaba repleta de hierbas amarillentas, pero habían aplanado un círculo en el centro. Los dos niños wickanos, Nada y Menos, estaban sentados allí, uno enfrente del otro, con el espacio entre ellos ocupado por un amplio cuenco de bronce.
Fuera lo que fuera lo que lo llenaba, estaba atrayendo mariposas, una veintena en ese momento, pero se iban reuniendo más.
Cuerdas dudó y después se dispuso a irse.
—¡Acércate más! —exclamó Nada con su voz aflautada—. ¡Rápido, ya sale el sol!
El sargento se acercó con el ceño fruncido. Cuando llegó al borde de la depresión, se detuvo, alarmado de repente. Lo rodeó un enjambre de mariposas, un frenesí de color amarillo pálido le llenó los ojos, rozaban el aire contra su piel como un millar de alientos. Giró allí mismo, pero no vio nada tras la masa de alas palpitantes.
—¡Más cerca! ¡Te quiere aquí! —La voz aguda y chillona de Menos.
Pero Cuerdas no podía dar ni un paso más. Estaba envuelto y dentro de aquel sudario amarillo había una… presencia.
Una presencia que habló.
—Abrasapuentes. Raraku te aguarda. No le des la espalda ahora.
—¿Quién eres? —preguntó Cuerdas—. ¿Quién habla?
—Soy de esta tierra ahora. Lo que era antes no importa. He despertado. Hemos despertado. Ve a reunirte con los tuyos. En Raraku, donde te encontrará. Juntos debéis matar a la diosa. Debéis librar a Raraku de la mancha que lo invade.
—¿A los míos? ¿A quién encontraré allí?
—La canción vaga, abrasapuentes. Busca un hogar. No te des la vuelta.
Y de repente la presencia se desvaneció. Las mariposas se alzaron al cielo, girando y revoloteando bajo la luz del sol. Cada vez más y más altas…
Unas manitas se aferraron a él y bajó los ojos. Menos se lo había quedado mirando con la carita aterrada. Dos pasos por detrás se encontraba Nada, que se abrazaba a sí mismo y tenía los ojos llenos de lágrimas.
Menos estaba chillando.
—¿Por qué tú? ¡Hemos llamado y llamado! ¿Por qué tú?
Cuerdas sacudió la cabeza y la apartó.
—¡N-no lo sé!
—¿Qué dijo? ¡Dínoslo! Tenía un mensaje para nosotros, ¿verdad? ¿Qué dijo?
—¿Para vosotros? Nada, muchacha… ¿Por qué? En el nombre del Embozado, ¿quién creéis que era?
—¡Sormo E’nath!
—¿El hechicero? Pero si… —Cuerdas se tambaleó un paso más hacia atrás—. ¡Dejad ya esa maldita canción!
Los wickanos se lo quedaron mirando.
Y Cuerdas se percató de que ninguno de los dos estaba cantando, ninguno de los dos podría haber estado haciéndolo, pues continuaba llenando su cabeza.
—¿Qué canción, soldado? —preguntó Menos.
Cuerdas sacudió la cabeza, se dio la vuelta y regresó al campamento. Sormo no tenía nada que decirles. Y él tampoco. Y tampoco quería ver sus caras, su desesperación indefensa, su anhelo de un dios que se había ido, desaparecido para siempre. Ese no era Sormo E’nath. Eso era otra cosa, el Embozado sabrá qué. «Hemos despertado.» ¿Qué significa eso? ¿Y quién me está esperando en Raraku? Los míos… Yo no tengo a nadie, salvo a los Abrasapuentes… ¡por los dioses del inframundo! ¿Ben el Rápido? ¿Kalam? ¿Uno o los dos? Le apetecía chillar, aunque solo fuera para silenciar la canción que susurraba en su cabeza, esa música pavorosa, dolorosamente incompleta que reconcomía su cordura.
Raraku, al parecer, no había terminado todavía con él. Cuerdas despotricó en silencio. ¡Maldito sea todo esto!
Al norte, entre los jirones de humo del campamento, las colinas cubiertas de Vathar parecían desplegar la luz dorada del sol. En el risco, tras él, los lobos empezaron a aullar.
