Ya ha mucho que los teblor se han ganado su reputación como asesinos de niños, carniceros de los indefensos, demonios mortales lanzados sobre los nathii en una maldición que en absoluto se merecían. Cuanto antes se destruya a los teblor y se les borre de la faz de sus espesuras montañosas, antes su recuerdo comenzará al fin a desvanecerse. Hasta que los teblor no sean más que un nombre utilizado para asustar a los niños, vemos nuestra causa como clara y singular.
La cruzada de 1147
Ayed Kourbourn
Los lobos avanzaban a grandes zancadas entre la niebla casi luminiscente, sus ojos destellaban cuando giraban sus inmensas cabezas en su dirección. Como si él fuera un alce que luchara en la nieve profunda, las enormes bestias mantenían el ritmo a ambos lados, como fantasmas, con la paciencia implacable de los depredadores que eran.
No era muy probable que esas bestias de montaña hubieran cazado jamás a un guerrero teblor. Karsa no se esperaba encontrar nieve, sobre todo porque esa ruta lo llevaba por las lomas del norte de la accidentada cordillera; era una suerte saber que no tendría que atravesar ningún paso. A la derecha, a menos de dos leguas de distancia, todavía podía ver las arenas ocres de la cuenca del desierto y sabía de sobra que allí abajo el sol quemaba con fuerza, el mismo sol que lo miraba a él desde el cielo, una esfera borrosa de fuego frío.
La nieve le llegaba a las pantorrillas y ralentizaba el ritmo constante de su carrera. De algún modo, los lobos se las arreglaban para cruzar corriendo la superficie crujiente y endurecida por el viento, y solo muy de vez en cuando hundían una zarpa. La niebla que envolvía cazadores y presa era en realidad cristales de nieve que resplandecían con una luz brillante y cegadora.
Al oeste, por alguna parte, le habían dicho a Karsa, terminaba la cordillera de montañas. Tendría un mar a su derecha, y un pasaje estrecho y arrugado de colinas delante y a su izquierda. Al otro lado de esas colinas y después al sur habría una ciudad.
Lato Revae. El teblor no tenía ningún interés en visitarla, aunque habría que rodearla. Cuanto antes dejara atrás las tierras civilizadas, mejor. Pero eso todavía quedaba a dos ríos de distancia, con semanas de viaje entre un lugar y otro.
Aunque corría solo por la ladera, podía sentir la presencia de sus dos compañeros. Espíritus fantasmales en el mejor de los casos, pero quizá nada más que partes fracturadas de su propia mente. El escéptico Bairoth Gild. El estólido Delum Thord. Facetas de su propia alma para poder seguir persistiendo en ese diálogo de incertidumbre y desconfianza. O quizá nada más que simple complacencia.
O eso parecería, de no ser por los incontables filos de los comentarios de Bairoth Gild, que siempre sacaban sangre. A veces, Karsa tenía la sensación de que volvía a ser un esclavo, encorvado bajo una flagelación incesante. La idea de que pudiera estar haciéndose eso a sí mismo era impensable.
—No del todo impensable, caudillo, si te tomaras aunque fuera un momento para reflexionar sobre esos pensamientos.
—Ahora no, Bairoth Gild —respondió Karsa—. Ya me estoy quedando sin aliento sin que empieces tú también.
—Es la altitud, Karsa Orlong —dijo la voz de Delum Thord—. Aunque tú no lo sientes, con cada paso al oeste que das, estás descendiendo. Pronto dejarás la nieve atrás. Raraku quizá fuera en otro tiempo un mar interior, pero era un mar inmerso en el regazo de altas montañas. Todo tu viaje hasta el momento, caudillo, ha sido un descenso.
Karsa solo pudo dedicarle a ese pensamiento un gruñido. Él no había sentido ningún descenso en especial, pero los horizontes jugaban al engaño en esa tierra. El desierto y las montañas siempre mentían, era algo que había descubierto ya hacía mucho tiempo.
—Cuando la nieve desaparezca —murmuró Bairoth Gild—, los lobos atacarán.
—Lo sé. Y ahora callaos, veo roca desnuda delante.
Al igual que sus perseguidores. Alcanzaban al menos la docena, de lomos más altos que los de la tierra natal de Karsa, y con la piel de tono pardo, gris y moteada de blanco. El teblor observó que cuatro de las bestias se adelantaban a la carrera, dos a cada lado, rumbo a la roca expuesta.
Karsa se descolgó la espada de madera con un gruñido. El aire cortante le había dejado las manos un poco entumecidas. Si el extremo occidental del sagrado desierto contara con alguna fuente de agua, él no habría trepado hasta aquellas alturas, pero no tenía mucho sentido plantearse esa decisión otra vez.
Los jadeos de los lobos eran audibles a ambos lados y detrás de él.
—Quieren terreno firme, caudillo. Claro que tú también. Ten cuidado con los tres que tienes detrás, serán los primeros en atacar, es muy probable que un paso o dos antes de que alcances la roca.
Karsa enseñó los dientes con una mueca al oír el consejo innecesario de Bairoth. Él ya sabía qué harían aquellas bestias, y cuándo.
Unos golpes secos y repentinos de zarpas, ráfagas de nieve saltando por los aires y todos los lobos pasaron corriendo junto a un sorprendido Karsa. Las garras trapalearon sobre la roca desnuda, el agua salpicó en los charcos fundidos por el sol y las bestias se giraron en redondo para formar un semicírculo ante el teblor.
Este frenó un poco y preparó el arma. Por una vez, hasta Bairoth Gild se quedó callado, sin duda tan indeciso como él.
La voz ronca y jadeante de un desconocido siseó por la mente de Karsa.
—Lo hemos disfrutado, toblakai. Has corrido sin pausa durante tres días y casi cuatro noches. Decir que estamos impresionados sería no hacerte justicia, y eso sería trágico. Jamás hemos visto algo parecido. ¿Ves cómo palpitan nuestros flancos? Nos has agotado. Y mírate, tú respiras hondo y el rojo te rodea los ojos, pero te alzas listo para el combate, sin una sola vacilación en las piernas o en la extraña espada que llevas en las manos. ¿Nos harás ahora daño, guerrero?
Karsa sacudió la cabeza. El idioma era malazano.
—Sois como un soletaken, entonces. Pero muchos, no uno. Eso sería… ¿d’ivers? He matado soletaken, la piel que llevo en los hombros es prueba de ello, si dudáis de mí. Atacadme si queréis y cuando os haya matado a todos, tendré un manto que hasta los dioses envidiarán.
—Ya no nos interesa matarte, guerrero. De hecho, te abordamos para advertirte de algo.
—¿Qué clase de advertencia?
—Sigues el rastro de alguien.
Karsa se encogió de hombros.
—Dos hombres, ambos pesados, aunque uno es más alto. Caminan uno junto al otro.
—Uno junto al otro, sí. ¿Y qué te dice eso?
—Ninguno es el líder, ninguno lo sigue.
—El peligro cabalga sobre tus hombros, toblakai. Te rodea un aire de amenaza, otra razón para que no te enojemos. Hay poderes que se disputan tu alma. Demasiados. Demasiado letales. Pero escucha nuestra advertencia: si acaso enojaras a uno de esos viajeros… el mundo terminará por lamentarlo. El mundo, guerrero.
Karsa se encogió de hombros por segunda vez.
—No me interesa luchar con nadie en este momento, d’ivers. Aunque, si acaso me enojan a mí, no seré yo el que responda por los lamentos que pueda experimentar luego el mundo. Y ahora, he terminado con las palabras. Quitaos de mi camino u os mataré a todos.
Los lobos dudaron.
—Diles que Ryllandaras intentó disuadirte. Antes de que conviertas tu último acto de vida en algo que termine destruyendo al mundo.
Karsa los vio darse la vuelta y bajar por la ladera.
La carcajada de Bairoth Gild fue un trueno leve en su mente. Karsa asintió.
—Nadie aceptaría la culpa de lo que todavía no ha ocurrido —murmuró con voz profunda—. Y eso, en sí mismo, constituye una advertencia curiosamente poderosa.
—Desde luego estás creciendo, Karsa Orlong. ¿Qué vas a hacer?
Karsa hizo una mueca fiera cuando volvió a colgarse la espada del hombro recubierto de pieles.
—¿Hacer, Bairoth Gild? Bueno, me gustaría conocer a esos nefastos viajeros, por supuesto.
Esa vez Bairoth Gild no se rio.
