Capítulo 13

No es extraño ver las sendas de Meanas y Rashan como parientes muy cercanas. ¿Pues acaso no son los juegos de ilusión y sombras, juegos de luz? En algún momento, por tanto, el concepto de distinción entre estas sendas deja de tener significado. Meanas, Rashan y Thyr. Solo los más fanáticos de los practicantes entre estas sendas pondrían objeciones. La orientación que comparten las tres es la ambivalencia, sus juegos son juegos de ambigüedad. Todo es artificio, todo es engaño. Entre ellas, nada (nada en absoluto) es lo que parece.

Análisis preliminar de las sendas

Konoralandas

Mil quinientos guerreros del desierto se habían reunido en el límite sur de la ciudad en ruinas, sus caballos blancos eran fantasmas entre las nubes de polvo ambarino, el brillo metálico de las cotas de malla y de los camisotes de escamas destellaba apagado de vez en cuando bajo las telabas doradas. Quinientas monturas de reserva acompañaban a los asaltantes.

Korbolo Dom se encontraba cerca de Sha’ik y Manos Fantasmales, sobre una plataforma erosionada por el tiempo que antaño había sido los cimientos de un templo o un algún tipo de edificio público, y que les permitía tener una visión clara de los guerreros reunidos.

El renegado napaniano observaba, inexpresivo, a Leoman de los Mayales, que se acercaba a caballo para una última conversación con la elegida. Él no se molestaría con falsas bendiciones, pues preferiría que Leoman no volviese. Y si tenía que volver, entonces no triunfante, en cualquier caso. Y aunque su cara marcada no revelaba nada, bien sabía que Leoman no se hacía ninguna ilusión sobre los sentimientos de Korbolo.

Eran aliados solo porque ambos servían a Sha’ik. Y hasta eso era mucho menos cierto de lo que podría parecer a primera vista. Tampoco creía el malazano que la elegida se engañara en cuanto al rencor y la enemistad que existía entre sus generales. Su ignorancia era únicamente de los planes que iban, poco a poco, sin prisas, resolviéndose para lograr su fallecimiento. De eso Korbolo estaba convencido.

En caso contrario, la elegida ya habría actuado hace mucho tiempo.

Leoman se detuvo ante la plataforma.

—¡Elegida! Partimos ahora y cuando regresemos os traeremos recado del ejército malazano. Su disposición. Su ritmo de marcha…

—Pero no —lo interrumpió Sha’ik con firmeza— su valía. Nada de combates, Leoman. La primera sangre que derrame su ejército será aquí. A mis manos.

Con la boca apretada en una línea tensa, Leoman asintió.

—Las tribus los habrán atacado más de una vez, elegida —dijo el guerrero después—. Es muy probable que en cuanto se alejaran una legua de las murallas de Aren. Ya habrán derramado sangre…

—No creo que esos intercambios menores puedan tener gran importancia —respondió Sha’ik—. Esas tribus están enviando aquí sus guerreros, llegan cada día. Tus fuerzas serían las más grandes a las que ella habrá tenido que enfrentarse, y eso no lo toleraré. No discutas este punto conmigo otra vez, Leoman, ¡o tendré que prohibirte que abandones Raraku!

—Como digáis, elegida —dijo Leoman entre dientes. Sus sorprendentes ojos azules se clavaron entonces en Manos Fantasmales—. Si necesitas algo, anciano, busca a Mathok.

Korbolo alzó las cejas.

—Extraño que digas eso —comentó Sha’ik—. Manos Fantasmales está bajo mi protección, después de todo.

—Necesidades menores solo, por supuesto —dijo Leoman—, necesidades que podrían resultar una distracción, elegida. Vos tenéis un ejército que preparar, después de todo…

—Una tarea —lo interrumpió Korbolo— que la elegida me ha confiado a mí, Leoman.

El guerrero del desierto se limitó a sonreír. Después recogió las riendas.

—Que el torbellino os proteja, elegida.

—Y a ti, Leoman.

El hombre regresó con los guerreros montados que lo esperaban.

Que tus huesos se hagan blancos y ligeros como plumas, Leoman de los Mayales. Korbolo se volvió de golpe hacia Sha’ik.

—Os desobedecerá, elegida.

—Por supuesto que lo hará.

El napaniano parpadeó y después entrecerró los ojos.

—Entonces sería una locura cederle a él el muro de arena.

La mujer lo miró con la curiosidad reflejada en la cara.

—¿Es que temes al ejército de la consejera? ¿No me has repetido una y otra vez lo superiores que son nuestras fuerzas gracias a tus servicios? ¿En disciplina, ferocidad? No es a la hueste de Unbrazo a quien te vas a enfrentar. Es a una masa temblorosa de reclutas, e incluso si hubieran tenido la oportunidad de endurecerse en un combate menor o dos, ¿qué probabilidades tienen contra tus Mataperros? En cuanto a la consejera… déjamela a mí. Así pues, lo que Leoman haga con sus mil quinientos lobos del desierto carece, en realidad, de importancia. ¿O te estás replanteando ahora todas tus opiniones, Korbolo Dom?

—Por supuesto que no, elegida. Pero un lobo como Leoman debería ir con correa.

—¿Correa? La expresión que hubieras querido utilizar es «habría que darle muerte». No es un lobo, sino un perro rabioso. Bueno, no se le dará muerte, y si de verdad es un perro rabioso, ¿qué mejor lugar para enviarlo que contra la consejera?

—Sois más sabia en estas cosas que yo, elegida.

Manos Fantasmales lanzó un bufido al oír eso y hasta Sha’ik sonrió. A Korbolo se le había subido de repente la sangre a la cara.

—Febryl te aguarda en tu tienda —dijo Sha’ik—. Se impacienta con tu tardanza, Korbolo Dom. No es necesario que permanezcas aquí por más tiempo.

Del calor al hielo. El malazano no confiaba en sí mismo lo suficiente para hablar y ante el gesto de despedida de la elegida, estuvo a punto de encogerse. Tras un momento, consiguió recuperar la voz.

—Será mejor que averigüe entonces lo que quiere —dijo.

—Sin duda lo considera importante —murmuró Sha’ik—. Es un defecto entre los hombres ancianos, creo yo, esa quebradiza prepotencia. Te aconsejo que lo tranquilices, Korbolo Dom, y alivies así el martilleo de su corazón.

—Sabio consejo, elegida. —Con un último saludo militar, Korbolo se dirigió a los escalones de la plataforma.

Heboric suspiró cuando los pasos de las botas del napaniano se apagaron tras ellos.