Gamet se acomodó en la silla cuando su caballo empezó a descender hacia el río. No había pasado el tiempo suficiente para que la tierra se tragara por completo a las víctimas de la masacre que se había producido allí. Huesos blanqueados resplandecían en el cieno arenoso de la orilla. Fragmentos de tela, trozos de cuero, de hierro. Y el vado en sí apenas era reconocible. Restos de un puente flotante se amontonaban sobre él corriente arriba y en esa barrera se habían acumulado más detritos. Carretas hundidas y encharcadas, árboles, hierbas, juncos, anclados por sedimentos, una voluminosa masa encorvada que había formado una especie de puente. Al puño le parecía que todo aquello estaba a punto de soltarse de un momento a otro.
Los exploradores lo habían cruzado a pie. Gamet vio una veintena de setis embarrados al otro lado, abriéndose camino por la escarpada ladera.
Los bosques de ambos lados del río eran una masa de colores, las ramas festoneadas con tiras de tela, con trenzas y huesos humanos pintados que se retorcían al viento.
Mesh’arn tho’ledann: «el día de Pura Sangre». Corriente arriba, en ambas orillas hasta donde alcanzaba la vista, habían clavado largas pértigas en el barro formando ángulos, de modo que colgaran sobre las agitadas aguas. De ellas pendían cadáveres de ovejas y cabras. De algunos todavía chorreaba sangre, mientras que otros ya estaban medio podridos, cubiertos de moscas, poliñeras y aves carroñeras. Pequeñas motas blancas caían de los animales sacrificados, hacia ellas se precipitaban los peces, y Gamet tardó un momento en darse cuenta lo que eran esas motas: gusanos, que caían al río.
El capitán Keneb llevó su caballo junto al de Gamet y se acercaron a la orilla.
—No es barro lo que mantiene unidos esos restos, ¿verdad? Oh, algún sedimento y arena, pero sobre todo…
—Sangre, sí —murmuró Gamet.
Iban siguiendo a la consejera, que estaba flanqueada por Nada y Menos. Los tres llegaron a la orilla del agua y detuvieron sus monturas. Tras Gamet y Keneb, las compañías de vanguardia de la décima legión estaban en la ladera, a la vista del río y del accidentando puente.
—Esos sacrificios, ¿cree que los hicieron para darnos la bienvenida, puño? No me imagino que semejante matanza sea continua, acabarían con los rebaños en muy poco tiempo.
—Algunos llevan aquí un tiempo —comentó Gamet—. Pero debe de tener razón, capitán.
—Así que cruzaríamos un río de sangre. Si esas malditas tribus consideran honorable ese gesto, entonces la Reina les ha arrebatado la cordura. Esa idea de ver en el mundo una eterna metáfora siempre me ha vuelto loco. El nativo de Siete Ciudades lo ve todo diferente. Para ellos, el paisaje está animado; no solo la vieja idea de los espíritus, sino de alguna otra forma mucho más complicada.
Gamet miró al hombre.
—¿Merece la pena hacer un estudio de todo ello, capitán?
Keneb se sobresaltó y después esbozó una media sonrisa y añadió un extraño encogimiento de hombros descorazonado.
—Ese diálogo concreto habló de la rebelión y solo la rebelión, durante meses y meses antes de que al fin ocurriera. Si nos hubiéramos molestado en leer las señales, puño, podríamos haber estado mejor preparados.
Se habían detenido detrás de la consejera y los dos wickanos. Al oír las palabras de Keneb, Tavore le dio la vuelta al caballo y miró al capitán.
—A veces —dijo—, el conocimiento no basta.
—Disculpe, consejera —dijo Keneb.
Tavore clavó la mirada firme en Gamet.
—Traiga aquí a los infantes, puño. Necesitaremos zapadores y municiones. Cruzaremos un vado, no un puente de detritos sostenido por sangre.
—Sí, consejera. Capitán, si quiere unirse a mí…
Los dos hombre les dieron la vuelta a sus caballos y regresaron colina arriba. Gamet miró a Keneb y vio que el hombre estaba sonriendo.
—¿Qué le divierte, capitán?
—Municiones, señor. Los zapadores van a llorar.