Arroyuelos de nieve fundida fluían sobre la roca quebradiza bajo los mocasines de Karsa. Por delante, el descenso continuaba y se metía en un laberinto atestado de pequeñas colinas de arenisca, las cimas planas coronadas de hielo y nieve. A pesar del sol brillante de media tarde en el cielo sin nubes, los canales estrechos y retorcidos que surgían entre las colinas continuaban hundidos en profundas sombras.
Pero la nieve del suelo había desaparecido y el teblor ya podía sentir una nueva calidez en el aire. No parecía haber más que un camino para bajar y era tanto un arroyo como una pista. Dada la falta de rastros, el teblor solo pudo asumir que los dos desconocidos de delante habían tomado la misma ruta.
Se movía con más lentitud, las piernas pesadas por el cansancio. La verdad de su agotamiento no había sido algo que hubiera querido revelar a los lobos d’ivers, pero esa amenaza ya había quedado atrás. Estaba a punto de derrumbarse, una situación nada ideal si el enfrentamiento con un demonio destructor de mundos era inminente.
Aun así, sus piernas continuaban arrastrándolo como si contaran con voluntad propia. Como si fuera el destino.
—Y el destino, Karsa Orlong, transmite su propio impulso.
—¿Has vuelto al fin para perseguirme una vez más, Bairoth Gild? Como mínimo deberías ofrecerme algún consejo. Este tal Ryllandaras, este d’ivers, palabras portentosas, ¿no?
—Hasta el absurdo, caudillo. No hay poderes en este mundo, ni en ningún otro, que supongan una amenaza tan absoluta. Pronunciadas entre corrientes frenéticas de miedo, es muy posible que de naturaleza personal; quienquiera que camine delante ha tenido tratos con el llamado Ryllandaras y fue el d’ivers el que sufrió con el encuentro.
—Seguro que tienes razón, Bairoth Gild. Delum Thord, llevas callado mucho tiempo. ¿Qué es lo que piensas?
—Estoy inquieto, caudillo. El d’ivers era un demonio poderoso, después de todo. Tomar tantas formas y sin embargo seguir siendo uno. Hablar en tu mente como haría un dios…
Karsa hizo una mueca.
—Un dios… o un par de fantasmas. No es un demonio, Delum Thord. Los teblor utilizamos con demasiado descuido esa palabra. Forkrul assail. Soletaken. D’ivers. No son demonios en realidad, pues a ninguno se llamó a este mundo, y ninguno pertenece a ningún otro reino salvo este. No son, en realidad, diferentes de nosotros, los teblor, o de los habitantes de las tierras bajas. No son diferentes de los rhizanos y las poliñeras, de los caballos y los perros. Son todos de este mundo, Delum Thord.
—Como tú digas, caudillo. Pero los teblor nunca hemos sido simplistas en el uso de la palabra. Demonio se refiere también al comportamiento y en ese sentido todas las cosas pueden ser demoníacas. El llamado Ryllandaras nos persiguió para darnos caza y si no lo hubieras llevado al agotamiento, habría atacado, a pesar de que tú digas lo contrario.
Karsa lo pensó un momento y después asintió.
—Muy cierto, Delum Thord. Aconsejas cautela. Ese fue siempre tu modo de hacer las cosas, así que no me sorprende. Y no haré caso omiso de tus palabras por ello, sin embargo.
—Pues claro que lo harás, Karsa Orlong.
Un último trozo de luz y después el teblor se encontró sumido en las sombras. La escorrentía le rodeó los tobillos cuando se estrechó la pista, el terreno se fue haciendo cada vez más traicionero. Una vez más, pudo verse el aliento.
Una pequeña pendiente a la izquierda recorría un saliente ancho de algún tipo, fuera de las sombras y con aspecto seco. Karsa se apartó de la pista y trepó por el borde erosionado del barranco hasta que pudo subirse a él. Se irguió y vio que no era un saliente natural, después de todo. Un camino que corría paralelo al barranco que ceñía la colina a su izquierda. La pared de la colina en sí parecía haber sido alisada en algún momento, mucho tiempo atrás, y se alzaba al doble de altura que Karsa. En ella se veían unas leves imágenes pictográficas, picadas y descoloridas por el paso de los siglos. Una procesión de figuras, cada una a la escala de un habitante de las tierras bajas, con la cabeza desnuda y sin más ropa que un taparrabos. Alzaban las manos en el aire, por encima de la cabeza y los dedos se estiraban como si pretendieran coger el aire vacío.
El camino en sí lucía un encaje de grietas, maltratado por las rocas incesantes que bajaban rodando por la colina. A pesar de ello, parecía que el camino estaba hecho de un único trozo de piedra, aunque, por supuesto, eso era imposible. Desigual y arrugado, serpenteaba por la curva de la pared de la colina y después se desviaba a una especie de rampa, brumosa a lo lejos, que era de suponer que bajaba hasta la llanura. El horizonte que quedaba justo delante y a la derecha de Karsa se veía interrumpido por unas torres de piedra, aunque él sabía que, tras ellas, se extendían las aguas del mar Longshan.
El cansancio obligó al teblor a acomodarse poco a poco en el camino, quitarse la alforja de los hombros y apoyarse en la pared de roca de la colina. El viaje había sido largo, pero Karsa era consciente de que todavía quedaba por cubrir la distancia más vasta. Y parecía que siempre lo haría solo. Pues estos fantasmas siguen siendo solo eso. Quizás, en realidad, no más que conjuras de mi propia mente. Un pensamiento desagradable.
Echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en la piedra tosca y calentada por el sol.
Abrió los ojos con un parpadeo… a la oscuridad.
—¿Despierto una vez más, caudillo? Nos preguntábamos si tu sueño resultaría ser eterno. Hay sonidos ahí delante, ¿los oyes? Oh, han viajado lejos, pero así son las cosas en esta tierra, ¿no? Con todo… hay movimiento de piedras, creo. Las arrojan. Con demasiada lentitud, con demasiada regularidad para ser un desprendimiento. Los dos desconocidos, se podría concluir.
Karsa se levantó poco a poco y se estiró para aliviar los músculos fríos y doloridos. Podía oír el rumor constante de las piedras chocando con piedras, pero Bairoth Gild tenía razón, estaban lejos. El guerrero se agachó junto a su bolsa, sacó alimentos y una vejiga de agua procedente de la nieve fundida.
Casi había amanecido. Quienquiera que estuviera trabajando allí delante, había empezado temprano.
Karsa se tomó su tiempo para aliviar su hambre y cuando al fin terminó y estuvo listo para reanudar su viaje, el cielo se había sonrosado por el este. Un último examen del estado de su espada y las condiciones de su armadura y se puso en marcha una vez más.
El estruendo constante de las piedras continuó durante la mitad de la mañana. El camino rodeaba la colina durante un trecho que era mayor de lo que había calculado en un principio, y reveló que la rampa que tenía delante era inmensa, los lados escarpados, la llanura por debajo de un tercio de legua o más abajo. Justo antes de que el camino se separara de la colina, se abría a una extensión que era como un saliente, y allí, metida en la pared de la mesa, estaba la cara de una ciudad. Unos desprendimientos de roca habían enterrado la mitad completamente y las cumbres esparcidas de desprendimientos secundarios yacían encima del principal.
Ante uno de los desprendimientos menores aguardaban un par de tiendas.
A trescientos pasos de ellas, Karsa se detuvo.
Había una figura en el desprendimiento secundario, estaba quitando rocas con un ritmo constante, casi obsesivo; iba tirando enormes trozos de arenisca a su espalda para que rebotaran y rodaran por la explanada llana. Cerca, sentada en otra roca, había otra figura y donde la primera era alta (mucho más alta que un habitante de las tierras bajas) esta era de una anchura de hombros impresionante, de piel oscura y densa melena. A su lado había un gran saco de cuero y el hombre estaba royendo una pata trasera ahumada; el resto de la pequeña cabra de montaña seguía ensartada en un enorme espetón sobre una hoguera ribeteada de piedras que había cerca de las tiendas.
Karsa estudió la escena durante un rato, después se encogió de hombros y se dirigió hacia las dos figuras.
Estaba a menos de veinte pasos de distancia cuando el enorme bárbaro sentado en la roca giró la cabeza.
E hizo un gesto con la pierna que tenía en la mano.