—El pobre malnacido se ha llevado un buen susto. ¿Quieres aterrarlos para que actúen, entonces? ¿Ahora que Leoman se ha ido? ¿Y el toblakai también? ¿En quién confiar entonces, muchacha?

—¿Confiar? ¿Crees que confío en alguien que no sea yo misma, Heboric? Oh, quizá Sha’ik la Mayor podía confiar… en Leoman y en el toblakai. Pero cuando me miran a mí, esos dos ven una impostora; me doy perfecta cuenta de ello, así que no intentes argüir lo contrario.

—¿Y qué hay de mí? —preguntó Heboric.

—Ah, Manos Fantasmales, ahora llegamos a eso, ¿verdad? Muy bien, hablaré claro. No te vayas. No me dejes, Heboric. Ahora no. Lo que te atormenta puede esperar a la conclusión de la batalla inminente. Cuando haya acabado, extenderé el poder del torbellino hasta el mismísimo límite de la isla Otataral. Dentro de esa senda, tu viaje no supondrá casi ningún esfuerzo. En caso contrario, por testarudo que seas, temo que no sobrevivas a tan larga caminata.

Heboric la miró, aunque recompensó el esfuerzo poco más que un contorno borroso donde se alzaba la mujer, envuelta en su telaba blanca.

—¿Hay algo que tú no sepas, muchacha?

—Cielos, demasiadas cosas, sospecho. L’oric, por ejemplo. Un auténtico misterio, ese. Parece capaz de repeler incluso la magia ancestral del torbellino, y esquiva todos mis esfuerzos para discernir su alma. Y sin embargo, a ti te ha revelado mucho, creo.

—En confianza, elegida. Lo siento. Lo único que puedo decirte es una cosa: L’oric no es tu enemigo.

—Bueno, eso significa más para mí de lo que quizá comprendas. No es mi enemigo. ¿Lo convierte eso en mi aliado, entonces?

Heboric no dijo nada.

Tras un momento, Sha’ik suspiró.

—Muy bien. Así que continúa siendo un misterio en el más importante de los detalles. ¿Qué puedes contarme de las exploraciones de Bidithal en su antigua senda? Rashan.

El otro ladeó la cabeza.

—Bueno, la respuesta a eso, elegida, depende en parte de lo que tú misma sepas. Sobre la senda de la diosa, tu fragmento de senda ancestral que es el torbellino.

—Kurald Emurlahn.

El hombre asintió.

—Así es. ¿Y qué sabes de los acontecimientos que la desgarraron?

—Poco, salvo que sus verdaderos gobernantes habían dejado de existir, dejándola así vulnerable. El hecho relevante es el siguiente, sin embargo: el torbellino es el fragmento más grande que hay en este reino. Y su poder está creciendo. Bidithal se vería a sí mismo como su primero (y definitivo) sacerdote supremo. Lo que él no entiende es que no existe tal papel. Yo soy la suma sacerdotisa. Yo soy la elegida. Soy la única manifestación mortal de la diosa del Torbellino. Bidithal envolvería Rashan en el torbellino o, al contrario, usaría el torbellino para purificar el reino de Sombra de sus falsos gobernantes. —Sha’ik hizo una pausa y Heboric notó que la mujer se encogía de hombros—. Esos falsos gobernantes antaño dominaban el Imperio de Malaz. Así pues, aquí estamos todos, preparándonos para un enfrentamiento singular. Sin embargo, lo que cada uno busca en esa batalla está reñido. El reto, entonces, es convencer motivaciones tan dispares para que se conviertan en un solo efecto mutuamente triunfante.

—Eso —dijo Heboric sin aliento— es todo un reto, muchacha.

—Y por tanto te necesito, Manos Fantasmales. Necesito el secreto que posees…

—De L’oric no puedo decir nada…

—No ese secreto, anciano. No, el secreto que busco se encuentra en tus manos.

El exsacerdote se sobresaltó.

—¿Mis manos?

—El gigante de jade que tocaste está derrotando a la otataralita. La destruye. Necesito descubrir cómo. Necesito una respuesta contra la otataralita, Heboric.

—Pero Kurald Emurlahn es ancestral, Sha’ik; la espada de la consejera…

—Aniquilará la ventaja que poseo con mis magos supremos. ¡Piensa! Sabe que no puede anular el torbellino con su espada… ¡así que ni siquiera lo intentará! No, en lugar de eso, desafiará a mis magos supremos. Los sacará del campo. Intentará aislarme…

—Pero si no puede derrotar al torbellino, ¿qué importa eso?

—¡Porque el torbellino, a su vez, no puede derrotarla a ella!

Heboric se quedó callado. No había oído eso antes, pero tras un momento de reflexión, comenzó a tener sentido. Kurald Emurlahn quizá fuera ancestral, pero también estaba hecha pedazos. Debilitada, desgarrada por Rashan, una senda que era vulnerable a los efectos de la otataralita. El poder de la espada de la consejera y el de la diosa del Torbellino de Sha’ik terminarían por anularse el uno al otro.

Lo que dejaba el resultado en manos de los propios ejércitos. Y ahí, la otataralita sortearía la hechicería de los magos supremos. Lo que, a su vez, lo dejaría todo en manos de Korbolo Dom. Y Korbolo lo sabe, y tiene sus propias ambiciones. Dioses, muchacha, qué desastre.

—Cielos, muchacha —murmuró el hombre—, no puedo ayudarte, no sé por qué está fallando la otataralita que hay en mí. Tengo, sin embargo, una advertencia. El poder del gigante de jade no ha de manipularse. Ni tú ni yo hemos de manipularlo. Si la diosa del Torbellino intenta usurparlo, no hará más que sufrir en el intento, y es muy probable que acabe con ella.

—Entonces debemos conseguir información aprovechando cualquier oportunidad.

—En nombre del Embozado, ¿se puede saber cómo te propones lograr eso?

—Me gustaría que fueras tú el que me dieras la respuesta, Heboric.

¿Yo?

—Entonces estamos perdidos. No tengo control sobre ese poder extraño. ¡No lo comprendo en absoluto!

—Quizá todavía no —respondió la mujer con una seguridad escalofriante en la voz—. Pero cada vez te acercas más, Heboric. Cada vez que consumes el té de hen’bara.

¿El té? ¿El que me diste para que pudiera huir de mis pesadillas? «Recurre al conocimiento que tenía Sha’ik la Mayor del desierto», dijiste. Un regalo compasivo, pensé yo. Un regalo… El hombre sintió que algo se derrumbaba en su interior. Una fortaleza en el desierto de mi corazón, debería haber sabido que sería una fortaleza de arena.