—Siempre que no destruyan el vado en sí, para mí será un placer consolarles con un abrazo.
—Yo no les dejaría oír una promesa como esa, señor.
—No, supongo que tiene razón.
Llegaron a las primeras filas de la décima legión y Gamet hizo un gesto a una mensajera para que se acercase. Cuando se aproximó el jinete, el puño Tene Baralta se reunió con la mujer y llegaron los dos juntos.
—¿Zapadores? —preguntó el espada roja.
Gamet asintió.
—Sí.
Tene Baralta asintió y se dirigió a la mensajera.
—Llévales recado a los tenientes de los infantes de marina. La consejera requiere un trabajo de demolición. De inmediato.
—Sí, señor —respondió la mujer al tiempo que hacía girar su caballo.
La observaron volver a medio galope por la línea y después el espada roja miró a Gamet.
—Lo verán como un insulto. Este puente de sangre pretende ser una bendición.
—La consejera lo sabe, Tene Baralta —respondió Gamet—. Pero el terreno es demasiado traicionero. Eso debería ser obvio, incluso para nuestros observadores ocultos.
El hombretón se encogió de hombros y la armadura emitió un sonido metálico con el movimiento.
—Quizás unas palabras discretas con Hiel, de los khundryl; un jinete enviado a buscar a esos observadores, solo para asegurarnos de que no se produce ningún malentendido.
—Una buena sugerencia —respondió Gamet.
—Me ocuparé de eso, entonces.
El espada roja se alejó a caballo.
—Disculpe si soy demasiado osado, puño —murmuró Keneb—, pero lo que acaba de ocurrir me parece a mí que es justo lo que más desagradaría a la consejera.
—¿Cree que le desagrada la iniciativa entre sus oficiales, capitán?
—No se me ocurriría presumir…
—Acaba de hacerlo.
—Ah, bueno, ya entiendo lo que dice. Mis disculpas, puño.
—No se disculpe cuando tiene razón, Keneb. Espere aquí a los pelotones. —Partió hacia donde la consejera continuaba sentada a lomos de su caballo, en la orilla.
Nada y Menos habían desmontado y en ese momento estaban arrodillados, con las cabezas inclinadas, en el agua cenagosa.
Gamet vio, al llegar, la cólera contenida de Tavore. Sí, se aferran todavía a las cadenas y parece que soltarlas es lo último que harían… dada la alternativa. Bueno, fui yo el que mencionó la iniciativa.
—Veo que los niños están jugando en el barro, consejera.
La mujer giró la cabeza de golpe y entrecerró los ojos.
Gamet continuó.
—Le aconsejo que les asignemos una niñera, no vayan a hacerse daño con su exuberancia. Después de todo, consejera, dudo que la emperatriz pretendiera que usted les hiciera de «madre», ¿no?
—No, claro —dijo la mujer con tono cansino tras un momento—. Debían ser mis magos.
—Ah, entonces me pregunto si les ha pedido que se comuniquen con los fantasmas. ¿Intentan apaciguar a los espíritus del río?
—No, de nuevo, puño. A decir verdad, no tengo ni idea de lo que están haciendo.
—En mi opinión está resultando ser usted una madre demasiado permisiva, consejera.
—¿No me diga? Entonces le doy permiso para actuar en mi lugar, puño.
No había forma de que Nada y Menos no se hubieran enterado de la conversación que se producía a su espalda, pero ninguno de los dos alteró su posición. Con un ruidoso suspiro, Gamet desmontó y se acercó a la orilla cenagosa.
Después estiró los brazos, cogió las camisas de cuero justo por detrás del cuello y levantó de un tirón a los dos wickanos.
Chillidos agudos y después una furia siseante cuando el puño los sacudió a los dos por un momento y luego les dio la vuelta para que miraran a la consejera.
—Esto es lo que una abuela wickana habría hecho. Ya lo sé, algo más duro que el estilo habitual de los padres malazanos. Claro que estos dos niños no son malazanos, ¿verdad? —Después los puso en el suelo.
—Quizá ya sea demasiado tarde, puño —dijo Tavore—, pero me gustaría recordarle que estos dos niños son también hechiceros.