—Sírvete. El puñetero bicho estuvo a punto de romperme la crisma al caerse del risco, así que me siento obligado a comérmelo. Tiene gracia. Siempre los ves escabulléndose y trepando por ahí arriba, así que, como es natural, crees que nunca dan un mal paso. Bueno, otra ilusión hecha pedazos.
Estaba hablando en un dialecto del desierto, una lengua de las tierras bajas, pero no era ningún habitante de las tierras bajas. Caninos grandes y gruesos, vello en los hombros como las cerdas de un jabalí, cara de huesos grandes, ancha y plana. Ojos del tono de los riscos de piedra caliza que los rodeaban.
Al oírlo hablar, el compañero del desconocido había dejado de tirar rocas y se había erguido, y en ese momento estaba contemplando a Karsa con curiosidad.
El teblor fue igual de franco al devolver la mirada. Casi tan alto como él, aunque más delgado. Piel grisácea, con un tinte verdoso. Los caninos inferiores lo bastante grandes como para ser colmillos. Un arco largo apoyado cerca, junto con un carcaj y un arnés de correas de cuero al que iba sujeta una espada envainada. Las primeras armas que Karsa veía, pues el otro parecía desarmado a excepción del grueso cuchillo de caza que llevaba en el cinturón.
El examen mutuo continuó durante un momento más; después, el guerrero de los colmillos reanudó su excavación y desapareció de la vista al meterse en una cavidad que había despejado en el desprendimiento.
Karsa se quedó mirando al otro hombre.
Que le hizo otro gesto con la pata de cabra.
El teblor se acercó. Posó su alforja cerca de la hoguera y sacó un cuchillo, después cortó una loncha de carne y regresó adonde estaba el otro sentado.
—Hablas la lengua de las tribus —dijo Karsa—, pero jamás he visto a los de tu raza. Ni de la raza de tu compañero.
—Y tú eres una visión igual de escasa, thelomen toblakai. Me llamo Mappo, del pueblo conocido como los trell, que proceden del oeste del Jhag Odhan. Mi resuelto compañero es Icarium, un jhag…
—¿Icarium? ¿Es ese un nombre común, Mappo? Hay una figura en las leyendas de mi tribu que lleva ese nombre.
Los ojos ocres del trell se entrecerraron por un momento.
—¿Común? No del modo que preguntas. Aunque el nombre, desde luego, aparece en los relatos y leyendas de incontables pueblos.
Karsa frunció el ceño al oír la extraña pedantería, si eso era lo que era. Después se agachó enfrente de Mappo y arrancó un bocado de la tierna carne.
—Se me ocurre, de repente —dijo Mappo, la insinuación de una sonrisa cruzó como un destello sus rasgos bestiales—, que este casual encuentro es único… de modos demasiado profusos para enumerar. Un trell, un jhag y un thelomen toblakai… y es muy probable que cada uno seamos el único de nuestras razas respectivas en todo Siete Ciudades. E incluso más extraordinario, creo que te conozco, solo por tu reputación, por supuesto. Sha’ik tiene un guardaespaldas… un thelomen toblakai, con un chaleco blindado hecho de conchas petrificadas y una espada de madera…
Karsa asintió y tragó el último bocado de carne que tenía en la boca antes de contestar.
—Sí, estoy al servicio de Sha’ik. ¿Te convierte eso en mi enemigo?
—No a menos que decidas serlo —respondió Mappo— y no es algo que yo te aconsejaría.
—Como no me lo aconseja nadie —murmuró Karsa al tiempo que volvía a su comida.
—Ah, así que no eres tan ignorante de nuestra existencia como dijiste en un primer momento.
—Una veintena de lobos habló conmigo —explicó Karsa—. Poco se dijo, salvo la advertencia en sí. No sé qué es lo que os hace a los dos tan peligrosos, y tampoco me importa mucho. Interponeos en mi camino y os mataré. Así de sencillo.
Mappo asintió poco a poco.
—¿Y tenemos motivos para interponernos?
—No, a menos que decidáis tenerlos —respondió Karsa.
El trell sonrió.
—Así pues, será mejor que no sepamos nada unos de otros, entonces.
—Sí, eso sería lo mejor.
—Oh, en fin —suspiró Mappo—, Icarium ya sabe todo lo que necesita saber de ti y en cuanto a sus intenciones, si bien ya están decididas, solo él las sabe.
—Si cree que me conoce —gruñó Karsa—, se engaña.
—Bueno, consideremos el tema. Sobre tus hombros está la piel de un soletaken, uno que resulta que conocemos los dos; mataste a una bestia formidable, desde luego. Por suerte no era amigo nuestro, pero ya se ha tomado la medida de tu capacidad militar. Además te persiguen fantasmas, no solo los dos parientes que ahora mismo planean detrás de ti, sino también los fantasmas de aquellos que has asesinado en tu corta, pero obviamente terrible vida. Su número es aterrador, y el odio que sienten por ti un hambre palpable. ¿Pero quién lleva consigo a sus muertos de ese modo? Solo alguien que ha sido maldecido, creo. Y hablo por larga experiencia; las maldiciones son cosas terribles. Dime, ¿te ha hablado Sha’ik alguna vez de la convergencia?
—No.
—Cuando las maldiciones colisionan, se podría decir. Los defectos y las virtudes, los muchos rostros de la obsesión fatídica, del propósito singular. Los poderes y las voluntades terminan uniéndose, como si por naturaleza unos debiesen buscar la aniquilación de las otras. Así pues, Icarium y tú estáis aquí ahora y estamos a escasos momentos de una convergencia horrenda, y es mi destino presenciarla. Indefenso contra una locura desesperada. Por fortuna para mí, no es la primera vez que experimento esta sensación.
Karsa no había dejado de comer mientras Mappo hablaba. Examinó el hueso que tenía en las manos y después lo tiró, se limpió las palmas de las manos en la piel blanca de oso de su manto, y se incorporó.
—¿Qué más habéis descubierto Icarium y tú sobre mí, Mappo?
—Unas cuantas cosas más. Ryllandaras te evaluó y llegó a la conclusión de que no tenía ningún deseo de añadir sus pieles a tu colección. Es muy sabio, ese Ryllandaras. ¿Una veintena de lobos, has dicho? Su poder ha crecido, entonces, un misterio tan inquietante como curioso, dado el caos que reina en su corazón. ¿Qué más? Bueno, el resto prefiero no revelarlo.
Karsa lanzó un gruñido. Se desató el manto de oso y lo dejó caer al suelo, después se descolgó la espada y se volvió para mirar el desprendimiento de rocas.
Un peñasco salió volando por la cavidad, de un tamaño y un peso que le costaría mover hasta a Bairoth Gild. El suelo se sacudió cuando chocó, rebotó y rodó hasta detenerse en una nube de polvo.
—¿Ahora me hará esperar? —rezongó Karsa.
Como si quisiera responder, salió Icarium de la cueva limpiándose el polvo de las manos de dedos largos.
—No eres fenn —dijo—. De hecho, creo que eres teblor, un hijo de las tribus caídas de Laederon. Has viajado mucho, guerrero, para encontrar la muerte.
—Si tan impaciente estás —gruñó Karsa—, que cesen ya las palabras.
La expresión del jhag se hizo inquieta.
—¿Impaciente? No. Yo nunca me impaciento. Este es un momento trascendente, creo. La primera vez que he sentido algo así, lo que es extraño. —Se volvió hacia su compañero—. ¿Hemos vivido alguna vez momentos como este, Mappo Runt?
—Sí, amigo mío. Los hemos vivido.
—Oh, bueno, la carga de los recuerdos es tuya nada más.
—Como siempre ha sido, Icarium.
—Lo lamento por ti, amigo.
Mappo asintió.
—Ya lo sé. Ahora, será mejor que desenvaines tu espada, Icarium. Este teblor da muestras de frustración e impaciencia.
El jhag se dirigió a su arma.
—¿Qué saldrá de esto, Mappo?
El trell sacudió la cabeza.
—No lo sé, pero me llena de temor.
—Procuraré entonces ser eficiente, para así reducir la duración de tu malestar.
—Es obvio que eso es imposible —murmuró Karsa—, dado el amor que le tienes a las palabras. —Preparó entonces la espada—. No te detengas más, pues, tengo un caballo que buscar.
Icarium alzó las cejas un instante y después sacó la espada. Un arma inusual, de un solo filo y aspecto muy antiguo. Se acercó.
El ataque del jhag fue un centelleo de movimiento, más rápido que todo lo que Karsa hubiera visto jamás; en cualquier caso, su espada destelló para recibirlo.