Se apartó, invadido por la insensatez de capa tras capa de ceguera. Entumecido y alejado del mundo exterior, de lo que fuera que Sha’ik estuviera diciendo, del calor brutal del sol.

¿Quedarse?

Tenía la sensación de que ya no era capaz de irse.

Cadenas. Ha hecho para mí una casa de cadenas

Felisin la Menor se acercó al borde del pozo y miró. El sol había abandonado el suelo y no había dejado más que oscuridad allí abajo. No se veía brillo alguno de fuego en el hogar, lo que confirmaba que nadie más se había instalado en la morada de Leoman.

Un ligero chirrido cerca la hizo girarse. El que había sido el amo del toblakai había aparecido arrastrándose tras los cimientos de un muro. Tenía la piel ampollada por el sol embarrada de polvo y excrementos, los muñones de los extremos de los brazos y las piernas supuraban un líquido amarillento y opaco. Los primeros signos de la lepra asomaban en las articulaciones del codo y la rodilla. Unos ojos enrojecidos se clavaron en Felisin y el hombre le ofreció una sonrisa ennegrecida.

—Ah, niña. Ve en mí a tu humilde servidor. El guerrero de Mathok…

—¿Qué sabes tú de eso? —le preguntó ella.

La sonrisa se ensanchó.

—Traigo recado. Ve en mí a tu humilde servidor. El humilde servidor de todo el mundo. He perdido mi nombre, ¿sabías eso? En otro tiempo lo sabía, pero me ha abandonado. Mi mente. Sin embargo, hago lo que me dicen. Traigo recado. El guerrero de Mathok. No puede reunirse contigo aquí. No querría que lo vieran. ¿Entiendes? Allí, al otro lado de la plaza, en la ruina hundida. Allí aguarda.

Bueno, reflexionó la joven, el secretismo tiene sentido. Su huida del campamento lo exigía, aunque Heboric Manos Fantasmales fuera con mucho el que más probabilidades tenía de estar bajo vigilancia. Y él se había metido en su tienda días antes y se negaba a recibir visita alguna. Con todo, Felisin agradecía la cautela de Mathok.

Aunque no sabía que el tratante de esclavos que capturó al toblakai formara parte de la conspiración.

—¿El templo hundido?

—Sí, allí. Ve en mí a tu humilde servidor. Has de ir. Él aguarda.

La joven cruzó la plaza enlosada. Cientos de indigentes del campamento se habían instalado allí, bajo refugios hechos con hojas de palma, sin hacer esfuerzo alguno por organizarse; la extensión hedía a orina y heces, arroyos de fetidez que corrían por las piedras. Toses secas, súplicas murmuradas y bendiciones la siguieron cuando se abrió camino hacia las ruinas.

Los muros de los cimientos del templo le llegaban a la cadera; en el interior, un empinado tramo de escaleras bajaba al piso subterráneo. El ángulo del sol se había hundido lo suficiente para dejar la zona inferior en la oscuridad.

Felisin se detuvo en la cima de las escaleras y se asomó para intentar ver algo en la penumbra.

—¿Estás ahí? —exclamó.

Un leve sonido al otro lado. La insinuación de un movimiento.

La joven bajó.

El suelo arenoso seguía caliente. Felisin avanzó a tientas.

A menos de diez pasos de la pared posterior pudo distinguirlo al fin. Estaba sentado con la espalda apoyada en la piedra. El brillo de un casco, una armadura de escamas en el pecho.

—Deberíamos esperar a la noche —dijo Felisin al acercarse—. Y después dirigirnos a la tienda de Manos Fantasmales. Ha llegado el momento, ya no puede seguir escondiéndose. ¿Cómo te llamas?

No hubo respuesta.

Algo negro y asfixiante se alzó para taparle la boca y la levantaron del suelo. La negrura fluyó como serpientes a su alrededor, le sujetó los brazos y le ató las piernas que agitaba. Un momento después, colgaba inmóvil, suspendida a corta distancia del suelo arenoso.

La yema nudosa de un dedo le rozó la mejilla y la joven abrió mucho los ojos cuando sintió una voz susurrándole al oído.

—Mi dulce niña. El fiero guerrero de Mathok sintió la caricia de Rashan hace solo un rato, por cierto. Ahora estoy solo yo. Solo el humilde Bidithal, que está aquí para recibirte. Aquí para beber todo el placer de tu precioso cuerpo, para no dejar nada salvo amargura, nada salvo muerte en su interior. Es necesario, has de comprender. —Las manos arrugadas la acariciaban, tanteaban, pellizcaban, manoseaban—. No disfruto de indeseable placer en lo que debo hacer. Los hijos del torbellino han de ser desgarrados, han de ser infecundos, niña, para convertirlos en reflejos perfectos de la diosa en sí; oh, pero eso ya lo sabías, ¿verdad? La diosa no puede crear. Solo destruir. La fuente de su furia, sin duda. Y así debe ser con sus hijas. Mi obligación. Mi tarea. No hay nada que puedas hacer ya salvo rendirte.

Rendirse. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la habían obligado a rendirse, a entregar todo lo que había en su interior. Mucho tiempo desde que había dejado que la oscuridad devorara todo lo que era. Años antes no había sido consciente de la magnitud de la pérdida, pues no había habido nada que le ofreciera un contraste a la miseria, el hambre y el maltrato.

Pero todo eso había cambiado. Felisin había descubierto bajo el amparo protector de Sha’ik la noción de la inviolabilidad.

Y fue esa noción lo que Bidithal procedió a destruir por completo.

Tirado en el rellano, en la cima de las escaleras, la criatura que en otro tiempo había sido un mercader de esclavos de Genabackis sonrió al oír las palabras de Bidithal, y después la sonrisa creció al oír los gritos ahogados de la joven.

La niña favorita de Karsa Orlong estaba a merced de aquel viejo enfermo. Y todo lo que se le haría a aquella niña jamás se podría deshacer.

El viejo enfermo había sido muy amable con sus ofrecimientos de regalos. No solo la devolución inminente de manos y pies, sino también la promesa de venganza contra el teblor. Recuperaría su nombre una vez más. Sabía que lo haría. Y con él, la confusión desaparecería, las horas de terror ciego ya no lo acosarían y cesarían las palizas a manos de los demás habitantes de la plaza. Tendrían que cesar, pues él sería su amo y señor.