—Yo no he visto indicio alguno todavía, consejera. Pero si me quieren maldecir, adelante.
De momento, sin embargo, ninguno de los dos niños parecía muy predispuesto a maldecir a nadie. La rabia había dado paso a algo que se parecía mucho a un gesto enfurruñado.
Tavore se aclaró la garganta.
—Nada, Menos, creo que será necesario que unos representantes de nuestro ejército busquen a las tribus nativas de este bosque y les aseguren que somos muy conscientes de lo que significa su gesto. No obstante, debemos garantizar un cruce seguro de este vado.
—Consejera, el puño Tene Baralta ha sugerido algo parecido, pero usando a los khundryl.
—Quizá representantes de ambos, entonces. —Y dirigiéndose a los wickanos—: Presentaos al puño Tene Baralta.
Gamet vio que los niños intercambiaban una mirada, después Nada se dirigió a la consejera.
—Como desees.
Menos le lanzó una mirada venenosa de despedida a Gamet cuando se fueron.
—Reza para no tener que pagar por eso —dijo Tavore cuando ya no los podía oír nadie.
Gamet se encogió de hombros.
—Y la próxima vez, que Tene Baralta me traiga sus sugerencias en persona.
—Sí, consejera.
Sepia y Cuerdas regresaron gateando de la orilla. Empapados y cubiertos de cieno incrustado de sangre, no obstante no podían quitarse las sonrisas de la cara. Un placer doble porque las municiones habían salido de las reservas del Decimocuarto, no de las suyas propias. Doce buscapiés que conducirían las explosiones al plano horizontal, tres malditos colocados a poca profundidad entre los detritos para soltar los escombros.
Y apenas un puñado de latidos antes de que todo saltara por los aires.
El resto del ejército se había retirado a la cima de la colina; los exploradores setis del lado contrario no se veían por ninguna parte. Lo que dejaba solo a los dos zapadores… corriendo como locos.
Una explosión atronadora los mandó a los dos volando por el cielo. Arena, barro, agua, seguido todo por una lluvia de desechos.
Con las manos sobre la cabeza se quedaron inmóviles durante un minuto largo, el único sonido que les llegaba era el torrente de agua que barría el vado despejado. Después, Cuerdas le echó un vistazo a Sepia y lo encontró mirando atrás.
Quizá con dos malditos habría sido suficiente.
Intercambiaron unos asentimientos y después se pusieron en pie con cierto esfuerzo.
El vado estaba despejado. El agua hervía de restos y se abría camino rumbo al mar Dojal Hading.
Cuerdas se limpió el barro de la cara.
—¿Crees que hemos hecho algún agujero, Sepia?
—Na que vaya a ahogar a nadie, diría yo. Menos mal que no echaste a correr —añadió Sepia con un murmullo, al mismo tiempo que los jinetes iban bajando la ladera a su espalda.
Cuerdas le lanzó una mirada al otro.
—¿Qué es lo que no oyes?
—No es una pregunta que pueda contestar, ¿verdad, Viol?
Llegó el primer jinete, su compañero zapador, Quizás, del sexto pelotón.
—Plano y limpio —dijo—, pero dejasteis muy poco margen; ¿qué sentido tiene provocar una gran explosión si vais a tener la cara metida en la tierra cuando estalla?
—¿Algún otro brillante comentario, Quizás? —rezongó Sepia al tiempo que se limpiaba, un gesto que era obvio que no tenía la menor oportunidad de conseguir ningún resultado perceptible—. En caso contrario, ten la amabilidad de salir ahí con el caballo y comprobar si hay agujeros.
—Sin prisas —añadió Cuerdas—. Deja que el caballo marque el ritmo.
Quizás levantó las cejas.
—¿De veras? —Después azuzó a su montura con un golpecito.
Cuerdas se quedó mirando al soldado que se alejaba.
—Odio a los cabrones irónicos como él.
—Los wickanos lo desollarán vivo si le rompe las patas a ese caballo.
—Eso parece un feudo a punto de surgir.
Sepia hizo una pausa en sus infructuosos esfuerzos por limpiarse y después frunció el ceño.
—¿Qué?
—Da igual.
Ranal y Keneb se acercaron a caballo.