Las hojas chocaron.
Se oyó un corte peculiar y Karsa se encontró sujetando nada más que una empuñadura.
La indignación estalló en su interior y se adelantó para estrellar el puño enorme contra la cara de Icarium. El jhag cayó hacia atrás, perdió pie y la espada voló dando vueltas por los aires hasta caer con un tintineo metálico en el desprendimiento. Icarium aterrizó con un golpe seco y pesado y no se movió.
—El malnacido me rompió la espada… —empezó a decir Karsa al tiempo que se volvía hacia Mappo.
Una luz blanca detonó en su cráneo.
Y no supo más.
Mappo se quedó mirando al inmóvil thelomen toblakai y observó la lenta subida y caída del pecho del gigante. Levantó a pulso la maza y después echó un vistazo adonde yacía Icarium, vio una mano que se levantaba poco a poco del suelo, sufría un espasmo y después se posaba de nuevo.
El trell suspiró.
—Mejor de lo que podría haber esperado, creo.
Volvió a meter su arma en el gran saco de cuero y después se puso a levantar el campamento.
Un dolor palpitante y violento tras los ojos, un rugido como el de un río embravecido al pasar por un canal estrecho. Karsa gimió.
Pasó algún tiempo hasta que al fin se incorporó de un tirón y se puso a gatas.
Había amanecido… otra vez.
—No digas nada, Bairoth Gild —murmuró—. Y tú tampoco, Delum Thord. Puedo adivinar lo que pasó. Ese cabrón de trell me golpeó por detrás. Sí, no me mató, pero algún día deseará haberlo hecho.
Una mirada lenta y cauta a su alrededor confirmó que estaba solo. Habían colocado la espada rota a su lado, la empuñadura y la hoja una junto a otra, con un pequeño ramito de flores del desierto encima.
El golpe en la cabeza le provocaba náuseas y se encontró con que estaba temblando cuando consiguió ponerse en pie. Se desató el yelmo dentado y lo tiró a un lado. La sangre seca le apelmazaba el pelo y le cubría la nuca.
—Al menos ahora estás bien descansado, Karsa Orlong.
—Te hace bastante menos gracia de lo que querrías que pensara, Bairoth Gild. El llamado Icarium. Es aquel del que se habla en nuestras leyendas, ¿verdad?
—Y solo tú entre los teblor vivos has cruzado la espada con él.
—Me rompió la espada.
No le contestaron. Karsa emprendió los preparativos para reanudar su viaje; se puso el manto de oso y después se colgó la alforja al hombro. Dejó los trozos de la espada de madera y el ramito de flores y se dispuso a emprender el camino que bajaba. Después se detuvo un instante y miró en su lugar la cavidad que Icarium había excavado en el desprendimiento.
Los esfuerzos del jhag habían descubierto parte de una estatua, rota por algunos sitios y lo que quedaba, agrietado pero reconocible, no obstante. Una escultura grotesca, tan alta como Karsa, hecha de piedra negra y granulosa.
Un mastín de siete cabezas.
El desprendimiento lo había enterrado y por tanto no habría habido indicio alguno de su existencia bajo los escombros. Pero Icarium lo había encontrado, aunque sus razones para descubrir la monstruosidad seguían siendo insondables.
—Ha vivido demasiado tiempo, creo —murmuró Karsa.
Volvió a salir sin prisas de la cavidad y después giró hacia el camino.
Seis días después, tras dejar muy atrás la ciudad de Lato Revae, el teblor yacía echado boca abajo a la sombra de un guldindha, al borde de un bosquecillo, y observaba a un par de pastores que conducían su rebaño de cabras hacia un corral polvoriento. Más allá había una pequeña aldea de construcciones bajas con techos de palma, el aire pendía sobre ella envuelto en una calima de polvo y humo de estiércol.
El sol no tardaría en ponerse y él podría reanudar su viaje. Había esperado a que terminara el día sin que nadie lo viera. Las tierras entre Lato Revae y el río Mersin estaban relativamente atestadas, en comparación con todo lo que había visto hasta el momento; le recordaron que sus viajes, desde que desembarcara en Ehrlitan, habían sido en su mayor parte por tierras agrestes y casi inhabitadas. El Pan’potsun Odhan (el propio sagrado desierto) era un mundo casi abandonado por la civilización.
Pero allí las zanjas de riego ribeteaban la llanura. Abundaban los pozos, los bosquecillos y las aldeas, y había más caminos de los que había visto jamás, ni siquiera en las tierras de los nathii. La mayor parte eran pistas polvorientas y serpenteantes a nivel del suelo, por lo general situadas entre zanjas. Hasta el momento, las únicas excepciones eran las pistas imperiales, elevadas, rectas y lo bastante amplias como para permitir que dos carretas se cruzaran y quedara incluso espacio de sobra. Esos caminos malazanos habían sufrido durante el último año, a pesar de su obvio valor. Se habían sacado rocas de la base, se habían arrancado indicadores. Pero las zanjas que corrían a su lado eran profundas y anchas y Karsa había usado esas zanjas para permanecer oculto de todos a medida que se abría camino hacia el sur.
La aldea que tenía delante se acurrucaba en un cruce de pistas malazanas, una torre chata y cuadrada se alzaba sobre los techos bajos, cerca del centro. Las paredes de caliza estaban manchadas de negro, vetas que se disparaban hacia el cielo de troneras y ventanas. Cuando el sol al fin se puso tras el horizonte, no aparecieron luces en la torre.
Aunque era probable que hubiera soldados rebeldes del Apocalipsis apostados en la aldea, dada su ubicación estratégica en el cruce, Karsa no tenía ningún interés en iniciar un contacto. El suyo era un viaje privado, no existía otra razón, simplemente lo llevaba a cabo porque así lo había decidido. En cualquier caso, parecía que la rebelión no era tan fiera allí; o eso o la desatada sed de sangre había remitido tiempo atrás. No parecía haberse extendido la destrucción de granjas y campos, no había habido matanzas en las calles de la aldea. Karsa se preguntó si había habido tantos mercaderes y terratenientes malazanos tan al oeste, o si habían reclamado a las guarniciones para que regresaran a las ciudades importantes, como Kayhum, Sarpachiya y Ugarat, con los ciudadanos no combatientes acompañándolos. En ese caso, la medida no los había ayudado mucho.
No le hacía gracia ir desarmado, pues únicamente poseía la espada corta malazana que usaba como cuchillo y que llevaba envainada en la cadera. Pero en esa región carecían de la madera adecuada. Se decía que había árboles de hierro en el Jhag Odhan, así que tendría que esperar hasta entonces.
La rápida caída de la noche había terminado. El guerrero teblor se movió, recogió su alforja y después echó a andar por el borde del bosquecillo de guldhindhas. Uno de los caminos imperiales se alejaba en la dirección que llevaba, con toda probabilidad se trataba de la arteria principal que conectaba Lato Revae con la ciudad sagrada de Ugarat. Si algún puente para cruzar el río Mersin había sobrevivido al levantamiento, sería el construido por los malazanos en ese camino.
Rodeó la aldea por el norte, entre cereales que le llegaban a la rodilla, el suelo blando del riego de la noche anterior. Karsa suponía que el agua procedía del río que estaría más adelante, aunque no imaginaba cómo se regulaba el flujo. La noción de una vida entera pasada trabajando los campos repelía al guerrero teblor. Las satisfacciones parecían territorio exclusivo de los terratenientes aristócratas, mientras que los propios trabajadores solo tenían una existencia mínima, envejecidos de forma prematura y agotados por el trabajo incesante. Y la distinción entre las clases altas y bajas nacía de la agricultura en sí, o eso le parecía a Karsa. La riqueza se medía según el control sobre otras personas y jamás se permitía que se aflojara el dominio de ese control. Extraño, entonces, que la rebelión no hubiera tenido nada que ver con tales injusticias, en realidad había consistido en poco más que una lucha entre aquellos que estaban al mando.
Sin embargo, la mayor parte del sufrimiento había caído sobre las clases bajas, sobre la gente normal. ¿Qué importaba el color de la correa que rodeaba el cuello de un hombre si las cadenas que lo ataban eran idénticas?
Mucho mejor luchar contra la indefensión, en lo que a Karsa se refería. Aquel Apocalipsis ensangrentado no tenía sentido, era una explosión equivocada de furia que, cuando pasara, dejaría el mundo igual.