Pagarían por lo que habían hecho. Todo el mundo pagaría. En cuanto averiguara su nombre de nuevo.

Se oyeron llantos entonces. Las mismísimas carcajadas de la desesperación, esas arcadas atroces.

La muchacha ya nunca más lo miraría con asco. ¿Cómo podría? Ya era como él. Una buena lección. Una lección cruel, hasta el mercader de esclavos se daba cuenta de eso, o al menos podía imaginarlo y estremecerse ante las imágenes que conjuraba en su cabeza. Pero, con todo, una buena lección.

Hora de irse, subían pasos del subterráneo. Regresó deslizándose a la luz del día y el sonido que hacía sobre la gravilla, los cascos de arcilla y la arena recordaba de una forma extraña a unas cadenas. Cadenas que arrastraba a su paso.

Aunque no lo había presenciado nadie, un extraño fulgor había bañado la tienda de L’oric poco después del mediodía. Por un solo instante, después todo volvió a la normalidad.

Y entonces, al comenzar a caer la tarde, una segunda llamarada floreció por un instante y después murió, una vez más sin que nadie la viera.

El mago supremo atravesó con un tambaleo la improvisada puerta momentánea de la senda. Estaba empapado en sangre. Tropezó con su carga por el suelo cubierto de pieles y después cayó de rodillas y arrastró hacia sí a la bestia informe, una única mano roja soltó el cuerpo para acariciar el cabello espeso y apelmazado de la criatura.

Los gimoteos de dolor habían cesado. Y gracias a los dioses, pues con cada suave lamento se rompía un poco más el corazón de L’oric.

El mago supremo bajó poco a poco la cabeza, abrumado al fin por el dolor que se había visto obligado a contener durante los desesperados e inútiles esfuerzos por salvar al antiguo demonio. Lo embargaba un odio feroz por sí mismo y maldecía su propia complacencia. Separados durante demasiado tiempo, procediendo durante demasiado tiempo como si los otros reinos no supusieran ningún peligro para ellos.

Y ahora su familiar estaba muerto, y la mortandad reflejada en su interior parecía inmensa. Y crecía, devoraba su alma como la enfermedad devora la carne sana. Se quedaba sin fuerzas, pues la rabia había remitido.

Acarició el rostro incrustado de sangre de la bestia y se preguntó de nuevo cómo era posible que aquella fealdad (ya tan quieta y libre de dolor) podía, no obstante, hacer brotar manantiales insondables de amor en él.

—Ah, amigo mío, éramos más parecidos de lo que creíamos cualquiera de los dos. No… tú lo sabías, ¿verdad? De ahí el dolor eterno de tus ojos, que yo veía, pero del que prefería hacer caso omiso cada vez que iba de visita. Estaba tan convencido del engaño, ¿sabes? Tan seguro de que podíamos continuar, sin que nadie lo supiera, manteniendo la ilusión de que nuestro padre seguía con nosotros. Fui… —Se derrumbó entonces y no pudo decir nada más durante un tiempo.

El fracaso había sido suyo y de nadie más. Estaba allí, enredándose en aquellos ínfimos juegos cuando debería haber estado protegiendo a su familiar, como había hecho este siglo tras siglo.

Oh, había sido un combate reñido en cualquier caso, un t’lan imass menos y el resultado podría haber sido muy diferente… No, ahora te mientes a ti mismo, L’oric. Ese primer golpe de hacha había hecho el daño, había infligido la herida mortal. Todo lo que ocurrió después nació de una rabia agónica. Oh, mi amado no era ningún pelele y el que empuñaba aquella hacha de piedra pagó por su emboscada. Y has de saber algo, amigo mío, dejé al segundo esparcido por todos los fuegos. Solo el líder del clan se me escapó. Pero daré con él y le daré caza. Eso lo juro.

Pero todavía no. Se obligó a introducir algo de claridad en sus pensamientos mientras el peso del familiar que yacía contra sus muslos iba disminuyendo poco a poco, mientras toda su sustancia iba desvaneciéndose. Kurald Thyrllan carecía de defensas suficientes. Cómo era posible que los t’lan imass hubieran conseguido introducirse en la senda seguía siendo un misterio, pero lo habían hecho y habían completado la tarea que se habían impuesto con su legendaria y habitual brutalidad.

¿Habrían presentido los liosan la muerte? Quizá solo los senescales, al principio. ¿Les hablarían de ello a los otros? No si se detienen, aunque solo sea por un momento, a pensarlo. Claro que habían sido víctimas del engaño en todo momento. Osric se había desvanecido (su dios había desaparecido), y Kurald Thyrllan estaba lista para que la usurparan. Y, con el tiempo, esos senescales se darían cuenta de que, si hubiera estado de verdad Osric tras el poder que respondió a sus plegarias, tres guerreros t’lan imass no habrían sido suficientes, en absoluto. Mi padre es muchas cosas, pero la debilidad no es uno de sus atributos.

El ente marchito, del tamaño de un pajarito, que había sido su familiar se deslizó al suelo de la tienda. L’oric se lo quedó mirando y después, poco a poco, se rodeó con sus propios brazos. Necesito… Necesito ayuda. Los compañeros de padre. ¿Pero cuál? ¿Anomander Rake? No. Compañero, sí, en ocasiones, pero nunca amigo de Osric. ¿Lady Envidia? ¡Dioses, no! Caladan Brood…, pero él tiene sus propias cargas con las que lidiar en estos tiempos. Así pues, no queda más que uno

L’oric cerró los ojos y recurrió a la reina de los Sueños.

—Por tu verdadero nombre, T’riss, me gustaría hablar contigo. En el nombre de mi padre, Osric, escucha mi plegaria…

Una escena se formó poco a poco en su mente, un lugar desconocido para él. Un jardín de diseño simétrico, de muros altos, con un estanque circular en el centro. Bancos de mármol aguardaban bajo las sombras de la vegetación circundante. Las losas que rodeaban el estanque estaban sembradas de una arena fina y blanca.

Se encontró acercándose al estanque y mirando su superficie espejada, donde flotaban unas estrellas en una oscuridad profunda.

—El parecido está ahí.

Se volvió al oír la voz líquida y descubrió una mujer sentada al borde del estanque. No parecía tener más de veinte años, con el cabello de un color dorado cobrizo y muy largo. El rostro con forma de corazón, pálido, los ojos de un color gris claro. No lo miraba, sus lánguidos ojos se habían posado en la superficie inmaculada del estanque.

—Aunque —añadió con una leve sonrisa— has hecho bien en ocultar tus rasgos liosan.