—Bonito trabajo —dijo el capitán—. Creo.
—No debería haber problemas —respondió Cuerdas—. Siempre que no empiecen a dispararnos flechas.
—Ya nos hemos ocupado de eso, sargento. Bueno, su pelotón tiene el privilegio de cruzar el primero.
—Sí, señor.
Debería de sentirse satisfecho, el placer de un trabajo bien hecho, pero Cuerdas no sentía nada más allá de la emoción inicial que había seguido de inmediato a la explosión. La canción entrecortada susurrada sin cesar en su mente, un canto fúnebre que se ocultaba tras cada pensamiento.
—El camino parece despejao —murmuró Sepia.
Sí. Lo que no significa que tenga que gustarme.
La tierra se alzaba escarpada en el lado norte del río Vathar, con un terromontero sin árboles que se elevaba sobre la pista, hacia el oeste. El ejército continuó cruzando mientras la consejera y Gamet trepaban a pie por el camino de cabras hacia la cima del collado. El sol estaba bajo en el cielo (su segundo día entero en el vado) y el río parecía fundido por los chillones chorros de luz que tenían a la izquierda, aunque ese lado de la prominencia de roca estaba sumido en profundas sombras.
El barro que cubría las piernas envueltas en cuero de Gamet se estaba secando y convirtiendo en una piel rígida repleta de grietas que iban derramando polvo al trepar en pos de Tavore. Le costaba respirar y tenía las prendas interiores empapadas de sudor.
Llegaron a la cima y salieron una vez más a la luz del sol. Un viento vivo y cálido barría la roca desnuda y plana. Un círculo de piedras en un saliente más bajo, en lo que pasaba por el lado de sotavento, marcaba el sitio donde habían construido una hoguera de vigilancia, quizás en la época de la cadena de perros.
La consejera se limpió el polvo de los guantes y después se acercó al borde norte. Tras un momento, Gamet la siguió.
La ciudad de Ubaryd era visible, de color pardo y envuelta en humo, al nordeste. Tras ella resplandecía el mar de Dojal Hading. El puerto de la ciudad estaba atestado de barcos.
—El almirante Nok —dijo la consejera.
—Ha vuelto a tomar Ubaryd, entonces.
—Donde nos reabasteceremos, sí. —Después la mujer señaló al norte—. Allí, Gamet. ¿Lo ves?
El puño guiñó los ojos y se preguntó qué se suponía que tenía que ver al otro lado de los inmensos yermos que eran el Ubaryd Odhan. Después expulsó el aliento siseando entre dientes.
Un muro rojo y fiero en el horizonte, como si se estuviera poniendo un segundo sol.
—El torbellino —dijo Tavore.
De repente, el viento era mucho más frío y empujaba con fuerza a Gamet en aquella cima.
—Tras él —continuó la consejera— espera nuestro enemigo. Dime, ¿crees que Sha’ik responderá ante nuestro acercamiento?
—Sería tonta si no lo hiciera —respondió el puño.
—¿Estás seguro de eso? ¿No preferiría enfrentarse a reclutas sin experiencia?
—Es una apuesta enorme, consejera. La marcha sola habrá endurecido al Decimocuarto. Si yo fuera ella, preferiría enfrentarme a un enemigo magullado y agotado por las batallas. Un enemigo cargado de heridos, con escasez de flechas, caballos y demás. Y para cuando llegara el encuentro definitivo, también habría aprendido algo sobre usted, consejera. Sus tácticas. Tal y como están las cosas, Sha’ik no tiene modo de tomarle la medida.
—Sí. Es curioso, ¿verdad? O bien le soy indiferente o tiene la sensación de que ya me ha tomado la medida, cosa que, por supuesto, es imposible. Incluso suponiendo que tenga espías en nuestro ejército, hasta ahora no he hecho mucho más que asegurarme de que avanzamos de modo organizado.
¿Espías? ¡Por los dioses del inframundo, yo ni siquiera me había planteado eso!
Ninguno de los dos habló durante un rato, cada uno perdido en sus propios pensamientos mientras miraban al norte.
El sol se iba desvaneciendo a su izquierda.
Pero el torbellino conservaba su propio fuego.