Rodeó por una zanja, cruzó un lindero estrecho de arbustos poblados y se encontró al borde de un pozo poco profundo. Veinte pasos de diámetro y al menos treinta pasos de ancho. Los desechos del pueblo se acumulaban allí, sin conseguir cubrir del todo la masa de huesos de habitantes de las tierras bajas.
Así que allí estaban los malazanos. Tan mansos y rotos como la tierra en sí. La abundancia de carne, derribada de nuevo. A Karsa no le cabía duda de que eran los rivales en estatus de aquellos caídos los que hacían más ruido al exhortar sus muertes.
—Y así, una vez más, Karsa Orlong, nos entregan las verdades de los habitantes de las tierras bajas. —En la voz fantasmal de Bairoth Gild se palpaba la amargura—. Por cada virtud que adoptan, un millar de vilezas interesadas desmienten su piedad. Has de conocerlos, caudillo, pues un día serán tu enemigo.
—No soy idiota, Bairoth Gild. Ni ciego tampoco.
Delum Thord habló entonces.
—Un lugar embrujado espera más adelante, Karsa Orlong. Tan ancestral como nuestra propia sangre. Los que viven aquí lo evitan y siempre lo han evitado.
—No del todo —interpuso Bairoth—. El miedo los ha inspirado en ocasiones. El lugar está dañado. No obstante, el poder ancestral persiste. El sendero nos llama, ¿querrás recorrerlo, caudillo?
Karsa rodeó el pozo. Veía algo más adelante terraplenes que se alzaban e interrumpían la lisura de la llanura circundante. Túmulos alargados, las losas de piedra que los formaban eran visibles en ciertos lugares, aunque estaban cubiertos en su mayor parte por arbustos espinosos y terrones de hierbas amarillas. Los montículos formaban un círculo irregular alrededor de una colina más grande y redonda que tenía la cima plana, aunque un tanto sesgada, como si un lado se hubiera ido asentando con el tiempo. Colocadas en ángulo con respecto a la cima había piedras derechas, una veintena o más.
Las rocas extraídas al despejar los campos de cultivo cercanos las habían tirado en aquel terreno, en otro tiempo sagrado, alrededor de los túmulos, apiladas contra la ladera de la colina central junto con otros detritos: esqueletos marchitos de arados de madera, frondas de palma de los tejados, montones de cascos de arcilla y los huesos de los animales que se habían matado como alimento.
Karsa se deslizó entre dos túmulos y emprendió la subida por la ladera central. La piedra derecha más cercana apenas le llegaba a la cintura. La cubrían unos símbolos negros, la saliva y la pintura de carbón relativamente recientes. El teblor reconoció varios signos, eran como los que habían sido empleados en un idioma secreto y nativo durante la ocupación malazana.
—No se puede decir que sea un lugar temible —murmuró. Más de la mitad de las piedras estaban hechas pedazos o bien caídas, y al observar estas últimas, Karsa notó que eran, en realidad, más altas que él, a tanta profundidad las habían anclado en la colina artificial. La cima en sí estaba llena de hoyos e irregularidades.
—Oh, estas son las señales del miedo, Karsa Orlong, no lo dudes. Esta profanación. Si careciera este lugar de poder, la respuesta habría sido la indiferencia.
Karsa lanzó un gruñido, fue pisando con cuidado el terreno traicionero y se acercó al centro simbólico del círculo de piedras. Allí se habían soldado cuatro losas más pequeñas, las hierbas fibrosas se detenían a un paso en todas direcciones y dejaban solo la tierra desnuda moteada por trozos de carbón.
Y fragmentos de hueso, observó Karsa cuando se agachó. Cogió uno y lo estudió a la luz de las estrellas. Pertenecía a un cráneo, del tamaño de un habitante de las tierras bajas aunque un tanto más robusto, el borde exterior de la cuenca de un ojo. Grueso… como los de mis dioses…
—Bairoth Gild. Delum Thord. ¿Percibís alguno de los dos la presencia de un espíritu o dios aquí?
—No —respondió Delum Thord. Después habló Bairoth.
—Aquí enterraron a un chamán, caudillo. Le cortaron la cabeza y la dejaron clavada en el vértice de las piedras de los cuatro puntos cardinales. Quien la hiciera pedazos, lo hizo mucho después. Siglos, quizá milenios más tarde. De modo que ya no viera más. Que no observara más.
—¿Entonces de qué me sirve este lugar a mí?
—Por el camino que ofrece, caudillo.
—¿Qué camino, Bairoth Gild?
—El camino al oeste, al interior de Jhag Odhan. Un sendero al mundo de los sueños. Un viaje de meses se convertirá en uno de simples días, si decidieras recorrerlo. Vive todavía, pues se utilizó no hace mucho tiempo, lo utilizó un ejército.
—¿Y cómo puedo recorrer este camino?
El que respondió fue Delum Thord.
—Podemos guiarte, Karsa Orlong. Pues al igual que aquel enterrado aquí, no estamos ni muertos ni vivos. El gran señor Embozado no encuentra nuestros espíritus, pues permanecen aquí, contigo. Nuestra presencia contribuye al odio que te tiene el dios de la muerte, caudillo.
—¿Odio?
—Por lo que te has llevado y no quieres darle. Lo que no le darás. ¿Acaso te convertirás en tu propio guardián de almas? Por eso debe temerte. ¿Cuándo fue la última vez que el Embozado conoció rival?
Karsa frunció el ceño y escupió en el suelo.
—No tengo interés alguno en ser su rival. Quisiera romper estas cadenas. Quisiera liberarte incluso a ti y a Bairoth Gild.
—Preferiríamos que no lo hicieras, caudillo.
—Bairoth Gild y tú quizá seáis los únicos que penséis así, Delum Thord.
—¿Y qué? —soltó de repente Bairoth.
Karsa no dijo nada, comenzaba a entender la decisión que tendría que tomar en algún momento. Para deshacerme de mis enemigos… Debo deshacerme también de mis amigos. Y así el Embozado me sigue, y espera. Espera el día que ha de llegar.
—Ocultas ahora tus pensamientos, Karsa Orlong. Este nuevo talento no nos complace.
—Soy el caudillo —gruñó Karsa—. No es mi trabajo complaceros. ¿Lamentáis ahora haberme seguido?
—No, Karsa Orlong. Todavía no.
—Llévame a ese sendero que lleva al mundo de los sueños, Delum Thord.
El aire se enfrió de repente, el olor le recordó a Karsa a los claros inclinados de las laderas de las montañas altas cuando llegaba la primavera, el olor de los líquenes y el musgo reavivados y ablandados. Y ante él, donde un momento antes había tierras de cultivo reblandecidas por la noche, se encontró con una tundra bajo un cielo cubierto de nubes.
Un amplio sendero se abría delante de él y se extendía por la tierra ondulada, donde habían aplastado los líquenes, donde habían apartado el musgo a patadas y lo habían pisoteado. Como Bairoth Gild había dicho, un ejército había pasado por allí, aunque por los signos parecía que el viaje había sido apenas un momento antes, Karsa casi esperaba ver la cola de la solemne columna en el horizonte, pero no había nada. Solo una llanura vacía, sin árboles, que se extendía en todas direcciones.
El teblor echó a andar por la estela dejada por el ejército.
Era un mundo que parecía intemporal, el cielo no cambiaba. De vez en cuando aparecían rebaños, demasiado lejanos para distinguir el tipo de bestias que cruzaban las laderas de las colinas y luego se perdían de vista al bajar a los valles. Los pájaros volaban en formación de punta de flecha, una extraña especie de cuello largo que pasaba muy alta, todos ellos volando de forma sistemática en sentido contrario a Karsa. Aparte del quejido de los insectos que se arremolinaban alrededor del teblor, un silencio extraño e irreal emanaba del paisaje.
Un mundo de sueños, entonces, como el que los ancianos de su tribu acostumbraban a visitar en busca de portentos y presagios. Una escena no muy diferente de la que Karsa había vislumbrado cuando, en su delirio, se había encontrado ante su dios, Urugal.
Continuó caminando.