—Somos duchos en tales cosas, reina de los Sueños.

La mujer asintió, sin mirarlo todavía.

—Como todos los tiste. Anomander una vez se pasó casi dos siglos bajo el disfraz de un guardaespaldas real… humano, del mismo modo que has logrado tú.

—Señora —dijo L’oric—, mi padre…

—Duerme. Hace mucho tiempo todos tomamos nuestras propias decisiones, L’oric. A nuestra espalda, nuestros caminos se extienden, largos y muy gastados. Hay un patetismo amargo en la perspectiva de volver sobre ellos. Sin embargo, para aquellos de nosotros que permanecemos… despiertos, parece que no hacemos nada salvo eso. Un camino interminable que desanda el sendero que recorrimos, pero cada paso que damos es hacia delante, pues el sendero ha demostrado ser un círculo. Sin embargo (y ahí está el verdadero patetismo), la certeza de ello nunca ralentiza nuestros pasos.

—«Estúpidos y convencidos», dicen los malazanos.

—Un tanto tosco pero bastante preciso —respondió la dama. Estiró una mano de largos dedos y la metió en el agua. L’oric la vio desvanecerse bajo la superficie, pero fue la escena que los rodeaba lo que pareció despertar, una leve turbulencia, la insinuación de una reacción.

—Reina de los Sueños, Kurald Thyrllan ha perdido a su protector.

—Sí. Tellann y Thyr estuvieron siempre unidas, y ahora más que nunca.

Una extraña afirmación… en la que tendría que pensar más tarde.

—No puedo hacerlo solo…

—No, no puedes. Tu propio camino está a punto de rodearse de peligros, L’oric. Y por eso has recurrido a mí, con la esperanza de que yo encuentre un… protector adecuado.

—Sí.

—Tu desesperación te empuja a confiar… donde nadie se ha ganado confianza alguna…

—¡Eras amiga de mi padre!

—¿Amiga? L’oric, éramos demasiado poderosos para conocer la amistad. Nuestros empeños demasiado fieros. Nuestra guerra era con el caos en sí y, a veces, unos con otros. Batallamos para dar forma a todo lo que seguiría. Y algunos perdimos esa batalla. No me entiendas mal, no le guardo ningún rencor profundo a tu padre. Más bien, él era tan insondable como el resto de nosotros, una confusión que todos compartíamos, quizá lo único que compartíamos.

—¿No vas a ayudar?

—Yo no he dicho eso.

L’oric esperó.

La dama continuó manteniendo la mano bajo la superficie plácida del estanque, pero todavía tenía que levantar la cabeza y mirar a L’oric.

—Esto llevará algún tiempo —murmuró la reina de los Sueños—. Entretanto se mantendrá la actual… vulnerabilidad. Tengo a alguien en mente, pero el proceso de elaboración que llevará a la ocasión propicia continúa lejano. Y tampoco creo que mi elección vaya a complacerte. Mientras…

—¿Sí?

La dama se encogió de hombros.

—Será mejor que esperemos que entidades con algún interés potencial continúen adecuadamente distraídas.

L’oric vio que la expresión de la dama cambiaba de repente y cuando habló otra vez, el tono de la mujer era urgente.

—¡Regresa a tu reino, L’oric! Se ha cerrado otro círculo… se ha cerrado de una forma terrible. —La reina de los Sueños sacó la mano del estanque.

L’oric ahogó un grito.

Estaba cubierta de sangre.

Abrió los ojos de golpe y se encontró arrodillado en su tienda una vez más. Era de noche y los sonidos del exterior llegaban apagados, llenos de paz, una ciudad que se sentaba a cenar. Pero él sabía que había ocurrido algo terrible. Se quedó muy quieto y sondeó el exterior. Sus poderes… tan debilitados, tan trémulos…

—¡Por los dioses del inframundo! —Un remolino de violencia anudado sobre sí mismo que irradiaba oleadas de agonía… una figura pequeña, encogida sobre sí misma, con ropas hechas jirones y empapadas de sangre, que se arrastraba por la oscuridad.

L’oric se levantó dando un bandazo, la cabeza le daba vueltas de angustia.

Y entonces se vio fuera y de repente echó a correr.

Encontró su rastro, una pista manchada entre arena y polvo que salía más allá de las ruinas y se internaba en el bosque petrificado. Hacia, supo L’oric por instinto, el claro sagrado que había creado el toblakai.

Sin embargo, allí ella no encontraría socorro alguno. Otra morada de falsos dioses. Y el toblakai se había ido, se había marchado a enfrentarse con su propio destino.

Pero ella no pensaba con claridad. Era solo dolor, un dolor que se disparaba para alimentar el instinto de huida. Se arrastraba como lo haría cualquier criatura moribunda.

La vio al borde del claro, pequeña, desaliñada, empujándose y avanzando poco a poco, como una tortura.

L’oric llegó a su lado y estiró una mano para posarla en la nuca de la joven, en el cabello enmarañado por el sudor. La chica se apartó con un chillidito, los dedos le arañaron el brazo.

—¡Felisin! ¡Ya se ha ido! ¡Soy L’oric! Estás a salvo conmigo. A salvo ya…

Pero ella seguía intentando escapar.

—Acudiré a Sha’ik…

—¡No! —chilló ella al tiempo que se acurrucaba en la arena—. ¡No! ¡Lo necesita! ¡Todavía lo necesita! —Sus palabras salían despuntadas por unos labios partidos, pero comprensibles de todos modos.

L’oric se hundió en el suelo, enmudecido por el horror. No era una simple criatura herida, entonces. Una mente lo bastante clara para sopesar, calcular, para apartarse…

—Lo sabrá, muchacha… No puede evitar saberlo.

—¡No! No si tú me ayudas. Ayúdame, L’oric. Solo tú, ¡ni siquiera Heboric! ¡Él intentaría matar a Bidithal y eso no puede ser!

—¿Heboric? ¡Soy yo el que quiere matar a Bidithal!

—No debes. No puedes. Tiene poder…

Vio que un estremecimiento recorría a la joven al decir eso.

L’oric dudó antes de hablar.

—Tengo bálsamos curativos, elixires…, pero tendrás que permanecer oculta un tiempo.

—Aquí, en el templo del toblakai. Aquí, L’oric.

—Traeré agua. Una tienda.

—¡Sí!

La rabia que ardía en él se había reducido a un núcleo al rojo vivo. L’oric luchó por controlarla, debilitaban su resolución por momentos algunas dudas, no sabía si estaba haciendo lo que debía. Aquello era… monstruoso. No se podía dejar eso así. Tendría que haber una respuesta.