Con el tiempo el aire se enfrió y la escarcha brilló entre los líquenes y el musgo a ambos lados del amplio sendero. El olor a hielo podrido llenaba la nariz de Karsa. Mil pasos más lo condujeron al primer espacio nevado, tachonado de tierra, que llenaba un valle poco profundo a su derecha. Después, trozos hechos pedazos de hielo medio enterrados en el suelo, como si hubieran caído del cielo, muchos de ellos más grandes que una carreta de las tierras bajas. La tierra en sí estaba más rota, las suaves ondulaciones daban paso a zanjas de drenado de paredes escarpadas y canales, a laderas solevantadas que revelaban franjas de arenisca bajo la gruesa piel congelada de turba. Las fisuras en la piedra resplandecían con un hielo verdoso.
Habló entonces Bairoth Gild.
—Estamos ahora en la frontera de una nueva senda, caudillo. Una senda hostil al ejército que llegó aquí. Y por tanto, se libró una guerra.
—¿Qué distancia he recorrido, Bairoth Gild? En mi mundo, ¿me estoy acercando a Ugarat? ¿Sarpachiya?
La risa del fantasma fue como un peñasco que rodara sobre grava.
—Las has dejado ya atrás, Karsa Orlong. Te acercas a la tierra conocida como el Jhag Odhan.
Le había parecido no más de medio día de viaje en ese mundo de sueños.
Las señales del paso del ejército iban perdiendo nitidez, el suelo que pisaba estaba congelado y duro como una roca y consistía en su mayor parte en piedras redondeadas. Por delante, una llanura tachonada de enormes losas planas de roca negra.
Momentos después, Karsa se movía entre ellas.
Había cuerpos bajo las piedras. Atrapados.
—¿Querrás liberarlos, Karsa Orlong?
—No, Delum Thord, no lo haré. Pasaré por este lugar sin alterar nada.
—Pero estos no son forkrul assail. Muchos están muertos, pues no tenían el poder que su raza poseía antaño. Mientras que otros continúan vivos y no morirán en mucho tiempo. Cientos, quizá miles de años. Karsa Orlong, ¿ya no crees en la misericordia?
—Mis creencias son mías, Delum Thord. No desharé lo que no entiendo, y eso es todo.
Continuó viajando y no tardó en abandonar la terrible planicie.
Ante él se extendió entonces un campo de hielo, atravesado por grietas, con estanques de agua que reflejaban el cielo plateado. Había huesos esparcidos por él, de cientos, quizá miles de figuras. Huesos de un tipo que Karsa no había visto jamás. Algunos todavía envueltos en piel arrugada y músculos. Fragmentos de armas de piedra yacían entre ellos, junto con trozos de piel, cascos con astas y cueros rasgados y podridos.
Los guerreros caídos formaban un inmenso semicírculo alrededor de una torre baja de paredes cuadradas. Las piedras maltratadas estaban cubiertas de hielo acanalado, la puerta abierta de par en par y el interior oscuro.
Karsa se abrió camino por el campo, sus mocasines hacían crujir el hielo y la nieve.
La puerta de la torre era lo bastante alta para permitir que el teblor la atravesara sin agacharse. En el interior había una única habitación. Muebles rotos y trozos de más guerreros caídos atestaban el suelo de piedra. Una escalera de caracol que parecía hecha por completo de hierro se alzaba en el centro.
Los restos le indicaban que el mobiliario estaba a una escala más apropiada para un teblor que para un habitante de las tierras bajas.
Karsa subió por la escalera recubierta de hielo.
Arriba había un único nivel, un aposento de techos altos que en otro tiempo había albergado estantes de madera en las cuatro paredes. Pergaminos rotos, libros encuadernados y desgarrados, viales y tarros de arcilla que contenían varias mezclas de olor acre aplastadas con el pie, una gran mesa partida por la mitad y empujada contra una pared, y en un espacio despejado en el suelo…
Karsa se apartó del rellano de la escalera y bajó la mirada.
—Thelomen toblakai, bienvenido a mi humilde morada.
Karsa frunció el ceño.
—Crucé la espada con uno muy parecido a ti. Se llamaba Icarium. Como tú, pero menos parecido.
—Porque él es mestizo, por supuesto. Mientras que yo no. Jaghut, no jhag.
La mujer yacía despatarrada dentro de un círculo de piedras del tamaño de puños. Una piedra más grande reposaba sobre su pecho, del que se alzaba el calor en oleadas. El aire del aposento era una mezcla agitada de vapor y escarcha suspendida.
—Estás atrapada por la hechicería. El ejército te buscaba, pero no te mataron.
—No pudieron matarte, sería más preciso. No de inmediato, en cualquier caso. Pero con el tiempo, este ritual de Tellann destruirá este núcleo de Omtose Phellack, que a su vez llevará a la muerte del Jhag Odhan; el bosque del norte ya se arrastra con sigilo por las llanuras mientras que desde el sur, el desierto reclama cada vez más el odhan que era mi hogar.
—Tu refugio.
La mujer mostró los colmillos en algo parecido a una sonrisa.
—Entre los jaghut, ahora todo es uno y lo mismo, thelomen toblakai.
Karsa miró a su alrededor y estudió los restos de la torre. No vio arma alguna, y la mujer tampoco vestía armadura.
—Cuando este núcleo de Omtose Phellack muera, también lo harás tú, ¿verdad? Sin embargo, hablas solo del Jhag Odhan. Como si tu propia muerte careciera de importancia frente a la de esta tierra.
—Es que es menos importante. En el Jhag Odhan, el pasado vive todavía. No solo en mis compañeros caídos, los jhag, los pocos que consiguieron escapar de los logros t’lan imass. Hay bestias antiguas que recorren las tierras sin árboles que hay junto a las capas de hielo. Bestias que se han extinguido en el resto de las tierras, en su mayor parte bajo las lanzas de los t’lan imass. Pero no había t’lan imass en el Jhag Odhan. Como has dicho, un refugio.
—Bestias. ¿Incluyendo caballos jhag?
Karsa vio que la mujer entrecerraba los extraños ojos. Las pupilas eran verticales, rodeadas de un gris nacarado.
—Los caballos que criábamos antaño para montarlos. Sí, se han hecho salvajes en el odhan. Aunque pocos quedan porque los trell vienen del oeste para darles caza. Cada año. Los tiran por los acantilados. Como hacen con muchas de las otras bestias.
—¿Por qué no trataste de detenerlos?
—Porque, mi querido guerrero, estaba escondida.
—Una táctica que fracasó.
—Una avanzadilla de t’lan imass me descubrió. Destruí a la mayor parte, pero escapó uno. Desde ese momento, supe que su ejército terminaría viniendo aquí. Cierto, se tomaron su tiempo para llegar, pero tiempo es lo que les sobra.
—¿Una avanzadilla? ¿A cuántos destruiste?
—A siete.
—¿Y están sus restos entre los que rodean esta torre?
La mujer volvió a sonreír.
—Yo diría que no, thelomen toblakai. Para los t’lan imass, la destrucción es un fracaso. El fracaso se ha de castigar. Sus métodos son… rebuscados.
—¿Entonces qué hay de los guerreros tirados abajo, y los que rodean la torre?
—Caídos, pero no fracasados. Aquí yazgo yo, después de todo.
—Hay que matar a los enemigos —rezongó el teblor—, no apresarlos.
—No seré yo quien te lo discuta —respondió la jaghut.
—No percibo nada maligno en ti.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que oí esa palabra. Ni siquiera en las guerras con los t’lan imass tenía esa palabra lugar alguno.
—No puedo dejar así una injusticia —murmuró él con voz profunda.
—Y responderás.
—La necesidad supera a toda precaución. Delum Thord sonreiría.
—¿Quién es Delum Thord?
Karsa no contestó, se descolgó la alforja, se quitó de un tirón el manto de oso y dio un paso hacia el círculo de piedras.
—¡No te acerques, guerrero! —siseó la jaghut—. Esto es Alto Tellann…
—Y yo soy Karsa Orlong, de los teblor —gruñó el guerrero. Y le dio una patada a las piedras más cercanas.
Una llama abrasadora se alzó y envolvió a Karsa. Este lanzó un gruñido, se abrió camino entre ellas y estiró las dos manos para coger la losa de piedra, que levantó con un bufido del pecho de la mujer. Las llamas lo acorralaron con la intención de arrancarle la carne de los huesos, pero el gruñido del teblor solo se profundizó. Giró y arrojó la enorme losa a un lado. Donde chocó contra una pared y se hizo pedazos.
Las llamas murieron.
Karsa se sacudió y después bajó la vista una vez más.
El círculo estaba roto. La mujer jaghut había abierto mucho los ojos y lo miraba fijamente mientras un movimiento le agitaba brazos y piernas.
—Nunca antes —suspiró, después sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo—. Ignorancia, afilada y convertida en arma. Extraordinario, thelomen toblakai.
Karsa se agachó junto a su alforja.
—¿Tienes hambre? ¿Sed?
La mujer tardó en sentarse. Los t’lan imass la habían despojado de todo y la habían dejado desnuda, pero no parecía afectarle el aire gélido que llenaba el aposento. Aunque parecía joven, Karsa sospechaba que no lo era en absoluto. Sintió que los ojos femeninos lo observaban mientras preparaba la comida.
—Cruzaste la espada con Icarium. No ha habido nunca más que una única conclusión a tan malhadada circunstancia, pero que estés aquí es prueba suficiente de que, de algún modo, conseguiste evitar tal conclusión.
Karsa se encogió de hombros.
—No cabe duda de que reanudaremos nuestro desacuerdo la próxima vez que nos veamos.
—¿Cómo has llegado hasta aquí, Karsa Orlong?
—Estoy buscando un caballo, jaghut. El viaje era largo y me dieron a entender que este mundo de sueños lo haría más corto.
—Ah, los guerreros fantasmales que se ciernen tras de ti. Con todo, corriste un grave riesgo al viajar por la senda Tellann. Te debo la vida, Karsa Orlong. —La mujer se fue poniendo en pie con cautela—. ¿Cómo puedo devolverte el favor?
Karsa se irguió para mirarla y le sorprendió (y complació) ver que casi era tan alta como él. Tenía el cabello largo, de un color castaño turbio, atado a la espalda. La estudió durante un momento y después le contestó.
—Encuéntrame un caballo.
Las finas cejas se alzaron un instante.
—¿Eso es todo, Karsa Orlong?
—Quizás una cosa más, ¿cómo te llamas?
—¿Eso es lo que querías pedirme?
—No.
—Aramala.
El teblor asintió y se afanó una vez más en preparar la comida.
—Me gustaría saber todo lo que puedas decirme, Aramala, de los siete que te encontraron los primeros.
—Muy bien. Si me permites preguntar algo a mi vez. Pasaste por un sitio de camino aquí, donde a los jhag los habían… apresado. Liberaré por supuesto a los que hayan sobrevivido…
—Por supuesto.
—Son mestizos.
—Sí, eso me han dicho.
—¿No te preguntas de dónde procede su otra mitad?
Karsa levantó la vista y después frunció el ceño poco a poco.
La mujer sonrió.
—Son muchas las cosas, creo, que debo contarte.
Algún tiempo después Karsa Orlong se alejó de la torre. Siguió andando y regresó a la pista del ejército que empezaba una vez más allá del terreno congelado de Omtose Phellack.
Cuando al fin salió de la senda al calor de las últimas horas de la tarde de su mundo natal, se encontró a la orilla de un risco de colinas maltratadas. Hizo una pausa y miró tras él, y pudo distinguir, al borde mismo del horizonte, una ciudad (seguramente Sarpachiya) y el brillo de un río inmenso.
Las colinas que tenía delante formaban una columna, un rasgo del terreno que el teblor sospechaba que solo aparecía en los mapas de la zona. No había granjas en las tierras bajas que había delante, ni rebaños en las laderas accidentadas.
Los t’lan imass habían reaparecido en aquel lugar antes que él, aunque el avance de su paso, al adentrarse en aquellas colinas, no había dejado signos, pues habían pasado décadas en ese mundo desde entonces. Estaba al borde del Jhag Odhan.
Había caído la tarde para cuando llegó a las estribaciones y comenzó a ascender por la ladera curtida por el tiempo. La roca expuesta de aquel lugar tenía un aspecto enfermizo, como si la afligiera algún tipo de deterioro antinatural. Los trozos se derrumbaban bajo sus pies al trepar.
La cima era poco más que un risco, de menos de tres pasos de anchura, incrustada de piedras podridas y hierbas muertas. Algo más allá, la tierra caía de repente y formaba un amplio valle marcado por dunas bajas de arenisca en franjas que se alzaban de la base. El lado contrario del valle, a cinco mil o más pasos de distancia, era un risco escarpado de roca de un color oxidado.
Karsa era incapaz de imaginarse las fuerzas naturales que podrían haber creado semejante paisaje. Las dunas del terreno habían nacido de la erosión, como si unas riadas hubieran recorrido el valle entero, o quizás unos vientos fieros rugieran por los canales, algo menos dramático y que exigía periodos de tiempo mucho más prolongados. O el valle entero podría en otro tiempo haberse alzado al mismo nivel que las colinas circundantes, solo para sufrir algún tipo de hundimiento subterráneo. Los afloramientos deteriorados de roca sugerían una especie de proceso de lixiviación que afectaba a la región.
Karsa empezó a bajar por la escarpada ladera.
Y pronto descubrió que era un laberinto de cuevas y pozos. Minas, a juzgar por el pedregal de escombros calcáreos que salían de ellas. Pero no estaño o cobre. Pedernal.
Vetas inmensas del vítreo material marrón yacían expuestas como heridas en carne viva en la ladera de la colina.
Karsa entornó los ojos y contempló las dunas que tenía delante. Las franjas de arenisca estaban muy sesgadas, y no todas con el mismo ángulo. Las cimas no desplegaban nada de la formación de meseta plana que era de esperar, sino que estaban dentadas y rotas. El fondo del valle, hasta donde él podía ver entre las dunas achaparradas, parecía ser de gravilla afilada. Escamas rotas de las minas.
En este único valle, un ejército entero podría haber fabricado sus armas de piedra…
Y el pedernal de aquel lugar estaba muy lejos de haberse agotado.
La voz de Bairoth Gild invadió su cabeza.
—Karsa Orlong, dibujas círculos alrededor de las verdades igual que un lobo solitario que rodea a un alce.
Karsa lanzó un gruñido, su única respuesta. Podía ver, en el acantilado, al otro lado, más cuevas, estas talladas en la roca pura. Cuando llegó al fondo del valle en sombras, se encaminó hacia ellas. La gravilla que pisaba era gruesa y se movía, traicionera; los bordes puntiagudos le atravesaban las suelas de cuero de los mocasines. El aire olía a polvo calcáreo.
Se acercó a la boca de una gran cueva situada a un tercio del camino, risco arriba. Una amplia ladera pedregosa conducía a escasa distancia de la cueva, aunque se movía de forma siniestra bajo los pies del teblor mientras iba trepando. Al fin consiguió encaramarse al suelo desigual.
Con la pared del acantilado mirando al noroeste y el sol ya cabalgando el horizonte, no había luz natural en la cueva. El teblor posó la alforja y sacó un pequeño farol.
Las paredes eran de caliza calcinada, ennegrecidas por generaciones y generaciones de humo de madera, el techo alto y más o menos abovedado. Diez pasos cueva adentro, el pasaje iba disminuyendo al ir convergiendo techo, paredes y suelo. Karsa se agachó y se metió por el embudo.
Detrás había una cueva inmensa. Apenas vislumbrada en la pared de enfrente, una proyección monolítica de pedernal puro que se alzaba casi hasta el techo. Habían tallado unos huecos muy profundos en las paredes que lo flanqueaban. Una fisura en el centro del techo de la cámara labrada derramaba la luz gris del atardecer del exterior. Justo debajo había un montón de arena y en ese montículo crecía un árbol retorcido y lleno de nudos, un guldindha, que no le llegaba al teblor a la rodilla, con las hojas de un tono verde más profundo de lo habitual.
Que la luz del día pudiera colarse a una profundidad de dos tercios de aquel acantilado ya era en sí mismo un milagro…, pero este árbol…
Karsa se acercó a uno de los nichos y subió el farol. Detrás había otra cueva, llena de armas de pedernal. Aunque algunas estaban rotas, la mayor parte se conservaba de una pieza. Espadas, hachas de doble hoja con mangos de hueso, cientos y cientos de armas que cubrían el suelo. El siguiente hueco contenía lo mismo, al igual que el que había después. Veintidós cámaras laterales en total. Las armas de los muertos. Las armas de los fracasados. En cada cueva de ese acantilado sabía que encontraría lo mismo.
Pero ninguna de las otras le importaba. Dejó el farol cerca de la columna de pedernal y después se estiró.