Pero más monstruoso incluso, se dio cuenta con un escalofrío, era que todos habían sido conscientes del riesgo. Sabíamos que la deseaba. Y sin embargo, no hicimos nada.

Heboric yacía inmóvil en la oscuridad. Tenía una leve sensación de hambre, sed, pero era como si siguiera en un lugar remoto. El té de hen’bara, en cantidades suficientes, alejaba las necesidades del mundo exterior. O eso había descubierto él.

Su mente flotaba en un mar agitado que parecía eterno. Estaba esperando, seguía esperando. Sha’ik quería verdades. Las conseguiría. Y entonces él habría terminado, terminado con ella.

Y seguramente también con la vida.

Que así fuera. Había sobrevivido más de lo que jamás había esperado y esas semanas y meses de más habían sido cualquier cosa salvo dignos del esfuerzo. Había sentenciado a su propio dios a la muerte y Fener ya no estaría allí para recibirlo cuando al fin se liberara de carne y huesos. Tampoco estaría el Embozado, si a eso iba.

No parecía que fuera a despertar de aquello, había bebido mucho más té que nunca, y lo había bebido hirviendo, cuando era más potente. Y en ese momento flotaba en un mar oscuro, un líquido invisible y cálido en su piel que apenas lo sostenía, fluía por sus miembros, por su pecho, le rodeaba la cara.

Agradecía la presencia del gigante de jade. Lo agradecía su alma y lo que quedara de sus días como hombre mortal. Los viejos dones de la visión sobrenatural hacía mucho tiempo que se habían desvanecido, las visiones de secretos ocultos de la mayor parte de los ojos, secretos de la antigüedad, de la historia, habían desaparecido tiempo atrás. Era un hombre viejo. Era un hombre ciego.

Las aguas se deslizaron sobre su cara.

Y sintió que se zambullía hasta el fondo, entre un mar de estrellas que giraban en la negrura, aunque a la vez se mostraban nítidas, con una claridad repentina. En lo que parecía una distancia inmensa, esferas más apagadas flameaban, arremolinándose alrededor de las abrasadoras estrellas, y de repente lo comprendió y se sintió como si recibiese un martillazo. Las estrellas, son como el sol. Cada estrella. Todas las estrellas. Y esas esferas… son mundos, reinos, todas y cada una diferentes y sin embargo iguales.

El abismo no estaba tan vacío como él había creído. Pero… ¿dónde moran los dioses? Estos mundos… ¿son sendas? ¿O son las sendas simples pasajes que los conectan?

Un nuevo objeto crecía en su campo visual y se iba acercando. Un espejeo de color verde turbio, de miembros rígidos y, sin embargo, al mismo tiempo, sometido a una contorsión extraña, el torso retorcido como si lo hubieran sorprendido en el momento de girar. Desnudo, daba una voltereta tras otra, la luz de las estrellas jugaba en su superficie de jade como gotas de lluvia.

Y tras él, otro, este roto, una pierna y un brazo partidos en seco, pero acompañando al resto en su silenciosa, casi pacífica, travesía por el vacío.

Y luego otro.

El primer gigante pasó dando vueltas junto a Heboric y este tuvo la sensación de que podía extender una mano y rozar sin más su suave superficie, pero sabía que en realidad estaba demasiado lejos. Apareció entonces la cara del gigante. Excesivamente perfecta para ser humana, los ojos abiertos, una expresión demasiado ambigua para leerla, aunque Heboric creyó detectar resignación en ella.

Había decenas ya, todos salían de lo que parecía un único punto en las negras profundidades. Cada uno desplegaba una postura única, algunos tan maltratados que eran poco más que una serie de fragmentos y pedazos; otros incólumes. Salían navegando de la oscuridad. Un ejército.

Pero desarmados. Desnudos, aparentemente asexuados. Había una perfección en ellos, en sus proporciones, sus superficies inmaculadas, que le sugería al exsacerdote que los gigantes jamás podrían haber estado vivos. Eran constructos, estatuas en realidad, aunque no había ni dos iguales en postura o expresión.

Confundido, los vio pasar girando. Se le ocurrió que podía darse la vuelta, para ver si se limitaban a irse reduciendo hasta otro punto situado muy por detrás de él, como si él no hiciera más que yacer junto a un río eterno de piedra verde.

El movimiento no le supuso esfuerzo alguno.

Al ir girando vio… Y gritó.

Un grito que no emitió sonido.

Una inmensa (de una inmensidad imposible) herida pintada de rojo atravesaba la negrura, supuraba llamas por los bordes dentados. Tormentas grises de caos escapaban dibujando una espiral en zarcillos que salían como lanzas.

Y los gigantes descendían a su buche. Uno tras otro. Para desvanecerse. La revelación llenó su mente.

Así se bajó al dios Tullido a nuestro mundo. A través de esta… esta terrible abertura. Y estos gigantes… lo siguen. Como un ejército tras su comandante.

O como un ejército que lo persigue.

¿Todos los gigantes de jade estaban apareciendo en algún lugar de su propio reino? Eso parecía imposible. Estarían presentes en un sinfín de lugares, si ese fuera el caso. Presentes y visibles de forma ineludible. No, la herida era enorme, los gigantes se iban reduciendo a motas antes de llegar a la nada que los aguardaba. Una herida como aquella podía tragarse miles de mundos. Decenas, cientos de miles.

Quizá todo lo que presenciaba allí no era más que una alucinación, la creación de una fiebre inducida por el hen’bara.

Y sin embargo, la claridad era casi dolorosa, la visión tan brutal… y extraña… que le parecía cierta o, como mínimo, el producto de lo que su mente podía comprender, aquello a lo que podía dar forma: estatuas y heridas, tormentas y hemorragias, un mar eterno de estrellas y mundos…

Un poco de concentración y estaba dándose la vuelta una vez más. Para enfrentarse a aquella progresión interminable.

Y entonces se descubrió moviéndose hacia el gigante más cercano.

No era más que torso y cabeza, los miembros partidos y girando tras él.

La masa se expandió a toda prisa ante él, demasiado rápido, demasiado enorme. Un pánico repentino se apoderó de Heboric. Podía ver en el interior de aquel cuerpo, como si el mundo dentro del jade tuviera la misma escala que el suyo. La prueba de ello era terrible, y horripilante.

Figuras. Cuerpos como el suyo. Humanos, miles y miles, todos atrapados en el interior de la estatua. Atrapados… y chillando, los rostros crispados por el terror.

Una multitud de esas caras se giraron de repente hacia él. Bocas abiertas en gritos silenciosos (de advertencia, de hambre o miedo), no había forma de saberlo. Si gritaban, ningún sonido alcanzaba a Heboric.

Heboric añadió su propio chillido silencioso y deseó con desesperación hacerse a un lado, fuera del camino de la estatua. Pues creyó entender lo que pasaba, eran prisioneros, atrapados dentro de la carne de piedra, encerrados en un tormento desconocido.

Y luego lo dejó atrás, arrojado por los aires en la estela turbulenta del paso del cuerpo roto. Daba vueltas y más vueltas y vislumbró un destello de más jade justo delante de él.

Una mano.

Un dedo, que se hundía como si quisiera aplastarlo.

Heboric chilló cuando lo golpeó.

No sintió el contacto, pero la negrura se limitó a desvanecerse y el mar era de un color verde esmeralda, frío como la muerte.

Y Heboric se encontró de repente entre una multitud de figuras que se retorcían y aullaban.

El sonido era ensordecedor. No había espacio para moverse, tenía brazos y piernas atrapados contra él. No podía respirar.

Estaba prisionero.

Había voces que rugían por su cráneo. Demasiadas, en idiomas que era incapaz de reconocer y mucho menos comprender. Como oleajes que se estrellaban contra una orilla, el sonido lo golpeaba, se alzaba y caía, el ritmo se aceleró cuando un leve destello rojizo comenzó a manchar el verde. No podía girarse, pero tampoco le hacía falta para saber que la herida estaba a unos momentos de tragarlos a todos.

Y entonces una sarta de palabras se metió entre el tumulto, tan cerca que parecía que se las susurraran al oído, y las entendió.

—Tú venías de allí. ¿Qué vamos a encontrar, Sin Manos? ¿Qué hay tras la brecha?

Y luego habló otra voz, más alta, más imperiosa.

—¿Qué dios es ahora el dueño de tus manos, viejo? ¡Dímelo! Ni siquiera sus fantasmas están aquí, ¿quién te está agarrando a ti? ¡Dímelo!

—No hay dioses —interrumpió una tercera voz, esta femenina.

—¡Eso dices tú! —replicó otra más, llena de rencor—. ¡En ese mundo tuyo, vacío, estéril y mísero!

—Los dioses nacen de la fe y la fe está muerta. La asesinamos nosotros con nuestra inmensa inteligencia. Erais demasiado primitivos…

—Matar dioses no es difícil. El asesinato más fácil de todos. Ni tampoco es lo que mide la inteligencia. Ni siquiera la civilización. De hecho, la indiferencia con la que se asestan tales golpes de gracia es su propia forma de ignorancia.

—Más bien olvido. Después de todo, no son los dioses los que importan, es el hecho de salirse de uno mismo lo que le concede al mortal la virtud…

—¿Arrodillarse ante el orden? Qué ciego y necio…

—¿Orden? Yo estaba hablando de compasión.

—¡Bien, entonces adelante! ¡Sal de ti mismo, Leandris! No, mejor todavía, sal sin más.

—Solo el nuevo puede hacer eso, Cassa. Y será mejor que lo haga rápido.

Heboric se retorció y consiguió mirar abajo y vislumbrar por un instante el antebrazo izquierdo, la muñeca, la mano (que no estaba allí). Un dios. Un dios se los ha llevado. Era ciego, no lo veía… las manos fantasmales de la estatua de jade me cegaron y no lo veía

Echó la cabeza hacia atrás cuando los gritos y los chillidos se agudizaron de repente, ensordecedores, paralizantes. El mundo se hizo rojo, el rojo de la sangre…

Algo le tiró de los brazos. Con fuerza. Una vez. Dos.

Oscuridad.

Heboric abrió los ojos. Vio sobre él la lona incolora de su tienda. El aire era frío.

Se le escapó un sonido apenas humano y rodó de lado bajo las mantas hasta acurrucarse hecho una bola. Lo sacudían los temblores.

Un dios. Un dios me ha encontrado.

Pero ¿qué dios?

Era de noche, quizás a solo una campanada del amanecer. Fuera, el campamento estaba en silencio, salvo los aullidos lejanos y doloridos de los lobos del desierto.

Tras un rato, Heboric se agitó una vez más. El fuego de estiércol se había apagado. No había encendido ningún farol. Apartó las mantas y se sentó despacio.

Después se quedó mirando sus manos sin poder creérselo.

Seguían siendo fantasmales, pero la otataralita había desaparecido. El poder del jade permanecía, con un latido apagado. Pero también lo atravesaban unas franjas negras. Unas púas chillonas (casi líquidas) le envolvían los dorsos de las manos y después iban subiendo y modificaban el ángulo al continuar por los antebrazos.

Sus tatuajes se habían transformado.

Y, en la más profunda oscuridad, lo vio. Con una nitidez inhumana, cada detalle vívido como si fuera de día en el exterior.

Volvió la cabeza de repente al oír un ruido y notar un movimiento, pero solo era un rhizano, que se había posado, ligero como una hoja, en el techo de la tienda.

¿Un rhizano? ¿En el techo de la tienda?

El estómago de Heboric hizo un ruido sordo con un hambre repentina.

El exsacerdote volvió a bajar la cabeza y se miró los tatuajes una vez más. He encontrado un nuevo dios. No era que lo estuviera buscando. Y sé quién es. Lo que es.

Lo embargó la amargura.

—¿Te hacía falta un destriant, Treach? Así que te limitaste a… cogerlo. Se lo quitaste a su propia vida. Cierto, como vida no era gran cosa, pero, con todo, era la mía. ¿Es así como reclutas a tus seguidores? ¿A tus sirvientes? Por el abismo, Treach, tienes mucho que aprender sobre los mortales.

La ira se desvaneció. Ciertas cosas eran un regalo, después de todo. Una especie de intercambio. Ya no era ciego. Y lo que resultaba más extraordinario, hasta podía oír los sonidos de los vecinos que dormían en sus tiendas y yurtas.

Y ahí, muy leve en el aire casi inmóvil… el olor a… violencia. Pero era lejano. Se había derramado sangre esa noche, horas antes. Alguna disputa doméstica, con toda probabilidad. Tendría que aprender a filtrar buena parte de lo que le decían sus sentidos recién reavivados.

Heboric gruñó por lo bajo y después frunció el ceño.

—Muy bien, Treach. Al parecer los dos tenemos algo que aprender. Pero antes… algo de comer. Y beber.