—Urugal el Entretejido. Beroke Voz Suave, Kahlb el Cazador Silencioso, Thenik el Quebrado, 'Siballe la No Hallada, Halad el Gigante, Imroth el Cruel. Caras en la Roca, dioses de los teblor. Yo, Karsa Orlong de la tribu Uryd de los teblor, os he conducido aquí. Estabais rotos. Partidos. Desarmados. He hecho como me ordenasteis. Os he traído a este lugar.
Respondió la voz ronca y entrecortada de Urugal.
—Has encontrado aquello que se nos arrebató, Karsa Orlong. Has liberado a tus dioses.
El teblor observó que el fantasma de Urugal iba tomando forma poco a poco ante él. Un guerrero achaparrado de huesos pesados, más bajo que un habitante de las tierras bajas, pero mucho más ancho. Tenía los huesos de brazos y piernas partidos, lo que Karsa podía ver entre las tensas correas de cuero y piel que los ataban, que lo sostenían. Más correas le cruzaban el pecho.
—Karsa Orlong, has encontrado nuestras armas.
El guerrero se encogió de hombros.
—Si es cierto que están entre los miles que ocupan esas cámaras.
—Están. Ellas no nos fallaron.
—Pero el ritual sí.
Urugal ladeó la cabeza. Sus seis compañeros estaban tomando forma a su alrededor.
—Lo entiendes, entonces.
—Sí.
—Nuestras formas físicas se acercan, Karsa Orlong. Han viajado mucho, despojadas de espíritu, sostenidas solo por nuestras voluntades…
—Y aquel al que ahora servís —rezongó el teblor.
—Sí. Aquel al que ahora servimos. Te hemos guiado a nuestra vez, caudillo. Y ahora recibirás tu recompensa por lo que nos has dado.
La siguiente en hablar fue 'Siballe la No Hallada.
—Hemos reunido un ejército, Karsa Orlong. Todos los niños sacrificados ante las Caras en la Roca. Están vivos, caudillo. Han sido adiestrados. Para ti. Un ejército. Tu pueblo está siendo atacado. Hay que repeler a los habitantes de las tierras bajas, hay que aniquilar sus ejércitos. Bajarás arrasando con tus legiones, te internarás en sus tierras y sembrarás la destrucción entre los habitantes de las tierras bajas.
—Lo haré.
—Los siete dioses de los teblor —dijo Urugal— deben ahora convertirse en ocho.
El llamado Halad (el más grande de los Siete, con diferencia, un hombretón bestial) se adelantó entonces.
—Debes ahora fabricar una espada, Karsa Orlong. De piedra. Las minas del exterior te aguardan… Te guiaremos con nuestros conocimientos…
—No es necesario —dijo Karsa—. He aprendido la esencia de los muchos corazones de la piedra. El conocimiento es mío, y así también la espada será mía. Las que fabricáis vosotros están bien para vuestro pueblo. Pero yo soy teblor. Yo soy thelomen toblakai. —Con eso se dio la vuelta y se dirigió hacia la columna monolítica de pedernal.
—Ese palo te derrotará —dijo Halad a su espalda—. Para sacar una hoja lo bastante larga para una espada, debes golpear desde arriba. Examina esta vena con cuidado y verás que, pura como es, el flujo de la piedra es implacable. Ninguno de los tuyos ha conseguido jamás sacar una escama más larga que tu propia altura. El palo que tienes delante ya no se puede trabajar, de ahí su abandono. Golpéalo y se romperá en mil pedazos. Y ese fracaso manchará tus siguientes esfuerzos y debilitará la hechicería de la creación.
Karsa se plantó ante la columna de pedernal marrón, casi negra.
—Debes encender un fuego en la base —dijo Halad—. Un fuego que arda sin cesar durante un número de días y noches. Hay poca madera en el valle que tenemos abajo, pero en el Jhag Odhan, más allá, los rebaños de bhederin han viajado en multitudes. Fuego, Karsa Orlong, después agua fría…
—No. Se pierde todo el control con ese método, t’lan imass. Vuestro pueblo no es el único que conoce las verdades de la piedra. Esta tarea es mía y mía solo. Y ahora, ya está bien de palabras.
—El nombre que nos has dado —dijo Urugal con voz ronca—, ¿cómo te has enterado de eso?
Karsa se volvió con la cara crispada en una mueca burlona.
—Necios teblor. O eso creíais. Eso os hubiera gustado. Thelomen toblakai caídos, pero el que ha caído puede alzarse una vez más, Urugal. Así, vosotros fuisteis en otro tiempo t’lan imass. Pero ahora sois los Desencadenados. —La mueca burlona se convirtió en un gruñido—. De nómadas a fortaleza. De fortaleza a «casa».
El guerrero trepó por el palo de pedernal. Encaramado a la cima, sacó la espada corta malazana. Examinó por un momento la superficie de la piedra y después se inclinó para estudiar el trozo casi vertical de pedernal perfecto que llegaba al suelo de la cueva. Karsa le dio la vuelta a la espada y empezó a rascar la parte superior de la columna, a un palmo de distancia del borde afilado. Podía ver los rastros de los antiguos golpes; los t’lan imass lo habían intentado, a pesar de las palabras de Halad, pero habían fracasado.
Karsa continuó preparando la superficie donde iba a golpear. Mientras, iba hablando mentalmente. Bairoth Gild. Delum Thord. Escuchadme cuando ningún otro puede. Un día romperé mis cadenas, liberaré las almas que ahora me acosan. No queréis estar entre ellas, o eso habéis dicho. Ni tampoco desearía yo que os envolviera el abrazo del Embozado. He considerado vuestros deseos y he elaborado una alternativa…
—Caudillo, Delum Thord y yo entendemos lo que pretendes. Tu genio nunca deja de asombrarme, Karsa Orlong. Solo con nuestro consentimiento lo lograrás. Así que nos hablas y he aquí que nos encontramos con que fuerzas nuestro camino. El abrazo del Embozado… o lo que tú buscas.
Karsa sacudió la cabeza. No solo yo, Bairoth Gild, vosotros también. ¿Lo negáis, acaso?
—No, caudillo. No lo negamos. Así pues, aceptamos lo que ofreces.
Karsa sabía que solo él podía ver los fantasmas de sus amigos en ese momento, cuando parecían disolverse, reducidos a pura voluntad, y después fluían para introducirse en el pedernal. Fluían para encontrar una forma, algún tipo de cohesión…
Esperaban… Karsa barrió el polvo y la grava de la superficie raspada y después rodeó con las dos manos la empuñadura achaparrada de la espada corta. Levantó mucho el arma, clavó la mirada en la plataforma de golpe maltratada y después bajó el pomo con todas sus fuerzas.
Un extraño crujido seco…
Y después Karsa se vio dando un salto, tiró la espada corta a un lado, se abalanzó por los aires y dio una voltereta al caer. Flexionó las rodillas para absorber el impacto al tiempo que levantaba las manos para recuperar la lanza de pedernal que iba cayendo.
Una lanza casi tan alta como el propio teblor.
El arma cayó de la columna, un fragmento plano que se acomodó en sus manos. Un lametazo cálido en las palmas de las manos y de repente le corría sangre por los antebrazos. Karsa se echó hacia atrás a toda prisa y bajó la hoja al suelo. Cuando apartó las manos vio que se las habían cortado hasta el hueso. Muy listo, Bairoth, beber mi sangre para sellar el trato.
—En verdad… nos superas —susurró Halad.
Karsa fue hasta su bolsa y sacó un fardo de vendajes de campo y un costurero. No habría infección, por supuesto, y se curaría rápido. Con todo, necesitaría cerrar los cortes antes de plantearse siquiera empezar a trabajar en el filo de la enorme hoja y si quería tallar una especie de empuñadura.
—Investiremos el arma —anunció Urugal a su espalda— para que nadie la pueda romper.
Karsa asintió.
—Te convertiremos en el octavo dios de los teblor.
—No —respondió mientras empezaba a trabajar en la mano izquierda—. No soy como vosotros, Urugal. No soy de los Desencadenados. Tú mismo me rodeaste de cadenas. Con tus propias manos te ocupaste de que las almas de los que he asesinado me persigan para toda la eternidad. Has dado forma a mi obsesión, Urugal. Bajo tal maldición, jamás podré ser uno de los Desencadenados.
—Hay un lugar para ti, no obstante —dijo Urugal—, en la Casa de Cadenas.
—Sí. Caballero de Cadenas, paladín del dios Tullido.
—Has aprendido mucho, Karsa Orlong.
El guerrero se quedó mirando sus manos ensangrentadas.
—Así es, t’lan imass. Como podréis dar fe.