Cuando se levantó de la estera donde dormía, el movimiento fue sorprendentemente fluido, aunque a Heboric le llevó un tiempo observar al fin la ausencia de dolores y punzadas, y la palpitación sorda de las articulaciones.

Estaba demasiado ocupado llenándose la barriga.

Olvidados los misterios de los gigantes de jade, las innumerables almas prisioneras en su interior, la herida desigual del abismo.

Olvidado también ese leve temblor con olor a sangre de una violencia lejana…

El florecimiento forzado de unos sentidos arrebataba algo a los otros. Y lo dejaba con la bendición de no ser consciente de esa nueva resolución que había encontrado en su interior. Dos verdades que había sabido desde mucho antes tardaron un tiempo en surgir para inquietarlo.

No había regalo limpio, regalo que no se cobrara algún precio.

Y la naturaleza siempre procuraba encontrar un equilibrio. Pero el equilibrio no era una noción sencilla. La compensación no se hallaba sin más en el mundo físico. Se había producido un equilibrio mucho más lúgubre… entre el pasado y el presente.

Felisin la Menor abrió los ojos con un parpadeo. Había dormido, pero al despertar descubrió que el dolor no había desaparecido y el horror de lo que aquel hombre le había hecho continuaba también, aunque en su mente había alcanzado una extraña frialdad.

En su limitado campo de visión, cerca de la arena, apareció una serpiente deslizándose justo delante de su cara. Entonces se dio cuenta de qué era lo que la había despertado, había más serpientes que rodaban sobre su cuerpo. Decenas de ellas.

El claro del toblakai. Ya se acordaba. Se había arrastrado hasta allí. Y L’oric la había encontrado, solo que para partir una vez más. Para traerle alguna medicina, agua, ropa de cama, una tienda. Y no había regresado todavía.

Aparte del deslizamiento susurrante de las serpientes, el claro estaba en silencio. En ese bosque las ramas no se movían. No había hojas que revolotearan en el suave viento frío. La sangre seca en los pliegues de la piel le escoció cuando se sentó poco a poco. Unas punzadas agudas le llamearon bajo el vientre y la herida abierta donde le había quitado carne (allí, entre las piernas) ardía con fiereza.

«Traeré este ritual a nuestro pueblo, niña, cuando sea el sumo sacerdote del torbellino. Todas las niñas conocerán esta ceremonia en mi mundo recién formado. El dolor pasará. Toda sensación pasará. No has de sentir nada, pues el sitio del placer no es el reino mortal. El placer es el camino más oscuro, porque lleva a la pérdida de control. Y eso no lo podemos consentir. No entre nuestras mujeres. Ahora tú te unirás al resto, a aquellas que ya he corregido.»

Habían aparecido entonces dos de esas chicas con instrumentos cortantes. Le habían murmurado palabras de aliento y de bienvenida. Una y otra vez, en tonos piadosos, habían hablado de las virtudes que traía consigo la herida. Decoro. Lealtad. Una disminución de los apetitos, la fulminación del deseo. Todo ello buenas cosas, aseguraron. Las pasiones eran la maldición del mundo. De hecho, ¿no habían sido las pasiones las que habían tentado y alejado a su propia madre, las responsables de su abandono? El encanto del placer había apartado a la madre de Felisin… de las obligaciones de la maternidad…

Felisin se inclinó hacia delante y escupió en la arena. Pero el sabor de aquellas palabras no se iba. No era sorprendente que los hombres pudieran pensar semejantes cosas, que pudieran hacer semejantes cosas. Pero que las mujeres también pudieran… eso sí que era amargo de contemplar.

Pero se equivocaban. Seguían el mal camino. Oh, mi madre me abandonó, pero no por el abrazo de algún amante. No, fue el Embozado el que la abrazó.

Bidithal quería ser sumo sacerdote, ¿verdad? Qué necio. Sha’ik encontraría un sitio para él en su templo, o por lo menos un sitio para su cráneo. Una copa de hueso en la que mear, quizá. Y ese momento no tardaría mucho en llegar.

Con todo… demasiado tiempo. Bidithal coge a niñas en sus brazos cada noche. Hace un ejército, una legión de las heridas, las despojadas. Y esas niñas estarán impacientes por compartir su pérdida de placer. Son humanas, después de todo, y está en la naturaleza humana transformar la pérdida en virtud. Para poder vivir con ella, para poder justificarla.

Un destello de luz apagada la distrajo y levantó la cabeza. Las caras talladas en los árboles que la rodeaban estaban brillando. Sangraban con una luz gris, hechicera. Detrás de cada una había… una presencia.

Los dioses del toblakai.

—Bienvenida, desgarrada. —La voz era el sonido de unos peñascos de piedra caliza que se frotaban entre sí—. Me llamo Ber’ok. La venganza se arremolina a tu alrededor con tal poder que nos ha despertado. No nos desagrada la llamada, niña.

—Eres uno de los dioses del toblakai —murmuró ella—. No tienes nada que ver conmigo. Y tampoco te quiero yo. Vete, Ber’ok. Tú y el resto, fuera.

—Quisiéramos aliviar tu dolor. Haré de ti mi… responsabilidad especial. ¿Buscas venganza? Entonces la tendrás. El que te ha hecho daño quisiera tomar el poder de la diosa del desierto. Le gustaría usurpar el fragmento entero de senda y retorcerlo hasta convertirlo en su propia pesadilla. Oh, niña, aunque es posible que ahora creas otra cosa, la herida carece de importancia. El peligro se encuentra en la ambición de Bidithal. Hay que hundir un cuchillo en su corazón. ¿Te complacería ser ese cuchillo?

Felisin no dijo nada. No había forma de saber cuál de las caras talladas pertenecía a Ber’ok, así que solo podía mirarlos de uno en uno. Un vistazo a los retratos de los dos guerreros toblakai reveló que de ellos no surgía ninguna emanación, estaban grises e inertes en la oscuridad previa al amanecer.

—Sírvenos —murmuró Ber’ok— y nosotros, a nuestra vez, te serviremos a ti. Danos una respuesta, rápido, alguien viene.

La joven vio entonces la luz trémula de un farol en el camino. L’oric.

—¿Cómo? —les preguntó a los dioses—. ¿Cómo me serviréis?

—Nos aseguraremos de que la muerte de Bidithal sea de manera que esté a la altura de sus crímenes, y que resulte… oportuna.

—¿Y cómo voy a ser yo el cuchillo?

—Niña —respondió el dios con calma—, ya lo eres.